Índice de Juan Sarabia, apostol y martir de la Revolución Mexicana de Eugenio Martinez NuñezCAPÍTULO VICAPÍTULO VIII - Primera parteBiblioteca Virtual Antorcha

Juan Sarabia, apostol y martir
de la
Revolución Mexicana

Eugenio Martinez Nuñez

CAPÍTULO SÉPTIMO

Proceso y defensa


Un hecho insólito.

Cuando el licenciado Castellanos llegó a la capital de Chihuahua, se encontraban en la cárcel Allende más de doscientos presos políticos, la mayor parte incomunicados, y desde luego comenzó a revisar las causas instruidas contra todos ellos. El estudio del proceso en general no fue difícil, pero sí laborioso, en vista de que el delito estaba ya comprobado por las mismas declaraciones rendidas por algunos de los procesados. Juan Sarabia, Canales y De la Torre sostuvieron con entereza la responsabilidad de sus actos; pero muchos de los otros prisioneros, que nunca habían luchado contra la tiranía y que por lo mismo no estaban acostumbrados a enfrentarse con el despotismo, manifestaron cierta cobardía al rendir sus declaraciones, tratando de negar, aunque sin poder comprobarlo, su participación en el movimiento. En cambio, ocurrió un hecho insólito que fue observado con asombro no sólo por los funcionarios judiciales, sino por el gobernador y los principales elementos de su administración; y fue que un gran número de ciudadanos de distintas clases sociales, que habían mirado con simpatía el movimiento libertador, pero que por diversas circunstancias no habían podido tomar ningún participio en él, se declaclararon autores de determinados actos de rebelión para poder entrar en la cárcel, correr la misma suerte de Sarabia, Canales y De la Torre, y obtener así el honroso título de revolucionarios.


Vejaciones y atropellos en la cárcel.

El tratamiento que en la prisión se dio a Sarabia y demás procesados, no tenía nada que envidiar al que sufrían en Rusia los enemigos del zar Nicolás II. La vieja cárcel Allende de la ciudad de Chihuahua presentaba una particularidad: aparte de varias galeras de gran tamaño, contenía doce estrechos y sombríos calabozos que por su temperatura y ambiente coincidían con los doce meses del año, y a los cuales se les había puesto su nombre, desde enero hasta diciembre. En el calabozo llamado Junio, que estaba junto a las calderas de la cocina, el calor era asfixiante, y el que tenía por nombre Diciembre era muy frío y húmedo, y así sucesivamente. Como se acostumbraba en la época de la dictadura, en todos los establecimientos penales que tenían calabozos donde la vida era insoportable, ésos de la cárcel de Chihuahua sólo se habían usado hasta entonces como instrumentos de castigo para los reos del orden común, pero el gobernador del Estado juzgó que era conveniente utilizarlos para torturar a los principales luchadores; no conformándose con tenerlos alli incomunicados y rodeados de toda clase de incomodidades, sino que ordenó que se les hiciera objeto de los peores tratamientos, cual si se tratara de unos forajidos para los cuales salía sobrando la menor consideración.

Algunos de los atentados que por sus órdenes expresas sufrieron estos luchadores, fueron que con objeto de provocarles enfermedades musculares y respiratorias y trastornos del sistema nervioso, al que se hallaba padeciendo el calor del calabozo Junio se le sacaba para trasladarlo intempestivamente al frío del de Diciembre, y al que estaba en este lugar se le conducía al que había dejado vacío su compañero; así como que a medianoche los llevaban aisladamente a los patios solitarios de la prisión, donde con todo el aparato trágico del caso, a la luz mortecina de unas lámparas de petróleo y con gran estruendo de espadas, carabinas y voces de mando, se les hacía creer que iban a ser fusilados, cosa que al fin se ejecutaba, aunque usando tiros de salva.


Cómo eran conducidos a los tribunales.

Por otra parte, las diligencias del proceso se verificaban siempre a las altas horas de la noche o en las primeras de la madrugada, y los luchadores eran conducidos hasta los tribunales por media calle, en pequeños grupos, en medio de una escolta del 18° Batallón de Infantería. No se sabe en realidad si por un plan preconcebido del Gobierno, o por un sangriento capricho del destino, pero el caso es que las noches en que los revolucionarios eran llevados a las averiguaciones del proceso, eran aquellas en que los estragos del invierno se dejaban sentir más rudamente, pues la nieve caía en abundancia cubriendo las calles con una capa blanca que llegaba a tener un cuarto de metro de espesor, en la cual se hundían los presos hasta más arriba del tobillo, siguiendo como natural consecuencia el completo enfriamiento de las extremidades inferiores, y en algunos casos la congelación de la sangre en las venas de los pies.

En otras ocasiones se les conducía precisamente cuando comenzaba el deshielo, con fuertes vientos glaciales que calaban hasta los huesos y que cortaban la cara con infinidad de pequeños cristales de hielo que arrastraban, por lo que ya podrá comprenderse la penosa situación de aquellos luchadores, que sin abrigos para protegerse de las inclemencias del tiempo, eran obligados a marchar entre la tropa, sin que se les permitiera cuando menos detenerse un poco para frotarse las partes del cuerpo que ya comenzaban a congelarse.


Las calumnias de la prensa servil.

En tanto esto sucedía en Chihuahua, la prensa gobiernista de toda la República, y particularmente la de la ciudad de México con El Imparcial a la cabeza, sin más fin que mendigar una vez más la protección oficial, cubría de oprobios y calumnias a Juan Sarabia y compañeros, esperando vanamente desorientar la opinión pública haciendo aparecer el frustrado movimiento como una vulgar empresa de bandolerismo en la que se había intentado cometer toda clase de depredaciones contra nacionales y extranjeros que bien hubieran podido provocar un conflicto internacional.

Pero a pesar de esta sucia labor de las hojas vendidas, tanto la causa libertaria como los mismos revolucionarios seguían contando con la simpatía y el apoyo del pueblo de Chihuahua, pues continuamente llegaban a la cárcel una multitud de obsequios, no solamente para las primeras figuras del movimiento, sino para la generalidad de los presos liberales, y si la mayor parte de ellos no llegaban a su destino, era debido a la rapacidad de la soldadesca que guardaba las puertas del edificio.


Semblanzas de Sarabia y Canales.

A pesar de las penalidades sufridas en la prisión, el ánimo viril de Sarabia y de Canales no desmayaba un solo instante, y siempre que era necesario levantaban el espíritu de aquellos de sus compañeros que no habituados a los sinsabores de la lucha se sentían decaídos, entristecidos o enfermos, para no dar el espectáculo de la desmoralización ante las insolencias de la tiranía. Sale sobrando decir que tanto entre los presos, como entre las esferas oficiales, la opinión que se tenía de ellos era que estaban, lo mismo intelectualmente como por su valor civil, muy por encima de los demás procesados. Todos sus compañeros los admiraban, respetaban y querían, y el Gobierno les temía por la enorme entereza de su espíritu y por la resolución de su carácter indomable, enérgico y audaz.

De la multitud de aprehendidos -dice el licenciado Castellanos- destacaban como hombres de valor y de ideas Juan Sarabia y César Canales. Este lo traía de abolengo, pues si mal no recuerdo, era descendiente de aquel Canales famoso de Tamaulipas, que dio guerra, lo mismo a los gringos que al gobierno mexicano.

Juan Sarabia era un carácter; un estoico; un convencido sincero de que la revolución era fatalmente necesaria. Tenía un gran talento natural; energía y fondo. Aunque retraído de carácter y suspicaz, cuando se explayaba (y conmigo solía hacerlo) se le advertía el entusiasmo del que cree que tiene una misión y obra por convicción ...

César Canales era un valiente. Tenía un corte enteramente militar. Había sido alumno de Chapultepec. De pocas palabras y relativa mentalidad, su arrojo y su decisión eran temerarios ...


Fracasa un plan de fuga.

En los momentos en que se comunicaban entre sí, Sarabia y Canales habían elaborado un plan para fugarse de la cárcel, y para lo cual creían contar con la ayuda de un empleado del juzgado que había prometido facilitarles dos uniformes de soldado y distraer la atención de la guardia para que pudieran escapar sin grandes dificultades; pero cuando este proyecto iba a ser puesto en práctica, el empleado denunció el hecho ante el alcaide de la prisión, quien desde luego puso el caso en conocimiento del gobernador y redobló la vigilancia que se ejercía sobre los dos luchadores. Ante el fracaso de su plan, Canales se llenó de indignación y en un arranque de violencia quiso castigar ejemplarmente al empleado traidor.

Estando ya preso -agrega el mismo Castellanos-, Canales se procuró un enorme pistolón de calibre 44, no para asesinar al Juez de Distrito, que era un viejo infeliz, según su frase, ni para hacerlo conmigo tampoco, sino para vaciársela al empleado del juzgado que los había traicionado, y al agente del Ministerio Público por antipático.

Por fortuna para la suerte de Canales, pronto fue desarmado, que si no, quién sabe si hubiera realizado sus temerarias intenciones.


Se impide un gravísimo atentado.

Entre tanto, por los múltiples y penosos incidentes que lo habían rodeado, el proceso alcanzaba cada vez mayor resonancia, no sólo en Chihuahua, sino en toda la frontera, por lo que ya no fue posible seguir haciendo las diligencias privadamente y a medianoche, sino que el Gobierno se vio obligado a efectuarlas en pleno día, públicamente, y en un amplio salón del llamado Palacio de Justicia.

Todas las clases sociales de la ciudad, con excepción naturalmente de los allegados a los Terrazas y a los Creel, se interesaban grandemente por la suerte de los presos políticos, viéndose siempre muy concurrido dicho salón durante las averiguaciones del proceso; y habiéndose sabido que las autoridades tenían la intención de que se fusilara sumariamente a Sarabia y a Canales por el peligro que representaba que de nuevo trataran de fugarse, los correligionarios que gozaban de libertad se apresuraron a hacer circular en todo Chihuahua unas hojas sueltas denunciando el brutal atentado que trataba de perpetrarse, asegurándose que por este medio se logró impedir la ejecución de tan bárbaro proyecto.


La actitud del licenciado Castellanos.

Para fines de diciembre se había visto ya la causa de todos los procesados, encontrando el licenciado Castellanos que la mayor parte de ellos sólo estaban complicados en el movimiento de modo insignificante, pues eran simples propagandistas, algunos impresores y periodistas de escasa importancia, o bien personas que habían sido llevadas de distintos lugares del país, sencillamente por aparecer como sospechosas, y a las cuales, sin embargo, se les impusieron penas de seis a veinticuatro meses de prisión.

La actitud que dicho letrado observó durante su intervención en el proceso, oscilaba entre la independencia de criterio y la ejecución de una consigna. Tenía poderes amplios del general Díaz y bien pudo, si hubiera tenido un verdadero y alto concepto de la justicia, hacer que se decretara la libertad de ese grupo de ciudadanos que, en todo caso, y en defensa de las instituciones holladas por la Dictadura, al apoyar en distintas formas el movimiento revolucionario, sólo habían obrado de acuerdo con los derechos que les otorgaba el artículo 35 de la Constitución. Pero si no hizo esto, en cambio llevó a cabo otras cosas que en parte compensaban los perjuicios ocasionados a esos presos; por ejemplo, evitó que el general De la Vega continuara utilizando como espías entre los revolucionarios a oficiales del ejército, pues para él la misión del militar es bien distinta; oficial que hace de espía no estando en campaña y contra enemigo en armas, lastima el pundonor de su instituto.

También gestionó y obtuvo que algunos gobernadores no siguieran aprehendiendo en sus Estados a pacíficos ciudadanos para ser enviados a Chihuahua, recorriendo a pie centenares de leguas, con el fin de ser juzgados como cómplices del movimiento rebelde, por el simple hecho de distribuir o leer algunos de los últimos números de Regeneración, así como que se les concediera la libertad a varios de los procesados sobre quienes no pesaban sino ligerísimas y poco comprobadas responsabilidades.


El pedimento del promotor fiscal.

Para los primeros días de enero de 1907 sólo quedaban pendientes de sentencia veinte de los principales procesados, y durante la vista de su causa, el promotor fiscal, que lo era el licenciado Juan Neftalí Amador, pronunció, según nos dice el turiferario del porfirismo don Victoriano Salado Alvarez, una formidable requisitoria contra los que trataban de alterar el orden y de derribar la sacra, gloriosa, intangible y nunca vista administración de don Porfirio Díaz, para pedir que Juan Sarabia, como jefe del movimiento, y César Canales y Vicente de la Torre, como sus más destacados colaboradores, fuesen castigados con todo rigor por los delitos de robo de caudales de la nación, asesinato, incendio y destrucción de edificios públicos en grado de conato, y por rebelión y ultrajes al Presidente de la República como delitos consumados.

Este mismo Amador, que tan brillantemente defendió los intereses del despotismo, y que de modo tan cobarde se ensañó con los indefensos luchadores, era un traidor al Partido Liberal, que se había distinguido como orador en algunos discursos en que había atacado a la Dictadura en 1901 siendo estudiante de jurisprudencia, y que después de la caída del porfiriato pudo colarse con gran habilidad en las filas de la Revolución, desempeñando, entre otros cargos, el de agente confidencial del carrancismo en el norte de la República, llegando a ser más tarde subsecretario de Relaciones Exteriores y alcanzando al morir los honores de ser tenido como un revolucionario sin mancha en el salón de recepciones de la propia dependencia.


Un gesto viril de Juan Sarabia.

Ya había transcurrido un mes y medio desde los comienzos del proceso, y en todo ese tiempo el gobierno había preparado los procedimientos judiciales de modo que cupieran dentro de la ley, para que ninguno de los principales revolucionarios pudiera obtener su libertad. Así pues, bajo la cartera del agente del Ministerio Público, licenciado Ezequiel Ríos y Soto, estaba ya la condenación decretada contra todos ellos por el general Díaz, y Juan Sarabia, que no había querido aceptar la triste protección oficial porque sería peor el remedio que la enfermedad, escribió, sin ser abogado pero con suficientes conocimientos jurídicos, su propia defensa en su calabozo de la cárcel.

Era el 7 de enero de 1907, fecha trágica y al mismo tiempo gloriosa para los obreros de Río Blanco, cuando debía verificarse la última vista de sus causas para que presentaran todos los alegatos en su descargo, y desde días antes muchos de sus correligionarios, entre los que figuraba en primer término la valerosa doña Silvina Rembao de Trejo, habían repartido en todo Chihuahua unas hojas impresas invitando al pueblo para que la sala del Tribunal se viera más concurrida de lo que había estado en las audiencias anteriores.

Efectivamente, en ese día el amplio salón del Palacio de Justicia estaba completamente lleno de personas de distintas clases sociales que habían acudido desde antes de que Sarabia, Canales y los dieciocho procesados restantes comparecieran ante el jurado; en las afueras del edificio se hallaban fuertes destacamentos del 18° Batallón y del 13° Regimiento de la Gendarmería Montada, para reprimir cualquier manifestación de simpatía que en favor de los prisioneros intentara hacer el pueblo que en gran cantidad se había congregado en la calle, y en el interior del Palacio un crecido número de policías y de soldados al mando de varios jefes y oficiales del ejército hacían guardar el orden entre la multitud.

No obstante el silencio que por medio de la fuerza se había tratado de imponer, la llegada de los luchadores al salón del jurado fue saludada con grandes aplausos de la concurrencia, motivo por el cual algunos de los asistentes fueron golpeados por la tropa; poco después, ya establecida la calma, se presentaron el juez de Distrito, el promotor fiscal, el agente del Ministerio Público, el licenciado Castellanos, los defensores de oficio y los testigos falsos que se habían alquilado con el propósito que es de suponer; y en los momentos en que ya comenzaba la audiencia, se notaron rumores y siseos entre la gente que llenaba las amplias galerías: era que el gobernador del Estado y el general Terrazas, acompañados por varios funcionarios y militares de alta graduación, hacían su entrada triunfal hasta donde se hallaban los revolucionarios bien custodiados por un piquete de soldados.

Tanto Creel como Terrazas odiaban y temían a Juan Sarabia por los rudos ataques que desde las columnas de Regeneración les había lanzado sin cesar, por la opresión que ejercían sobre el pueblo de Chihuahua y por los despojos que de sus tierras y ganados hacían víctimas a los campesinos del Estado, y al mirarlo allí, indefenso y caído bajo sus garras, aprovecharon la oportunidad para herirlo en lo más hondo de su dignidad con preguntas insolentes.

Luis Terrazas, el insaciable ladrón de terrenos y poderoso señor de horca y cuchillo, acercándose a él, le interrogó con altanería:

- ¿Usted es el bandido Juan Sarabia?

- Yo no soy un bandido -contestó Sarabia, y lanzando una dura mirada a su detractor, agregó con virilidad-: Los bandidos son otros.

- ¿Los bandidos son otros? ¿Pues quiénes son? Díganos usted.

- Son Porfirio Díaz, Ramón Corral, Enrique Creel, usted y otros muchos.

Entonces Terrazas, asombrado ante aquella temeridad heroica, no dijo más, sino que junto con sus acompañantes se alejó humillado y silencioso, saliendo en seguida del salón, en tanto que el público asistente, emocionado por el gesto viril de Sarabia, prorrumpía en gritos de entusiasmo vitoreándolo y lanzando estruendosos ¡mueras! al Gobierno.

Ante el tumulto que comenzaba a suscitarse, los soldados que guardaban el orden en la sala, obedeciendo órdenes de sus jefes, la emprendieron a golpes contra los excitados asistentes, amenazándolos con disparar sus armas sobre ellos si no abandonaban el recinto.

Pronto el amplio salón quedó desierto, la audiencia fue suspendida y citada para el día siguiente, y Sarabia y sus compañeros fueron conducidos por una escolta de caballería hasta sus calabozos de la cárcel pública.


La defensa de Juan Sarabia.

Si el día 7 había estado muy concurrida la sala del tribunal, el día 8 el amplio local era materialmente insuficiente para dar cabida a la multitud que desde temprana hora había acudido a presenciar la emocionante diligencia.

Las fuerzas militares que guardaban el orden en la calle y en el interior del Palacio, se habían redoblado para infundir temor y evitar que se repitieran hechos parecidos o más graves que los registrados el día anterior.

La expectación que reinaba en el salón del jurado era tremenda; se habían escuchado ya con anterioridad todos los cargos acumulados por el promotor fiscal, y el pueblo que se encontraba allí presente, en medio de un silencio casi completo esperaba con ansiedad las palabras que debía pronunciar Sarabia en su defensa.

Realmente enormes son el valor, la inteligencia y la energía con que el gran rebelde potosino supo defenderse en este proceso, pues no sólo destruyó con incontrovertibles argumentos todos los cargos que se le hacían, sino que con sin par entereza y desdeñando los infortunios que su resuelta actitud le pudieran ocasionar, señaló las miserias y podredumbre de la dictadura porfirista, lanzando en el curso de su brillantísimo alegato tremendos reproches y rudas acusaciones contra el general Díaz y los turiferarios de su administración que, en forma de acusadores, trataban de rebajarlo de su categoría de luchador por la libertad a la de un temible bandolero.

De tan admirable defensa, que está reconocida como uno de los más importantes documentos de la época precursora de la Revolución, y que como acertadamente ha afirmado el licenciado Aquiles Elorduy, lo mismo desde el punto de vista jurídico que desde su aspecto político y social, es un modelo de argumentación, de patriotismo y de hombría, me veo obligado por carecer del espacio necesario para reproducirla íntegra, a transcribir únicamente los siguientes fragmentos:

C. Juez de Distrito:

No con el humillado continente del criminal que lleva sobre su conciencia el peso de tremendos delitos, sino con la actitud altiva del hombre honrado que sólo por circunstancias especialísimas se ve ante los tribunales de la justicia humana, vengo a defenderme de los múltiples cuanto absurdos cargos que contra mí se formulan en el proceso que se me ha instruido, y en el cual fui considerado en un principio como reo meramente político, para convertirme a última hora en una especie de terrible Mussolino, culpable de casi todos los crímenes que prevén y castigan las leyes penales existentes.

Ciertamente, esperaba yo ser tratado con rigor en este proceso, porque en tiempo atrás el gobierno emanado de la revolución de Tuxtepec, me ha hecho el honor de considerarme como una amenaza para su autoridad y su poder, y era de suponerse que no se desaprovechara la oportunidad de castigar mis antiguas rebeldías; pero nunca imaginé que se desplegara contra mí tal inquina como la que demuestra el Ministerio Público en el pedimento que ha formulado; nunca creí que se llegara a los límites de lo absurdo en las acusaciones que se me hacen'y se tratara de despojar mis actos del carácter político que claramente presentan para convertirlos en vulgares y vergonzosos desafueros del orden común.

Ha sucedido, sin embargo, lo que no hubiera previsto nadie que en achaques de leyes tuviera algún conocimiento, y yo, que fui aprehendido por tener participación en un movimiento revolucionario y que fui procesado por el delito político de rebelión, tengo ahora que responder a cargos en que se me imputan mil crímenes y en que se trata de degradarme a la categoría de rapaz y degradado bandolero.

Me hace cargos, en efecto, el Ministerio Público, por los delitos de homicidio, robo de valores o caudales de la nación y destrucción de edificios públicos, en el grado de conato, y por ultrajes al Presidente de la República y rebelión en calidad de delitos consumados.

Tal parece que el promotor fiscal, al formular sus acusaciones, no examinó mis actos para ver qué artículos del código Penal eran aplicables en justicia, sino que se puso a hurgar en el Código para imputarme casi todos los delitos en él enumerados.

Al hacerme el Ministerio Público los cargos que dejo expresados, y pedir que se me apliquen las penas que corresponden a los varios delitos que se me imputan, conforme a las reglas de acumulación, se desatendió por completo del artículo 28 del Código Penal del Distrito Federal, que terminantemente expresa que no hay acumulación cuando los hechos, aunque distintos entre sí, constituyen un solo delito continuo y cuando se ejecuta un solo hecho, aunque con él se violen varias leyes penales.

Delito continuo se llama aquel en que se prolonga sin interrupción, por más o menos tiempo, la acción o la omisión que constituyen el delito, y es inconcuso que esta definición es perfectamente aplicable al delito de rebelión, que es el que se consideró como base del proceso que se me ha instruido.

En efecto, una rebelión, que necesariamente tiene que dirigirse contra un gobierno, no es uno de esos delitos que se consuman en un solo acto y en un corto espacio de tiempo. Una rebelión abarca necesariamente muchos hechos y se desarrolla en un período de tiempo relativamente largo: este fenómeno social, que las leyes incluyen en el número de los delitos, pero que los pueblos glorifican muchas veces, está constituido siempre por una serie no interrumpida de actos diversos, tremendos unos, otros insignificantes; éstos sangrientos, aquéllos inofensivos; pero todos encaminados a un mismo fin, todos tendiendo a la persecución del mismo ideal, todos ligados entre sí formando el acontecimiento único y magno, que según el éxito o la derrota, será enaltecido por los ciudadanos, o castigado sin piedad por los tribunales.

La publicación de un impreso revolucionario, lo mismo que la toma de una ciudad; la proclamación de un plan político lo mismo que el más sangriento de los combates, forman por igual parte de una rebelión y son inherentes a ella, pues nunca se ha visto ni se verá probablemente que exista una revolución sin que haya propaganda de ideas, como preliminar, y derramamiento de sangre, como medio inevitable de decidir la suerte de la empresa.

Siendo esto una verdad comprobada por los hechos en todos los casos que presenta la historia de los pueblos, es claro que la rebelión, al ser considerada como delito cuando no tiene éxito, debe considerarse como comprendida en el citado artículo 28 del Código Penal, y al juzgar a un reo por ese delito, no se le deben acumular responsabilidades por las varias violaciones de la ley que son inherentes a toda rebelión, sino que se le debe aplicar únicamente el precepto legal que como rebelde le corresponda ...

... El acusador no prueba que yo sea un delincuente común, ni prueba tampoco que la revolución frustrada fuera una empresa de encubierto bandolerismo; en cambio los hechos están proclamando lo contrario, es decir, están probando que el intentado movimiento revolucionario tendía honradamente a la realización de altos y legítimos ideales y que estaba inspirado sólo en el bien público.

La propaganda de ideas que es obligado preliminar de toda revolución verdadera, ha existido notoriamente en México. Por años enteros la prensa liberal ha estado censurando sin tregua los actos de nuestros malos funcionarios, que forman falange; ha estado denunciando injusticias, flagelando infamias y pidiendo sin resultado a los insensibles mandatarios un poco de respeto a la ley y una poca de piedad para el pueblo. Todos los dispersos elementos de oposición al actual gobierno, después de mil campañas infructuosas, después de mil impulsos hacia la libertad, ahogados por la mano férrea del despotismo, se reunieron para reorganizar el Partido Liberal, formándose desde luego la Junta Directiva del mismo, de la que tuve el honor de ser vicepresidente.

El órgano de la Junta, Regeneración, aparte de otros periódicos liberales, continuó enérgicamente la campaña contra la administración porfirista, captándose a la vez que las simpatías del pueblo, el odio del elemento oficial.

Organizado el Partido, según las bases establecidas por la Junta en su Manifiesto de 28 de septiembre de 1905, fue natural que se pensara en formar el Programa del Partido, como es de rigor en toda democracia, y tal cosa se llevó a efecto con la cooperación de los miembros del Partido, a quienes se convocó para expresión de las aspiraciones populares.

Tras de los trámites necesarios, el Programa quedó formado y fue proclamado por la Junta del Partido Liberal el 1° de julio del año pasado y circulado posteriormente con profusión por toda la República Mexicana.

El objeto de la Revolución que después se organizó, era llevar a la práctica ese Programa, cuyos puntos principales tratan de la división territorial para beneficio del pueblo y mejoramiento de la clase obrera, por medio de la disminución de horas de trabajo y aumento de jornales, y de otras medidas secundarias que han adoptado todos los gobiernos que algo se preocupan por el trabajador.

Estos son los antecedentes de la rebelión que ha dado lugar a mi proceso. De ellos no se desprende por cierto que yo sea un criminal, sino que, en cambio, se robustece la convicción de que mis actos no tienen ni pueden tener sino un carácter meramente político ...

... De lo expuesto se deduce: que conforme al artículo 28 del Código Penal, el delito de rebelión por que se me juzga, es de los que se llaman continuos y, en consecuencia, no hay acumulación de penas por los diversos actos que lo constituyen; segundo: que conforme al espíritu de la ley que establece la penalidad para el delito político de rebelión, sólo se consideran como crímenes punibles del orden común en un rebelde, aquellos actos extraños a la lucha de los partidos beligerantes, cometidos sin necesidad, inspirados en bastardos intereses; y tercero: que mis actos en el caso por que se me juzga, tienen a todas luces un carácter meramente político.

Sentado lo anterior, que servirá de base al resto de mi alegato, paso a ocuparme concretamente de cada uno de los cargos que se encuentran a fojas nueve y siguientes del pedimento fiscal.

Tres son los cargos. En el primero, el acusador me declara responsable del delito de ultrajes al Presidente de la República, fundándose en que como vicepresidente de la Junta Organizadora del Partido Liberal, firmé el Programa del Partido Liberal que sirvió de bandera al movimiento revolucionario, y que la referida Junta expidió e hizo circular.

Según el promotor fiscal, el documento citado comprende conceptos injuriosos para el Primer Magistrado de la Nación, y sus autores y circuladores incurrimos en el delito penado por el artículo 909 del Código relativo.

Los hechos son ciertos: es verdad que firmé y aun escribí ese documento que exhibe en toda su madurez las lacras de la actual administración y que contiene cargos tremendos, aunque fundados; reproches acerbos, aunque justos, contra el funcionario que al frente de ella se encuentra ... Pero en realidad no existe el delito de ultrajes al Presidente de la República que el promotor fiscal me atribuye, porque al verter contra ese funcionario conceptos más o menos duros, lo hice en ejercicio de la garantía constitucional que me ampara para expresar libremente mis opiniones sobre los actos ilegales, atentatorios e injustos de los mandatarios del pueblo ...

Es condición indispensable de toda rebelión, iniciarse con la proclamación de un plan político que justifique el movimiento, no sólo definiendo los benéficos fines que lo inspiren, sino demostrando que el gobierno que se trata de derrocar es fatal para el país, y que los funcionarios que lo componen son indignos de la confianza pública. En las rebeliones contra Juárez y Lerdo, ¿no fueron parte de las mismas los varios documentos de ataque, las mal zurcidas proclamas que expedía el poco ilustrado caudillo de La Noria y Tuxtepec? ¿Pretenderá el promotor fiscal que nuestra revolución hubiera comenzado consagrando al general Díaz una de esas hiperbólicas apologías en que a diario lo ensalzan sus turiferarios? ...

... En el segundo de los cargos que vengo combatiendo, es donde el acusador más se desatiende de la ley; donde más lo ciega la inquina y donde más revela contra mí una furia que no se compadece con la augusta serenidad que se debía esperar de un representante de la justicia. Dice, en efecto, el pedimento fiscal: El mismo Juan Sarabia, es responsable igualmente del delito de homicidio, robo de valores o caudales de la propiedad de la Nación y destrucción de edificios también de la propiedad de la misma Nación, todos estos delitos en el grado de conato ...

Todavía en el cargo de ultrajes al Presidente, se me hace la gracia de dejarme revestido de cierto barniz político; pero en el que acabo de copiar desaparece toda consideración y se me reduce con la mayor tranquilidad a la ignominiosa categoría de asesino, incendiario y ladrón.

No me extraña que estos calificativos y otros peores me fueran aplicados a raíz de mi aprehensión por cierta prensa que para granjearse una bochornosa protección de los poderosos, se consagra a calumniar a cuantos incurren en su desagrado, así sean los espíritus más rectos. Los mercenarios de la pluma que, al huzmo de las migajas del Erario, no vacilan en calumniar al hombre honrado y ensañarse con el caído, estuvieron en su papel de motejar de forajidos a los que, sin otro anhelo que el bien de nuestra Patria, pretendimos rebelarnos contra un gobierno, que en nuestro concepto es funesto para el país. Las estúpidas vociferaciones de esos manejadores del turíbulo, no valen la pena de tomarse en cuenta y no extrañan, repito, a quien conoce, para despreciados a sus autores. Pero que un representante de la Sociedad en el proceso que se me ha instruido formule seriamente los cargos que dejo apuntados, es cosa, C. Juez, que me llena de asombro ...

... Nada de eso soy, y en la conciencia de mis conciudadanos, inclusive los que me juzgan, y sin exceptuar a los que me han injuriado por halagar al Gobierno que me teme, está la convicción de mi honradez y de mi patriotismo, probados en seis años de vida pública consagrada a la defensa de los oprimidos, en seis años,de trabajos políticos, realizados desinteresadamente, a través de persecuciones e infortunios.

Hace seis años que he venido sosteniendo en la prensa las ideas que formaron el programa de la revolución frustrada por ahora y en la que tuve el honor de figurar. Mi carácter político está perfectamente comprobado, no sólo por mi carrera periodística de años anteriores, sino por el cargo de vicepresidente de la Junta Organizadora del Partido Liberal, que tenía al tiempo de mi aprehensión ...

... El tercero y último de los cargos que me hace el Ministerio Público, es por el delito de rebelión.

De mis propias confesiones y de muchas constancias procesales, resulta que soy un rebelde contra el gobierno del general Díaz; sin embargo, no soy un delincuente.

Hay un caso en que la rebelión no es un delito, sino una prerrogativa del ciudadano, y es cuando se ejercita, no contra un gobierno legalmente constituido, sino contra uno ilegítimo y usurpador. El artículo 35 de la Constitución de 1857, que deben tener presente cuantos conozcan la Suprema Ley de la Nación, expresa que es una prerrogativa del ciudadano mexicano tomar las armas en defensa de la República y de sus instituciones.

Mientras la República sea un hecho, mientras las venerables instituciones democráticas permanezcan invioladas, mientras la majestad de la ley no sea ofendida, mientras las autoridades cumplan con su elevada misión de velar por el bien público y presten garantías a los derechos de los ciudadanos, la rebelión será un delito perfectamente punible que nada podría justificar; pero cuando la República sea un mito, cuando las instituciones sean inicuamente desgarradas, cuando la ley sólo sirva de escarnio al despotismo, cuando la autoridad se despoje de su carácter protector y de salvaguardia se convierta en amenaza de los ciudadanos; cuando, en una palabra, la legalidad sea arrojada brutalmente de su trono por ese monstruoso azote de los pueblos que se llama TIRANIA, la rebelión tiene que ser, no el crimen político que castiga el Código Penal, sino el derecho que concede a los oprimidos el artículo 35 de nuestra mil veces sabia Constitución.

Ahora bien: la rebelión en que tuve parte, ¿iba dirigida contra un gobierno legal y democrático, o contra un despotismo violador de las instituciones republicanas? ¿Me ampara o no el precepto constitucional que he citado y que está sobre toda ley secundaria que se me pudiera aplicar?

Es sabido de sobra, es público y notorio, es axiomático que en México no vivimos bajo un régimen constitucional y que ni el sufragio electoral, ni las libertades públicas, ni la independencia de los poderes de la Nación, ni nada de lo que constituye las instituciones democráticas existe en nuestra patria bajo un gobierno que por más de un cuarto de siglo ha regido nuestros destinos.

Es tópico vulgar, a cada paso repetido y de todos los labios escuchado que en México no hay más ley que la voluntad del general Díaz, y hasta servidores del Gobierno, diputados como Francisco Bulnes, Manuel Calero y Sierra y otros, en obras y discursos que son del dominio público, han proclamado con verdad patente que el actual gobierno no es más que una dictadura. Así es, en efecto.

El general Díaz ha acaparado en sus manos cuantos poderes y derechos se pueden concebir, lo mismo los de las varias autoridades inferiores a él, que los del pueblo. El general Díaz dispone a su antojo de nuestra patria, nombra a los funcionarios de elección popular, invade la soberanía de los Estados, es árbitro de todas las cuestiones, y ejerce, en suma, un poder absoluto que le envidiaría el mismo autócrata de todas las Rusias. El pueblo es una nulidad, la República un sarcasmo, las instituciones un cadáver ...

El carácter notorio que en la opinión pública tienen estos hechos, me dispensa de aducir determinadas pruebas para demostrarlos; si tuviera libertad, podría exhibir en apoyo de mi tesis, mil hechos comprobatorios de la opresión que reina en México, pero por las circunstancias en que me encuentro, tengo que conformarme con aludir únicamente a aquello que es del dominio público y sobre lo que Ud., C. Juez, no puede tener duda alguna. Lo asentado basta, sin embargo, para demostrar que el gobierno contra el cual pretendí sublevarme, es una dictadura violadora de las instituciones republicanas y que, por tanto, no cometí ningún delito con mis actos de rebelión, sino que ejercité un derecho bien definido por el Código Supremo de lo que debiera ser República Mexicana.

Por lo expuesto:

A Ud. C. Juez, pido que, rindiendo homenaje a la justicia. desdeñando toda consideración ajena a la equidad y dando un alto ejemplo de independencia y rectitud, se sirva declarar que no soy culpable de ninguno de los delitos que se me imputan, y se sirva decretar se me ponga en absoluta libertad.

Protesto lo necesario.

Juan Sarabia.


La sentencia.

Pero a pesar de que con su elocuente defensa, dando cátedra de derecho, demostró con claridad meridiana que no era un delincuente, sino un hombre honrado que luchaba por la libertad y el bienestar del pueblo; y a pesar de que en la conciencia del juez y sus mismos acusadores existía la convicción de su inocencia, y de que la opinión pública estaba en todo a su favor, el anciano juez de distrito se vio en la imposibilidad de decretar su libertad, tanto porque su condenación, como la de sus principales colaboradores, según ya he dicho, había sido ya decretada de antemano por el general Díaz.

Así pues, el 11 de enero, al resolver el juez sobre la suerte de los procesados, no sólo los despojó casi en lo absoluto de su carácter político, sino que, doblegándose ante la consigna, los redujo más bien a la categoría de asesinos y ladrones, para que no pudieran acogerse a las garantías que las leyes conceden a los presos políticos, como puede verse en la siguiente información publicada en El Diario, de la ciudad de México, el día 13 del mismo mes:

Chihuahua, enero 12.

Hoy se ha dado al público la sentencia que ayer se dictó contra Sarabia y socios.

El interés por conocer la resolución era grande, dados los incidentes ocurridos en el proceso. Juan Sarabia fue sentenciado a sufrir siete años un mes de prisión, por los delitos de conato de homicidio, robo y destrucción. Además se le sentenció a pagar 1,300 pesos de multa por conspirar para una rebelión.

César Canales fue sentenciado de la misma manera y por los mismos delitos; pero la multa asciende solamente a 500 pesos.

Vicente de la Torre, fue juzgado como autor de idénticos delitos y la sentencia que en él recayó fue de cinco años seis meses de prisión y pago de 500 pesos de multa.

Eduardo González, juzgado por los mismos delitos, fue sentenciado a sufrir tres años seis meses de prisión.

Elfego Lugo, Guadalupe Lugo Espejo, Tomás Lizárraga, Francisco Guevara, José Porras Alarcón, Alejandro Bravo, Cristóbal Serrano, Jesús S. Márquez y Prisciliano Gaitán sufrieron distintas penas, entre uno y dos años de reclusión, por el delito de conspirar para una rebelión.

Quedaron libres Rafael Rembao, Rafael Chávez, Rafael Tejeda, Jacobo Síos, Carlos Riquelme y Vicente Elizondo.


El traslado.

Desde las siete de la mañana del 13 de enero, y en medio de un intenso frío invernal, se comenzaron a hacer en Chihuahua los preparativos para el traslado de los prisioneros a la estación del Ferrocarril Central con destino a la fortaleza de San Juan de Ulúa, que era donde debían cumplir sus sentencias. El esbirro de infeliz memoria Antonio Villavicencio, ex director de la Cárcel de Belén y asesino bien reconocido, que había sido enviado expresamente a la capital del Estado para que se encargara de la conducción y custodia de los luchadores hasta dicho presidio, dispuso que se les formara en el patio de la cárcel para que fuesen atados del cuello a los codos, por la espalda, formando grupos de dos en dos.

Al mismo tiempo que Sarabia, Canales, De la Torre y demás compañeros sufrían esta humillación, el 13° Regimiento de la Gendarmería Montada y el 18° Batallón de Infantería, comandado éste por el coronel Agustín Valdés, eran tendidos en doble fila desde las puertas de la cárcel hasta los andenes de la estación del ferrocarril.

Ya una vez dispuestas las tropas en esta forma, cuya maniobra se prolongó por varias horas en medio de la expectación de la muchedumbre, una escolta de rurales a las órdenes directas de Villavicencio, se encargó, a las nueve y media de la noche, de sacar a los luchadores de sus calabozos para conducirlos a la estación; y así, entre rurales, soldados y gendarmes, atravesaron toda la ciudad hasta llegar a la estación, donde fueron embarcados en un furgón del express que tenía las puertas reforzadas con tablones, y al cual tuvieron los soldados que subirlos como fardos ante la dificultad que ellos tenían para abordarlo, por estar amarrados en parejas.

Varios millares de personas de todas las clases sociales, entre las que se encontraban muchos amigos y correligionarios, fueron testigos indignados del maltrato que se dio a los prisioneros desde que salieron de la cárcel hasta su embarque en la estación, y en no pocas ocasiones se escucharon clara y abiertamente tanto voces de protesta contra las autoridades, como exclamaciones de afecto y simpatía para los luchadores, y algunos llantos y sollozos entre las mujeres y los niños del pueblo.

Los presos permanecieron en el furgón amarrados e incomunicados toda la noche del día 13 en la misma estación de Chihuahua, ya que el tren que los debía conducir a la ciudad de México de paso a Veracruz, no salía sino hasta las ocho y cuarenta minutos de la mañana siguiente. Algunas horas después de que el tren hubo partido, el jefe de la escolta que los custodiaba, dolido al verlos en tan triste y desesperada situación, y considerando que eran víctimas de un rigor exagerado, fue a hablar con Villavicencio al carro pullman en que viajaba, para hacerle ver que era necesario desatarlos, ya que amarrados como estaban era imposible que pudieran llegar sanos y salvos a Veracruz.

La piadosa y espontánea intervención de dicho jefe fue favorable para la mayoría de los prisioneros, pues tuvo la fortuna de conmover el corazón endurecido del esbirro y arrancarle la autorización de quitarles las ligaduras, menos a Sarabia y a Canales, quienes por ser los reos más peligrosos, no deberían verse libres del tormento de los amarres, sino hasta llegar a su destino.


Los presos llegan a México.

Además del esbirro Villavicencio, vinieron a México en el mismo tren el gobernador de Chihuahua, acompañado por varios de sus funcionarios, y el licenciado Castellanos.

El 16 de enero llegó el convoy a la capital de la República, y al día siguiente el gobernador fue a conferenciar con el Caudillo para rendirle cuenta de su patriótica labor y asegurarle que ya no había ningún motivo de alarma, puesto que los bandidos que habían intentado sublevarse iban ya a buen recaudo rumbo a las mazmorras de San Juan de Ulúa.

Por su parte, el licenciado Castellanos también rindió un extenso informe por escrito al general Díaz, en que con toda sinceridad y franqueza le trataba tanto acerca del valor y la capacidad intelectual de Sarabia y Canales, como sobre los diversos y justificados motivos que en su concepto habían provocado el intento de rebelión y de los múltiples incidentes ocurridos en el proceso instruido contra los revolucionarios que en él habían tomado participio. El mismo Castellanos, que siempre admiró a Sarabia y a Canales por sus cualidades de auténticos luchadores, hizo en 1924 unas declaraciones, manifestando:

... yo llamo revolucionarios a los que pensaban y obraban como Juan Sarabia o César Canales; pero de entonces acá, ha habido, hay y habrá muchos revoltosos disfrazados de revolucionarios.


A Veracruz.

Los prisioneros permanecieron en la ciudad de México hasta las doce o trece horas del día 16, asegurándose que don Podirio había ido a la estación a curiosearlos, y en el mismo furgón que los trajo de Chihuahua, que fue agregado a otro tren de pasajeros, fueron trasladados a Veracruz, adonde llegaron en la madrugada del 17, menos Vicente de la Torre, que por ciertas gestiones en su favor se había quedado en las bartolinas de Belén.

Inmediatamente después de su arribo fueron conducidos a la cárcel pública del puerto, donde Antonio Villavicencio, que poco antes había quitado las ligaduras a Sarabia y Canales, les entregó por lista al jefe de la prisión, con la consigna de ejercer sobre ellos una estrecha vigilancia y de tratarlos con el rigor con que se debe tratar a los más desalmados bandoleros.

Tomando muy en cuenta la consigna, dicho jefe puso a los luchadores bajo la férula de un mal encarado, corpulento y altanero sargento de presos que portaba el uniforme rayado del presidio y que llevaba, colgado de un hombro, un enorme látigo de cuero crudo con que acostumbraba azotar a los reclusos. Este individuo, que parecía tener gran autoridad en la cárcel a pesar de ser un reo del orden común, como primera providencia ordenó con voz tronante a sus nuevas víctimas, que con toda prontitud se despojaran de sus ropas y que se pusieran unos uniformes, igualmente rayados, que habían dejado como inservibles otros presos que habían salido en libertad, y que estaban hechos garras, muy mugrosos y malolientes.


Sarabia es víctima de un ultraje.

Entonces sufrió Sarabia el primero de los muchos ultrajes de que habría de ser objeto durante los cinco largos años venideros de espantoso cautiverio. Aquel sargento barbaján, viendo que no se ponía la asquerosa vestimenta con la misma rapidez con que los habían hecho sus compañeros, le descargó varios latigazos en la espalda, que más que dolor físico le produjeron una profunda tristeza y amargura al ver su dignidad herida y ultrajada por aquel salvaje sin entrañas, irresponsable y brutal.

Este acto de barbarie provocó un sacudimiento de indignación entre los demás luchadores, y ya algunos de ellos estaban a punto de arrojarse sobre la bestia para castigarla por su hazaña, pero la aparición inesperada de varios cabos de presos también armados con azotes de cuero, los redujo a la impotencia y los obligó a guardar un doloroso silencio.

Poco después de este deplorable incidente, por órdenes del general Joaquín Mass, comandante militar de Veracruz, que ejercía el control de los presos del puerto y de San Juan de Ulúa, y que unos cuantos días antes había tomado destacada participación en la feroz matanza de los obreros de Río Blanco, se les llevó al departamento de filiación, donde se les echó abajo el pelo y la barba y se les tomaron sus medidas antropométricas, para en seguida ser enviados de nuevo al común de presos.


A la Tumba del Golfo.

Horas después de estos acontecimientos, y ya cuando la tarde comenzaba a declinar, bien custodiados por fuerzas federales, cubiertos con la infamante túnica rayada y encadenados uno al otro, los luchadores fueron conducidos en un lanchón que era mecido por un fuerte oleaje hasta el presidio que se destacaba imponente y sombrío sobre las brumas del lívido horizonte; y poco más tarde, aquellos soñadores a quienes la justicia porfiriana castigaba por el crimen de haber querido liberar de la esclavitud y la miseria al pueblo mexicano, eran tragados por la fatídica fortaleza donde habrían de padecer interminables horas de amargura, y en cuyas puertas debería haberse grabado la fatal sentencia que el gran poeta florentino esculpió en las antesalas de su Infierno.

Índice de Juan Sarabia, apostol y martir de la Revolución Mexicana de Eugenio Martinez NuñezCAPÍTULO VICAPÍTULO VIII - Primera parteBiblioteca Virtual Antorcha