Rebelde en el paraiso Yanqui. Durante todo este tiempo, la prensa se había cebado en la figura de Emma Goldman, quien fue víctima de la incorregible inclinación del periodismo norteamericano a todo lo sensacional y de su casi instintivo odio por lo que signifique disidencia. De la primera página de los periódicos surgían los efluvios de una suerte de superbruja llamada Emma Goldman, que hacían desaparecer la compostura y el apetito de los burgueses que leían el diario mientras se desayunaban. Nadie puede acusar a los periodistas de haberse dejado detener por la verdad. Dos ejemplos serán más que suficientes. En 1892, el World de Nueva York informaba trémulamente a sus lectores que se había descubierto una cueva de anarquistas en el número 340 de la Quinta Avenida. Sin embargo, hubo un detalle sorprendente: en las habitaciones no se encontraron indicios de que Emma Goldman y Alexander Berman, anarquistas de la peor calaña, habitaran la casa, excepto la falta de limpieza que allí se observaba. Si el periodista hubiese querido tomarse el trabajo de hacer algunas averiguaciones o, mejor aún, si hubiese tratado de ser verídico, habría podido resolver el enigma: Ernma no se había refugiado en esa guarida; en rigor, jamás vivió en la Quinta Avenida y era una mujer casi compulsivamente limpia y prolija. Por su parte, en 1897, el Journal de Detroit publicó una declaración explosiva: Una Bomba de Dinamita y Una Muerte, dice Enmia Goldman, Valen por Diez Años de Discursos y Prédicas ... y así seguía la retahíla. Por cierto que los periódicos no se mostraban muy recatados, como puede apreciarse, pero tras la muerte de McKinley perdieron totalmente los estribos. Nadie habría podido descubrir jamás semejanza alguna entre la vilipendiada figura que pintaban los diarios y la verdadera Emma Goldman. Si uno fuera a juzgar por los diarios, se la imaginaría como una mujer ignorante, vulgar, una vieja chillona, con una bomba en la diestra y una botella de vitriolo en la izquierda. Esribió William Marion Reedy. ¿Cómo es ella, entonces? Todo lo contrario de lo que dicen los periódicos. Bastarán nuevamente otros dos ejemplos tomados de crónicas tan llenas de detalles que parecían anotaciones de una especie de diario público. En su número del 14 de septiembre de 1901, el World de Nueva York afirmaba que Emma Goldman es una rusa fea y llena de arrugas. Si pudiera, mataría a todos los gobernantes; ella fue la inspiradora del asesinato de McKinley. Preparaba complots en secreto con asesinos que elige de su cuerpo de anarquistas. Y para asegurarse de que sus lectores estuvieran bien al tanto de la verdad, repetía: Participó en más de una conspiración criminal. El 16 de septiembre de 1901, el Journal de Nueva York informaba que se había descubierto que aquella mujer de espíritu asesino y manos tintas en sangre lo hacía todo por el zar. Un conocido ruso de Washington" comunicó que había visto un documento secreto por el cual podía demostrarse fehacientemente que Emma Goldman era un agente a sueldo del zar. A Pulitzer o a Hearst no les importaba en absoluto que Emma nada tuviera que ver con el asesinato ni que fuera agente del zar tanto como Theodore Roosevelt era espía español. Alguien podría aducir que publicaban estos infundios simplemente porque pertenecían a la prensa amarilla. John Dewey, por ejemplo, afirmó que: La reputación de Emma Goldman como mujer peligrosa fue creada enteramente por la acción conjunta de la prensa amarilla y una actuación equivocada de la policía. Es una mujer románticamente idealista y de personalidad muy atractiva. Sin embargo, la línea de conducta seguida por el Times de Nueva York, una de las honras de la civilización norteamericana, era muy similar a la adoptada por el Journal de Nueva York. En sus crónicas, el Times presentó a Emma Goldman como perversa extranjera, mujer paranoica, degenerada, una criatura apartada del grueso de la humanidad, jefe del Ejército de la Canalla y cabeza de una tribu de especímenes de cabellos revueltos. Pero los historiadores de la trayectoria del Times aseguran que hacia 1901 el periódico se había enmendado. Afirman que sus crónicas sobre el asesinato de McKinley fueron una maravilla del periodismo moderno: Los relatos se atenían estrictamente a los hechos, a la verdad desnuda; los artículos de fondo eran sobrios. En rigor, el Times sólo se estaba preparando para lanzar sus desmedidos y caprichosos ataques. En efecto, el 7 de septiembre publicó una confesión de Czolgosz: Dice que las conferencias y los escritos de Emma Goldman lo indujeron a concluir que la presente forma de gobierno de nuestro país es absolutamente desacertada y a creer que la mejor manera de acabar con ella era eliminando al presidente. Esta grosera deformación de conceptos fue seguida por un malicioso artículo intitulado La Preceptora del Asesino, en el cual se habían reunido toda clase de errores, tales como el citar a Kersner con otro nombre y adelantar en seis años la fecha de llegada de Emma Goldman a los Estados Unidos. Mas luego, tras anunciar a gritos en grandes titulares que Czolgosz era discípulo de Emma, en el número del 13 de septiembré aparecieron en la segunda columna de la segunda página unas modestas líneas en las que se informaba que las autoridades no tienen pruebas contra Emma Goldman. El 25 de septiembre, al final de la sexta columna de la segunda página, se dedicaban unos diez renglones a la noticia de que Emma había sido puesta en libertad por falta de evidencias. Cuando se trataba de publicar falsas acusaciones de complicidad, el diario les destinaba columnas monumentales en la primera página; en cambio, cuando había que reconocer que estos cargos eran infundados, la crónica le dedicaba unas pocas palabras en alguna sección perdida donde nadie las vería. Resulta, pues, que la invención de ese monstruo mítico que se presenió al público norteamericano fue obra de todos los grandes periódicos de la época. La caricatura que ocupaba tres columnas de la primera página del World, en su número del 17 de agosto de 1897, es la mejor representación de la imagen que se había creado de este anticristo femenino. El dibujo mostraba a una criatura infrahumana, la roja Emma, que lanzaba fuego por los ojos y cuya expresión hacía honor a su fama de mujer vampiro presta a matar nuevamente para beber la sangre de su víctima y cebarse en su cadáver. Se había convertido en la quintaesencia de las fuerzas del Averno, de todo lo tenebroso que exiate en el mundo. Ya no la presentaban como a una chiflada, una excéntrica o una idealista de mirada centelleante; ni siquiera como una amenaza local. En una época de nacionalismo creciente, había pasado a ser enemiga de la nación. 2 El nombre de Emma Goldman se rodeó de tal halo de terror que su sola mención bastaba para asustar a los niños. En 1901 Margaret Leech (que posteriormente se dedicó a escribir con más detalle sobre McKinley) se alojaba en el Palatine Hotel de Newburgh, Nueva York. Ésta, que entonces era una niña de siete años, dio expresión poética a su reacción temerosa: ¡Oh! Cuánto siento El autor teatral S. N. Behrman recuerda que cuando era niño los padres usaban el nombre de Emma Goldman como los ingleses el de Napoleón en aquellas primeras décadas del siglo XIX, vale decir, para asustar y amonestar a sus hijos. ¿Qué más natural, entonces, que estos padres decidieran desterrarla a alguna remota isla rocosa donde viviera hasta el fin de sus días como Napoleón? Y esto es prácticamente lo que sucedió. En un artículo publicado por la North American Review, el senador Burrows, representante de Michigan, deploraba que Emma Goldman no hubiera sido deportada mucho antes de que tuviera oportunidad de convencer al asesino de McKinley de que ultimar a un presidente es un sagrado deber. El asistente de fiscal James Beck declaró ante la Asociación de Abogados del Estado de Nueva York que el presidente nunca habría sido asesinado si se hubiera deportado, como pudo hacerse, a las mujeres (sic) Goldman diez años atrás ... pues fue Emma Goldman, según el propio Czolgosz, quien lo impulsó a realizar el acto fatal. En aquellos violentos días del Nuevo Imperialismo, los legisladores se mostraban cada vez más partidarios de implantar una suerte de Isla del Diablo donde confinar a tales personas indeseables. El senador Hear, de Massachusetts, propuso a sus colegas enviar a todos los anarquistas a una isla que les sirviera de paraíso. Por su parte, el senador Vest, de Missouri, presentó ante la Comisión Julicial una moción por la que urgía al cuerpo a estudiar la conveniencia y necesidad de reformar la Constitución a fin de establecer una colonia penal para los anarquistas en alguna isla adecuada. Pero también estaban quienes favorecían el uso de métodos más rápidos y drásticos. Alguno dio la idea de que se colgara a todos los anarquistas; el senador Hawley, como se recordará, ofreció desfachatadamente la suma de 1.000 dólares por el gusto de disparar sobre un anarquista aunque sólo fuera una vez. En los círculos más altos de la política nacional existía una preocupación igualmente profunda y patriótica. El ex-presidente Grover Cleveland declaró: Salta a la vista ... que detrás de este sangriento acto del asesino se esconden horribles rostros y figuras que no debemos pasar por alto. Si queremos libramos de nuevos ataques contra nuestra paz y seguridad, es preciso que, con resolución y valor, tomemos por el cuello al monstruo de la anarquía. En su primer mensaje al Congreso, el presidente Theodore Roosevelt sancionó que Czolgosz: era anarquista confeso, inflamado por las enseñanzas de anarquistas reconocidos y, probablemente, también por las temerarias expresiones de quienes, desde la tribuna pública o desde la prensa, apelan a las oscuras fuerzas de la malignidad y la codicia, la envidia y el negro odio. En cuanto a los anarquistas, no deben preocuparnos ni una pizca más que los criminales comunes. Robert A. Pinkerton, genio policial de su época, afirmaba que era necesario establecer una colonia penal en una isla y dejar de lado todos los escrúpulos tontos en la lucha contra el mal que debe atacarse con mano fuerte y con las armas del buen sentido. Una de las maneras de localizar fácilmente el foco de perversión era la creación de una policía secreta nacional bien entrenada y de mayor envergadura. Tras recordar a sus lectores que los Molly Maguires habían podido ser llevados ante la justicia gracias a la labor de James McParland, Pinkerton aseguraba que si hubiesen tenido un hombre como ése en el asunto, éste habría podido presentar hace ya varios años ciertas informaciones sobre Goldman y los demás predicadores del anarquismo, inspiradores de Czolgosz, que los habrían puesto en manos de la ley. Cuando, por último, los legisladores tomaron medidas contra Emma y otros anarquistas al promulgar un Decreto para la reglamentación de la Inmigración de Extranjeros a los Estados Unidos (32 Ordenanzas 1213) en 1903, fundaron su definición del anarquismo en el Decreto sobre la Anarquía (Artículo XIV del Código Penal) aprobado en Nueva York en 1902. La ley neoyorquina definía como anarquía criminal a la doctrina que proclamaba la necesidad de derrocar el gobierno organizado por medio de la fuerza, la violencia, el asesinato de funcionarios públicos u otros medios ilegales. (De tal manera, el abogar por la anarquía crimina, se convirtió en delito pasible de una pena de hasta diez años de prisión, o de una multa máxima de cinco mil dólares, aunque también podían imponerse ambos castigos a la vez.) Esta definición del anarquismo fue incluida casi literalmente en la ley nacional de inmigración y quedó como base de todas las posteriores iniciativas legislativas tendientes a excluir o deportar a todo individuo de opiniones inconvenientes. Credo y asociación fueron los dos funestos. conceptos que constituyeron la dudosa herencia dejada por esta ordenanza. El párrafo 34 refleja la categoría o por lo menos la mentalidad de los congresales que aprobaron el decreto; en dicho párrafo se especificaba que dentro de los límites del edificio del Capitolio de los Estados Unidos no se venderán licores de ninguna especie. Quizá no sea tan difícil desentrañar cuál es la relación que puede existir entre esta disposición y la reglamentación de la entrada de inmigrantes. Mas adviértase lo disparatado de la nueva ley: - Czolgosz fue condenado por un tribunal neoyorquino en base a las normas jurídicas existentes. Después de electrocutado, se virtió ácido sulfúrico sobre su cuerpo; niguna ley, dirigida contra el anarquismo o cualquier otra actividad, podía imponer una pena mayor. Sin embargo, reinaba una furia tan frenética que se tenía la necesidad de hacer algo más. En suma, el Congreso aprobó una ley destinada en parte a evitar la repetición de atentados como el que causara la muerte de McKinley, pero que no era aplicable a ninguno de los supuestos responsables de ese acto (2). Este decreto fue la primera medida seria tomada por el gobierno contra Emma Goldman y su causa. Por cierto que no se trataba de una ley ocultamente destinada a la imposición de proscripciones civiles ni tampoco fue Emma el único motivo de su promulgación. Pero se consideraba a ésta responsable de la muerte de McKinley y tal idea equivocada, que para quienes la sustentaban era la más pura verdad, evidentemente impulsó a los legisladores a promulgar la ley. 3 La prensa y el gobierno, que disponían de fuerzas avasalladoras, eran adversarios a quienes nadie podía hacer frente por sí solo. Emma Goldman pudo haber abandonado el campo sin mancha para su honor y sin que nadie tuviera razón para poner en tela de juicio su valor. Pero, sin duda, ella habría continuado animosamente su batalla contra aquel temible enemigo si no se hubiera sentido traicionada por sus propios compañeros. Cayó en la más profunda desesperación al comprobar que ninguno de sus camaradas fue capaz de unirse a ella para protestar contra el simulacro de proceso que se le hacía a Czolgosz. ¿Hasta qué punto valía el movimiento radical -reflexionaba-, si al llegar el momento de la primera prueba difícil sus amigos radicales de otrora corrían a esconderse? Sintió la necesidad imperiosa de mantenerse apartada durante un tiempo para recuperar la confianza en sí misma y en su causa. Indicio de su estado de ánimo en esos tristes días es el hecho de que decidiera trabajar de noche. Atendía a italianqs y judíos indigentes, labor que le permitía ganarse el pan al mismo tiempo que hacer una vida casi totalmente solitaria. Después de mucho andar -nadie quería alquilarle el par de habitaciones que precisaba, aun cuando se presentara bajo nombre figurado- corisiguió un techo en el corazón del ghetto. Todas las mañanas volvía
exhausta, tras una larga noche de trabajo, a su departamento del quinto piso de una atestada casa de inquilinato de la calle Market. Entregaba al sueño la mayor parte de las horas que todo el mundo dedica a desarrollar sus actividades. Su círculo de amigos fue empequeñeciéndose y evitaba las reuniones que antaño constituyeron el eje de su vida. Pero no podía seguir así indefinidamente. Cualesquiera fueran sus motivos, ¿no se había llamado a silencio en momentos en que las fuerzas de la repreSlOn adquirían mayor violencia? ¿Habían sido sus razones -se preguntaba- tan puras como ella misma había querido creer? No había sido capaz de soportar pdr sí sola el repudio de que se la hacia objeto. Como si volviera a la vida, emergió de las sombras de su retiro voluntario y se lanzó con toda energía a colaborar con los mineros de la antracita en la lucha que iniciaron en el año 1902. Una gira sumamente agotadora y difícil hizo reflorecer su espíritu combativo. Cuando, en 1903, se promulgó la ley destinada a excluir y deportar a los anarquistas extranjeros, tuvo el triste placer de ver cómo, finalmente, los liberales tomaban conciencia del peligro que encerraba la reacción. Aunque pensaba que, de haber actuado en el momento oportuno, se habría podido evitar aquel decreto, creía de todos modos que el tardío resurgimiento del apoyo a la causa libertaria era muy bien venido. Una de las consecuencias de este cambio de atmósfera fue que Emma dejó de ser considerada una paria por las principales tribunas públicas. El Manhattan Liberal Club, la Brooklyn Philosophical Society y el Sunrise Club volvieron a invitarla para dictar conferencias. Tras renovar viejas amistades, entró nuevamente en contacto con los radicales y los liberales norteamericanos. 4 El amplio apoyo con que contó a partir de ese momento le sirvió de mucho, pues pronto se le presentaría la oportunidad de impugnar la nueva ley. Siete meses después de que la misma entrara en vigencia, llegó a los Estados Unidos John Turner, conocido anarquista y dirigente gremial de Inglaterra. Emma y sus amigos hicieron los arreglos necesarios para la gira de conferencias del visitante. Diez días después de su llegada, mientras pronunciaba su primera disertación en el Murray Hill Lyceum de Nueva York, fueron en busca de él unos funcionarios del Departamento de Inmigración. El Outlook publicó una información sobre el incidente: Cuando arrestaron al orador anarquista, el público se mostró dispuesto a rescatarlo por la fuerza, amenazando con provocar un gran desorden; pero Emma Goldman, la dirigente anarquista, saltó al escenario y logró dominar a sus adictos. También consiguió detener la premura de los funcionarios por deportar a Turner. Si bien no creía que la Corte Suprema declararía inconstitucional aquella ley, tenía la esperanza de llevar adelante una lucha que, al mismo tiempo, sería una excelente propaganda. Se puso a trabajar con ahínco en la formación de una Liga Pro Libertad de Palabra de carácter permanente. En esta tarea actuó con el nombre supuesto de E. G. Smith, para no ahuyentar del movimiento a los liberales medrosos que todavía se asustaban de su nombre verdadero, pero se daba a conocer a todos aquellos a quienes sus ideas no atemorizaban. Integraron la Liga Peter E. Burroughs, Benjamín R. Tucker, H. Gaylord Wilshire, E. B. Foote (h.), Theodore Schroeder, Charles B. Spahr y muchos otros eminentes liberales. Hugh O. Pentecost, a quien nombraron asesor legal del grupo, presentó inmediatamente recurso de hábeas corpus en favor de Turner. Al no retirarse la orden de deportación, apelaron a la Corte Suprema. Turner, que tenía licencia de su sindicato, mostró un magnífico espíritu de colaboración y aceptó quedarse para continuar la lucha, aunque ello significara varios meses de inactividad en la Isla de Ellis. A fin de cubrir parte de los gastos de la apelación, Emma reunió alrededor de 1.700 dólares, que entregó a la Liga. Solicitaron a Clarence Darrow y a Edgard Lee Masters que representaran a Turner ante la Corte Suprema. La defensa esgrimió dos argumentos principales: En primer luaar, Darrow y Masters negaron que el acusado fuera un anarquista que respondía a la definición de la ley de 1903. Sostuvieron que no abogaba por el anarquismo, sino que era un anarquista filosófico que tenía por ideal político la abolición del Estado. En segundo término, arguyeron que la ley era definidamente inconstitucional, pues iba en contra de las disposiciones estipuladas en la Primera Enmienda, al coartar la libertad de palabra oral y escrita. El juez Fuller recalcó ante la Corte (Turner contra Williams, 194 U.S.A. 279) (1904) que el Congreso tiene poderes ilimitados para excluir a los extranjeros y deportar a todos aquellos que entraran al país violando las leyes vigentes. Aun los individuos que sólo son filósofos políticos podían rechazarse si el Congreso opinaba que la aplicación general de las ideas de tales filósofos es tan peligrosa para el bienestar público que los extranjeros que las sostienen y difunden no serían bienvenidos a formar parte de la población, sea de modo temporario o permanente, sea sú número grande o pequeño. En cuanto a la Declaración de Derechos, la misma no es válida para los extranjeros que solicitan ser admitidos en el país: Aquellos a quienes no se acepta, no pueden reclamar como propios los derechos imperantes que son privilegio de los ciudadanos de un país con el cual nada tienen en común. Según las afirmaciones de Fuller, resultaría que los derechos del extranjero como individuo son nulos cuando median razones de Estado: mientras el Estado perdure, no se le puede restringir el poder que le permita preservarse. Al tomar esta decisión, los Estados Unidos renegaron formalmente de toda pretensión de ser un país que recibía con los brazos abiertos a los perseguidos políticos de otras naciones. En una de sus cartas a Emma, Pedro Kropotkin señalaba con amargura que la acción de la sociedad burguesa contra Turner mostraba que ésta arroja por la borda sus hipócritas libertades, las hace añicos, en cuanto se ve frente a personas que utilizan dicha libertad para combatir a esa execrable sociedad. Estas palabras expresaban con exactitud los puntos de vista de Emma. Aunque consideraba que la campaña en favor de Turner había tenido cierto valor propagandístico, no dejó de enfurecerse al conocer el predecible resultado de la causa. Admitiendo que el gobierno había ganado la primera batalla, Emma reunió todas sus fuerzas para iniciar una larga lucha.
Notas (1) Esta poesía de la señorita Leech figuró en la critica sobre su obra In the Days of McKinIay (Nueva York, Harper & Bros., 1959), publicada por el Times de Nueva York en su número del 1° de noviembre de 1959. Ahora que ya tiene suficiente edad como para observar las cosas desde un punto de vista más equilibrado, la señorita Leech caracteriza a Emma Goldman como líder anarquista de la chusma. Según parece, se ha propuestO demostrar con su ejemplo personal que los odios de tribu pueden mantenerse durante muchos años. (2) El decreto contra el anarquismo promulgado en Nueva York tuvo también una curiosa historia. En enero de 1907, se arrestó a Emma y a Berkman según lo dispuesto por esta ley, pero el proceso se pospuso repetidas veces hasta que, finalmente, se retiraron los cargos. El decreto daba a lai policía de la ciudad el poder de perseguir a los propietarios de los locales que Emma solicitaba para dictar sus conferencias sobre el teatro, la limitación de la natalidad o el anarquismo, pero no la aütorizaba a más. La ley se aplicó verdaderamente sólo después de diecisiete años de aprobada, cuando se inició el juicio contra Benjamm Gitlow por publicar y poner en circulación el famoso Manifiesto Izquierdista. Mas, en realidad, Gitlow no era anarquista, sino ¡comunista!
La vida de Emma Goldman, una anarquista rusa
Richard Drinnon
Capítulo undécimo
Espantajo nacional
que nuestro Presidente haya muerto;
Todos están tristes.
Así lo dijo mi padre.
Y ese horrible hombre que lo mató
Está encerrado en su celda.
Me alegro de que Emma Goldman
No se aloje en este hotel (1).
- Czolgosz, repetimos, probablemente no era anarquista. Quizá sufría una afección mental (como, por ejemplo, John Schrank, quien hirió de un balazo a Theodore Roosevelt en 1912).
- Aun cuando Czolgosz hubiese sido anarquista, no habrían podido deportarlo, pues era nativo de los Estados Unidos. Contrariamente a los deseos de Beck, Pinkerton y otros, las leyes federales no contemplaban la posibilidad de deportar a los ciudadanos del país.
Tal vez no sea ocioso reiterar que Emma Goldman no inspiró al asesino de McKinley. La única vez que Czolgosz lal oyó hablar fue precisamente en una conferencia donde afirmó que el anarquismo no debe ir necesariamente unido a la violencia.
- Y aunque la ley hubiese estado en vigor en 1886, no habría servido para impedir la entrada de Emma, pues entonces ésta aún no se había plegado al movimiento anarquista. Tampoco se habría podido aplicar en su caso en el año 1894 ya que, por el momento al menos, era ciudadana norteamericana en virtud de su matrimonio con Jacob Kersner, quien era ciudadano naturalizado.