Índice de El Proletariado Militante (Memorias de un internacionalista) de Anselmo de LorenzoAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO SÉPTIMO

SEGUNDA Y ÚLTIMA REUNIÓN DE LA BOLSA

No tardó en presentársenos ocasión de insistir en nuestro empeño de recurrir a la publicidad. Transcurridos pocos días de la anterior reunión de la Bolsa, los carteles anunciaron otra, y en su vista propuse al núcleo intervenir nuevamente en ella, pero esta vez para hacer crítica del régimen social y exponer de una manera más concreta nuestras aspiraciones. Aprobada la idea fuí otra vez designado para cumplida, y al efecto tomé la declaración de principios de la Alianza de la Democracia Socialista que nos dejó Fanelli, y la estudié detenidamente con el propósito de exponerla ampliándola tan cumplidamente como me fuera posible.

Fuí nuevamente con los amigos del núcleo a la reunión de la Bolsa, pedí la palabra, y al haIlarme en el estrado que servía de tribuna noté mayor concurrencia que en la anterior y cierto movimiento de curiosidad debido al efecto causado por mi anterior discurso.

Esta vez puedo decir que debuté como orador, porque pareciéndome que la lectura de un discurso era inferior a la libre inspiración, quise ensayar el dominio de mi voluntad sobre mi razón y mi palabra.

Empecé con un pequeño exordio agradeciendo a la Asociación iniciadora de aqueIlas reuniones y a la concurrencia que a eIlas asiste la benevolencia con que acogió mi intervención en sus discusiones, manifesté después que, en justa correspondencia, creía de mi deber exponer que, si bien en la reunión anterior traté de la necesidad de harmonizar la igualdad política con la igualdad social, en la presente debía hablar de los propósitos emancipadores del proletariado, y al efecto formularía la serie de negaciones y afirmaciones sobre instituciones sociales que han de servir para la necesaria y justa renovación de la sociedad.

Con la rudeza propia del que desconoce los recursos oratorios y quiere decir lo que piensa con ingenua franqueza, sin consideraciones a los convencionalismos que nos hacen más bien hipócritas que sinceros, hablé de la independencia que ha de tener la razón humana sobre todo dogma religioso.

Al verme por este sendero, la concurrencia murmuró con muestras de desagrado; cuando después de alzar la voz para dominar el murmullo hice negaciones religiosas con criterio perfectamente racionalista, la tempestad estalló formidable. Todos de pie gritaban ¡fuera! Mis compañeros y muchos trabajadores que acudieron a presenciar el acto aplaudían y protestaban contra los alborotados burgueses. El presidente tocaba la campanilla, dando la nota aguda a aquel barullo. Yo, quieto, apoyado en el respaldo de una silla que me servía de tribuna, miraba tranquilamente al público esperando sin prisa a que se calmara. Por fin el presidente pudo hacerse oir, y me dijo que debía ceñirme a la discusión entablada y procurar no herir los sentimientos y las creencias de la reunión. A lo que yo respondí:

Señor presidente: en los carteles de convocatoria de esta reunión pública no consta orden del día, y tratándose de la cuestión social, como con aceptación vuestra y de cuántos se hallaban presentes en la anterior reunión tuve el honor de dejar consignado, estoy en mi derecho, y los que faltan son los que, por una intolerancia censurable, me interrumpen; contra ellos y no contra mí debe ejercerse la autoridad presidencial.

El presidente, después de recomendar la calma, me dió su venia para continuar, y lo hice, en efecto; pero al considerar la propiedad como una expoliación de los productores y una detentación de la riqueza pública y de la natural perpetrada por los privilegiados en contra de los desheredados, los burgueses presentes se levantaron rugientes y amenazadores, dando lugar a que mis numerosos amigos abandonaran su puesto y se mezclaran entre los concurrentes, gritando todos también y dispuestos a todo, porque aquello estaba en disposición de traspasar los límites de la razón para entrar en el terreno de la violencia. El presidente, por supuesto, incansable con la campanilla, y yo disfrutando del espectáculo con verdadera fruición. Por fin se restableció el silencio, aunque no la calma, porque había burgués de aquellos que, al recibir por primera vez la noticia de que indebidamente disfrutaba una riqueza que detentaba en perjuicio de los pobres expoliados, sentía en su rostro como el escozor de una bofetada.

Pude, pues, cumplir mi programa; no me callé concepto alguno de cuantos me propuse decir, y aquellos burgueses quedaron enterados de que en todo el mundo civilizado y aun en esta misma España que tan a su sabor explotaban, había una agrupación de trabajadores que niegan toda religión, que protestan contra la usurpación propietaria y que se propone la destrucción de la máquina autoritaria llamada Estado para reconstituir la sociedad sobre bases racionales y justas.

Se levantó a contestarme Gabriel Rodríguez, y lo hizo apelando a un recurso de mala ley: rehizo mi discurso a su manera, falseándolo por completo, y sobre aquella falsedad se despachó a su gusto construyendo una refutación que fue muy del agrado de la concurrencia burguesa, terminando con esta declaración: Es sensible que estas reuniones que nos imponen grandes sacrificios se vean interrumpidas por la ingerencia de elementos extraños; si los obreros quieren hacer propaganda socialista, háganla en buenhora; están en su derecho; pero háganla por su cuenta y a su costa, que nosotros tendremos el gusto de acudir donde se nos invite a combatir los errores socialistas.

Cuando aun no habían cesado los bravos y aplausos de los burgueses, que celebraban como un triunfo el pobre recurso del sabio economista, como calificaban a Gabriel Rodríguez, se levanta Morago lívido, agitado por sacudimientos nerviosos y pide la palabra.

Al concedérsela el presidente, rehusa pasar al estrado, y desde su sitio dice:

Señores: Hemos venido, no cometiendo un acto de interesada y censurable ingerencia, sino porque hemos sido invitados. En vuestros carteles de convocatoria se invita al pueblo de Madrid, y respecto de la intervención en las discusiones no se expresa excepción ni limitación alguna. Por ellos se entiende que aquí puede asistir y discutir todo aquel a quien interesen los estudios económico-sociales y tengan una idea que exponer o un error que refutar. Todos los aquí presentes lo han entendido así de seguro, y vosotros los organizadores de estas reuniones, y la misma presidencia, lo habéis demostrado con la benévola acogida que dispensásteis en la reunión anterior a mi amigo Lorenzo. ¿A qué se debe que nos habléis de sacrificios para celebrar actos como el presente y que nos consideréis como intrusos, sin reparar que destruís los efectos de vuestra invitación al pueblo de Madrid y negáis vuestra palabra, que es lo primero que hace todo hombre que pierde el honor? (La concurrencia recibió con voces de rabia la severa lección que le infligía el joven orador. Por su parte éste, en el colmo de la excitación que le hacía capaz de las grandes acciones, tenía un aspecto magnífico; su actitud y su expresión correspondían a la de un gran tribuno.) ¿Por qué ayer halagábais y aplaudíais al mismo a quien hoy habéis interrumpido groseramente llegando hasta proferir palabras de expulsión? Esa conducta tan contradictoria, que revela la cortedad de vuestro alcance intelectual, tiene una explicación, y ella confirma la justicia de nuestros propósitos, la santa aspiración a la emancipación social. Ayer, cuando visteis que para realizar la gran obra de harmonizar la igualdad política con la social, se apelaba a vuestra buena voluntad y a vuestra sabiduría pidiéndoos vuestro concurso, pensásteis, sin duda, que éramos buenos para dejarnos dirigir y que estábamos en el caso de tolerar una decepción más entre las infinitas que los que sufren llevan inscritas en el catálogo de los siglos; pero hoy que habéis visto claramente que tenemos un ideal concreto, una doctrina bien definida y una voluntad firme de llevarlo a la práctica, no podéis sufrir la negación de lo que sustenta vuestros privilegios ni la afirmación en que fundamos nuestro derecho, queréis pasar por liberales cuando no sois más que egoístas, ya que pisoteando la tolerancia, virtud predominante en todo liberal; habéis demostrado que por encima de los principios ponéis vuestro interés de clase. ¡Y aun habláis de errores socialistas! ¿Es que en el mundo ha de pasar siempre por verdad lo mentiroso y por justicia lo inicuo? Atreveos a calificar de erróneo o de utópico nuestro ideal de establecer la sociedad de modo que cobije a todo el mundo un derecho común, sin distinciones privilegiadas, sin que el hombre explote al hombre, sin que el soberbio tiranice al humilde, sin que el rico expolíe al pobre, sin que la honra de la doncella y de la matrona exija la prostitución de tanta infeliz que en el lupanar pagan trIbuto al Estado y sacian la infame lubricidad del incontinente; atreveos, yo os invito a ello, pero antes habéis de ser lógicos; renegad del progreso, abominadle, porque el progreso nos da la razón. No es el progreso un movimiento inconsciente, no gira eternamente alrededor del que abusa y del que usurpa, sino que va siempre hacia adelante, partiendo de la ignorancia primitiva por perfeccionamientos relativos hasta la perfección absoluta, hasta las sublimes concepciones de la justicia, tal como la concibe la mente del creyente cuando se abisma en la contemplación de su Dios, la del naturalista cuando estudia la grandiosidad de la naturaleza, la del filósofo cuando lee a los grandes pensadores que son como los precursores de la justificación universal. En cambio, si tomáis por bueno, por justo, por cierto, por científico lo existente, nuestra presencia aquí, las palabras de mi amigo Lorenzo y las mías desvanecen esa supuesta bondad, esa falsa justicia, esa hipócrita certidumbre, esa ignorancia con pretensiones de sabiduría, porque nosotros por nuestras reclamaciones y nuestras quejas, que son las de muchos millones de oprimidos y explotados que reclaman su derecho a la libertad y su parte en las riquezas y en los beneficios de la civilización, de los que vosotros queréis tenerIos alejados, son una protesta viva que os acusa de equivocados, de erróneos, por no decir de cómplices.

No se nos hable de cosas que hoy están al alcance de todos y de que antes carecían hasta los poderosos. Nos decía el Sr. Moret que en cierta ocasión una princesa estrenó el primer par de medias que se vió en su país y esto causó admiración a cuantos vasallos se enteraron de aquella novedad, y hoy llevan medias todas las mujeres; que en otro tiempo hasta en los palacios de los reyes se sentían las inclemencias atmosféricas, porque las ventanas no tenían cristales, cuando los tienen hoy las buardillas de los proletarios y las barracas de los gañanes; porque si con esto quiso decirnos que hoy los pobres vivimos como príncipes, aparte de hallarse esto en contradicción con la miseria que deshonra la actual civilización, lo cierto es que la desigualdad es una ignominia que destruye la solidaridad humana tal como la concibe la razón, y la fraternidad tal como la enseña la doctrina religiosa, y no hay ni puede haber ventaja material ni progreso relativo que lave la mancha de la desigualdad. ¿Y estas cosas son nuevas para vosotros? ¿Y os llamáis cristianos, y queréis pasar por demócratas, y necesitáis que nosotros, los que apenas hemos recibido la instrucción primaria vengamos a enseñároslo, y aun nos calificáis de intrusos y queréis arrojarnos de vuestra presencia? Mereceríais que, recordando las lecciones del apóstol Pablo a Bernabé, os abandonásemos sacudiéndonos el polvo de las sandalias.

He de decir al Sr. Rodríguez que no imitaremos en esto al apóstol de las gentes, porque no somos depositarios de la luz de la verdad para ocultarla bajo el celemín. Yo recojo, en nombre de mis amigos, el reto que nos habéis lanzado; tal vez algún día recibiréis una invitación para asistir a reuniones organizadas por nuestra cuenta y a nuestras expensas, y ya veremos cómo arregláis vuestros sofismas y vuestros recursos oratorios para luchar contra lo que llamáis nuestros errores socialistas; porque yo os aseguro que de los pobres y de los humildes, inspirados por la idea de justicia, salen los organizadores y los héroes en los momentos de las grandes crisis. Los pobres y los humildes reunidos en el Cenáculo, según la leyenda mística que vosotros aceptáis como revelada, recibieron el Espíritu Santo en la solemnidad de la Pentecostés, y valiendo tan poco para los poderosos y para los eseribas y los fariseos, cambiaron el mundo con el poder de su palabra. Quizá nos halIamos hoy en la plenitud de los tiempos y os esté reservado el triste papel que por entonces representaron los sabios y los doctores. He dicho.

Quedaron los burgueses y sus corifeos verdaderamente anonadados y corridos, sin saber si manifestar su rabia o su admiración, porque de los dos sentimientos participaban.

Nuestro triunfo era patente. Mientras nosotros con valentía, con más previsión y hasta con mayor elocuencia habíamos excedido nuestros propósitos, ellos se mostraron indecisos, cobardes, y no se les ocurrió otra cosa que levantarse y formar corrillos; sin que ninguno se atreviera a replicar, viéndose el presidente obligado a levantar la sesión, que fue como el grito de sálvese el que pueda.

No sé qué hizo después la Asociación para la reforma de Aranceles; lo cierto es que no se presentó más en público; sin duda tuvo vergüenza, y su abatimiento descendió tanto como subió nuestro entusiasmo y el ardor por la propaganda de nuestros ideales.

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