Rebelde en el paraiso Yanqui. Naturalmente, la joven radical no quiso someterse a la familia, y partió de Rochester hacia la ciudad de Nueva York. Arribó allí la calurosa mañana del domingo 15 de agosto de 1889, sola y decidida a iniciar su lucha en pro del mejoramiento del mundo. Descendió del ferryboat de Weehawken llena de excitación y feliz por haber dejado tras de sí su desagradable pasado y oscuro origen. ¿Qué le reservaba el futuro? ¿Llegarían los poderosos a saber de su existencia? ¿Le prestaría oídos la gente o morirían rápidamente tan elevadas ilusiones al ahogarse sus chispas en el mar de la indiferencia de los espectadores? A despecho del calor, la ciudad le pareció fría. Dejó su máquina de coser en el depósito de equipajes de la calle Cuarenta y Dos Oeste; esa máquina sería la piedra angular del taller cooperativo que planeaba establecer para llegar a la independencia económica. Sólo llevaba consigo una pequeña maleta donde guardaba algunas ropas y cinco dólares, todos los bienes materiales que había podido reunir en sus veinte años de vida. Después de caminar durante tres horas, cansada y con los pies destrozados, se dirigió a la casa de fotografías de sus tíos, situada en Bowery. No se le escapó que su inesperada visita fue una desagradable sorpresa para sus familiares y que la invitaban a quedarse con ellos por sentirse obligados a hacerlo. Decidió irse inmediatamente. Antes de que el día terminara había encontrado el café de Sachs, ubicado en la calle Suffolk, centro de reunión de los radicales del East Side. Cuando torrentes de palabras en ruso y en idisch acariciaron sus oídos se sintió más cómoda, como si finalmente hubiese llegado a su hogar. Pronto sus nuevos amigos encontraron un lugar donde ubicarla. En la velada le presentaron a Alexander Berkman, joven anarquista que le impresionó como persona muy estudiosa, quien la invitó a asistir en su compañía a una conferencia que Johann Most pronunciaba esa noche. ¡Qué jornada gloriosa! ¡Tener la oportunidad de oír al incomparable Most pocas horas después de haber comenzado una nueva vida) 2 En Rochester, Emma había leído las terribles invectivas lanzadas por Most contra las ejecuciones de Haymarket; su periódico Freiheit le había parecido un grito de sana rebeldía en medio de una selva de crueldad. Mas al ver su rostro, hasta entonces desconocido para ella, recibió una triste impresión: era una cara deforme y de expresión desagradable. Aquella sensación desapareció, empero, tan pronto como comenzó a hablar, pues la palabra lo transformaba en figura de pujante poder. Emma nunca había oído ideas tan claras y conceptos tan inteligentes. Casi hipnotizada por Most, lo aceptó ansiosamente como maestro e ídolo. Pocas semanas después de su llegada a Nueva York, Emma ya salía con el viejo rebelde cubierto de cicatrices y leía los libros que éste le recomendaba. Con esta amistad se le abrieron las puertas del mundo de la música, la literatura y el teatro. Una noche, en un café donde entraron después de haber oído Carmen juntos, Emma le describió el estado de embeleso que le había producido la primera ópera que escuchó. Terminado el relato de su experiencia de Konigsberg, Most le confesó, pensativo, que nunca había oído una descripción más dramática de las emociones de una niña, agregando de inmediato que Emma tenía un gran talento y llegaría a ser una excelente oradora. Prometió ayudarla para que pudiera reemplazarlo cuando él ya no estuviera. A medida que su amistad con Most se hacía más profunda, Emma se iba dando cuenta de la importancia de las apreciaciones de éste acerca de su facilidad de palabra. A través de sus conversaciones y de las anécdotas que le relataba, supo de la niñez desgraciada del amigo, se enteró de que las condiciones adversas y una mal atendida infección de la mandíbula habían obstaculizado el florecimiento de su talento histriónico y de sus condiciones innatas para la oratoria. Mientras le escuchaba hablar, comprendió que la deformación facial producida por la afección juvenil le había impedido cumplir su deseo de ser actor; sólo podríá haber actuado como payaso. En lugar de dedicarse a las tablas, entró como aprendiz de encuadernación; llegó a convertirse en una figura verdaderamente trágica, en una criatura de Andreiev, a quien todos abofeteaban: no querían aceptarlo en ningún trabajo por temor de que su rostro ahuyentara a los clientes; las muchachas y las mujeres rechazaban con repugnancia sus atenciones y, finalmente, la prensa, en especial la norteamericana, utilizaba la cara barbuda de Most, coronada por una mata de pelo, como modelo para la caricatura del anarquista que lleva una bomba bajo el brazo. Vivía atormentado por su rostro deforme, por el recuerdo de su nacimiento ilegitimo y por su triste vida familiar; varias veces estuvo a punto de suicidarse, pero el socialismo lo salvó de caer en el estado de vagancia e inutilidad hacia el cual lo estaba llevando su encono patológico contra los demás. Most relató a su embelesada protegida cómo fue adquiriendo el poder de magnetizar a su público obrero y cómo distintos gobiernos habían reconocido su labor honrándole con la prisión. Con cierto orgullo, le contó que había sido elegido para ocupar una banca en el Reichstag de Berlín en 1874 y que en 1878, cuando en Alemania se levantó una violenta ola de reacción, tuvo que huir a Inglaterra. Recordó con enojo que en dicho país creó un semanario radical sin previo permiso de los dirigentes socialistas de Alemania, quienes en 1880 lo expulsaron del partido por su imprudencia y rebeldía. Finalmente describió, con cierta jactancia, su llegada triunfal a los Estados Unidos en 1882, cuando el movimiento socialista estaba destrozado por disensiones internas. Muchas de las disputas de entonces tuvieron su origen en sucesos de la década anterior. En efecto, hacia 1872 había en los Estados Unidos aproximadamente cinco mil obreros socialistas que pertenecían a la Primera Internacional. Ese mismo año, asustado por la creciente influencia de Bakunin, Marx depositó inesperadamente la central de la Internacional en el regazo de los atónitos y aislados socialistas alemanes de Nueva York. Pero los radicales que habían emigrado a América tampoco coincidían plenamente, y pronto comenzaron disputas similares a las que los separaban en Europa. De los dos campos principales, los partidarios de Lassalle ponían toda su fe en la acción política pues consideraban que la férrea ley de salarios hacía inútil toda actividad gremial; por su parte, los marxistas sostenían que la acción política debía ir a la par de la acción económica de los gremios obreros. Tales desacuerdos fundamentales apresuraron la prematura muerte de la moribunda Primera Internacional (Asociación Internacional de Trabajadores), que se disolvió en 1876 (1). A despecho de tanta guerra de palabras, los radicales creyeron que había llegado el momento de entrar en acción. Los capitanes de la industria, fanáticamente empeñados en conquistar inmensos imperios económicos, significaban un peligro del que sólo las personas de escasa visión no llegaban a percatarse. En los campos carboníferos de Pensilvania; los Molly Maguires reaccionaron cometiendo crímenes y robos; parecían imbuidos de un fuego revolucionario. Por otra parte, las grandes huelgas ferroviarias de 1877, que comenzaron en Virginia del Oeste y se extendieron luego a Maryland, Pensilvania, Nueva York y varios otros Estados, eran prueba contundente de que crecía el descontento y la militancia entre las filas obreras. En un momento dado, pareció que los socialistas llegarían a unir fuerzas con los sindicalistas y los radicales del país, muchos de los cuales eran greenbackers (2), en la lucha por imponer reformas fundamentales. Sin embargo, pocos se mostraron capaces de renunciar a los placeres de las reyertas intestinas; por consiguiente, la batalla entre los socialistas políticos y los económicos siguió su curso en el seno del partido de los trabajadores y luego en el Socialista Obrero, Después de apoyar la candidatura a la presidencia del greenbacker James B. Weaver, en 1880, los socialistas, de los cuales restaban unos quince mil, volvieron a dividir sus filas. El ala izquierda se afilió a la Asociación Internacional de Trabajadores, la primitiva Internacional Negra de Bakunin (3). Fue entonces cuando Most hizo su entrada en escena. En poco tiempo, se puso a la cabeza de las dispersas fuerzas izquierdistas y, casi por sí solo, logró que la fracción del partido Socialista Obrero uniera sus fuerzas a los otros grupos anarquistas. Con la colaboración de Albert Parsons y de August Spies redactó el Manifiesto de Pittsburgh, declaración de principios que, por raro milagro, todos los grupos encontraron aceptable. De tal manera, hacia mediados de la década 1880 a 1890, es decir pocos años después de su llegada, había en los Estados Unidos ochenta organizaciones que agrupaban a siete mil anarquistas; solamente en Cbicago se contaban alrededor de dos mil de ellos. Además, algunos dirigentes tales como Parsons estaban estrechamente vinculados con distintos gremios locales. Este florecimiento del anarquismo fue en buena medida resultado de la enérgica actividad de Most quien, pese a todo su vigor, poco pudo hacer contra la ola antianarquista que, en 1886, tras la tragedia de Haymarket, se levantó en todo el país. El relato que hizo Most de los altibajos sufridos por el movimiento anarquista dejó entrever a Emma que, cuando ella ingresaba en sus filas, el mismo se hallaba en seria decadencia. Hechizada por las historias de héroes y villanos, de sublimes actos de renunciación y heroísmo, y de despreciables gestos egoístas y cobardes que le relatara su ídolo, la muchacha se hizo la firme promesa de ayudarlo a recuperar el terreno perdido y a conquistar nuevas posiciones. 3 Seis meses después de la llegada de Emma Goldman a Nueva York, y fiel a su promesa de convertirla en buena oradora, Most la envió en una gira por Rochester, Búffalo y Cleveland. Llevaba la misión de hacer comprender a los obreros la inutilidad de su lucha por lograr una jornada de trabajo de ocho horas. Most le explicó que aunque se consiguiera una reducción de las horas de trabajo, ello no reportaría gran beneficio pues así se distraería la atención de las masas del verdadero problema, es decir la lucha contra el capitalismo. Emma encontró contundente este argumento y lo expuso en sus conferencias. Pero en Cleveland, un obrero de cabellos blancos le preguntó qué podían hacer los hombres de su edad, puesto que no llegarían a vivir tanto como para ver concretada la sociedad anarquista. ¿Por qué habían de trabajar dos horas más por día durante el resto de sus vidas? Estas preguntas le hicieron ver claramente cuán falso era el punto de vista de Most y, peor aún, advertir que ella misma se hallaba en una posición todavía más falsa pues sólo repetía las enseñanzas de su maestro sin haberlas analizado antes. Decidida a pensar por sí misma, cuando llegó a Nueva York le comunicó a Most la experiencia vivida y la impresión que le dejó la misma. En un rapto de enojo, su ídolo le advirtió que no la aceptaría a su lado si no pensaba como él. Quien no está conmIgo, está en contra de mí, gritó. Emma deseaba fervientemente estar con él, más no con esas condiciones; no se alistaría en su regimiento del ejército anarquista. Este incidente le habríá hecho descubrir una irónica realidad: el hombre que había elegido como ídolo, el hombre que se presentaba como ejemplo popular del radical que arroja bombas, era sólo equívocamente anarquista. En rigor, durante, lqs años en que actuó en el Reichstag de Berlín, Most no demostró que consideraba inútil toda acción política; en aquel entonces sostenía que era erróneo utilizar medios violentos mientras el socialismo sólo fuera aceptado por una minoría y que los mismos serían innecesarios cuando la mayoría estuviera ya de parte del socialismo. Sólo cuando Bismarck eliminó totalmente los derechos civiles y Most perdió su banca en el Reichstag cambiaron sus puntos de vista. Todo señala que se había vuelto anarquista fundamentalmente porque no podía ser un prusiano socialdemocrata. Sea como fuere, el hecho es que su comportamiento autocrático chocaba notablemente con la nueva doctrina que había adoptado. Anarquista a su pesar, Most no aportó nada a la doctrina. El famoso Manifiesto de Pittsburg (1883), del cual fue principal autor, no era más que una repetición de las ideas de Miguel Bakunin, el anarcocomunista ruso. En su manifiesto Most declaraba en primer lugar -obsérvese que el orden era muy significativo- que debía destruirse por cualquier medio el orden social existente; en segundo término postulaba la necesidad de organizar la producción según los cánones del cooperativismo y, en tercer lugar, pedía el libre intercambio de productos equivalentes por y entre organizaciones productoras no lucrativas, sin mediación del comercio. Su ideario político incluía federalismo, cooperativas de producción y, por sobre todo, una guerra de guerrillas en el campo social y económico. El programa de Most, su feroz llamado a la batalla contra el enemigo, satisfacía el sentimiento de rechazo que despertaba en Emma la corrupta sociedad en que vivía, pero poco y nada ofrecía a su profundo anhelo de una sociedad más humana. Llena de desaliento y tristeza ante la arrogante actitud de Most y disgustada por su instigación al odio y a la destrucción, comenzó a inclinarse hacia las ideas voceadas por Die Autonomie, semanario anarquista alemán que publicaba Joseph Peukert, rival y enemigo de Most. A despecho de las advertencias de Most en contra del periódico, Emma pronto se convenció de que los conceptos de libertad individual e independencia de grupps que encontraba en la publicación eran precisamente los mismps que, en su opinión, debían constituir el fundamento del anarquismo. De tal manera llegó a su fin la estrecha relación entre Emma y Most. Sin embargo, Emma nunca dejó de admirar a Most, pues éste, a pesar de su violenta incitación al exterminio del burgeois vermin y de sus conceptos acerca del arte de la Revolutionaire Kriegswissenschaft, tenía algo que ofrecerle a su antigua protegida: el ejemplo de un hombre que no se dejó doblegar por la prisión, el ridículo y la calumnia. Most era prueba viviente de que la individualidad humana es indestructible, ya que cada encierro en prisión sólo servía para azuzar su espíritu de desafío. La imagen de tan vehemente rebeldía que se inflamaba aún más frente a la ira concentrada del poder estatal, cautivó siempre la imaginación de Emma y despertó su más sincera admiración (4). De todos modos seguía creyendo que había sido afortunada al conocer a ese vigoroso hombre de lucha. 4 Felizmente, el verdadero maestro de Emma Goldman fue Pedro Kropotkin, quien, como podrá comprenderse, era el mejor ejemplo para una mujer como Emma. Príncipe ruso, poseedor de una de las mentes más privilegiadas del siglo XIX, geógrafo de primera fila que prefirió dedicar su vida a la teoría anarquista y a los movimientos sociales revolucionarios, Kropotkin tocó las fibras más íntimas de Emma. Sus artículos publicados en Die Autonomie y demás escritos produjeron en ella la impresión de encontrarse ante la obra de un pensador benevolente, compasivo y de firmes principios. A diferencia de Most, Kropotkin ofrecía algo más que una mistica de la violencia. A diferencia de Benjamín Tucker y de otros norteamericanos de ideas anarquistas e individualista (4), Kropotkin ofrecía algo más que una árida preocupación por lograr la más amplia difusión del laissez faire (5). Aparte de predicar la comunidad de bienes, tipo de organización que mejor se prestaba para la solución de los problemas de nuestra era industrial, Kropotkin le hablaba a Emma desde una tradición rusa -dentro de la cual Chernishevski era una figura de significación- que ya formaba parte de su ser. Toda la vida de Emma parecía haber sido un proceso destinado a prepararla para recibir las enseñanzas de Kropotkin; de inmediato se convenció de que este hombre era el pensador y teórico más claro del anarquismo. Es incuestionable que Kropotkin presentaba sus teorías con desusada claridad, sobre todo si se tiene en cuenta la riqueza de su pensamiento y la amplitud del campo que abarcaba. Profundo estudioso de la biología, Kropotkin partió de una teoría de la evolución que ponía el acento en la cooperación y no en la competencia. Cuando se obstaculizan los procesos normales de evolución de la vida individual y social, argumentaba, se produce después de cierto tiempo una inevitable explosión de energías que podemos llamar evolución acelerada o revolución. Así, en Paroles d'un Révolté (en castellano Palabras de un rebelde) (1885) sostiene que las revoluciones son necesarias para romper la inercia de los ignorantes y vencer el egoísmo de los poderosos. Las revoluciones sociales permiten que la vida social evolucione desde las formas de organización inferiores hacia las superiores. Si bien Kropotkin detestaba personalmente la violencia, la consideraba un ineludible concomitante de los cambios sociales significativos. Una de las misiones principales de los anarquistas es la de contribuir a dar carácter constructivo a los conflictos, canalizándolos hacia problemas definidos y orientándolos hacia las amplias ideas que inspiran al hombre por la grandiosidad del horizonte que le dejan entrever. Al describir a los hombres y a las instituciones que tratan de impedir el desarrollo individual y social, cayó necesariamente en la crítica del nacionalismo y del capitalismo. Como dijo más tarde en su Mutual Aid (en castellano El apoyo mutuo) (1902), en la antigua Grecia y en las ciudades medievales el crecimiento vital de la sociedad se vio detenido por la acción del Estado, el que, en interés de las minorías, se apoderó de todas las funciones judiciales, económicas y administrativas que la comunidad de cada población ya había ejercido en beneficio de todos. Contrariando la organización social natural, el Estado reprimió la espontaneidad individual y paralizó la evolución de la sociedad. Esta línea de razonamiento lo llevó a la conclusión de que la propiedad privada, protegida por el Estado, y la autoridad religiosa, que santificaba la opresión estatal y la explotación, económica, negaban el principio de la ayuda mutua y perpetuaban el gobierno de los pocos. Los nuevos gobernantes se apropiaron de los beneficios derivados del esfuerzo conjunto de las generaciones presentes y pasadas. Kropotkin esbozó las líneas generales de la sociedad libre del futuro con fuertes pinceladas. Sostenía que tal sociedad se concretaría en el momento el que las represivas instituciones de la propiedad privada, la iglesia y, especialmente, el Estado no sean ya un obstáculo. La voluntad individual será el fundamento del nuevo orden; todos actuarán de común acuerdo, por voluntad propia y no por obligación. Los hombres tendrán la libertad de tomar lo que necesiten de un fondo común de bienes, sin ningún límite. Además, esta sociedad no será una pesadilla utilitaria y mecánica sino que, por el contrario, en ella se fomentarán las actividades intelectuales y artísticas, y todo aquello que tienda a la elevación moral. Tal como resumió el propio Kropotkin: Esta sociedad se compondrá de multitud de asociaciones que formarán confederaciones para cumplir las tareas que requieran un esfuerzo conjunto:
federaciones gremiales para la producción de toda suerte de artículos: agrícolas, industriales, intelectuales, artísticos; comunas de consumo encargadas de la provisión de viviendas, gas, alimentos, atención sanitaria, etc.; federaciones de comunas entre sí y federaciones de comunas con las organizaciones gremiales; y, por último, grupos más grandes que abarquen la totalidad del país o aun varios países, compuestos por hombres que presten su colaboración para satisfacer las necesidades económicas, intelectuales, artísticas y morales no limitadas a un territorio dado (6). Tal era, en suma, el orden con que soñaba Kropotkin y que Emma Goldman fue convirtiendo gradualmente en su propio sueño. Tal la utopía que con ciertos cambios y la añadidura de algunos toques personales. Emma transformó en la pasión de su vida, en el objetivo al que dedicó sus asombrosas energías.
Notas (1) Se refiere a la rama marxista de la Primera Internacional. En el Quinto Congreso de esta organización, celebrado en La Haya en septiembre de 1872, se produjo la escisión. En este congreso los adictos a Marx aprobaron su propuesta de trasladar la secretaría a Nueva York, y a partir de este momento la actividad de esta rama languidece. El sector antiautoritario y federalista de la A.I.T. desplegó gran actividad en los años siguientes, realizando congresos en 1873 (Ginebra), 1874 (Bruselas), 1876 (Berna), y el noveno y último congreso general en 1877 (Verviers). (Nota de las traductoras) (2) A fines del siglo pasado reinaba gran tirantez entre el Este y el Oeste de los Estados Unidos. Los colonos del Oeste debían dinero a los banqueros del Este y necesitaban una inflación para poder saldar su deuda sin arruinarse. En otros tiempos, la moneda se basaba en el oro y la plata, cuyo valor guardaba una proporción de uno a dieciséis. En un momento dado, la plata desapareció y sólo se acuñaron monedas de oro; finalmente, con el descubrimiento de grandes minas de plata, este metal se abarató de modo notable, y de alli que los granjeros solicitaran el uso de la plata en la antigua proporción, lo cual crearia la deseada inflación. El problema de la moneda significó una lucha, a muerte empeñada por agrarios, pequeños comerciantes y otros, contra los grandes industriales y capitalistas. En efecto, si se mantenía un patrón basado en el oro de los bancos privados, se provocaría una deflación que favorecería a los trusts en perjuicio del pueblo. Los greenbackers (miembros del Greenback Party) proponían suprimir toda moneda bancaria y dejar en circulación el papel moneda ya emitido (cuyo dorso estaba impreso en verde, de allí el nombre del partido); además, pedían que el gobierno federal emitiera papel moneda directamente y con su propio respaldo para lograr la inflación nacional que benefiCiaria a los deudores. (Nota de las traductoras) (3) Esa ala izquierda de los socialistas podía participar de la tendencia antiautoritaria que actuó en el seno de la Primera Internacional, pero no afiliarse, pues en 1880 había desaparecido la organización mundíal (la rama marxista con asiento en Nueva York en 1876; la rama federalista con asiento en Europa en 1878/79. (Nota de las traductoras) (4) Quizá la figura de Most atrajo también la imaginación de Henry Jemes, quien lo habría utilizado como modelo para el misterioso Hoffendahl de su obra Princess Casamassima (1886). (5) Tucker llegó al extremo de increpar a William Graham y Sumner por no abogar con suficiente firmeza y constancia en pro del laissez faire. Si bien coincidía con otros anarquistas en su critica del Estado, la iglesia y la sociedad, Tucker se distinguía de los anarcocomunistas por creer que, al abolirse el Estado e implantarse la libre asociación -con reuniones en la consagrada plaza del mercado-, los males sociales quedarían borrados. Aferrado a la institución de la propiedad privada, consideraba que el permitir que los bancos obren libremente serviría como palanca para derribar los monopolios y así restablecer la competencia. Ver en su obra Instead of a Book (Nueva York, Benjamín Tucker, 1893). Otros anarquistas norteamericanos de tendencia individualista, tales como Josiah Warren, Lysander Spooner, Stephen Pearl Andrews y Joseph Lábadie, sustentaban una posición similar. Al familiarizarse con el inglés norteamericano, Emma Goldman fue entrando en contacto con el ambiente libertario de los Estados Unidos, pero nunca trabajó estrechamente con los anarquistas individualistas. Conoció a Tucker, quien no le impresionó como gran personalidad. Con el correr del tiempo, fue absorbiendo ideas de otras figuras de los Estados Unidos: Emerson, Whitman y, especialmente, Thoreau. Contrariamente a lo que piensan quienes no han analizado esta materia, existia una tradición liberal norteamericana que se entrelazaba magicamente con la teoría anarquista. Esta tradiciónl se remontaba a Roger Wilhams y John Woolman, quienes postularon que el hombre debe desarrollar su conciencia y su espiritu; al recelo mostrado por la población colonial frente al poder gubernamental arbitrario y a las ideas negativas sobre el Estado que los radicales quisieron dejar en la Constitución a través de la Declaración de Derechos; al comunitarismo que floreció en 1830 y 184O y a los abolicionistas que abogaban por la eliminación del Estado. Vemos entonces que, si bien el contenido o la forma de los sueños de Emma tenían un origen primordialmente ruso, estos sueños pudieron enraizar en el hospitalario suelo de una tradición norteamericana. El común de la gente ignora que la tradición anarquista mundial tiene gloriosos antecedentes que datan de siglos atrás. En Oriente, por ejemplo, Chuang Tse, continuador de Lao Tse, loaba hace dos mil años los tiempos en que prevalecían los instintos naturales, los hombres actuaban con calma y contemplaban las cosas con juicio. En Occidente tenemos el ejemplo de Zenón (griego contemporáneo de Chuang Tse), quien oponía conceptos anarquistas al Estado omnímodo de Platón. Ovidio añoraba la época en la que todos serían leales por voluntad propia y actuarían con rectitud. Encontramos algo más que simples huellas de anarquismo en las ideas de otros pensadores, desde los profetas hebreos hasta los jefes de la Reforma. La primera declaración sístemática de los principios anarquistas apareció en la obra Enquiry concerning Political Justice (1793) (en castellano Investigación acerca de la Justicia Política, Buenos Aires, Tupac, 1945), de William Godwin. Entre las figuras notables de la tradición anarquista mencionaremos a Pierre Joseph Proudhon, autor de la obra Waht is property? (1840) (en castellano ¿Qué es la propiedad?, Buenos Aires, Americalee, 1946), en la cual previene que no debe confundirse Ia la anarquía teórica con el caos, advertencia que hasta ahora no ha encontrado el eco que merece; a Max Stirner, el individualista alemán que sostenía que la conciencia individual lo es todo, y a Miguel Bakunin, el rebelde ruso y gran antagonista de Marx. Los conceptos de Bakunin dieron a sus obras un brillo casi enceguecedor, pero desgraciadamente las mismas se veían malogradas por su carácter episódico y diluido. Como bien dijo Kropotkin, Bakunin influyó sobre quienes lo siguieron por sobre todo con su poderoso, ardiente e irresistible entusiasmo revolucionario, que encendió la imaginación de los hombres e hizo del anarquismo una fuerza de peso en Francia, Italia y España. Con Kropotkin, el anarqumno llegó a su expresión teórica más plena y perfecta. (6) Memoirs of a Revolutionist, Boston, Houghton Mifflin, Co., 1899, p. 398. (En castellano, Memorias de un revolucionario, Buenos Aires, Tupac, 1943.).
La vida de Emma Goldman, una anarquista rusa
Richard Drinnon
Capítulo quinto
Sueños