Índice de El Proletariado Militante (Memorias de un internacionalista) de Anselmo de LorenzoAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO VIGÉSIMO OCTAVO

LA INTERNACIONAL EN LAS CORTES
LOSTAU Y SALMERÓN

En la sesión del Congreso de 22 de Mayo de 1871 presentó Baldomero Lostau la siguiente proposici6n:

Pedimos al Congreso se sirva declarar y hacer presente al Gobierno, y a los efectos oportunos, que ha visto con profundo disgusto la conducta del gobernador de Barcelona violando los artículos constitucionales que autorizan a los ciudadanos para reunirse y asociarse.

En su defensa adujo Lostau todos los datos necesarios a la demostración de la verdad de la proposición y a la necesidad de que fuese aprobada. Terminando con estas palabras:

En Barcelona, por más que fuera una farsa todo lo que en la Constitución está garantido, siempre, en todas épocas, han existido los derechos de reunión y asociación. Si nos priváis del derecho de discutir a la luz del día, ¿qué sucederá? que se discutirá y se resolverá en la obscuridad. Se nos ha querido hacer el bú con la asociación llamada Internacional. Si los obreros tenemos ideas erróneas sobre la organización social, como no rechazamos a nadie, venid a discutir con nosotros. Entretanto, yo os diré que allí (en Barcelona) quien ha guardado la propiedad y la familia en circunstancias críticas han sido los obreros.

Pedimos, pues, libremente ejercido el derecho de asociación, la conducta de los individuos de La Internacional es clara; yo soy individuo de esta Asociación, y declaro que no nos separamos de la línea de la justicia y de la moral. Cumplo, pues, el deber que me han impuesto mis conciudadanos, y concluyo diciendo que si la libertad de reunión y asociación no se respeta, por más que se cuente con el apoyo de la fuerza bruta del ejército, los obreros sabremos cumplir con nuestro deber.

Motivó esa proposición una huelga de los trabajadores de la casa Batlló, en que la autoridad cometió las arbitrariedades de costumbre, y los obreros se defendieron con aquella mesura y cortedad que tantos esfuerzos y sacrificios malogran.

Contestando a Lostau, Sagasta, ministro de la Gobernación, hizo uso de la astucia gubernamental, desfigurando los hechos, inventándolos a su antojo, haciendo insinuaciones malévolas como esta:

Basta por hoy de La Internacional; necesito guardar ciertas cosas que sé, para poder saber más;

o hipócritas indicaciones de este género:

hay otras asociaciones que pueden dar mejores frutos al pobre trabajador.

La proposición Lostau fue naturalmente desechada, y quedamos en que la violación de la Constitución en lo que afecta a los derechos que la misma consigna en favor de los trabajadores es una cosa baladí que nadie, ni los más furibundos demócratas, pueden tomar en serio.

Justo es consignar aquí que Lostau, diputado por Gracia, aunque internacional, se presentó candidato como republicano y por los republicanos gracienses fue elegido, y no llevó al parlamento misión alguna de los internacionales, quienes, al contrario, siempre abominaron de la política, y en sus reuniones y sus periódicos, dando única importancia a su carácter de productores, despreciaban el de ciudadano, que es el que, en confusión desigual de explotadores y explotados, sirve de unidad a la política.

Poco tiempo después el ministro Sagasta juzgó conveniente para sus miras políticas agitar el espectro rojo, y dió lugar a la presentación de la siguiente proposición:

Pedimos al Congreso se sirva declarar que ha visto con satisfacción las manifestaciones que acaba de hacer el señor ministro de la Gobernación acerca de La Internacional.

Palacio del Congreso 18 de octubre de 1871.
Joaquín Saavedra.
Cándido Martínez.
Francisco Barrenechea.
Joaquín Garrido.
Angel Mansi.
Pedro Muñoz Sepúlveda.
Pío Gullón.

En la discusión de aquella proposición, oradores como Candau y Jove Hevia, ofrecieron el puro carácter burgués, con su ignorancia de la sociología, su cinismo respecto del goce de la fortuna y su hipocresía afectando creencias religiosas y morales que sólo juzgan necesarias para los pobres; otros, como Martinez Izquierdo, que presentaron la caridad como recurso único y divino, y otros, como los republicanos, que defendieron el derecho de asociación con el criterio constitucional. Entre todos distinguióse Salmerón, de quien dijo en su número más inmediato La Federación:

Si Salmerón hubiese pronunciado su discurso en una sesión sola, seguramente nos habría privado de la grata emoción que nos produjo la lectura de su primera parte.

Nada más contundente, más digno, más valiente ni más profundo que la parte científica de su discurso.

Habla después de la inutilidad de aconsejar a la burguesía y termina:

Bien a pesar nuestro, por no permitirlo los límites de nuestro periódico, hemos de renunciar a insertar y analizar el discurso que ha pronunciado en las Cortes españolas el verdaderamente filósofo Salmerón, y que ha sido una gran lección para todos aquellos que, teniendo pretensiones de hombres científicos, no son más que vulgo.

He aquí lo más interesante de tan importante discurso:

Como nosotros somos un partido que no pugna por el poder, sino que al presente trata sólo de afirmar el derecho, en la inquebrantable convicción, en la firme seguridad de que el día en que se hayan afirmado definitivamente en la práctica del gobierno y en la conciencia del país los derechos del individuo y del ciudadano, aun con esos deslindes y amojonamientos que, como hoy se ha dicho, logró trazar el doctrinarismo en la Constitución de 1869, habremos de ganar enteramente la opinión, cayendo entonces como un pobre y deleznable castillo de naipes la dinastía que levantéis sobre la soberanía del pueblo, y que ya queréis oponer a aquellos derechos que con la majestad de su palabra calificaba el Sr. Ríos Rosas de derecho divino; como, en suma al derecho servimos y por el derecho nos guiamos, tenemos y debemos natural benevolencia, sin mengua de la severidad de nuestra conducta, y sin necesidad de alianzas bastardas, a todo gobierno que afirme, no con palabras, que pueden ser mentidas, sino con actos, que son siempre inconcusos, los derechos fundamentales de la personalidad humana, y los respete y ampare con el criterio democrático a que responde el título I de la Constitución.

Pero no debemos aspirar a esto solo: porque el Partido Republicano no es meramente un partido político (y aquí hablo por mi cuenta y riesgo); porque el Partido Republicano no es sólo un partido doctrinario órgano de las clases medias, que venga a discutir únicamente la forma de gobierno, la organización de los poderes del Estado y la gestión administrativa, sino que patrocina una tendencia social para servir a la completa emancipación del cuarto estado, y preparar el libre organismo de la igualdad, que haya de afirmar para siempre el imperio de la justicia entre los hombres 1).

Cierto que no hemos reducido a dogma, ni lo queremos, los principios de la reforma social; pero si no hemos inscrito una fórmula social en nuestra bandera, siempre hemos dicho que no aspirábamos sólo a la emancipación política de todas las clases de la sociedad, ni el sufragio, que en mi opinión no es un derecho, sino un poder, es lo único que para el cuarto estado deseamos; antes bien trabajamos por conquistar la capacidad para el ejercicio de ese poder ...

De todo lo que respecto de La Internacional se ha dicho, resulta desde luego este hecho, por todos igualmente confesado, a saber: que por virtud de la reforma iniciada en el siglo XVI, que arrancando de lo más íntimo y profundo de la vida, que es la conciencia religiosa, ha venido proyectándose en lo al parecer más externo y más íntimo, que es la vida política, se ha modificado la antigua organización social, y alterado en sus cimientos y en su clase.

Ha venido a resultar de aquí, que rota la antigua jerarquía social, que enlazaba como los miembros del cuerpo humano los órganos de la vida en las naciones y los Estados, y hacía que todo partiera del espíritu común, que se alimentara de una misma aspiración y que se dirigiera también a un mismo fin han venido a quedar disueltos pcr completo los vinculos que existían entre las clases sociales, abriéndose una lucha, al parecer de muerte entre todas ellas; en cuya lucha, cada cual no busca sino la manera de afirmar lo que es para ella su derecho, lo que es para las demás su privilegio o su monopolio.

Y faltando la solidaridad entre las clases sociales, y siendo aquellas que no han tenido comunes principios y comunes intereses, que les diesen cohesión, explotadas por las clases anteriormente constituídas, buscan una organización para oponerla a la antigua y confiando en el número y en lo que ellas estiman su derecho, aspiran a librar la batalla, y la batalla decisiva, a fin de sustituir la jerarquía cerrada de la antigua organización por la libre y expansiva de una nueva organización democrática ...

Pero no basta para que se origine una institución social, para que se produzca una tranformación en la vida, que se sienta su necesidad, que haya el acicate del interés, sino que siempre es menester un principio, un fundamento, llámese como quiera, por el cual se legitime y justifique el nacimiento de aquella institución, de aquel nuevo organismo en la sociedad, y en cuyo nombre pueda recibir la consagración de su bautismo; que no hay instituciones, como no hay seres en el mundo, que no tengan su misión, consagrada, ya por el sentido tácito de la naturaleza, ya por las tendencias e inclinaciones de su conciencia.

Si de la harmonía entre la necesidad y el principio que anima a toda institución humana resulta su vida, ¿cuál es el principio que legitima la existencia de la Asociación Internacional de los Trabajadores?

Ha venido rigiendo secularmente y siendo el espíritu que inspirara una ciVilización de quince siglos, la religión cristiana, como impuesta por la fe, como profesada y creída, según decía Tertuliano, por imposible y absurda. Este principio trascendental impuesto al hombre, y desde el cual se pretendía regir la vida toda, que así daba fundamento a la moral como a la constitución de los pueblos, y así determinaba las relaciones entre los Estados como hacía que todos los miembros del organismo social se rigieran por la palabra infalible de la Iglesia, órgano de la verdad absoluta y divina; este principio trascendental, repito, servía para determinar todas las manifestaciones de la vida y señaládamente de la vida pública. Y así como al término de la antigua sociedad pagana se venía a consignar como la última afirmación del espíritu gentil, aquel principio de que sólo era ley lo que agradaba al príncipe, aquí se pudo decir: es ley lo que agrada al Dios de la Iglesia, al Dios impuesto y creído, no al Dios indagado y reconocido libremente por la razón humana.

Por virtud de una evolución que yo no pretendo razonar, proponiéndome sólo hacer constar el hecho, es lo cierto que este principio trascendental de la vida, que ha venido rigiendo señaladamente en la existencia de los Estados cristianos, ha perdido su fuerza, y la ha perdido, no solamente en el foro interno, sino también en el externo y público. Ya no hay individuos, ya no hay gentes, inclusos los mismos tradicionalistas; no hay individuo alguno, repito, porque a la ley de los tiempos nadie puede escapar en absoluto, que crea con la misma fe que se creía en la Edad Media los principios fundamentales afirmados en nombre del Dios confesado y creído por los hombres y a cuya libre indagación imponía un veto infranqueable la fe dogmática. Y tanto no los hay ... (Varios diputados: Sí, sí.) No basta decir los creo: es necesario decir los he vivido, los vivo y los viviré. Por esto afirmo que, incluso aquellos mismos que dicen pura e ingenumente que los profesan y los creen, no los tienen en la vida como la norma perpetua y eterna de su conciencia, como se han tenido y guardado por tantos siglos. Esto es evidente.

¿Quién de nosotros vive, o mejor dicho, quién de vosotros vive según el ideal del Evangelio? ¿Quién de vosotros aspira a vivir en nuestros tiempos como se vivía en los primeros tiempos del cristianismo? ¿Quién deja de estar más o menos picado por lo que vosotros llamáis la víbora del positivismo y en los intereses materiales? Declaráis y confesáis en vuestra última hora estos principios que se imponen en nombre de Dios, que se llaman y presumen sobrenaturales; pero no hay ciertamente apóstoles ni mártires que den con su vida el testimonio de su fe. (El Sr. Nocedal (don Ramón): ¿Y las misiones?) Tienen las misiones una razón muy distinta de ser: que no me provoquen los tradicionalistas a esta discusión, porque acaso pudiera demostrarles que los misioneros no hacen más que cumplir, como los del Japón, aquel principio no cristiano, sino anticristiano, de los jesuítas: perinde ac cadaver (2). La religión convertida en medio político, muestra la decadencia irremediable de la fe dogmática. Por más que pretendáis negarlo, es un principio de vida, del cual os da testimonio toda la historia, y del que no pocos en la sociedad presente pueden ofrecerlo auténtico: que cuando se llega a perder la fe en una religión positiva, no se restaura jamás.

Acontece con la fe como con la virginidad, permitidme la comparación, que una vez perdida no se recobra. Pero así como cuando la virginidad se pierde con la santidad del matrimonio, se adquiere una cosa que vale más que ella, que es superior a ella, la maternidad alcanzando la plenitud de la persona humana (3) ...

Os decía, señores diputados, que se adquiere una cosa más alta que la fe dogmática mediante el esfuerzo y el trabajo del hombre, que es la convicción racional en el orden supremo de la realidad y de la vida. Que existe al presente esa tremenda lucha entre lo que el Sr. Nocedal llamaba el filosofismo y las religiones positivas, es induble; y que dogma revelado que se discute queda herido de muerte, es verdad inconcusa. Por este camino ha llegado a divociarse el pensamiento moderno de los principios tradicionalmente creídos por la Iglesia católica, hasta el punto de llevar aquél una tendencia dominante hacia la negación de todo lo trascendental, y de condenar ésta por impíos todos los adelantos de la civilización contemporánea y aun el progreso mismo que como ley de la humanidad proclama. En esta profunda crisis que tantas alternativas ofrece, un hecho definitivo se afirma, el progreso: la sociedad comienza a regirse por los principios de la razón común humana, y donde el Estado no se ha sobrepuesto a la Iglesia, ha recabado al menos la plenitud de su soberanía.

Ahora bien; en esta situación todos reconocemos, y notad que busco sólo los términos comunes para apoyar mi razonamiento, que la antigua organización social, rota en pedazos, no puede reconstituirse con la mera representación del poder público, por más que quieran sublimarlo en el mayestático imperio de los príncipes, ya por otra parte incompatible con la soberanía de los pueblos. Buscando un nuevo principio para regir las nuevas relaciones de la vida, porque sin regla, sin ley (4), es de todo punto imposible vivir racionalmente, y en la necesidad de que sea universalmente reconocido y aceptado, no se halla otro más inmediato y accesible que aquel que lleva el hombre en sí, en la unidad de su naturaleza, y que la voz de la conciencia en todos dicta. De aquí que se pretenda erigir, como los autores de la Constitución vigente en parte han hecho, en principio de todas las relaciones sociales la individualidad humana, consagrando la fórmula que no es ya privativa de los científicos, que los políticos repiten, que circula por la plaza pública y que no debe sorprender a los legisladores, de que lo inmanente, que tiene su raíz y principio lisa y llanamente en la naturaleza individual humana, ha de substituir a lo trascendental que se impuso al hombre por la fe (5). Se ha vivido según lo trascendental: hoy se nos anuncia con un nuevo sentido, con nuevas aspiraciones, un nuevo código jurídico, artístico, científico, moral, ya que religioso en este ideal no cabe todavía. Partiendo el hombre de la nuda individualidad, busca en la mera relación de individuos la forma de su libertad, la ley de su derecho, el principio de la organización social (6).

Es extraño que cuando este movimiento social, que no nace acá o allá, sino que está en el espíritu común de la sociedad presente, hasta en los mismos que lo pretenden negar en absoluto; es extraño, repito, que al ver que no quedan sino restos, cenizas y escombros del antiguo edificio social, se intente reorganizarlo bajo el nuevo principio. ¿Quién ha destruído el antiguo ideal? La clase media. ¿Quién trata de sacar los antiguos escombros y echar los cimientos del nuevo edificio? El cuarto estado, vuestro legítimo sucesor. El ha aprendido de vosotros a perder la fe en lo sobrenatural, y no pudiendo vivir en medio de la general disolución del antiguo régimen, sin principio, ni ley ni regla de conducta moral, aspira a formar conciencia de su misión para realizarla en la vida. No tiene educación, porque no se la habéis dado; no tiene medios para levantarse desde el fondo de su conciencia hasta el conocimiento racional del orden divino del mundo, mas busca las bases de una nueva comunión social. ¿Cuál será la cúpula de este nuevo edificio? El no lo sabe, pero vosotros ni siquiera lo presentís.

Ved aquí, señores diputados, cómo en estos términos, que son comunes entre los polos más opuestos de la Cámara, puedo afirmar que La Internacional representa estas dos cosas, primero: la ruina, por todos confesada, de la antigua organización humana; segundo, el esfuerzo, y no sólo el esfuerzo; sino el ensayo de una reorganización y reconstitución social bajo un principio antitético del antiguo.

Que esto es así, pudiera fácilmente mostrároslo en todas las relaciones de la vida moral, de la vida artística, de la vida religiosa, de la vida política. ¿Representan por ventura otra cosa los llamados derechos individuales? En la misma palabra, ¿no notáis ya que el criterio del derecho que actualmente rige es éste y sólo éste, la dignidad del hombre como individuo, erigida en principio y fundamento superior a toda ley y a toda expresión del espíritu común de la patria y aun de la humanidad misma? Los derechos individuales son la fiel y genuina consecuencia del principio de lo inmanente, que viene riñendo tremenda batalla Con lo trascendental, que al presente va de vencida.

Aparte del egoísmo de clase y el interes por los bienes materiales, no deben ni pueden asustaros, a no ser que os asustéis de vuestra propia sombra, las aspiraciones de La Internacional por reconstituir la sociedad bajo el principio de que el hombre sólo encuentra la norma de la ley en su autonomía, como sujeto de derecho.

... Al preguntar dónde está el límite de los derechos individuales, contéstase una de estas dos cosas: o en la coexistencia del derecho de un sujeto con otro, o en, la subordinación de los derechos del ciudadano a los derechos del Estado, que es el criterio más conservador, o por mejor decir reaccionario y evidentemente hostil a los derechos individuales. En este punto y cuando se intentan limitar los derechos constitucionales, lo que cumple a quienes pretenden mantener la vieja entidad, el verdadero ídolo del Estado antiguo, según era entendido y profesado desde Aristóteles acá, es declarar qué entienden por el Estado, cuál es el principio de sus derechos y cuál el fundamento, si lo hay, de que el Estado ponga límites a los derechos individuales. El Congreso, y sobre todo el país, tienen derecho a saber si los que luchan contra el espíritu del Código fundamental, que arranca de la naturaleza del individuo, lo hacen en nombre del derecho mismo o de algo extraño al derecho, porque sólo de esta manera es como podemos poner en luz si hay o no justicia en imponer los límites que se pretenden.

Cierto, que para mí el nuevo principio de vida, de que la Internacional es una de tantas manifestaciones, no es ni la última palabra de lo que la ciencia del derecho hoy nos enseña, ni lo que puede estimarse como ideal definitivo de las sociedades. Mas no vayáis a creer por esto que yo pretenda limitar a mi vez los derechos individuales; antes por lo contrario, entiendo que tienen un fundamento más alto, que con una inspiración verdaderamente superior llamaba el Sr. Ríos Rosas el derecho divino de los tiempos presentes. Permitidme que os exponga sumariamente mi criterio, ya que tanto se viene discutiendo este trascendental asunto con ocasión de La Internacional.

Los llamados derechos individuales, para mí con impropiedad de frase, porque no son derechos del individuo, sino del sér y de la naturaleza humana, en cuanto tiene el hombre un fin racional que proseguir y necesita condiciones esenciales para poderlo realizar, los derechos ingénitos, naturales de la personalidad humana, se dan, no en razón de la limitación en que se constituye el individuo, sino en razón del ser, del hombre mismo, que en todos y en cada uno igualmente existe.

Por ser los llamados derechos individuales una relación de la naturaleza humana misma, es por lo que yo los estimo como derechos en sí absolutos; y porque la naturaleza racional del hombre, en la cual se arraigan y de la cual no son sino la determinación de la relación infinita en que el hombre vive en el universo, se dan igualmente en todos los individuos sin excepción, sea cualquiera la familia, la patria o la raza a que cada sujeto pertenezca.

Reivindicar esta unidad común de la naturaleza racional humana, afirmarla en cada pueblo y en cada individuo es el más alto progreso que se ha cumplido hasta ahora en la historia; y claro es que no pueden llamarse con propiedad individuales los derechos que no se afirman por razón de éste o de aquel individuo, sino por razón de la dignidad humana. Pues qué, si se afirmaran estos derechos sólo por la relación al individuo, ¿cómo habían de ponerse por encima de la existencia de las Sociedades y de los Estados, según es el sentido con que hasta ahora se profesan los preceptos del título I de la Constitución? Pues qué, si sólo se afirman por ser derechos del individuo, por la llamada autonomía individual, ¿podéis presumir siquiera que se limitara el Estado pura y simplemente a garantirlos? Pues qué, entendido el todo social como formado por mera suma y colección de miembros cual si no hubiera más que ndividuos en el mundo, ¿no había de valer más el todo que la vida y la existencia de los particulares? Si tal fuera, prevalecería eternamente el principio del pueblo romano: Salus populi suprema lex. Si no se reconociera más que el indivíduo, la personalidad humana desnuda en cada sujeto, entonces la salud del Estado pondría límites a este derecho, porque no reconocería el sér, la naturaleza racional en cada uno. Y este es precisamente el sentido y la tendencia de que, aun cuando no lo queráis confesar, parte siempre toda escuela doctrinaria ...

No hay, no puede haber justicia en los límites que el Estado imponga a los derechos fundamentales del hombre, cuando la esfera de sus atribuciones está determinada por su fin, que la realización del derecho mismo. Se ponen, es verdad, límites históricos; pero lo histórico no es siempre justo, y al progreso toca destruir estas limitaciones, a la razón aconsejar el procedemiento para lograrlo. Y por eso discutimos aquí. Por lo demás, estamos aún lejos de haber llegado a entender a amar y a vivir el derecho, según en la conciencia racional se ofrece.

Pero, es que a la limitación que a los derechos llamados individuales se quiere imponer en nombre del Estado es, como os decía, hija de un desconocimiento u olvido voluntario de la naturaleza del derecho; y no sé por qué el Sr. Bugallal se maravilla de que el Sr. Rodríguez, alumno oficial del primer año de derecho, se permita discutir sobre los eternos principios dd justicia, como si para ser un buen legislador se necesitara el título de abogado, y para conocer el espíritu de los preceptos constitucionales fuera preciso haber aprendido a poner pedimentos. Precisamente se observa que los peritos en el derecho positivo adquieren por virtud de su profesión, no diré una incapacidad, pero al menos una disposición intelectual que les aparta de la investigación de los principios jurídicos, para atemperarse al texto, no siempre justo ni racional de la ley escrita. Lo que importa es saber si con la autoridad de la razón, no está vinculada en los letrados, sostenía el Sr. Rodríguez la verdadera teoría de los derechos individuales ...

... Habéis visto cómo del principio de la inmanencia, que legitima la existencia de La Internacional, han venido los llamados derechos individuales; y habréis reconocido cómo son, por decirlo así, hermanos la existencia de aquella sociedad y estos derechos, y vosotros que habéis proclamado los derechos individuales en la Constitución del Estado: o habéis de mostrar la fraternidad de Caín y de Abel, o tenéis que reconocer la legitimidad con que La Internacional viene a la esfera de la vida: es uno mismo el principio.

Pues, si con esta plenitud de derecho viene La Internacional a la vida, ¿qué es lo que La Internacional, según este principio, profesa y propaga? Lo que La Internacional predica como dogma concreto, ya que tan aficionados somos a dogmas, es pura y simplemente €sto: la propiedad no debe ser individual, sino colectiva. Esta declaración terminante, única hasta ahora hecha por aquella Asociación, ¿basta para legitimar su proscripción? Sepámoslo: si vais a perseguir a La Internacional sólo porque profesa una doctrina contraria a la propiedad individual, tened el valor de decirlo, porque sabremos entonces que ponéis fuera de la ley nada menos que el derecho que existe en todo ciudadano para pedir y sostener reformas en la actual organización de la propiedad, y que para proscribirlo hacéis del régímen económico vigente un Corán cerrado a todo progreso. ¿A tanto había de llegar vuestro fanatismo de propietarios?

¿Qúé otros motivos alegáis para proscribir La Internacional? Decís que no sólo combate la propiedad, sino la familia, el sentimiento religioso y la patria. Yo acepto como término del debate estas conclusiones del Sr. Candau. Veamos en primer lugar si son exactas; y en segundo, si de serlo no caben bajo los derechos individuales consagrados por la Constitución.

Con respecto a la familia, ¿qué piensa y se propone La Internacional? En las declaraciones particulares de sus miembros (hasta ahora ninguna resolución definitiva existe), se ha afirmado la teoría del amor libre; pero la entienden, por ventura, los internacionalistas, salvo alguna torpe exageración individual, que acaso profesen y aun practiquen algunos de sus más encarnizados enemigos; la entienden, repito, ¿según ha sido aquí interpretada?

No, ciertamente. El matrimonio por el amor, que es la expresión más fiel y generalizada de su idea, significa sólo que no quieren mantener la unión conyugal cuando el espíritu y el corazón de los esposos se divorcian. Y si no podéis alegar un testimonio auténtico de que es la grosera sensualidad lo que La Internacional predica, ¿a qué queda reducida esta acusación? ¿Es que estimáis inmoral la teoría del divorcio, vosotros los que habéis establecido el matrimonio civil? Los tradicionalistas son quienes pudieran decir que es inmoral sostener la disolubilidad del' matrimonio; pero vosotros sólo podéis afirmar que es contrario al derecho positivo.

Yo, que tengo a gran dicha el haber constituído familia hace ya largos años, apenas pude llevar esta amorosa carga, y que procuro hacer una verdadera religión del matrimonio, y del hogar un templo, vacilo en esta cuestión gravísima, y no tengo por inmoral el pensamiento ni aun el hecho del divorcio cuando los santos fines del matrimonio no pueden cumplirse; porque ante la falta del amor que ha unido los corazones en una aspiración piadosa, si se tiene religión, y sino en la íntima comunión de la vida, que completa la personalidad humana en cuerpo y en espíritu, y que la procreación de los hijos santifica; ante la falta de amor, repito, que puede ocasionar intestinas discordias, cruel y aun criminal enemiga que haga imposible la educación de los hijos, vacilo y me estremezco, pensando si no sería mejor que los esposos se separaran para no corromper con su ejemplo a la familia y la sociedad, y evitar las uniones licenciosas a que una grosera y ya sin freno sensualidad arrastra. Cuando no representa otra cosa lo que se llama matrimonio por el amor, ¿os atreveríais a decir que es inmoral esta doctrina? Modelos de esposos y de padres la han profesado; y es cosa digna de tenerse en cuenta, porque es muy fácil de predicar, pero no lo es tanto el practicar este pricipio de la santidad del matrimonio.

Si esto es lo que dicen y afirman en punto a la familia, ¿qué es lo que afirman en punto a ese otro principio más íntimo y que toca más a la inviolabilidad de la conciencia, el principio religioso? ¿Lo sabe el señor ministro de la Gobernación? Para ello necesita estudiar todo el movimiento de la civilización cristiano-europea en los cuatro últimos siglos ...

... Repito que si oimos a los maestros de la teoría que en La Internacional se pretende condenar, veremos que no niegan a Dios, mas dicen, que no sabiendo si existe o no, y no pudiendo dar sobre esto enseñanza alguna, debe quedar a la conciencia y al criterio individual el que cada uno confiese lo que bien entienda. ¿Es esto inmoral para los autores y para los fieles guardadores de la Constitución? ¿Es inmoral el que haya un hombre que diga: yo no entro a discutir si hay un Ser absoluto, principio y creador del mundo, ordenador de las universales relaciones; yo afirmo sólo que no lo sé, pero si hay otro que lo crea y confiese no le censuro; es cosa pura y simplemente reservada a la inviolabilidad de la conciencia individual? ¿Es esto, sobre todo, contrario al art. 21 de la Constitución del Estado? O ¿es que pretende el señor ministro de la Gobernación que este articulo sea interpretado en términos de que todos, valiéndome de una frase vulgar, velis nolis, hayamos de confesar a Dios, aunque no le tengamos en nuestro corazón ni en nuestra conciencia? ¿Quiere el señor ministro hacer una sociedad de hipócritas; o una sociedad de hombres sinceros y varoniles que sean capaces de decir ante los demás: yo no tengo Dios, pero ved mi vida moral y observad cómo cumplo mis deberes.

... A vosotros os está vedado el proclamar desde ese sitio, como ministro del Estado, si es o no inmoral; no podéis tener más criterio que el de la Constitución, bajo cuyo amparo tienen derecho a vivir todos los españoles sin acepción de sus ideas religiosas; y si como representantes del país quisiérais restringirla o reformarla, antes debíais abandonar ese banco para no ser reos de una tentativa de golpe de Estado.

Examinemos la última afirmeción por que se acusa a La Internacionacional. ¡Ah, señores! los internacionalistas no son los primeros que han profesado esas ideas sobre la patria: reveladores y filósofos la han predicado en todos los tiempos. Pero en ellos es verdad que han cobrado nueva fuerza y se ha convertido en una organización, donde los trabajadores persiguen un fin común de clase sobre las diferencias de nacionalidad.

Afirman, es cierto, que por encima de la idea y del sentimiento de la patria hay otra idea superior, la de la comunidad de la raza y de la civilización en medio de la cual se vive; y sobre ésta, la comunión de la humanidad. ¿No veis aquí, aunque partiendo de un principio meramente humano y para un fin puramente económico, la aspiración al cosmopolitismo, que ha levantado siempre los espíritus, y que santificó el cristianismo, llevándolo hasta la comunión de los vivos con los muertos?

Pues cuando este sentido late en la historia de la humanidad, ¿es inmoral quien dice: no es que yo niegue la patria, no; es que existe la comunión humana entre nacionales y extranjeros, es que hay comunidad de fines entre todos los hombres? Así como no se cultivan ya la ciencia ni el arte en el estrecho círculo de las escuelas patrias, sino con espíritu universal humano; así como la religión no debe ser anglicana ni romana, sino que, salvando las diferencias de razas y aun de comuniones particulares dogmáticas, debe ser la religión que una a todos los hombres en la conciencia y amor de Dios, ¿por qué no ha de ser permitido a los trabajadores que formen una asociación internacional para establecer las leyes universales del régimen económico, con lo cual se preparará hasta la desaparición del antagonismo de las industrias nacionales? ¿Puede estimarse esto como inmoral, ni como atentatorio a la seguridad del Estado? ¿Es que se ataca con esto por ventura la existencia del Estado nacional? Invócase como prueba de la relajación del sentimiento de la patria, la conducta de los internacionalistas franceses y alemanes en la última guerra (7).

¡Ah, señor ministro, qué bellos presentimientos nos ofrece esta conducta de las clases jornaleras! ¡Qué diferencia de la soberbia satánica y de las pequeñas miserias de los príncipes, que han dividido las gentes y regado de sangre la tIerra! El cuarto Estado nos permite esperar que llegará un día en que todos los pueblos se traten como hermanos, y en que sólo prevalecerá la noble competencia del trabajo; que con la guerra es imposible que prosperen las artes de la paz.

Pues estos son, señores diputados, los cargos que contra La Internacional se han dirigido. ¿A que queda reducida su inmoralidad; a que la acusación de que compromete la seguridad del Estado?

... En cuanto a la propiedad, único punto que La Internacional ha definido en una conclusión, por decirlo así, dogmática, permitidme que exponga algunas consideraciones, las bastantes a probar qoe nada hay ciertamente de pavoroso, a no ser para los siervos de un estrecho egoísmo, en las aspiraciones de La Internacional; y que, antes por lo contrario, en ellas se revela la misma tendencia que en las otras afirmaciones habéis íniciado los hombres de la clase media, de cuyo espíritu participan hoy todos los pueblos civilizados. No entraré a discutir si ha de estimarse o no como inmoral, y si es o no atentatoria a la actual organización de los Estados. Basta sólo poner de un lado el hecho de que se trata de reformar la propiedad, y de otro el juicio que sobre la teoría económica del colectivismo pretendéis formular, para reconocer que, por absurda que ésta sea, en nada ciertamente afecta a la moral pública ni en nada compromete la seguridad del Estado. No toca ciertamente esta cuestión sino a los intereses y relaciones económicas, y la esfera de la economía se rige por principios propios, independientes del criterio moral y aún del derecho que inmediatamente toca al Estado, por más que deban estar en harmonía con las leyes morales y las prescripciones eternas de la justicia. Pero, ¿qué es lo que en sí representa la afirmación de la propiedad colectiva?

La propiedad, como en este debate se ofrece, que no ha de confundirse con el derecho de propiedad, sea cualquiera el criterio bajo el cual se la considere, no es sino el medio y la condición sensible puesta al alcance del hombre, para poder realizar los fines racionales de su vida. No es ciertamente algo intimo, algo inherente, algo ingénito en la naturaleza racional del hombre, por más que el derecho a ella tenga su principio y razón en la propiedad de sí mismo y de sus relaciones que el ser de propia conciencia tiene. Consistiendo, pues, en los medios materiales que necesitamos apropiarnos para realizar los fines de la vida, no se da sólo en razón de la personalidad humana de cada sujeto o individuo, sino en relación al fin de la vida racional que debe cumplirse mediante actividad y trabajo. Por consecuencia, la propiedad es justa y es legítima, en tanto que viene a servir a los fines racionales de la vida humana; y cuando esto no sucede, la propiedad es ilegítima, la propiedad es injusta, la propiedad debe desaparecer. Y esto no es sólo una afirmación dogmática, no es una conclusión de escuela; es un hecho que revela con su testimonio elocuente e irrecusable la historia.

Cuando una clase social, un pueblo, una raza dejan de servir al fin que debía realizar y cumplir, nuevas clases, pueblos y razas surgen del fondo de la humanidad y adquieren, arrebatan o usurpan si queréis la propiedad de las entidades decrépitas, pervertidas e impotentes, para emplearla como medio esencial a la realización de los fines sociales desamparados.

¿Qué otra cosa, por ventura, representa todo el movimiento social en la historia del pueblo rey? ¿Qué otra cosa vale y significa todo el movimiento político y social de los bárbaros que al caer sobre el imperio romano, quitan la propiedad a los vencidos? Es que traen virtud y fuerza para cumplir un nuevo ideal en la religión, en la moral, en el derecho y hasta en la misma constitución de las nacionalidades, imposible de realizar por la sociedad gentil de los romanos.

Y, aun dentro ya de la historia de los pueblos cristiano-europeos, ¿qué otra cosa representa la condensación de la propiedad en manos de los señores feudales y de la Iglesia? Es que en los seres feudales estaba el poder, en la Iglesia estaba la idea. ¿Cómo explicar la radical transformación que ha disuelto los feudos, abolido los derechos señoriales, desvinculado los mayorazgos, desamortizado los bienes eclesiásticos, ni cómo justificar sino el enriquecimiento de las clases medias, a veces logrado con medidas violentas? Es que en el estado llano radica el vigor, la idea, la médula de la sociedad moderna.

Este es el hecho; tales son las enseñanzas de la historia, y es de notar que en cada reforma han ido siendo más razonables los medios y más extenso el círculo de los nuevos propietarios. No podía ser otra cosa rigiendo a la humanidad la ley del progreso (8).

Pues hoy, ¿quién, que no cierre los ojos a la evidencia, no reconoce que el cuarto Estado, llamado a la vida política por ministerio del sufragio universal (única cosa que le ha otorgado la clase media, y de la cual acaso esté en su egoísmo arrepentida), que el cuarto Estado que tiene ya el poder, que es no sólo el que trabaja y cultiva la tierra con sus brazos, el que ejerce la industria y el comercio; sino el que se dispone a recibir y a encarnar en sí el verbo de la civilización, y a quien acaso por vuestra ceguedad haréis el Cristo de las nuevas ideas (9), qué extraño es, repito, que el cuarto Estado, prescindiendo de los medios, que seguramente habrán de ser menos violentos que los pasados, porque tal es la ley del perfeccionamiento humano, diga con toda justicia: yo quiero la propiedad, mas no para mi goce y en mi egoísta provecho, como pretenden retenerla hoy las clases dominantes, sino porque soy el que trabajo y el que produzco, y de hoy más el que comienza a tener la idea y el sentido de la nueva dirección de las sociedades?

Cuando todo esto lo siente con la amargura del dolor y lo presiente con la inspiración que siempre reciben las clases como los individuos que son llamados en la vida a realizar una gran idea, nada de extraño tiene que el cuarto Estado pretenda y pida con enérgica decisión, no el pan y las fiestas con que en otros tiempos han querido hacerle llevadera su servidumbre los poderosos de la tierra, que ya no quiere vivir de la sopa de los conventos, ni de la caridad, ni de la beneficencia pública, sino de estos dos principios de su emancipación social: trabajo y justicia. Por el trabajo tiene la evidencia de que adquirirá la propiedad; por la justicia, la seguridad de legitimarla, porque como la va a emplear en servicio de los fines humanos, no a gozar muellemente de ella siendo un miembro ocioso en la sociedad, y va a multiplicarla con su esfuerzo y a devolverla así en idea u obras de arte al comercio de la vida, abriga el sentimiento profundo de la justicia, del derecho que le asiste para proclamar la reforma que le negáis.

(...)

Las clases inferiores de la Sociedad son verdaderos pupilos; y si los que tienen el deber de ejercer la tutela, en vez de ejercerla justamente, la ejercen de una manera cruel y despiadada, expiarán su falta con una pena terrible: con la degradación y la anulación social y pública.

Para terminar: hay para mí en todo el movimiento social contemporáneo, del cual no es más que una manifestación La Internacional de Trabajadores, la tendencia a consagrar un nuevo principio de vida, poniéndole por encima, no ya de las instituciones y de los poderes, sino de los mismos principios religiosos y morales impuestos por la fe dogmática. Este principio es el de la razón inmanente en la naturaleza humana.

El principio tradicional ha sucumbido: y si tenéis sentido y conciencia del progreso, debéis abrir paso a esta nueva dirección de la vida para que se realice plenamente.

Si aceptáis ese nuevo principio de la sociedad contemporánea, como elemento que viene a sustituir al principio tradicional antiguo, llegará la hora en que los individuos y los pueblos eleven de concierto un verdadero sursum corda, realizándose su misión en el mundo bajo el dictado de la razón y las prescripciones de la justicia.

Tal es el famoso discurso de Salmerón sobre La Internacional en su parte más culminante, prescindiendo de algunos párrafos de oportunidad política y los destinados a probar su legalidad.

Con motivo del movimiento obrero del 1° de Mayo de 1891, un redactor de El Liberal consultó a Salmerón sobre el socialismo, y dió la siguiente reslPuesta que se publicó en aquel diario en 19 de abril de 1891:

Mi punto de partida en este arduo problema social es el discurso que pronuncié en las Cortes el año 1871 con motivo de la declaración de legalidad de la Asociación Internacional de los Trabajadores. Entiendo que es aquel discurso la obra más sustantiva de mi vida política, y no tengo que rectificar ni una tilde de las afirmaciones con todo convencimiento y la debida meditación expresadas en las Cortes hace veinte años.

Si algún móvil impulsárame a rectificar lo que entonces dije, me lo impediría la igualdad de término en que hoy se plantee la cuestión. Porque por encima de todo, imprimen los obreros a sus reclamaciones un carácter humano, universal, pidiendo acuerdos y resoluciones internacionales, en harmonía con la exigencia también general y humana de sus necesidades.

Las declaraciones del transcrito discurso y su confirmación veinte años después justifican en absoluto el movimiento proletario, exteriorizado por La Internacional, por las manifestaciones del 1° de Mayo o de cualquier manera que se presente; lo que no se justifica es la actitud del Sr. Salmerón: reconociendo que la exposición de estas ideas es lo más sustantivo de su vida, pudo seguir trabajando en ese sentido único, sin distraerse en otros asuntos de carácter burgués. Con ello hubiera evitado incurrir en la nota de inconsecuencia merecida por el hecho reconocido de haber realizado una sola cosa buena en su larga vida pública, y hubiera emulado la respetable fama de un Kropotkin o de un Reclus.


Notas

(1) Bien hizo el Sr. Salmerón en declarar que hablaba por cuenta propia y no es pequeño el favor con que juzga a sus correligionarios; algunos años más tarde, cuando por hallarse en firme la restauración fue permitido al Partido Republicano intentar su reconstitución, celebrose en Zaragoza una Asamblea republicana, presidida por el Sr. Pí y Margall, donde se aprobó un dictamen sobre reformas en beneficio de los trabajadores, que quedó traspapelado en las Constituyentes de la República, en el cual se lee esta asaz significativa frase: no haria poco la República si garantizara a justa cifra de los salarios. Desdichadas palabras, expresión de la ignorancia y de la mezquindad, que prueban cuán lejos estaba el Partido Republicano español de aspirar a la emancipación del cuarto estado, como lo están sus colegas de todas las naciones republicanas.

(2) Perinde ac cadaver (como un cadáver). Según el Diccionario Larousse, locución que expresa la obediencia pasiva, absoluta, y que se dice es la divisa de los jesuitas.

(3) A este pasaje alude D. Fernando de Castro en la felicitación dirigida a Salmerón por este discurso, de que hago mención en otro lugar.

(4) Los efectos de esa imposición los expresa así Bakunin en Dios y el Estado:

Hasta ahora toda la historia humana no ha sido más que una inmolación perpetua y sangrienta de millones y millones de pobres seres humanos en aras de una despiadada abstracción: Dios, patria, poder del Estado, honor nacional, derechos históricos, derechos jurídicos, libertad política, bien público.

(5) La palabra ley tiene aquí el mismo sentido que da Bakunin en Dios y el Estado a leyes naturales, en el siguiente párrafo:

La libertad del hombre consiste solamente en esto: en obedecer las leyes naturales, puesto que él mismo las ha reconocido como tales, y no porque le sean impuestas por una voluntad externa cualquiera, divina, humana, colectiva o individual.

(6) Este mismo pensamiento, calificándolo además de anarquista, lo expresa así Pí y Margall en La Reacción y La Revolución:

Horno sibi Deus, ha dicho un filósofo alemán: el hombre es para si su realidad, su derecho, su mundo, su fin, su Dios, su todo. Es la idea eterna, que se encarna y adquiere la conciencia de sí misma, es el ser de los seres, es ley y legislador, monarca y súbdito. ¿Busca un punto de partida para la ciencia? lo halla en la reflexión y en la abstracción de su entidad pensante. ¿Busca un principio de moralidad? lo halla en su razón, que aspira a dominar sus actos. ¿Busca el universo? lo halla en sus ideas. ¿Busca la divinidad? la halla consigo.
Un ser que lo reune todo en sí es indu!fablemente soberano. El hombre pues, todos los hombres son ingobernables. Todo poder es un absurdo. Todo hombre que extiende la mano sobre otro hombre es un tirano. Es más: es un sacrilego.
Entre dos soberanos no caben más que pactos. Autoridad y soberanía son contradictorios. A la base social autoridad debe, por lo tanto, sustituirse la base social contrato. Lo manda así la lógica
.

(7) Alude a las protestas de los trabajadores contra la guerra franco-prusiana, de que se trata en otro lugar, y que constituyen una modesta gloria del siglo.

(8) A pesar de las enseñanzas de la historia, contrariando el progreso y por un movimiento regresivo que se opera en la actualidad, debido a que los revolucionarios burgueses se inclinaron respetuosos ante la propiedad tal como la instituyeron otras generaciones para servir al privilegio, tenemos hoy la gran propiedad y el gran capital, representados por los sindicatos europeos y los trusts americanos, que todo lo monopolizan y dan a sus socios el carácter de millonarios, cienmillonarios y, horror causa tan enorme iniquidad, hasta milmillonarios, siendo alguno de estos últimos ciudadano de la República Federal de los Estados Unidos lo mismo que los semiesclavos de las minas de antracita de Pensylvania.

(9) Profecía que tuvo pronta confirmación en Alcoy durante la República española, y continuó confirmándose en Chicago, Jerez, Montjuich, Milán, Coruña, Sevilla, etc.

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