Índice de La guerra de secesión, Victor Austin compiladorPresentación de Chantal López y Omar CortésCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO PRIMERO

EL SUR EN VISPERAS DE LA GUERRA

El viernes 2 de diciembre, John Brown, de triste memoria, fue ahorcado en Charleston, Virginia, conforme con la sentencia pronunciada contra él.

La ejecución capital, cuyo relato se va a leer, de la pluma de un reportero, es el prólogo de la guerra de Secesión.


John Brown -el que van a colgar- es culpable de haber intentado, a la cabeza de un puñado de adictos, apoderarse de un arsenal de Virginia: necesitaba armas para equipar las bandas que ha constituido con un propósito generoso: venir a levantar los esclavos del Sur, trasladarlos al Norte y hacer de ellos hombres libres. John Brown ha sido herido, apresado, juzgado y condenado.


El reportero del Harper's Weekly, David Strother, prosigue:


Desde las 9, numerosos soldados de caballería, de infantería y de artillería, habían ocupado el terreno elegido como lugar de ejecución, próximo a la ciudad de Charleston. Un cordón de centinelas rodeaba el recinto para impedir que los curiosos penetraran por los setos, y una guardia estaba apostada en la barrera por la cual debían entrar los espectadores con la autorización correspondiente.

Yo llegué con anticipación a fin de poder elegir un lugar desde donde observar cómodamente los últimos preparativos. La horca se alzaba sobre una ligera eminencia desde donde se divisaba la campiña de los alrededores a varias millas. Desde el cadalso, al que subí, la vista era de una gran belleza. En la lejanía azulada se extendían campos inmensos y fértiles, salpicados de pequeños almiares y granjas blancas que se destacaban sobre el fondo oscuro de los árboles sin hojas: paisaje calmo y próspero, bordeado al este y al oeste por montañas violáceas. En los montes del Blue Ridge, hacia el este, se divisaba a lo lejos la garganta profunda en la confluencia del Potomac y del Shenandoah, en Harpers' Ferry, a ocho millas de distancia.

Muy cerca de allí, se veían largas hileras de soldados apoyados sobre sus armas, mientras que escuadrones de caballería estaban concentrados en las colinas vecinas ... A las 11, el prisionero llegó, escoltado por un fuerte destacamento de soldados. Estaba sentado sobre su ataúd en un carro de mudanzas. Tenía atados los brazos por encima del codo, dejando los antebrazos libres. El cochero y dos hombres estaban en el pescante, y el carcelero detrás. Yo me encontraba entre un grupo de media docena de personas, cerca de los escalones del patíbulo, cuando trajeron al prisionero. Llevaba el mismo traje miserable y raído que (...) durante su proceso; pero había cambiado sus gruesas botas por un par de pantuflas, y tenía un sombrero de anchas alas (era la primera vez que lo veía con sombrero). Se había repuesto completamente de sus heridas y tenía decididamente mejor semblante que antes. Cuando se acercaba a la horca esbozó una sonrisa sarcástica que, a no ser por la solemnidad de las circunstancias, habría podido ser grotesca. Descendió del carro con agilidad sorprendente y se dirigió rápidamente hacia el patíbulo, deteniéndose un instante para saludar a nuestro grupo con un ademán y darnos los buenos días. Creí descubrir en ese saludo algo de bravata, pero quizá me equivoqué, pues sus movimientos eran naturalmente torpes y bruscos. Subió los escalones del patíbulo con el mismo paso, y allí, como si estuviera ya convenido de antemano, se quitó inmediatamente el sombrero y tendió el cuello hacia la cuerda que el carcelero, señor Avis, ajustó prontamente. Luego le cubrieron la cabeza con una especie de cogulla de muselina blanca, y el sheriff, olvidando que ya no veía, le pidió que avanzara por el tablado. El prisionero respondió con su voz habitual: Tendrán que guiarme. Como la brisa le desarreglaba la cogulla, el sheriff pidió un alfiler a uno de los asistentes .. Brown levantó el brazo e indicó el cuello de su chaqueta bajo el cual estaban clavados varios alfileres. El sheriff tomó uno y terminó su tarea. Luego lo guiaron hasta el escotillón, se fijó la cuerda a una viga y los magistrados, pensando que la ejecución tendría lugar inmediatamente, se despidieron del condenado. El sheriff le preguntó si quería un pañuelo para arrojarlo a modo de señal. Brown le respondió: No, me es igual. Deseo solamente que no me haga esperar inútilmente. Fueron sus últimas palabras, pronunciadas en el tono agudo y gangoso que le era propio, pero dulce y cortésmente, sin impaciencia ni turbación aparentes. Permaneció en esa postura durante cinco minutos por lo menos, mientras los soldados de la escolta tomaban su lugar. Me encontraba a algunos pasos de él y le observaba atentamente, listo para notar su menor desfallecimiento. No lo tuvo. Se había atiesado ante el choque, y lo esperó sin chistar. Durante todo ese tiempo, no se oyó ni un ruido, a excepción de las órdenes secas y breves de los militares. Cuando cesaron reinó un silencio profundo. El coronel Smith dijo el sheriff en voz baja: Estamos listos. Los magistrados descendieron del patibulo. Alguien, cerca de mi, murmuró: Tiembla, sus rodillas se entrechocan. No, repliqué, es el cadalso que resuena bajo los pasos de los magistrados. El sheriff cortó la cuerda con un golpe seco, usando una pequeña hacha. El escotillón se hundió con un crujido; algunos movimientos convulsivos, y un alma fue enviada ad patres.




La esclavitud -que los blancos del Sur no llaman jamás por su nombre: la institución particular (peculiar institution) dicen ellos- escandaliza al Norte y hace vivir al Sur. El Norte, comerciante e industrial, es cada día más rico, más poblado y más poderoso. Los sureños, convertidos en elementos de horror para sus vecinos desde la publicación de la novela de la señora Beecher Stowe, La Cabaña del Tio Tom (el libro más vendido después de la Biblia), se dan cuenta de que ya no serán por mucho tiempo más los amos de sus esclavos. Una sola solución: separarse del Norte. La guerra civil no es todavía una realidad, pero está en todos los ánimos.

Entre tanto se podría decir del Viejo Sur, lo que Talleyrand decía de Francia en vísperas de la Revolución: ¡Quien no la conoció, no ha conocido la dulzura de vivir!

Un candidato al Congreso agasaja a sus electores:


El dia del picnic de ostras, habia llegado.

Desde el alba las carretas que transportaban las provisiones provenientes de los cuatro extremos de la plantación rodaban hacia la gran pradera cubierta de césped situada delante de la mansión. Esta se alzaba en el extremo de la avenida de encinas verdes que la unia con la carretera, a una milla de distancia.

Después de haber llevado todo lo necesario, los negros pusiéronse a cavar zanjas sobre dos líneas paralelas para instalar los hornos en ellas. Mientras tanto, las sirvientas negras dirigidas por el mayordomo armaban las mesas: largos tablones de ciprés colocados sobre caballetes. Tendieron los manteles, luego dispusieron la porcelana china y la platería, parte de ellas traída de Inglaterra por Hugh Hext, en 1684.

Un cielo claro dominaba todos esos preparativos de fiesta. Las mesas estaban a la sombra del musgo español que pendía en anchos festones de las encinas centenarias. Los invitados comenzaron a llegar un poco antes del mediodía, en cabrioles, a caballo, algunos en barca. Los Horry, que venian de la parroquia de Saint-Philippe, situada dos ríos más lejos, habían tenido que ponerse en camino al alba. (...)

A mediodía, el señor Rutledge ofreció el brazo a su madre y los dos descendieron hacia las mesas para asegurarse de que estaban bien puestas. Se declararon satisfechos, con gran contento del mayordomo. Este hizo arreglar la mantelería fina, la vajilla, la platería y la cristalería en grandes cestas de mimbre puestas a un lado. En seguida las sirvientas colocaron los manteles individuales, las escudillas de madera, los cuchillos para ostras y un vaso para cada invitado.

También a mediodía comenzóse a encender las fogatas. Pronto el carbón de leña enrojeció en los hornos dispuestos en dos hileras y una débil humareda se enroscó en los altos follajes de las encinas. Poco después del mediodía llegaron numerosos invitados. Sabían que la exactitud es muy importante para obtener las ostras asadas a punto y todos estuvieron presentes antes de la una.

La parroquia de Christ Church contaba cerca de ciento cincuenta votantes. Más de la mitad de éstos habían venido con su mujer y sus hijos mayores. Los carpinteros esperaban, en las proximidades, para agregar mesas en caso necesario, lo que pronto ocurrió. Las mesas se extendían sobre un largo de un cuarto de milla en la avenida, pero los invitados estaban a gusto y podían mover cómodamente los codos.

A una hora precisa, el señor Rutledge, tocó la trompa en lo alto de las escaleras de la Great House. Era la señal para verter las ostras de los barriles llenos a los carbones ardientes. Al mismo tiempo, los invitados tomaron sus lugares y el mayordomo apareció, rodeado de sus camareros llevando picheles de bebidas calientes: ponche o whisky para los hombres, yema mejida con una pizca de moscada y de ron antillano para las damas. Los vasos se llenaron, pero nadie bebió antes que el señor Rutledge se levantara vaso en mano, en la cabecera de la primera mesa, y brindara: Doy la bienvenida a nuestros amigos vecinos e invitados de la parroquia de Christ Church y de otras partes. Entonces, todo el mundo bebió.

En eso, un batallón de negritos acudió llevando fuentes con ostras humeantes, recién salidas del carbón incandescente. No se oyó más que el ruido de los cuchillos combatiendo con las ostras. Se había previsto un negrito para cada dos convidados. Ellos debían vigilar el apetito de cada invitado y servirles las ostras ardientes. El problema era transportar del fuego hasta el gaznate las ostras asadas a punto, con todo su jugo.

Esta tarea duró cerca de una hora. Luego, un invitado dio la señal de descanso (el anfitrión no podía honestamente sugerirla él mismo). Los hombres se retiraron cruzando por sobre los bancos fijos al suelo. Luego las mujeres se levantaron a su vez. Pero, salir de allí sin confusión, sobre todo para las jóvenes que llevaban grandes miriñaques, no era tan fácil como para el elemento masculino. Se sentían terriblemente incómodas si, en su movimiento, dejaban ver sus tobillos. Cortésmente, los hombres evitaban toda posibilidad de entrever una media sedosa sobre un botín. Las matronas salían del paso solas y luego ayudaban a las muchachas.

Los invitados fueron a pasear a lo largo del río o vagaron hasta las chozas de los negros para ver danzar a los negritos, o bien descansaron durante una hora. Los ayudantes del mayordomo aprovecharon para hacer desaparecer los restos de la matanza de ostras y poner la mesa de gala.

Hacia las tres, los convidados volvieron y se sentaron de nuevo a las largas mesas que ofrecían ahora un espectáculo distinto, con el centelleo de la mantelería, de los cristales, de la porcelana y de la platería, y salpicadas con pimpollos de roSas de Navidad.

Se pudo comprobar cuán ridículo era llamar parrillada de ostras a ese festín. Sirvieron fiambre de langosta, ensalada de langostinos y berro, pescado cocido con vino de Burdeos, tortuga marina, guisada, paté de carne de venado y un budín de palmitos y ñame. Vino de Madera para las mujeres y, aguardiente para los hombres, o Burdeos, según los gustos.

La comida duró cerca de dos horas. Gracias al canto de los cardenales, al sol invernal que se filtraba a través de las ramas, a los vinos de Madera y de Burdeos, uno se sentía fuera del tiempo y del espacio.




Un geólogo inglés, sir Charles Lyell, juzga más bien bondadosa la esclavitud sureña:


Quinientos negros viven en el dominio de Hopeton, pero entre ellos se cuentan muchos niños y algunos viejos que no pueden trabajar. En Inglaterra, estos últimos habrían sido internados en un hospicio, pero aquí ellos gozan, hasta su último día, de la compañía de sus vecinos y de su familia. Los niños no realizan un trabajo regular antes de la edad de diez o doce años. En este tiempo algunos de ellos recogen la hojarasca en las alamedas, mientras vigilan a los más pequeños. Cuando las madres están en el campo, una anciana negra, llamada Mom Diama, cuida a los más pequeños.

Las esclavas que trabajan en los campos viven en edificios separados, e incluso la servidumbre, menos las niñeras de los niños blancos, habita fuera de la casa principal. Esta disposición es, por otra parte, con frecuencia un inconveniente para los amos, pues, pasadas ciertas horas ya no hay nadie para responder a las campanillas. En relación con las condiciones de vida de los criados en Europa, estos esclavos gozan, en general, de mayores ventajas. Primeramente, pueden casarse y se consideraria como tirania que una patrona prohibiese a una de sus sirvientas negras tener pretendientes; en tanto que en los diarios ingleses se encuentran corrientemente los anuncios de criadas para todo servicio que dicen: No followers allowed (No se permiten pretendientes).

Los que van a los campos comienzan el trabajo a las 6. Tienen una hora de descanso a las 9 para el breakfast, y muchos han terminado la tarea asignada hacia las 2 de la tarde, y todos los demás a las 3. En verano, el trabajo se organiza de manera diferente. Duermen la siesta a mediodia; luego, cuando la tarea termina, pasan gran parte de la noche charlando, divirtiéndose, predicando y cantando salmos.

En Navidad reclaman una semana de descanso durante la cual tiene lugar una especie de saturnal, y el propietario no puede obtener entonces el menor trabajo. Aunque beben bien poco, el patrón se siente aliviado cuando esas festividades terminan sin demasiados incidentes.

Las chozas de los negros están casi tan limpias como las casas de campo escocesas (lo que no es halagador, debo decirlo). Todas poseen una puerta trasera y un hall, como ellos dicen, en el cual hay un arca, una mesa y dos o tres sillas, asi como algunos anaqueles para la vajilla. La puerta que lleva a las piezas donde duermen está cerrada con candado para proteger sus pequeños tesoros de las incursiones de los vecinos, cuando están en los campos. En general, tienen un pequeño espacio cercado en el cual crian algunos pollos y donde guardan un perro que no cesa de ladrar.

El invierno, la mejor estación para los blancos, es la más dura para los negros. Por el contrario, ellos enferman raramente en los arrozales, en verano. El negro teme tan poco al calor que se lo ve dormir a pleno sol, en lugar de extenderse a la sombra de un árbol vecino.

Hemos visitado la enfermeria de Hopeton, que comprende tres salas separadas: una para hombres, otra para mujeres y la tercera para las parturientas. Estas últimas pueden reposar un mes después del parto, ventaja que pocas campesinas inglesas pueden ofrecerse. Aunque estén mejor atendidas y más tranquilas en la enfermería, las mujeres negras prefieren quedarse en su choza donde pueden charlar con sus vecinas; y en general se arreglan para dar a luz, por sorpresa, en sus viviendas.

Las madres negras son frecuentemente tan ignorantes e indolentes que no se les puede tener confianza para administrar, por la noche, los medicamentos a sus propios hijos. Por lo tanto el ama debe cuidar del niño. Dos razones impulsan a los blancos a obrar así: un sentimiento de piedad y también el temor de perder un esclavo; pero ese sacrificio vincula fuertemente al esclavo con su propietario. En general, no aceptan los remedios sino cuando se los entrega su amo o su ama.

Los trabajadores de los campos reciben harina de maíz, arroz y leche, y, en algunas ocasiones, carne de cerdo y sopa. Como su ración supera el apetito, ceden una parte de ella al capataz, que les entrega en cambio una indemnización en dinero al final de la semana; o bien la conservan para alimentar a las aves de corral. La venta de ellas y de los huevos les permite comprar melaza, tabaco y otros objetos de lujo.

Cuando quieren tomarse la molestia, pueden realizar su tarea diaria en cinco horas y luego divertirse pescando para vender el pescado. Otros pasan su tiempo libre fabricando canoas con los troncos de inmensos cipreses. El propietario les permite de buena gana cortar esos árboles, pues eso le ayuda a desbrozar los pantanos. Los esclavos venden esas canoas hasta por cuatro dólares y guardan el dinero.

Un día en que paseaba solo, me encontré con un grupo de negros que cavaban una zanja. Los vigilaba un capataz negro, látigo en mano. Algunos esclavos cavaban con azadas, mientras otros arrancaban las raíces y los troncos de los árboles. Trabajaban sin apresurarse, y las ocho horas de trabajo exigidas habrían podido reducirse a cinco, de haberse empeñado ... Las palabras mismas de cuadrilla y capataz son odiosas, y la vista del látigo se me hacía penosa como la marca de un envilecimiento, recordándome que los esclavos trabajaban solamente bajo amenaza y que la manera como se los trata depende del carácter del capataz o del propietario. No dudo de que en las haciendas bien dirigidas, el látigo se emplea raras veces y de que sirve especialmente para atemorizar. Además, no es el instrumento terrible que se ve expuesto en ciertos museos, o el usado antiguamente en las Antillas. Es una simple correa. El mayoral no tiene derecho a dar más de seis latigazos por una falta, el mayoral en jefe doce y el capataz, veinticuatro. Cuando una hacienda está bien administrada, este sistema es muy eficaz en la prevención de los delitos. El castigo más severo que se hubo dado durante estos últimos cuarenta años entre toda la población negra de Hopeton, fue por el robo que cometió un negro en perjuicio de otro ... La raza negra es naturalmente apacible y tranquila y mucho menos aficionada a la bebida que los blancos o los indios. Se han contado más pendencias graves y cráneos hundidos entre los irlandeses, durante los pocos años que estuvieron cavando el canal de Brunswick, que en todas las plantaciones vecinas durante medio siglo. El mayor delito que se recuerda en esta parte de Georgia desde hace mucho tiempo es el cometido por una negra, quien mató a su marido porque la maltrataba.

Después del capataz blanco, las principales responsabilidades incumben al viejo Tom, el jefe de los mayorales, hombre de una inteligencia superior y de una fisonomía más noble que las de los otros negros. Era hijo de un príncipe de la tribu de los foulas y lo capturaron a la edad de catorce años, cerca de Tombuctú ... Sigue siendo un verdadero mahometano, pero su numerosa prole, hijos y nietos, ha cambiado el Corán por la Biblia.




Otro testigo inglés, la literata Harriet Martineau:


Nuestra vida campesina en el Sur era bastante variada y agradable. (...) Sin embargo, la fantasía y la improvisación que hacían reinar allí los esclavos no carecían de atractivo, por poco que se quisiese olvidar la esctavitud.

Por la mañana os despierta la mirada fija de dos o tres negras apostadas al pie de vuestra cama, y os hacen falta cinco buenos minutos antes que consigáis hacerlas salir de la habitación. Luego, cuando estáis a medio vestir, puede suceder que se os llame para el breakfast. Consultáis vuestro reloj y verificáis si funciona, pues os parece que aún no han dado las 7. Sin embargo, os apresuráis y encontráis a vuestra huéspeda preparando el café. Los jóvenes aparecen a mitad del desayuno y uno se da cuenta entonces de que lo han servido con una hora de anticipación. El reloj se había detenido y la cocinera negra lo había arreglado todo a su gusto. Todos ríen y así termina el asunto.

Después del breakfast, un colono en ropa de trabajo viene a conversar con vuestro huésped. Un blanco ebrio ha matado uno de sus negros de un tiro de fusil, y el colono teme que no se pueda obtener reparación, pues sólo había testigos negros. Los dos hombres discuten para saber si es necesario intentar un proceso, y luego se ofrece bizcochos y licor al colono antes de su partida.

Entre tanto, el ama de casa ha dado sus órdenes y en una habitación retirada, o bien bajo la galería exterior, se ha puesto a cortar vestidos para las esclavas: trabajo duro en los dias de calor fuerte. Los jóvenes hacen como que estudian, y algo más que simularlo cuando tienen preceptor o institutriz. Pero muy a menudo cada uno hace lo que le place: Rosa ha desaparecido, está tendida en su lecho leyendo una novela; Clara llora a su canario que se ha escapado mientras jugaba con él; Alfredo trata de saber cuándo partiremos en una cabalgata, y los más pequeños vagan por el jardín, del brazo de negritos de su edad.

Os sentáis entonces al piano o tomáis un libro. Casi cada media hora, una esclava viene a preguntaros la hora. Por fin vuestra huéspeda llega y os ponéis a trabajar con ella. Satisface vuestra curiosidad hablándoos de su gente, contándoos cómo gastan rápidamente sus zapatos y su ropa de invierno y desgarran sus telas de algodón en verano, y cómo es imposible hacerles entender a las mujeres negras cómo cortar sus vestidos sin malgastar género. Ignora dónde y cuándo azotan a los esclavos; es asunto del administrador y no suyo. Apenas se sienta, la llaman. Regresa, explicando lo infantil que es esa gente: ¡no quieren tomar su remedio si no es ella quien se lo da! ¡Y qué poco cuidadosos son! Ha debido esperar para vigilar si Diana mudaba bien a su bebé y para obligar a Bet a llevar algún alimento a su marido enfermo. En la puerta, el coche y los caballos de silla hacen rechinar la grava. Los niños se precipitan para saber si pueden unirse a nosotros en el paseo. El coche parte a buen paso; nuestro huésped, que galopa al estribo, nos hace observar que atravesamos la plantación de los A. Cruzamos una larga fila de negros. Parecen ser del mismo color que la tierra: la ropa y la piel es del color del polvo. Os indican que un anciano más negro que los otros ha nacido en Africa, y preguntáis si un niño de tez muy clara es también un esclavo ... Os sentiríais aliviados si pudieseis pensar que esta gente triste y embrutecida es una manada de monos disfrazados y no seres humanos. (...)

Tratáis de entablar conversación con los esclavos. Cuando les preguntáis su edad, responden vagamente. Los esclavos no saben o no quieren decir jamás su edad y por esta razón los empadronamientos dan resultados tan fantásticos: ¡muchos tienen, según dicen, más de cien años!

Cuando pertenecen a un buen amo, os cuentan con orgullo el precio que han pagado por ellos. Si el amo es severo, reconocen que deberían ser mejor alimentados y menos azotados, pero que Massa está muy ocupado y no tiene tiempo de ir a verlos. Vuestra huéspeda es muy conocida en esta plantación y ya una negra acude con siete u ocho huevos por los que recibirá un cuarto de dólar. La seguís al barrio de los negros, y encontráis a una mujer bien vestida tejiendo mientras vigila a unos niños rollizos de piel lisa y mirada franca, cuya alegría espontánea os entristece cuando contempláis a los padres y pensáis en lo que llegarán a ser los niños cuando crezcan.

Visitáis las chozas donde todo os parece del mismo color de tierra: el camastro contra la pared, las paredes mismas y el piso, todo es de un color amarillo sucio. Varios niños están acurrucados alrededor del fuego de leña, casi en las cenizas. Una mujer vuelve la cabeza contra la pared, levantando el delantal: os dicen que es tímida ... Entre tanto, el administrador conversa con vuestro huésped de la fiebre, más o menos fuerte esta temporada. Agrega que se consideraría satisfecho si este verano no hubiera más días de enfermedad que los precedentes. Observa que la vegetación ha sufrido a consecuencia de las últimas heladas, y muestra los estragos causados en los naranjos, pero, en cambio, la gran magnolia del centro del patio no ha sufrido daño. Luego os invitan a visitar la vivienda, y, en el camino, conocéis la extensión y el valor de la hacienda y el número de esclavos que allí trabajan. Admiráis las habitaciones frescas de techo alto, las cortinas verdes, las anchas galerías que dispensan la sombra que no pueden dar los árboles, plantados lejos de la casa a causa de los mosquitos. Os hacen ver igualmente la habitación que sirve de nevera, casi llena, pues el último invierno ha sido rudo ...

Después de haber caminado por los campos todo el tiempo que os ha permitido el calor, entráis en la sencilla casa del administrador, rodeada por un pequeño recinto donde retozan los pollos. Y os ofrecen un vaso de leche para refrescaros, gran lujo especialmente previsto para los visitantes.




El misticismo negro ha causado fuerte impresión a una sueca, Frederica Bremer, quien ha asistido a un camp meeting, reunión religiosa al aire libre:


Partimos a través de campos y bosques. Era una hora avanzada de la tarde, pero el calor era todavía fuerte. Nos detenemos a dieciocho millas de Charleston, en pleno bosque. Había árboles por doquier y ni una vivienda a la vista. Nos apeamos del coche y nos introducimos en un bosque de pinos. Después de haber caminado durante una hora a lo largo de senderos apenas delineados, el bosque comienza a animarse. Muy pronto bulle de gente, sobre todo negros, tan lejos como se pueda ver entre los altos troncos. En medio de un claro se levanta un gran techo, soportado por postes y bajo el cual se alinean hileras de bancos. En el centro de ese tabernáculo (es así como yo llamo a ese espacio resguardado) hay un tablado alto y cuadrado que soporta un púlpito. Alrededor del tabernáculo se levantan centenares de tiendas de campaña y barracas de todas formas y colores que forman manchas claras, a lo lejos, en el bosque. Por todas partes hay grupos que se ocupan en preparar comida alrededor de pequeñas fogatas. Los niños corretean o permanecen sentados cerca de los fuegos y los caballos están atados y pacen cerca de los coches ...

Poco a poco el gentío comienza a reunirse bajo el tabernáculo, blancos a un lado, negros al otro. Estos en mayor cantidad. El calor es pesado y el cielo está cubierto de nubes borrascosas. Comienza a caer la lluvia ... Nos refugiamos bajo la carpa de un rico librero y de su familia, ardientes metodistas. Nos ofrecen el café y la cena.

Finalizada la comida, salimos y quedo asombrada ante ese espectáculo inolvidable: en ocho hogares sobrealzados o fire-hills, como los llaman, arden enormes leños de pino resinoso con llamas vacilantes. En todas partes, hasta en lo más profundo del bosque, innumerables fogatas pequeñas o grandes brillan delante de las carpas iluminando los troncos esbeltos de los pinos que parecen las columnas de un templo natural dedicado al Dios del Fuego.

Bajo el tabernáculo se ha reunido una multitud inmensa, por lo menos tres o cuatro mil personas. Comienzan a cantar himnos, formando un coro magnífico. La amplitud del canto proviene manifiestamente del lado de los negros, pues son tres veces más numerosos que los blancos; y, además, sus voces son naturalmente bellas y puras. En el púlpito semejante a un mirador, en e1 centro del tabernáculo, hay cuatro pastores quienes, entre los himnos, se dirigen a la muchedumbre con voz fuerte, llamando a los pecadores a la penitencia y al arrepentimiento. Son hombres grandes y hermosos, de frente ancha y aspecto severo. En el lado de los negros se hallan sus jefes espirituales -en general mulatos- cuyo semblante acusa energía y grandeza de alma. (...)

... Cuanto más avanzaba la noche, tanto más apremiantes se hacían los llamamientos al arrepentimiento; los himnos, más breves pero más fervientes, se elevaban con un ardor apasionado como las llamas de los fuegos de leña. El celo de los pastores aumentaba. Dos de ellos se habían vuelto hacia los blancos y otros dos hacia los negros, con los brazos en cruz, exhortando a los pecadores a venir, a venir inmediatamente, en aquel momento que quizá fuera el último y el único que les quedaba para volver a encontrar al Salvador y escapar a la condenación eterna. Ya era cerca de medianoche. Los fuegos disminuían pero la exaltación aumentaba y, llegaba a ser general. Los himnos se mezclaban con los llamados de los pastores, y las exhortaciones con los clamores de la multitud ... En el sector de los negros, los hombres aullaban y rugían, las mujeres lanzaban gritos agudos como los puercos cuando los degüellan; muchos, presas de convulsiones, saltaban, rodaban por tierra, de modo que era necesario sujetarlos ... Por todas partes, gritos de angustia, entre los cuales no se distinguía sino: ¡0h, soy un pecador! y ¡Jesús, Jesús!

Acompañados de M. R., fuimos a pasear entre las carpas, por el sector de los negros. Bajo una de ellas, vimos un grupo arrodillado, completamente vestido de blanco, golpeándose el pecho, gritando y rogando de manera patética. Más lejos, unas mujeres bailaban la danza sagrada por una nueva conversa; pero al vernos se detuvieron, pues los pastores se lo habían prohibido.

Al día siguiente, la prédica principal tuvo lugar a eso de las 11. La pronunció un abogado de un Estado vecino, hombre alto y delgado de facciones acusadas y fuertemente dibujadas, y ojos hundidos y brillantes. Predicó sobre el Juicio Final y describió de manera conmovedora las llamas ahorquilladas, el trueno y la destrucción general, dando a entender que ese momento estaba quizá próximo: Todavía no he sentido temblar la tierra, todavia parece firme, exclamó dando un violento puntapié en el suelo; no he oído todavía el retumbar del trueno del Juicio Final, pero quizás esté muy próximo ... Y así por el estilo. Luego amonestó a la muchedumbre, exhortándola a arrepentirse y a convertirse inmediatamente, sin perder un instante.

Después de ese oficio religioso llegó la hora de la comida. Visité muchas tiendas de campaña de negros. Por todas partes, mesas cubiertas con fuentes de carnes de todas clases, budines y tartas: parecía haber allí gran abundancia de carnes y bebidas. Muchas carpas estaban amuebladas como verdaderas habitaciones, con camas de centro, espejos, etcétera ... Los negros parecían alegres, felices y de buen talante. Esas asambleas religiosas (...) son las saturnales de los negros. En ellas pueden dar libre curso al ardor de su cuerpo y de su alma. Pero, esta vez, todo pasó decorosamente. En los últimos años, las reuniones mejoraron en el sentido moral, y los amos permiten a sus esclavos asistir a ellas, en parte para complacerlos y en parte porque dan buenos resultados. Esas reuniones religiosas duran de tres a siete días. Aquella a la que asistí debía terminar al día siguiente, y se esperaba un gran número de conversiones para la noche próxima.




Pero hete aquí que el Norte ve fundar un nuevo partido: el Partido Republicano. Su propósito: Luchar contra la extensión de la esclavitud. Su fundador: un oscuro abogado -autodidacta- que llega del Oeste, Abraham Lincoln.

Lincoln llega a ser rápidamente la pesadilla de la gente del Sur, como lo atestigua el inglés Russell, del Times:


6 de junio de 1861. Mi criado Joe, adscriptus mihi domino, me despertó mientras preparaba mi baño de agua del Misisipí sobre la cual flotaban enormes trozos de hielo, baño que me aconsejó vivamente que acompañara con un mint julep. No era la primera vez que me había sometido a ese género de prueba, pues el invitado de un plantador del Sur puede esperar desde hora temprana de la mañana que le ofrezcan una mezcla de brandy, azúcar y crema de menta que desaparecen bajo un bloque de hielo, panacea obligatoria contra todos los males del clima.

Vaciado el primer vaso, quizá Pompey vuelva con un segundo: Massa dice que sufre mucho de la fiebre esta mañana, hubo mucho rocío. Sin duda, un estómago anglosajón no está tan blindado y aguerrido como el de un irlandés amigo mío, que opinaba que el mejor remedio para neutralizar los excesos del alcohol es un buen trago de whisky caliente en el momento en que el paciente entreabre los ojos.

Sin embargo, este ofrecimiento generoso puede ser rechazado. Pero antes del desayuno, es probable que el negro retorne con el mint julep número tres: Señor, Massa dice que haría usted bien en tomar éste, pues es el último antes del breakfast. El breakfast está servido. Sobre la mesa hay profusión de manjares: carne de ave asada, camarones, huevos y jamón, pescado de Nueva Orleáns, salmón en latas de Inglaterra y carnes en conserva de Francia, vinos de Burdeos, agua helada, café y té ... Luego, llegan los diarios y se los lee atentamente profiriendo exclamaciones: ¿Saben ustedes a qué se dedican ahora? ... ¡Malditos bandidos! ¡Ese Lincoln debe de estar loco! Y así seguidamente.




Pero este buen humor no impide la triste realidad: el mercado de esclavos. Helo aquí, descrito por un negro. Ciudadano de Nueva York, Salomón Northup ha sido raptado y vendido:


Ese dia, el muy bueno y muy piadoso señor Teófilo Freeman, socio de James H. Burch y propietario del mercado de esclavos de Nueva Orléans, se encontraba desde temprano entre su hato. Con algunos puntapiés a los más viejos y secos chasquidos de látigo en las orejas de los más jóvenes, todos estuvieron pronto de pie, y completamente despiertos. El señor Freeman se ocupaba activamente de preparar su mercancia para venderla en subasta pública, y tenia, sin duda alguna, la intención de realizar buenos negocios.

Ante todo fue necesario lavarnos cuidadosamente y los que lo necesitaban debieron afeitarse. Inmediatamente, nos distribuyeron trajes nuevos, baratos, pero decentes. Los hombres tuvieron derecho aun sombrero, una chaqueta, una camisa, un pantalón y zapatos, las mujeres a vestidos de calicó y un pañuelo para sujetar el cabello. Luego nos condujeron a una amplia habitación de la parte delantera del edificio del cual dependía el campamento, a fin de estar bien preparados antes de la llegada de los compradores. Hicieron alinear a los hombres de un lado y las mujeres del otro, por orden de estatura. Emily se encontró en el extremo de la fila de las mujeres. Freeman nos recomendó que recordáramos nuestros sitios respectivos y nos exhortó a que nos mostráramos llenos de entusiasmo. Durante todo el día trató de enseñarnos el arte de parecer avispados, asi como volver a ocupar nuestros lugares sin error.

Después de la comida, por la tarde, nos hicieron repetir esos ejercicios, y también bailar. Bob, un niño de color que pertenecía a Freeman desde hacía algún tiempo, tocaba el violín. Como estaba colocado a su lado, osé preguntarle si sabría tocar una contradanza. Me respondió que no y me preguntó si yo podía hacerlo. Le dije que sí y me tendió el violin; me puse a tocar una melodía que interpreté hasta el final. Freeman me ordenó que continuara y pareció muy contento; le dijo a Bob que yo tocaba mejor que él, observación que pareció entristecer mucho a mi compañero.

Al día siguiente llegaron unos clientes para examinar el nuevo lote de Freeman. Este ultImo se mostró muy puntilloso, mientras hacía resaltar con muchos detalles nuestras cualidades y valores. Nos hacía levantar la cabeza, caminar rápidamente hacia adelante y atrás, mientras los compradores nos preguntaban qué sabíamos hacer, palpaban nuestros brazos, nuestras manos, nuestros músculos, nos hacían girar, abrir la boca para examinar nuestros dientes, exactamente como un chalán que examina un caballo antes de comprarlo. A veces llevaban a un hombre o a una mujer a una piecita, donde lo desnudaban para inspeccionarlo de cerca. En efecto las cicatrices en la espalda indicaban un espíritu rebelde e indisciplinado que perjudicaba la venta.

Yo parecía agradar a un señor anciano que buscaba un cochero. Por su conversación con Freeman, me enteré de que vivía en la ciudad misma. Yo habría querido que me comprase, pues esperaba que sería fácil escapar de Nueva Orleáns en un barco del Norte. Freeman le pidió 1.500 dólares. El anciano señor hizo notar que era mucho para esos tiempos difíciles. Freeman replicó que yo era fuerte, de buena salud e inteligente. Destacó mis dotes musicales. El otro respondió que no lo encontraba nada extraordinario para un negro, y finalmente, con gran pesar mío, dijo que volvería. Ese día se vendieron muchos esclavos. Un plantador de Natchez compró a David y Carolina. Nos dejaron con amplia sonrisa, muy felices al no verse separados. Lethe fue vendida a un plantador de Baton Rouge. Cuando la llevaron, sus ojos brillaban de cólera. El mismo hombre compró a Randall. Lo hicieron saltar, correr y ejecutar miles de pruebas de destreza para mostrar su agilidad y su buena forma. Mientras se discutía el negocio, Eliza lloraba muy; fuerte y se restregaba las manos. Suplicaba al hombre que no lo comprara sin ella y Emily. Si él aceptaba, le prometía ser la más fiel de las esclavas. El hombre respondió que no podía comprar a los tres, y Eliza dió rienda suelta a su dolor llorando y gimiendo; Freeman se volvió entonces hacia ella, salvajemente, el látigo en alto, y le ordenó callar, pues si no sería azotada. El no admitía ese género de demostraciones, y si ella no dejaba inmediatamente de gritar la arrastraría al patio para administrarle cien latigazos. ¡Sí, que le condenaran si no ponía inmediatamente término a todas aquellas locuras! Eliza retrocedió y trató de secar sus lágrimas, pero en vano. Decía que quería pasar con sus hijos el poco tiempo que le quedaba de vida. Pero las amenazas y las órdenes de Freeman no pudieron imponer silencio a esa madre desesperada. Continuaba rogando y suplicando que no los separaran. Repetía que amaba a su hijo y renovó sus primeras promesas: sería una esclava fiel y obediente, trabajaría hasta exhalar el último hálito, si el señor quería comprarlos juntos. Pero no le sirvió de nada: el hombre no contaba con los medios necesarios. El negocio quedó concluido: Randall partiría solo. Entonces Eliza se lanzó hacia él, lo estrechó apasionadamente en sus brazos, lo besó varias veces, y le recomendó que no la olvidara, mientras mojaba con sus lágrimas el rostro del niño.

Freeman se puso a injuriarla violentamente, tratándola de vieja llorona y le ordenó que volviera a su puesto y se calmara. Juró no soportar por más tiempo escenas de esa clase y que, si continuaba, le daría motivo para llorar.

El plantador de Baton Rouge se disponía a partir con su nueva adquisición: No llores, mamá, no te olvidaré. No llores, dijo Randall dándose vuelta en el umbral de la puerta. Sólo Dios sabe qué ha sido del muchacho.




Entre tanto el Nórte venera a John Brown como a un mártir y todos saben de memoria el discurso que dirigió a sus jueces:


Supongo que el tribunal reconoce las leyes de Dios, pues veo que aquí se jura sobre un libro que imagino es la Biblia, o al menos el Nuevo Testamento. Este libro enseña: No hagas al prójimo lo que no desearías que te hicieran a ti; además agrega: Piensa en aquellos que están encadenados ... Por mi parte, he tratado solamente de seguir esa enseñanza. No creo que Dios haga distinción entre los hombres. Sostengo que obrar como lo he hecho en favor de los humildes, y siempre he reconocido libremente haberlo hecho, es hacer el bien y no el mal.


Índice de La guerra de secesión, Victor Austin compiladorPresentación de Chantal López y Omar CortésCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha