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CAPÍTULO V

LINCOLN

Lincoln, el yanqui típico, visto por un visitante recibido en audiencia en la Casa Blanca. (Yanqui, deformación holandesa de John Cheese -Juan Queso-, que designa a los habitantes del Norte de Estados Unidos. Los holandeses eran numerosos en Nueva York. Para un sureño, todo americano del Norte de la Unión es un yanqui).


Se fijó la hora de la recepción de la delegación a las 9 y fuimos puntualmente a la cita. Pero no sucedió lo mismo con el presidente. Este nos remitió un mensaje para advertirnos que estaba tomando su breakfast y que vendría cuando fuese posible. Pensamos entonces con placer, que debía tener buen apetito, pues esperamos cerca de media hora en una antecámara. Nos introdujeron luego en un salón de recepción. En un ángulo estaban sentados los ministros de Guerra y Finanzas, que esperaban, como nosotros, el fin del breakfast presidencial. Durante esa espera, numerosas personas se unieron a nuestro grupo. Una o dos de ellas llevaban ropas de ciudad, así que formábamos una reunión bastante dispar.

Hubo ruido en la escalera y el corredor y, con andar negligente, una silueta alta y desgarbada hizo su entrada. Era imposible no reconocer al tío Abe con sus maneras y su apariencia típicamente yanqui, pero éstas no podían resultar desagradables o antipáticas pues era el hombre más sencillo que yo haya encontrado jamás.

Indiscutiblemente: y aunque él sea un hombre del Oeste y oriundo de Kentucky, el presidente Lincoln es el tipo mismo del yanqui, con todo lo que ese término designa en cuanto a características físicas. Es extraño y no obstante providencial que Lincoln, entre millones de hombres y a pesar de innumerables vicisitudes humanas, se haya encontrado en el sillón presidencial, sin preparación, sin elección racional basada sobre sus cualidades propias, desconocido también por aquellos que lo han elegido y sin saber si sus dones naturales le permitirían estar a la altura de sus enormes responsabilidades. Una vez allí, su primera reacción fue probablemente la de poner los pies sobre la mesa del Consejo y contar sabrosos relatos a sus ministros.

Es imposible describir la torpeza de ese cuerpo demasiado largo, ni la inhabilidad de sus movimientos. Sin embargo, yo tenía la impresión de haberlo tratado a diario y de haberle estrechado miles de veces la mano en alguna calle del pueblo, tanto se parecía al americano medio, aunque con un matiz caricaturesco ...

Si hubiera debido adivinar su profesión y su género de vida, lo hubiera tomado por un maestro de escuela de campo. Llevaba una levita y pantalones negros con tanta fidelidad que el traje se había adaptado a las curvas y ángulos de su cuerpo y parecía una segunda piel. En los pies, llevaba pantuflas gastadas. Su cabello era negro, sin trazos de gris, espeso, casi un matorral y aparentemente, esa mañana no habían conocido ni cepillo ni peine; en cuanto al gorro de dormir, tío Abe ignoraba evidentemente tal refinamiento. Su tez amarillenta y mate indicaba, me temo, una atmósfera malsana alrededor de la Casa Blanca. Las cejas eran espesas, la frente saliente, la nariz grande y las arrugas de alrededor de la boca fuertemente dibujadas.

La fisonomía completa es nna de las más rudas que se puedan hallar en todo Estados Unidos: pero se ve compensada, ilummada, suavizada y aclarada por una mirada de bondad, aunque grave, y una expresión de sabiduría popular que parecía fruto de nna larga experiencia lugareña. Mucho de buen sentido natural, nada de cultura libresca, nada de refinamiento intelectual. Enteramente leal y, sin embargo, astuto en cierto modo, más bien dotado de una especie de tacto y de prudencia que parecen habilidad y que lo incitaron, yo creo, a tomar al adversario de flanco más bien que de frente. En resumen, ese rostro aceitunado, extraño, inteligente, me agradaba por la cálida simpatía que lo animaba; y, según mi humilde parecer, me era igual ser gobernado por tío Abe que por otro.

Apenas entró, el presidente se aproximó al miembro del Congreso que nos acompañaba, y, con una mueca cómica, hizo una observación risueña sobre la duración de su breakfast. En seguida nos deseó la bienvenida sin esperar a las presentaciones, dando la mano con la mayor cordialidad.

Sus maneras estaban desprovistas de toda pretensión, pero tenían, sin embargo, cierta dignidad natural, suficiente para impedir que el más audaz de entre nosotros le golpeara el hombro y le dijera: Oiga, amigo ...




En Washington en pie de guerra, Lincoln vigila el bienestar de la Unión.

Visto por el asistente del secretario particular de Lincoln, John Hay:


Casa Ejecutiva.

Washington, 17 de agosto de 1863.

Al señor J. G. Nicolay.

Esta ciudad ha llegado a ser tan lúgubre como una tumba. Todo el mundo ha huido. Me falta inspiración y escribo artículos infectos para el Chronicle. West elimina los pasajes escabrosos y no publica más que el resto. El gran patrón está en forma; raramente lo he visto tan activo y seguro de sí mismo. Se ocupa tanto de la conducción de la guerra y del reclutamiento de las tropas como de las relaciones con el extranjero y de los proyectos de reconstrucción de la Unión. Hasta ahora yo ignoraba con qué firme autoridad conduce el Consejo de Ministros. Es él quien toma todas las decisiones importantes y no transige.

Estoy cada vez más convencido de que el bien del país exige que él esté allí hasta que todo se arregle. En todo el país, no se podría hallar hombre más prudente, más amable y más firme. Pienso que es la mano de Dios la que lo ha puesto en ese lugar.




Extracto del diario del mismo secretario:


Hoy, el presidente, el juez Holt y yo, hemos pasado seis horas examinando las sentencias dictadas por el Consejo de Guerra. Me resultaba casi divertido ver con qué diligencia consideraba el presidente todas las circunstancias que le permitían salvar la vida de los soldados condenados. Solamente en casos de crueldad o de bajeza se mostraba despiadado.

Detestaba especialmente castigar con pena de muerte los casos de miedo en los combates. Decía que el pobre diablo temblaría mucho más todavía delante de un pelotón. En el expediente de un desertor que había retornado el servicio, escribió: Que luche, eso valdrá más que fusilarlo.




Visto por un oficial de Estado Mayor:


Un barco de ruedas de color blanco atracó en el desembarcadero. Traía al presidente Lincoln, que venía a visitar, por primera vez, las tropas colocadas a las órdenes del general Grant. Cuando el barco se aproximaba a la orilla, el general y una partida de su Estado Mayor descendieron hasta el desembarcadero para recibir al ilustre visitante y desearle la bienvenida.

Mientras nuestro pequeño grupo subía a bordo, el presidente descendió del puente superior a la planchada. Tendiendo su largo brazo anguloso, estrechó vigorosamente la mano del general durante algunos instantes, expresando con frases cortas y rápidas sus felicitaciones por la gran tarea realizada desde que se habían separado en Washington.

Luego penetramos en la toldilla. El general Grant se dirigió entonces al presidente: Espero que esté bien, señor presidente. Sí, mi salud es buena, replicó el Señor Lincoln. a pesar de que no me siento muy a gusto esta noche, después de atravesar la bahia. El mar estaba agitado y me ha sacudido mucho. Mi estómago lo siente aún.

Entonces ante esta ocasión única de aportar su cooperación a la digestión del primer magistrado de la nación y vivir al mismo tiempo el más hermoso dia de su vida, uno de los oficiales propuso: Pruebe, pues, un vaso de champaña, señor presidente. Es un remedio soberano contra el mareo.

Lincoln lo mir6 un instante con el rostro iluminado por una sonrisa y replicó: No, amigo, he visto demasiada gente marearse, precisamente porque lo habían bebido. Esta respuesta turb6 al oficial, y el señor Lincoln y el general se adhirieron a la hilaridad general.

El general Grant presentó en seguida al señor Lincoln los oficiales de su Estado Mayor. El presidente tuvo palabras amables para cada uno. La sencillez y cordialidad de sus maneras hicieron mucho para lograr el aprecio de todos los que le fueron presentados. Poco después, el presidente desembarc6 y, luego de pasar un momento en el cuartel general, montó un gran caballo bayo, llamado Cincinnati, mientras que el general lo seguia sobre Jeff Davis. Lincoln llevaba un sombrero de copa de seda negra, levita y pantal6n igualmente negros. Como la mavor parte de los hombres educados en el Oeste, montaba bien a caballo, pero es necesario reconocer, sin emhargo, que nada tenía de fogoso jinete. Además, antes de unirse a las tropas estaba completamente cubierto de polvo, y el color negro de su ropa se había transformado en gris confederado. Como no llevaba trabiIlas, el pantalón le subfa cada vez más sobre los tobillos, dándole el aspecto de un granjero endomingado que iba a la ciudad. Entre soldados uniformados, un civil a cabaIlo ofrece siempre un aspecto extravagante, pero, en la oportunidad, el porte presidencial rozaba lo grotesco.

No obstante, las tropas experimentaban tal admiración por el hombre, que ese lado cómico no pareci6 Ilegarles. Entre los soldados corrió rápidamente la noticia da la llegada del tio Abe. Lo recibieron con un concierto de aclamaciones, de gritos de entusiasmo y también de saludos familiares.

Al cabo de un momento, el general Grant le dijo: Señor presidente, vayamos a ver a los soldados negros. Pero naturalmente, respondió Lincoln. Soy muy afecto a ver a esos mozos. Al comienzo, cuando preconizaba la formación de regimientos negros, encontré una oposición casi general; pero ellos demostraron ampliamente su valor; y me alegra que se hayan comportado tan valientemente como los blancos en el curso de las últimas operaciones (esto tiene lugar en el verano de 1864). Puesto que teníamos necesidad de cada hombre robusto para ir al frente y que mis adversarios se rebelaban contra el reclutamiento de tropas de color, les respondí que, en momentos como éstos, más valía ser daltonianos. Creo, general, que podemos decir de esos muchachos lo que de ellos decía un campesino de Illinois, abolicionista de vieja cepa, después de haber visto a Forrest representar el papel de Otelo en un teatro de Chicago. Poco familiarizado con Shakespeare e ignorando que Forrest estaba maquillado para ese papel, al terminar el espectáculo, respondió, cuando sus huéspedes le preguntaron su opinión sobre los actores: A fe mía, puestos aparte todos los prejuicios de raza e imparcialmente, es necesario reconocer que ese negro actúa tan bien como los demás. Al contar esa historia, Lincoln imitaba perfectamente el dialecto y el acento del Oeste.

Poco después llegamos al acantonamiento de las tropas del 18° cuerpo del ejército y entonces se produjo una escena indescriptible. Los negros veían por primera vez al liberador de su raza, al hombre que, de un solo plumazo, había hecho caer las cadenas de todós sus hermanos esclavos. Un entusiasmo delirante se apoderó de esos negros, siempre tan impresionables. Se pusieron a aclamar, a reír, a llorar de alegría, a cantar himnos de alabanza y gritaban en su dialecto: Que el Señor proteja a father Abraham. El día de gloria ha llegado. ¡Aleluya! Lo estrujaban por todos lados, mientras acariciaban a su caballo. Algunos le besaban las manos, mientras otros se alejaban corriendo para anunciar triunfalmente a sus camaradas que habían tocado su ropa. El presidente cabalgaba entre ellos, sin sombrero, con lágrimas en los ojos y voz quebrada por la emoción, al punto que podía apenas articular palabras de agradecimiento.


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