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LECCIONES DE HISTORIA PATRIA
Guillermo Prieto
SEGUNDA PARTE
Lección VIII
Sálvanse algunos amigos de Cortés. No los persiguen los indios. Se vuelven, limpian los fosos y queman los cadáveres. Marchan a Tlacopan. Persecución. Los Remedios, o sea el Socorro. Fortificación y descanso. A Tlaxcala por Cuautitlán. Citlaltépec. Xóloc y Zacamolco. Comida de caballo. Tlaxcaltecas. Llanura de Tonampoco. Ejército de Otompan y Calpulalpan. Grave conflicto. Habla Cortés. Batalla que duró cuatro horas. Cihuacatzin. Red de oro en la punta de una lanza. Sandoval, Alvarado, Olid y Ávila le guardan la espalda. Juan de Salamanca. Derrota. María de Estrada. Mexicatzin. 7 de julio. Tlaxcala.
En la honda pena en que hemos descrito a Cortés con motivo de la espantosa derrota, le consoló la presencia de Sandoval, Alvarado, Ordaz, Olid, Ávila y Lugo, sus intérpretes Aguilar y doña Marina, y su ingenioso Martín López, personas en quienes tenía cifradas sus esperanzas para llevar a cabo su conquista.
De Popotla tomó Cortés, con los destrozados restos de su ejército, el rumbo de Tacuba, y pudo hacerlo porque los mexicanos, luego que sus enemigos salvaron el último foso, retrocedieron a la ciudad y se ocuparon en reparar sus puentes, limpiar sus fosos y quemar los cadáveres antes de que se infeccionase el aire. A esta marcha retrógrada de las fuerzas mexicanas debieron los españoles su salvación y se debe la consumación de la Conquista.
Pero apenas los pueblos cercanos a Tlacopan percibieron aquella marcha, se lanzaron sobre los españoles que, dispersos, heridos, maltratados y hambrientos, hacían esfuerzos sobrehumanos para resistir los combates de sus enemigos.
Así tomaron el rumbo de occidente y lograron apoderarse de un pequeño monte llamado Otoncalpolco, donde había un templo en que se guarecieron. En ese lugar está hoy el santuario de los Remedios o el Socorro, como se llamó en un principio.
Fortificáronse los españoles en el templo descrito; pudieron cobrar algún descanso, defendiéndose de sus enemigos con menos fatigas, y al día siguiente emprendieron la marcha buscando Tlaxcala, lugar que podía brindarles hospitalidad.
Tocaron en su camino, siempre perseguidos por los pueblos de Tacuba, Azcapotzalco, Teotihuacan y otros, por Cuautitlán, Citlaltépec, que ha desaparecido, Xóloc, de incierto recuerdo, y Zacomolco, de cuya situación no hay noticia.
En este último pueblo, en medio de la fatiga y de las penalidades mil que padecían los conquistadores, se hizo sentir el hambre tan profundamente, que vieron como promesa de banquete la muerte de un caballo; y los tlaxcaltecas llenos de desesperación, se arrojaron al suelo mordiendo la yerba, y prorrumpiendo en imprecaciones contra sus dioses.
Al día siguiente de estas escenas, desde la cima de un cerro que atravesaban, distinguieron los españoles en una inmensa llanura llamada Tonampoco, a corta distancia de Otompa, un numerosísimo ejército con sus estandartes, su aparato amenazador y sus horribles gritos de venganza.
Algunos autores afirman que aquel ejército sería de doscientos mil hombres; otros, más cautos, cuentan con las exageraciones del temor; de todas maneras, la presión simplemente del número bastaba para anodadar a los conquistadores. Los españoles creyeron llegado el último momento de su vida. Notó Cortés impresión tan desfavorable, y dirigió la palabra a sus tropas.
No queda más arbitrio -les dijo en voz entera y ánimo esforzado- que vencer o morir. ¿Por qué temer? Dios que nos ha conservado hasta hoy en medio de tantos peligros ¿ha perdido el poder de salvarnos?
Empeñóse la batalla sangrienta.
Durante cuatro horas permaneció indecisa la victoria, mientras empezaba la matanza y se renovaban en cada palmo de tierra horrores sin cuento ... Casi vencidos los españoles, rendidos sus brazos, embotadas sus armas y a punto de sucumbir, se ocurrió a Cortés jugar el todo por el todo, internándose al corazón del ejército enemigo y apoderándose del caudillo Cihuacatzin que se distinguía en el centro de él en sus magníficas andas, con su rico vestido y su penacho de plumas, y a su lado su estandarte, que consistía en una red de oro colgada en la punta de una lanza.
Ordenó Cortés a sus generales Alvarado, Olid, y Ávila, que le guardaran la espalda, y arremetió con algunos soldados escogidos. Su empuje fue tremendo; arrollaba cuanto se oponía a su paso, no obstante la feroz resistencia que encontraba; así llegó al jefe mexicano, a quien derribó de las andas de un lanzazo. Apenas hubo caído, Juan de Salamanca, valiente soldado que acompañaba a Cortés, desmontó rápido de su caballo, quitó la vida al jefe enemigo, y arrancándole su penacho se lo presentó a Cortés. Aquélla fue la señal de la victoria para los españoles, que alentados por el desorden en que vieron a sus contrarios, les persiguieron con encarnizamiento, haciendo en ellos grandes estragos.
Sin duda alguna éste fue uno de los triunfos más señalados y trascendentales de los españoles; la historia ensalza en esa acción el ardimiento de Cortés, el denuedo de Sandoval, a una mujer, María Estrada, que peleó como los más valientes soldados, y a Mexicatzin, que recibió después las aguas del bautismo y en él el nombre de don Antonio; se hizo célebre, tanto por su valor, cuanto por haber vivido ciento treinta años.
Las pérdidas de los mexicanos fueron espantosas. Perecieron muchos españoles, y casi en su totalidad el ejército tlaxcalteca.
Cansados de perseguir a los dispersos de Otompan, se retiraron los españoles a Tlaxcala, reducido su número a cuatrocientos cuarenta hombres.
Todos los prisioneros que tanto en la Noche Triste como después hicieron los mexicanos, incluyendo en ellos cien españoles, fueron horriblemente sacrificados en el Templo Mayor de México.
El 8 de julio de 1520 entraron en Tlaxcala los españoles dando gracias al cielo por encontrarse en tierra amiga, donde recibieron consuelos, atenciones y solícitos cuidados, mostrándose los españoles profundamente reconocidos a aquella República, su aliada y salvadora.
Mientras los españoles descansan de sus fatigas en Tlaxcala, volvamos la vista a los mexicanos.
A pesar de los estragos sufridos, bastantes por sí solos para aniquilarlos, la guerra civil los devoraba, ocurriendo matanzas de hermanos contra hermanos, y despedazándoles la anarquía.
Por un esfuerzo de la misma desesperación, pensaron en un jefe que los condujese en aquella extremidad, y fue elegido Rey Cuitlahuatzin, que como hemos dicho, se hallaba al frente de las tropas en la Noche Triste.
Como sabemos, Cuitlahuatzin, señor de Iztapalapa, era hermano de Moctezuma. Sabio, valiente hasta la temeridad, magnífico en su porte, simpático por su amor a las artes y por su índole generosa.
Luego que tomó Cuitlahuatzin posesión del mando, reparó las fortificaciones y los templos, se dedicó a pacificar a sus súbditos y envió embajadores a los tlaxcaltecas con suntuosos regalos, procurando su reconciliación.
En el senado de Tlaxcala se dividieron los ánimos. Xicoténcatl se inclinó a los mexicanos decidido; Mexicatzin tomó el partido de los españoles, a tal punto, que en una discusión ardiendo en ira, descargó recios golpes sobre Xicoténcatl y le mandó aprehender.
El senado rechazó las propuestas de los mexicanos, sobre que rompieran los tlaxcaltecas su alianza con los españoles, quienes luego que supieron la conducta de Mexicatzin se le mostraron profundamente agradecidos.
Los españoles ganaban terreno en el corazón de los tlaxcaltecaSi cuatro jefes de la República: Mexicatzin, Xicoténcatl el viejo, Tiehuitzolotzin y Citlalpopoca recibieron las aguas del bautismo, y con ellas los nombres de don Antonio, don Vicente, don Gonzalo y don Bartolomé.
A pesar de las ventajas, la disminución de sus tropas, sus enfermedades, la pérdida de los tesoros adquiridos y la presencia de un riesgo tan inminente, hizo que se presentaran síntomas de descontento, y éste fue un trance congojoso para Cortés.
Apresúrase diestro a ahogar aquella conspiración; pintó a sus tropas una perspectiva risueña, y fue tan diestro a la par que tan enérgico, que conjuró esta tan terrible tempestad.
Algunos pueblos indígenas que se habían aliado a Cortés, al ver sus desgracias, se convirtieron en sus más ardientes enemigos. Entre ellos se distinguían los de Tepeyácac, hoy Tepeaca, al punto que obligaron al conquistador a hacer una salida contra ellos.
Xicoténcatl el joven, arrepentido de la conducta que había observado con Cortés, le ofreció sus servicios contra los de Tepeyácac, y éste los aceptó poniéndolo en libertad.
Reuniéronse a Cortés, al emprender estas expediciones, como ciento cincuenta mil aliados, y recorrió victorioso, después de varios encuentros, Zacatépec, Acatzinco y otros pueblos, fundando en Tepeaca la ciudad de Segura de la Frontera, cuyo acto se redujo a nombrar magistrados españoles. Carlos V le concedió honores de ciudad en 1545, y cuando escribió Clavijero pertenecía al marqués del Valle.
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