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CARTAS DE RELACIÓN

CUARTA CARTA-RELACIÓN

DE HERNAN CORTÉS AL EMPERADOR CARLOS V

TENUXTITLÁN, 15 DE OCTUBRE DE 1524




(Primera parte)


Muy alto, muy poderoso, y excelentísimo príncipe; muy católico, invictísimo emperador, rey y señor:

En la relación que envié a vuestra majestad con Juan de Ribera, de las cosas que en estas partes me habían sucedido después de la segunda que de ellas a vuestra alteza envié, dije cómo por apaciguar y reducir al real servicio de vuestra majestad las provincias de Guatusco, Tustepeque y Guaxaca y las otras a ellas comarcanas que son en la mar del Norte, que desde el alzamiento de esta ciudad estaban rebeladas, había enviado al alguacil mayor con cierta gente, y lo que en su camino les había pasado, y cómo le habían mandado que poblase en las dichas provincias y que pusiese nombre al pueblo la villa de Medellín; resta que vuestra alteza sepa cómo se pobló la dicha villa, y se apaciguó toda aquella tierra y provincias.

Luego, como todo aquello se pacificó, le envié más gente, y le mandé que fuese la costa arriba hasta la provincia de Guazacualco, que está de adonde se pobló esta dicha villa cincuenta leguas, y de esta ciudad ciento y veinte; porque cuando yo en esta ciudad estaba, siendo vivo Mutezuma, señor de ella, como siempre trabajé de saber todos los más secretos de estas partes que me fue posible, para hacer de ellos entera relación a vuestra majestad, había enviado a Diego de Ordaz, que en esta corte de vuestra majestad reside, y los señores y naturales de la dicha provincia le habían recibido de muy buena voluntad, y se habían ofrecido por vasallos y súbditos de vuestra alteza, y tenía noticia cómo en un muy grande río que por la dicha provincia pasa y sale a la mar, había muy buen puerto para navíos, porque el dicho Ordaz y los que con él fueron lo habían rondado, y la tierra era muy aparejada para poblar en ella; y por la falta que en esta costa hay de puertos, deseaba hallar alguno que fuese bueno y poblar en él.

Y mandé al dicho alguacil mayor que antes que entrase en la provincia, desde la raya de ella enviase ciertos mensajeros, que yo le di, naturales de esta ciudad, a les hacer saber cómo iba por mi mandado, y que supiesen de ellos si tenían aquella voluntad al servicio de vuestra majestad, y a nuestra amistad que antes habían mostrado y ofrecido; y que les hiciese saber cómo por las guerras que yo había tenido con el señor de esta ciudad y sus tierras, no los había enviado a visitar tanto tiempo había; pero que yo siempre los había tenido por mis amigos y vasallos de vuestra alteza, y como tales creyesen hallarían en mí buena voluntad para cualquiera cosa que les cumpliese; y que para favorecerlos y ayudarlas en cualquiera necesidad que tuviesen, enviaba allí aquella gente para que poblasen aquella provincia. El dicho alguacil mayor y gente fueron, y se hizo lo que yo le mandé, y no hallaron en ellos la voluntad que antes habían publicado; antes, la gente puesta a punto de guerra para no les consentir entrar en su tierra, y él tuvo tan buena orden, que con saltear una noche un pueblo, donde prendió una señora a quien todos en aquellas partes obedecían, se apaciguó, porque ella envió a llamar todos los señores y les mandó que obedeciesen todo lo que se les quisiese mandar en nombre de vuestra majestad, porque ella así lo había de hacer. Así llegaron hasta el dicho río, y a cuatro leguas de la boca de él, que sale a la mar, porque más cerca no se halló asiento, se pobló y fundó una villa, a la cual se puso nombre el Espíritu Santo, y allí residió el dicho alguacil mayor algunos días, hasta que se apaciguaron y trajeron al servicio de vuestra católica majestad otras muchas provincias comarcanas, que fueron las de Tabasco, que es en el río de la Victoria o de Grijalva, que dicen, y la de Chimaclán y Quechula y Quizaltepeque, y otras que por ser pequeñas no expreso; y los naturales de ellas se depositaron y encomendaron a los vecinos de la dicha villa, y los han servido y sirven hasta ahora, aunque algunas de ellas, digo la de Chimaclán, Tabasco y Quizaltepeque, se tornaron a rebelar. Y habrá un mes que yo envié un capitán y gente de esta ciudad a las reducir al servicio de vuestra majestad y castigar su rebelión, y hasta ahora no he sabido nuevas de él; creo, queriendo Nuestro Señor, que harán mucho, porque llevaron buen aderezo de artillería, y munición, y ballesteros, y gente de caballo.

También, muy católico Señor, en la relación que el dicho Juan de Ribera llevó, hice saber a vuestra cesárea y católica majestad cómo una gran provincia que se dice Mechuacán, que el señor de ella se llama Casulci, se había ofrecido por sus mensajeros, el dicho señor y sus naturales de ella, por súbditos y vasallos de vuestra cesárea majestad, y que habían traído cierto presente, el cual envié con los procuradores que de esta Nueva España fueron a vuestra alteza; y porque la provincia y señorío de aquel señor Casu!ci, según tuve relación de ciertos españoles que yo allá envié, era grande y se habían visto muestras de haber en ella muchas riquezas, y por ser tan cercana a esta gran ciudad, después que me rehice de alguna más gente y caballos, envié un capitán con setenta de caballo y doscientos peones bien aderezados de sus armas y artillería, para que viesen toda la dicha provincia y secretos de ella; y si tal fuese, que poblasen en la ciudad principal, Huicicila. Idos, fueron bien recibidos del señor y naturales de la dicha provincia y aposentados en la dicha ciudad, y demás de proveerlos de lo que tenían necesidad para su mantenimiento, les dieron hasta tres mil marcos de plata envuelta en cobre, que sería media plata, y hasta cinco mil pesos de oro, asimismo envuelto con plata, que no se le ha dado ley, y ropa de algodón y otras cosillas de las que ellos tienen; lo cual, sacado el quinto de vuestra majestad, se repartió por los españoles que a ella fueron; y como a ellos no les satisficiese mucho la tierra para poblar, mostraron para ello mala voluntad, y aun movieron algunas cosillas, por donde algunos fueron castigados, y por esto los mandé volver a los que volver se quisieron, y a los demás mandé que fuesen con un capitán a la mar del Sur, adonde yo tenía y tengo poblada una villa que se dice Zacatula, que hay desde la dicha ciudad de Huicicila cien leguas, y allí tengo en astillero cuatro navíos para descubrir por la mar del Sur todo lo que a mí fuere posible, y Dios Nuestro Señor fuere servido. Yendo este dicho capitán y gente a la dicha ciudad de Zacatula, tuvieron noticia de una provincia que se dice Colimán, que está apartada del camino que habían de llevar sobre la mano derecha, que es al poniente, cincuenta leguas; y con la gente que llevaba y con mucha de los amigos de aquella provincia de Mechuacán, fue allá sin mi licencia, y entró algunas jornadas, donde hubo con los naturales algunos reencuentros. Y aunque eran cuarenta de caballo y más de cien peones, ballesteros y rodeleros, los desbarataron y echaron fuera de la tierra, y les mataron tres españoles y mucha gente de los amigos, y se fueron a la dicha ciudad de Zacatula; y sabido por mí, mandé traer preso al capitán, y le castigué su inobediencia.

Porque en la relación que a vuestra cesárea majestad hice de cómo había enviado a Pedro de Alvarado a la provincia de Tututepeque, que es en la mar del Sur, no hubo más que decir de cómo había llegado a ella y tenía presos al señor y a un hijo suyo, y de cierto oro que le presentaron, y de ciertas muestras de oro de minas y perlas que asimismo hubo. Porque hasta aquel tiempo no había más que escribir; sabrá vuestra excelsitud que, en respuesta de estas nuevas que me envió, le mandé que luego en aquella provincia buscase un sitio conveniente y poblase en él, y mandé también que los vecinos de la villa de Segura de la Frontera se pasasen a aquel pueblo, porque ya del que estaba hecho allí no había necesidad, por ser tan cerca de aquí. Y así se hizo, y se llamó el pueblo Segura de la Frontera, como el que antes estaba hecho. Y los naturales de aquella provincia, y de la de Guaxaca, y Coaclán, y Coasclahuaca, y Tachquiaco, y otras allí comarcanas, se repartieron en los vecinos de aquella villa, y los servían y aprovechaban con toda voluntad; y quedó en ella por justicia y capitán, en mi lugar, el dicho Pedro de Alvarado. Y acaeció que, estando yo conquistando la provincia de Pánuco, como adelante a vuestra majestad diré, los alcaldes y regidores de aquella villa le rogaron al dicho Pedro de Alvarado que él los remitiese con su poder, a negociar conmigo ciertas cosas que ellos le encomendaron, lo cual él aceptó; y venidos, los dichos alcaldes y regidores hicieron cierta liga y monipodio, convocando la comunidad, y hicieron alcaldes, y contra la voluntad de otro que allí el dicho Pedro de Alvarado había dejado por capitán, despoblaron la dicha villa y se vinieron a la provincia de Guaxaca, que fue causa de mucho desasosiego y alboroto en aquellas partes.

Y como el que allí quedó por capitán me lo hizo saber, envié a Diego de Ocampo, alcalde mayor, para que hubiese la información de lo que pasaba y castigase los culpados. Sabido por ellos, se ausentaron y anduvieron ausentes algunos días, hasta que yo los prendí; por manera que el dicho alcalde mayor no pudo haber más de alguno de los rebeldes, el cual sentenció a muerte natural, y apeló para ante mí. Y después que yo prendí a los otros, los mandé entregar al dicho alcalde mayor, el cual asimismo procedió contra ellos y los sentenció como al otro, y apelaron también. Ya los pleitos están conclusos para los sentenciar en segunda instancia ante mí, y los he visto. Pienso, aunque fue tan grave su yerro, habiendo respeto al mucho tiempo que ha que están presos, comutarles la pena de la muerte, a que fueron sentenciados, en muerte civil, que es desterrarlos de estas partes y mandarles que no entren en ellas sin licencia de vuestra majestad, so pena que incurran en la de la primera sentencia.

En este medio tiempo murió el señor de la dicha provincia de Tututepeque, y ella y las otras comarcanas se rebelaron, y envié al dicho Pedro de Alvarado con gente y con un hijo del dicho señor que yo tenía en mi poder. Y aunque hubieron algunos reencuentros y mataron algunos españoles, las tomó a rendir al servicio de vuestra majestad, y están ahora pacíficas y sirven a los españoles, en que están depositadas muy pacíficas y seguramente, aunque no se tornó a poblar la villa, por falta de gente y porque al presente no hay de ello necesidad; porque con el castigo pasado quedaron domados de manera que hasta esta ciudad vienen a lo que les mandan.

Luego como se recobró esta ciudad de Temixtitan y lo a ella sujeto, fueron reducidas a la imperial corona de vuestra cesárea majestad dos provincias que están a cuarenta leguas de ella al Norte, que confinan con la provincia de Pánuco, que se llaman Tututepeque y Mezclitán, de tierra asaz fuerte, bien usitada en el ejercicio de las armas, por los contrarios que de todas partes tienen. Viendo lo que con esta gente se había hecho, y como a vuestra alteza ninguna cosa le estorbaba, me enviaron sus mensajeros y se ofrecieron por sus súbditos y vasallos; y yo los recibí en el real nombre de vuestra majestad, y por tales quedaron y estuvieron siempre, hasta después de la venida de Cristóbal de Tapia, que con los bullicios y desasosiegos que en estas otras gentes causó, ellos no sólo dejaron de prestar la obediencia que antes habían ofrecido, mas aun hicieron muchos daños en los comarcanos a su tierra, que eran vasallos de vuestra católica majestad, quemando muchos pueblos y matando mucha gente. Y aunque en aquella coyuntura yo no tenía mucha sobra de gente, por la tener en tantas partes dividida, viendo que dejar de proveer en esto era gran daño, temiendo que aquellas gentes que confinaban con aquellas provincias no se juntasen con aquellos por temor al daño que recibían, y aun porque yo no estaba satisfecho de su voluntad, envié un capitán con treinta de caballo y cien peones, ballesteros y escopeteros y rodeleros, y con mucha gente de los amigos, los cuales fueron y hubieron con ellos ciertos reencuentros, en que les mataron alguna gente de nuestros amigos y dos españoles. Plugo a nuestro Señor que ellos de su voluntad volvieron de paz y me trajeron los señores, a los cuales yo perdoné por haberse ellos venido sin haberlos prendido.

Después, estando yo en la provincia de Pánuco, los naturales de estas partes echaron fama que yo me iba a Castilla, que causó harto alboroto; y una de estas dos provincias, que se díce Tututepeque, se tornó a rebelar, y bajó de su tierra el señor con mucha gente, y quemó más de veinte pueblos de los de nuestros amigos, y mató y prendió mucha gente de ellos; y por esto, viniéndome yo de camino de aquella provincia de Pánuco, los tomé a conquistar. Y aunque a la entrada mataron alguna gente de nuestros amigos que quedaba rezagada, y por las sierras reventaron diez o doce caballos, por el aspereza de ellas, se conquistó toda la provincia, y fue preso el señor y un hermano suyo muchacho, y otro capitán general suyo que tenía la una frontera de la tierra; y el cual dicho señor y su capitán fueron luego ahorcados, y todos los que se prendieron en la guerra hechos esclavos, que serán hasta doscientas personas; los cuales se herraron y vendieron en almonedas, y pagado el quinto que de ello perteneció a vuestra majestad, lo demás se repartió entre los que se hallaron en la guerra; aunque no hubo para pagar el tercio de los caballos que murieron, porque, por ser la tierra pobre, no se hubo otro despojo. La demás gente que en la dicha provincia quedó, vino de paz y lo está, y por señor de ella aquel muchacho hermano del señor que murió; aunque al presente no sirve ni aprovecha de nada, por ser, como es, la tierra pobre, como dije, mas de tener seguridad de ella que no nos alborote los que sirven; y aun para más seguridad, he puesto en ella algunos naturales de los de esta tierra.

A esta sazón, invictísimo César, llegó al puerto y villa del Espíritu Santo, de que ya en los capítulos antes de éste he hecho mención, un bergantinejo harto pequeño, que venía de Cuba, y en él un Juan Bono de Quejo, que con el armada que Pánfilo de Narváez trajo, había venido a esta tierra por maestre de un navío de los que en la dicha armada vinieron; y según pareció por despachos que traía, venía por mandado de don Juan de Fonseca, obispo de Burgos, creyendo que Cristóbal de Tapia, que él había rodeado que viniese por gobernador a esta tierra, estaba en ella; y para que si en su recibimiento hubiese contradición, como él temía por la notoria razón que a temerlo le incitaba; y envióle por la isla de Cuba para que lo comunicase con Diego Velázquez, como lo hizo, y él le dio el bergantín en que pasase. Traía el dicho Juan Bono hasta cien cartas de un mismo tenor, firmadas del dicho Obispo, y aun creo que en blanco, para que diese a las personas que acá estaban, que al dicho Juan Bono le pareciese, diciéndoles que servirían mucho a vuestra cesárea majestad en que el dicho Tapia fuese recibido, y que por ello les prometía muy crecidas mercedes; y que supiesen que en mi compañía estaban contra la voluntad de vuestra excelencia y otras muchas cosas harto incitadoras a bullicio y desasosiego. Y a mí me escribió otra carta diciéndome lo mismo, y que si yo obedeciese al dicho Tapia, que él haría con vuestra alteza que me hiciese señaladas mercedes; donde no, que tuviese por cierto que me había de ser mortal enemigo. y la venida de este Juan Bono, y las cartas que trajo, pusieron tanta alteración en la gente de mi compañía, que certifico a vuestra majestad que si yo no los asegurara diciendo la causa porque el obispo aquello les escribía, y que no temiesen sus amenazas, Y que el mayor servicio que vuestra católica majestad recibiría, y por donde más mercedes les mandaría hacer, era por no consentir que el obispo ni cosa suya se entrometiese en estas partes, porque era con intención de esconder la verdad de ellas a vuestra alteza y pedir mercedes en ellas sin que vuestra majestad supiese lo que le daba, que hubiera harto que hacer en los apaciguar. En especial que fui informado, aunque lo disimulé por el tiempo, que algunos habían puesto en plática que, pues en pago de sus servicios se les ponían temores, que era bien, pues había comunidad en Castilla, que la hiciesen acá, hasta que vuestra majestad fuese informado de la verdad, pues el obispo tenía tanta mano en esta negociación, que hacía que sus relaciones no viniesen a noticia de vuestra alteza, y que tenía los oficios de la casa de la contratación de Sevilla de su mano, y que allí eran maltratados sus mensajeros y tomadas sus relaciones y cartas y sus dineros, y se les defendía que no les viniese socorro de gente ni armas ni bastimentos.

Pero con hacerles yo saber lo que arriba digo, y que vuestra majestad de ninguna cosa era sabedor, y que tuviesen por cierto que, sabido por vuestra alteza, serían gratificados sus servicios y hechos por ellos aquellas mercedes que los buenos y leales vasallos que a su rey y señor sirven como ellos han servido merecen, se aseguraron, y con la merced que vuestra excelsitud tuvo por bien de me mandar hacer con sus reales provisiones, han estado y están tan contentos, y sirven con tanta voluntad, cual el fruto de sus servicios da testimonio; y por ellos merecen que vuestra alteza les mandase hacer mercedes, pues tan bien lo han servido y sirVen y tienen voluntad de servir. Y yo por mi parte muy humildemente a vuestra majestad lo suplico, porque no en menos merced yo recibiré la que a cualquiera de ellos mandare hacer que si a mí se hiciese, pues yo sin ellos no podría haber servido a vuestra alteza como lo he hecho. En especial suplico a vuestra alteza muy humildemente les mande escribir, teniéndoles en servicio los trabajos que en su servicio han puesto, y ofreciéndoles por ello mercedes; porque, demás de pagar deuda que en esto vuestra majestad debe, es animarlos para que de aquí adelante con muy mejor voluntad lo hagan.

Por una cédula que vuestra cesárea majestad, a pedimento de Juan de Ribera, mandó proveer en lo que tocaba al adelantado Francisco de Garay, parece que vuestra alteza fue informado cómo yo estaba para ir o enviar al río de Pánuco a lo pacificar, a causa que en aquel río se decía haber buen puerto, y porque en él habían muerto muchos españoles, así de los de un capitán que a él envió el dicho Francisco de Garay, como de otra nao que después con mal tiempo dio en aquella costa, que no dejaron alguno vivo. Porque algunos de los naturales de aquellas partes habían venido a mí a disculparse de aquellas muertes, diciéndome que ellos lo habían hecho porque supieron que no eran de mi compañía y porque habían sido de ellos maltratados; y que si yo quisiese allí enviar gente de mi compañía, que ellos los tendrían en mucho y los servirían en todo lo que ellos pudiesen, y que me agradecerían mucho en que los enviase, porque temían que aquella gente con quien ellos habían peleado volverían sobre ellos a se vengar, como porque tenían ciertos comarcanos sus enemigos de quien recibían daño, y que con los españoles que yo les diese se favorecerían.

Y porque cuando éstos vinieron yo tenía falta de gente, no pude cumplir lo que me pedían, pero prometíles que lo haría lo más brevemente que yo pudiese. Y con esto se fueron contentos, quedando ofrecidos por vasallos de vuestra majestad diez o doce pueblos de los más comarcanos a la raya de los súbditos a esta ciudad. Y desde a pocos días tornaron a venir, ahincándome mucho que, pues que yo enviaba españoles a poblar a muchas partes, enviase a poblar allí con ellos, porque recibían mucho daño de aquellos sus contrarios y de los del mismo río que están a la costa de la mar; que aunque eran todos unos, por haberse venido a mí les hacían mal tratamiento. Y por cumplir con éstos, y por poblar aquella tierra, y también porque ya tenía alguna más gente, señalé un capitán con ciertos compañeros para que fuesen al dicho río; Y estando para se partir supe, de un navío que vino de la isla de Cuba, cómo el almirante don Diego Colón y los adelantados Diego Velázquez y Francisco de Garay quedaban juntos en la dicha isla, y muy confederados para entrar por allí como mis enemigos y hacerme todo el daño que pudiesen; y porque su mala voluntad no hubiese efecto, y por excusar que con su venida no se ofreciese semejante alboroto y desconcierto como el que se ofreció con la venida de Narváez, determinéme, dejando en esta ciudad el mejor recado que yo pude, de ir yo por mi persona, porque si allí ellos o algunOS de ellos viniesen, se encontrasen conmigo antes que con otro, porque podría yo mejor excusar el daño. Y así me partí con ciento Y veinte de caballo, y con trescientos peones y alguna artillería, y hasta cuarenta mil hombres de guerra de los naturales de esta ciudad y sus comarcas.

Y llegado a la raya de su tierra, bien veinte y cinco leguas antes de llegar al puerto, en una gran población que se dice Aintuscotaclán, me salieron al camino mucha gente de guerra, y peleamos con ellos, y así por tener yo tanta gente de los amigos como ellos venían, como por ser el lugar llano y aparejado para los caballos, no duró mucho la batalla, aunque me hirieron algunos caballos y españoles y murieron algunos de nuestros amigos, fue suya la peor parte, porque fueron muertos muchos de ellos y desbaratados.

Allí en aquel pueblo me estuve dos o tres días, así por curar los heridos como porque vinieron allí a mí los que acá se me habían venido a ofrecer por vasallos de vuestra alteza. Y desde allí me siguieron hasta llegar al puerto, y desde allí adelante sirviendo en todo lo que podían. Yo fui por mís jornadas hasta llegar al puerto, y en ninguna parte tuve reencuentros con ellos; antes los del camino por donde yo iba salieron a pedir perdón de su yerro y a ofrecerse al real servicio de vuestra alteza. Llegado al dicho puerto y río, me aposenté en un pueblo, cinco leguas de la mar, que se dice Chila, que estaba despoblado y quemado, porque allí fue donde desbarataron al capitán y gente de Francisco de Garay, y de allí envié mensajeros de la otra parte del río y por aquellas lagunas que todas están pobladas de grandes pueblos de gente, a les decir que no temiesen que por lo pasado yo les haría ningún daño; que bien sabía que por el mal tratamiento que habían recibido de aquella gente se habían alzado contra ellos, y que no tenían culpa. Y nunca quisieron venir, antes maltrataron los mensajeros, y aun mataron algunos de ellos; y porque de la otra parte del río estaba el agua dulce de donde nos bastecíamos, poníanse allí y salteaban a los que iban por ella.

Estuve así más de quince días, creyendo podría atraerlos por bien, que viendo que los que venido habían eran bien tratados, y ellos asimismo lo harían; mas tenían tanta confianza en la fortaleza de aquellas lagunas donde estaban, que nunca quisieron. Viendo que por bien ninguna cosa me aprovechaba, comencé a buscar remedio, y con unas canoas que al principio allí habíamos habido se tomaron més, y con ellas una noche comencé a pasar ciertos caballos de la otra parte del río, y gente, y cuando amaneció ya había copia de gente y caballos de la otra parte sin ser sentidos, y yo pasé dejando en mi real buen recaudo; y como nos sintieron de la otra parte, vino mucha copia de gente, y dieron tan reciamente sobre nosotros, que después que yo estoy en estas partes no he visto acometer en el campo tan denodadamente como aquellos nos acometieron, y matáronnos dos caballos, e hirieron más de otros diez caballos tan malamente, que no pudieron ir. En aquella jornada, y con ayuda de Nuestro Señor, ellos fueron desbaratados, y se siguió el alcance cerca de una legua, donde murieron muchos de ellos; y con hasta treinta de caballo que me quedaron y con cien peones seguí todavía mi camino, y aquel día dormí en un pueblo, tres leguas del real, que hallé despoblado, y en las mezquitas de este pueblo se hallaron muchas cosas de los españoles que mataron, de los de Francisco de Garay.

Otro día comencé a caminar por la costa de una laguna adelante, por buscar paso para pasar a la otra parte de ella, porque parecía gente y pueblos. Y anduve todo el día sin se hallar cabo ni por dónde pasar, y ya que era hora de vísperas vimos a vista un pueblo muy hermoso y tomamos el camino para allá, que todavía era por la costa de aquella laguna; y llegados cerca, era ya tarde y no parecía en él gente, y para más asegurar, mandé diez de caballo que entrasen en el pueblo por el camino derecho, y yo con otros diez tomé la falda de él hacia la laguna, porque los otros diez traían a retaguardia y no eran llegados. Y en entrando por el pueblo pareció mucha cantidad de gente que estaban escondidos en celada dentro de las casas para tomarnos descuidados. Y pelearon tan reciamente, que nos mataron un caballo e hirieron casi todos los otros y muchos de los españoles. Y tuvieron tanto tesón en pelear y duró gran rato, y fueron rotos tres o cuatro veces, y tantas se tornaban a rehacer; y hechos una muela, hincaban las rodillas en el suelo, y sin hablar y dar grita, como lo suelen hacer los otros, nos esperaban, y ninguna vez entrábamos por ellos que no empleasen muchas flechas; y tantas, que si no fuéramos bien armados se aprovecharan harto de nosotros, y aun creo no escapara ninguno. Y quiso Nuestro Señor que a un río que pasaba junto y entraba en aquella laguna que yo había seguido todo el día, algunos de los que más cercanos estaban a él se comenzaron a echar al agua, y tras aquellos comenzaron a huir los otros al mismo río, y así se desbarataron, aunque no huyeron más de hasta pasar el río; y ellos de la una parte y nosotros de la otra nos estuvimos hasta que cerró la noche, porque, por ser muy hondo el río, no podíamos pasar a ellos, y aun también no nos pesó cuando ellos le pasaron. Y así, nos volvimos al pueblo, que estaría un tiro de honda del río, y allí, con la mejor guarda que pudimos, estuvimos aquella noche, y comimos el caballo que nos mataron, porque no había otro bastimento.

Otro día siguiente salimos por un camino, porque ya no parecía gente de la del día pasado, y por él fuimos a dar en tres o cuatro pueblos, donde no se halló gente ninguna ni otra cosa, si no eran algunas bodegas del vino que ellos hacen, donde hallamos asaz tinajas de ello. Aquel día pasamos sin topar gente ninguna, y dormimos en el campo, porque hallamos unos maizales donde la gente y los caballos tuvieron algún refresco. Y de esta manera anduve dos o tres días sin hallar gente ninguna, aunque pasamos muchos pueblos, y porque la necesidad del bastimento nos aquejaba, que en todo este tiempo, entre todos no hubo cincuenta libras de pan, nos volvimos al real, y hallé la gente que en él había dejado, muy buena y sin haber habido reencuentro ninguno. Y luego, porque me pareció que toda la gente quedaba de aquella parte de aquella laguna que yo no había podido pasar, hice una noche echar gente y caballos con las canoas de aquella parte, y que fuese gente de ballesteros y escopeteros por la laguna arriba, y la otra gente por la tierra. Y de esta manera dieron sobre un gran pueblo donde como los tomaron descuidados, mataron mucha gente; y de aquel salto cobraron tanto temor, de ver que estando cercado de agua los habían salteado sin sentirlo, que luego comenzaron a venir de paz. Y en casi veinte días vino toda la tierra de paz y se ofrecieron por vasallos de vuestra majestad.

Ya que la tierra estaba pacífica, envié por todas las partes de ella personas que la visitasen y me trajesen relación de los pueblos y gente; y traída, busqué el mejor asiento que por allí me pareció, y fundé en él una villa, a que puse nombre Santisteban del Puerto; y a los que allí quisieron quedar por vecinos les deposité en nombre de vuestra majestad aquellos pueblos, con que se sostuviesen. Y hechos alcaldes y regidores, y dejando allí un mi lugarteniente de capitán, quedaron en la dicha villa de los vecinos treinta de caballo y cien peones, y dejéles un barco y un chinchorro, que me habían traído de la Villa de la Vera Cruz, para bastimento. Y asimismo me envió de la dicha villa un criado mío que allí estaba, un navío cargado de bastimentos de carne y pan, y vino y aceite, y vinagre y otras cosas, el cual se perdió con todo, y aun dejó en una isleta en la mar, que está cinco leguas de la tierra, tres hombres, por los cuales yo envié después en un barco, y los hallaron vivos, y manteníanse de muchos lobos marinos que hay en la isleta y de una fruta que decían era como higos. Certifico a vuestra majestad que esta ida me costó a mí solo más de treinta mil pesos de oro, como podrá vuestra majestad mandar ver, si fuere servido, por las cuentas de ello; y a los que conmigo fueron, otros tantos de costas de caballos y bastimentos y armas y herraje, porque a la sazón lo pesaban a oro o dos veces a plata; mas por verse vuestra majestad servido en aquel camino tanto, todos lo tuvimos por bien, aunque más gasto se nos ofreciera, porque, demás de quedar aquellos indios debajo del imperial yugo de vuestra majestad, hizo mucho fruto nuestra ida, porque luego aportó allí un navío con mucha gente y bastimentos, y dieron allí en tierra, que no pudieron hacer otra cosa; y si la tierra no estuviera de paz, no escapara ninguno, como los del otro que antes habían muerto, y hallamos las caras propias de los españoles desolladas en sus oratorias, digo los cueros de ellas, curados en tal manera que muchos de ellos se conocieron. Aun cuando el adelantado Francisco de Garay llegó a la dicha tierra, como adelante a vuestra cesárea majestad haré relación, no quedara él ni ninguno de los que con él venían, a vida, porque con mal tiempo fueron a dar treinta leguas abajo del dicho río de Pánuco, y perdieron algunos navíos, y salieron todos a tierra muy destrozados, si la gente no hallaran en paz, que los trajeron a cuestas y los sirvieron hasta ponerlos en el pueblo de los españoles, que sin otra guerra se murieran todos. Así que no fue poco bien estar aquella tierra de paz.

En los capítulos antes de éste, excelentlsimo prfncipe, dije cómo viniendo de camino, después de haber pacificado la provincia de Pánuco, se conquistó la provincia de Tututepeque, que estaba rebelada, y todo lo que en ella se hizo; porque tenía nueva que una provincia que está cerca de la mar del Sur, que se llama Impilcingo, que es de la cualidad de esta de Tututepeque en fortaleza de sierras y aspereza de la tierra, y de gente no menos belicosa, los naturales de ella hacían mucho daño en los vasallos de vuestra cesárea majestad que confinan con su tierra, y de ellos se me habían venido a quejar y pedir socorro, aunque la gente que conmigo venia no estaba muy descansada, porque hay de una mar a otra doscientas leguas por aquel camino. Junté luego veinte y cinco de caballo y setenta u ochenta peones, y con un capitán los mandé ir a la dicha provincia; y en la instrucción que llevaba le mandé que trabajase de los atraer al real servicio de vuestra alteza por bien, y si no quisiesen, les hiciese la guerra. El cual fue y hubo con ellos ciertos reencuentros, y por ser la tierra tan áspera no pudo dejarla del todo conquistada; y porque yo le mandé en la dicha su instrucción que hecho aquello que se fuese a la ciudad de Zacatula, y con la gente que llevaba, y con la que más de allí pudiese sacar, fuese a la provincia de Colimán, donde en los capítulos pasados dije que habían desbaratado aquel capitán y gente que iba de la provincia de Mechuacán para la dicha ciudad, y que trabajase de los atraer por bien, y si no, les conquistase.

Él se fue, y de la gente que llevaba y de la que allá tomó juntó cincuenta de caballo y ciento cincuenta peones, y se fue a la dicha provincia, que está de la ciudad de Zacatula, costa del mar del Sur abajo, sesenta leguas, y por el camino pacificó algunos pueblos que no estaban pacificas, y llegó a la dicha provincia.

Y en la parte que al otro capitán habían desbaratado halló mucha gente de guerra que le estaba esperando, creyendo haberse con él como con el otro, y así rompieron los unos y los otros; y plugo a Nuestro Señor que la victoria fue por los nuestros, sin morir ninguno de ellos, aunque a muchos y a los caballos hirieron; y los enemigos pagaron bien el daño que habían hecho. Y fue tan bueno este castigo, que sin más guerra se dio luego toda la tierra de paz, y no solamente esta provincia, mas aun otras muchas cercanas a ella vinieron a se ofrecer por vasallos de vuestra cesárea majestad, que fueron Alimán, Colimonte y Ceguatán; y de allí me escribió todo lo que le había sucedido, y le envié a mandar que buscase un asiento que fuese bueno y en él se fundase una villa, y que le pusiese nombre Colimán, como la dicha provincia, y le envié nombramiento de alcaldes y regidores para ella.

Y le mandé que hiciese la visitación de los pueblos y gentes de aquellas provincias y me la trajese con toda la más relación y secretos de la tierra que pudiese saber; el cual vino y la trajo, y cierta muestra de perlas que halló; y yo repartí en nombre de vuestra majestad los pueblos de aquellas provincias a los vecinos que allá quedaron, que fueron veinte y cinco de caballo y ciento y veinte peones. Y entre la relación que de aquellas provincias hizo, trajo nueva de un muy buen puerto que en aquella costa se había hallado, de que holgué mucho, porque hay pocos; y asimismo me trajo relación de los señores de la provincia de Ciguatán, que se afirman mucho haber una isla toda poblada de mujeres, sin varón ninguno, y que en ciertos tiempos van de la tierra firme hombres, con los cuales han acceso, y las que quedan preñadas, si paren mujeres las guardan, y si hombres los echan de su compañía; y que esta isla está diez jornadas de esta provincia, y que muchos de ellos han ido allá y la han visto. Dícenme asimismo que es muy rica de perlas y oro. Yo trabajaré, en teniendo aparejo, de saber la verdad y hacer de ello larga relación a vuestra majestad.

Viniendo de la provincia de Pánuco, en una ciudad que se dice Tuzapan, llegaron dos hombres españoles que yo había enviado con algunas personas de los naturales de la ciudad de Temixtitan y con otros de la provincia de Soconusco, que es en la mar del Sur la costa arriba, hacia donde Pedrarias Dávila, gobernador de vuestra alteza, doscientas leguas de esta gran ciudad de Temixtitan, a unas ciudades de que muchos días había que yo tengo noticia, que se llaman Uclaclán y Guatemala, y están de esta provincia de Soconusco otras sesenta leguas, con los cuales dichos españoles vinieron hasta cien personas de los naturales de aquellas ciudades, por mandado de los señores de ellas, ofreciéndose por vasallos y súbditos de vuestra cesárea majestad, y yo los recibí en su real nombre y les certifiqué que queriendo ellos y haciendo lo que allí ofrecian, serían de mí y de los de mi compañía, en el real nombre de vuestra alteza, muy bien tratados y favorecidos, y les di, así a ellos como para que llevasen a sus señores, algunas cosas de las que yo tenía, y ellos en algo estiman, y torné a enviar con ellos otros dos españoles para que los proveyesen de las cosas necesarias por los caminos.

Después acá he sido informado de ciertos españoles que yo tengo en la provincia de Soconusco, cómo aquestas ciudades con sus provincias, y otra que se dice de Chiapa, que está cerca de ellas, no tienen aquella voluntad que primero mostraron y ofrecieron; antes dizque hacen daño en aquellos pueblos de Soconusco, porque son nuestros amigos, y por otra parte me escriben los cristianos que envían allí siempre mensajeros, y que se disculpan que ellos no lo hacen, sino otros. Y para saber la verdad de esto yo tenia a Pedro de Alvarado despachado con ochenta y tantos de caballo y doscientos peones, en que iban muchos ballesteros y escopeteros y cuatro tiros de artillerla con mucha munición y pólvora. Y asimismo tenía hecha cierta armada de navíos, de que enviaba por capitán un Cristóbal de Olid, que pasó en mi compañía, para le enviar por la costa del Norte a poblar la punta o cabo de Hibueras, que está sesenta leguas de la bahía de la Ascensión, que es a barlovento de lo que llaman Yucatán, la costa arriba de la tierra firme, hacia el Darién; así porque tengo mucha información que aquella tierra es muy rica, como porque hay opinión de muchos pilotos que por aquella bahía sale estrecho a la otra mar, que es la cosa que yo en este mundo más deseo topar, por el gran servicio que se me representa que de ello vuestra cesárea majestad recibiría.

Y estando estos dos capitanes a punto con todo lo necesario al camino, de cada uno vino un mensajero de Santisteban del Puerto, que yo poblé en el río de Pánuco, por el cual los alcaldes de ella me hacían saber cómo el adelantado Francisco de Garay había llegado al dicho río con ciento y veinte de caballo y cuatrocientos peones y mucha artillería, que se intitulaba de gobernador de aquella tierra, y que así se lo hacía decir a los naturales de aquella tierra con una lengua que consigo traía, y que les decía que los vengaría de los daños que en la guerra pasada de mí habían recibido, y que fuesen con él para echar de allí aquellos españoles que yo allí tenía y a los que más yo enviase, y que los ayudaría a ello, y otras muchas cosas de escándalo; y que los naturales estaban algo alborotados. Y para más certificarme a mí de la sospecha que yo tenía de la confederación suya con el almirante y con Diego Velázquez, desde a pocos días llegó al dicho río una carabela de la isla de Cuba, y en ella venían ciertos amigos y criados de Diego Velázquez y un criado del obispo de Burgos, que dizque venía proveído de factor de Yucatán, y toda la más compañía eran criados y parientes de Diego Velazquez y criados del almirante. Sabida por mí esta nueva, aunque estaba manco de un brazo de una caída de un caballo, y en la cama, me determiné de ir allá a me ver con él, para excusar aquel alboroto, y luego envié delante al dicho Pedro de Alvarado con toda la gente que tenía hecha para su camino, y yo me había de partir dende a dos días. Y ya que mi cama y todo era ido camino, y estaba diez leguas de esta ciudad, donde yo había de ir otro día a dormir, llegó un mensajero de la Villa de la Vera Cruz casi medianoche, y me trajo cartas de un navío que era llegado de España, y con ellas una cédula firmada del real nombre de vuestra majestad, y por ella mandaba al dicho adelantado Francisco de Garay que no se entrometiese en el dicho río ni en ninguna cosa que yo tuviese poblado, porque vuestra majestad era servido que yo lo tuviese en su real nombre; por lo cual cien mil veces los reales pies de vuestra cesárea majestad beso.

Con la venida de esta cédula cesó mi camino, que no fue poco provechoso a mi salud, porque había sesenta días que no dormía y estaba con mucho trabajo, a partirme a aquella sazón no había de mi vida mucha seguridad; mas posponíalo todo, y tenía por mejor morir en esta jornada que por guardar mi vida ser causa de muchos escándalos y alborotos y otras muertes, que estaban muy notorias. Despaché luego a Diego de Ocampo, alcalde mayor, con la dicha cédula para que siguiese a Pedro de Alvarado, y yo le di una carta para él, mandándole que en ninguna manera se acercase adonde la gente del adelantado estaba, porque no se revolviese; y mandé al dicho alcalde mayor que notificase aquella cédula al adelantado, y que luego me respondiese lo que decía; el cual se partió a la más prisa que pudo, y llegó a la provincia de los Guatescas, adonde había estado Pedro de Alvarado, el cual se había ya entrado la provincia adentro. Como supo que iba el alcalde mayor y yo me quedaba, le hizo saber luego cómo el dicho Pedro de Alvarado había sabido que un capitán de Francisco de Garay, que se llama Gonzalo Dovalle, que andaba con veinte y dos de caballo haciendo daño por algunos pueblos de aquella provincia y alterando la gente de ella, y que había sido avisado el dicho Pedro de Alvarado cómo el dicho capitán Gonzalo Dovalle tenía puestas ciertas atalayas en el camino por donde él había de pasar. De lo cual se alteró el dicho Alvarado, creyendo que le quería ofender el dicho Gonzalo Dovalle, y por esto llevó concertada toda su gente, hasta que llegó a un pueblo que se dice el de las Lajas, adonde halló al dicho Gonzalo Dovalle con su gente. Y allí llegado, procuró de hablar con el dicho capitán Gonzalo Dovalle, y le dijo lo que había sabido y le habían dicho que andaba haciendo, y que se maravillaba de él, porque la intención del gobernador y sus capitanes no era ni había sido de los ofender ni hacer daño alguno; antes había mandado que los favoreciesen y proveyesen de todo lo necesario; y que pues aquello así pasaba, que para que ellos estuviesen seguros que no hubiese escándalo ni daño entre la gente de una parte ni otra, que le pedía por merced no tuviese a mal que las armas y caballos de aquella gente que consigo traía estuviesen depositadas hasta tanto que se diese asiento en aquellas cosas. Y el dicho Gonzalo Dovalle se disculpaba diciendo que no pasaba así como le habían informado, pero que él tenía por bien de hacer lo que le rogaba; y así, estuvieron juntos los unos y los otros comiendo y holgando, los dichos capitanes y toda la más gente, sin que entre ellos hubiese enojo ni cuestión ninguna.

Luego que esto supo el alcalde mayor, proveyó con un secretario mío que consigo llevaba, que se llama Francisco de Orduña, fuese donde estaban los capitanes Pedro de Alvarado y Gonzalo Dovalle, y llevó mandamiento para que se alzase el dicho depósito y les volviese sus armas y caballos a cada uno, y los hiciese saber que la intención mía era de los favorecer y ayudar en todo lo que tuviesen necesidad, no se desconcertando ellos en escandalizarnos la tierra; y envió asimismo otro mandamiento al dicho Alvarado para que los favoreciese y no se entrometiese en tocar en cosa alguna de ellos, y en los enojar; el cual lo cumplió así.

En este mismo tiempo, muy poderoso Señor, acaeció que estando las naos del dicho adelantado dentro de la mar a boca del río Pánuco, como en ofensa de todos los vecinos de la villa de Santisteban, que yo allí había fundado, puede haber tres leguas el río arriba donde suelen surgir todos los navíos que al dicho puerto arriban, a cuya causa Pedro de Vallejo, teniente mío en la dicha villa, por asegurarla del peligro que esperaba con la alteración de los dichos navíos, hizo ciertos requerimientos a los capitanes y maestres de ellos para que subiesen al puerto y surgiesen en él de paz, sin que la tierra recibiese ningún agravio ni alteración, requiriéndoles asimismo que si algunas provisiones tenían de vuestra majestad para poblar o entrar en dicha tierra, o en cualesquiera manera que fuese, las mostrasen, con protestación, que, mostradas, se cumplirían en todo, según que por las dichas provisiones vuestra majestad lo enviase a mandar. Al cual requerimiento los capitanes y maestres respondieron en cierta forma, en que en efecto concluían que no querían hacer cosa alguna de lo por el teniente mandado y requerido; cuya causa el teniente dio otro segundo mandamiento, dirigido a los dichos capitanes y maestres, con cierta pena, para que todavía se hiciese lo mandado y requerido por el primer requerimiento; al cual mandamiento tornaron a responder lo que respondido tenían.

Y fue así, que viendo los maestres y capitanes de cómo de su estada con los navíos en la boca del río por espacio de dos meses y más tiempo, y que de su estada resultaba escándalo, asi entre los españoles que allí residían como entre los naturales de aquella provincia, un Castromocho, maestre de uno de los dichos navíos, y Martín de San Juan, guipuzcoano, maestre asimismo de otro navío, secretamente enviaron al dicho teniente sus mensajeros, haciéndole saber que ellos querían paz y estar obedientes a los mandamientos de la justicia; que le requerían que fuese el dicho teniente a los dichos dos navíos, y que le recibirían y cumplirían todo lo que les mandase, añadiendo que tenían forma para que los otros navíos que restaban asimismo se le entregarían de paz y cumplirían sus mandamientos.

A cuya causa el teniente se determinó de ir con sólo cinco hombres a los dichos navíos, y llegando a ellos, fue recibido por los dichos maestres; y de allí envió al capitán Juan de Grijalva, que era general de aquella armada, que estaba y residía en la nao capitana a la sazón, para que él cumpliese en todos los requerimientos y mandamientos pasados del dicho teniente, que le había antes mandado notificar; y que el dicho capitán no solamente no quiso obedecer, pero mandó a las naos que estaban presentes se juntasen con la suya en que estaba, y todas juntas, excepto las dos de que arriba se hace mención. Y así juntas al contorno de su nao capitana, mandó a los capitanes de ellas tirasen con la artillería que tenían a los dos navíos hasta los echar a fondo. Y siendo este mandamiento público, y tal que todos lo oyeron, el dicho teniente, en su defensa, mandó aprestar la artillería de los dos navíos que le habían obedecido. En este tiempo las naos que estaban alrededor de la capitana, y maestres y capitanes de ellas, no quisieron obedecer a lo mandado por el dicho Juan de Grijalva, y entre tanto el dicho capitán Grijalva envió un escribano, que se llama Vicente López, para que hablase al dicho teniente. Y habiendo explicado su mensaje, el teniente le respondió justificando esta dicha causa, y que su venida era allí solamente por bien de paz, y por evitar escándalos y otros bullicios que se seguían de estar los dichos navios fuera del dicho puerto, adonde acostumbraban a surgir, y como corsarios que estaban en lugar sospechoso para hacer algún salto en tierra de su majestad, que sonaba muy mal, con otras razones que acudían a este propósito; las cuales obraron tanto, que el dicho Vicente López, escribano, se volvió con la respuesta al capitán Grijalva y le informó de todo lo que había oído al teniente, atrayendo al dicho capitán para que le obedeciese, pues estaba claro que el dicho teniente era justicia en aquella provincia por vuestra majestad, y el dicho capitán Grijalva sabía que hasta entonces por parte del adelantado Francisco de Garay ni por la suya, se habían presentado provisiones reales algunas a que el dicho teniente con los otros vecinos de la villa de Santisteban hubiesen de obedecer, y que era cosa muy fea estar de la manera que estaban con los navíos, como corsarios, en tierra de vuestra majestad cesárea. Así, movido por estas razones, el capitán Grijalva, con los maestres y capitanes de los otros navíos, obedecieron al teniente, y se subieron el río arriba donde suelen surgir los otros navíos, y así, llegados al puerto, por la desobediencia que el dicho Juan de Grijalva había mostrado a los mandamientos del dicho teniente, le mandó prender, y sabida esta prisión por el mi alcaide mayor, luego otro día dio su mandamiento para que el dicho Juan de Grijalva fuese suelto y favorecido con todos los demás que venían en los dichos navíos, sin que tocase en cosa alguna de ellos; y así se hizo y se cumplió.

Asimismo escribió el dicho alcalde mayor a Francisco de Garay, que estaba en otro puerto diez o doce leguas de allí, haciéndole saber cómo yo no podía ir a me ver con él, y que le enviaba a él con poder mío, para que entre ellos se diese asiento en lo que se había de hacer, y en ver las provisiones de la una parte y de la otra y dar conclusión en lo que más servicio fuese de vuestra majestad; y después que el dicho Francisco de Garay vio la carta del dicho alcalde mayor, se vino adonde el alcalde mayor estaba, adonde fue muy bien recibido, y proveído él y toda su gente de lo necesario. Y así, juntos entrambos, después de haber platicado, y vistas las provisiones, se acordó. Después de haber visto la cédula de que vuestra majestad me había hecho merced, el dicho adelantado, después de ser requerido con ella por el alcalde mayor, la obedeció y dijo que estaba presto de la cumplir. Y en cumplimiento de ella, que se quería recoger a sus navíos con su gente para ir a poblar a otra tierra fuera de la contenida en la cédula de vuestra majestad; y que pues mi voluntad era de favorecerle, que le rogaba al dicho alcalde mayor que le hiciese recoger toda su gente, porque muchos de los que consigo traía se le querían quedar y otros se le habían ausentado, y le hiciese proveer de bastimentos, de que tenía necesidad, para los dichos navíos y gente. Y luego el dicho alcalde mayor lo proveyó todo como él lo pidió, y se apregonó luego en el dicho puerto, adonde estaba la más gente de la una parte y de la otra, que todas las personas que habían venido en el armada del adelantado Francisco de Garay lo siguiesen y se juntasen con él, so pena que el que así no lo hiciese, si fuese hombre de caballo que perdiese las armas y caballo, y su persona se le entregase al dicho adelantado presa, y al peón se le diesen cien azotes, y asimismo se lo entregasen.

Asimismo pidió el dicho adelantado al dicho alcalde mayor que, porque algunos de los suyos habían vendido armas y caballos en el puerto de Santisteban y en el puerto donde estaban, y en otras partes de aquella comarca, que se los hiciese volver, porque sin las dichas armas y caballos no se podría servir de su gente. Y el alcalde mayor preveyó de saber por todas las partes donde estuviesen caballos o armas de la dicha gente, y a todos los hizo tomar las armas y caballos que habían comprado, y volverlas todas al dicho adelantado.

Asimismo hizo poner el dicho alcalde mayor alguaciles por los caminos y prender todos cuantos se iban huyendo, y se los entregó presos, y le entregaron muchos que así tomaron. Asimismo envió al alguacil mayor a la villa de Santisteban, que es el puerto, y a un secretario mío con el dicho alguacil mayor, para que en la dicha villa y puerto hiciesen las mismas diligencias y diesen los mismos pregones y recogiesen la gente que se le ausentaba, y se le entregase y recogiese todo el bastimento que pudiesen, y proveyesen las naos del dicho adelantado, y dio mandamiento para que también tomasen las armas y caballos que hubiesen vendido, y se las diesen al dicho adelantado. Todo lo cual se hizo con mucha diligencia, y el dicho adelantado se partió al puerto para se ir a embarcar, y el alcalde mayor se quedó con su gente por no poner más en necesidad el puerto de la en que estaba y porque mejor se pudiesen proveer, y estuvo allí seis o siete días para saber cómo se cumplía todo lo que yo había mandado y lo que él había proveído.

Y porque había falta de bastimentos, el dicho alcalde mayor escribió al adelantado si mandaba alguna cosa, porque él se volvía a la ciudad de México donde yo resido; y el adelantado le hizo luego mensajero, con el cual le hacía saber cómo él no hallaba aparejo para se ir, por no haber hallado sus navíos perdidos, que se le habían perdido seis navíos, y los restantes no estaban para navegar en ellos, y que él quedaba haciendo una información para que a mí me constase lo susodicho, como él no tenía aparejo para poder salir de la tierra; y que asimismo me hacía saber que su gente se ponía con él en debate y pleitos, diciendo que no eran obligados a le seguir, y que habían apelado de los mandamientos que el mi alcalde mayor había dado, diciendo que no eran obligados a los cumplir por diez y seis o diez y siete causas que asignaban. Una de ellas era que se habían muerto ciertas personas de hambre de las que en su compañía venían, con otras no muy honestas, que se enderezaban a su persona; y asimismo le hizo saber que no bastaban todas las diligencias que se hacian para detenerle la gente, que anochecían y no amanecían, porque los que un dia le entregaban presos, otro día se iban en poniéndolos en su libertad, y que le aconteció desde la noche a la mañana faltarle doscientos hombres. Que por tanto, que le rogaba muy afectuosamente no se partiesen hasta que él llegase, porque él queria venir a verse conmigo a esta ciudad, porque si allí lo dejaban pensaría de ahogarse de enojo.

Y el alcalde mayor, vista su carta, acordó de aguardarlo; y vino dende a dos dias que le escribió, y de allí despacharon mensajero para mi, por el cual el alcalde mayor me hacia saber cómo el adelantado veníase a ver conmigo a esta ciudad, y porque ellos se venían poco a poco hasta un pueblo que se llama Cicoaque, que es la raya de estas provincias, y que alli aguardaría mi respuesta. Y el dicho adelantado me escribió dándome relación del mal aparejo que de navíos tenía, y de la mala voluntad que su gente le había mostrado, y que porque creía que yo tenía aparejo para le poder remediar, así proveyéndole de la gente que yo tenía como del demás que él hubiese menester, y que porque conocía por mano de otro no podía ser remediado ni ayudado; así, que había acordado de se venir a ver conmigo, y que me ofrecía a su hijo mayor con todo lo que él tenia, y esperaba dejarle para me le dar por yerno y que se casase con una hija mia pequeña. Y en este medio tiempo, constándole al dicho alcalde mayor, al tiempo que se partían para se venir a esta ciudad, que habían venido en aquella armada de Francisco de Garay algunas personas muy sospechosas, amigos y criados de Diego Velázquez, que se habían mostrado muy contrarios a mis cosas, y viendo que no quedaban bien en la dicha provincia, y que de su conversación se esperaban algunos bullicios y desasosiegos en la tierra, conforme a cierta provisión real que vuestra majestad me mandó enviar para que las tales personas escandalosas salgan de la tierra, los mandó salir de ella, que fueron Gonzalo de Figueroa, y Alonso de Mendoza, y Antonio de la Cerda, y Juan de Ávila, y Lorenzo de Ulloa, y Taborda, y Juan de Grijalva, y Juan de Medina, y otros.

Y esto hecho, se vinieron hasta el dicho pueblo de Cicoaque, donde les tomó mi respuesta que hacía yo a las cartas que me habían enviado, por lo cual les hacía saber holgaba mucho de la venida del dicho adelantado, y que llegando a esta ciudad se entendería con mucha voluntad en todo lo que me había escrito, y en cómo, conforme a su deseo, él fuese muy bien despachado. Y proveí asimismo para que su persona fuese muy bien proveída por el camino, mandando a los señores de los pueblos le diesen muy cumplidamente todo lo necesario. Y llegado el dicho adelantado a esta ciudad, yo le recibí con toda la voluntad y buenas obras que se requerían y que yo pude hacerle, como lo haría con hermano verdadero; porque de verdad me pesó mucho de la pérdida de sus navíos y desvío de su gente, y le ofrecí mi voluntad como en la verdad yo la tuve de hacer por él todo lo que a mí posible fuese.

Y como el dicho adelantado tuviese mucho deseo que hubiese efecto lo que me había escrito cerca de los dichos casamientos, tomó con mucha instancia a me importunar a que lo concluyésemos; y yo, por le hacer placer, acordé de hacer en todo lo que me rogaba y el dicho adelantado tanto deseaba, sobre lo cual se hicieron de consentimiento de ambas partes, con mucha certidumbre y juramentos, ciertos capítulos que concluían el dicho casamiento, y lo que de ambas partes para se hacer se había de cumplir con tanto que ante todas cosas, después que vuestra majestad fuese certificado de lo capitulado, de todo ello fuese muy servido. En manera que, de más de nuestra amistad antigua, quedamos con lo contratado y capitulado entre nosotros, juntamente con el deudo que habíamos tomado con los dichos nuestros hijos, tan conformes y de una voluntad y querer, que no se entendía entre nosotros en más de lo que a cada uno estaba bien en el despacho, principalmente del dicho adelantado.

En lo pasado, muy poderoso señor, hice relación a vuestra católica majestad de lo mucho que mi alcalde mayor trabajó para que la gente del dicho adelantado, que andaba derramada por la tierra, se juntase con el dicho adelantado, y las diligencias que para esto intervinieron (las cuales, aunque fueron muchas, no bastaron para poder quitar el descontento que toda la gente traía con el dicho adelantado Francisco de Garay) antes creyendo que habían de ser compelidos, que todavía habían de ir con él conforme lo mandado y apregonado, se metieron la tierra adentro por lugares y partes diversas, de tres en tres, de seis en seis; y en esta manera escondidos, sin que pudiesen ser habidos ni poderse recoger, que fue causa principal que los indios naturales de aquella provincia se alterasen, y así por ver a los españoles todos derramados por muchas partes, como por los muchos desórdenes que ellos cometían entre los naturales, tomándoles las mujeres y la comida por la fuerza, con otros desasosiegos y bullicios, que dieron causa a que toda la tierra se levantase, creyendo que entre los dichos españoles, según que el dicho adelantado había publicado, había división en diversos señores, según arriba se hizo relación a vuestra majestad, y de lo que el dicho adelantado publicó al tiempo que en la tierra a los indios de ella con lengua que pudieron entender bien, y fue así: que tuvieron tal astucia los dichos indios, siendo primeramente informados dónde y cómo y en qué partes estaban los dichos españoles, que de día y de noche dieron en ellos por todos los pueblos en que estaban derramados; y a esta causa, como los hallaron desapercibidos y desarmados por los dichos pueblos, mataron mucho número de ellos, y creció tanto su osadía, que llegaron a la dicha villa de Santisteban del Puerto, que tenia poblado en nombre de vuestra majestad, donde dieron tan recio combate, que pusieron a los vecinos de ella en grande necesidad, que pensaron ser perdidos, y se perdieran si no fuera porque se hallaron apercibidos y juntos, donde pudieron hacerse fuertes y resistir a sus contrarios, hasta en tanto que salieron al campo muchas veces con ellos, y los desbarataron.

Estando así las cosas, tuve nueva de lo sucedido y fue por un mensajero, hombre de pie, que escapó huyendo de los dichos desbaratos; y me dijo cómo toda la provincia de Pánuco y naturales de ella se habían rebelado y habían muerto mucha gente de los españoles que en ella habían quedado de la compañía del dicho adelantado, con algunos otros vecinos de la dicha villa, que yo allí en nombre de vuestra majestad fundé, y creí que, según el grande desbarato había habido, que ninguno de los dichos castellanos era vivo; de lo cual Dios Nuestro Señor sabe lo que yo sentí, y en ver que ninguna novedad semejante se ofrece en estas partes que no cueste mucho y las traiga a punto de se perder. Y el dicho adelantado sintió tanto esta nueva, que así por le parecer que había sido causa de ello, como porque tenía en la dicha provincia un hijo suyo, con todo lo que había traído, que del grande pesar que hubo adoleció, y de esta enfermedad falleció de esta presente vida en espacio y término de tres días.

Y para que más en particular vuestra excelsitud se informe de lo que sucedió después de sabida esta primera nueva, fue que después que aquel español trajo la nueva del alzamiento de aquella gente de Pánuco, porque no daba otra razón sino que en un pueblo que se dice Tacetuco, viniendo él y otros tres de caballo y Un peón, les habían salido al camino los naturales de él, y hablan peleado con ellos y muerto los dos de caballo y el peón, y el caballo al otro, y que ellos se habían escapado huyendo porque vino la noche; y que habían visto un aposento del dicho pueblo, donde los había de esperar el teniente con quince de caballo y cuarenta peones, quemando el dicho aposento, y que crelan, por las muestras que allí habían visto, que los habían muerto a todos.

Esperé seis o siete días, por ver si viniera otra nueva, y en este tiempo llegó otro mensajero del dicho teniente, que quedaba en un pueblo que se dice Teneztequipa, que es de los sujetos a esta ciudad, y parte términos con aquella provincia, y por su carta me hacía saber cómo estando en aquel pueblo de Tacetuco con quince de caballo y cuarenta peones, esperando más gente que se había de juntar con él, porque iba de la otra parte del río a apaciguar ciertos pueblos que aún no estaban pacíficos; una noche, al cuarto del alba, los habían cercado el aposento mucha copia de gente, y puéstoles fuego a él y por presto que cabalgaron, como estaban descuidados, por tener la gente tan segura como hasta allí había estado, les habían dado tanta prisa que los habían muerto todos, salvo a él y a otros dos de caballo, que huyendo se escaparon aunque a él le habían muerto su caballo y otro le sacó a las ancas. Y que se habían escapado porque dos leguas de allí hallaron un alcalde de la dicha villa con cierta gente, el cual los amparó, aunque no se detuvieron mucho. Que ellos y él salieron huyendo de la provincia, y que de la gente que en la villa había quedado, ni de la otra del adelantado Francisco de Garay, que estaba en ciertas pélrtes repartida, no tenían nueva ni sabían de ellos, y que creían que no había ninguno vivo; porque, como a vuestra majestad tengo dicho, después que el dicho adelantado allí había venido con aquella gente y había hablado a los naturales de aquella provincia, diciéndoles que yo no había de tener qué hacer con ellos, porque él era gobernador y a quien habían de obedecer, y que juntándose ellos con él echarían todos aquellos españoles que yo tenia en aquel pueblo, y a los que más yo enviase, se habían alborotado y nunca más quisieron servir bien a ningún español. Antes habían muerto algunos que topaban solos por los caminos; y que creía que todos se habían concertado para hacer lo que hicieron. Y como habían dado en él y en la gente que con él estaba, así creía que habían dado en la gente que estaba en el pueblo, y en todos los demás que estaban derramados por los pueblos; porque estaban muy sin sospecha de tal alzamiento, viendo cuán sin ningún resabio hasta allí los habían servido.

Índice de Cartas de relación de Hernán CortésQuinta parte de la Tercera Carta-Relación de Hernán Cortés al Emperador Carlos V, del 15 de mayo de 1522Segunda parte de la Cuarta Carta-Relación de Hernán Cortés al Emperador Carlos V, del 15 de octubre de 1524Biblioteca Virtual Antorcha