Índice de Lecciones de historia patria de Guillermo Prieto | CUARTA PARTE - Lección IX | CUARTA PARTE - Lección XI | Biblioteca Virtual Antorcha |
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LECCIONES DE HISTORIA PATRIA
Guillermo Prieto
CUARTA PARTE
Lección X
Batalla del Molino del Rey. Concentración. Ejecución de los prisioneros de San Patricio. Refuerzo de los Estados. Las garitas. Batalla de Chapultepec. El señor general Bravo. Conducta heroica del Colegio Militar. Defensa de las garitas. Entra Scott en la capital. El señor Peña y Peña en la presidencia. Ocupación de California. La Huasteca. Mazatlán. Presidencia del señor Anaya. El gobierno en Querétaro. Tratados de paz. Ratificación de los tratados. Fin de la guerra.
Las fuerzas mexicanas, constantes de cuatro mil hombres, se sitUaron en los molinos de trigo que tienen el nombre del Rey, en una era que se halla frente a lo que hoy es fábrica de fundición, y la caballería del norte en el punto llamado Casa Mata.
El ejército enemigo, fuerte con seis mil hombres, al mando de los generales Pillow y Cadwalader, salió del Arzobispado de Tacubaya, y por su espalda se dirigió al asalto de los principales puntos que se han señalado.
El combate fue como nunca sangriento. Defendían los molinos León y Balderas; ambos vieron la espalda a los enemigos; pero heridos mortalmente, el primero murió a pocos pasos de la iglesita de Chapultepec, y el segundo en México (1).
Rechazado, despedazado y casi en son de derrota el enemigo, fue perseguido por nuestras fuerzas; pero recibió refuerzo y retrocedió sobre los nuestros haciéndoles horrible carnicería; entonces el heroico general Echegaray, reuniendo algunos de sus bravos del tercer ligero, se arrojó entre las filas enemigas, les quitó las piezas y restableció con actos de valor prodigioso la moral en sus tropas. pero el enemigo hizo un nuevo esfuerzo y la derrota se consumó. Entretanto, nuestra caballería permaneció criminalmente inmóvil, reportando la responsabilidad del éxito de esta función de armas.
La pérdida del enemigo, según el señor Roa Bárcena, fue nueve oficiales muertos, cuarenta y nueve heridos y ochocientos soldados por muertos y heridos, contándose entre ellos algunos dispersos.
Entre los oficiales mexicanos que murieron peleando heroicamente, se mencionan Aguayo, Vázquez, Cárdenas, Olvera, Martínez, señalándose entre los heridos el alumno del Colegio Militar don Alejandro Argándar, del tercer ligero.
Entre los oficiales de Mina que murieron, es forzoso perpetuar el nombre de Margarito Zuazo, que acribillado de heridas y moribundo, se arrastró para envolverse en su bandera, que arrancaron de su cadáver empapada en su sangre.
El desastre del Molino del Rey en que parecía sonreír a México la victoria, la pérdida de jefes beneméritos, la dispersión de fuerzas valiosísimas, la actitud incomprensible de la caballería y la desconfianza, no del patriotismo, sí de la actitud de Santa Anna, hicieron que el desorden cundiera, que el pánico se apoderara de los espíritus y que en los aprestos para la defensa de las garitas se notasen los funestos preludios de la derrota (2).
El terror y el malestar subieron de punto con la ejecución sangrienta de los prisioneros de San Patricio que, desertores del ejército norteamericano, se pasaron a nuestras filas, Scott fue inflexible y llevó al refinamiento la crueldad. A los prisioneros que por circunstancias atenuantes se les perdonó la vida, se les condenó a sufrir la pena de azotes hasta rajar sus carnes, y se les marcó la frente o un carrillo con una O con hierro candente (3).
A pesar del terror propagado por el desorden, llegaban fuerzas de los Estados, señalándose las de Jalisco, y antes las del Estado de México con don Francisco M. de Olaguíbel a su cabeza, quien concurrió a la batalla de Padierna. El sabio ilustre Ignacio Rarnírez acompañó en la campaña al señor Olaguíbel.
Mucho vaciló el jefe norteamericano en atacar las garitas, pero al fin, contra el parecer de sus más entendidos oficiales, se fijó en el ataque de Chapultepec.
Este punto, que según los inteligentes carece de la importancia militar que se le suponía, estaba al mando del director del Colegio Militar, edificio situado en la cumbre, en que existían entonces los jóvenes educandos, en su mayoria de catorce a dieciséis años.
Algunas obras insignificantes de fortificación en la parte exterior y en el interior del bosque, formaban la defensa, con ochocientos treinta y dos hombres y escasa artilleria.
En la parte superior del cerro no había ni doscientos hombres, incluso los alumnos, que desde los primeros momentos fungieron esforzados como los soldados de mayor confianza.
Scott situó en el cerro, por la parte exterior del bosque, bateñas de sitio y de grueso calibre que arrojaron sus proyectiles sobre el cerro, sin ataque y sin comprometer en aquella ostentación de fuerza un solo soldado.
El general don Nicolás Bravo, lleno de merecidos lauros de gloria, mandaba la fortaleza.
El fuego lo rompieron los norteamericanos el día 12 a las seis de la mañana, y durante catorce horas sufrieron una lluvia no interrumpida de balas nuestras tropas, que inmóviles, inactivas y como condenadas a un suplicio inevitable y silencioso, veían aniquilarse el edificio y las fortificaciones y amontonarse cadáveres sin recibir auxilio y sin la distracción siquiera del movimiento.
Agriáronse las contestaciones entre Bravo y Santa Anna; este general disponía de la fuerza; sin que Bravo lo supiese, retiró sus reservas; queria atender a todo, y ninguna necesidad cubría; se arrojaba temerario a los peligros y descuidaba operaciones importantes por reñir a un carrero o por una disputa de poco momento.
Al siguiente día, por el sur y el occidente se dio el asalto, y no obstante estar demolidas las fortificaciones y a pesar de haber habido una espantosa deserción, y de que insolentes con la certeza del triunfo fueron feroces las embestidas de Pillow y Quitman, la resistencia fue heroica, pereciendo Xicoténcad después de consumar hazañas ínclitas; Cano, Pérez Castro y Saldaña, de quien ingrata la historia, no ha hecho la debida mención (4).
El enemigo, hollando cadáveres y alentado por su éxito al pie y en la falda del cerro, acomete la cima y allí hace su último empuje la resistencia, pereciendo en esa reñidísima lid a la bayoneta y con elementos desiguales, los jóvenes alumnos, dejando la vida para que inscribiese en su padrón la historia los gloriosos nombres del Colegio Militar, de nuestro Colegio, que recibió su bautismo de sangre, señalando a sus camaradas futuros el sendero de la inmortalidad.
Los más enterados en aquel tiempo de los pormenores de estas funciones de armas, calcularon la pérdida del enemigo en la quinta parte de sus numerosas fuerzas y sesenta oficiales entre muertos y heridos, contándose entre ellos jefes de alta graduación.
Nosotros, además de las pérdidas referidas anteriormente y de otras que sentimos no pormenorizar, tuvimos las siguientes: Juan de la Barrera, teniente; subtenientes, Francisco Márquez, Fernando Montes de Oca, Agustín Melgar, Vicente Suárez y Juan Ezcutia; heridos, Pablo Banuet, y los alumnos de fila Andrés Mellado, Hilario Pérez de León y Agustín Romero.
Quedaron prisioneros con el general Monterde, director del Colegio, los capitanes Jiménez y Alvarado, Alemán, Díaz, Fernando y Miguel Poucel, Argaiz y Peza, y los subtenientes Camacho, Noris, Cuéllar, Alvarez, etcétera.
Murió también en esta función de armas el coronel Gelati, y se distinguió por actos de pericia y de bravura el joven Calambres, que reapareció, como siempre valiente y honrado, al lado del general Zaragoza el 5 de mayo de 1862 (5).
El general Santa Anna continuó activísimo, valiente, pero sin plan y como a la ventura, la defensa de las garitas y el ataque hasta las calles, en que se distinguieron los generales Rangel, Peña, Carrasco, don Pedro Jorrin, jefe del batallón Victoria, y varios oficiales y soldados como Béistegui, Urquidi, don Francisco y don Manuel Muñoz, los dos últimos diputados al Congreso general, de ese brillante cuerpo de guardias nacionales.
Scott entró en la capital el 14 de septiembre con parte de su ejército.
El 16 renunció Santa Anna la presidencia, encargándose de ella el presidente de la Corte Suprema de Justicia don Manuel de la Peña y Peña, quien marchó para Querétaro a organizar el gobierno.
Santa Anna, después de algunas tentativas de formación de nuevas fuerzas, marchó para Nueva Granada.
Al verificarse estos cambios, el país por sí siguió combatiendo a los invasores con varia fortuna. En julio de 47, la California había quedado sometida a los invasores; el general Garay, en octubre, derrotaba en la Huasteca a una respetable fuerza norteamericana; eran rechazados en Tabasco en una intentona de desembarco; el 14 de noviembre fue ocupado Mazatlán por el comodoro Shubrick, y numerosas guerrillas, atravesando en todas direcciones el país, hacían graves estragos en las fuerzas invasoras (6).
El 12 de noviembre de 1847, reunido el Congreso en Querétaro, nombró presidente interino a don Pedro María Anaya, quien permaneció en el poder hasta enero de 1848, en que volvió al desempeño de la primera magistratura el señor Peña y Peña.
Mr. Trist, plenipotenciario norteamericano, propuso que se abrieran nuevas negociaciones; el gobierno nombró a los señores don Miguel Atristáin, don Bernardo Couto y don Luis G. Cuevas para que se representasen al gobierno.
Entre los comisionados referidos se ajustó el tratado de 2 de febrero de 1848, firmado en Guadalupe Hidalgo, en cuya virtud México cedió a los Estados Unidos Texas, la Alta California, Nuevo México y la parte septentrional de los Estados de Chihuahua, Coahuila y Tamaulipas; México recibió en cambio 15 millones de pesos.
Sometióse al Congreso el tratado para su rectificación, y se empeñó un debate amplio, luminoso y digno, en que sin distinciones de partido se defendieron los intereses de la patria conforme a las libres inspiraciones de la conciencia de aquellos representantes.
Distinguiéronse en pro de la guerra don Manuel Doblado, don Ponciano Arriaga, don Guillermo Prieto, y sobre todos, el licenciado don José María Cuevas, quien se hizo conducir de la cama a la tribuna, donde pronunció uno de los más elocuentes discursos que honran la oratoria parlamentaria de México (7).
En el partido de la paz se hicieron notables Pedraza, Lacunza, Lafragua, Payno, Hilario Elguero y otros, a quienes especialmente en el Senado combatía Otero con su palabra ciceroniana y con su patriotismo sin mancha.
Ratificados los tratados en 30 de mayo de 1848, las fuerzas enemigas procedieron a desocupar el territorio nacional, y el 3 de junio de 1848 entregó el mando el señor Peña y Peña al general don José Joaquín de Herrera, electo presidente constitucional para el periodo que debía terminar en 1851.
México perdió en esta guerra la tercera parte de su territorio, que costó a los Estados Unidos cien mil soldados con doscientas piezas de artillería, el costo del servicio de más de doscientos barcos y 210 millones de pesos.
La rica adquisición de los Estados Unidos no les quita la mancha de iniquidad que cayó por esta invasión en las páginas de su historia.
Notas
(1) Balderas, después de herido mortalmente, siguió luchando medio hincado en una rodilla, empuñando la espada; y León, al expirar en el Hospital de Jesús de México, dirigía en su delirio palabras de aliento a sus soldados.
(2) Véase Roa Bárcena, página 490.
(3) Los elocuentes escritos que en inglés se publicaron en aquellos días para atraer a nuestras filas a los irlandeses que militaban entre los norteamericanos, fueron obra de don Luis Martínez de Castro. En general, los enganchados en nuestras fuerzas cumplieron su deber y murieron heroicamente. A los pocos que sobrevivieron se les trató con punible ingratitud por nuestros gobiernos.
(4) Al Congreso ha presentado últimamente (1886) la familia de Saldaña documentos que prueban la exactitud del juicio emitido en el texto.
(5) Las exiguas proporciones de un compendio no nos permiten pormenorizar las hazañas ínclitas de Murphy, de Barrera, de Noris y otros individuos de este colegio. En cuanto al general Calambres, que vive aún en la más completa oscuridad, deseamos reciba nuestro recuerdo como un homenaje a sus alíos merecimientos.
(6) Véase Roa Bárcena, página 516.
(7) Era el señor licenciado don José María Cuevas, jurisconsulto distinguido, notable humanista y eminente orador, aunque su excesiva modestia le alejaba de las luchas parlamentarias. Su voz apagada y cierto encogimiento que era como el rubor de su brillante talento, comunicaban a su palabra gravedad y misterio que exigían silencio y atención. Las grandes virtudes de Cuevas le conquistaron respeto, y la sinceridad de sus creencias universales simpatías. Patriota exaltado por los acontecimientos y enemigo de toda transacción que pareciera ignominiosa, no pudo prescindir de tomar parte en aquellos solemnes debates. Pálido, demacrado, moribundo, se hizo conducir por cuatro hombres a la Cámara. Le envolvía su capa como una mortaja y se destacaba su semblante blanco y majestuoso del cuello de nutria. Parecía el espectro de la dignidad nacional, pidiendo cuenta de la integridad de la República. Se incorporó y pidió la palabra; los diputados dejaron los asientos y le rodearon, y.cuando calló desfallecido después de aquellas tempestades de elocuencia conmovedora ... veíamos como deificado al hombre por la sublimidad del sentimiento. Aquella aparición la conservamos en la memoria los pocos que vivimos de los que la presenciamos ...
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