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CAPÍTULO DÉCIMO NOVENO
CONFERENCIAS DE SAN ISIDRO
INAUGURACIÓN Y PRIMERAS SESIONES
El que se represente el progreso por una línea recta que vaya desde el punto de partida a su objetivo final, no se llevará mal chasco. Un amigo mío, competente en eso de representar gráficamente las ideas abstractas, me decía con aire de suficiencia que no admitía réplica:
El progreso no sigue la línea recta, como exigen nuestras conveniencias y como parece natural y lógico; ni siquiera traza una línea ondulada que, siguiendo determinada vía, hiciera, como los perros que van delante del amo, que entre idas y venidas andan muchas veces el camino, sino que viene a ser una espiral llena además de ondulaciones. Figúrate un muelle de esos que los tapiceros ponen en los sillones; si tiene una altura de dos centímetros ¿cuánto alargará el alambre si lo ponen tirante? y aun no es eso todo: supón el muella formado con alambre ondulado. Saca la proporción y campárala con la marcha del progreso.
Yo no sé lo que habrá de cierto en esas concepciones de mi amigo, pero si diré que en treinta y dos años he visto alguna de aquellas ondulaciones, y no sé si hasta la primera vuelta del espiral; porque es lo cierto que he tenido en alguna ocasión pretexto o motivo para decir como he leído que dijo Tertuliano de los cristianos de los primeros tiempos: ¡Somos de ayer y llenamos ya el mundo! y otras en que podría justificarse o al menos excusarse el negro pesimismo de los escépticos. Basta para eso recordar alguno de los primeros episodios de la vida de La Internacional española comparada con el estado de apatía e indiferencia de tiempos posteriores.
Y entro en el objeto de este capítulo.
La propaganda individual había dado brillantes resultados: nos seguía un número inmenso de trabajadores a quienes era necesario hablar de libertad, de bienestar, de felicidad; había que fortalecer sus ideas, alimentar sus esperanzas a la vez que robustecer su inteligencia para sustraerlos a la sugestion política, a la sazón activa y vigorosa. Al efecto nos dedicamos a asistir a los clubs republicanos, donde tuvimos osadía suficiente para criticar y aun censurar la República, declarándola, no sólo ineficaz para redimir al trabajador, sino culpable de tiranía y de complicidad burguesa, toda vez que las Repúblicas existentes en el mundo están bajo el dominio de sus poderosos privilegiados lo mismo y algunas peor que cualquier monarquía. Así fuimos al club de Antón Martín, el más popular y concurrido de todos, donde se oyeron con respeto y acaso con pena tales manifestaciones. Pero esto no nos satisfacía: necesitábamos, no criticar y censurar al adversario, sino exponer por cuenta propia y ofrecernos con nobleza a las críticas y censuras de todos los que fuesen capaces de ponérsenos delante, y uso de intento de este lenguaje para que se comprenda la fuerza de nuestra convicción y la confianza en nuestros recursos persuasivos.
Recordando el reto de Cabriel Rodríguez en la última reunión de la Bolsa, que queda reseñada, formamos el propósito de celebrar conferencias públicas de propaganda y controversia en la capilla de San Isidro.
Y dicho y hecho: allá encaminamos la muchedumbre obrera, ávida de consuelos y esperanzas.
Formando parte del edificio de San Isidro, pasada la puerta del Instituto y ya en la calle de los Estudios, está o estaba la Escuela de Arquitectura; entrando por su puerta se va a un patio al que da la de una inmensa sala cuadrada con adornos y accesorios religiosos, que tal vez serviría para celebrar capítulo la comunidad que habitaba aquel convento antes de la exclaustración. Aquel local escogimos para nuestro propósito.
Como preliminar necesario imprimimos una circular que fijamos en las esquinas, dirigimos a los periódicos y enviamos con sobre e invitación personal y directa a todos los personajes, políticos sin distinción de partidos. El documento terminaba con un apercibimiento tan enérgico como original: Si los que, por usurpación de la riqueza social, detentan el saber que aprendieron en las universidades, abiertas al rico que explota y cerradas al pobre que trabaja, no acudieran a nuestro llamamiento, nosotros los trabajadores celebraremos sin ellos nuestras conferencias, resolveremos y practicaremos. Si como consecuencia el privilegio, o su servidor el poder, o su ejecutor la fuerza pública nos lo impidiera, acudiríamos a la rebeldía, y si resultásemos vencidos en cien batallas confiamos al fin en nuestro triunfo ganando una, la última.
La inauguración de las conferencias se anunció con un cartelón en forma de bando fijado en las esquinas que empezaba con la sugestiva palabra ¡Alto! compuesta con letras excesivamente visibles, invitando a los trabajadores a estudiar la cuestión social y a resolverla en la teoría y en la práctica.
Sobrado cándida parecerá aquella sencillez con que se buscaba la verdad y se confiaba en la práctica de la justicia, pero tanto aquella candidez como la desconfianza pesimista que la ha reemplazado tienen una explicación racional: una generación heredera de muchas otras sumidas en la ignorancia de sus derechos y de su poder, que de pronto recibe la luz de una idea salvadora y el impulso que le mueve a la realización de un ideal, cree que el error era general, tanto por parte de los que de él se benefician como de los que de él son víctimas; la bondad ingénita en la naturaleza humana no podía sospechar malicia en una tiranía y en una explotación hijas de ideas erróneas, y por eso se daba a la propaganda tan grande importancia y de ella se esperaban tan espontáneos resultados. Al revés, ha ocurrido luego: entusiasmos enfriados por edad, desengaños, enfermedades y egoísmos suspendieron la propaganda, y quedó la juventud sin más guía que la torpe y rutinaria de la enseñanza a cargo de profesionales vacíos de mollera, y la de la educación tradicional, y aunque la injusticia de la sociedad es patente y pocos cuidan de defenderla en teoría la defensa encargada a la fuerza es terrible y cínica. Por eso vemos que si el Papa, por necesidad de conservar su prestigio lanzó urbi et orbi su famosa encíclica condenando el socialismo, que los publicistas burgueses aplaudieron porque con sus alabanzas se ahorraban el trabajo de inventar sofismas para defender lo indefendible, más, mucho más se confió en las persecuciones, en los tormentos y en las leyes excepcionales.
En el día y hora designados, agolpábase frente a San Isidro un enorme gentío que, agrupado en corrillos o diseminado por entre los grupos, manifestaba agitación y alegría.
Abierto el salón, llenóse completamente, siendo insuficiente su capacidad para contener el gran número de trabajadores que acudieron al llamamiento.
Presidía Celso Gomis, joven catalán recién venido de Ginebra, donde estuvo emigrado por haber tomado parte en la gran insurrección republicana, con lo que tuvo ocasión de recibir inspiraciones directas de los maestros revolucionarios. Con claridad, sencillo estilo y voz bien timbrada, expuso el objeto de aquellas conferencias que se inauguraban.
Somos los más, dijo, somos los mejores, y en una sociedad que para acusarla de injusta basta decir que está compuesta de diferentes categorías, ocupamos el último lugar. Y esto que viene sucediendo en el mundo por culpa de todos los legisladores, por la complicidad de todos los gobernantes, por el egoísmo de todos los explotadores y ha obtenido la sanción de todas las religiones, no debe ser y no será, porque para que cese venimos aquí a instruirnos y a concertarnos, para que la justicia resplandezca de una vez y para siempre sobre la tierra.
Estas palabras, genuína expresión de los pensamientos y sentimientos de los asistentes, arrancaron unánime y entusiasta salva de aplausos.
Hablaron después otros trabajadores desarrollando el tema que constituía el objetivo principal de la reunión: la exposición de las penalidades proletarias y la necesidad de remediarlas con urgencia, y pidió la palabra el Sr. Bona, catedrático de economía política, si no recuerdo mal. Este señor comenzó exponiendo ideas que tendían a considerar como ilusorias nuestras esperanzas y poco reflexivo nuestro entusiasmo, y, como no podía menos de suceder produjo manifestaciones de desagrado en el auditorio. Entonces el presidente tuvo una de aquellas inspiraciones que imponen el respeto y la calma.
Compañeros, dijo, si en el mundo hay clases, aquí, nuestra casa en este momento, no las hay; todo el que viene a nosotros deja a la puerta los rasgos sociales que puedan distinguirle; se nos asimila, y queda digno de esta reunión de hombres que ansían la verdad, que aspiran a la justicia; a no ser así ninguno de nosotros hubiera penetrado en este recinto consagrado en este momento a la gran fraternidad humana, que ímpone como virtud predominante la tolerancia con las ideas honradamente profesadas y dignamente expuestas. Os inVito por primera y única vez a la coneervación del orden.
Era el Sr. Bona uno de los invitados personalmente y de los pocos que atendieron la invitación. Nos había visto en las reuniones de la Bolsa, comprendió el resultado que podían tener nuestros trabajos, conocía algo de la agitación obrera en el extranjero y poseído del laudable pensamiento de encauzar aquel nuevo orden de ideas, se acercó a nosotros para exponernos noblemente su sentir, el cual consistía en lo que todo el mundo sabe que consiste la economía política: en la manera de desarrollar el trabajo y el cambio de modo que aumente el capital en las manos de los que lo tienen vinculado, y el pauperismo en las últimas capas sociales, sirviendo de demostración evidentísima el hecho de que las naciones más ricas son aquellas en que la miseria toma las proporciones más horrorosas.
Claro es que el buen catedrático no lo entendía así; sus preocupaciones de escuela se ofuscaban, y hablándonos del ahorro, de la cooperación, de las casas pára obreros y hasta de la paciencia, virtud que en compañía de la caridad completan el mecanismo de la sociología cristiana, no podía faltarnos la paz en esta vida y la bienaventuranza eterna en otra ultraterrena.
A contestarle se levantó un joven obrero, diciendo:
En un documento firmado por sesenta obreros de París que Proudhon ha inmortalizado insertándolo en una de sus obras, se expone como resumen esta dignísima aspiración: Queremos vivir de la justicia, no de la caridad. Ella es también la nuestra; ella ha de ser la de todos los que, teniendo conciencia de su derecho, a él se atengan y rechacen la gracia como una compensación de la injusticia. Entiéndanlo bien cuantos desde las alturas de una posición elevada se erigen en protectores de los pobres, de los humildes, de los ínfimos en las categorías sociales. Es posible que con el ahorro, con el planteamiento de cooperativas, con la paciencia y la caridad se obtengan todos esos beneficios que dice el Sr. Bona, como expresión de la doctrina que los privilegiados predican para nuestro uso; pero conste que todo eso no puede satisfacernos: no queremos ser protegidos ni aconsejados, porque a nadie reconocemos sobre nosotros el derecho de ser protectores ni consejeros. No haremos, pues, concesión alguna a la desigualdad que puede servir de justificación a la tiranía, y si escuchamos por tolerancia tales ideas, no interprete nadie nuestro silencio como acatamiento, porque las rechazamos con energía protestando desde el fondo de nuestra honrada conciencia.
La sabiduría oficial, la doctrina del egoísmo privilegiado disfrazada de benéfica y caritativa sufrió tremendo mentís con las palabras de aquel muchacho, sancionadas con el entusiasta aplauso de la concurrencia.
Levantóse Gabriel Rodríguez. Con menos sinceridad pero con más arte que el Sr. Bona salió a la defensa de los sofismas de los economistas, procurando deslumbrar a los trabajadores con esas utopías que los que pretenden pasar por prácticos combaten lo que llaman utopías de los idealistas, siendo de notar que todos aquellos recursos oratorios hábilmente empleados se derrocharon en pura pérdida, porque el auditorio, distinguiendo perfectamente la falacia de aquella argumentación entre el oropel de la fraseología, permaneció absolutamente indiferente, revelando su desaprobación con el silencio.
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