CARTAS DE RELACIÓN
TERCERA CARTA-RELACIÓN
DE HERNAN CORTÉS AL EMPERADOR CARLOS V
COYOACÁN, 15 DE MAYO DE 1522
Enviada por Fernando Cortés, capitán y justicia mayor del Yucatán, llamado la Nueva España del mar océano, al muy alto y potentísimo césar e invictísimo señor don Carlos, emperador semper augusto y rey de España, nuestro señor. De las cosas sucedidas y muy dignas de admiración en la conquista y recuperación de la muy grande y maravillosa ciudad de Temixtitan, y de las otras provincias a ellas sujetas, que se rebelaron. En la cual ciudad y dichas provincias el dicho capitán y españoles consiguieron grandes y señaladas victorias dignas de perpetua memoria. Asimismo hace relación cómo han descubierto el mar del Sur y otras muchas y grandes provincias muy ricas de minas de oro y perlas y piedras preciosas, y aun tiene noticia que hay especería.
(Tercera parte)
Para los trece bergantines con que yo había de entrar por la laguna, dejé trescientos hombres; todos los más, gente de la mar y bien diestra, de manera que en cada bergantín iban veinte y cinco españoles, y cada fusta llevaba su capitán y veedor y seis ballesteros y escopeteros.
Dada la orden susodicha, los dos capitanes que habían de estar con la gente en las ciudades de Tacuba y Cuyoacán, después de haber recibido las instrucciones de lo que hablan de hacer, se partieron de Tesuico a diez días del mes de mayo, y fueron a dormir dos leguas y media de allí, a una población buena que se dice Aculman. Y aquel día supe cómo entre los capitanes había habido cierta diferencia sobre el aposentamiento, y prover luego esta noche para lo remediar y poner en paz; y yo envié una persona para ello, que los reprehendió y apaciguó. Y otro día de mañana se partieron de allí, y fueron a dormir a otra población que se dice Gilotepeque, la cual hallaron despoblada, porque era ya tierra de los enemigos. Y otro día siguiente siguieron su camino en su ordenanza, y fueron a dormir a una ciudad que se dice Guatitlan, de que antes de esto he hecho relación a vuestra majestad, la cual asimismo hallaron despoblada; y aquel día pasaron por otras dos ciudades y poblaciones, que tampoco hallaron gente en ellas. A hora de vísperas entraron en Tacuba, que también estaba despoblada, y aposentáronse en las casas del señor de allí, que son muy hermosas y grandes. Y aunque era ya tarde, los naturales de Tascaltecal dieron una vista por la entrada de dos calzadas de la ciudad de Temixtitan, y pelearon dos o tres horas valientemente con los de la ciudad; y como la noche los despartió, volviéronse sin ningún peligro a Tacuba.
Otro día de mañana los dos capitanes acordaron, como yo les había mandado, de ir a quitar el agua dulce que por caños entraba a la ciudad de Temixtitan; y el uno de ellos, con veinte de caballo y ciertos ballesteros y escopeteros, fue al nacimiento de la fuente, que estaba un cuarto de legua de allí, y cortó y quebró los caños, que eran de madera y de cal y canto, y peleó reciamente con los de la ciudad, que se lo defendían por la mar y por la tierra. Y al fin los desbarató, y dio conclusión a lo que iba, que era quitarles el agua dulce que entraba a la ciudad, que fue muy grande ardid.
Este mismo día los capitanes hicieron aderezar algunos malos pasos y puentes y acequias estaban por allí la laguna, porque los de caballo pudiesen libremente correr por una parte y por otra. Y hecho esto, en que se tardaría tres o cuatro días, en los cuales se hubieron muchos reencuentros con los de la ciudad, en que fueron heridos algunos españoles y muertos hartos de los enemigos, y leS ganaron muchas albarradas y puentes, y hubo hablas y desafíoS entre los de la ciudad y los naturales de Tascaltecal, que eran cosas bien notables y para ver. El capitán Cristóbal de Olid, con la gente que había de estar en guarnición en la ciudad de Cuyoacán, que está dos leguas de Tacuba, se partió; y el capitán Pedro de Alvarado se quedó en guarnición con su gente en Tacuba, adonde cada día tenía escaramuzas y peleas con los indios. Y aquel día que Cristóbal de Olid se partió para Cuyoacán, él y la gente llegaron a las diez del día y aposentáronse en las casas del señor de allí, y hallaron despoblada la ciudad. Y otro día de mañana fueron a dar una vísta a la calzada que entra en Temixtitan, con hasta veinte de caballo y algunos ballesteros, y con seis o siete mil indios de Tascaltecal, y hallaron muy apercibidos los contrarios, y rota la calzada y hechas muchas albarradas, y pelearon con ellos, y los ballesteros hirieron y mataron algunos. Y esto continuaron seis o siete días, que en cada uno de ellos hubo muchos reencuentros y escaramuzas.
Y una noche, a medianoche, llegaron ciertas velas de los de la ciudad a gritar cerca del real, y las velas de los españoles apellidaran al arma, y salíó la gente, y no hallaron ninguno de los enemigos, porque desde muy lejos del real habían dado la grita, la cual les había puesto en algún temor. Y como la gente de los nuestros estaba dividida en tantas partes, los de las dos guarníciones deseaban mi llegada con los bergantines, como la salvación; y con esta esperanza estuvieron aquellos pocos días hasta que yo llegué, como adelante diré. Y en estos seis días los del un real y del otro se juntaban cada día, y los de caballo corrían la tierra, como estaban cerca los unos de los otros, y siempre alanceaban muchos de los enemigos, y de la sierra cogían mucho maíz para sus reales, que es el pan y mantenímiento de estas partes, y hace mucha ventaja a lo de las islas.
En los capítulos precedentes dije cómo yo me quedaba en Tesuico con trescientos hombres y los trece bergantines, porque en sabiendo que las guarniciones estaban en los lugares donde habían de asentar sus reales yo me embarcase y diese una vista a la ciudad e hiciese algún daño en las canoas; y aunque yo deseaba mucho irme por la tierra, por dar orden en los reales, como los capitanes eran personas de quien se podía muy bien fiar lo que tenían entre manos, y lo de los bergantines importaba mucha importancia, y se requerían gran concierto y cuidado, determiné de me meter en ellos, porque la más aventura y riesgo era el que se esperaba por el agua; aunque por las personas principales de mi compañía me fue requerido en forma que me fuese con las guarniciones, porque ellos pensaban que ellas llevaban lo más peligroso. Otro día después de la fiesta de Corpus-Christi, viernes, al cuarto del alba hice salir de Tesuico a Gonzalo de Sandoval, alguacil mayor, con su gente, y que se fuese derecho a la ciudad de Iztapalapa, que estaba de allí seis leguas pequeñas, y a poco más de mediodía llegaron a ella y comenzaron a quemarla y a pelear con la gente de ella. Y como vieron el gran poder que el alguacil mayor llevaba, porque iban con él más de treinta y cinco o cuarenta mil hombres nuestros amigos, acogiéronse al agua en sus canoas. Y el alguacil mayor, con toda la gente que llevaba, se aposentó en aquella ciudad, y estuvo en ella aquel día, esperando lo que yo le había de mandar y me sucedía.
Como hube despachado al alguacil mayor, luego me metí en los bergantines, y nos hicimos a la vela y al remo; y al tiempo que el alguacil mayor combatía y quemaba la ciudad de Iztapalapa, llegamos a vista de un cerro grande y fuerte que está cerca de la dicha ciudad, y todo en el agua, y estaba muy fuerte, y había mucha gente en él, así de los pueblos de alrededor de la laguna como de Temixtitan, porque ya ellos sabían que el primer reencuentro había de ser con los de Iztapalapa, y estaban allí para defensa suya y para nos ofender, si pudiesen. Y como vieron llegar la flota, comenzaron a apellidar y hacer grandes ahumadas por que todas las ciudades de las lagunas lo supiesen y estuviesen apercibidas. Y aunque mi motivo era ir a combatir la parte de la ciudad de Iztapalapa que está en el agua, revolvimos sobre aquel cerro o peñol, y salté en él con ciento y cincuenta hombres, aunque era muy agro y alto; con mucha dificultad le comenzamos a subir, y por fuerza les ganamos las albarradas que en alto tenían hechas para su defensa. Y entrámoslos de tal manera, que ninguno de ellos se escapó, excepto las mujeres y niños. Y en este combate me hirieron veinte y cinco españoles, pero fue muy hermosa victoria.
Como los de Iztapalapa habían hecho ahumadas desde unas torres de ídolos que estaban en un cerro muy alto junto a su ciudad, los de Temixtitan y de las otras ciudades que están en el agua, conocieron que yo entraba ya por la laguna con los bergantines, y de improviso juntóse tan grande flota de canoas para nos venir a acometer y a tentar qué cosa eran los bergantines; y a lo que pudimos juzgar pasaban de quinientas canoas. Y como yo vi que traían su derrota derecha a nosotros, yo, y la gente que habíamos saltado en aquel cerro grande, nos embarcamos a mucha prisa, Y mandé a los capitanes de los bergantines que en ninguna manera se moviesen, porque los de las canoas se determinasen a nos acometer y creyesen que nosotros, de temor, no osábamos salir a ellos; y así comenzaron con mucho ímpetu de encaminar su flota hacia nosotros. Pero a obra de dos tiros de ballesta reparáronse y estuvieron quedos; y como yo deseaba mucho que el primer reencuentro que con ellos hubiésemos fuese de mucha victoria y se hiciese de manera que ellos cobrasen mucho temor de los bergantines, porque la llave de toda la guerra estaba en ellos, y donde ellos podían recibir más daño, y aun nosotros también, era por el agua, plugo a Nuestro Señor que, estándonos mirando los unos a los otros, vino un viento de la tierra muy favorable para embestir con ellos, y luego mandé a los capitanes que rompiesen por la flota de las canoas y siguiesen tras ellos hasta los encerrar en la ciudad de Temixtitan. Y como el viento era muy bueno, aunque ellos huían cuanto podían, embestimos por medio de ellos y quebramos infinitas canoas, y matamos y ahogamos muchos de los enemigos, que era la cosa del mundo más para ver. Y en este alcance los seguimos bien tres leguas grandes, hasta los encerrar en las casas de la ciudad; y así, plugo a Nuestro Señor de nos dar mayor y mejor victoria que nosotros habíamos pedido y deseado.
Los de la guarnición de Cuyoacán, que podían mejor que los de la ciudad de Tacuba ver cómo veníamos con los bergantines, como vieron todas las trece velas por el agua y que traíamos tan buen tiempo y que desbaratábamos todas las canoas de los enemigos, según después me certificaron, fue la cosa del mundo de que más placer hubieron y que más ellos deseaban; porque, como he dicho, ellos, y los de Tacuba, tenían muy gran deseo de mi venida, y con mucha razón, porque estaba la una guarnición y la otra entre tanta multitud de enemigos, que milagrosamente los animaba Nuestro Señor y enflaquecía los ánimos de los enemígos para que no se determinasen a los salir a acometer a su real, lo cual si fuera, no pudiera ser menos de recibir los españoles mucho daño, aunque siempre estaban muy apercibidos y determinados de morir o ser vencedores, como aquellos que se hallaban apartados de tOda manera de socorro, salvo de aquel que de Dios esperaban.
Así como los de las guarniciones de Cuyoacán nos vieron segUir las canoas, tomaron su camino, y los más de caballo y de pie que allí estaban, para la ciudad de Temixtitan, y pelearon muy reciamente con los indios que estaban en la calzada, y les ganaron las albarradas que tenían hechas, y les tomaron y pasaron a pie y a caballo muchas puentes que tenían quitadas, y con el favor de los bergantines, que iban cerca de la calzada, los indios de Tascaltecal, nuestros amigos, y los españoles seguían a los enemigos, y de ellos mataban y de ellos se echaron al agua de la otra parte de la calzada por donde no iban los bergantines. Así fueron con esta victoria más de una gran legua por la calzada, hasta llegar donde yo había parado con los bergantines, como abajo haré relación.
Con los bergantines fuimos bien tres leguas dando caza a las canoas; las que se nos escaparon, allegáronse entre las casas de la ciudad, y como era ya después de vísperas, mandé recoger los bergantines, y llegamos con ellos a la calzada, y allí determiné de saltar en tierra con treinta hombres por les ganar unas dos torres de sus ídolos, pequeñas, que estaban cercadas con su cerca baja de cal y canto. Y como saltamos, allí pelearon con nosotros muy reciamente por nos las defender; y al fin, con harto peligro y trabajo, ganámoselas. Y luego hice sacar en tierra tres tiros de hierro grueso que yo traía. Y porque lo que restaba de la calzada desde allí a la ciudad, que era media legua, estaba todo lleno de los enemigos, y de la una parte y de la otra de la calzada, que era agua, todo lleno de canoas con gente de guerra, hice asestar el un tiro de aquellos, y tiró por la calzada adelante e hizo mucho daño en los enemigos; y por descuido del artillero, en aquel mismo punto que tiró se nos quemó la pólvora que allí teníamos, aunque era poca. Y luego esa noche proveí un bergantín que fuese a Iztapalapa, adonde estaba el alguacil mayor, que sería dos leguas de allí, y trajese toda la pólvora que había. Y aunque al principio mi intención era, luego que entrase con los bergantines, irme a Cuyoacán y dejar proveído como anduviesen a mucho recaudo, haciendo todo el más daño que pudiesen, como aquel día salté allí en la calzada y les gané aquellas dos torres, determiné de asentar allí el real y que los bergantines se estuviesen allí junto a las torres, Y que la mitad de la gente de Cuyoacán y otros cincuenta peones de los del alguacil mayor se viniesen allí otro día. Y proveído esto, aquella noche estuvimos a mucho recaudo, porque estábamos en gran peligro, y toda la gente de la ciudad acudía allí por la calzada y por el agua, y a medianoche llega mucha multitud de gente en canoas y por la calzada a dar sobre nuestro real; y cierto nos pusieron en gran temor y rebato, en especial porque era de noche, y nunca ellos a tal tiempo suelen acometer, ni se ha visto que de noche hayan peleado, salvo con mucha sobra de victoria. Y como nosotros estábamos muy apercibidos, comenzamos a pelear con ellos, Y desde los bergantines, porque cada uno traía un tiro pequeño de campo, comenzaron a soltarlos, y los ballesteros y escopeteros a hacer lo mismo, y de esta manera no osaron llegar más adelante, ni llegaron tanto que nos hiciesen ningún daño; y así, nos dejaron lo que quedó de la noche, sin nos acometer más.
Otro día, en amaneciendo, llegaron al real de la calzada donde yo estaba quince ballesteros y escopeteros, y cincuenta hombres de espada y rodela, y siete u ocho de caballo de los de la guarnición de Cuyoacán; y ya cuando ellos llegaron, los de la ciudad, en canoas y por la calzada, peleaban con nosotros; y era tanta la multitud, que por el agua y por la tierra no veíamos sino gente, y daban tantas gritas y alaridos, que parecía que se hundía el mundo. Y nosotros comenzamos a pelear con ellos por la calzada adelante, y ganámosles una puente que tenían quitada, y una albarrada que tenian hecha a la entrada. Y con los tiros y con los de caballo hicimos tanto daño en ellos, que casi los encerramos hasta las primeras casas de la ciudad. Y porque de la otra parte de la calzada, como los bergantines no podían pasar, andaban muchas canoas y nos hacían daño con flechas y varas que nos tiraban a la calzada, hice romper un pedazo de ella junto a nuestro real, e hice pasar de la otra parte cuatro bergantines, los cuales, como pasaron, encerraron las canoas todas entre las casas de la ciudad, en tal manera, que no osaban por ninguna vía salir a lo largo. Y por la otra parte de la calzada, los otros ocho bergantines peleaban con las canoas, y las encerraron entre las casas, y entraron por entre ellas, aunque hasta entonces no lo habían osado hacer, porque había muchos bajos y estacas que les estorbaban. Y como hallaron canales por dónde entrar seguros, peleaban con los de las canoas, y tomaron algunas de ellas, y quemaron muchas casas del arrabal; y aquel día todo despendimos en pelear de la manera ya dicha.
Otro día siguiente, el alguacil mayor, con la gente que tenía en Iztapalapa, así españoles como nuestros amigos, se partió para CUyoacán, y desde allí hasta la tierra firme viene una calzada que dura obra de legua y media. Y como el alguacil mayor comenzó a caminar, a obra de un cuarto de legua llegó a una ciudad pequeña, que también está en el agua, y por muchas partes de ella se puede andar a caballo, y los naturales de allí comenzaron a pelear con él, y él los desbarató y mató muchos y les destruyó y quemó toda la ciudad. Y porque yo había sabido que los indios habían roto mucho de la calzada y la gente no podía pasar bien, enviéle dos bergantines para que los ayudasen a pasar, de los cuales hicieron puente por donde los peones pasaron. Y después que hubieron pasado, se fueron a aposentar a Cuyoacán, y el alguacil mayor, con diez de caballo, tomó el camino de la calzada dónde teníamos nuestro real, y cuando llegó hallónos peleando; y él y los que venían con él se apearon y comenzaron a pelear con los de la calzada, con quien nosotros andábamos revueltos. Y como el dicho alguacil mayor comenzó a pelear, los contrarios le atravesaron un pie con una vara; y aunque a él y a otros algunos nos hirieron aquel día, con los tiros gruesos y con las ballestas y escopetas hicimos mucho daño en ellos; en tal manera, que ni los de las canoas ni los de la calzada no osaban llegarse tanto a nosotros y mostraban más temor y menos orgullo que solían. Y de esta manera estuvimos seis días, en que cada día teníamos combate con ellos; y los bergantines iban quemando alrededor de la ciudad todas las casas que podían, y descubrieron canal por donde podían entrar alrededor, y por los arrabales de la ciudad, y llegar a lo grueso de ella, que fue cosa muy provechosa e hizo cesar la venida de las canoas, que ya no osaba asomar ninguna con un cuarto de legua a nuestro real.
Otro día Pedro de Alvarado, que estaba por capitán de la gente que estaba en guarnición en Tacuba, me hizo saber cómo por la otra parte de la ciudad, por una calzada que va a unas poblaciones de tierra firme, y por otra pequeña que estaba junto a ella, los de Temixtitan entraban y salían cuando querían, y que creía que, viéndose en aprieto, se habían de salir todos por allí, aunque yo deseaba más su salida que no ellos, porque muy mejor nos pudiéramos aprovechar de ellos en la tierra firme que no en la fortaleza grande que tenían en el agua. Pero porque estuviesen del todo cercados y no se pudiesen aprovechar en cosa alguna de la tierra firme, aunque el alguacil mayor estaba herido, le mandé que fuese a asentar su real a un pueblo pequeño a do iba a salir la una de aquellas dos calzadas; el cual se partió con veinte y tres de caballo y cien peones y diez y ocho ballesteros y escopeteros, y me dejó otros cincuenta peones de los que yo traia en mi compañía, y en llegando, que fue otro día, asentó su real adonde yo le mandé. Y desde allí adelante la ciudad de Temixtitan quedó cercada por todas las partes que, por calzadas, podían salir a la tierra firme.
Yo tenia, muy poderoso Señor, en el real de la calzada, doscientos peones españoles, en que había veinte y cinco ballesteros y escopeteros, éstos sin la gente de los bergantines, que eran más de doscientos y cincuenta. Y como teníamos algo encerrados a los enemigos y teníamos mucha gente de guerra de nuestros amigos, determiné de entrar por la calzada a la ciudad todo lo más que pudiese, y que los bergantines, al fin de la una parte y de la otra, se estuviesen para hacernos espaldas. Y mandé que algunos de caballo y peones de los que estaban en Cuyoacán, se viniesen al real para que entrasen con nosotros, y que diez de caballo se quedasen a la entrada de la calzada haciendo espaldas a nosotros, y algunos que quedaban en Cuyoacán, porque los naturales de las ciudades de Suchimilco, y Culuacán, e Iztapalapa, y Chilobusco, y Mexicalcingo, y Cuitaguacad, y Mizquique, que están en el agua, estaban rebelados y eran en favor de los de la ciudad; y queriendo éstos tomarnos las espaldas, estábamos seguros con los diez o doce de caballo que yo mandaba andar por la calzada, y otros tantos que siempre estaban en Cuyoacán, y más de diez mil indios nuestros amigos.
Asimismo mandé al alguacil mayor y a Pedro de Alvarado, que por sus estancias acometiesen aquel día a los de la ciudad, porque yo quería por mi parte ganarles todo lo que más pudiese. Así, salí por la mañana del real y seguimos a pie por la calzada adelante, y luego hallamos los enemigos en defensa de una quebradura que tenían hecha en ella, tan ancha como una lanza y otro tanto de hondura; y en ella tenían hecha una albarrada, y peleamos con ellos, y ellos con nosotros muy valientemente. Y al fin se la ganamos, y seguimos por la calzada adelante hasta llegar a la entrada de la ciudad, donde estaba una torre de sus ídolos, y al pie de ella una puente muy grande alzada, y por ella atravesaba una calle de agua muy ancha con otra muy fuerte albarrada. Y como llegamos, comenzaron a pelear con nosotros.
Pero como los bergantines estaban de la una parte y de la otra, ganámosela sin peligro, lo cual fuera imposible sin ayuda de ellos. Y como comenzaron a desamparar el albarrada, los de los bergantines saltaron en tierra, y nosotros pasamos el agua, y también los de Tascaltecal y Guaxocingo, y Calco, y Texcuco, que eran más de ochenta mil hombres. Y entre tanto que cegábamos con piedra y adobes aquella puente, los españoles ganaron otra albarrada que estaba en la calle, que es la principal y más ancha de toda la ciudad; y como aquélla no tenía agua, fue muy fácil de ganar, y siguieron el alcance tras los enemigos por la calle adelante hasta llegar a otra puente que tenían alzada, salvo una viga ancha por donde pasaban. Y puestos por ella y por el agua en salvo, quitáronla de presto. Y de la otra parte de la puente tenían hecha otra grande albarrada de barro y adobes. Y como llegamos a ella y no pudimos pasar sin echarnos al agua, y esto era muy peligroso, los enemigos peleaban muy valientemente. De la una parte y de la otra de la calle, había infinitos de ellos peleando con mucho corazón desde las azoteas; y como se llegaron copia de ballesteros y escopeteros y tirábamos con dos tiros por la calle adelante, hacíamosles mucho daño. Y como lo conocimos, ciertos españoles se lanzaron al agua, y pasaron de la otra parte, y duró en ganarse más de dos horas. Y como los enemigos los vieron pasar, desampararon el albarrada y las azoteas, y pónense en huida por la calle adelante, y así pasó toda la gente. Yo hice luego comenzar a cegar aquella puente y deshacer el albarrada; y en tanto los españoles y los indios nuestros amigos siguieron el alcance por la calle adelante bien dos tiros de ballesta, hasta otro puente que está junto a la plaza de los principales aposentamientos de la ciudad. Y esta puente no la tenían quitada ni tenían hecha albarrada en ella, porque ellos no pensaron que aquel dia se les ganara ninguna cosa de lo que se les ganó, ni aun nosotros pensamos que fuera la mitad. Y a la entrada de la plaza asestóse un tiro, y con él recibían mucho daño los enemigos, que eran tantos que no cabían en ella. Y los españoles, como vieron que allí no había agua, de donde se suele recibir peligro, determinaron de les entrar la plaza.
Como los de la ciudad vieron su determinación puesta en obra, y vieron mucha multitud de nuestros amigos, y aunque de ellos sin nosotros no tenían ningún temor, vuelven las espaldas, y los españoles y nuestros amigos dan en pos de ellos hasta los encerrar en el circuito de sus ídolos, el cual es cercado de cal y canto; y como en la otra relación se habrá visto, tiene tan gran circuito como una villa de cuatrocientos vecinos, y éste fue luego desamparado de ellos, y los españoles y nuestros amigos se lo ganaron Y estuvieron en él, y en las torres, un buen rato. Y como los de la ciudad vieron que no había gente de caballo, volvieron sobre los españoles, y por fuerza los echaron de las torres y de todo el patio y circuito, en que se vieron en muy grande aprieto y peligro; y como iban más que retrayéndose, hicieron rostro debajo de los portales del patio. Y como los enemigos los aquejaban tan reciamente, los desampararon y se retrajeron a la plaza, y de allí los echaron por fuerza hasta los meter por la calle adelante; en tal manera, que el tiro que allí estaba lo desampararon. Los españoles, como no podían sufrir la fuerza de los enemigos, se retrajeron con mucho peligro; el cual de hecho recibieran, sino que plugo a Dios que en aquel punto llegaron tres de caballo, y entran por la plaza adelante; y como los enemigos los vieron, creyeron que eran más, y comienzan a huir, y mataron algunos de ellos y ganáronles el patio y circuito que arriba dije. Y en la torre más principal y alta de él, que tiene ciento y tantas gradas hasta llegar a lo alto, hiciéronse fuertes allí diez o doce indios principales de los de la ciudad, y cuatro o cinco españoles subiéronsela por fuerza; y aunque ellos se defendían bien, se la ganaron y los mataron a todos.
Después vinieron otros cinco o seis de caballo, y ellos y los otros echaron una celada en que mataron más de treinta de los enemigos. Como ya era tarde, yo mandé recoger la gente y que se retrajesen, y al retraer cargaba tanta multitud de los enemigos, que si no fuera por los de caballo, fuera imposible no recibir mucho daño los españoles. Pero como todos aquellos malos pasos de la calle y calzada, donde se esperaba el peligro, al tiempo del retraer yo los tenia muy bien adobados y aderezados, y los de caballo podían por ellos muy bien entrar y salir, y como los enemigos venían dando en nuestra retroguardia, los de caballo revolvían sobre ellos, que siempre alanceaban o mataban algunos; y como la calle era muy larga, hubo lugar de hacerse esto cuatro o cinco veces. Aunque los enemigos veían que recibían daño, venían los perros tan rabiosos, que en ninguna manera los podíamos detener ni que nos dejasen de seguir. Y todo el día se gastara en esto, sino que ya ellos tenían tomadas muchas azoteas que salen a la calle, y los de caballo recibían a esta causa mucho peligro. Y, así, nos fuimos por la calzada adelante a nuestro real, sin peligrar ningún español, aunque hubo algunos heridos, y dejamos puesto fuego a las más y mejores casas de aquella calle, porque, cuando otra vez entrásemos, desde las azoteas no nos hiciesen daño. Este mismo día, el alguacil mayor y Pedro de Alvarado pelearon cada uno por su estancia muy reciamente con los de la ciudad, y al tiempo del combate estaríamos los unos de los otros a legua y media y a una legua; porque se extiende tanto la población de la ciudad, que aun disminuye la distancia que hay, y nuestros amigos que estaban con ellos, que eran infinitos, pelearon muy bien y se retrujeron aquel día sin recibir ningún daño.
En este comedia, don Hernando, señor de la ciudad de Tesuico y provincia de Aculuacan, de que arriba he hecho relación a vuestra majestad, procuraba de atraer a todos los naturales de su ciudad y provincia, especialmente los principales, a nuestra amistad, porque aun no estaban tan confirmados en ella como después lo estuvieron. Y cada día venían al dicho don Hernando muchos señores y hermanos suyos, con determinación de ser en nuestro favor y pelear con los de México y Temixtitan. Y como don Hernando era muchacho, y tenía mucho amor a los españoles y conocía la merced que en nombre de vuestra majestad se le había hecho en darle tan gran señorío, habiendo otros que le precedían en el derecho de él, trabajaba cuanto le era posible cómo todos sus vasallos viniesen a pelear con los de la ciudad y ponerse en los peligros y trabajos que nosotros; y habló con sus hermanos, que eran seis o siete, todos mancebos bien dispuestos, y díjoles que les rogaba que con toda la gente de su señorío viniesen a me ayudar. Y a uno de ellos, que se llama Istlisuchil, que es de edad de veinte y tres o veinte y cuatro años, muy esforzado, amado y temido de todos, envióle por capitán y llegó al real de la calzada con más de treinta mil hombres de guerra, muy bien aderezados a su manera, y a los otros dos reales irían otros veinte mil. Y yo los recibí alegremente, agradeciéndoles su voluntad y obra.
Bien podrá vuestra cesárea majestad considerar si era buen socorro y buena amistad la de don Hernando, y lo que sentirían los de Temixtitan en ver venir contra ellos a los que ellos tenían por vasallos y por amigos, y por parientes y hermanos, y aun padres e hijos.
Dende a dos días el combate de la ciudad se dio, como arriba he dicho, y venida ya esta gente en nuestro socorro, los naturales de la ciudad de Suchimilco, que está en el agua, y ciertos pueblos de Otumíes, que es gente serrana y de más copia que los de Suchimilco, y eran esclavos del señor de Temixtitan, se vinieron a ofrecer y dar por vasallos de vuestra majestad, rogándome que les perdonase la tardanza; y yo los recibí muy bien y holgué mucho con su venida, porque si algún daño podían recibir los de Cuyoacán era de aquellos.
Como por el real de la calzada donde yo estaba, habíamos quemado con los bergantines muchas casas de los arrabales de la ciudad y no osaba asomar canoa ninguna por todo aquello, parecióme que para nuestra seguridad bastaba tener en torno de nuestro real siete bergantines, y por eso acordé de enviar al real del alguacil mayor y al de Pedro de Alvarado, cada tres bergantines; y encomendé mucho a los capitanes de ellos que, porque por la parte de aquellos dos reales los de la ciudad se aprovechaban mucho de la tierra en sus canoas y metían agua y frutas y maíz y otras vituallas, corriesen de noche y de día los unos y los otros del un real al otro, y que demás de esto aprovecharían mucho para hacer espaldas a la gente de los reales todas las veces que quisiesen entrar a combatir la ciudad.
Y así, se fueron estos seis bergantines a los otros dos reales, que fue cosa necesaria y provechosa, porque cada día y cada noche hacían con ellos saltos maravillosos y tomaban muchas canoas y gente de los enemigos.
Proveído esto, y venida en nuestro socorro y de paz la gente que arriba he hecho mención, habléles a todos y díjeles cómo yo determinaba de entrar a combatir la ciudad dende a dos días; por tanto, que todos viniesen para entonces muy a punto de guerra, y que en aquello conocería si eran nuestros amigos; y ellos prometieron de lo cumplir así.
Y otro día hice aderezar y apercibir la gente, y escribí a los reales y bergantines lo que tenía acordado y lo que habían de hacer.
Otro día por la mañana, después de haber oído misa, e informados los capitanes de lo que habían de hacer, yo salí de nuestro real con quince o veinte de caballo y trescientos españoles, y con todos nuestros que era infinita gente, e yendo por la calzada adelante, a tres tiros de ballesta del real, estaban ya los enemigos esperándonos con muchos alaridos: y como en los tres días antes no se les había dado combate, habían deshecho cuanto habíamos cegado del agua, y teníanlo muy más fuerte y peligroso de ganar que de antes. Y los bergantines llegaron por la una parte y por la otra de la calzada, y como con ellos se podía llegar muy bien cerca de los enemigos, con los tiros y escopetas y ballestas hacíanles mucho daño. Y conociéndolo saltan en tierra y ganan el albarrada y puente, y comenzamos a pasar de la otra parte y dar en pos de los enemigos, los cuales luego se fortalecían en las otras puentes y albarradas que tenían hechas; las cuales, aunque con más trabajo y peligro que la otra vez, les ganamos, y los echamos de toda la calle y de la plaza de los aposentamientos grandes de la ciudad. De allí mandé que no pasasen los españoles, porque yo, con la gente de nuestros amigos, andaba cegando con piedra y adobes toda el agua, que era tanto de hacer que, aunque para ello ayudaban más de diez mil indios, cuando se acabó de aderezar era ya hora de vísperas. Y en todo este tiempo siempre los españoles y nuestros amigos andaban peleando y escaramuzando con los de la ciudad y echándoles celadas en que murieron muchos de ellos. Y yo con los de caballo anduve un rato por la ciudad, y alanceábamos por las calles do no había agua los que alcanzábamos, de manera que los teníamos retraídos y no osaban llegar a lo firme.
Viendo que estos de la ciudad estaban rebeldes y mostraban tanta determinación de morir o defenderse, colegí de ellos dos cosas: la una, que habíamos de haber poca o ninguna de la riqueza que nos habían tomado; y la otra, que daban ocasión y nos forzaban a que totalmente los destruyésemos. Y de esta postrera tenía más sentimiento y me pesaba en el alma, y pensaba qué forma tenía para los atemorizar de manera que viniesen en conocimiento de su yerro y del daño que podían recibir de nosotros, y no hacía sino quemarles y derrocarles las torres de sus ídolos y sus casas. Y porque lo sintiesen más, este día hice poner fuego a estas casas grandes de la plaza, donde la otra vez que nos echaron de la ciudad los españoles y yo estábamos aposentados, que eran tan grandes, que un príncipe con más de seiscientas personas de su casa y servicio se podían aposentar en ellas; y otras que estaban junto a ellas, que aunque algo menores eran muy más frescas y gentiles, y tenía en ellas Mutezuma todos los linajes de aves que en estas partes había. Y aunque a mí me pesó mucho de ello, porque a ellos les pesaba mucho más, determiné de las quemar, de que los enemigos mostraron harto pesar y también los otros sus aliados de las ciudades de la laguna, porque éstos ni otros nunca pensaron que nuestra fuerza bastara a les entrar tanto en la ciudad; y esto les puso harto desmayo.
Puesto fuego a estas casas, porque ya era tarde recogí la gente para nos volver a nuestro real; y como los de la ciudad veían que nos retraímos, cargaban infinitos de ellos, y venían con mucho ímpetu dándonos en la retroguardia. Y como toda la calle estaba buena para correr, los de caballo volvíamos sobre ellos y alanceábamos de cada vuelta muchos de ellos, y por eso no dejaban de nos venir dando grita a las espaldas. Este día sintieron y mostraron mucho desmayo, especialmente viendo entrar por su ciudad, quemándola y destruyéndola, y peleando con ellos los de Tesuico y Calco y Suchimilco y los otumíes, y nombrándose cada uno de dónde era; y por otra parte, los de Tascaltecal, que ellos y los otros les mostraban los de su ciudad hechos pedazos, diciéndoles que los habían de cenar aquella noche y almorzar otro día, como de hecho lo hacían. Así nos venimos a nuestro real a descansar, porque aquel día habíamos trabajado mucho, y los siete bergantines que yo tenía entraron aquel día por las calles del agua de la ciudad, y quemaron mucha parte de ella. Los capitanes de los otros reales y los seis bergantines pelearon muy bien aquel día, y de lo que les acaeció me pudiera muy bien alargar, y por evitar prolijidad lo dejo, mas de que con victoria se retrajeron a sus reales sin recibir peligro ninguno.
Otro día siguiente, luego por la mañana, después de haber oído misa, torné a la ciudad por la misma orden con toda la gente, porque los contrarios no tuviesen lugar de descegar las puentes y hacer las albarradas; y por bien que madrugamos, de las tres partes y calles de agua que atraviesan la calle que va del real hasta las casas grandes de la plaza, las dos de ellas estaban como los días antes, que fueron muy recias de ganar; y tanto, que duró el combate desde las ocho horas hasta la una después de mediodía, en que se gastaron casi todas las saetas y almacén y pelotas que los ballesteros y escopeteros llevaban. Y crea vuestra majestad que era sin comparación el peligro en que nos veíamos todas las veces que les ganábamos estas puentes, porque para ganarlas era forzado echarse a nado los españoles y pasar de la otra parte, y esto no podían ni osaban hacer muchos porque a cuchilladas y a botes de lanza resistían los enemigos que no saliesen de la otra parte. Pero como ya por los lados no tenían azoteas de donde nos hiciesen daño, y de esta otra parte los asaeteábamos, porque estábamos los unos de los otros un tiro de herradura, y los españoles tomaban de cada día mucho más ánimo y determinaban de pasar, y también porque veían que mi determinación era aquélla, y que cayendo o levantando no se había de hacer otra cosa.
Parecerá a vuestra majestad que pues tanto peligro recibíamos en el ganar de estas puentes y albarradas, que éramos negligentes, ya que las ganábamos, no las sostener, por no tornar cada día de nuevo a nos ver en tanto peligro y trabajo, que sin duda era grande, y cierto así parecerá a los ausentes.
Pero sabrá vuestra majestad que en ninguna manera se podía hacer, porque para ponerse así en efecto se requerían dos cosas: o que el real pasáramos allí a la plaza y circuito de las torres de los ídolos, o que gente guardara las puentes de noche; y de lo uno y de lo otro se recibiera gran peligro y no había posibilidad para ello, porque teniendo el real en la ciudad, cada noche y cada hora, como ellos eran muchos y nosotros pocos, nos dieran mil rebatos y pelearan con nosotros, y fuera el trabajo incomportable y podían darnos por muchas partes. Pues guardar las puentes gente de noche, quedaban los españoles tan cansados de pelear el día, que no se podía sufrir poner gente en guarda de ellos, y a esta causa nos era forzado ganarlas de nuevo cada día que entrábamos en la ciudad. Aquel día, como se tardó mucho en ganar aquellas puentes y en las tornar a cegar, no hubo lugar de hacer más, salvo que por otra calle principal que va a dar a la ciudad de Tacuba se ganaron otras dos puentes y se cegaron, y se quemaron muchas y buenas casas de aquella calle, y con esto se llegó la tarde y hora de retraernos, donde recibíamos siempre poco menos peligro que en el ganar de las puentes; porque en viéndonos retraer, era tan cierto cobrar los de la ciudad tanto esfuerzo, que no parecía sino que hablan habido toda la victoria del mundo y que nosotros íbamos huyendo; y para este retraer era necesario estar las puentes bien cegadas, y lo cegado igual al suelo de las calles, de manera que los de caballo pudiesen libremente correr a una parte y a otra. Y así, en el retraer, como ellos venían tan golosos tras nosotros, algunas veces fingíamos ir huyendo, y revolvíamos los de caballo sobre ellos, y siempre tomábamos doce o trece de aquellos más esforzados; y con esto y con algunas celadas que siempre les echábamos, continuo llevaban lo peor, y cierto verlo era cosa de admiración. Porque por más notorio que les era el mal y daño que al retraer de nosotros recibían, no dejaban de nos seguir hasta nos ver salidos de la ciudad.
Y con esto nos volvimos a nuestro real, y los capitanes de los otros reales me hicieron saber cómo aquel día les había sucedido muy bien, y habían muerto mucha gente por la mar y por la tierra. Y el capitán Pedro de Alvarado, que estaba en Tacuba, me escribió que había ganado dos o tres puentes; porque, como era en la calzada que sale del mercado de Temixtitan a Tacuba, y los tres bergantines que yo le había dado podían llegar por la una parte a zabordar en la misma calzada, no había tenido tanto peligro como los días pasados, y por aquella parte de Pedro de Alvarado había más puentes y más quebradas en la calzada, aunque había menos azoteas que por las otras partes.
En todo este tiempo los naturales de Iztapalapa, y Oichilobuzco, y Mexicacingo, y Culuacán, y Mizquique, y Cuitaguaca, que, como he hecho relación, están en la laguna dulce, nunca habían querido venir de paz, ni tampoco en todo este tiempo habíamos recibido ningún daño de ellos; y como los de Calco eran muy leales vasallos de vuestra majestad y veían que nosotros teníamos bien que hacer con los de la gran ciudad, juntáronse con otras poblaciones que están alrededor de las lagunas y hacían todo el daño que podían a aquellos del agua; y ellos, viendo de cómo cada día habíamos victoria contra los de Temixtitan, y por el daño que recibían y podían recibir de nuestros amigos, acordaron de venir, y llegaron a nuestro real, y rogáronme que les perdonase lo pasado y que mandase a los de Calco y a los otros sus vecinos que no les hiciesen más daño. Y yo les dije que me placía y no tenía enojo de ellos, salvo de los de la ciudad; y que para que creyesen que su amistad era verdadera, que les rogaba que, porque mi determinación era de no levantar el real hasta tomar por paz o por guerra a los de la ciudad, y ellos tenían muchas canoas para me ayudar, que hiciesen apercibir todas las que pudiesen con toda la más gente de guerra que en sus poblaciones había, para que por el agua viniesen en nuestra ayuda de allí adelante. Y también les rogaba que, porque los españoles tenían pocas y ruines chozas y era tiempo de muchas aguas, que hiciesen en el real todas las más casas que pudiesen, y que trajesen canoas para traer adobes y madera de las casas de la ciudad que estaban más cercanas al real. Y ellos dijeron que las canoas y gente de guerra estaban apercibidos para cada día.
Y en el hacer de las casas sirvieron tan bien, que de una parte y de la otra de las dos torres de la calzada donde yo estaba aposentado, hicieron tantas, que desde la primera casa hasta la postrera habría más de tres o cuatro tiros de ballesta. Y vea vuestra majestad qué tan ancha puede ser la calzada que va por lo más hondo de la laguna, que de la una parte y de la otra iban estas casas y quedaba en medio hecha calle, que muy a placer a pie y a caballo íbamos y veníamos por ella; y había a la continua en el real, con españoles e indios que le servían, más de dos mil personas, por que toda la otra gente de guerra nuestros amigos se aposentaban en Cuyoacán, que está legua y media del real, y también estos de estas poblaciones nos proveían de algunos mantenimientos, de que teníamos harta necesidad, especialmente de pescado y de cerezas, que hay tantas que pueden abastecer, en cinco o seis meses del año que duran, a doblada gente de la que en esta tierra hay.