Índice de El Proletariado Militante (Memorias de un internacionalista) de Anselmo de Lorenzo | Anterior | Siguiente | Biblioteca Virtual Antorcha |
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CAPÍTULO SEXTO
PRIMERA REUNIÓN DE LA BOLSA
Uno de los días de reunión del núcleo organizador aparecieron unos carteles anunciando una reunión pública que celebraría el domingo siguiente en la Bolsa la Asociación para la Reforma de Aranceles.
Esto me inspiró la idea de proponer al núcleo que designase uno de los individuos para hacer am pública manifestación de sus aspiraciones, fundándome en que ninguna ocasión mejor que aquella para la publicidad que deseábamos; tratándose allí la cuestión social, aunque limitada por el criterio burgués a discutir sobre proteccionismo y libre cambio, nuestra intervención podría abrir una vía nueva que separase a los trabajadores de la sugestión política a que se hallaban a la sazón sometidos y les inclinase a ingresar, como es de razón, en el Proletariado Militante.
La proposición no pareció tan mal, pero, como dijo uno, ¿quién le pone el cascabel al gato? La gente que acude a esas reuniones es ilustrada y en sus discusiones toman parte grandes oradores, ¿a quién designaremos de entre nosotros que pueda ir allí con dignidad para nuestras ideas y sin detrimento para su propia dignidad, siendo como es tan inminente el rídiculo para las ideas y para el individuo?
Yo repliqué, que lo principal era resolver sobre la proposición en principio; si se aceptaba, no faltaría quien sin detrimento para nada ni para nadie cumpliese tan importante misión.
Aceptóse, pues, y se convino en que el que se creyera apto para ello se ofreciera. En vista del silencio de todos, dije:
Cuando pensé en formular la proposición se me presentaron todas las dificultades; cuanto acababa de decirse y aun algo más pasó rápidamente por mi pensamiento, y a todo dí solución, juzgándome capaz de desempeñar lo en ella pedido si no se presenta a otro; no porque me crea superior a ninguno de vosotros, que harto sé que yo, que carezco de instrucción y que no he hablado en público jamás, no puedo igualarme en facultades para ello con todos vosotros, sino porque ademas de habérseme hecho grata la idea, confío de tal modo en la inspiración que la verdad y la justicia han de infundírme, y en esto sí que ninguno me superaís, que no temo a la superioridad de los oradores del privilegio; nunca los recursos de los sofistas excedieron a los del que, cumpliendo un deber y no por vano deseo de exhibición, se compromete a difundir las ideas libertadoras.
Se acordó conforme a mi deseo, y el día señalado comparecimos todos en la plaza de la Leña, en el local de la Bolsa. Era éste un espacioso salón formado por el patio del edificio, cubierto de cristales y rodeado a la altura del primer piso por una galería llena de espectadores, lo mismo que el salón; en el frente de éste se elevaba un estrado en cuyo centro estaba la presidencia y a los lados se hallaban los oradores y personajes más influyentes de la asociación organizadora de la reunión. Presidía un anciano venerable, llamado, si la memoria no me es infiel, Sr. Díaz Pastor o Pastor Díaz.
El presidente hizo un discurso brillante, parangonando las doctrinas librecambistas con las proteccionistas, considerando las primeras como una consecuencia de la solidaridad humana, que establece relaciones fraternales entre todas las razas y todas las naciones, a la par que sirve de estímulo a todos para la propia prosperidad por la libre concurrencia, mientras que las segundas son un baluarte en que se parapeta la incapacidad y la codicia, en perjuicio de los ciudadanos de la nación que las adopta, haciendo servir a la autoridad, no de garantía del derecho de todos, sino de cómplice de las expoliaciones efectuadas por los protegidos capitalistas.
Estas ideas y el efecto satisfactorio causado en la concurrencia nos impresionaron favorablemente; a mí en particular me dieron ánimo para llevar adelante el propósito que allí me conducía.
Pedí, pues, la palabra, y cuando me tocó el turno, después de haber hablado los que anteriormente estaban apuntados, el presidente pronunció estas tremendas palabras:
Salí al estrado más sereno y valiente que lo que yo mismo esperaba, aunque sintiendo todo el peso de la gran tarea que tenía obligación ineludible de desempeñar. Mi presencia causó sensación: allí donde se tenía costumbre de oir oradores notables, precedidos siempre del prestigio consiguiente a una brillante vida pública, no podía menos de causar extrañeza ver un joven obrero, de aspecto tímido, vestido con blusa azul, que tenía el atrevimiento de entrar en el cenáculo de los escogidos.
No confiando en el dominio de mi palabra para acto tan solemne y temiendo al mismo tiempo que la emoción me venciese, presenté escrito un discurso, que leí con la suficiente serenidad y voz para ser oído y comprendido por la concurrencia.
Aquí, dije, aunque limitada a una controversia entre la protección y el libre cambio, se trata de la cuestión social, y mis amigos y yo, donde quiera que este asunto se trate públicamente, nos creemos en el deber de intervenir. Es más, en el caso presente, juzgamos nuestra intervención necesaria, más para vosotros que para nosotros, porque si conviene a nuestros intereses hacer pública manifestación de nuestras aspiraciones, a vuestras discusiones les falta romper el círculo estrecho de intereses por el campo amplísimo del derecho humano, de aquella noción de justicia que comprende a todos los hombres. Vosotros habláis de la producción y del comercio con exclusivismo capitalista sin contar para nada con el trabajador. En el empleo que, aplicado a la producción, dáis al capital, el trabajador no es para vosotros más que un gasto, como el alquiler; o, el coste de la fábrica, la compra de las primeras materias, el valor de las maquinas y herramientas, la contribución, el transporte, etc., y sobre todos los gastos y el valor de los productos en el mercado calculáis el negocio. Planteada de este modo la cuestión, poco importa para los fueros de justicia ni para la severidad de la ciencia la diferencia que os divide; librecambistas y proteccionistas contáis con el jornalero como con un autómata en el cual no veréis jamás un hermano, aunque así os enseñe la religión que profesáis, ni un conciudadano igual a vosotros en derechos y en deberes, como se define en vuestras mismas teorías políticas, sino algo así como el paria o como el esclavo de tiempos pasados; con él no tenéis más relación que la del jornal; pero ese autómata que da forma a la materia primera y la convierte en útiles y ricos productos con que se satisfacen todas las necesidades lo mismo que todos los caprichos, a cambio del mísero jornal, en tanto que amontonan riquezas inmensas en las arcas de los privilegiados de la fortuna, es hombre como vosotros, tiene inteligencia para conocer las verdades resultado del estudio, y sentimiento para comprender las sublimes bellezas del arte, y es tan susceptible de extasiarse ante la contemplación de un ideal social de justificación y fraternidad, como sentir los arrebatos del odio contra los tiranos que le privan de su libertad y contra los explotadores que le reducen a la miseria.
Pensad, señores, que si estas consideraciones por ser justas son dignas de ser manifestadas siempre, nunca como en los momentos actuales y en este sitio fueron oportunas: aquí, por las razones que dejo expuestas, y ahora, porque nos hallamos en el período de una revolución triunfante que ha planteado la democracia y ha establecido una amplísima igualdad política que necesita como ineludible complemento la igualdad económica. Hoy los españoles somos todos electores y elegibles, todos de hecho y de derecho intervenimos en la cosa pública, somos legisladores y gobernantes, y tanto cuando nos hallamos investidos de una representación como si se nos considera como simples ciudadanos en el ejercicio de todos nuestros derechos, nos hallamos a aquella altura a que para la humanidad soñaron todos aquellos que por su amor a la libertad lucharon y sufrieron el martirio que los déspotas impusieron siempre a los hombres de elevado pensamiento y de corazón generoso.
Sí, señores, investido con el carácter de diputado constituyente tenemos un obrero catalán que ayer todavía manejaba la lanzadera y asiste hoy a las sesiones del Congreso ostentando la honrosa chaqueta de los días festivos, y esa humilde prenda, hasta hoy rechazada de las reuniones de los privilegiados, tiene tanta majestad como la toga del magistrado, porque el que la usa es un representante del pueblo. Pero eso que permite hoy la democracia dominante, y sólo por una excepción es imposible a la libre e ilustrada Barcelona, donde únicamente pueden hallarse trabajadores capaces de sacar triunfante su candidato, imponiéndose además una cotización que le permita vivir decorosamente en la capital de la nación, es imposible en el resto de España. Vosotros lo sabéis: es inmenso el número de los que no saben leer ni escribir; son muchas las comarcas en que la ignorancia y la miseria tienen a los trabajadores sometidos a la influencia clerical y a la dominación capitalista, y no hay leyes democráticas que valgan donde el monopolio y el privilegio, además de contar con la sanción legal, tienen entre sus garras la riqueza pública y la posesión de los medios de producir.
Si esta revolución que acaba de efectuar España ha de tener trascendencia para los futuros destinos de la humanidad; si esa democracia triunfante después de tan costosos sacrificios no ha de convertirse en una decepción que convierta en escépticos a los que hoy confían en ella, es preciso que la igualdad política sea complementada con la igualdad social.
Ahora, señores, terminaré exponiendo claramente el objeto de mi intervención en vuestras discusiones. Para resolver en una igualdad, como racionalmente debe hacerse, esas dos desigualdades, necesitamos vuestro concurso. Nos le debéis como liberales por efecto de los mismos principios que profesáis, y además por vuestra posición privilegiada; vosotros poseéis la ciencia de que nosotros carecemos, porque mientras erais libres para acudir a la universidad, nosotros estábamos en el taller y en la fábrica sujetos al yugo de la necesidad, y con la ciencia tenéis el tiempo, y como una restitución a las generaciones pasadas, y como una satisfacción a los que sufren en lo presente, y como una justificación ante las generaciones de lo porvenir, debéis llevar adelante la obra de la revolución que es la de la justicia. Si con esas obligaciones y con esos medios quedaseis estacionarios, la revolución se hará a pesar vuestro y en vuestro perjuicio, porque lo que vosotros no hagáis como sabios en donde quiera que sea vuestra esfera de acción, nosotros lo haremos revolucionariamente en las barricadas.
Este discurso fue acogido con benevolencia; se aplaudió mucho, y como muestra de consideración me invitaron a sentarme en el estrado al lado de la presidencia, y a pesar de que yo quería obscurecerme y casi hacerme invisible sentándome entre mis amigos, tanta fue la insistencia de aquellos señores, especialmente de Moret, que me conocía como socio del Fomento de las Artes, que no tuve más remedio que conformarme y hacer corro con Figuerola, Echegaray, Silvela, Rodríguez (D. Gabriel) y otros cuantos entre los cuales parecía yo el niño perdido y hallado en el templo.
Aparte de esta benevolencia, ningún otro resultado se obtuvo de aquella reunión; mi discurso no fue contestado. Cada uno de los oradores que hablaron después se limitó a exponer lo que tenia pensado como si todos llevasen el discurso aprendido de memoria, y no obtuve la más insignificante alusión.
Según se supo después, la benevolencia con que fuí acogido a lo menos por parte de algunos de los influyentes entre aquella gente, debióse a que se creyó encontrar un filón para organizar uná manifestación librecambista obrera que neutralizara el efecto producido por la gran manifestación proteccionista celebrada poco antes en Barcelona.
Concibióse la idea de que un grupo de jóvenes obreros que se atrevía a llevar al seno de una sociedad sabia sus ideas y aspiraciones, tendría seguramente prestigio entre los trabajadores madrileños para inducirles a realizar un acto, si previamente se sugería a dicho grupo la conveniencia de efectuarlo.
Pobre gente si llegó a pensar tal cosa; no sabían que nuestros propósitos no podían torcerse para favorecer mezquindades extrañas, y menos las que pudieran sernos contrarias.
La prensa al día siguiente dió cuenta de nuestra intervención en la asamblea librecambista y contribuyó a la publicidad que tanto nos convenía.
Por nuestra parte quedamos satisfechos del resultado y animados para continuar.
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