CARTAS DE RELACIÓN
QUINTA CARTA-RELACIÓN
DE HERNAN CORTÉS AL EMPERADOR CARLOS V
TENUXTITLAN, 3 DE SEPTIEMBRE DE 1526
Dirigida a la sacra católica cesárea majestad del invictísimo emperador don Carlos V, desde la ciudad de Tenuxtitlan, a 3 de septiembre de 1526 años.
(Segunda parte)
En este camino cayó un sobrino mío y se quebró una pierna por tres o cuatro partes, que demás del trabajo que él recibió, nos acrecentó el de todos, por sacarle de aquellas sierras, que fue harto dificultoso. Para remedio de nuestro trabajo hallamos, una legua antes de llegar a Tenciz, un muy gran río, que con las muchas aguas iba tan crecido y recio, que era imposible pasarlo. Y los españoles que fueron delante habían subido el río arriba y hallaron un vado, el más maravilloso que hasta hoy se ha oído decir ni se puede pensar, y es que por aquella parte se tiende el río más de dos tercios de legua, porque unas peñas muy grandes que se ponen delante le hacen tender, y hay entre estas peñas angosturas por donde pasa el río, la cosa más espantosa, de recia, que puede ser; y de éstas hay muchas que por otra parte no se puede pasar el río sino por entre aquellas peñas. Allí cortábamos árboíes grandes que se atravesaban de una peña a otra, y por allí pasábamos con tanto peligro asidos por unos bejucos que también se ataban de una parte a otra, que a resbalar un poquito, era imposible escaparse quien cayese. Había de estos pasos hasta veinte y tantos, de manera que se estuvo en pasar el río dos días por este vado, y los caballos pasaron a nado por abajo, que iba algo más mansa el agua, y estuvieron tres días muchos de ellos en llegar a Tenciz, que no había, como digo, más de una legua, porque venían tan maltratados de las sierras, que casi los llevaban a cuestas, y no podían ir.
Yo llegué a estas caserías de Tenciz, víspera de pascua de Resurrección, a 15 dlas del año de 1525, y mucha de la gente no llegó hasta tres días adelante, digo los que tenían caballos, que se detuvieron por ellos. Dos días antes que yo llegase habían llegado los españoles, que habían llevado la delantera, y hallaron gente en tres o cuatro casas de aquéllas, tomaron veinte y tantas personas, porque estaban muy descuidadas de mi venida; y a aquéllos pregunté si había algunos bastimentos, y dijeron que no, ni se pudieron hallar por toda la tierra, lo que nos puso en harta más necesidad que traíamos, porque había diez días que no comíamos sino cuescos de palmas y palmitos, y aun de éstos se comían pocos, porque no traíamos ya fuerzas para cortarlos. Pero díjome un principal de aquellas caserías que a una jornada de allí el río arriba, que lo habíamos de tomar a pasar por donde lo habíamos pasado, había mucha población de una provincia que se llama Tahuytal, y que allí había mucha abundancia de bastimentos de maíz y cacao y gallinas, y que él me daría quien me guiase allá. Luego proveí que fuese allá un capitán con treinta peones y más de mil indios de los que iban conmigo, y quiso Nuestro Señor que hallaron mucha abundancia de maíz, y hallaron la tierra despoblada de gente, y de alli nos remediamos, aunque por ser tan lejos, nos proveíamos con trabajo.
Desde estas estancias envié con una guía de los naturales de ellas ciertos españoles ballesteros, que fuesen a mirar el camino que habían de llevar hasta una provincia que se llama Acuculin, y llegasen a una aldea de la dicha provincia, que está diez leguas de donde yo quedé, y seis de la cabecera de la provincia, que se llama, como dije, Acuculin, y el señor de ella Acahuilguin. Y llegaron sin ser sentidos, y de una casa tomaron siete hombres y una mujer, y volviéronse y dijeron que el camino era hasta donde ellos habían llegado algo trabajoso, pero que les había parecido muy bueno en comparación de los que habíamos pasado.
De estos indios que trajeron estos españoles me informé de los cristianos que yo iba a buscar, y entre ellos venía uno natural de la provincia de Aculan, que dijo ser mercader, y tenía su casa de asiento de mercadería en el pueblo donde residían los españoles que yo iba a buscar, que se llama el pueblo Nito, donde había mucha contratación de mercaderes de todas partes, y que los mercaderes naturales de Aculan tenían en él un barrio por sí, y con ellos estaba un hermano de Apaspolon, señor de Aculan, y que los cristianos los habían salteado de noche, y los habían tomado el pueblo y quitádoles las mercaderías que en él tenían, que eran en mucha cantidad, porque había mercaderes de muchas partes. Y que desde entonces, que podla haber cerca de un año, todos se habían ido por otras provincias, y que él y ciertos mercaderes de Aculan habían pedido licencia a Acahuilguin, señor de Acuculin, para poblar en su tierra, y habían hecho en cierta parte que él les señaló un pueblezuelo donde vivían; y desde alli contrataban, aunque ya el trato estaba muy perdido después que aquellos españoles alli habían venido, porque era por allí el paso y no osaban pasar por ellos. Y que él me guiaría hasta donde estaban, pero que habíamos de pasar allá junto a ellos un gran brazo de mar, y antes de llegar alli, muchas sierras y malas, y que había desde alli diez jornadas. Holgué mucho con tener tan buena guía e hícele mucha honra, y habláronle las guías que yo llevaba de Mazatlan y Taica, diciéndole cuán bien tratados hablan sido de mí, y cuán amigo era yo de Apaspolon, su señor. Y con esto parecía que él se aseguró más, y fiándome de su seguridad, le mandé soltar a él y a los que con él habían traído, y con su confianza hice que se volviesen de allí las guías que traía y les di algunas casillas para ellos y para sus señores, y les agradecí su trabajo, y se fueron muy contentos.
Luego envié cuatro de aquellos de Acuculin con otros dos de los de aquellas caserías de Tenciz, para que fuesen a hablar al señor de Acuculin, y le asegurasen porque no se ausentase; y tras ellos envié los que iban abriendo el camino, y yo me partí desde ahl a dos días por la necesidad de los bastimentos, aunque teníamos harta de reposar, en especial por amor de los caballos; pero llevando los más de ellos de diestro nos fuimos, y aquella noche amaneció ido el que había de ser guía y los que con él quedaron, de que Dios sabe lo que sentí por haber despachado las otras.
Seguí mi camino y fui a dormir a un monte cinco leguas de allí, donde se pasaron hartos malos pasos y aun se desjarretó otro caballo que había quedado sano, que hasta hoy no lo está. Y otro día anduve seis leguas, y pasé dos ríos; el uno se pasó por un árbol que estaba caído, que atravesaba de la una parte a la otra, con que hicimos sobre él con que pasase la gente para que no cayesen, y los caballos lo pasaron a nado, y se ahogaron en él dos yeguas; y el otro se pasó en unas canoas, y los caballos también a nado, y fui a dormir a una población pequeña de hasta quince casas, todas nuevas. Y supe que aquellas casas eran las de los mercaderes de Aculan que habían salido del pueblo, donde los cristianos habían poblado. Allí estuve yo un día esperando recoger la gente y fardaje, y envié delante dos capitanías de caballos y una de peones al pueblo de Acuculin, y escribiéronme cómo lo habían hallado despoblado, y en una casa grande, que es del señor, habían hallado dos hombres, que les dijeron que estaban allí por el mandado del señor, esperando a que yo llegase para se lo ir a hacer saber. Porque él había sabido de mi venida de aquellos mensajeros que yo le había enviado desde Tenciz, y que él holgaba de verme, y venia en sabiendo que yo era llegado; y que se había ido el uno de ellos a llamar al señor y a traer algún bastimento, y el otro había quedado. Escribiéronme también que hablan hallado cacao en los árboles, pero que no habían hallado maíz; aunque había razonable pasto para los caballos.
Como yo llegué a Acuculin, pregunté si había venido el señor o vuelto el mensajero, y dijéronme que no, y hablé al que había quedado, preguntándole cómo no habían venido; respondióme que no sabía, y que él también estaba esperando de ello, pero que podría ser que hubiese aguardado a saber que yo fuese venido, y que ahora que ya lo sabía vendría.
Esperé dos días, y como no vino, tornéle a hablar, y díjome que él no sabía qué era la causa de no haber venido, pero que le diese algunOS españoles que fuesen con él, que él sabía dónde estaba y que lo llamarían. Y luego fueron con él diez españoles, y llevó los bien cinco leguas de allí por unos montes, hasta unas chozas que hallaron vacías, donde, según dijeron los españoles, parecía bien que había estado gente poco había. Y aquella noche se les fue la guía y se volvieron.
Quedé del todo sin guía, que fue harta causa de doblarse los trabajos, y envié cuadrillas de gente, así españoles como indios, por toda la provincia, y anduvieron por todas las partes de ella más de ocho días; y jamás pudieron hallar gente ni rastro de ella, sino fueron unas mujeres que hicieron poco fruto a nuestro propósito, porque ni ellas sabían camino ni dar razón del señor ni gente de la provincia. Y una de ellas dijo que sabía un pueblo dos jornadas de allí, que se llamaba Chianteca, y que allí se hallaría gente que les diese razón de aquellos españoles que buscábamos, porque había en dicho pueblo muchos mercaderes y personas que trataban en muchas partes.
Así, envié luego gente, y a esta mujer por guía, y aunque era el pueblo dos jornadas buenas de donde yo estaba, y todo despoblado y mal camino, los naturales de él estaban ya avisados de mi venida, y no se pudo tomar tampoco guía.
Quiso Nuestro Señor que estando ya casi sin esperanza, por estar sin guía y porque de la aguja no nos podíamos aprovechar, por estar metidos entre las más espesas y bravas sierras que jamás se vieron, sin hallar camino que para ninguna parte saliese, más del que hasta allí habíamos llevado, que se halló por unos montes un muchacho de hasta quince años, que preguntando, dijo que él nos guiaría hasta unas estancias de Taniha, que es otra provincia que llevaba yo en mi memoria que había de pasar; las cuales estancias dijo estar dos jornadas de allí, y con esta guía me partí, y en dos días llegué a aquellas estancias donde los corredores que iban delante tomaron un indio viejo, y éste nos guió hasta los pueblos de Taniha, que están otras dos jornadas adelante, y en estos pueblos se tomaron cuatro indios, y luego como les pregunté me dieron muy cierta nueva de los españoles que buscaba, diciendo que los habían visto y que estaban dos jornadas de allí en el mismo pueblo que yo llevaba en mi memoria, que se llama Nito. Que por ser pueblo de mucho trato de mercaderes, se tenía de él mucha noticia en muchas partes, y así me la dieron de él en la provincia de Aculan, de que ya a vuestra majestad he hecho mención. Y aun trajéronme dos mujeres de las naturales del dicho pueblo Nito, donde estaban los españoles; las cuales me dieron más entera noticia, porque dijeron que al tiempo que los cristianos tomaron aquel pueblo ellas estaban en él, y como los saltearon de noche, las habían tomado entre otras muchas que allí tomaron, y que habían servido a ciertos cristianos de ellos, los cuales nombraban por sus nombres.
No podré significar a vuestra majestad la mucha alegría que yo y todos los de mi compañia tuvimos con las nuevas que los naturales de Taniha nos dieron, por hallarnos ya tan cerca del fin de tan dudosa jornada como la que traíamos era, que, aunque en aquellas cuatro jornadas que desde Acuculin allí trujimos se pasaron innumerables trabajos, porque fueron todas sin camino y de muy ásperas sierras y despeñaderos, donde se despeñaron algunos de los caballos que nos quedaron, y un primo mio que se dice Juan de Ávalos rodó él y su caballo una sierra abajo, donde se quebró un brazo, y si no fuera por las placas de un arnés que llevaba vestido, que le defendieron de las piedras, se hiciera pedazos. y fue harto trabajoso de le tomar a sacar arriba, y otros muchos trabajos, que serían largos de contar, que aquí se nos ofrecieron, en especial de hambre, porque aunque yo traía algunos puercos de los que saqué de México, que aún no eran acabados, había más de ocho días, cuando a Taniha llegamos, que no comíamos pan, sino palmitos cocidos con la carne, y sin sal, porque había muchos días que nos había faltado, y con esto y con algunos cuescos de palmas nos pasábamos. Y tampoco hallamos en estos pueblos de Taniha cosa ninguna de comer, porque como estaban tan cerca de los españoles, estaban despoblados mucho había, creyendo que habían de venir a ellos, aunque de esto podlan estar bien seguros, según yo hallé a los españoles. Con las nuevas de hallamos tan cerca olvidamos todos estos trabajos pasados, y púsonos este esfuerzo para sufrir los presentes, que no eran de menos condición; en especial el de la hambre, que era el mayor, porque aun de aquellos palmitos sin sal no teníamos abasto, porque se cortaban con mucha dificultad de unas palmas muy gordas y altas, que en todo un día dos hombres tenían que hacer en cortar uno, y cortado, le comían en media hora.
Estos indios que me dieron las nuevas de los españoles, me dijeron que hasta llegar allá habia dos jornadas de mal camino, y que junto con el dicho pueblo de Nito, donde los españoles estaban, estaba un muy gran rio que no se podía pasar sin canoas, porque era tan ancho, que no era posible pasarle a nado.
Luego despaché quince españoles de los de mi compañia, a pie, con una de aquellas guias, para que viesen el camino y el rio, y mandéles que trabajasen de haber alguna lengua de aquellos españoles sin ser sentidos, para me informar qué gente era, si era de la que yo había enviado con Cristóbal de Olid o Francisco de las Casas, o de la de Gil González de Ávila. Y asi fueron, y el indio los guió hasta el dicho rio, donde tomaron una canoa de unos mercaderes, y tomada, estuvieron alli dos dias escondidos, y al cabo de este tiempo salió del pueblo de los españoles, que estaba de la otra parte del río, una canoa con cuatro españoles que andaban pescando, a los cuales tomaron sin se les ir ninguno y sin ser sentidos en el pueblo; los cuales me trajeron y me informé de ellos y supe que aquella gente que allí estaba era de los de Gil González de Ávila, y que estaban todos enfermos y casi muertos de hambre.
Y luego despaché dos criados mios en la canoa que aquellos espagales traian, para que fuesen al pueblo de los españoles con una carta mia en que los hacía saber de mi venida, y que yo me iba a poner al paso del río, y que les rogaba mucho alli me enviasen todo el aderezo de barcas y canoas en que pasase. Y yo me fui luego con toda mi compañía al dicho paso del río, que estuve tres días en llegar a él, y allí vino a mi un Diego Nieto, que dijo estar alli por justicia; y me trajo una barca y una canoa, en que yo con diez o doce pasé aquella noche al pueblo, y aun me vi en harto trabajo, porque nos tomó un viento al pasar, y como el rio es muy ancho allí a la boca de la mar, por donde lo pasamos, estuvimos en mucho peligro de perdernos; y plugo a nuestro Señor de sacamos a puerto. Otro día hice aderezar otra barca que alli estaba, y buscar más canoas y atarlas de dos en dos, y con este aderezo pasó toda la gente y caballos en cinco o seis días.
La gente de españoles que yo allí hallé fueron hasta sesenta hombres y veinte mujeres, que el capitán Gil González de Ávila allí había dejado; los cuales los hallé tales, que era la mayor compasión del mundo de los ver, y de ver las alegrias que con mi venida hicieron, porque en la verdad, si yo no llegara, fuera imposible escapar ninguno de ellos; porque, demás de ser pocos y desarmados y sin caballos, estaban muy enfermos y llagados y muertos de hambre, porque se les acababan los bastimentos que habían traído de las islas y alguno que habían habido en aquel pueblo cuando lo tomaron a los naturales de él; y acabados no tenian remedio de dónde haber otros, porque no estaban para irlos a buscar por la tierra. Y ya que los tuvieran estaban en tal parte asentados, que por ninguna tenían salida, digo que ellos supiesen ni pudiesen hallar, según se halló después con dificultad; y la poca posibilidad que en ellos había para salir a ninguna parte, porque a media legua de donde estaban poblados jamás habían salido por tierra.
Vista la gran necesidad de aquella gente, determiné de buscar algún remedio para los sostener en tanto que le hallaba para poderlos enviar a las islas, donde se aviasen; porque de todos ellos no había ocho para poder quedar en la tierra, ya que se hubiese de poblar. Y luego, de la gente que yo traje, envié por muchas partes por la mar en dos barcas que alli tenían y en cinco o seis canoas. La primera salida que se hizo fue a una boca de un río que se llama Yasa, que está diez leguas de este pueblo donde yo hallé estos cristianos, hacia el camino por donde habla venido, porque yo tenia noticia que allí había pueblos y muchos bastimentos. Y fue esta gente y llegaron al dicho rio, y subieron por él seis leguas arriba, y dieron en unas labranzas, asaz grandes, y los naturales de la tierra sintiéronlos venir y alzaron todos los bastimentos que tenían por unas caserias que por aquellas estancias había, y sus mujeres e hijos y haciendas, y ellos se escondieron en los montes. Y como los españoles llegaron por aquellas caserias, dicen que les hizo una grande agua, y recogiéronse a una gran casa que allí había, y como descuidados y mojados, todos se desarmaron, y aun muchos se desnudaron para enjugar sus ropas y calentarse a fuegos que habían hecho. Y estando asl descuidados, los naturales de la tierra dieron sobre ellos, y como los tomaron desapercibidos, hirieron muchos de ellos de tal manera, que les fue forzado tornarse a embarcar y venir donde yo estaba, sin más recaudo del que habían llevado. Y como vinieron, Dios sabe lo que yo sentí, así por verlos heridos y aun algunos de ellos peligrosos, y por el favor que a los indios quedaría, como por el poco remedio que trajeron para la gran necesidad en que estábamos.
Luego a la hora en las mismas barcas y canoas tomé a embarcar otro capitán con más gente, así de españoles como de los naturales de México que conmigo fueron, y porque no pudo ir toda la gente en las dichas barcas, hicelos pasar de la otra parte de aquel gran río que está cabe este pueblo, y mandé que se fuesen por toda la costa, y que las barcas y canoas se fuesen tierra a tierra junto con ellos para pasar los ancones y ríos, que hay muchos; y así fueron y llegaron a la boca del dicho río donde primero habían herido los otros españoles, y volviéronse sin hacer cosa ninguna ni traer recaudo de bastimento, más de tomar cuatro indios que iban en una canoa por la mar; y preguntados cómo se venían así, dijeron que con las muchas aguas que hacía, venía el río tan furioso, que jamás habían podido subir por él arriba una legua, y que creyendo que amansara, habían estado esperando a la baja ocho días sin ningún bastimento ni fuego; mas de frutas de árboles silvestres, de que algunos vinieron tales, que fue menester harto remedio para escaparlos.
Vídeme aquí en harto aprieto y necesidad, que si no fuera por unos pocos puercos que me habían quedado del camino, que comíamos con harta regla y sin pan ni sal, todos nos quedáramos aislados. Pregunté con la lengua a aquellos indios que habían tornado en la canoa, si sabían ellos por allí a alguna parte donde pudiésemos ir a buscar bastimentos, prometiéndoles que si me encaminasen donde los hubiese que los pondría en libertad, y demás les daría muchas cosas; y uno de ellos dijo que él era mercader y todos los otros sus esclavos, y que él había ido por allí de mercaduría muchas veces con sus navíos, y él sabía un estero que atravesaba desde allí hasta un gran río, por donde en tiempo que hacía tormentas y no podían navegar por la mar, todos los mercaderes atravesaban. Y que en aquel río había muy grandes poblaciones y de gente muy rica y abastada de bastimentos, y que él los guiaría a ciertos pueblos donde muy cumplidamente pudiesen cargar de todos los bastimentos que quisiesen; y porque yo fuese cierto que él no mentía, que le llevase atado con una cadena, para que si no fuese así, yo le mandase dar la pena que mereciese. Y luego hice aderezar las barcas y canoas, y metí en ellas toda cuanta gente sana en mi compañía había, y envíelos con aquella guía, y fueron, y a cabo de diez días volvieron de la manera que habían ido, diciendo que la guía los había metido por unas ciénagas donde las barcas ni canoas no podían navegar, y que habían hecho todo lo posible por pasar, y que jamás habían hallado remedio. Pregunté a la guía cómo me había burlado; respondióme que no había hecho tal, sino que aquellos españoles con quien yo le envié no habían querido pasar adelante; que ya estaban muy cerca de atravesar a la mar adonde el río salía, y aun muchos de los españoles confesaron que habían oído muy claro el ruido de la mar, y que no podía estar muy lejos de donde ellos habían llegado.
No se puede decir lo que sentí el verme tan sin remedio, que casi estaba sin esperanza de él, y con pensamiento que ninguno podía escapar de cuantos allí estábamos, sino morir de hambre. Estando en esta perplejidad, Dios Nuestro Señor, que de remediar semejantes necesidades siempre tiene cargo, en especial a mi inmérito, que tantas veces me ha remediado y socorrido en ellas por andar yo en el real servicio de vuestra majestad, aportó allí un navío que venia de las islas harto sin sospecha de hallarme, el que traía hasta treinta hombres, sin la gente que navegaba el dicho navio, y trece caballos y setenta y tantos puercos y doce botas de carne salada, y pan hasta treinta cargas de lo de las islas. Dimos todos muchas gracias a Nuestro Señor, que en tanta necesidad nos había socorrido, y compré todos aquellos bastimentos y el navío, que me costó todo cuatro mil pesos, y ya yo me había dado prisa a adobar una carabela que aquellos españoles tenían casi perdida y a hacer un bergantín de otros que allí había quebrados, y cuando este navío vino ya la carabela estaba adobada, aunque al bergantín no creo que pudiéramos dar fin si no viniera aquel navio, porque vino en él un hombre que, aunque no era carpintero, tuvo para ello harta buena manera. Andando después por la tierra por unas y otras partes, se halló una vereda por unas muy ásperas sierras que a diez y ocho leguas de allí fue a salir a cierta población que se dice Leguela, donde se hallaron muchos bastimentos; pero como estaba tan lejos y de tan mal camino, era imposible proveemos de ellos.
De ciertos indios que se tomaron allí en Leguela se supo que Naco, que es un pueblo donde estuvieron Francisco de las Casas y Cristóbal de Olid y Gil González de Avila, y donde el dicho Cristóbal de Olid murió, como ya a vuestra majestad tengo hecha relación y adelante diré; también de ello yo tuve noticia por aquellos españoles que hallé en aquel pueblo de Leguela. Y luego hice abrir el camino y envié un capitán con toda la gente y caballos, que en mi compañía no quedaron sino los enfermos y los criados de mi casa y algunas personas que se quísieron quedar conmigo para ir por la mar, y mandé a aquel capitán que se fuese hasta el dicho pueblo de Naco, y que trabajase en apaciguar la gente de aquella provincia, porque quedó algo alborotada del tiempo que allí estuvieron aquellos capitanes, y que llegado, luego enviase diez o doce de caballo y otros tantos ballesteros a la bahía de San Andrés, que está veinte leguas del dicho pueblo; porque yo me partiría por la mar con aquellos navíos, y con ellos todos aquellos enfermos y gente que conmigo quedaron, y me iría a la dicha bahía y puerto de San Andrés, y que si yo llegase primero, esperaría allí la gente que él había de enviar, y que les mandase que si ellos llegasen primero, también me esperasen para que les dijese lo que habían de hacer.
Después de partida esta gente y acabado el bergantín, quise meterme con la gente en los navíos para navegar, y hallé que aunque teníamos algún bastimento de carne, que no lo teníamos de pan, y que era gran inconveniente meterme en la mar con tanta gente enferma; porque si algún día los tiempos nos detuviesen, sería perecer todos de hambre, en lugar de buscar remedio. Y buscando manera para le hallar, me dijo el que estaba por capitán de aquella gente que cuando luego allí habían venido, que vinieron doscientos hombres, y que traían un muy buen bergantín y cuatro navíos, que eran todos los que Gil González había traído, y que con el dicho bergantin y con las barcas de los navíos habían subido aquel gran río arriba, y que habían hallado en él dos golfos grandes, todos de agua dulce, y alrededor de ellos muchos pueblos y de muchos bastimentos, y que habían llegado hasta el cabo de aquellos golfos, que era catorce leguas el río arriba, y que había tomado a se angostar el río, y que venía tan furioso, que en seis días que quisieron subir por él arriba no habían podido subir sino cuatro leguas, y que todavía iba muy hondable, y que no habían sabido el secreto de él, y que alll creía él que había bastimentas de maíz hartos; pero que yo tenía poca gente para ir allá, porque cuando ellos habían ido, habían saltado ochenta hombres en un pueblo, y aun lo habían tomado sin ser sentidos; pero después, que se habían juntado y peleado con ellos y hécholes embarcar por fuerza, y les habían herido cierta gente.
Yo, viendo la extrema necesidad en que estaba, y que era más peligroso meterme en la mar sin bastimentos que no irlos a buscar por tierra, pospuesto todo, me determiné de subir aquel río arriba; porque, demás de no poder hacer otra cosa sino buscar de comer para aquella gente, pudiera ser que Dios Nuestro Señor fuera servido que de allí se supiera algún secreto en que yo pudiera servir a vuestra majestad. Hice luego contar la gente que tenía para poder ir conmigo, y hallé hasta cuarenta españoles, aunque no todos muy sueltos, pero todos podían servir para quedar en guarda de los navíos cuando yo saltase en tierra. Y con esta gente y con hasta cincuenta indios que conmigo habían quedado de los de México, me metí en el bergantín que ya tenía acabado y en dos barcas y cuatro canoas, y dejé en aquel pueblo un despensero mío que tuviese cargo de dar de comer a aquellos enfermos que allí quedaban. Y así, seguí mi camino el río arriba con harto trabajo, por la gran corriente de él, y en dos noches y un día salí al primero de los dos golfos que arriba se hacen, que está hasta tres leguas de donde partí; el cual cogerá doce leguas, y en todo este golfo no hay población alguna, porque en torno de él es todo anegado. Y navegué un día por este golfo hasta llegar a otra angostura que el río hace, y entré por ella, y otro día por la mañana llegué al otro golfo, que era la cosa más hermosa del mundo de ver que entre las más ásperas y agrias sierras que puede ser, estaba una mar tan grande que boja y tiene en su contorno más de treinta leguas. y fui por la una costa de él, hasta que ya casi noche se halló una entrada de camino, y a dos tercios de legua fui a dar en un pueblo, donde, según pareció, había sido sentido, y estaba todo despoblado y sin cosa ninguna.
Hallamos en el campo mucho maíz verde; y así, que comimos aquella noche. Y otro día de mañana, viendo que de allí no nos podíamos proveer de lo que veníamos a buscar, cargámonos de aquel maíz verde para comer, y volvimos a las barcas, sin haber reencuentro ninguno ni ver gente de los naturales de la tierra; y embarcados, atravesé de la otra parte del golfo, y en el camino nos tomó un poco de tiempo contrario, que atravesamos con trabajo, y se perdió una canoa, aunque la gente fue socorrida con una barca, que no se ahogó sino un indio. Tomamos la tierra ya muy tarde, cerca de noche, y no pudimos saltar en ella hasta otro día por la mañana, que con las barcas y canoas subimos por un riatillo pequeño que allí entraba, y quedando el bergantín en el golfo, fuera del dicho riatillo, fui a dar en un camino, y allí salté con treinta hombres y con todos los indios, y mandé volver las barcas y canoas al bergantín. Y yo seguí aquel camino, y luego a un cuarto de legua de donde desembarqué di en un pueblo que, según pareció, había muchos días que estaba despoblado, porque las casas estaban todas llenas de yerba, aunque tenían muy buenas huertas de cacaguatales y otros árboles de fruta, y anduve por el pueblo buscando si había camino que saliese a alguna parte, y hallé uno muy cerrado, que parecía que había mucho tiempo que no se seguía; y como no hallé otro, seguí por él, y anduve aquel día cinco leguas por unos montes, que casi todos los subimos con manos y pies, según era cerrado, y fui a dar a una labranza de maizales, adonde en una casita que en ella había se tomaron tres mujeres y un hombre, cuya debía ser aquella labranza. Éstas nos guiaron a otras labranzas, donde se tomaron otras dos mujeres, y nos guiaron por un camino hasta nos llevar adonde estaba otra gran labranza, y en medio de ella hasta cuarenta casillas muy pequeñas, que nuevamente parecían ser hechas, y según pareció, fuimos sentidos antes que llegásemos, y toda la gente era huída por los montes; y como se tomaron así de improviso, no pudieron recoger tanto de lo que tenían que no nos dejasen algo, en especial gallinas, palomas, perdices y faisanes, que tenían en jaulas, aunque maíz seco y sal no la hallamos.
Allí estuve aquella noche, que remediamos alguna necesidad de la hambre que traíamos, porque hallamos maíz verde, con que comimos estas aves; y habiendo más de dos horas que estábamos dentro en aquel pueblezuelo vinieron dos indios de los que vivían en él, muy descuidados de hallar tales huéspedes en sus casas, y fueron tomados por las velas que yo tenía; y preguntados si sabían de algún pueblo por allí cerca, dijeron que sí, y que ellos me llevarían allá otro día, pero que habíamos de llegar ya casi noche. Y otro día de mañana nos partimos con aquellos guías, y nos llevaron por otro camino más malo que el del día pasado, porque, demás de ser tan cerrado como él, a tiro de ballesta pasábamos un río, que todos iban a dar en aquel golfo, y de este gran ayuntamiento de aguas que bajan de todas aquellas sierras se hacen aquellos golfos y ciénagas, y sale aquel río tan poderoso a la mar, como a vuestra majestad he dicho. Y así, continuando nuestro camino, anduvimos siete leguas sin llegar a poblado, en que se pasaron cuarenta y cinco ríos caudales, sin muchos arroyos, que no se contaron, y en el camino se tomaron tres mujeres, que venían de aquel pueblo donde nos llevaba la guía, cargadas de maíz; las cuales nos certificaron que la guía nos decía verdad, y ya que el sol se quería poner, o era puesto, sentimos cierto ruido de gente y unos atabales, y pregunté a aquellas mujeres qué era aquello, y dijéronme que era cierta fiesta que hacían aquel día, e hice poner toda la gente en el monte lo mejor y más secretamente que yo pude, y puse mis escuchas casi junto al pueblo, y otras por el camino, porque si viniese algún indio lo tomasen. Así estuve toda aquella noche con la mayor agua que nunca se vida, y con la mayor pestilencia de mosquitos que se podía pensar, y era tal el monte, y el camino y la noche tan oscura y tempestuosa, que dos o tres veces quise salir para ir a dar en el pueblo, y jamás acerté a dar en el camino, aunque estaríamos tan cerca del pueblo, que casi oíamos hablar la gente de él.
Y así, fue forzado esperar a que amaneciese, y fuimos tan a buen tiempo que los tomamos a todos durmiendo, y yo había mandado que nadie entrase en casa ni diese voz, sino que cercásemos estas casas más principales, en especial la del señor, y una grande atarazana en que nos habían dicho aquellas guías que dormía toda la gente de guerra.
Quiso Dios y nuestra dicha que la primera casa con que fuimos a topar fue aquella donde estaba la gente de guerra; y como hacía ya claro, que todo se veía, uno de los de mi compañía, que vido tanta gente y armas, parecióle que era bien, según nosotros eramos pocos, y a él le parecían los contrarios muchos, aunque estaban durmiendo, que debía invocar algún auxilio; comenzó a grandes voces a decir: Santiago, Santiago, a las cuales los indios recordaron, y de ellos acertaron a tomar las armas, y de ellos no; y como la casa donde estaban no tenía pared ninguna por ninguna parte, sino sobre postes armado el tejado, salían por donde querían, porque no la pudimos cercar toda; y certifico a vuestra majestad que si aquél no diera voces, todos se prendieran, sin se nos ir uno, que fuera la más hermosa cabalgada que nunca se vio en estas partes, y aun pudiera ser causa de dejar todo pacífico tomándolos a soltar y diciéndoles la causa de mi venida a aquellas partes, y asegurándolos, y viendo que no les hacíamos mal, antes les soltábamos teniéndolos presos, pudiera ser que hiciera mucho fruto; y así fue al revés. Prendimos hasta quince hombres y hasta veinte mujeres, y murieron otros diez o doce que no se dejaron prender, entre los cuales murió el señor sin ser conocido, hasta que después de muerto me lo mostraron los presos. Tampoco en este pueblo hallamos cosa que nos aprovechase; porque, aunque hallábamos maíz verde, no era para el bastimento que veníamos a buscar. En este pueblo estuve dos días porque la gente descansase, y pregunté a los indios que allí se prendieron si sabían de algún pueblo adonde hubiese bastimento de maíz seco, y dijéronme que sí, que ellos sabían un pueblo que se llama Chacujal, que era muy gran pueblo y muy antiguo, y que era muy abastecido de todo género de bastimentos.
Después de haber estado aquí estos dos días, partíme, guiándome aquellos indios para el pueblo que dijeron, y anduve aquel día seis leguas grandes, también mal camino y de muchos ríos, y llegué a unas muy grandes labranzas, y dijéronme las guías que aquéllas eran del pueblo donde íbamos, y fuimos por ellas bien dos leguas por el monte, por no ser sentidos, y tomáronse, de leñadores y otros labradores que andaban por aquellos montes a caza, ocho hombres, que venían muy seguros a dar sobre nosotros, y como yo llevaba siempre mis corredores delante, tomáronlos sin se ir ninguno. Ya que se quería poner el sol, dijéronme las guías que me detuviese, porque ya estábamos muy cerca del pueblo; y así lo hice, que estuve en un monte hasta que fue tres horas de la noche, y luego comencé a caminar, y fui a dar en un río que le pasamos a los pechos, e iba tan recio, que fue harto peligroso de pasar, sino que con ir asidos todos unos a otros pasamos sin que nadie peligrase, y en pasando el río, me dijeron las guías que el pueblo estaba ya junto, e hice parar toda la gente, y fui con dos compañías hasta que llegué a ver las casas del pueblo, y aun oírlos hablar, y parecióme que la gente estaba sosegada y que no éramos sentidos.
Volvíme a la gente e hícelos que reposasen, y puse seis hombres a vista del pueblo de la una parte y de la otra del camino, y volvíme a reposar donde la gente estaba; y ya que me recostaba sobre unas pajas, vino una de las escuchas que tenía puestas, y díjome que por el camino venía mucha gente con armas, y que venían hablando y como gente descuidaba de nuestra venida.
Apercibí la gente lo más paso que yo pude, y como el trecho de allí al pueblo era poco, vinieron a dar sobre las escuchas, y como las sintieron, soltaron una rociada de flechas, e hicieron mandado al pueblo. Y así se fueron retirando y peleando hasta que entramos en el pueblo, y como hacía oscuro, luego desaparecieron por entre las calles, y yo no consentí desmandar la gente, porque era de noche, y también porque creí que habíamos sido sentidos y que tenían alguna celada; y con mi gente junta salí a una gran plaza donde ellos tenían sus mezquitas y oratorias, y como vimos las mezquitas y los aposentos alrededor de ellas a la forma y manera de Culúa, púsonos más espanto del que traíamos, porque hasta allí, después que pasamos de Acalan, no las habíamos visto de aquella manera. Y hubo muchos votos de los de mi compañía, en que decían que luego nos tornásemos a salir del pueblo, y pasásemos aquella noche el río antes que los del pueblo nos sintiesen que éramos pocos y nos tomasen aquel paso. Y en verdad no era muy mal consejo, porque todo era razón de temer, según lo que habíamos visto del pueblo; y así estuvimos recogidos en aquella gran plaza gran rato, que nunca sentimos rumor de gente, y a mí me pareció que no debíamos salir del pueblo de aquella manera, porque quizá los indios viendo que nos deteníamos, tendrían más temor, y que si nos viesen volver conocerían nuestra flaqueza, y nos seria más peligroso; y así plugo a Nuestro Señor que fue, y después de haber estado en aquella plaza muy gran rato, recogíme con la gente a una gran sala de aquéllas, y envié algunos que anduviesen por el pueblo por ver si sentian algo, y nunca sintieron rumor; antes entraron en muchas de las casas de él, porque en todas había lumbre, donde hallaron mucha copia de bastimentos, y volvieron muy contentos y alegres, y así estuvimos alli aquella noche al mejor recaudo que fue posible.
Luego que fue de día se buscó todo el pueblo, que era muy bien trazado, y las casas muy juntas y muy buenas, y hallóse en todas ellas mucho algodón hilado y por hilar y ropa hecha de la que ellos usan, buena, y mucha copia de maíz seco y cacao y frijoles, ají y sal, y muchas gallinas y faisanes en jaulas, y perdices y perros de los que crían para comer, que son asaz buenos, y todo género de bastimentos, tanto, que si tuviéramos los navíos donde lo pudiéramos meter en ellos, me tuviera yo harto bien bastecido para muchos días; pero para nos aprovechar de ellos habíamoslos de llevar veinte leguas a cuestas, y estábamos tales, que nosotros sin otra carga tuviéramos bien que hacer en volver al navío si allí no descansáramos algunos dlas. Aquel día envié un indio natural de aquel pueblo, de los que habíamos prendido por aquellas labranzas, que pareció algo principal, según en el hábito que fue tomado, porque se tomó andando a caza con su arco y flechas, y su persona a su manera bien aderezada, y habléle con una lengua que llevaba, y díjele que fuese a buscar al señor y gente de aquel pueblo, y que les dijese de mi parte que yo no venia a les hacer enojo ninguno, antes a les hablar cosas que a ellos mucho les convenía; y que viniesen el señor o alguna persona honrada del pueblo, y que sabrían la causa de mi venida; y que fuesen ciertos que si viniesen se les seguiría mucho provecho, y por el contrario mucho daño.
Y así, le despaché con una carta mía, porque se aseguraban mucho con ellas en estas partes, aunque fue contra la voluntad de algunos de los de mi compañía, diciendo que no era buen consejo enviarle, porque manifestaría la poca gente que éramos, y que aquel pueblo era recio y de mucha gente, según pareció por las casas de él; y que podía ser que sabido cuán pocos éramos, viniesen sobre nosotros, que juntasen consigo gentes de otros pueblos. Yo bien vi que tenían razón; mas con deseo de hallar alguna manera para nos poder proveer de bastimentos, creyendo que si aquella gente venía de paz me darían manera para llevar algunos, pospuse todo lo que se me pudiese ofrecer, porque en la verdad no era menos peligro el que esperábamos de hambre si no llevábamos bastimentos, que el que se nos podía recrecer de venir los indios sobre nosotros, y por esto todavía despaché el indio, y quedó que volvería otro día, porque sabía dónde podría estar el señor y toda la gente.
Otro día después que se partió, que era el plazo a que había de venir, andando dos españoles rodeando el pueblo y descubriendo el campo, hallaron la carta que le había dado puesta en el camino en un palo, donde teníamos por cierto que no tendríamos respuesta, y así fue que nunca vino el indio, él ni otra persona, puesto que estuvimos en aquel pueblo diez y ocho días descansando y buscando algún remedio para llevar de aquellos bastimentos. Pensando en esto me pareció que sería bien seguir el río de aquel pueblo abajo para ver si entraba en el otro grande que entra en aquellos golfos dulces, adonde dejé el bergantín y barcas y canoas, y preguntélo a aquellos indios que tenía presos, y dijeron que sí, aunque no los entendíamos bien, ni ellos a nosotros, porque son de lengua diferente de los que hasta aquí hemos visto. Por señas y por algunas palabras que de aquella lengua entendía, les rogué que dos de ellos fuesen con diez españoles a mostrarles la salida de aquel río, y ellos dijeron que era muy cerca y que aquel día volverían.
Y así fue que plugo a Nuestro Señor que, habiendo andado dos leguas por unas huertas muy hermosas de cacaguatales y otras frutas, dieron en el río grande, y dijeron que aquél era el que salía a los golfos donde yo había dejado el bergantín y barcas y canoas, y nombráronle por su nombre, que se llama Apolochic. Preguntéles en cuántos días iría desde allí en canoas hasta llegar a los golfos; dijéronme que en cinco días, y luego despaché dos españoles con una guía de aquellos para que fuesen fuera de camino, porque la guía se me ofreció de los llevar así hasta el bergantín; y mandéles que el bergantín y barcas y canoas llevasen a la boca de aquel gran río, y que trabajasen con la una canoa y barca de subir el río arriba hasta donde salía el otro río. Despachados éstos, hice hacer cuatro balsas de madera y canoas muy grandes; cada una llevaba cuarenta fanegas de maíz y diez hombres, sin otras muchas cosas de frijoles y ají y cacao, que cada uno de los españoles echaba en ellas; y hechas ya las balsas, que pasaron bien ocho días en hacerlas, y puesto el bastimento para llevar, llegaron los españoles que había enviado al bergantin, los cuales me dijeron que había seis días que comenzaron a subir el río arriba y que no habían podido llegar con la barca arriba y que la dejaron cinco leguas de allí con diez españoles que la guardasen, y que con la canoa tampoco habían podido llegar, porque venían muy cansados de remar, pero que quedaba una legua de allí escondida; y que viniendo el río arriba les habían salido algunos indios y peleado con ellos, aunque habían sido pocos, pero que creían que para la vuelta ya se habían de juntar más a esperarlos. Hice ir luego gente que subiese la canoa a do estaban las balsas, y puesto en ella todo el bastimento que habíamos recogido, meti la gente que era menester para guiarnos con unas palancas grandes, para amparar de árboles que había en el río asaz peligroso, y a la gente que quedó señalé un capitán y mandé que se fuesen por el camino que habíamos traído, y si llegasen primero que yo, esperasen ellos donde habíamos desembarcado, y que yo iría allí a tomarlos, y que si yo llegase primero, yo los esperaría. Yo metime en aquella canoa con las balsas con sólo dos ballesteros, que no tenía más.
Aunque era el camino peligroso por la gran corriente y ferocidad del río, como porque se tenía por cierto que los indios habían de esperar al paso, quise yo ir allí porque hubiese mejor recaudo; y encomendándome a Dios me dejé el río abajo ir, y llevábamos tal andar, que en tres horas llegamos donde había quedado la barca, y aun quisimos echar alguna carga en ella por aliviar las balsas. Era tanta la corriente, que jamás pudieron parar, y yo metíme en la barca, y mandé que la canoa bien equipada de remeros fuese siempre delante de las balsas para descubrir si hubiese indios en canoas y para avisar de algunos malos pasos, y yo quedé en la barca atrás de todos, aguardando que pasasen todas las balsas delante, para que si alguna necesidad se les ofreciese, los pudiese socorrer de arriba para abajo mejor que abajo para arriba.
Y ya que quería ponerse el sol, la una de las balsas dio en un palo que estaba debajo del agua y trastornóla un poco, y la furia del agua la sacó, aunque perdió la mitad de la carga. Y yendo nuestro camino tres horas ya de la noche, oí adelante gran grita de indios, y por no dejar las balsas atrás no me adelanté a ver qué era, y dende a un poco cesó y no se oyó más. A otro rato tornéla a oír, y parecióme más cerca, y cesó, y tampoco pude saber qué cosa era, porque la canoa y las tres balsas iban delante, y yo quedaba con la balsa que no andaba tanto. Y yendo ya algo descuidado, porque había rato que la grita no sonaba, yo me quité la celada que llevaba, y me recosté sobre la mano, porque iba con gran calentura.
Yendo así, tomónos una furia de una vuelta del rio, que por fuerza, sin poderlo resistir, dio con la barca y balsa en tierra, y según pareció, allí habían sido dadas las gritas que habíamos oído. Porque, como los indios sabían el río, como criados en él, y nos traían espiados, y sabian que forzado la corriente nos había de echar allí, estaban muchos de ellos esperándonos a aquel paso, y como la canoa y balsas que iban delante habían dado donde nosotros después dimos, habianlos flechado y herido casi a todos, aunque con saber que veniamos atrás no se hubieron con ellos tan reciamente como después con nosotros. Y nunca la canoa nos pudo avisar, porque no pudo volver con la corriente; y como nosotros dimos en tierra, alzan muy gran alarido y echan tanta cantidad de flechas y piedras, que nos hirieron a todos, y a mi me hirieron en la cabeza, que no llevaba otra cosa desarmada, y quiso Nuestro Señor que allí era una barranca alta y hacia el rio gran hondura, y a esta causa no fuimos tomados, porque algunos que se quisieron arrojar a saltar en la balsa y barca con nosotros, no les fue bien, que como era oscura, cayeron al agua, y creo que escaparon pocos. Fuimos tan presto apartados de ellos, con la corriente, que en poco rato casi no los oiamos. Y así anduvimos casi toda aquella noche, sin hallar más reencuentro sino algunas gritillas que unas veces nos daban de lejos y otras desde las barrancas del rio, porque está todo de la una parte y de la otra poblado, y de muy hermosas heredades de huertas de cacao y de otras frutas; y cuando amaneció estábamos hasta cinco leguas de la boca del rio que sale del golfo, donde nos estaba esperando el bergantin, y llegamos aquel dia casi a mediodia; de manera que en un día entero y una noche anduvimos veinte leguas grandes por aquel río abajo.
Queriendo descargar las balsas para echar los bastimentos en el bergantin, hallamos que todo lo más de ello venia mojado; y viendo que si no se enjugaba se perdería todo, y nuestro trabajo sería perdido, y no teniamos dónde buscar otro remedio, hice escoger todo lo enjuto, y metilo en el bergantin, y lo mojado echarlo en las dos barcas y dos canoas, y enviélo a más andar al pueblo para que lo enjugasen, porque en todo aquel golfo no había dónde, por ser todo anegado. Y así se fueron, y mandéles que luego volviesen las barcas y canoas a ayudarme a llevar la gente, porque el bergantín y una canoa que quedaba no podían llevar toda la gente. Y partidas las barcas y canoas, yo me hice a la vela y me fui adonde había de esperar la gente que venía por tierra, y esperéla tres días, y a cabo de éstos llegaron muy buenos, excepto un español, que dijeron haber comido en el camino ciertas yerbas, y murió casi súbitamente. Trajeron un indio que tomaron en aquel pueblo donde yo los dejé, que venía descuidado, y porque era diferente de los de aquella tierra así en lengua como en hábito, le pregunté casi por señas, y porque entre los indios presos se halló uno que le entendía, y dijo ser natural de Teculutlan; y como yo oí el nombre del pueblo, parecióme que lo había oído decir otras veces, y desde que llegué al pueblo miré ciertas memorias que yo tenía, y hallé ser verdad que le había oído nombrar, y pareció por allí no haber de traviesa de donde yo llegué a la otra mar del Sur, adonde yo tengo a Pedro de Alvarado, sino setenta y ocho leguas. Porque por aquellas memorias me parecía haber estado españoles de la compañía de Pedro de Alvarado en aquel pueblo de Teculutlan, y aun el indio así lo afirmaba, holgué mucho de saber aquella travesía.
Venida toda la gente, porque las barcas no venían y allí gastamos aquel poco de bastimento que había quedado enjuto, metímonos todos en el bergantín con harto trabajo, que no cabíamos, con pensamiento de atravesar al pueblo donde primero habíamos saltado, porque los maizales habíamos dejado muy granados, y había ya más de veinte y cinco días, y de razón habíamos de hallar mucho de ello seco para podernos aprovechar. Y así fue, que yendo una mañana en mitad del golfo, vimos las barcas que venían, y fuímonos todos juntos; y en saltando en tierra, fue toda la gente, españoles como indios nuestros amigos, y más de cuarenta indios de los presos, al pueblo, y hallaron muy buenos maizales, y muchos de ellos secos, y no hallaron quién se lo defendiese, cristianos e indios hicieron aquel día cada tres caminos, porque era muy cerca; con que cargué el bergantín y barcas y fuime con ello al pueblo, y dejé allí toda la gente acarreando maíz, y enviéles luego las dos barcas, y otra que había aportado allí de un navío que se había perdido en la costa viniendo a esta Nueva España, y cuatro canoas, y en ellas se vino toda la gente y trajeron mucho maíz. Y fue este tan gran remedio, que dio bien el fruto del trabajo que costó, porque a faltarnos, todos pereciéramos de hambre, sin tener ningún remedio.
Hice luego meter todos aquellos bastimentos en los navíos, y metíme en ellos con toda la gente que en aquel pueblo había de la de Gil González, que habían quedado conmigo de mi compañía, y me hice a la vela a ... días del mes de ... (Curiosamente no existe fecha en el documento original. Ignoramos a qué se deba ello. Nota de Chantal López y Omar Cortés) y fuime al puerto de la bahía de San Andrés, echando primero en una punta toda la gente que pudo andar, con dos caballos que yo había dejado para llevar conmigo en los navíos, para que se fuesen por tierra al dicho puerto y bahía, adonde había de hallar o esperar a la gente que había de venir de Naco, porque ya se había andado aquel camino, y en los navíos no podíamos ir sino a mucho peligro, porque íbamos muy abalumbados, y envié por la costa una barca para que les pasase ciertos ríos que había en el camino, y yo llegué al dicho puerto, y hallé que la gente que había de venir de Naco había dos días que era llegada; de los cuales supe que todos los demás estaban buenos, y que tenían mucho maíz y aji y muchas frutas de la tierra, excepto que no tenían carne ni sal, que había dos meses que no sabian qué cosa era. Yo estuve en este puerto veinte días proveyendo de dar orden en lo que aquella gente que estaba en Naco había de hacer, y buscando algún asiento para poblar en aquel puerto, porque es el mejor que hay en toda la costa descubierta de esta tierra firme, digo desde las Perlas hasta la Florida.
Y quiso Dios que le hallé bueno y muy a propósito, e hice buscar ciertos arroyos, y aunque con poco aderezo, se encontró a una y a dos leguas del asiento del pueblo buena muestra de oro; y por esto y por ser el puerto tan hermoso y por tener tan buenas comarcas y tan pobladas, parecióme que vuestra majestad seria muy servido en que se poblase, y luego envié a Naco, donde la gente estaba, a saber si había algunos que allí quisiesen quedar por vecinos. y como la tierra es buena, halláronse hasta cincuenta, y aun algunos y los más de los vecinos que habían ido en mi compañia; y así, en nombre de vuestra majestad fundé allí una villa, que por ser el día en que se empezó a talar el asiento, de la Natividad de Nuestra Señora, le puse a la villa aquel nombre, y señalé alcaldes y regidores, y dejéles clérigos y ornamentos y todo lo necesario para celebrar, y dejé oficiales mecánicos, así como herrero con muy buena fragua, y carpintero y calafate y barbero y sastre. Quedaron entre estos vecinos veinte de caballo y algunos ballesteros' dejéles también cierta artillerla y pólvora.
Cuando a aquel puerto llegué, y supe de aquellos españoles que habían venido de Naco, que los naturales de aquel pueblo y de los otros a él comarcanos estaban todos alborotados y fuera de sus casas por las sierras y montes, que no se querían asegurar, aunque había hablado a algunos de ellos, por el gran temor que tenlan de los daños que hablan recibido de la gente que Gil González y Cristóbal de Olid llevaron; escribí al capitán que allí estaba que trabajase mucho de haber algunos de ellos, de cualquier manera que fuese, y me los enviase para que yo les hablase y asegurase; y así lo hizo, que me envió ciertas personas que tomó en una entrada que hizo, y yo les hablé y aseguré mucho, e hice que les hablasen algunas personas principales de los de aquí de México, que yo conmigo llevé, y les dijeron quién era yo, y lo que había hecho en su tierra, y el buen tratamiento que de mí todos recibían después que fueron mis amigos; y cómo eran amparados y mantenidos en justicia ellos y sus haciendas e hijos y mujeres, y los daños que recibían los que eran rebeldes al servicio de vuestra majestad, y otras muchas cosas que les dijeron, de que se aseguraron mucho; aunque todavía me dijeron que tenían temor que no sería verdad lo que les decían, porque aquellos capitanes que antes de mí habían venido les habían dicho aquellas palabras y otras, y que después les habían mentido, y les habían llevado las mujeres que ellos les daban para que les hiciesen pan, y los hombres que les traían para que les llevasen sus cargas. Y que así creían que haría yo; pero todavía, con la seguridad que aquellos de México les dieron, y la lengua que yo conmigo trala, y como los vieron a ellos bien tratados y alegres de nuestra compañia, se aseguraron algún tanto.
Los envié para que hablasen a los señores y gente de los pueblos, y de ahí a pocos días me escribió el capitán que ya habían venido de paz algunos de los pueblos comarcanos, en especial los más principales, que son aquel de Naco, donde están aposentados, y Quimistlan y Zula y Cholome, que el que menos de éstos tiene por más de dos mil casas, sin otras aldeas que cada uno tiene sujetas a sí.
Y que habían dicho que luego vendrían toda la tierra de paz, porque ya ellos les habían enviado mensajeros, asegurándoles y haciéndoles saber cómo yo estaba en la tierra, y todo lo que yo les había dicho y habían oído a los naturales de México, y que deseaban mucho que yo fuese allá, porque yendo yo se aseguraría más la gente; lo cual yo hiciera de buena voluntad, sino que me era muy necesario pasar adelante a dar orden en lo que en este capítulo siguiente a vuestra majestad haré relación.
Cuando yo, invictísimo César, llegué a aquel pueblo de Nito, donde hallé aquella gente de Gil González perdida, supe de ellos que Francisco de las Casas, a quien yo envié a saber de Cristóbal de Olid, como ya a vuestra majestad por otras he hecho saber, había dejado sesenta leguas de allí la costa abajo, en un puerto que los pilotos llaman de las Honduras, ciertos españoles que cierto estaban allí poblados. Y luego que llegué a este pueblo y bahía de San Andrés, donde en nombre de vuestra majestad está fundada la villa de la Natividad de Nuestra Señora, en tanto que yo me detenia en dar orden en la poblacíón y fundamento de ella, y en dar asimismo orden al capitán y gente que estaba en Naco de lo que habían de hacer para la pacificación y seguridad de aquellos pueblos, envié al navío que yo compré, para que fuese al dicho puerto de Honduras a saber de aquella gente, y volviese con la nueva que hallase. Y ya que en las cosas de allí yo había dado orden, llegó el dicho navío de vuelta, y vinieron en él el procurador del pueblo y un regidor, y me rogaron mucho que yo fuese a remediarlos, porque tenían muy extrema necesidad, a causa que el capitán que Francisco de las Casas les había dejado, y un alcalde, que él asimismo dejó nombrados, se había alzado con un navío y llevádoles, de ciento y diez hombres, los cincuenta que eran, y a los que habían quedado les habían llevado las armas y herraje y todo cuanto tenían, y que temían cada día que los indios los matasen, o de morirse de hambre por no lo poder buscar. Y que un navío que un vecino de la isla Española, que se dice el bachiller Pedro Moreno, traía, aportó allí, y le rogaron que les proveyese, y que no hubiera querido, como sabría más largamente después que fuese al dicho su pueblo.
Por remediar esto me torné a embarcar en los dichos navíos con todos aquellos dolientes, aunque ya algunos eran muertos, para los enviar desde allí, como después los envié, a las islas y a esta Nueva España. Metí conmigo algunos criados míos, y mandé que por tierra se viniesen veinte de caballo y diez ballesteros porque supe que había buen camino, aunque había algunos ríos qué pasar, y estuve en llegar nueve días, porque tuve algunos contrastes de tiempo. Y echando el ancla en el dicho puerto de Honduras, salté en una barca con dos frailes de la Orden de San Francisco, que conmigo siempre he traído, y con hasta diez criados míos, y fui a tierra, y ya toda la gente del pueblo estaba en la playa esperándome, y como llegué cerca, entraron todos en el agua, y me sacaron de la barca en peso, mostrando mucha alegría con mi venida, y juntos nos fuimos al pueblo y a la iglesia que alli tenían. Y después de haber dado gracias a Nuestro Señor, me rogaron que me sentase, porque me querían dar cuenta de todas las cosas pasadas, porque creían que yo tenia enojo de ellos por alguna mala relación que me hubiesen hecho, y que querían hacerme saber la verdad antes que por aquélla los juzgase. Y yo lo hice como me lo rogaron, y comenzada la relación por un clérigo que allí tenían, a quien dieron la mano que hablase, propuso en la manera que sigue:
Señor, ya sabéis cómo desde la Nueva España enviastes a todos o los más de los que aqui estamos con Cristóbal de Olid, vuestro capitán, a poblar en nombre de su majestad estas partes, y a todos nos mandastes que obedeciésemos a el dicho Cristóbal de Olid en todo lo que nos mandase, como a vuestra persona; y asi salimos con él para ir a la isla de Cuba a acabar de tomar algunos bastimentos y caballos que nos faltaban, y llegados a la Habana, que es un puerto de la dicha isla, el dicho Cristóbal de Olid se carteó con Diego Velázquez y con los oficiales de su majestad que en aquella isla residen, y le enviaron alguna gente, y después de bastecidos de todo lo que hubimos menester, que nos lo dio muy cumplidamente Alonso de Contreras, vuestro criado, nos partimos y seguimos nuestro viaje.
Dejadas algunas cosas que nos acaecieron en el camino, que serían largas de contar, llegamos a esta costa, catorce leguas abajo del puerto de Caballos, y luego como saltamos en tierra, el dicho capitán Cristóbal de Olid tomó la posesión de ella por vuestra merced, en nornbre de su majestad, y fundó en ella una villa con alcaldes y regidores que de allá venían señalados, e hizo ciertos autos así en la posesión como en la población de la villa, todos en nombre de vuestra merced, y como su capitán y teniente. Y de allí a algunos días juntóse con aquellos criados de Diego Velázquez que con él vinieron e hizo allá ciertas formas, en que luego se mostró fuera de la obediencia de vuestra merced; y aunque a algunos nos pareció mal, o a los más, no le osábamos contradecir porque amenazaba con la horca; antes dimos consentimiento a todo lo que él quiso, y aun ciertos criados y parientes de vuestra merced que con él vinieron hicieron lo mismo, porque no osaron hacer otra cosa ni les cumplía. Y hecho esto, porque supo que cierta gente del capitán Gil González de Ávila había de ir donde él estaba, que lo supo de seis hombres mensajeros que le prendió, se fue a poner en un paso de un río por donde habían de pasar, para los prender, y estuvo allí algunos días esperándolos; y como no venían dejó allí recaudo con un maestro de campo, y él volvió al pueblo, y comenzó a aderezar dos carabelas que allí tenía, y metió en ellas artillería y munición para ir sobre un pueblo de españoles que el dicho capitán Gil González tenía poblado, la costa arriba. Y estando aderezando su partida, llegó Francisco de las Casas con dos navíos; y como supiera que era él, mandó que le tirasen con el artillería que tenían en las naos. Y puesto que el dicho Francisco de las Casas alzó banderas de paz y daba voces diciendo que era de vuestra merced, todavía mandó que no cesasen de tirarle, y súbito le tiraron diez o doce tiros, en que el uno dio por un costado del navío, que pasó de la otra parte. Y como el dicho Francisco de las Casas conoció su mala intención, y pareció ser verdad la sospecha que de él se tenía, echó las barcas fuera de los navíos, y gente en ellas, y comenzó a jugar con su artillería, y tomó los dos navíos que estaban en el puerto, con toda el artillería que tenían, y la gente salióse huyendo a tierra.
Tomados los navíos, luego el dicho Cristóbal de Olid comenzó a mover partidos con él, no con voluntad de cumplir nada, sino por detenerle hasta que viniese la gente que había dejado aguardando para prender a los de Gil González, creyendo de engañar al dicho Francisco de las Casas. Y el dicho Francisco de las Casas con buena voluntad hizo todo lo que él quería. Así estuvo con él en los tratos, sin concluir cosa, hasta que vino un tiempo muy recio; y como allí no era puerto, sino costa brava, dio con los navíos del dicho Francisco de las Casas a la costa, y ahogáronse treinta y tantos hombres, y perdióse cuanto traían. Él y todos los demás escaparon en carnes, y tan maltratados de la mar, que no se podían tener, y Cristóbal de Olid los prendió a todos, y antes que entrasen en el pueblo los hizo jurar sobre unos Evangelios que le obedecerían y tendrían por su capitán, y nunca serían contra él.
Estando en esto, vino la nueva cómo su maestro de campo había prendido cincuenta y siete hombres que iban con un alcalde mayor del dicho Gil González de ÁVila, y que después los había tornado a soltar, y ellos se habían ido por una parte, y él por otra; de esto recibió mucho enojo, y luego se fue la tierra adentro a aquel pueblo de Naco, que ya otra vez él había estado en él, y llevó consigo al dicho Francisco de las Casas y a algunos de los que con él prendió, y otros dejó allí en aquella villa con un su lugarteniente y un alcalde, y muchas veces el dicho Francisco de las Casas le rogó en presencia de todos que le dejase ir adonde vuestra merced estaba, a darle cuenta de lo que le habla acaecido, o que pues no le dejaba, que le hubiese a buen recaudo y que no se fiase de él, y nunca jamás le quiso dar licencia.
Después de algunos dlas supo que el capitán Gil González de Ávila estaba con poca gente en un pueblo que se dice Choloma, y envió allá cierta gente, y dieron sobre él de noche, y prendiéronle a él y a los que con él estaban, y trajéronselos presos, y allí los tuvo a ambos capitanes muchos días sin los querer soltar, aunque muchas veces se lo rogaron.
E hizo jurar a toda la gente del dicho Gil González que le tendrla por capitán, de la manera que había hecho a los de Francisco de las Casas; y muchas veces, después de preso el dicho Gil González, le tornó a decir el dicho Francisco de las Casas en presencia de todos que los soltase, si no, que se guardase de ellos, que le habían de matar, y nunca jamás quiso.
Hasta que, viendo ya su tiranlía tan conocida, estando una noche hablando en una sala todos tres, y mucha gente con ellos, sobre ciertas cosas, le asió por la barba, y con un cuchillo de escribanías, que otra arma no tenía, con que se andaba cortando las uñas paseándose, le dio una cuchillada, diciendo: Ya no es tiempo de sufrir más este tirano. Y luego saltó con él el dicho González y otros criados de vuestra merced, y tomaron las armas a la gente que tenían de su guarda y a él le dieron ciertas heridas, y al capitán de la guarda y al alférez y al maestro de campo y otras gentes que acudieron de su parte, los prendieron luego y tomaron las armas, sin haber ninguna muerte. Y el dicho Cristóbal de Olid, con el ruido, se escapó huyendo y se escondió, y en dos horas los dos capitanes tenían apaciguada toda la gente y presos a los principales de sus secuaces, e hicieron dar un pregón que quien supiese de Cristóbal de Olid lo viniese a decir, so pena de muerte. Y luego supieron dónde estaba, y le prendieron y pusieron a buen recaudo, y otro día por la mañana, hecho su proceso contra él, ambos los capitanes juntamente le sentenciaron a muerte, la cual ejecutaron en su persona cortándole la cabeza.
Y luego quedó toda la gente muy contenta viéndose en libertad, y mandaron pregonar que los que quisiesen quedar a poblar la tierra lo dijesen, y los que quisiesen irse fuera de ella, asimismo; y halláronse ciento y diez hombres que dijeron que querían poblar, y los demás todos dijeron que se querían ir con Francisco de las Casas y Gil González, que iban adonde vuestra merced estaba, y había entre éstos veinte de caballo, y de esta gente fuimos los que en esta villa estamos. Y luego el dicho Francisco de las Casas nos dio todo lo que hubimos menester, y nos señaló un capitán, y nos mandó venir a esta costa y que en ella poblásemos por vuestra merced en nombre de su majestad. Y señaló alcaldes y regidores y escribano y procurador del concejo de la villa, y alguacil; y mandónos que se nombrase la villa de Trujillo, y prometiónos y dio su fe, como caballero, que él haría que vuestra merced nos proveyese muy brevemente de más gente y armas y caballos y bastimentas y todo lo necesario para apaciguar la tierra; y diónos dos lenguas, una india y un cristiano que muy bien la sabían. Así, nos partimos de él para venir a hacer lo que él nos mandó, y para que más brevemente vuestra merced lo supiese, despachó un bergantín porque por la mar llegaría más aína la nueva, y vuestra merced nos proveería más presto; y llegados al puerto de San Andrés o de Caballos, hallamos allí una carabela que había venido de las islas, y porque allí en aquel puerto no nos pareció que había aparejo para poblar, y teníamos noticia de este puerto, fletamos la dicha carabela para traer en ella el fardaje, y metímoslo todo, y metióse con ello el capitán, y con él cuarenta hombres, y quedamos por tierra todos los de caballo y la otra gente, sin traer más de sendas camisas, por venir más livianos y desembarazados por si algo nos acaeciese por el camino. Y el capitán dio su poder a uno de los alcaides, que es el que aquí está, a quien mandó que obedeciésemos en su ausencia, porque el otro alcalde se iba con él en la carabela. Y así, nos partimos los unos de los otros para nos venir a juntar a este puerto, y por el camino se nos ofrecieron algunos reencuentros con los naturales de la tierra, y nos mataron dos españoles y algunos de los indios que traíamos de nuestro servicio.
Llegados a este puerto harto destrozados, y desherrados los caballos, pero alegres creyendo hallar al capitán y nuestro fardaje y armas, que habíamos enviado en la carabela, y no hallamos cosa ninguna; que nos fue harta fatiga, por vernos así desnudos y sin armas y sin herraje, que todo nos lo había llevado el capitán en la carabela y estuvimos con harta perplejidad, no sabiendo qué nos hacer. En fin acordamos esperar el remedio de vuestra merced, porque le teníamos por muy cierto; y luego asentamos nuestra villa, y se tomó la posesión de la tierra por vuestra merced en nombre de su majestad, y así se asentó por auto, como vuestra merced lo verá, ante el escribano del cabildo, y desde ahí a cinco o seis días amaneció en este puerto una carabela surta bien dos leguas de aquí, y luego fue el alguacil en una canoa allá a saber qué carabela era, y trájonos nueva cómo era un bachiller Pedro Moreno, vecino de la isla española, que venía por mandado de los jueces que en la dicha isla residen, a estas partes a entender en ciertas cosas entre Cristóbal de Olid y Gil González, y que traía muchos bastimentos y armas en aquella carabela, que todo era de su majestad.
Fuimos todos muy alegres con esta nueva, y dimos muchas gracias a Nuestro Señor, creyendo que éramos remediados de nuestra necesidad, y luego fue allá el alcalde y los regidores y algunos de los vecinos para le rogar que nos proveyese, y contarle nuestra necesidad; y como allá llegaron púsose su gente armada en la carabela, y no consintió que ninguno entrase dentro; y cuando mucho se acabó con él, fue que entrasen cuatro o cinco y sin armas, y así entraron, y ante todas cosas le dijeron cómo estaban aquí poblados por vuestra merced en nombre de su majestad, y que a causa de habérsenos ido en una carabela el capitán con todo lo que teníamos, estábamos con muy gran necesidad, así de bastimentos, armas, herraje, como de vestidos y otras cosas; y que pues Dios le había traído allí para nuestro remedio, y lo que traía era de su majestad, que le rogábamos y pedíamos nos proveyese, porque en ello se serviría su majestad, y demás nosotros nos obligaríamos a pagar todo lo que nos diese. Y él nos respondió que él no venía a proveernos, ni nos daría cosa de lo que traía si no se lo pagásemos luego en oro o le diésemos esclavos de la tierra en precio.
Y dos mercaderes que en el navío venían, y un Gaspar Troche, vecino de la isla de San Juan, le dijeron que nos diese todo lo que le pidiésemos, y que ellos se obligarían de lo pagar al plazo que quisiese, hasta en cinco o seis mil castellanos, pues sabía que eran abonados para lo pagar, y que ellos querían hacer esto porque en ello servían a su majestad, y tenían por cierto que vuestra merced se lo pagaría, demás de agradecérselo. Y ni por esto nunca jamás quiso darnos la menor cosa del mundo; antes nos dijo que nos fuésemos con Dios, que él se quería ir; y así nos echó fuera de la carabela, y echó fuera tras nosotros a un Juan Ruano que traía consigo, el cual había sido el principal movedor de la traición de Cristóbal de Olid. Y éste habló secretamente al alcalde y a los regidores y a algunos de nosotros, y nos dijo que si hiciésemos lo que él nos dijese, que él haría que el bachiller nos diese todo lo que hubiésemos menester, y aun que haría con los jueces que residen en la española que no pagásemos nada de lo que él nos diese, y que él volvería luego a la española y haría a los dichos jueces que nos proveyesen de gente, caballos, armas y bastimentos y de todo lo necesario, y que volvería el dicho bachiller muy presto con todo esto, y con poder de los dichos jueces para ser nuestro capitán.
Y preguntando qué era lo que habíamos de hacer, dijo que ante todas las cosas, reponer los oficios reales que tenían el alcalde y los regidores y tesoreros y contador y veedor que habían quedado en nombre de vuestra merced, y pedir al dicho bachiller que nos diese por capitán al dicho Juan Ruano, y que queríamos estar por los jueces y no por vuestra merced; y que todos firmásemos este pedimento, y jurásemos de obedecer y tener al dicho Juan Ruano por nuestro capitán, y que si alguna gente o mandado de vuestra merced viniese, que no le obedeciésemos; y que si en algo se pusiese, que lo resistiésemos con mano armada. Nosotros le respondimos que eso no se podía hacer, porque habíamos jurado otra cosa, y que nosotros por su majestad estábamos, y por vuestra merced en su nombre, como su capitán y gobernador, y que no haríamos otra cosa.
El dicho Juan Ruano nos tornó a decir que determinásemos de lo hacer o dejarnos morir; que de otra manera, que el bachiller no nos daría ni un jarro de agua, y que supiésemos cierto que en sabiendo que no lo queríamos hacer, se iría y nos dejaría así perdidos; por eso, que mirásemos bien en ello. Y así nos juntamos, y constreñidos de gran necesidad, acordamos de hacer todo lo que él quisiese, por no morirnos o que los indios no nos matasen, estando, como estábamos, desarmados. Y respondimos al dicho Juan Ruano que nosotros éramos contentos de hacer todo lo que él decía; y con esto se fue a la carabela, y salió el dicho bachiller en tierra con mucha gente armada, y el dicho Juan Ruano ordenó el pedimento para que le pidiésemos por nuestro capitán, y todos o los más lo firmamos y le juramos, y el alcalde y regidores, tesorero y contador y veedor, dejaron sus oficios, y quitó el nombre a la villa, y le puso la villa de la Ascensión, e hizo ciertos autos cómo quedábamos por los jueces, y no por vuestra merced.
Y luego nos dio todo cuanto le pedimos, e hizo hacer una entrada, y trajimos cierta gente, los cuales se herraron por esclavos, y él se los llevó; y aun no quiso que se pagase de ellos quinto a su majestad, y mandó que para los derechos reales no hubiese tesorero ni contador ni veedor, sino que el dicho Juan Ruano, que nos dejó por capitán, lo tomase todo en sí, sin otro libro ni cuenta ni razón. y así, se fue, dejándonos por capitán al dicho Juan Ruano, y dejándole cierta forma de requerimiento que hiciese si alguna gente de vuestra merced aquí viniese. Y prometiónos que muy presto volvería con mucho poder que nadie bastase a resistirle. Y después de él ido, viendo nosotros que lo hecho no convenía a servicio de su majestad, y que era dar causa a más escándalos de los pasados, prendimos al dicho Juan Ruano y lo enviamos a las islas, y el alcalde y regidores tornaron a usar sus oficios como de primero. Y así, hemos estado y estamos por vuestra merced en nombre de su majestad; y os pedimos, señor, que las cosas pasadas con Cristóbal de Olid nos perdonéis, porque también fuimos forzados como estotra vez.
Yo les respondí que las cosas pasadas con Cristóbal de Olid que yo se las perdonaba en nombre de vuestra majestad; y que en lo que ahora habían hecho no tenían culpa, pues por necesidad habían sido costreñidos; y que de aquí adelante no fuesen autores de semejantes novedades ni escándalos, porque de ello vuestra majestad se deservía, y ellos serían castigados por todo. Y porque más cierto creyesen que las cosas pasadas yo olvidaba, y que jamás tendría memoria de ellas, antes en nombre de vuestra majestad los ayudaría y favorecerla en lo que pudiese, haciendo ellos lo que deben como leales vasallos de vuestra majestad. Y que yo en su real nombre les confirmaba los oficios de alcaldías y regimientos que Francisco de las Casas en mi nombre, como mi teniente, les había dado; de que ellos quedaron muy contentos, y aun harto sin temor que les serían demandadas sus culpas.
Y porque me certificaron que aquel bachiller Moreno vendría muy presto con mucha gente y despachos de aquellos jueces que residen en la isla española, por entonces no me quise apartar del puerto para entrar la tierra adentro. Pero informado de los vecinos, supe de ciertos pueblos de los naturales de la tierra, que están a seis y siete leguas de esta villa, y dijéronme que habían habido con ellos ciertos reencuentros yendo a buscar de comer; y que algunos de ellos parecía que si tuvieran lengua con que se entender con ellos, se apaciguarían, porque por señas habían conocido de ellos buena voluntad; aunque ellos no les habían hecho buenas obras, antes salteándolos les habían tomado ciertas mujeres y muchachos, las cuales aquel bachiller Moreno había herrado por esclavos y llevándolos en su navío; de que Dios sabe cuánto me pesó, porque conocí el gran daño que de allí se seguiría.
Y en los navíos que envié a las islas lo escribí a aquellos jueces, y les envié muy larga probanza de todo lo que aquel bachiller en aquella villa habla hecho, y con ella una carta de justicia, requiriéndoles de parte de vuestra majestad me enviasen aquí aquel bachiller preso y a buen recaudo, y con él a todos los naturales de esta tierra que había llevado por esclavos, pues había sido hecho contra todo derecho, como verían por la probanza que de ello les enviaba. No sé lo que harán sobre ello, lo que me respondieren haré saber a vuestra majestad.
Pasados dos días después que llegué a este puerto y villa de Trujillo, envié un español que entiende la lengua, y con él tres indios de los naturales de Culúa, a aquellos pueblos que los vecinos me habían dicho, e informé bien al español e indios lo que hablan de decir a los señores y naturales de los dichos pueblos, en especial hacerles saber cómo era yo el que era venido a estas partes, porque a causa del mucho trato, en muchas de ellas tienen de mí noticia y de las cosas de México por vías de mercaderes. Y a los primeros pueblos que fueron fue uno que se dice Chapagua y a otro que se dice Papayeca, que están siete leguas de esta villa, y dos leguas el uno del otro. Son pueblos muy principales, según después ha parecido; porque el de Papayeca tiene diez y ocho pueblos sujetos, y el de Chapagua diez.
Y quiso Nuestro Señor, que tiene especial cuidado, según cada día vemos por experiencia, de hacer las cosas de vuestra majestad, que oyesen la embajada con mucha atención, y enviaron con estos mensajeros otros suyos para que viesen más por entero si era verdad lo que aquellos les habían dicho: y venidos, yo los recibí muy bien y di algunas casillas, y los torné a hablar con la lengua que yo conmigo llevé, porque la de Culúa y ésta es casi una, excepto que difieren en alguna pronunciación y en algunos vocablos, y les torné a certificar lo que de mi parte se les había dicho, y les dije otras cosas que me pareció convenían para su seguridad, y les rogué mucho que dijesen a sus señores que me viniesen a ver; y con esto se despidieron de mí muy contentos. Y de ahí a cinco días vino de parte de los de Chapagua una persona principal, que se dice Montamal, señor, según pareció, de un pueblo de los sujetos a la dicha Chapagua, que se llama Telica; y de parte de los de Papayeca vino otro señor de otro pueblo sujeto que se llama Cecoatl su pueblo, Coabata, y trajeron algún bastimento de maiz y aves y algunas frutas; y dijeron que ellos venían de parte de sus señores que yo les dijese lo que yo quería y la causa de mi venida a aquella tierra, y que ellos no venían a verme porque tenían mucho temor de que los llevasen en los navíos, como habían hecho a cierta gente que los cristianos que primero aquí vinieron les habían tomado. Yo les dije cuánto a mí me había pesado de aquel hecho, pero que fuesen ciertos que de ahí adelante no les sería hecho agravio; antes yo enviaría a buscar aquellos que les habían llevado, y se los haría volver. ¡Plega Dios que aquellos licenciados no me hagan caer en falta, que gran temor tengo que no me los han de enviar! Antes han de tener forma para disculpar al dicho bachiller Moreno, que los llevó; porque no creo yo que él hizo por acá cosa que no fuese por instrucción de ellos y por su mandado.
En respuesta de lo que aquellos mensajeros me preguntaron acerca de la causa de mi ida a aquella tierra, les dije que ya yo creia que ellos tenían noticia cómo había ocho años que yo había venido a la provincia de Culúa, y como Mutezuma, señor que a la sazón era de la gran ciudad de Temixtitlan y de toda aquella tierra, informado por mi cómo yo era enviado por vuestra majestad, a quien todo el universo es sujeto, para ver y visitar estas partes en el real nombre de vuestra excelencia, luego me había recibido muy bien y reconocido lo que a vuestra grandeza debía, y que así lo habían hecho todos los otros señores de la tierra, y todas las otras cosas que hacían al caso que acá me habían acaecido; y que por que yo traje mandado de vuestra majestad que viese y visitase toda la tierra, sin dejar cosa alguna, e hiciese en ella pueblos de cristianos para que les hiciesen entender la orden que habían de tener, así para la conservación de sus personas y haciendas, como por la salvación de sus ánimas; y que ésta era la causa de mi venida, y que fuesen ciertos que de ella se les había de seguir mucho provecho y ningún daño, y que los que fuesen obedientes a los mandamientos reales de vuestra majestad habían de ser muy bien tratados y mantenido en justicia, y los que fuesen rebeldes serían castigados; y otras muchas cosas que les dije a este propósito. Y por no dar a vuestra majestad importunidad con larga escritura, y porque no son de mucha calidad, no las relato aquí.
A estos mensajeros di algunas casillas que ellos estiman, aunque entre nosotros son de poco precio, y fueron muy alegres; y luego volvieron con bastimentos y gente para talar el sitio del pueblo, que era una gran montaña, porque yo se lo rogué cuando se fueron. Aunque los señores por entonces no vinieron a verme, yo disimulé con ellos, haciendo que no se me daba nada, y roguéles que ellos enviasen mensajeros a todos los pueblos comarcanos, haciéndoles saber lo que yo les había dicho, y que les rogasen de mi parte que me viniesen a ayudar a hacer aquel pueblo, y así lo hicieron. Que en pocos días vinieron de quince o diez y seis pueblos, digo señoríos, por sí, y todos con muestra de buena voluntad se ofrecieron por súbditos y vasallos de vuestra majestad, y trajeron gente para ayudar a talar el pueblo y bastimentos, con que nos mantuvimos hasta que vino socorro de los navíos que yo envié a las islas.
En este tiempo despaché los tres navíos y otro que después vino, que asimismo compré y con ellos todos aquellos dolientes que habían quedado vivos. El uno vino a los puertos de esta Nueva España y escribí en él largo a los oficiales de vuestra majestad que yo dejé en mi lugar, y a todos los concejos, dándoles cuenta de lo que yo por allá había hecho, y de la necesidad que había de detenerme yo algún tiempo por aquellas partes; y rogándoles y encargándoles mucho lo que les había quedado a cargo, y dándoles mi parecer de algunas cosas que convenía que se hiciesen, y mandé a este navío que se viniese por la isla de Cozumel, que está en el camino, y trajese de allí ciertos españoles que un Valenzuela, que se había alzado con un navío y robado el pueblo que primero fundó Cristóbal de Olid, allí había dejado aislados, que tenía información que eran más de sesenta personas.
El otro navío, que a la postre compré en la cala, envié a la isla de Cuba y a la villa de la Trinidad a que cargase de carne y caballos y gente, y se viniese con la más brevedad que fuese posible. El otro envié a la isla de Jamaica a que hiciese lo mismo. El carabelón o bergantín que yo hice, envié a la isla española, y en él un criado mío, con quien escribí a vuestra majestad y a aquellos licenciados que en la dicha villa residen. Y según después pareció, ninguno de estos navíos hizo el viaje que llevó mandado; porque el que iba a Cuba, y a la Trinidad, aportó a Guaniguanico, y hubo de ir cincuenta leguas por tierra a la villa de la Habana a buscar carga; y cuando éste vino, que fue el primero, me trajo nueva cómo el navío que venía a esta Nueva España había tomado la gente de Cozumel, y que después había dado al través en la isla de Cuba, en la punta que se llama de San Antón o de Corrientes, y que se había perdido cuanto llevaba y se había ahogado un primo mío que se decía Juan de Avalos, que iba por capitán de él, y los dos frailes franciscanos que habían ido conmigo, que también venían dentro, y treinta y tantas otras personas, que me llevó por copia; y las que habían salido a tierra habían andado perdidas por los montes sin saber adónde iban, y de hambre se habían muerto casi todos; que de ochenta y tantas personas no habían quedado vivos sino quince, que a dicha aportaron a aquel puerto de Guaniguanico, donde estaba surto aquel navío mío. Que allí había una estancia de un vecino de la Habana, donde cargó mi navío porque había muchos bastimentos, y allí se remediaron aquellos que quedaron vivos. Dios sabe lo que sentí en esta pérdida; porque, demás de perder deudos y criados, y muchos coseletes, escopetas y ballestas, y otras armas que iban en el dicho navío, sentí más no haber llegado mis despachos, por lo que adelante vuestra majestad verá.
El otro navío que iba a la Jamaica, y el que iba a la española, aportaron a la Trinidad, en la isla de Cuba; y allí hallaron el licenciado Alonso de Zuazo, que yo dejé por justicia mayor y por uno de los encargados en la gobernación de esta Nueva España, y hallaron un navío en el dicho puerto que aquellos licenciados que residen en la isla española enviaron a la Nueva España a certificar de la nueva que allá se decía de mi muerte.
Y como el navío supo de mí, mudó su viaje, porque traía treinta y dos caballos y algunas cosas de la jineta, y otros bastimentos, creyendo venderlos mejor donde yo estaba. Y en este navío me escribió el dicho licenciado Alonso de Zuazo cómo en esta Nueva España había muy grandes escándalos y alborotos entre los oficiales de vuestra majestad, y que habían echado fama que yo era muerto; y se habían pregonado por gobernadores los dos de ellos y hecho que los jurasen por tales, y que habían prendido al dicho licenciado Zuazo, y a los otros dos oficiales y a Rodrigo de Paz, a quien yo dejé mi casa y hacienda, la cual habían saqueado, y quitado las justicias que yo dejé y puesto otras de su mano, y otras muchas cosas que, por ser largas y porque envio la misma carta original a vuestra majestad, donde las mandará ver, no las expreso aquí.
Ya puede vuestra majestad considerar lo que yo sentí de estas nuevas, en especial en saber el pago que aquéllos daban a mis servicios, dándome por galardón saquearme la casa, aunque fuera verdad que yo fuera muerto; que aunque quisieran decir o dar por color que yo debía a vuestra majestad sesenta y tantos mil pesos de oro, no ignoran ellos que no los debo, antes se me deben más de ciento y cincuenta mil otros, que he gastado, y no mal gastado, en servicio de vuestra majestad.
Luego pensé en el remedio, y parecióme por una parte que yo debía meterme en aquel navío y venir a remediar y castigar tan grande atrevimiento; porque ya por acá todos piensan, en viéndose ausentes con un cargo, que si no hacen befa, no portan penacho. Que también otro capitán que el gobernador Pedro Arias envió allí a Nicaragua, está también alzado de su obediencia, como adelante daré a vuestra excelencia más larga cuenta de esto. Por otra parte dolíame el ánima dejar aquella tierra en el estado y coyuntura que la dejaba, porque era perderse totalmente; y tengo por muy cierto que en ella vuestra majestad ha de ser muy servido y que ha de ser otra Culúa, porque tengo noticia de muy grandes y ricas provincias, y de grandes señores en ellas, de mucha manera y servicio, en especial de una que llaman Hueitapalan, y en otra lengua Xucutaco, que ha seis años que tengo noticia de ella, y por todo este camino he venido en su rastro, y tuve por nueva muy cierta que está ocho o diez jornadas de aquella villa de Trujillo, que pueden ser cincuenta o sesenta leguas. Y de ésta hay tan grandes nuevas, que es cosa de admiración lo que de ella se dice, que aunque falten los dos tercios, hace mucha ventaja a esta de México en riqueza, e iguálale en grandeza de pueblos y multitud de gente y policía de ella. Estando en esta perplejidad, consideré que ninguna cosa puede ser bien hecha ni guiada si no es por mano del Hacedor y Movedor de todas, e hice decir misas y hacer procesiones y otros sacrificios, suplicando a Dios me encaminase en aquello en que él más se sirviese.
Y después de hecho esto por algunos días, parecióme que todavía debía posponer todas las cosas e ir a remediar aquellos daños; y dejé en aquella villa hasta treinta y cinco de caballo y cincuenta peones, y con ellos por mi lugarteniente a un primo mío que se dice Hernando de Saavedra, hermano del Juan de Avalos, quien murió en la nao que venia a esta ciudad; y después de dejarle instrucción y la mejor orden que yo pude de lo que habra de hacer, y después de haber hablado a algunos de los señores naturales de esta tierra, que ya habían venido a verme, me embarqué en el dicho navío con los criados de mi casa, y envié a mandar a la gente que estaba en Naco que se fuesen por tierra por el camino que fue Francisco de las Casas, que es por la costa del sur, a salir adonde está Pedro de Alvarado, porque ya estaba el camino muy sabido y seguro, y era gente harta para pasar por donde quisiera.