Índice de El Proletariado Militante (Memorias de un internacionalista) de Anselmo de LorenzoAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO TRIGÉSIMO SEGUNDO

CONCLUSIÓN

Al llegar a la época de la celebracion del Congreso de Zaragoza doy por terminada esta primera parte de mi trabajo, dudando mucho, a pesar de mi voluntad, de poder emprender la segunda, a causa de graves dificultades propias de mi estado.

En esta especie de ensayo literario, llevado a cabo con harta fatiga, me propuse en primer término, dejando para otra ocasión la época de las escisiones, presentar aquella dichosa explosión de entusiasmo que levantó a los trabajadores españoles de la abyecta condición de parias, consentida y aceptada como irremediable, a la de hombres libres que por boca del insigne Farga Pellicer exclama en la tribuna del primer Congreso Obrero de Barcelona:

El derecho, el deber y la necesidad nos reunen para discutir los problemas de la economía social;

o que por medio de una carta del Consejo federal dice al ministro de la Gobernación:

Ciudadano ministro: El derecho que asiste a los trabajadores para realizar su completa emancipación está basado en la misma naturaleza; además de natural es justo, y por ser natural y justo es legal, si es que la ley no es un sarcasmo lanzado al rostro del infeliz proletario;

o que en la protesta contra la guerra franco prusiana lanza esta hermosa excitación:

¡Trabajadores de Prusia y Francia: aun sería tiempo; aun podríais evitar la guerra dándoos un abrazo fraternal y arrojando al Rhin esas armas que, lejos de constituir vuestra fuerza, son, por el contrario, el más sólido eslabón de vuestra cadena!

Porque es de notar que de tal modo se trabajaba entonces, que los actos colectivos de aquella entidad que se llamó Federación Regional Española de la Asociación Internacional de los Trabajadores, tanto si eran ejecutados por un individuo inspirado por ella y encaminado al bien de su objetivo, como si eran obra de una colectividad, lo mismo que si se tratase de la exposición de Ideas en un documento, en un manifiesto o en un escrito de cualquiera de sus periódicos, representaba a la entidad en pleno; no había la menor discordancia. Y no es que se tuviera siempre el don de acierto; sucedía; sí, que había confianza mutua, y de lo bueno se sacaban todas las consecuencias posibles, y cada cual se sentía intérprete del pensamiento general e individualmente interpretado con perfección, y de lo menos bueno, y de lo indiferente, y no diré de lo malo, porque eso no existía o no se atrevía a manifestarse, se hacia caso omiso; es decir, se vivía en regular comunión de pensamiento.

Felicidad como la entonces sentida al contarse en el número de los primeros depositados de una verdad evidentísima, redentora y potente, en lucha con un error hundido en lo más profundo del absurdo y de la inmoralidad, que a pesar de su arraigo y de su resistencia ha de rendirse un día soltando su presa y desvaneciéndose para pasar a ser miserable recuerdo histórico, creo que sólo podrán sentirla los trabajadores de la última generación del privilegio que pasen a convertirse en los primeros hombres libres de la primera generación del régimen anarquista.

En punto a alegrías no pueden sentirse mayores que las experimentadas, en el primer instante en que la inspirada palabra de Fanelli hizo brotar en nuestra inteligencia aquella concepción esplendorosa de la sociedad justa y perfecta que ha de formarse por la efusión fraternal de los que fueron víctimas y tiranos dignificados por la libertad y la igualdad; o al ver por primera vez nuestra firma impresa al pie de aquel primer manifiesto de los internacionales de Madrid; o al recibir el primer número de La Solidaridad; o al asistir a la sesión inaugural del primer Congreso de Barcelona; o al dejar el germen salvador en una barquilla del Tajo frente a Lisboa; o en otras muchas ocasiones, que no hay para qué relatar ahora, y en que llenaba nuestra conciencia la idea cierta y positiva de que nuestro trabajo no era perdido, y de que en aquella felicidad que han de disfrutar las generaciones futuras, existirá nuestra influencia directa como obra permanente, presente y aun necesaria.

Claro está que así hubiera debido continuarse, y que de haberse producido los sucesos de esa manera recta, sencilla, vigorosa, como legítima consecuencia de una verdad aceptada incondicionalmente y de una voluntad decidida puesta a su servicio, precipitándose los acontecimientos en recíproca proporción, la Revolución Social, hubiera anticipado mucho, mucho, su ansiada aparición; pero las cosas han seguido otro rumbo: se han aceptado rodeos; han sobrevenido desfallecimientos y traiciones; ha habido ambiciosos, jefaturas prestigiosas, personalismos serviles, engaños de los llamados desengañados, y ha faltado. por desgracia, energía suficiente por parte de los destinados a ser dirigidos, administrados y adoctrinados para dirigirse, administrarse y adoctrinarse por sí mismos, arrojar al enemigo interior, prescindir de él, desentenderse por completo de sus críticas, censuras o quejas y castigar sus intrigas, demostrando con ese primer acto de emancipación positiva que estaban dispuestos a emanciparse de veras de la tutela del Estado y de la explotación capitalista.

Triste es, pero inevitable: hay que conceder su parte a las debilidades humanas, y seguir la vía del progreso en tortuoso zig-zag en vez de seguir como es de razón la vía recta.

En grave responsabilidad incurrieron los que antepusieron sus pasiones e intereses a la conveniencia o, mejor, a la urgencia de la transformación de la sociedad; pero como esta responsabilidad no hay quien la exija, inútil es consignarla; ni siquiera puede consolarnos de pérdida tan grande como el retraso indefinido de nuestra libertad la idea de que aquellos ambiciosos que tanto mal causaron no lograron jamás el objeto de sus ansias, y de que, desprestigiados y malditos, se revuelquen en repugnante escepticismo o disfruten a lo sumo de alguna ganga, o vayan tirando de una representación mejor o peor remunerada a la manera de un burgués de mala sombra que lleva con penas y trampas su negocio.

Lo verdaderamente doloroso en todo este asunto es que no haya penetrado hasta la médula este pensamiento que Farga Pellicer expuso con palabra magistral en el Congreso de Barcelona:

La emancipación de los trabajadores ha de ser obra de los trabajadores mismos, dicen los Estatutos de La Internacional, afirmación fundada en el hecho de que no hay institución ni clase social alguna que por la obrera se interese; todas las que del monopolio y de la explotación viven, sólo procuran eternizar nuestra esclavitud.

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