Indice de Memorias de un socialista revolucionario ruso de Boris Savinkov | LIBRO PRIMERO - capítulo séptimo | LIBRO PRIMERO - Capítulo noveno | Biblioteca Virtual Antorcha |
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Memorias de un socialista revolucionario ruso Boris Savinkov LIBRO PRIMERO Schvéizer llegó con retraso, y las conferencias de Moscú se celebraron sin él. Dichas conferencias tenían lugar habitualmente en el parque de Sokólniki y participábamos en las mismas, además de Azev, Kaliáev, Sazónov y yo. Examinamos el plan detallado del atentado. Aleccionados por la experiencia del 18 de marzo, tendíamos a exagerar las dificultades. Decidimos tomar todas las medidas para que, una vez cayera Plehve en nuestro circulo, no pudiera salirse de él. Habría cuatro bombistas. El primero, al encontrarse con el ministro, le dejaría pasar, cortándole la retirada. El segundo debía desempeñar el papel más saliente: le correspondía el honor del primer ataque. El tercero arrojaría su bomba sólo en caso de fracaso del segundo, en caso de que Plehve resultase sólo herido o la bomba no hiciera explosión. El cuarto, bombista de reserva, entraría en acción únicamente en caso extremo: en el de que Plehve resultara ileso y continuara su camino en dirección a la estación. Fue también examinado en detalle el momento de lanzar la bomba. Había, naturalmente, el riesgo de que el bombista no lanzara el explosivo exactamente al sitio que era necesario. Durante la discusión, Kaliáev, que hasta entonces había permanecido silencioso y escuchaba a Azev, dijo de repente: - Hay un modo de no equivocarse. - ¿Cuál? - Arrojarse a las patas de los caballos. Azev le miró aténtamente. - ¿Cómo arrojarse a las patas de los caballos? - Viene la carroza. Yo, con la bomba, me arrojo a las patas de los caballos. O la bomba estalla, y entonces la carroza se para, o, si la bomba no estalla, los caballos se asustan, lo cual significa que la carroza se para también. Entonces, el segundo bombista debe entrar en acción. Todo el mundo se calló. Finalmente, Azev dijo: - Pero usted, indudablemente, resultaría destrozado. - Naturalmente. El plan de Kalizev era audaz y abnegado y garantizaba, en efecto, el éxito. Pero Azev, después de reflexionar un instante, dijo: - El plan es bueno, pero creo que no es necesario. Si es posible acercarse a los caballos, lo mismo es posible acercarse a la carroza; por consiguiente, se puede arrojar la bomba bajo la carroza o a la ventanilla. En este caso, un bombista bastará. Fue ésta la decisión que Azev tomó. Se resolvió asimismo que Kaliáev y Sazónov tomarían parte en el atentado en calidad de bombistas. Después de una de esas conferencias fuí a pasear por Moscú con Sazónov. Vagamos durante mucho tiempo por la ciudad y, finalmente, nos sentamos en un banco, cerca de la catedral del Salvador, en el square. Hacía un día de sol, brillaban las cúpulas de las iglesias. No hablamos una palabra durante buen rato. Por fin, dije: - Vea, usted irá al sitio designado y seguramente ya no volverá. Sazónov no contestó, y su rostro era como siempre: joven, alegre, audaz y franco. - ¿Qué piensa usted que sentiremos -proseguí- degpués ... después del asesinato? Sazónov, sin vacilar, me respondió: - Orgullo y alegría. - ¿Unicamente? - Claro está. Ese mismo Sazónov, más tarde, me escribía desde presidio: La conciencia del pecado no me ha abandonado nunca. Al orgullo y la alegría se añadió un sentimiento hasta entonces desconocido por nosotros. Desde Moscú, Azev y Sazónov se fueron al Volga, y Kaliáev y yo regresamos a Petersburgo. En la estación de Nicoláiev, en el mismo instante en que el tren iba a salir, percibí en el andén la figura robusta de Schvéizer. Le llamé. Un minuto después entraba en mi coche; colocó su equipaje en la percha y salimos al pasillo. - ¿Cómo están las cosas? Le expliqué que el período de observación estaba terminado y le comuniqué la decisión de la conferencia de Moscú. Schvéizer sonrió levemente: - Yo lo tengo también todo preparado. - ¿Ha traído usted la dinamita? - Más de un pud. - ¿Dónde está? Schvéizer hizo un signo con la cabeza hacia el interior del coche. - ¿En la percha? - Sí. Si hace explosión no oiremos nada porque seremos los primeros en saltar. Como siempre, se mostraba reservado y poco locuaz. Pero se le veía contento de haber terminado tan rápida y felizmente su difícil tarea, de que la observación hubiera llegado a su término y de que pusiéramos, al fin, manos a la obra. A mi regreso a Petersburgo no volví a nuestro piso, sino que me instalé en Sestrorietsk (1), con un pasaporte extendido a nombre de Konstantin Chernetsku. Se fijó el 8 de julio para el atentado. Era necesario comprobar una vez más la salida de Plehve a ver al zar y ponerse de acuerdo sobre numerosos detalles. Dora Briliant vino a verme a Sestrorietsk. Salimos juntos hacia el fondo del parque, lejos del público y de la orquesta. Dora estaba agitada y guardó silencio durante buen rato, mirando hacia adelante con sus ojazos negros y tristes: - ¡Benjamín! - ¿Qué? - Quería decirle a usted algo ... Se detuvo, como si no se decidiera a terminar la frase. - Quisiera ... quisiera pedir una vez más que se me dé una bomba. - ¿Una bomba? ¿A usted? - Yo también quiero participar en el atentado. - Oiga, Dora ... - No, no me diga usted nada ... Lo deseo con tanto ardor ... Yo debo morir ... Me esforcé en tranquilizarla, demostrándole que no había necesidad alguna de su participación, que los hombres cumplirían su misión de lanzar la bomba mejor que ella; finalmente, le dije que si su participación fuera necesaria estaba convencido de que los compañeros se dirigirian a ella. Pero me rogó insistentemente que transmitiera su demanda a Azev, y tuve que dar mi asentimiento. No tardaron en llegar Sazónov y Azev, y nuevamente nos reunimos los cuatro para cambiar impresiones. En esta ocasión, Kaliaev no estaba; pero, en cambio, asistía Schvéizer. Transmití a los compañeros el ruego de Briliant. Hubo un momento de silencio. Al fin. Azev, lentamente y, como siempre, aparentando indiferencia, dijo: - Egor, ¿cuál es la opinión de usted? Sazónov se sonrojó, se inmutó y dijo con indecisión: - Dora es una persona que si toma la cosa en sus mallas la hará bien ... ¿Qué objeción puedo hacer? Pero ... Aquí se le cortó la voz. - Diga usted todo lo que piense -dijo Azev. - No, nada ... ¿Qué objeción puedo hacer? Entonces habló Schvéizer. Tranquilo, con convicción, dijo que Dora, a su juicio, era una persona completamente apropiada para el atentado, y que por su parte no sólo no se oponía en lo más mínimo a su purticipación, sino que le daría una bomba sin vacilar. Azev me miró: - ¿Qué opina usted, Benjamín? Yo dije que era resueltamente contrario a la partioipación directa de Dora en el atentado, aunque tenía una confianza absoluta en ella. Argüí que, a mi juicio, sólo se podía permitir la participación de una mujer en un acto terrorista en el caso de que la organización no se pudiera pasar sin ella. Como había hombres suficientes, rogaba que no se accediera a su demanda. Azev, pensativo, guardaba silencio. Finalmente, levantó la cabeza. - No estoy de acuerdo con usted ... A mi parecer, no hay motivo para no acceder a la petición de Dora ... Pero si quiere usted que sea así, hágase su deseo. Entonces se decidió que el primer bombista sería Borichanski, el segundo Sazónov, el tercero Kaliáev y el cuarto Sikorski, un joven curtidor de Bielostok, que no era todavía miembro de nuestra organización pero al cual Borichanski conocía bien. Hacía tiempo que había solicitado como un honor particular que se le dejara participar en el atentado contra Plehve ... Azev se marchó otra vez, fijando una entrevista en Vilna para después del atentado. Liquidamos completamente el piso de la calle de Jukovski; Ivanóvskaya se marchó al mismo sitio que Azev; Briliant, a pesar de sus protestas, se fue a Járkov. En Petersburgo no se quedaron más que los dos cocheros -Matseievski y Dulébov-; Schvéizer, yo y los bombistas Sazónov y Kaliáev. Los últimos se debían también marchar y no regresar a Petersburgo hasta el 8 de julio. Unos días antes de su partida cité a Kaliaev en el cementerio de Smolenski.
Vino con su indumentaria de vendedor ambulante. Tanto él como yo teníamos el íntimo convencimiento de que nos veíamos por última vez. Kaliáev estaba persuadido de que deberían lanzar la bomba tanto él como Sazónov. Sentados sobre una tumba cubierta de musgo, decía Kaliáev con voz sonora y acento polaco: - Gracias a Dios llegamos al fin ... Lo que me disgusta es que el primer puesto corresponda a Egor y no a mí ... ¿Acaso Valentín cree que no saldría del paso solo? Le dije que el segundo puesto llevaba aparejada tanta o más responsabilidad que el primero, y que era preciso tener mucho valor y sangre fría para decidir, después de la primera explosión, si es necesario o no arrojar la bomba. Kaliáev me escuchaba de mala gana. - Sí, naturalmente ... Pero, sin embargo ... ¿Crees que la cosa saldrá bien? -dijo de repente, volviéndose hacia mí. - Naturalmente que sí. - Yo también estoy persuadido de ello. Después de unos instantes de silencio, dijo: - Ser vendedor de pitillos no es fácil ... NN (2) no lo pudo soportar, y no tiene nada de sorprendente ... Pero entre nosotros no hay que aceptar más que a gente que esté dispuesta a hacerlo todo ... Gente, por ejemplo, como Sazónov ... Hablaba de Sazónov con gran cariño: - ¿Sabes lo que te digo? Hasta ahora no había visto a nadie como él ... ¡Qué amor en el corazón, cuánto valor, qué fuerza espiritual! Y Pokotílov, Alexi ... Guardó nuevamente silencio. - Alexi no podrá verlo ... ¡Qué felicidad, qué felicidad si la cosa sale bien! ... Se acabó su poder ... ¡Basta! ... ¡Si supieras cómo les odio! ... ¡Pero qué importancia tiene Plehve! Hay que matar al zar ... Tres días antes del 8 de julio llegó a Petersburgo Leiba Vulfovitch Sikorski, o León, como le llamábamos nosotros. Sikorski no tenía más que veinte años, hablaba el ruso muy incorrectamente y, par lo que se veía, se orientaba mal en Petersburgo. Borichanski iba siempre con él y le atendía como si fuera su niñera; le compró un capote de marmo, bajo el cual era fácil ocultar la bomba, le daba consejos y le hacía indicaciones. Pero Sikorski se mostraba tímido y al verme por primera vez se puso encarnado como un pimiento. - Es para mí un honor demasiado grande -dijo- formar parte de la Organización de Combate, y que Plehve ... Hacía mucho tiempo que lo deseaba. Sikorski calló. Calló asimismo Borichanski, mirándole sonriente y como mostrándose orgulloso de su discípulo. Sikorski tenía necesidad de dinero para comprarse el capote y un traje. Le di cien rublos. - Tome usted; cómprese lo que necesite. Sikorski se sonrojó todavía. más: - ¡Cien rublos! Nunca me había visto con tanto dinero en las manos ... Me produjo la impresión de un joven firme y valeroso. Lo único que me inquietaba era su desconocimiento de la ciudad y su modo incorrecto de hablar el ruso, lo qUe podía colocarle en una situación difícil. Se decidió que, en caso de fracaso, todos los bombistas que quedaran con vida entregarían sus bombas a Schvéizer, el cual las descargaria y guardaría; en caso de éxito, cada uno debía arrojar la bomba al agua. Se tomó esta decisión porque, tanto la distribución de las bombas como el volver a recogerlas, traía aparejados consigo ciertos riesgos, y era aún más arriesgado el descargarlas. A cada bombista se le dieron instrucciones precisas sobre el sitio en que debían arrojar la bomba. Kaliáev la arrojaría al estanque de la carretera de Peterhof; Borichanski, también a un estanque, en la aldea Volinkina; si no ando equivocado. Sikorski, al Neva, tomando una lancha en el parque de Petrovski y saliendo con ella hasta la orilla del mar. Pedí a Borichanski que le mostrara el parque de Petrovski, y así lo hizo.
Notas (1) Playa de las inmediaciones de Petersburgo.-(Nota del traductor.) (2) Se trata de un compañero que estuvo en nuestra organización durante muy poco tiempo.
LA EJECUCIÓN DE PLEHVE
CAPÍTULO OCTAVO
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