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CARTAS DE RELACIÓN

QUINTA CARTA-RELACIÓN

DE HERNAN CORTÉS AL EMPERADOR CARLOS V

TENUXTITLAN, 3 DE SEPTIEMBRE DE 1526


Dirigida a la sacra católica cesárea majestad del invictísimo emperador don Carlos V, desde la ciudad de Tenuxtitlan, a 3 de septiembre de 1526 años.



(Primera parte)


Sacra católica cesárea majestad: en 23 días del mes de octubre del año pasado de 1525 despaché un navío para la isla Española desde la villa de Trujillo, del puerto y cabo de Honduras, y con un criado mio que en él envié, que había de pasar en esos reinos, escribí a vuestra majestad algunas cosas de las que en aquel que llaman golfo de Hibueras habían pasado, así entre los capitanes que yo envié y el capitán Gil González, como después que yo vine.

Y porque al tiempo que despaché el dicho navío y mensajero no pude dar a vuestra majestad cuenta de mi camino y cosas que en él me acaecieron después que partí de esta gran ciudad de Tenuxtitlan, hasta topar con las gentes de aquellas partes, y son cosas que es bien que vuestra alteza las sepa, al menos por no perder yo el estilo que tengo, que es no dejar cosa que a vuestra majestad no manifieste, las relataré en suma lo mejor que yo pudiere, porque decirlas como pasaron, ni yo las sabría significar ni por lo que yo dijese allá se podrían comprender; pero diré las cosas notables y más principales que en el dicho camino me acaecieron, aunque hartas quedarán por accesorias que cada una de ellas podría ser materia de larga escritura.

Dada orden para en lo de Cristóbal de Olid, como escribí a vuestra majestad, porque me pareció que ya había mucho tiempo que mi persona estaba ociosa y no hacia cosa nuevamente de que vuestra majestad se sirviese, a causa de la lesión de mi brazo, aunque no más libre de ella, me pareció que debía de entender en algo, y salí de esta gran ciudad de Tenuxtitlan a 12 días del mes de octubre del año 1524 años, con alguna gente de caballo y de pie, que no fueron más de los de mi casa y algunos deudos y amigos míos, y con ellos Gonzalo de Salazar y Peralmídez Chirinos, factor y veedor de vuestra majestad. Llevé asimismo conmigo todas las personas principales de los naturales de la tierra, y dejé cargo de la justicia y gobernación al tesorero y contador de vuestra alteza y al licenciado Alonso de Zuazo, y dejé en esta ciudad todo recaudo de artillería y munición y gente que era necesaria, y las atarazanas asimismo bastecidas de artillería, y los bergantines en ellas muy a punto, un alcaide y toda buena manera para la defensa de esta ciudad, y aun para ofender a quien quisiesen.

Con este propósito y determinación salí de esta ciudad de Tenuxtitlan, y llegado a la villa del Espíritu Santo, que es en la provincia de Cozacoalco, ciento y diez leguas de esta ciudad, en tanto que yo daba orden en las cosas de aquella villa, envié a las provincias de Tabasco y Xicalango a hacer saber a los señores de ellos mi ida a aquellas partes, mandándoles que viniesen a hablarme o enviasen personas a quien yo dijese lo que habían de hacer, que a ellos se lo supiesen bien decir.

Y así lo hicieron que los mensajeros que yo envié fueron de ellos bien recibidos, y con ellos me enviaron siete a ocho personas honradas con el crédito que ellos tienen por costumbre de enviar; y hablando con éstos en muchas cosas de que yo quería informarme de la tierra, me dijeron que en la costa de la mar, de la otra parte de la tierra que llaman Yucatán, hacia la bahla que llaman de la Asunción, estaban ciertos españoles, y que les hacían mucho daño; porque demás de quemarles muchos pueblos y matarles alguna gente, por donde muchos se habían despoblado y huido la gente de ellos a los montes, recibían otro mayor daño los mercaderes y tratantes, porque a su causa se había perdido toda la contratación de aquella costa, que era mucha, y como testigos de vista me dieron razón de casi todos los pueblos de la costa hasta llegar donde está Pedrarias de ÁVila, gobernador de vuestra majestad.

Y me hicieron una figura en un paño de toda ella, por la cual me pareció que yo podía andar mucha parte de ella, en especial hasta alll donde me señalaron que estaban los españoles; y por hallar tan buena nueva del camino para seguir mi propósito y para atraer los naturales de la tierra al conocimiento de nuestra fe y servicio de vuestra majestad, que forzado en tan largo camino había de pasar muchas y diversas provincias, y de gente de muchas maneras, y por saber si aquellos españoles eran de algunos de los capitanes que yo había enviado, Diego o Cristóbal de Olid, o Pedro de Alvarado, o Francisco de las Casas, para dar orden en lo que debiesen hacer, me pareció que convenía al servicio de vuestra majestad que yo llegase allá, y aun porque forzado se habían de ver Y descubrir muchas tierras y provincias no sabidas y se podrían apaciguar muchas de ellas, como después se hizo, y concebido en mi pecho el fruto que de mi ida se seguiría, pospuestos todos trabajos, peligros y costas que se me ofrecieron y representaron, y los que más se me podían ofrecer, me determiné de seguir aquel camino, como antes que saliese de esta ciudad lo tenía determinado.

Antes que llegase a la dicha villa del Espíritu Santo, en dos o tres partes del camino había recibido cartas de la gran ciudad de Tenuxtitlan, así de los que yo dejé mis lugartenientes como de otras personas, y también las recibieron los oficiales de vuestra majestad que en mi compañía estaban, en que me hacían saber cómo entre el tesorero y contador no había aquella conformidad que era necesaria para lo que tocaba a sus oficios, y al cargo que yo en nombre de vuestra majestad les dejé, y había sobre ello proveído lo que me parecía que convenía, que era escribirles muy recias reprensiones de su yerro, y aun apercibí que si no se conformaban y tenían allí adelante otra manera que hasta entonces que lo proveería como no les pluguiese, y aun que haría de ello relación a vuestra majestad.

Y estando en esta villa del Espíritu Santo, con la determinación ya dicha, me llegaron otras cartas de ellos y de otras personas, en que me hacían saber cómo sus pasiones todavía duraban y aun crecían. Y que en cierta consulta habían puesto mano a las espadas el uno contra el otro, en que fue tan grande el escándalo y alboroto de esto, que no sólo causó entre los españoles, que se armaron de la una parte y de la otra, mas aun los naturales de la ciudad habían estado para tomar armas, diciendo que aquel alboroto era para ir contra ellos, y viendo que ya mis reprehensiones y amenazas no bastaban, porque por no dejar yo mi camino, no podía ir en persona a lo remediar, parecióme que era buen remedio enviar al factor y veedor, que estaban conmigo, con igual poder que el que ellos tenían, para que supiesen quién era el culpado, y lo apaciguasen. Y aun les di otro poder secreto para que, si no bastase con ellos buena razón, les suspendiesen el cargo que yo les había dejado de la gobernación y lo tomasen ellos en sí, juntamente con el licenciado Alonso de Zuazo, y que castigasen a los culpados. Y con haber proveído esto se partieron el dicho factor y veedor, y tuve por muy cierto que su ida de los dichos factor y veedor haría mucho fruto y seria total remedio para apaciguar aquellas pasiones; y con este crédito ya fui harto descansado.

Partido este despacho para esta ciudad de Tenuxtitlan, hice alarde de la gente que me quedaba para seguir mi camino, y hallé noventa y tres de caballo, que entre todos habla ciento y cincuenta caballos y treinta y tantos peones, y tomé un carabelón que a la sazón estaba surto en el puerto de la dicha villa, que me habían enviado desde la villa de Medellín con bastimentos, y torné a meter en él los que había traldo y unos cuatro tiros de artillería que yo traía, y ballestas y escopetas y otra munición, y mandéle que se fuese al río de Tabasco y que allí esperase lo que yo le enviase a mandar, y escribí a la villa de Medellín, a un criado mío que en ella reside, que luego me enviase otros dos carabelones que allí estaban y una barca grande y los cargase de bastimentos. Y escribí a Rodrigo de Paz, a quien yo dejé mi casa y hacienda en esta ciudad, que luego trabajase de enviar cinco o seis mil pesos de oro para comprar aquellos bastimentos que me habían de enviar, y aun escribí al tesorero rogándole que él me los prestase, porque yo no había dejado dineros, y así se hizo, que luego vinieron los carabelones cargados, como yo lo mandé, hasta el dicho río de Tabasco. Aunque me aprovecharon poco, porque mi camino fue metido la tierra adentro, y para llegar a la mar por los bastimentos y cosas que traía era muy dificultoso, porque había en medio muy grandes ciénagas.

Proveído esto que por la mar había de llevar, yo comencé mi camino por la costa de ella hasta una provincia que se dice Cupilcon, que está de aquella villa del Espíritu Santo hasta treinta y cinco leguas, y hasta llegar a esta provincia, demás de muchas ciénagas y ríos pequeños, que en todos hubo puentes, se pasaron tres muy grandes, que fue el uno en un pueblo que se dice Tumalán, que está nueve leguas de la villa del Espíritu Santo, y el otro es Agualulco, que está otras nueve adelante, y éstos se pasaron en canoas, y los caballos a nado, llevándolos del diestro en las canoas, y el postrero, por ser muy ancho, que no bastaban fuerzas de los caballos para los pasar a nado, hubo necesidad de buscar remedio; media legua arriba de la mar se hizo una puente de madera, por donde pasaron los caballos y gente, que tenía novecientos y treinta y cuatro pasos. Fue una cosa bien maravillosa de ver.

Esta provincia de Cupilcon es abundosa de esta fruta que llaman cacao y de otros mantenimientos de la tierra y mucha pesquería. Hay en ella diez o doce pueblos buenos, digo cabeceras, sin las aldeas. Es tierra muy baja y de muchas ciénagas; tanto, que en tiempo de invierno no se puede andar, ni se sirven sino en canoas, y con pasarla yo en tiempo de seca, desde la entrada hasta la salida de ella, que puede haber veinte leguas, se hicieron más de cincuenta puentes, que sin se hacer fuera imposible pasar la gente, que estaba algo pacífica, aunque temerosa por la poca conversación que habían tenido con españoles. Quedaron con mi venida más seguros, y sirvieron de buena voluntad así a mí y a los que conmigo iban como a los españoles a quien quedaron depositados.

De esta provincia de Cupilcon, según la figura que los de Tabasca y Xacalango me dieron, había de ir a otra que se llama Zagoatán; y como ellos no se sirven sino por agua, no sabían el camino que yo debía de llevar por tierra, aunque me señalaban en el derecho que estaba la dicha provincia. Y así fue forzado desde allí enviar por aquel derecho algunos españoles e indios a descubrir el camino, y descubierto, abrirle por donde pudiésemos pasar, porque era todo montañas muy cerradas; y plugo a nuestro Señor que se halló, aunque trabajoso, porque demás de las montañas, había muchas ciénagas muy trabajosas, porque en todas o en las más se hicieron puentes. Y habíamos de pasar un muy poderoso río que se llama Guezalapa, que es uno de los brazos que entran en el de Tabasco, y provef desde allí de enviar dos españoles a los señores de Tabasco y Cunoapá a les rogar que por aquel rfo arriba me enviasen quince o veinte canoas para que me trajesen bastimentos en los carabelones que alli estaban, y me ayudasen a pasar el río, y después me llevasen los bastimentos hasta la principal población de Zaguatán, que según pareció está este dicho río arriba del paso donde yo pasé doce leguas; y así lo hicieron y cumplieron muy bien, como yo se lo envié a rogar.

Yo me partí del postrer pueblo de esta provincia de Cupilcon, que se llama Anaxuxuca, después de haberse hallado camino hasta el río de Guezalapa, por que habíamos de pasar, y dormí aquella noche en unos despoblados entre unas lagunas, y otro día llegué temprano al dicho río y no hallé canoa en qué pasar, porque no habían llegado las que yo envié a pedir a los señores de Tabasco. Y los descubridores que delante iban hallé que iban abriendo el camino el río arriba por la otra parte; porque, como estaban informados que el río pasaba por medio de la más principal población de la dicha provincia de Zaguatán, seguían el dicho río arriba por no errar.

Uno de ellos se había ido en una canoa por el agua por llegar más aína a la dicha población; el cual llegó y halló toda la gente alborotada, y hablóles con una lengua que llevaba, y asegurólos algo, y tornó a enviar luego la canoa el río abajo con unos indios, con quien me hizo saber lo que había pasado con los naturales de aquel pueblo, y que él venia con ellos abriendo el camino por donde yo había de ir, y que se juntaría con los que de acá le iban abriendo; de que holgué mucho, asl por haber apaciguado algo aquella gente, como por la certenidad del camino, que la tenía algo por dudosa, o a lo menos por trabajosa. Y con aquella canoa y con balsas que hicieron de madera comencé a pasar el fardaje por aquel río, que es asaz caudaloso; y estando así pasando, llegaron los españoles que yo envié a Tabasco, con veinte canoas cargadas de los bastimentos que habia llevado el carabelón que yo envié desde Coazacoalco, y supe de ellos que los otros dos carabelones y la barca no habían llegado al dicho río, pero que quedaban en Coazacoalco y vendrían muy presto. Venían en las dichas canoas hasta doscientos indios de los naturales de aquella provincia de Tabasco y Cunoapá, y con aquellas canoas pasé el río, no sin haber peligro más de se ahogar un esclavo negro y perderse dos cargas de herraje, que después nos hizo alguna falta.

Aquella noche dormí de la otra parte del río con toda la gente, y otro dia seguí tras los que iban abriendo el camino el rio arriba, que no había otra guía, sino la ribera de él, y anduve hasta seis leguas, y dormi aquella noche en un monte, con mucha agua que llovió, y siendo ya noche llegó el español que había ido el rio arriba hasta el pueblo de Zagoatán, con hasta setenta indios de los naturales de él, y me dijo cómo él dejaba abierto el camino por esta parte, y que convenía para tomarle que volviese dos leguas atrás. Así lo hice, aunque mandé que los que iban abriendo por la ribera del río, que estaban ya bien tres leguas adelante donde yo dormí, que siguiesen todavía, y a legua y media adelante de donde estaban dieron en las estancias del pueblo; asi, que quedaron dos caminos abiertos donde no había ninguno.

Yo seguí por el camino que los naturales habían abierto; y aunque con trabajo de algunas ciénagas y de mucha agua que llovió aquel dia, llegué a la dicha población, a un barrio de ella, que, aunque el menor, era asaz bueno, y habria en él más de doscientas casas. No pudimos pasar a los otros barrios porque los partían ríos que pasaban entre ellos, que no se podían pasar sino a nado. Estaban todas despobladas, y en llegando, desaparecieron los indios que habían venido con el español a verme, aunque les había hablado bien y dado algunas casillas de las que yo tenía. Y agradeciéndoles el trabajo que habían puesto en abrirme el camino, y dicho a lo que yo venía por aquellas partes, que era por mandado de vuestra majestad, a hacerles saber que habían de adorar y creer en un solo Dios, criador y hacedor de todas las cosas, y tener en la tierra a vuestra alteza por superior y señor, y todas las otras cosas que cerca de esto se les debían decir, esperé tres o cuatro días, creyendo que de miedo se habían alzado y que vendrían a hablarme; y nunca pareció nadie.

Y por haber tenido guía de ellos, para dejarlos pacíficos y en el servicio de vuestra majestad, y para informarme de ellos del camino que había de llevar, porque en toda aquella tierra no se hallaba camino para ninguna parte, ni aun rastro de haber andado por tierra una persona sola, porque todos se sirven por el agua a causa de los grandes ríos y ciénagas que por la tierra hay, envié dos compañías de gente de españoles, y algunos de los naturales de esta ciudad o tierra que yo conmigo llevaba, para que buscasen la gente por la provincia y me trajesen alguna para los efectos que arriba he dicho.

Y con las canoas que habían venido de Tabasco, que subieron el río arriba, y con otras que se hallaron del pueblo, anduvieron muchos de aquellos ríos y esteros, porque por tierra no se podían andar, y nunca hallaron más de dos indios y ciertas mujeres, de los cuales trabajé de me informar dónde estaba el señor y la gente de aquella tierra, y nunca me dijeron otra cosa sino que por los montes andaban cada uno por si, y por aquellas ciénagas y ríos. Preguntéles también por el camino para ir a la provincia de Chilapan, que según la figura que yo traía había de llevar aquella derrota, y jamás lo pude saber de ellos, porque decían que ellos no andaban por la tierra, sino por los ríos y esteras en sus canoas, y que por alli que ellos sabían el camino, y no por otra parte; y lo que más de ello se pudo alcanzar fue señalarme una sierra que pareció estar hasta diez leguas de allí, y decirme que alli cerca estaba la principal población de Chilapan, y que pasaba junto con ella un muy grande río que abajo se juntaba con aquel de Zaguatán, y entraban juntos en el de Tabasco; y que el río arriba estaba otro pueblo que se llamaba Ocumba, pero que tampoco sabían camino para allí por tierra.

Estuve en este pueblo veinte días, que en todos ellos no cesé de buscar camino que fuese para alguna parte, y jamás se halló, chico ni grande; antes por cualquier parte que salíamos alrededor del pueblo había tan grandes y espantosas ciénagas que parecía cosa imposible pasarlas. Y puestos ya en mucha necesidad por falta de bastimentos, encomendándonos a Nuestro Señor, hicimos una puente en una ciénaga que parecía cosa imposible de pasarla. Y otra de trescientos pasos, en que entraron muchas vigas de a treinta y cinco y cuarenta pies, y sobre ellas otras atravesadas, y así pasamos y seguimos en demanda de aquella tierra hacia donde nos decían que estaba el pueblo de Chilapan. y envié por otra parte una compañía de caballo, con ciertos ballesteros, en demanda del otro pueblo de Ocumba; y éstos toparon aquel día con él, y pasaron a nado y en dos canoas que allí hallaron, y huyóles luego la gente del pueblo, que no pudieron tomar sino dos hombres y ciertas mujeres, y hallaron mucho bastimento, y salieron a mí al camino, y dormí aquella noche en el campo; y quiso Dios que aquella tierra era algo abierta y enjuta, con hartas menos ciénagas que la pasada; y aquellos indios que se tomaron de aquel pueblo de Ocumba nos guiaron hasta Chilapan, donde llegamos otro día bien tarde, y hallamos todo el pueblo quemado y los naturales de él ausentados.

Es este pueblo de Chilapan de muy gentil asiento y harto grande. Había en él muchas arboledas de las frutas de la tierra y había muchas labranzas de maizales, aunque no estaban bien granadas, pero todavía fue mucho remedio de nuestra necesidad. En este pueblo estuve dos días proveyéndonos de algún bastimento y haciendo algunas entradas para buscar la gente de él para la apaciguar, y también para informarme de ella del camino para adelante, y nunca se pudiercn hallar más de los dos indios, que al principio se tomaron dentro en el dicho pueblo. De éstos me informé del camino que había de llevar hasta Tepetitan, o Tamacastepeque, que se llama por otro nombre. Y así, medio a tiento y sin camino noS guiaron hasta el dicho pueblo, al cual llegué en dos días. Pasóse en el camino un río muy grande que se llama Chilapan, de donde tomó denominacíón el pueblo; pasóse con mucho trabajo, porque era muy ancho y recio y no había aparejo de canoas, y se pasó todo en balsas. Ahogóse en este río otro esclavo, y perdióse mucho fardaje de los españoles.

Después de pasado este río, que se pasó legua y media del dicho pueblo de Chilapan, hasta llegar al de Tepetitan, se pasaron muchas y grandes ciénagas, que de seis o siete leguas que había de camino hasta él no hubo una donde no fuesen los caballos hasta encima de las rodillas, y muchas veces hasta las orejas; en especial se pasó una muy mala, donde se hizo una puente, donde estuvo muy cerca de se ahogar dos o tres españoles. Y con este trabajo, pasados dos días, llegamos al dicho pueblo, el cual asimismo hallamos quemado y despoblado, que fue doblamos más trabajos. Hallamos en él alguna fruta de la tierra y algunos maizales verdes, algo más grandes que en el pueblo de atrás. También se hallaron en alguna de las casas quemadas silos de maíz secos, aunque fue poco; pero fue harto remedio, según traíamos extrema necesidad.

En este pueblo de Tepetitan, que está junto a la falda de una gran cordillera de sierras, estuve seis días, y se hicieron algunas entradas por la tierra, pensando hallar alguna gente para les hablar y dejar seguros en su pueblo, y aun para me informar del camino de adelante, y nunca se pudo tomar sino un hombre y ciertas mujeres. De éstos supe que el señor y naturales de aquel pueblo habían quemado sus casas por inducimiento de los naturales de Zaguatán, y se habían ido a los montes. Dijo que no sabía camino para ir a Iztapan, que es otro pueblo, adonde, según mi figura, yo lo había de llevar, porque no lo había por tierra; pero que poco más o menos él guiaría hacia la parte que él sabía que estaba.

Con esta guía despaché hasta treinta de caballo y otros treinta peones, y mandéles que fuesen hasta llegar al dicho pueblo, y que luego me escribiesen la relación del camino, porque yo no saldría de aquel pueblo hasta ver sus cartas. Y así fueron, y pasados dos días sin haber recibido carta suya ni saber de ellos nueva, me fue forzado partirme, por la necesidad que allí teníamos, y seguir su rastro, sin otro guía; que era asaz notorio camino seguir el rastro que llevaban por las ciénagas, que certifico a vuestra majestad que en lo más alto de los cerros se sumían los caballos hasta las cinchas sin ir nadie encima, sino llevándolos del diestro, y de esta manera anduve dos días por el dicho rastro, sin haber nuevas de la gente que había ido delante, y con harta perplejidad de lo que debía hacer; porque volver atrás tenía por imposible, de lo de adelante ninguna certinidad tenia. Quiso Nuestro Señor, que en las mayores necesidades suele socorrer, que estando aposentados en un campo, con harta tristeza de la gente, pensando allí todos P~recer sin remedio, llegaron dos indios de los naturales de esta Ciudad con una carta de los españoles que habían ido delante, en que me hacían saber cómo habían llegado al pueblo de Iztapan, y que cuando a él llegaron tenían todas las mujeres y haciendas de la otra parte de un gran río que junto con el dicho pueblo pasaba, y en el pueblo estaban muchos hombres, creyendo que no podrían pasar un grande estero que estaba afuera del pueblo. Y que como vieron que se habían echado a nado con los caballos por el arzón comenzaron a poner fuego al pueblo, y se habían dado tanta prisa: que no les había dado lugar a que del todo lo quemasen. Y que toda la gente se había echado al río y pasádole en muchas canoas que tenían y a nado, y que con la prisa se habían ahogado muchos de ellos, y que habían tomado siete u ocho personas, entre los cuales había una que parecía principal, y que los tenían hasta que llegase.

Fue tanta la alegría que toda la gente tuvo con esta carta, que no lo sabría decir a vuestra majestad; porque, como arriba he dicho, estaban todos casi desesperados de remedio. Y otro día por la mañana seguí mi camino por el rastro, y guiándome los indios que habían traído la carta, llegué ya tarde al pueblo, donde hallé toda la gente que había ido delante muy alegre, porque habían hallado muchos maizales, aunque no muy grandes, y yucas y agie, que es un mantenimiento con que los naturales de las islas se mantienen, asaz bueno. Llegado, hice traer ante mí aquellas personas naturales del pueblo que allí se habían tomado; preguntéles con la lengua que cuál era la causa por que así todos quemaban sus propias casas y pueblos y se iban y ausentaban de ellos, pues yo no les hacía mal ni daño alguno; antes a los que me esperaban les daba de lo que yo tenía. Respondiéronme que el señor de Zaguatán había venido allí en una canoa y les había puesto mucho temor y les había hecho quemar su pueblo y desampararle. Yo hice traer ante aquel principal todos los indios e indias que se habían tomado en Zaguatán y en Chilapan y en Tepetitan y les dije que porque viesen cómo aquel malo les había mentido, que se informasen de aquellos si yo les había hecho algún daño o mal y si en mi compañía habían sido bien tratados; los cuales se informaron y lloraban diciendo habían sido engañados, y mostrando pesarles de lo hecho, y para más les asegurar les di licencia a todos aquellos indios e indias que traía de aquellos pueblos atrás que se fuesen a sus casas, y les di algunas casillas y sendas cartas, las cuales les mandé que tuviesen en sus pueblos y las mostrasen a los españoles que por allí pasasen, porque con ellas estarían seguros, y les dije que dijesen a sus señores el yerro que habían hecho en quemar sus pueblos y casas y ausentarse, y que de allí adelante no lo hiciesen así; antes estuviesen seguros en ellas, porque no les era hecho mal ni daño. Y con esto, viéndolo estos otros de Iztapan, se fueron muy seguros y contentos, que fue harta parte de asegurar estos otros.

Después de haber hecho esto hablé a aquel que parecía más principal, y le dije que ya veía que no hacía yo mal a nadie, y mi ida por aquellas partes no era a los enojar, antes a les hacer saber muchas cosas que les convenían a ellos, así para la seguridad de sus personas y haciendas como para la salvación de sus ánimas. Por tanto, que le rogaba mucho que él enviara dos o tres de aquellos que allí estaban con él, y que yo le daría otros tantos de los naturales de Tenuxtitlan, para que fuesen a llamar al señor y le dijesen que ningún miedo hubiese y que tuviese por cierto que en su venida ganaría mucho; el cual me dijo que le placía de buena voluntad. Y luego los despaché y fueron con ellos algunos indios de México. Y otro día por la mañana vinieron los mensajeros, y con ellos el señor del pueblo con hasta cuarenta hombres, y me dijo que él se había ausentado y mandado quemar su pueblo porque el señor de Zaguatán le había dicho que lo quemase y no me esperase, porque los mataría a todos; y que él había sabido de aquellos suyos que le habían ido a llamar que había sido engañado y que no le habían dicho la verdad, y que le pesaba de lo hecho y me rogaba le perdonase, y que de allí adelante él haría lo que yo le dijese, y rogóme que ciertas mujeres que le habían tomado los españoles al tiempo que allí habían venido que se las hiciese volver; y luego se recogieron hasta veinte que había, y se las di, de que quedó muy contento.

Y ofrecióse que un español halló un indio de los que traía en su compañía, natural de estas partes de México, comiendo un pedazo de carne de un indio que mataron en aquel pueblo cuando entraron en él, y vínomelo a decir, y en presencia de aquel señor le hice quemar, dándole a entender al dicho señor la causa de aquella justicia, que era porque había muerto aquel indio y comido de él, lo cual era defendido por vuestra majestad, y por mí en su real nombre les había sido requerido y mandado que no lo hiciesen. Y que así, por le haber muerto y comido de él le mandaba quemar, porque yo no quería que matasen a nadie; antes iba por mandado de vuestra majestad a ampararlos y defenderlos, así sus personas como sus haciendas. Y hacerles saber cómo habían de tener y adorar un solo Dios, que está en los cielos, criador y hacedor de todas las cosas, por quien todas las criaturas viven y se gobiernan y dejar todos sus ídolos y ritos que hasta allí habían tenido, porque eran mentiras y engaños que el diablo, enemigo de la naturaleza humana, les hacía para los engañar y llevarlos a condenación perpetua, donde tenían muy grandes y espantosos tormentos, y por los apartar del conocimiento de Dios, porque no se salvasen y fUesen a gozar de la gloria y bienaventuranza que Dios prometió y tiene aparejada a los que en él creyeren, la cual el diablo perdió por su malicia y maldad. Y que asimismo les venía a hacer saber cómo en la tierra está vuestra majestad, a quien el universo, por providencia divina, obedece y sirve; y que ellos asimismo se habían de someter y estar debajo de su imperial yugo y hacer lo que en su real nombre los que acá por ministros de vuestra majestad estamos les mandásemos, y haciéndolo así, ellos serían muy bien tratados y mantenidos en justicia, y amparadas sus personas y haciendas; y no lo haciendo así, se proceder la contra ellos y serían castigados conforme a justicia. Y cerca de esto le dije muchas cosas de que a vuestra majestad no hago mención por ser prolijas y largas. Y a todo mostró mucho contentamiento, y proveyó luego de enviar algunos de los que con él trajo para que trajesen bastimentos, y asl se hizo.

Yo le di algunas cosillas de las de nuestra España, que tuvo en mucho, y estuvo en mi compañía muy contento todo el tiempo que allí estuve, y mandó abrir el camino hasta otro pueblo que está cinco leguas de éste, el rlo arriba, que se llama Tatahuitalpan, y porque en el camino había un río hondo, hizo hacer en él una muy buena puente, por donde pasamos, y adobar otras ciénagas harto malas. Y me dio tres canoas, en que envié tres españoles el rio abajo al río de Tabasco, porque éste es el principal río que en él entra, donde los carabelones habían de esperar la instrucción de lo que habían de hacer; y con estos españoles envié a mandar que siguiesen toda la costa hasta doblar la punta que llaman de Yucatán, y que llegasen hasta la bahía de la Asunción, porque allí me hallarian o les enviaría a mandar lo que habían de hacer.

Y mandé a los españoles que fueron en las canoas que con ellas y con las que más pudiesen haber en Tabasco y Xicalango me llevasen los más bastimentos que pudiesen por un gran estero arriba, y pasé a la provincia de Acalán, que está de este pueblo de Iztapan cuarenta leguas, y que alli los esperaria.

Partidos estos españoles y hecho el camino, rogué al señor de Iztapan que me diese otras tres o cuatro canoas para que fuesen el río arriba con media docena de españoles y una persona principal de las suyas y con alguna gente, para que fuesen adelante apaciguando los pueblos, porque no se ausentasen ni los quemasen, el cual lo hizo con muestras de buena voluntad, e hicieron asaz fruto, porque apaciguaron cuatro o cinco pueblos el río arriba, según adelante haré de ellos a vuestra majestad relación.

Este pueblo de Iztapan es muy grande cosa y está asentado en la ribera de un muy hermoso río. Tiene muy buen asiento para poblar en él españoles, tiene muy hermosa ribera, donde hay buenos pastos, tiene muy buenas tierras de labranzas, tiene buena comarca de tierra labrada.

Después de haber estado en este pueblo de Iztapan ocho días, y proveído lo contenido en el capítulo antes de éste, me partí y llegué aquel día al pueblo de Tatahuitalpan, que es un pueblo pequeño, y hallé lo quemado y sin ninguna gente. Llegué yo primero que las canoas que venian el río arriba, porque con las corrientes y grandes vueltas que el río hace no llegaron tan aína, y después de venidas, hice pasar con ellas cierta gente de la otra parte del río, para que buscasen los naturales del dicho pueblo, para los asegurar como a los de atrás. Y obra de media legua de la otra parte del río hallaron hasta veinte hombres en una casa de sus ídolos que tenían muy adornados, los cuales me trajeron, e informados de ellos, me dijeron que toda la gente se había ausentado de miedo, y que ellos habían quedado allí para morir con sus dioses, y no habían querido huir. Y estando con ellos en esta plática, pasaron ciertos indios de los nuestros, que tenían ciertas cosas que habían quitado a sus ídolos; y como las vieron los del pueblo, dijeron que ya eran muertos sus dioses; y a esto les hablé diciéndoles que mirasen cuán vana y loca creencia era la suya, pues creían que les podían dar bienes quien así no se podía defender y tan ligeramente veían desbaratar; respondiéronme que en aquella secta los dejaron sus padres, y que aquella tenían y tendrían hasta que otra cosa supiesen.

No pude por la brevedad del tiempo darles a entender más de lo que dije a los de Iztapan, y dos religiosos de la Orden de San Francisco, que en mi compañía iban, les dijeron asimismo muchas cosas acerca de esto.

Roguéles que fuesen algunos de ellos a llamar la gente del pueblo y al señor y asegurarla, y aquel principal que traje de Iztapan asimismo les habló y dijo las buenas obras que de mí habían recibido en el pueblo, y señalaron uno de ellos, y dijeron que aquél era el señor, y envió dos a que llamasen la gente, los cuales nunca vinieron.

Viendo que no venían, rogué a aquel que habían dicho que era el señor que me mostrase el camino para ir a Ziguatecpan, porque por alli había de pasar, según mi figura, y está en este río arriba. Dijéronme que ellos no sabían camino por tierra, sino por el río, porque por alli se servían todos; pero que a tino me le darían por aquellos montes, que no sabían si acertarían. Díjeles que me mostrasen desde allí el paraje en que estaba, y marquélo lo mejor que pude, y mandé a los españoles con las canoas con el principal de Iztapan que se fuesen el río arriba hasta el dicho pueblo de Ziguatecpan y que trabajasen de asegurar la gente de él y de otro que habían de topar antes que se llamaba Ozumazintlan, y que si yo llegase primero los esperaria, y que si no, que ellos me esperasen.

Y despachados éstos, me partí yo con aquellas guías por la tierra, y en saliendo del pueblo di en una muy gran ciénaga, que dura más de media legua, y con mucha rama y yerba que los indios nuestros amigos en ella echaron, pudimos pasar, y luego dimos en un estero hondo donde fue necesario hacer una puente por donde pasase el fardaje y las sillas, y los caballos pasaron a nado; y pasado este estero, dimos en otra medío ciénaga, que dura bien una legua que nunca abaja a los caballos de la rodilla abajo, y muchas veces de las cinchas; pero con ser algo tierra debajo, pasamos sin peligro hasta llegar al monte, por el cual anduve dos dias abriendo camino por donde señalaban aquellas guías, hasta tanto que dijeron que iban desatinados, que no sabían adónde iban. Y era la montaña de tal calidad, que no se veía otra cosa sino donde se ponían los pies en el suelo, o mirando hacia arriba, la claridad del cielo; tanta era la espesura y alteza de los árboles, que aunque se subían en algunos, no podían descubrir un tiro de piedra.

Como los que iban delante con las guías abriendo camino me enviaron a decir que andaban desatinados, que no sabían en dónde estaban, hice parar la gente y pasé yo a pie adelante, hasta llegar a ellos; y como vi el desatino que tenian, hice volver la gente atrás a una cienaguilla que habíamos pasado, adonde por causa del agua había alguna poca de yerba que comiesen los caballos, que había dos días que no la comían ni otra cosa.

Y allí estuvimos aquella noche con harto trabajo de hambre, y poníanoslo mayor la poca esperanza que teníamos de acertar a poblado; tanto, que la gente estaba casi fuera de toda esperanza, y más muertos que vivos. Hice sacar una aguja de marear que traía conmigo, por donde muchas veces me guiaba, aunque nunca nos habíamos visto en tan extrema necesidad como ésta; y por ella, acordándome del paraje en que me habían señalado los indios que estaba el pueblo, hallé por cuenta que corriendo al nordeste desde allí donde estábamos saliamos a dar al pueblo y muy cerca de él, y mandé a los que iban delante haciendo el camino que llevasen aquel aguja consigo y siguiesen aquel rumbo, sin se apartar de él, y así lo hicieron.

Y quiso Nuestro Señor que salieron tan ciertos, que a hora de vísperas fueron a dar medio a medio de unas casas de sus ídolos, que estaban en medio del pueblo; de que toda la gente hubo tanta alegría, que casi desatinados corrieron todos al pueblo, y no mirando una gran ciénaga que estaba antes que en él entrasen, se sumieron en ella muchos caballos, que algunos de ellos no salieron hasta otro día, aunque quiso Dios que ninguno peligró; y los que veníamos atrás desechamos la ciénaga por otra parte, aunque no se pasó sin harto trabajo.

Aquel pueblo de Ziguatecpan hayamos quemado hasta las mezquitas y casas de sus ídolos, y no hallamos en él gente ninguna, ni nueva de las canoas que habían venido el río arriba. Halióse en él mucho maíz, mucho más granado que lo de atrás, y yuca y ajís y buenos pastos para los caballos. Porque en la ribera del río, que es muy hermosa, había muy buena yerba, y con este refrigerio se olvidó algo del trabajo pasado, aunque yo tuve siempre mucha pena por no saber de las canoas que había enviado el río arriba; y andando mirando el pueblo, hallé yo una saeta hincada en el suelo, donde conocí que las canoas habían llegado allí, porque todos los que venían en ellas eran ballesteros, y dióme más pena creyendo que allí habían peleado con ellos, y habían muerto, pues no parecían.

Y en unas canoas pequeñas que por alli se hallaron, hice pasar de la otra parte del río, donde hallaron mucha copia de labranzas, y andando por ellas, fueron a dar a una gran laguna, donde hallaron toda la gente del pueblo en canoas y en isletas. Y en viendo a los cristianos se vinieron a ellos muy seguros y sin entender lo que decían; me trajeron hasta treinta o cuarenta de ellos, los cuales, después de haberles hablado, me dijeron que ellos habían quemado su pueblo por inducimiento de aquel señor de Zaguatan, y se habían ido de él a aquellas lagunas por el temor que él les puso, y que después habían venido por allí ciertos cristianos de los de mi compañía en unas canoas, y con ellos algunos naturales de Iztapan, de los cuales habían sabido el buen tratamiento que yo a todos hacia, y que por eso se habían asegurado, y que los cristianos habían estado allí dos días esperándome; y como no venía, se habían ido el río arriba a otro pueblo que se llama Petenecte, y que con ellos se había ido un hermano del señor de aquel pueblo, con cuatro canoas cargadas de gente, para que si en el otro pueblo les quisiesen hacer algún daño, ayudarlos, y que los habían dado mucho bastimento y todo lo que hubieron menester.

Holgué mucho de esta nueva y diles crédito, por ver que se habían asegurado tanto y habían venido a mi de tan buena voluntad, y roguéles que luego hiciesen venir una canoa con gente que fuese en busca de aquellos españoles, y que llevasen una carta mía para que se volviesen luego allí. Los cuales lo hicieron con harta diligencia, y yo les di una carta mía para los españoles, y otro día a hora de vísperas vinieron, y con ellos aquella gente del pueblo que habían llevado, y más otras cuatro canoas cargadas de gente y bastimentos del pueblo de donde venían. Y dijéronme los que habían pasado el río arriba después que de mí se hablan apartado, que fue que llegaron a aquel pueblo que estaba antes de éste, que se llama Ozumazintlan, que le habían hallado quemado, y la gente de él ausentada, y que en llegando a ellos los de Iztapan que con ellos traían, los habían buscado y llamado, y habían venido muchos de ellos muy seguros, y les habían dado bastimentos y todo lo que les pidieron. Y así los habían dejado en su pueblo, y después habían llegado a aquel de Ziguatecpan y que asimismo le habían hallado despoblado y la gente de la otra parte del rlo; y que como les habían hablado los de Iztapan, se habían todos alegrado y les habían hecho muy buen acogimiento y dado muy cumplidamente lo que hubieron menester. Y me habían esperado allí dos días, y como no vine, creyendo que había salido más alto, pues tanto tardaba, habían seguido adelante, y se habían ido con ellos aquella gente del pueblo y aquel hermano del señor, hasta el otro pueblo de Petenecte, que está de alli seis leguas, y que asimismo le habían hallado despoblado, aunque no quemado, y la gente de la otra parte del río, y que los de Iztapan y los de aquel pueblo los habían asegurado, y se vinieron con ellos aquella gente en cuatro canoas a verme, y me traían maíz y miel y cacao y un poco de oro.

Y que ellos habían enviado mensajeros a otros tres pueblos que les dijeron que están el río arriba, y se llaman Coazacoalco y Taltenango y Teutitan, y que creían que otro dla vendrlan alli a hablarme; y así fue, que otro día vinieron por el río abajo hasta siete u ocho canoas, en que venía gente de todos aquellos pueblos, y me trajeron algunas cosas de bastimentos y un poquito de oro. A los unos y a los otros hablé muy largamente por hacerles entender que habían de creer en Dios y servir a vuestra majestad, y todos ellos se ofrecieron por súbditos y vasallos de vuestra alteza, y prometieron en todo tiempo hacer lo que les fuese mandado, y los de aquel pueblo de Zagoatespan trajeron luego algunos de sus ídolos, y en mi presencia los quebraron y quemaron. Y vino allí el señor principal del pueblo, que hasta entonces no había venido, y me trajo un poquito de oro, y yo di de lo que tenía a todos; de lo que quedaron muy contentos y seguros.

Entre éstos hubo alguna diferencia, preguntándoles yo por el camino que había de llevar para Acalan; porque los de aquel pueblo de Zagoatespan decían que mi camino era por los pueblos que estaban el río arriba, y aun antes que estos otros viniesen habían hecho abrir seis leguas de camino por tierra y hecho una puente en un río por do pasásemos. Y venidos estos otros, dijeron que era muy gran rodeo y de muy mala tierra y despoblada, y que el derecho camino que yo había de llevar para Acalan era pasar el río por aquel pueblo, y por allí había una senda que solían traer los mercaderes, por donde ellos me guiarían hasta Acalan. Finalmente, se averiguó entre ellos ser éste el mejor camino, y yo había enviado antes un español con gente de los naturales de aquel pueblo de Ziguatecpan, en una canoa por el agua, a la provincia de Acalan, a les hacer saber cómo yo iba, y que se asegurasen y no tuviesen temor, y para que supiesen si los españoles que habían de ir con los bastimentos desde los bergantines eran llegados. Y después envié otros cuatro españoles por tierra, con guías de aquellos que decían saber el camino, para que le viesen y me informasen si había algún impedimento o dificultad en él, y que de ello esperaría su respuesta.

Idos, fuéme forzado partirme antes que me escribiesen, porque no se me acabasen los bastimentos que estaban recogidos para el camino, porque me decían que había cinco o seis días de despoblado. Comencé, pues, a pasar el río con mucho aparejo de canoas que había, y por ser tan ancho y corriente se pasó con harto trabajo, y se ahogó un caballo y se perdieron algunas cosas del fardaje de los españoles. Pasado este río, envié delante una compañía de peones con las guías para que abriesen el camino, y yo con la otra gente me fui detrás de ellos. Y después de haber andado tres dlas por unas montañas harto espesas, por una vereda bien angosta fui a dar a un gran estero, que tenia de ancho más de quinientos pasos, y trabajé de buscar paso por él abajo y arriba, y nunca le hallé; y las guías me dijeron que era por demás buscarle si no subía veinte días de camino hasta las sierras.

Púsome en tanto estrecho este estero o ancón, que seria imposible poderlo significar, porque pasar por él parecía imposible, a causa de ser tan grande y no tener canoas en qué pasarlo; y aunque las tuviéramos para el fardaje y gente, los caballos no podían pasar, porque a la entrada y a la salida había muy grandes ciénagas y raíces de árboles que las rodean. Y de otra manera era excusado el pensar de pasar los caballos, pues pensar de volver atrás era muy notorio perecer todos, por los malos caminos que habíamos pasado y las muchas aguas que había; que ya teníamos por cierto que las crecientes de los rlos se habían robado las puentes que dejamos hechas, pues tornarlas a hacer era muy dificultoso, porque ya toda la gente venia muy fatigada. También pensábamos que habíamos comido todos los bastimentos que había por el camino y que no hallaríamos qué comer, porque llevaba yo mucha gente y caballos, que demás de los españoles venían conmigo más de tres mil ánimas de los naturales. Pues pasar adelante ya he dicho a vuestra majestad la dificultad que había, así que ningún seso de hombre bastaba para el remedio, si Dios, que es verdadero remedio y socorro de los afligidos y necesitados, no le pusiera.

Estando en esto hallé una canoita pequeña en que habían pasado los españoles que yo envié delante a ver el camino, y con ella hice sondear todo el ancón, y hallóse en todo él cuatro brazas de hondura, e hice atar unas lanzas para ver el suelo qué tal era, y hallóse que demás de la hondura de agua había otras dos brazas de limo y cíeno; así que eran seis brazas. Y tomé por postrer remedio determinarme de hacer una puente en él, y mandé luego repartir la madera por sus medidas, que eran de a nueve y diez brazas por lo que había de salir fuera del agua, la cual encargué que cortasen y trajesen aquellos señores de los indios que conmigo iban, a cada uno según la gente que traía. y los españoles, y yo con ellos, comenzamos a hincar la madera con balsas y con aquella canoita y otras dos que después se hallaron.

Era tal la obra que comenzamos, que a todos pareció cosa imposible de acabar, y aun lo decían detrás de mi, diciendo que sería mejor dar la vuelta antes que la gente se fatigase, y después de hambre no pudiesen volver; porque al fin aquella obra no se había de acabar, y forzados nos habíamos de volver. Andaba de esto tanto murmullo entre la gente, que casi ya me lo osaban decir a mí en mi cara; y como los veía tan desmayados, y en la verdad tenían razón, por ser la obra que emprendíamos de tal calidad que parecía imposible salir con ella, y estaban descorazonados y dejativos, y porque ya no comían otra cosa sino raíces de yerbas, mandéles que ellos no entendiesen en la puente, y que yo la haría con los indios. Y luego llamé a todos aquellos señores de ellos, y les dije que mirasen en cuánta necesidad estábamos, y que forzado habíamos de pasar aquel ancón o perecer; que les rogaba mucho que ellos esforzasen a sus gentes para que aquella puente se acabase, y que pasada, teníamos luego una muy gran provincia que se decía Acalan, donde había mucha abundancia de bastimentas, y que allí posaríamos, y que demás de los bastimentos de la tierra, ya sabían ellos que había enviado a mandar que me trajesen de los navíos de los bastimentos que llevaban, y que los habían de traer allí en canoas, y que allí tendrían mucha abundancia de todo; y que demás de esto, yo les prometí que vueltos a esta ciudad, serían de mí en nombre de vuestra majestad muy galardonados.

Ellos me prometieron que la trabajarían, y así, comenzaron luego a repartirlo entre sí, y diéronse tan buena prisa y maña en ello, que en cuatro días la acabaron, de tal manera que pasaron por ella todos los caballos y gente; y tardará más de diez años que no se deshaga si a mano no la deshacen, y esto ha de ser con quemarla, y de otra manera sería dificultoso de deshacer, porque lleva más de mil vigas, que la menor es casi tan gorda como el cuerpo de un hombre, y de nueve y de diez brazas de largura sin otra madera menuda que no tiene cuenta. Y certifico a vuestra majestad que no creo habrá nadie que sepa decir en manera que se pueda entender la orden que estos señores de Tenuxtitlan que conmigo llevaba, y sus indios, tuvieron en hacer esta puente, sino que es la cosa más extraña que nunca se ha visto.

Pasada toda la gente y caballos de la otra parte del ancón, dimos luego en una gran ciénaga, que dura bien dos tiros de ballesta, la cosa más espantosa que jamás las gentes vieron. Donde todos los caballos desensillados se sumían hasta las cinchas, sin parecer otra cosa, y querer forcejear a salir, sumíanse más, de manera que allí perdimos del todo la esperanza de poder pasar y escapar caballo ninguno. Pero todavía comenzamos a trabajar y a ponerles haces de yerbas y ramas grandes debajo, sobre que se sostuviesen y no se sumiesen; remediábanse algo. Andando así trabajando, yendo y viniendo de la una parte a la otra, abrióse por medio un callejón de agua y cieno en que los caballos comenzaban algo a nadar, y con esto plugo a nuestro Señor que salieron todos sin peligrar ninguno, aunque tan trabajados y fatigados que casi no se podían tener en los pies. Dimos todos muchas gracias a Nuestro Señor por tan gran merced como nos hizo, y estando en esto, llegaron los españoles que yo había enviado a Acalan, con hasta ochenta indios de los naturales de aquella provincia cargados de mantenimiento de maíz y aves, con que Dios sabe el alegría que todos hubimos, en especial que nos dijeron que toda la gente quedaba muy segura y pacífica, y con voluntad de no se ausentar.

Venían con aquellos indios de Acalan dos personas honradas, que dijeron venir de parte del señor de una provincia que se llama Apaspolon, a me decir que él había holgado mucho con mi venida; que había muchos días que había noticia de mí, por parte de mercaderes de Tabasco y Xicalango, y que holgaba de conocerme. Y envióme con ellos un poco de oro; yo lo recibí con toda la alegría que pude, agradeciendo a su señor la buena voluntad que mostraba al servicio de vuestra majestad, y les di algunas cosillas, y los torné a enviar con los españoles que con ellos habían venido, muy contentos.

Fueron muy admirados de ver el edificio de la puente, y fue harta parte para la seguridad que después en ellos hubo, porque según su tierra está entre lagunas y esteros, pudiera ser que se ausentaran por ellos; mas con ver aquella obra pensaron que ninguna cosa nos era imposible.

También llegó en este tiempo un mensajero de la villa de Santisteban del Puerto, que es en el río de Pánuco, que me traía cartas de las justicias de ella, y con él otros cuatro o cinco mensajeros indios que me traían cartas de esta ciudad de Tenuxtitlan, y de la villa de Medellin y de la villa del Espíritu Santo, y hube mucho placer al saber que estaban buenos, aunque no supe del factor y veedor, Gonzalo de Salazar y Peralmindes Chirino, a quien yo había enviado, como arriba dije, desde la villa del Espíritu Santo para apaciguar las diferencias de entre el tesorero y contador, porque aún no eran llegados a esta ciudad.

Este día, después de partidos los indios y españoles que iban delante de Acalan, me partí yo con toda la gente tras ellos, y dormí una noche en el monte, y otro día, poco más de mediodía, allegué a las estancias y labranzas de la provincia de Acalan, y antes de llegar al primer pueblo de ella, que se llama Tizatepetl, estaba una ciénaga, que para pasarla se rodeó más de una gran legua. En fin se pasó, llevando los caballos del diestro con harto trabajo, y a hora de vísperas llegamos a aquel primer pueblo dicho Tizatepetl, donde hallamos todos los naturales en sus casas muy reposados y seguros, Y mucho bastimento, así para las gentes como para los caballos; tanto que satisfizo bien la necesidad pasada.

Aquí reposamos seis días, y me vino a ver un mancebo de buena disposición y bien acompañado, que dijo ser hijo del señor, y me traía cierto oro, y aves, y ofreció su persona y tierra al servicio de vuestra majestad, y dijo que su padre era ya muerto. Yo mostré que me pesaba mucho de la muerte de su padre, aunque vi que no decía verdad, y le di un collar que yo tenía al cuello de cuentas de Flandes, que él tuvo en mucho; y le dije que fuese con Dios, y él estuvo dos días allí conmigo de su voluntad.

Uno de los naturales de aquel pueblo, que se decía ser señor de él, me dijo que muy cerca de allí estaba otro pueblo que también era suyo, donde había mejores aposentos y más copia de bastimentos, porque era mayor y de más gente; que me fuera allá aposentar, porque estaría más a mi placer; yo le dije que me placía, y envió luego a mandar que abriesen el camino y que se aderezasen las posadas, lo cual se hizo todo muy bien, y nos fuimos a aquel pueblo, que está de este primero cinco leguas, donde asimismo hallamos toda la gente segura y en sus casas, y desembarazada cierta parte del pueblo, donde nos aposentamos.

Este es muy hermoso pueblo; llámase Teutiercas, tiene muy hermosas mezquitas, en especial dos, donde nos aposentamos y echamos fuera los ídolos, de que ellos no mostraron mucha pena, porque ya yo les había hablado y dado a entender el yerro en que estaban, y cómo no había más de un solo Dios creador de todas las cosas, y todo lo demás que cerca de esto se les pudo decir, aunque después al señor principal y a todos juntos les hablé más largo. Supe de ellos que una de estas dos casas o mezquitas, la más principal de ellas, estaba dedicada a una diosa en que ellos tenian mucha fe y esperanza, y que a ésta no le sacrificaban sino doncellas vírgenes y muy hermosas, y que si no eran tales, se irritaba mucho con ellos, y que por esto tenían siempre muy especial cuidado de las buscar tales que ella se satisficiese. Y las criaban desde niñas las que hallaban de buen gesto para este efecto; sobre esto también les dije lo que me pareció que convenía, de que pareció que quedaban algo satisfechos.

El señor de este pueblo se mostró muy mi amigo, y tuvo conmigo mucha conversación, y me dio muy larga cuenta y relación de los españoles que yo iba a buscar y del camino que había de llevar, y me dijo en muy gran secreto, rogándome que nadie supiese que él me había avisado, que Apaspolon, señor de toda aquella provincia, era vivo y había mandado decir que era muerto, y que era verdad que aquel que me había venido a ver era su hijo, y que él mandaba que me desviasen del camino derecho que había de llevar, porque no viese la tierra y los pueblos de ellos, y que me avisaba de ello porque me tenía buena voluntad y había recibido de mí buenas obras; pero que me rogaba que de esto se tuviese mucho secreto, porque si se sabIa que él me había avisado, le mandaría matar Apaspolon y quemaría toda su tierra. Yo se lo agradecí mucho, y pagué su buena voluntad dándole algunas cosillas, y le prometí el secreto, como él me lo rogaba, y aun le prometí que el tiempo andando seria de mi, en nombre de vuestra majestad, muy gratificado.

Luego hice llamar al hijo del señor que me habia venido a ver, y le dije que me maravillaba mucho de él y de su padre haberse querido negar, sabiendo la buena voluntad que traia yo de le ver y hacer mucho honra y darle de lo que yo tenía, porque yo había recibido en sus tierras buenas obras, y deseaba mucho pagárselas. Que yo sabia cierto que era vivo; que le rogaba mucho que él le fuese a llamar y trabajase con él que me viniese a ver, porque creyese cierto que él ganaría mucho. El hijo me dijo que era verdad que él era vivo, y que si él me lo habla negado, era porque su padre se lo mandó así, y que él iria y trabajaría mucho de lo traer, y que creia que vendría, porque él tenia ya gana de verme, pues conocía que no venía a hacerles daño, antes les daba de lo que tenia, y que por haberse negado, tenía alguna vergüenza de parecer ante mi. Yo le rogué que fuese y trabajase mucho de lo traer, y así lo hizo, que otro día vinieron ambos y yo les recibi con mucho placer, y él me dio en descargo de haberse negado, que era de temor de saber mi voluntad, y que ya que la sabía, él deseaba mucho verme, y que era verdad que él mandase que me guiasen por fuera de los pueblos; pero que ahora que conocía mi intención que me rogaba que me fuese al pueblo principal donde él residía, porque allí había más aparejo de darme las cosas necesarias, y luego mandó abrir un camino muy ancho para allá, y él se quedó conmigo, y otro día nos partimos, y le mandé dar un caballo de los míos, y fue muy contento cabalgando en él hasta que llegamos al pueblo que se llama Izancanac, el cual es muy grande y de muchas mezquitas, Y está en la ribera de un gran estero que atraviesa hasta el punto de Términos de Xicalango y Tabasco. Alguna de la gente de este pueblo estaba ausentada, y algunos estaban en sus casas; tuvimos allí mucha copia de bastimentos, y el señor se estuvo conmigo dentro del aposento, aunque tenía su casa ahí cerca y poblada.

Todo el tiempo que yo allí estuve dióme muy larga cuenta de los españoles que iba a buscar, e hízome una figura en un paño del camino que había de llevar. Y dióme cierto oro Y mujeres, sin le yo pedír ninguna cosa, porque hasta hoy ninguna cosa he pedido a los señores de estas partes si ellos no me lo quisieron dar.

Habíamos de pasar aquel estero, y antes de él estaba una gran ciénaga; y el dicho señor Apaspolon hizo hacer en ella una puente, y para este estero nos dio mucho aparejo de canoas, todo el que fue menester, y dióme además guías para el camino y dióme una canoa y guías para que llevasen al español que me había traído las cartas de la villa de Santisteban del Puerto, y a los otros indios de México a las provincias de Xicalango y Tabasco. Y con este español torné a escribir a las villas y a los tenientes que dejé en esta ciudad; y a los navíos que estaban en Tabasco y a los españoles que habían de venir con los bastimentos, diciendo a todos lo que habían de hacer. Y despachado todo esto, le di al señor ciertas casillas a que él se aficionó; y quedando muy contento, y toda la gente de su tierra muy segura, me partí de aquella provincia de Acalan el primer domingo de cuaresma del año de 25, y aqueste día no se hizo más jornada de pasar aquel estero, que no se hizo poco. Dile a este señor una nota, porque él me lo rogó, para que si por allí viniesen españoles supiesen que yo había pasado por allí, y que él quedaba por mi amigo.

Aquí en esta provincia acaeció un caso que es bien que vuestra majestad lo sepa, y es que un ciudadano honrado de esta ciudad de Tenuxtitlan, que se llamaba Mexicalcingo, y después que es bautizado se llama Cristóbal, vino a mí muy secretamente una noche y me trajo cierta figura en un papel de lo de su tierra; y queriéndome dar a entender lo que significaba, me dijo que Guatemucin, señor que fue de esta ciudad de Tenuxtitlan, a quien yo despUés que la gané he tenido preso, teniéndole por hombre bullicioso, y le llevé conmigo aquel camino con todos los demás señores que me pareció que eran parte para la seguridad y revuelta de estas partes, y díjome aquel Cristóbal que aquel Guatemucin y Guanacaxin, señor que fue de Tezcuco, y Tetepanquezal, señor que fue de Tacuba, y un Tacitecle, que a la sazón era en esta ciudad de México en la parte de Tatelulco, habían hablado muchas veces y dado cuenta de ello a este Mexicalcingo, que, como dije, se llama ahora Cristóbal, diciendo cómo estaban desposeídos de sus tierras y señorío, y las mandaban los españoles, y que sería bien que buscasen algún remedio para que ellos las tornasen a señorear y poseer. Y que hablando en ello muchas veces en este camino, les había parecido que era buen remedio tener manera como me matasen a mí y a los que conmigo iban. Y que después, muertos nosotros, irían apellidando la gente de aquellas partes hasta matar a Cristóbal de Olid y la gente que con él estaba. Y enviar sus mensajeros a esta ciudad de Tenuxtitlan para que matasen todos los españoles que en ella habían quedado, porque les parecía que lo podían hacer muy ligeramente, siendo así que todos los que quedaban aquí eran de los que habían venido nuevamente, y que no sabían las cosas de la guerra, y que acabado de hacer ellos lo que pensaban, irían apellidando y juntando consigo toda la tierra por todas las villas y lugares donde hubiese españoles, hasta los matar y acabar todos. Y que hecho esto, pondrían en todos los puertos de la mar recias guarniciones de gente para que ningún navío que viniese se les escapase, de manera que no pudiese volver nueva a Castilla; y que así serían señores como antes lo eran, y que tenían ya hecho repartimiento de las tierras entre sí, y que a este Mexicalcingo le hacían señor de cierta provincia.

Pues como yo fui tan largamente informado por aquel Cristóbal de la traición que contra mí y contra los españoles estaba urdida, di muchas gracias a Nuestro Señor por haberla así revelado, y luego en amaneciendo prendí a todos aquellos señores, y los puse apartados el uno del otro, y les fui a preguntar cómo pasaba el negocio, ya los unos decía que los otros me lo habían dicho, porque no sabían unos de otros, y a los otros que los otros; así que tuvieron todos de confesar la verdad que Guatemucin y Tetepanquezal habían movido aquella cosa, y que los otros era verdad que lo habían oído, pero que nunca habían consentido en ello. De esta manera fueron ahorcados estos dos, y a los otros solté, porque no parecía que tenían más culpa de haberles oído, aunque aquélla bastaba para merecer la muerte. Pero quedaron procesos abiertos para que cada vez que se vuelvan a ver puedan ser castigados; aunque creo que ellos quedan de tal manera espantados, porque nunca han sabido de quién lo supe, que no creo se tornarán a revolver, porque creen que lo supe por alguna arte, y así piensan que ninguna cosa se me puede esconder.

Porque, como han visto que para acertar aquel camino muchas veces sacaba una carta de marear y una aguja, en especial cuando se acertó el camino de Cagoatezpan, han dicho a muchos españoles, que por allí lo saqué, y aun a mí me han dicho algunos de ellos, queriéndome hacer cierto que tienen buena voluntad, que para que conozca sus buenas intenciones, que me rogaban mucho mirase el espejo y la carta, y que allí vería cómo ellos me tenían buena voluntad, pues por allí sabía todas las otras cosas: yo también les hice entender que así era la verdad, y que en aquella aguja y carta de marear veía yo y sabía y se me descubrían todas las cosas.

Esta provincia de Acalan es muy gran cosa, porque hay en ella muchos pueblos y de mucha gente, y muchos de ellos vieron los españoles de mi compañía, y es muy abundosa de mantenimientos y de mucha miel. Hay en ella muchos mercaderes y gentes que tratan en muchas partes, y son ricos de esclavos y de las cosas que se tratan en la tierra; está toda cercada de esteras, y todos ellos salen a la bahía o puerto que llaman de Términos, por donde en canoas tienen gran contratación en Xicalango y Tabasco, y aún créese, aunque no está sabida del todo la verdad, que atraviesan por allí a esta otra mar; de manera que aquella tierra que llaman Yucatán queda hecha isla. Yo trabajaré de saber el secreto de esto, y haré de ello a vuestra majestad verdadera relación. Según supe, no hay en ella otro señor principal sino el que es el más caudaloso mercader y que tiene más trato de sus navíos por la mar, que es este Apaspolon, de quien arriba he nombrado a vuestra majestad por señor principal. Y es la causa ser muy rico y de mucho trato de mercadería, que hasta en el pueblo de Nito, de que adelante diré, donde hallé ciertos españoles de la compañía de Gil González de ÁVila, tenían un barrio poblado de sus factores, y con ellos un hermano suyo, que trataba sus mercaderías.

Las que más por aquellas partes se tratan entre ellos, son cacao, ropa de algodón, colores para teñir, otra cierta manera de tinta con que se tiñen ellos los cuerpos para se defender del calor y del frío, tea para alumbrarse, resma de pino para los sahumerios de sus ídolos, esclavos, y otras cuentas coloradas de caracoles, que tienen en mucho para el ornato de sus personas. En sus fiestas y placeres tratan algún oro, aunque mezclado con cobre y otras mezclas.

A este Apaspolon y a muchas personas honradas de la provincia que me venían a ver, les dije lo que a todos los otros del camino les había dicho acerca de sus ídolos, y de lo que debían creer y hacer para salvarse, y también lo que eran obligados del servicio de vuestra majestad; de lo uno y de lo otro pareció que recibieron contentamiento, y quemaron muchos de sus ídolos en mi presencia, y dijeron que de allí en adelante no los honrarían más, y prometieron que siempre serían obedientes a cualquier cosa que en nombre de vuestra majestad les fuese mandado; y así me despedí de ellos, y me partí, como arriba he dicho.

Tres días antes que saliese de esta provincia de Acalan envié cuatro españoles con dos guías que me dio el señor de ella, para que fuesen a ver el camino que había de llevar a la provincia de Mazatlan, que en su lengua de ellos se llama Quiatleo, porque me dijeron había mucho despoblado, y que había de dormir cuatro días en los montes antes que llegase a la dicha provincia, para que viesen el camino, y si había en él ríos o ciénagas qué pasar, y mandé a toda la gente se apercibiese de bastimentos para seis dlas, porque no nos acaeciese otra necesidad como la pasada; los cuales se bastecieron muy cumplidamente, porque de todo tenían harta copia, y a cinco leguas andadas después de la pasada del estero, topé los españoles que venlan de ver el camino con las guías que habían llevado, y me dijeron que habían hallado muy buen camino, aunque cerrado de monte, pero que era llano, sin río ni ciénaga que nos estorbase, y que habían llegado sin ser sentidos hasta unas labranzas de la dicha provincia, donde habian visto alguna gente; desde allí se habían vuelto sin ser vistos ni sentidos. Holgué mucho de aquella nueva, y de alli adelante mandé que fuesen seis peones sueltos con algunos indios de nuestros amigos, delante una legua de las que iban abriendo el camino, para que si algún caminante topasen le asiesen, de manera que pudiésemos llegar a la provincia sin ser sentidos, porque tomásemos la gente antes que se ausentase, o quemasen los pueblos, como lo habían hecho los de atrás, y aquel día, cerca de una laguna del agua, hallaron dos indios naturales de la provincia de Acalan, que venían de la de Mazatlan, según dijeron, de rescatar sal por ropa, y en algo pareció ser así verdad, porque venían cargados de ropa. Y trajéronlos ante mí, y yo les pregunté si de mi ida tenían noticia los de aquella provincia, y dijeron que no, antes estaban muy seguros. Yo les dije que se habían de volver conmigo, y que no recibiesen pena de ello, porque ninguna cosa de lo que traían se les perdería; antes yo les daría más, y que en llegando a la provincia de Mazatlan yo les daría licencia para que se volviesen, porque yo era muy amigo de todos los de Acalan, porque del señor y de todos ellos había recibido buenas obras.

Ellos mostraron buena voluntad de lo hacer, y así, volvieron guiándonos y aun nos llevaron por otro camino, y no por el que los españoles que yo envié primero habían ido abriendo; que aquél iba a dar a los pueblos, y el otro iba a ciertas labranzas, y aquel día dormimos asimismo en el monte, y otro día los españoles que iban por corredores delante toparon cuatro indios de los naturales de Mazatlan con sus arcos y flechas, que estaban, según pareció, en el camino por escuchas, y como dieron sobre ellos, desembarazaron sus arcos e hirieron un indio de los míos, y como era el monte espeso no pudieron prender más de uno, el cual entregaron a tres indios de los míos, y los españoles siguieron el camino adelante, creyendo que había más de aquéllos. Y como los españoles se apartaron, volvieron los otros que habían huido, y según pareció se quedarían allí cerca metidos en el monte, y dan sobre los indios mis amigos, que tenían a su compañero preso, y pelearon con ellos, y quitáronsele, y los nuestros de corridos siguiéronlos por el monte y alcanzáronlos, y tornaron a pelear e hirieron a uno de ellos en un brazo de una gran cuchillada, y prendiéronle, y los otros huyeron, porque ya sentían venir gente de la nuestra cerca. De este indio me informé si sabían de mi ida, y dijo que no; preguntéle que para qué estaban ellos allí por velas, y dijeron que ellos siempre lo acostumbraban así hacer, porque tenían guerra con muchos de los comarcanos, que para asegurar los labradores que andaban en sus labranzas, el señor mandaba siempre poner sus espías por los caminos, por no ser salteados.

Seguí mi camino a la más prisa que pude, porque este indio me dijo que estábamos cerca, y porque sus compañeros no llegasen antes a dar mandado, y mandé a la gente que iba delante, que en llegando a las primeras labranzas se detuviesen en el monte, y no se mostrasen hasta que yo llegase, y cuando llegué era ya tarde, y dime mucha prisa pensando llegar aquella noche al pueblo, y porque el fardaje venía algo derramado, mandé a un capitán que se quedase allí en aquellas labranzas con veinte de caballo y los recogiese y durmiese allí con ellos, y recogidos todos, que siguiesen mi rastro. Yo trabajé de andar por un caminillo algo seguido, aunque de monte muy cerrado, a pie con el caballo de diestro, y todos los que me seguían de la misma manera, y fui por él hasta que, cerca la noche, di en una ciénaga que sin aderezarse no se podla pasar, y mandé que de mano en mano dijesen que se volviesen atrás. Y así nos volvimos a una sabanilla que atrás quedaba, y dormimos aquella noche en ella, sin tener agua que beber nosotros ni los caballos. Otro día por la mañana hice aderezar la ciénaga con mucha rama, y pasamos los caballos de diestro, aunque con trabajo, y a tres leguas de donde dormimos, vimos un pueblo en un peñol, y pensando que no habíamos sido sentidos, llegamos en mucho concierto hasta él, y estaba tan bien cercado, que no hallábamos por dónde entrar. En fin, se halló entrada, y hallámosle despoblado y muy lleno de bastimentos de maíz y aves y miel y frijoles y de todos los bastimentos de la tierra, en mucha cantidad, y como fueron tomados de improviso, no lo pudieron alzar, y también como era frontero, estaba muy bastecido.

La manera de este pueblo es que está en un peñol alto, y por la una parte le cerca una gran laguna, y por la otra un arroyo muy hondo que entra en la laguna, y no tiene sino sólo una entrada llana, y todo él está cercado de un fosado hondo, y después del fosado un pretil de madera hasta los pechos de altura, y después de este pretil de madera una cerca de tablones muy gordos, de hasta dos estados en alto, con sus troneras en toda ella para tirar sus flechas, y a trechos de la cerca unas garitas altas que sobrepujaban sobre ella cerca otro estado y medio, asimismo con sus torreones y muchas piedras encima para pelear desde arriba, y sus troneras también en lo alto y de dentro de todas las casas del pueblo; asimismo sus troneras y traveses a las calles, por tan buena orden y concierto, que no podla ser mejor, digo para propósito de las armas con que ellos pelean. Aquí hice ir alguna gente por la tierra a buscar la del pueblo, y tomaron dos o tres indios, y con ellos envié al uno de aquellos mercaderes de Acalan, que había tomado en el camino, para que buscasen al señor, y le dijesen que no hubiese miedo ninguno, sino que se volviese a su pueblo; porque yo no le venía hacer enojo, antes le ayudaría en aquellas guerras que tenía, y le dejaría su tierra muy pacífica y segura. Y desde a dos días volvieron y trajeron a un tío del señor consigo, el cual gobernaba la tierra, porque el señor era muchacho; y no vino el señor porque dizque tuvo temor y a éste hablé y aseguré, y se fue conmigo hasta otro pueblo de la misma provincia, que está siete leguas de éste, que se llama Tiac, y tienen guerra con los de este pueblo, y está también cercado, como este otro, y es muy mayor, aunque no es tan fuerte, porque está en llano, pero tiene sus cercas y cavas y garitas más recias y más, y cercado cada barrio por sí, que son tres barrios, cada uno de ellos cercado por sí, y una cerca que cerca a todos.

A este pueblo había enviado dos capitanías de caballo y una de peones delante, y hallaron el pueblo despoblado, y en él mucho bastimento, y cerca del pueblo tomaron siete u ocho hombres, de los cuales soltaron algunos para que fuesen a hablar al señor y asegurar la gente; e hiciéronlo tan bien, que antes que yo llegase habían ya venido mensajeros del señor y traído bastimentos y ropa, y después que yo vine vinieron otras dos veces a nos traer de comer y hablar, así de parte del señor de este pueblo como de otros cinco o seis que están en esta provincia, que son cada uno cabecera por sí, y todos ellos se ofrecieron por vasallos de vuestra majestad y nuestros amigos, aunque jamás pude acabar con ellos que los señores me viniesen a ver. Y como yo no tenía espacio para detenerme mucho, enviéles a decir que les agradecía su buena voluntad, que yo los recibía en nombre de vuestra alteza, y les rogaba que me diesen guías para mi camino adelante; lo cual hicieron de muy buena voluntad, y me dieron una guía que sabía muy bien hasta el pueblo donde estaban los españoles, y los había visto. Y con esto me partí de este pueblo de Tiac, y fui a dormir a otro que se llama Yasuncabil, que es el postrero de la provincia, el cual asimismo estaba despoblado y cercado de la manera que los otros. Aquí había una muy hermosa casa del señor, aunque de paja.

En este pueblo nos proveímos de todo lo que hubimos menester para el camino, porque nos dijo la guía que teníamos cinco días de despoblado hasta la provincia de Taiza, por donde habíamos de pasar, y así era verdad; desde esta provincia de Mazatlan o Guiache despedí los mercaderes que había tomado en el camino y las guías que traía de la provincia de Acalan, y les di de lo que yo tenía, así para ellos como para que llevasen a su señor, y fueron muy contentos. También envié a su casa al señor del primer pueblo, que había venido conmigo, y le di ciertas mujeres que los nuestros habían tomado por los montes, de las suyas, y otras casillas, de que fue muy contento.

Salido de esta provincia de Mazatlan, seguí mi camino para la de Taiza, fy dormí a cuatro leguas en despoblado, que todo el camino lo era, y de grandes montañas y sierras, y aun hubo en él un mal puerto, que por ser todas las peñas y piedras de él de alabastro muy fino, se puso nombre puerto de Alabastro, y al quinto día los corredores que llevaba delante con la guía asomaron a una muy gran laguna, que parecía brazo de mar, y aun así creo que lo es, aunque es dulce, según su grandeza y hondura, y en una isleta que hay en ella vieron un pueblo, el cual les dijo aquella guía ser el principal de aquella provincia de Taiza, y que no teníamos remedio para pasar a él si no fuese en canoas, y quedaron allí los españoles corredores puestos en salto, y volvió uno de ellos a hacerme saber lo que pasaba. Yo hice detener toda la gente, y pasé adelante a pie para ver aquella laguna y la disposición de ella, y cuando llegué, a los corredores hallé que habían prendido a un indio de los del pueblo, que había venido en una canoa chiquita con sus armas a descubrir el camino y ver si había alguna gente; y aunque venia descuidado, de lo que le acaeció, se les fuera, sino por un perro que tenían, que le alcanzó antes que se echase al agua.

De este indio me informé, y me dijo que ninguna cosa se sabía de mi venida; preguntéle si había paso para el pueblo, y dijo que no; pero dijo que cerca de allí, pasando un brazo pequeño de aquella laguna, había algunas labranzas y casas pobladas, donde creía, si llegásemos sin ser sentidos, hallaríamos algunas canoas. Y luego envié a mandar a la gente que se viniesen tras mí, y yo con diez o doce peones ballesteros seguí a pie por donde el indio nos guió, y pasamos un gran rato de ciénaga y agua hasta la cinta, y otras veces más arriba, y llegué a unas labranzas; y con el mal camino, y aun porque muchas veces no podíamos ir sino descubiertos, no pudimos dejar de ser sentidos, y llegamos a tiempo que ya la gente se embarcaba en sus canoas, y se hacían al largo de la laguna, y anduve con mucha prisa por la ribera de aquella laguna dos tercios de legua de labranza, y en todas habíamos sido sentidos e iban ya huyendo. Ya era tarde, y seguir más era en vano. Y así, reposé en aquellas labranzas y recogí toda la gente, y aposentéla al mejor recaudo que yo pude, porque me decía la guía de Mazatlán que aquella era mucha gente y muy ejercitada en la guerra, a quien todas aquellas provincias comarcanas temían, y díjome que él quería ir en aquella canoita en que había venido el indio, que tomaría al pueblo que se parecía en la isleta, y está bien dos leguas de aquí hasta llegar a él, y que hablaría al señor, que él conocía muy bien, y se llama Canec, y le diría mi intención y causa de mi venida por aquellas tierras, pues él había venido conmigo, y la sabía y la había visto, y creía que se aseguraría mucho y le daría crédito a lo que dijese, porque era de él muy conocido y había estado muchas veces en su casa. Luego le di la canoa y el indio que la había traído con él, y le agradecí el ofrecimiento que me hacía, y le prometr que si lo hiciese bien, que se lo gratificaría muy a su contento, y así, se fue, y a medianoche volvió, y con él dos personas honradas del pueblo, que dijeron ser enviados de su señor a me ver y se informar de lo que aquel mensajero mío les había dicho, y saber de mí qué era lo que quería.

Yo les recibí muy bien y di algunas cosillas, y les dije que yo venía por aquellas tierras por mandado de vuestra majestad, a verlas y hablar a los señores y naturales de ellas algunas cosas cumplideras a su real servicio y bien de ellos; que dijesen a su señor que le rogaba que, pospuesto todo temor, viniese adonde yo estaba, y que para más seguridad yo les quería dar un español que fuese allá con ellos y se quedase en rehenes en tanto que él venía, y con esto se fueron, y con ellos la guía y un español. Y otro día de mañana vino el señor, y hasta treinta hombres con él, en cinco o seis canoas, y consigo el español que había enviado para las rehenes, y mostró venir muy alegre. Fue de mí muy bien recibido, y porque cuando llegó era hora de misa, hice que se dijese cantada y con mucha solemnidad, con los ministriles de chirimías y sacabuches que conmigo iban; la cual oyó con mucha atención y las ceremonias de ella, y acabada la misa vinieron alli aquellos religiosos que llevaba, y por ellos le fue hecho un sermón con la lengua, en manera que muy bien lo pudo entender, acerca de las cosas de nuestra fe, y dándole a entender por muchas razones cómo no había más de un solo Dios, y el yerro de su secta, y según mostró y dijo, satisfízose mucho, y dijo que él quería luego destruir sus ídolos y creer en aquel Dios que nosotros le decíamos, y que quisiera mucho saber la manera que debía de tener para servirle y honrarle, y que si yo quisiese ir a su pueblo, vería cómo en mi presencia los quemaba, y quería que le dejase en su pueblo aquella cruz que le decía que yo dejaba en todos los pueblos por donde yo había pasado.

Después de este sermón yo le torné a hablar, haciéndole saber la grandeza de vuestra majestad, y que como él y todos los del mundo éramos sus súbditos y vasallos, y le somos obligados a servir, y que a los que así lo hacían vuestra majestad les mandaría hacer muchas mercedes, y yo en su real nombre lo había hecho en estas partes así con todos los que a su real servicio se habían ofrecido y puesto debajo de su imperial yugo, y que así lo prometía a él. Él me respondió que hasta entonces no había reconocido a nadie por señor ni había sabido que nadie lo debiese ser; que verdad era que había cinco o seis años que los de Tabasco, viniendo por alli por su tierra, le habían dicho cómo había pasado por allí un capitán con cierta gente de nuestra nación, y que los habían vencido tres veces en batalla, y que después les habían dicho que habían de ser vasallos de un gran señor, y todo lo que yo ahora le decía; que le dijese si era todo uno.

Yo le respondí que el capitán que los de Tabasco le dijeron que había pasado por su tierra, con quien ellos habían peleado, era yo; y para que creyese ser verdad, que se informase de aquella lengua que con él hablaba, que es Marina, la que yo siempre conmigo he traído, porque alli me la habían dado con otras veinte mujeres; y ella le habló y le certificó de ello, y cómo yo había ganado a México, y le dijo todas las tierras que yo tengo sujetas y puestas debajo del imperio de vuestra majestad, y mostró holgarse mucho en haberlo sabido, y dijo que él quería ser sujeto y vasallo de vuestra majestad y que se tendría por dichoso de serio de un tan gran señor como yo le decía que vuestra alteza lo es.

E hizo traer aves y miel y un poco de oro y ciertas cuentas de caracoles coloradas, que ellos tienen en mucho, y diómelo, y yo asimismo le di algunas cosas de las nuestras, de que mucho se contentó, y comió conmigo con mucho placer, y después de haber comido, yo le dije cómo iba en busca de aquellos españoles que estaban en la costa de la mar, porque eran de mi compañía y yo los habla enviado, y había muchos días que no sabía de ellos, y por eso los venía a buscar; que le rogaba que él me dijese alguna nueva si sabia de ellos. Él me dijo que tenía mucha noticia de ellos, porque bien cerca de donde ellos estaban tenía él ciertos vasallos suyos, que le servían de labrar ciertos cacaguatales, porque era aquella tierra muy buena de ellos, y que de éstos y de muchos mercaderes que cada día iban y venían de su tierra allá, sabía siempre nuevas de ellos, y que él me daría guía para que me llevasen adonde estaban, pero que me hacía saber que el camino era muy áspero, de sierras muy altas y de muchas peñas; que si había de ir por la mar, que no me fuera tan trabajoso. Yo le dije que ya él veía que para tanta gente como yo conmigo traía y para el fardaje y caballos, que no bastarían navíos, que me era forzado ir tierra; le rogué que me diese orden para pasar aquella laguna, y díjome que yendo por ella arriba hasta tres leguas se desecaba, y por la costa podía tomar el camino frontero de su pueblo y que me rogaba mucho que ya que la gente se había de ir por acullá, que yo me fuese con él en las canoas a ver su pueblo y casa, y que vería quemar los ídolos y le haría hacer una cruz; y yo, por darle placer, aunque contra la voluntad de los de mi compañía, me entré con él en las canoas con hasta veinte hombres, los más de ellos ballesteros, y me fui a su pueblo con él todo aquel día holgando, y ya que era casi noche me despedí de él, y me dio una guía, y me entré en las canoas, y me salí a dormir a tierra, donde hallé ya mucha de la gente de mi compañía que había bajado a la laguna, y dormimos allí aquella noche. En este pueblo, digo en aquellas labranzas, quedó un caballo que se hincó un palo por el pie, y no pudo andar; prometióme el señor de lo curar, no sé lo que hará.

Otro día, después de recogida mi gente, me partí por donde las guías me llevaron, y a obra de media legua del aposento di en un poco de llano y cabaña, y después torné a dar en otro montecillo, que duró obra de legua y media, y torné a salir a unos muy hermosos llanos, y en saliendo a ellos, envié muy delante ciertos de caballo y algunos peones, porque si alguna gente hubiese por el campo la tomasen, porque nos dijeron los guías que aquella noche llegaríamos a un pueblo. Y en estos llanos se hallaron muchos gamos y alanceamos a caballo diez y ocho de ellos, y con el sol y con haber muchos días que los caballos no corrían, porque nunca habíamos traído tierra para ello, sino montes, murieron dos caballos, y estuvieron muchos en harto peligro. Hecha nuestra montería, seguimos el camino adelante, y a poco rato hallé algunos de los corredores que iban delante parados, y tenían cuatro indios cazadores que habían tomado, y traían muerto un león y ciertas iguanas, que son unos grandes lagartos que hay en las islas; y de éstos me informé si sabían de mí en su pueblo y dijeron que no, y mostráronmele a su vista, que al parecer no podía estar de una legua arriba, y dime mucha prisa por llegar allá creyendo que no habría embarazo alguno en el camino, y cuando pensé que llegaba a entrar en el pueblo y vi a la gente andar por él, fui a dar sobre un gran estero de agua muy hondo, y así me detuve y comencélos a llamar, y vinieron dos indios en una canoa y traían hasta una docena de gallinas, y llegaron así cerca de mí, que estaba dentro del agua hasta la cincha del caballo; y detuviéronse, que nunca quisieron llegar afuera, y allí estuve con ellos hablando gran rato asegurándolos, y jamás quisieron llegarse a mí, antes comenzaron a volverse al pueblo en su canoa, y un español que estaba a caballo junto conmigo puso las piernas por el agua y fue a nado tras ellos; y de temor, desampararon la canoa, y llegaron de presto otros peones nadadores y tomáronlos.

Ya toda la gente que habíamos visto en el pueblo se había ido de él, y pregunté a aquellos indios por dónde podíamos pasar, y mostráronme un camino que rodeando una legua arriba se desecaba el estero, y por allí fuimos aquella noche a dormir al pueblo que hay desde donde partimos aquel día ocho leguas grandes. Llámase este pueblo Checan, y el señor de él Amohan; aquí estuve cuatro dias por bastecerme para seis días, que me dijeron los guías había de despoblado, y por esperar se viniera el señor del pueblo, que le envié a llamar y asegurar con aquellos indios que había tomado, y nunca él ni ellos vinieron. Pasados estos días, y recogido el más bastimento que por allí se pudo haber, me partí y llevé la primera jornada de muy buena tierra, llana y alegre, sin monte, sino algunos pedazos. Y andadas seis leguas, al pie de unas sierras y junto a un río se halló una gran casa, y junto a ella otras dos o tres pequeñas, y alrededor algunas labranzas, y dijéronme las guias que aquella casa era de Amohan, señor de Checan, y que la tenía alli para venta, porque pasaban por alli muchos mercaderes.

Allí estuve un día sin el que llegué, porque era fiesta, y por dar lugar a los que iban delante abriendo el camino, y se hizo en aquel río una muy hermosa pesquería, que atajamos en él mucha cantidad de sabogas, y las tomamos todas, sin írsenos una de las que metimos en el atajo. Y otro dia me parti, y asi anduve siete leguas o casi, de harto mal camino, y sal! a unos llanos muy hermosos sin monte, sino algunos pinares.

Duráronnos estos llanos otras dos leguas, y en ellos matamos siete venados, y comimos en un arroyo muy fresco que se hacia al cabo de estos llanos, y después de haber comido comenzamos a subir un portezuelo, aunque pequeño, harto áspero, que de diestro subian los caballos con trabajo, y en la bajada de él hubo hasta media legua de llano, y luego comenzamos a subir otro que en subida y bajada tuvo bien dos leguas y media, tan áspero y malo, que ningún caballo quedó que no se desherrase. Y dormi a la bajada de él en un arroyo, y alli estuve otro día casi hasta hora de vísperas, esperando que se herrasen los caballos, y aunque había dos herradores y más de diez que ayudaban a echar clavos, no se pudieron en aquel dia herrar todos y yo me fui aquel dia a dormir tres leguas adelante, y quedaron allí muchos españoles, así por herrar sus caballos como por esperar el fardaje, que por haber sido el camino malo y haberle pasado con mucha agua que llovla, no habían podido llegar.

Otro día me partí de allí porque las guías me dijeron que cerca estaba una casería que se llama Asuncapin, que es del señor de Taica, y que llegaríamos allí temprano a dormir.

Y después de haber andado cuatro o cinco leguas, llegamos a la dicha casería y la hallamos sin gente; y allí me aposenté dos días, por esperar todo el fardaje y por recoger algún bastimento, y después me partí, y fui a dormir a otra caserla que se llama Taxuytel, que está cinco leguas de esta otra y es de Amohan, señor de Checan, donde había muchos cacaguatales y algún maíz, aunque poco y verde. Aquí me dijeron las guías y el principal de esta casería, que se hubo a las manos él y su mujer y un su hijo, antes que huyesen, que habíamos de pasar unas muy altas y agrias sierras, todas despobladas, hasta llegar a otras caserías, que son de Canec, señor de Taica, que se llaman Tenciz, y no reposamos aquí mucho, que luego otro día nos partimos, y habiendo andado seis leguas de tierra llana, comenzamos a subir el puerto, que fue la cosa del mundo más maravillosa de ver y pasar; pues querer yo decir y significar a vuestra majestad la aspereza y fragosidad de este puerto y sierras, ni quien mejor que yo lo supiese lo podría explicar, ni quien lo oyese lo podría entender, si por vista de ojos no lo viese y pasando por él no lo experimentase.

Y no quiero decir otra cosa sino, que sepa vuestra majestad que en ocho leguas que tuvo este puerto estuvimos en las andar doce días, digo los postreros en llegar al cabo de él, en que murieron sesenta y ocho caballos despeñados y desjarretados, y todos los demás vinieron heridos y tan lastimados, que no pensamos aprovecharnos de ninguno, y así murieron de las heridas y del trabajo de aquel puerto sesenta y ocho caballos, y los que escaparon estuvieron más de tres meses en tornar en sí.

En todo este tiempo que pasamos este puerto jamás cesó de llover de noche y de día, y eran las sierras de tal calidad, que no se detenía en ellas agua para poder beber, y padecíamos mucha necesidad de sed, y los más de los caballos murieron por esta falta, y si no fuera porque de los ranchos y chozas que cada noche hacíamos para nos meter, que de ellos cogíamos agua en calderas y otras vasijas, que como llovía tanto habla para nosotros y los caballos, fuera imposible de escapar ningún hombre ni caballo de aquellas sierras.

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