Índice de Vida de los doce Césares de SuetonioAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Julio César

Segunda parte

XL

Dedicándose en seguida a la organización de la República, corrigió el calendario, en el que había tal desorden por culpa de los pontífices y por el abuso, antiguo ya, de las intercalaciones, que las fiestas de la recolección no caían ya en estío, ni las de las vendimias en otoño: ajustó el año al curso del sol, y lo compuso de trescientos sesenta y cinco días, suprimiendo el mes intercalario y aumentando un día a cada cuarto año. Para que este nuevo orden de cosas pudiese comenzar en las calendas de enero del año siguiente, añadió dos meses, entre noviembre y diciembre, teniendo por consiguiente este año quince meses, contando el antiguo intercalario que ocurría en él.


XLI

Completó el Senado, creó nuevos patricios, aumentó el número de pretores, de ediles, de cuestores y de magistrados inferiores; rehabilitó a los que los censores habían despojado de su dignidad o condenado los jueces por cohecho. Compartió con el pueblo el derecho de elección de los magistrados; de suerte que, exceptuando sus competidores al consulado, los demás candidatós los designaban por mitades el pueblo y él. Los suyos los designaba en tablillas que mandaba a todas las tribus conteniendo esta breve inscripción: César dictador, a tal tribu. Os recomiendo a tal y cual para que obtengan su dignidad por vuestro sufragio. Admitió a los honores a los hijos de los proscriptos. Restringió el poder judicial a dos clases de jueces, a los senadores y a los caballeros, y suprimió los tribunos del Tesoro, que formaban la tercera jurisdicción. Hizo el censo del pueblo, no de la manera acostumbrada, ni en el paraje ordinario, sino por barrios y según padrones de los propietarios de las casas: redujo el número de aquellos a quienes suministraba trigo el Estado, de trescientos veinte mil, a ciento cincuenta mil; y para que la formación de estas listas no pudiese ser en lo venidero causa de nuevos disturbios, decretó que el pretor pudiese reemplazar a los que fallecieran, por medio del sorteo, con los que no estaban inscriptos.


XLII

Distribuyéronse ochenta mil ciudadanos en las colonias de ultramar, y para que no quedase exhausta la población de Roma, decretó que ningún ciudadano mayor de veinte años y menor de sesenta, que no estuviese obligado por cargo público, permaneciese más de tres años seguidos fuera de Italia; que ningún hijo de senador emprendiese viajes lejanos, si no era en compañía o bajo el patronato de algún magistrado; y en fin, que los que criaban ganado tuviesen entre sus pastores, por lo menos, la tercera parte de hombres libres en edad de pubertad. Concedió el derecho de ciudadanía a cuantos practicaban la medicina en Roma o cultivaban las artes liberales, debiendo este favor fijarlos en la ciudad y atraer a otros. En cuanto a las deudas, en vez de conceder la abolición, con afán esperada y reclamada sin cesar, decretó que los deudores pagarían según la estimación de sus propiedades y conforme al precio de estos bienes antes de la guerra civil, y que se deduciría del capital todo lo que se hubiese pagado en dinero o en promesas escritas a título de usura, con cuya disposición desaparecía cerca de la cuarta parte de las deudas. Disolvió todas las asociaciones, exceptuando aquellas que tenían origen en los primeros tiempos de Roma. Aumentó la penalidad en cuanto a los crímenes, y como los ricos los cometían frecuentemente porque pagaban con el destierro sin perder nada de su caudal, decretó contra los parricidas, como refiere Cicerón, la confiscación completa y contra los demás criminales la de la mitad de sus bienes.


XLIII

En la administración de justicia fue celoso y severo. Privó del orden senatorio a los convictos de concusión. Declaró nulo el matrimonio de un antiguo prelor que se había casado con una mujer al segundo día de separada de su marido, aunque no se la sospechaba de adulterio. Estableció impuestos sobre las mercancías extranjeras. Prohibió el uso de literas, de la púrpura y las perlas, exceptuando a ciertas personas, ciertas edades y en determinados días. Vigiló principalmente la observancia de las leyes suntuarias; mandaba a los mercados guardias que secuestraban los artículos prohibidos y los llevaban a su casa, yendo algunas veces lictores y soldados a recoger en los comedores lo que había escapado a la vigilancia de los guardias.


XLIV

>Para la policía y ornato de Roma y para el ensanche y seguridad del imperio, concebía César de día en día proyectos cada vez más vastos y numerosos. Ante todo quería construir un templo de Marte, mayor que cualquier otro del mundo, rellenando hasta el nivel del suelo el lago en que dió la naumaquia, y un teatro grandísimo al pie del monte Tarpeyo; quería reducir a justa proporción todo el derecho civil, y encerrar en poquísimos libros lo mejor y más indispensable del inmenso y difuso número de leyes existentes; quería formar bibliotecas públicas griegas y latinas, lo más numerosas posible, y encargó a M. Varrón el cuidado de adquirir y clasificar los libros; proponíase secar las lagunas Pontinas, abrir salida a las aguas del lago Fudno, construir un camino desde el mar Adriático hasta el Tíber a través de los Apeninos, abrir el istmo de Corinto, reprimir a los dados, que se habían extendido por el Ponto y la Tracia; en seguida llevar la guerra a los partos, pasando por la Armenia Menor, y no combatirlos en batalla campal hasta haberles medido sus fuerzas. En medio de estos proyectos y trabajos le sorprendió la muerte; pero antes de hablar de su fin, no será inútil decir brevemente algo de su figura, aspecto, trajes y costumbres, como también de sus talentos civiles y militares.


XLV

Dícese que su estatura era elevada, blanca la tez, bien conformados los miembros, cara redonda, ojos negros y vivos, salud robusta, aunque en sus últimos tiempos acometíanle repentinos desmayos y terrores nocturnos que le turbaban el sueño. Dos veces también experimentó ataques de epilepsia en el desempeño de sus cargos públicos. Daba mucha importancia al cuidado de su cuerpo, y no contento con que le cortasen el pelo y afeitasen con frecuencia, hacíase arrancar el vello, según le censuraban, y no soportaba con paciencia la calvicie, que le expuso más de una vez a las burlas de sus enemigos. Por esta razón se traía sobre la frente el escaso cabello de la parte posterior, y de cuantos honores le concedieron el pueblo y el Senado, ninguno le fue tan grato como el de llevar constantemente una corona de laurel. También era cuidadoso de su traje. Usaba laticlavia guarnecida de franjas que le llegaban hasta las manos, poniéndose siempre sobre esta prenda el cinturón muy flojo. Esta costumbre hacía decir frecuentemente a Sila, dirigiéndose a los nobles: Desconfiad de ese joven tan mal ceñido.


XLVI

Al principio habitó modesta casa en la Suburra, pero cuando le nombraron pontífice máximo tuvo por morada un edificio del Estado en la Vía Sacra. Muchos aseguran que tuvo grandísima afición al lujo y la magnificencia: había hecho construir en Aricia una casa de campo cuya edificación y adornos le habían costado considerables cantidades, y dícese que mandó demolerla porque no respondía a lo que esperaba, a pesar de que entonces era corta su fortuna y tenía muchas deudas. En sus expediciones llevaba pavimentos de madera y de mosaico para sus habitaciones.


XLVII

Asegúrase que le hizo ir a Bretaña la esperanza de encontrar allí perlas, y que se complacia en comparar el tamaño y pesarlas en la mano; que buscaba con increíble avidez las piedras preciosas, esculturas, estatuas y cuadros antiguos; que pagaba a precios exorbitantes los esclavos bellos y diestros, y que. prohibía anotar estos gastos: tanto le avergonzaban a él mismo.


XLVIII

Durante su gobierno en provincias tuvo siempre dos mesas, una para sus oficiales y otra para los magistrados romanos y personas más importantes del país. La disciplina doméstica era severísima en su casa, tanto en las pequeñas cosas como en las grandes, haciendo encarcelar en una ocasión a su panadero por haber servido a los convidados pan diferente del que le sirvió a él: a un liberto al que quería mucho le castigó con pena capital por haber cometido adulterio con la esposa de un caballero romano, a pesar de que nadie propuso querella contra él.


XLIX

Su íntimo trato con Nicomedes mancha su reputación, cubriéndole de indeleble y eterno oprobio, y exponiéndole a multitud de sátiras. Omito los conocidísimos versos de Lucinio Calvo:

Bithynia quidquid
et pradicator Casaris umquam habuit (1).

Paso. en silencio las acusaciones de Dolabella y Curión, padre, en las que Dolabella le llama rival de la reina y espalda del lecho real, y Curión establo de Nicomedes y mal lugar de Bitinia. Tampoco me detendré en los edictos de Bíbulo contra su colega, en los que le trata de reina de Bitinia y en los que le censura a la vez su antigua afición por un rey y ahora por un reino. Refiere M. Bruto que por esta época, un tal Octavio, especie de loco que decía cuanto se le antojaba, dió a Pompeyo, delante de numerosa concurrencia, el título de rey y a César el de reina. C. Memio le acusa de haber servido a la mesa a Nicomedes con los eunucos de este monarca y de haberle presentado la copa y el vino delante de numerosos convidados, entre los que se encontraban muchos comerciantes romanos cuyos nombres cita. No contento Cicerón con haber escrito en algunas cartas que César fue llevado a la cámara real por soldados, que se acostó en ella cubierto de púrpura en un lecho de oro, y que aquel descendiente de Venus prostituyó en Bitinia la flor de su juventud, le dijo un día en pleno Senado, estando César defendiendo la causa de Nisa, hija de Nicomedes, y cuando recordaba los favores que debía a este rey: Omite, te lo suplico, todo eso, porque demasiado sabido es lo que has recibido y lo que le has dado. En fin, al día de su triunfo sobre las Galias, los soldados, entre los versos con que acostumbraban a celebrar la marcha del triunfador, cantaron los conocidísimos:

Gallias Caesar subegit, Nicomedes Caesarem.
Ecce Caesar nunc triumphat, qui subegit Gallias:
Nicomedes non triumphat, qui subegit Casarem. (2)

L

Constante opinión es que fue muy dado a la incontinencia y espléndido para conseguir estos placeres, habiendo corrompido considerable número de mujeres de elevado linaje, entre las que se cita a Postumia, esposa de Servio Sulpicio; a Lollia, de Aulo Gabinio; a Tertula, de M. Craso, como también a Mucia, de Cn. Pompeyo; pero lo cierto es que los Curiones, padre e hijo, y muchos otros, censuraban a Pompeyo haber tomado por esposa, movido por la ambición, a la hija de aquel a quien en sus amargos recuerdos acostumbraba a llamar nuevo Egisto, repudiando otra que le había dado tres hijos. Pero a ninguna amó tanto como a la madre de Bruto, Servilia, a la que dió durante su primer consulado una perla que le había costado seis millones de sestercios; y en la época de las guerras civiles, además de otras ricas donaciones, le hizo adjudicar a bajo precio las propiedades más hermosas que se vendieron entonces en subasta; y cuando se extrañaban todos de aquella baratura, dijo sarcásticamente Cicerón: Para que comprendáis bien la venta, sabed que se ha deducido la tercia; aludiendo a que se decía que Servilia favorecía el comercio de su hija Tercia con César.


LI

En las provincias de su mando tampoco respetó el lecho conyugal, según los' versos que cantaban en coro sus soldados el día de su triunfo sobre las Galias:

Urbani, servate uxoreS; maechum calvum adducimus (3).


LII

También tomó a reinas por amantes, entre otras Eunoé, esposa de Bagud, rey de Mauritania, y según refiere Nasón, hízole, lo mismo que a su marido, numerosos y ricos regalos; pero amó mucho más a Cleopatra, con la que frecuentemente prolongaba sus festines hasta la aurora, y hubiese penetrado con ella en una nave suntuosamente aparejada desde Egipto a Etiopía, si el ejército no se hubiera negado a seguirle; finalmente, la hizo venir a Roma, dejándola marchar sino colmada de dones y consintiendo en que llevase su nombre el hijo que tuvo de ella. Algunos escritores griegos dijeron que este hijo se parecía a César en el rostro y apostura. M. Antonio aseguró en pleno Senado que César lo había reconocido, e invocó el testimonio de C. Macio, G. Opio y otros amigos de César; pero C. Opio refutó el aserto publicando un libro sosteniendo que no era hijo de César el que Cleopatra decía. Helvio Cinna, tribuno del pueblo, manifestó a muchas personas que tuvo redactada y dispuesta una ley, que César le mandó proponer en su ausencia, por la que se le permitiría casarse con cuantas mujeres quisiese para tener hijos. En fin, tan desarregladas eran sus costumbres y tan notoria la infamia de sus adulterios, que Curión, padre, le llama en un discurso marido de todas las mujeres y mujer de todos los maridos.


LIII

Ni sus mismos enemigos niegan que fue muy sobrio en el uso del vino. Conocida es la frase de Catón: De cuantos han querido derribar la República, solamente César fue sobrio. C. Opio nos dice que era tan indiferente a la calidad de los manjares, que habiéndole servido un día en un convite aceite rancio por fresco, él fue el único que no lo rechazó, y hasta repitió de él para que no se creyese que achacaba al anfitrión descuido o grosería. No fue desinteresado ni en sus mandos ni en sus magistraturas.


LIV

En efecto, en algunos escritos de su época está probado que siendo procónsul en España recibió cantidades de los aliados, mendigadas por él mismo, como auxilio para pagar sus deudas, y que entregó al pillaje muchas ciudades de Lusitania, aunque no le opusieron resistencia, abriéndole las puertas a su llegada. En la Galia saqueó las capillas y los templos de los dioses, repletos de ricas ofrendas; y destruyó algunas ciudades, antes por rapiña que en castigo de delitos; esta conducta le proporcionó mucho oro, que hizo vender en Italia y en las provincias al precio de tres mil sestercios la libra. Durante su primer consulado robó en el Capitolio tres mil libras de peso de oro, sustituyéndolas con igual cantidad de bronce dorado. Vendió alianzas y reinos, obteniendo así solamente de Ptolomeo, en su nombre y en el de Pompeyo, cerca de seis mil talentos. Por lo demás, solamente a costa de sacrilegios y evidentísimas rapiñas pudo subvenir a los enormes gastos de la guerra civil, de sus triunfos, y de los espectáculos.


LV

En elocuencia y conocimientos militares igualó y hasta superó a los más famosos. Por su acusación contra Dolabella fue considerado unánimemente entre los primeros oradores. Cicerón, en su epístola a Bruto, cuando enumera los oradores, dice que no ve a quién deba ceder César, y añade que en su elocuencia tiene elegancia y brillantez; magnificencia y grandeza; y en otra a Comelio Nepote, hablando de lo mismo, dice: ¿Qué orador te atreverías a anteponerle entre los que solamente han cultivado este arte? ¿Quién le es superior en la abundancia y finura del pensamiento? ¿Quién más elegante y distinguido en la expresión? Parece que desde muy joven adoptó César el género de elocuencia de Strabon, y en su Adivinación reprodujo, del discurso de este orador titulado Pro Sardis, muchos párrafos literalmente. Dícese también que hablaba con sonora voz, y con ademanes bellos y enérgicos. Ha dejado algunas oraciones, pero se le atribuyen falsamente otras, y no sin razón consideraba Augusto la oración Pro Q. Metello más bien como copia infiel de los escribientes,que no podían seguir la rapidez de su dicción, que como obra publicada por él mismo. En muchos ejemplares veo escrito en vez de Discurso en favor de Metelo, Escrito por cuenta de Metelo; sin embargo, es César quien habla para defenderse, al mismo tiempo que Metelo, de las acusaciones de sus comunes enemigos. Augusto duda también en atribuirle la arenga A los soldados de España, aunque existen dos con este título, una como pronunciada antes del primer combate y la otra antes del último; ahora bien, Asinio Polión dice que en la última batalla el repentino ataque de los enemigos no le dió tiempo para arengar.


LVI

Dejó también comentarios sobre sus campañas en las Galias y sobre la guerra civil contra Pompeyo. En cuanto a la historia de las guerras de Alejandría, Africa y España, ignórase quién sea el autor. Unos señalan a Opio y otros a Hirtio, que habría completado también el último libro sobre la guerra con los galos, que César dejó incompleto. Cicerón en su Epístola a Bruto, habla así de los Comentarios: Sus Comentarios son dignos de todo elogio: el estilo es sobrio, puro, elegante, despojado de toda pompa de lenguaje, como belleza desnuda: al querer suministrar materiales dispuestos a los futuros historiadores, tal vez ha hecho cosa agradable a los necios, que no dejaron de sobrecargar con frívolas galas estas gracias naturales; pero ha quitado a los discretos hasta el deseo de tratar este asunto. Hirtio dice también, hablando de los mismos Comentarios: Tan reconocida es su superioridad, que parece que ha quitado, más bien que dado a los histonadores la facultad de escribir después que él. Tenemos más motivos que nadie para admirar este libro. Todos saben con cuánto talento y pureza está escrito; nosotros sabemos, además, con cuánta facilidad y rapidez lo hizo. Asinio Polión pretende que estos Comentarios no son siempre eXactos y fieles, por haber consignado César con demasiada fe las acciones de los otros, y haber alterado conscientemente o por falta de memoria la verdad de sus propios hechos; según su opinión, César se proponía rehacer y corregir su obra. También dejó un tratado en dos libros sobre la Analogia; otro, en igual número de libros, llamado Anticatón, y un poema intitulado El viaje. El primero lo compuso al pasar los Alpes para reunirse a su ejército, después de presidir los comicios de la Galia Citerior; el segundo, en la época de la batalla de Munda; y el último en los veinticuatro días que empleó para trasladarse desde Roma a la España Ulterior. Existen también sus cartas al Senado, y parece que fue el primero en escribir sus comunicaciones en hojas dobladas en forma de oficio, cuando hasta entonces las habían escrito los cónsules y generales en toda la extensión de la hoja. Consérvanse, en fin, sus cartas a Cicerón, y las que escribió a sus amigos acerca de sus asuntos domésticos; para los asuntos secretos empleaba una especie de cifra que hacia el sentido ininteligible, estando ordenadas las letras de manera que no podía formarse ninguna palabra; y si alguno quisiera descifrarlas, cambie el orden de las leocas, tomando la cuarta por la primera, esto es, d por a, y así las demás. Cítanse también algunos escritos del tiempo de su niñez y de su juventud: las Alabanzas de Hércules, una tragedia con el título de Edipo y una Colección de frases notables. Augusto prohibió la publicación de estos escritos en una carta, tan corta como sencilla, dirigida a Pompeyo Macer, a quien tenía encargado el cuidado de las bibliotecas.


LVII

Era muy diestro en el manejo de las armas y caballos y soportaba la fatiga más de lo que puede creerse: en las marchas precedía al ejército, algunas veces a caballo, y con más frecuencia a pie, con la cabeza descubierta a pesar del sol y de la lluvia. Salvaba largas distancias con increíble rapidez, sin equipaje, en un carro de alquiler, recorriendo de esta manera hasta cien millas por día: si le detenían ríos, los pasaba a nado o sobre odres henchidos, y con frecuencia se adelantaba a sus correos.


LVIII

No podría afirmarse si en sus expediciones fue más cauto que audaz. Jamás llevó su ejército a terreno propicio a emboscadas sin explorar previamente los caminos, ni le hizo pasar a Bretaña hasta asegurarse por sí mismo del estado de los puertos, del modo de navegación, y de los parajes que permitían el desembarco. En cambio, este hombre tan precavido, enterado un día de que habían asediado su campamento en Germania, se vistió con un traje galo y se reunió a su ejército, atravesando el de los sitiadores. De la misma manera hizo en invierno la travesía desde Brindis a Dirraquio, entre las flotas enemigas; y como no llegaban, a pesar de sus frecuentes mensajes, las tropas que tenían orden de seguirle, concluyó por montar una noche en una barquilla, cubierta la cabeza, y ni se dió a conocer, ni permitió al piloto ceder a la tempestad, hasta un momento en que iban a sumergirle las olas.


LIX

Los escrúpulos religiosos no le hicieron jamás abandonar ni diferir sus empresas. Aunque la víctima del sacrificio escapase al sacrificador, no por eso dejó de marchar contra Escipión y Juba. En otra ocasión, habiendo caído al saltar del barco, tornó en favor suyo el presagio, exclamando: Ya eres mía, Africa. Mas, para eludir los vaticinios que unían fatalmente en aquella tierra las victorias al nombre de los Escipiones, tuvo constantemente en sus campamentos un obscuro descendiente de la familia Cornelia, hombre abyecto y a quien sus desarregladas costumbres habían hecho dar el apodo de Salviton.


LX

En cuanto a las batallas, no se guiaba solamente por planes meditados, sino que también aprovechaba las oportunidades, ocurriendo muchas veces que atacaba inmediatamente después de una marcha, o con tiempo tan espantoso que nadie podía suponer que se hubiese puesto en movimiento; y solamente en los últimos años de su vida fue más cauto en presentar batalla, convencido de que, habiendo conseguido tantas victorias, no debía tentar a la fortuna, y de que menos ganaría siempre con una victoria que perdería con una derrota. Nunca derrotó a un enemigo sin apoderarse inmediatamente de su campamento, ni dejó que los vencidos se repusieran del terror. Cuando la victoria era dudosa, hacía alejar todos los caballos, empezando por el suyo, para imponer a los soldados la necesidad de vencer, quitándoles todos los medios de huir.


LXI

Montaba un caballo extraordinario, cuyos cascos parecían pies humanos, porque eataban cortados a manera de dedos; ese caballo había nacido en su casa, prometiendo los augures a su dueño el imperio del mundo; por cuya razón le crió con cuidadoso esmero, encargándose él mismo de domarlo, elevándole más adelante una estatua delante del templo de Venus Genitriz.


LXII

Frecuentemente se le vió restablecer él solo su línea de batalla cuando vacilaba, lanzarse delante de los fugitivos, detenerles bruscamente y obligarles, con la espada a la garganta, a volver al enemigo; a pesar de que algunas veces llegó a dominarles el terror en términos tales, que un portaestandarte, detenido de esta manera, dirigió contra él la punta de su enseña, y otro, cuya águila había cogido, se la dejó en las manos.


LXIII

En otras circunstancias dió muestras más brillantes aun de su valor. Después de la batalla de Farsalia, habiendo mandado sus tropas al Asia, y pasando él en un barquichuelo el estrecho de Helesponto, encontró a C. Casio, uno de sus enemigos, con diez galeras de guerra, y lejos de huir, marchó hacia él, le intimó la rendición y le recibió suplicante en su nave.


LXIV

En Alejandría atacó un puente, pero una brusca salida del enemigo le hizo saltar a una barca, y precipitándose muchos contra él, se lanzó al mar, y recorrió a nado el espacio de doscientos pasos hasta otra nave, sacando la mano izquierda fuera del agua para que no se mojasen los escritos que llevaba, y apretando con los dientes su manto de general para no dejar aquel despojo al enemigo.


LXV

No apreciaba al soldado por sus costumbres ni por su fortuna, sino solamente por su valor, y le trataba unas veces con suma severidad y otras con grande indulgencia. No siempre ni en todas partes era rígido, pero siempre se mostraba severo delante del enemigo: en estos casos mantenía rigurosamente la disciplina; no anunciaba a su ejército los días de marcha, ni los de combate, deseando que, en continua espera de sus órdenes, estuviese siempre dispuesto a marchar a la primera señal a donde le llevase. Muchas veces le ponía en movimiento sin necesidad, especialmente los días festivos y lluviosos. En ocasiones daba orden de que no le perdiesen de vista, y se alejaba de pronto, de día o de noche, y forzaba el paso para cansar a los que le seguían sin alcanzarlo.


LXVI

Cuando a los ejércitos enemigos precedía temible fama, no tranquilizaba al suyo negando ni despreciando las fuerzas contrarias, antes bien, las exageraba hasta la mentira. Así, cuando la aproximación de Juba había puesto miedo en el corazón de todos los soldados, reunióles y les dijo: Sabed que dentro de pocos días el rey estará delante de vosotros con diez legiones, treinta mil caballos, cien mil hombres de tropas ligeras y trescientos elefantes. Absténganse todos de preguntas y conjeturas y descansen en mí, que conozco la verdad; de lo contrario embarcaré a los noticieros en un barco viejo e irán a parar a donde les lleve el viento.


LXVII

No siempre castigaba las faltas ni proporcionaba el castigo a los delitos; pero era severísimo con los desertores y sediciosos, y suave con los demás. Algunas veces, después de una gran batalla y una gran victoria, dispensaba a los soldados de los deberes ordinarios y les permitía entregarse a todos los excesos de una desenfrenada licencia, soliendo decir que sus soldados, aun perfumados, podían combatir bien; en las arengas no les llamaba soldados, sino que empleaba la palabra más lisonjera de compañeros; gustaba de verles bien vestidos, y les daba armas adornadas con plata y oro, tanto para gala como para enardecerles en el día del combate por el temor de perderlas. De tal manera les quería, que cuando supo la derrota de Titurio se dejó crecer la barba y el cabello y no se lo cortó hasta después de vengarle.


LXVIII

De esta manera les inspiró inquebrantable adhesión a su persona e invencible valor. Al comenzar la guerra civil, los centuriones de cada legión se comprometieron a suministrarle cada uno el equipo de un jinete, pagado de su peculio particular, y todos los soldados quisieron servirle gratuitamente, sin ración ni paga, debiendo atender los más ricos a las necesidades de los más pobres. Durante aquella guerra tan larga ninguno le abandonó, y hasta muchos que cayeron prisioneros rehusaron la vida que se les ofrecía a condición de volver las armas contra él. Sitiados y sitiadores, con tanta paciencia soportaban el hambre y las demás privaciones, que en el sitio de Dirraquio, habiendo visto Pompeyo la especie de pan de hierba con que se alimentaban, dijo que tenía que habérselas con fieras, y lo hizo desaparecer en seguida por temor de que aquel testimonio de la paciencia y pertinacia de sus enemigos desconcertase a su ejército. Prueba de su indomable valor es que, después del único revés que sufrieron cerca de Dirraquio, pidieron castigo ellos mismos, y el general, antes tuvo que consolarlos que castigarlos. En las demás batallas deshicieron fácilmente, no obstante su inferioridad numérica, las innumerables tropas que se les oponían. Una sola cohorte de la legión sexta, encargada de la defensa de un fuerte, sostuvo durante algunas horas el ataque de cuatro legiones de Pompeyo y sucumbió casi entera bajo una nube de flechas, encontrándose dentro del fuerte ciento treinta mil de éstas. No asombrará tanta bravura si se consideran los hechos aislados de algunos como el centurión Casio Sceva o el soldado C. Acilius. Sceva, aunque le habían vaciado un ojo, y atravesado un muslo y un hombro, y roto el escudo con ciento veinte golpes, permaneció firme en la puerta de un fuerte cuya custodia se le había confiado. Acilio, en un combate naval cerca de Marsella, imitó el memorable ejemplo que dió Cinegiro entre los griegos: con la mano derecha cogió un barco enemigo, se la cortaron, pero no por eso dejó de saltar al barco rechazando con el escudo cuanto se le oponía.


LXIX

No ocurrió sedición alguna en el ejército durante los diez años de guerra en las Galias; algunas estallaron durante las civiles, pero las aplacó en seguida, con autoridad más bien que con indulgencia. No cedió nunca ante los amotinados, sino que constantemente marchó a su encuentro. En Placencia licenció ignominiosamente toda la novena legión, aunque Pompeyo estaba aún en armas; y no sin gran trabajo, después de numerosas y apremiantes súplicas y el castigo de los culpables, consintió rehabilitarla.


LXX

Los soldados de la décima legión pidieron un día en Roma recompensas y licencia, profiriendo terribles amenazas que exponían la ciudad a graves peligros, y a pesar de que entonces estaba encendida la guerra en África, y aunque sus amigos trataron en vano de retenerle, no vaciló en presentarse a los amotinados y licenciarlos; pero con una Rola palabra, llamándoles ciudadanos en vez de soldados, cambió por completo sus disposiciones. Somos soldados, exclamaron en seguida y le siguieron a África a pesar de su rechazo, lo cual no impidió castigase a los instigadores con la pérdida de la tercera parte del botín y de las tierras que les estaban destinadas.


LXXI

Desde su juventud brilló por su celo y fidelidad para con sus clientes. Defendió a Masinta, joven de familia distinguida, contra el rey Hienipsal, y con tanta energía, que en el calor de la discusión cogió por la barba a Juba, hijo de este rey; y declarado su cliente tributario del rey, arrancóle de manos de los que lo llevaban y le ocultó durante largo tiempo en su casa; en fin, cuando partió para España, al cesar en la pretura, llevóle en su litera, bajo la protección de sus lictores y de numerosos amigos.


LXXII

Con tantas consideraciones y bondad trató siempre a sus amigos, que habiendo caído repentinamente enfermo C. Opio, que le acompañaba por un camino agreste y difícil, le cedió la única cabaña que encontraron y se acostó él en el suelo a la intemperie. Cuando consiguió el poder soberano, elevó a los primeros honores a algunos hombres de baja condición, y cuando se lo censuraron, contestó: Si bandidos y asesinos me hubiesen ayudado a defender mis derechos y dignidad, les mostraría igualmente mi agradecimiento.


LXXIII

Nunca, por otra parte, concibió enemistades tan hondas que no las desechase al presentarse ocasión. C. Memio le había atacado en sus discursos con extraordinaria vehemencia, contestándoJe por escrito César con igual aspereza; y, sin embargo, poco después le ayudó con toda su influencia a conseguir el consulado. C. Calvo le había dirigido epigramas difamatorios, y cuando pretendía reconciliarse con él por la mediación de algunos amigos, él mismo se adelantó a escribirle. Confesaba que Valerio Catulo, en sus versos sobre Mamurra, le había marcado con eterno estigma, y en el mismo día en que le dió satisfacción, le admitió a su mesa, sin haber roto nunca sus relaciones de hospitalidad con el padre del poeta.


LXXIV

Era por naturaleza dulce, hasta en las venganzas. Cuando se apoderó de los piratas, de quienes fue prisionero, y a quienes en aquella situación juró crucificar, no les hizo clavar en este instrumento de suplicio hasta después de estrangularlos. Jamás quiso vengarse de Cornelio Fagita, que le había preparado todo linaje de asechanzas en la época en que para librarse de Sila se veía obligado, aunque enfermo, a cambiar todas las noches de asilo, y que sólo había cesado de inquietarle mediante el pago de una suma. A Filemón, esclavo y secretario suyo, que había prometido a sus enemigos envenenarle, no le impuso otro castigo que la muerte, cuando podía someterlo a tormentos espantosos. Llamado como testigo contra P. Clodio, acusado de sacrilegio y convicto de adulterio con su esposa Pompeya, aseguró no haber visto nada, aunque su madre Aurelia y su hermana Julia habían declarado a los jueces toda la verdad; y como se le preguntaba por qué, pues, había repudiado a Pompeya, contestó: Es necesario que los míos estén tan exentos de sospecha como de crimen.


LXXV

Pero deben admirarse principalmente su moderación y su clemencia durante la guerra civil y después de sus victorias. Había dicho Pompeyo que consideraría enemigos a los que no defendiesen la República, y César declaró que tendría por amigos a los que permaneciesen neutrales entre los dos partidos; y a aquellos a quienes había dado grados por recomendación de Pompeyo, les autorizó a pasar al ejército de su rival. En el sitio de Ilerda trabáronse amistosas relaciones entre los dos ejércitos, a favor de las negociaciones que entablaron los jefes para la rendición de la plaza; pero abandonando repentinamente el proyecto Afranio y Petreyo, hicieron pasar a cuchillo a los soldados de César que se encontraban en su campamento, no conSiguiendo este acto de perfidia arrastrarle a las represalias. En la batalla de Farsalia mandó que no se hiciese daño a los ciudadanos, y acordó a cada soldado de su partido la gracia de un prisionero, a elección suya. No se sabe tampoco que ningún enemigo suyo pereciera más que en el campo de batalla, exceptuando Afranio, Fausto y el joven L. César, y hasta se cree que éstos no murieron por orden suya, a pesar de que los dos primeros se habían rebelado contra él después de haber obtenido el perdón, y el tercero había hecho perecer cruelmente por el hierro y el fuego los esclavos y libertos de su bienhechor, mandando degollar a las fieras que César había comprado para los espectáculos romanos. Finalmente, en los últimos tiempos permitió a todos los que no habían obtenido gracia todavía, regresar a Italia y aspirara magistraturas y mandos. Levantó de nuevo las estatuas de Sila y de Pompeyo, que el pueblo había derribado. Cuando sabía que se tramaba contra él algún proyecto siniestro o que hablaban mal, prefería contener a los culpables a castigarlos. Así es que, habiendo descubierto conspiraciones y reuniones nocturnas, limitó su venganza a declarar, por medio de un edicto, que las conocía; y a los que le ultrajaban en discursos, se contentaba con aconsejarles públicamente que no continuasen, llegando a sufrir, sin quejarse, que Aulo Cecino quebrase su reputación en un libelo injurioso, y Pitolao en un poema difamatorio.


LXXVI

Impútansele, sin embargo, acciones y palabras que demuestran el abuso del poder y que parecen justificar su muerte. No contento con aceptar honores excesivos, como varios consulados seguidos, la dictadura perpetua, la prefectura de las costumbres, el título de emperador, el sobrenombre de Padre de la patria, una estatua entre las de los reyes, un estrado en la orquesta, consentía, además, que le decretasen otros superiores a la medida de las grandezas humanas; tuvo silla de oro en el Senado y en su tribunal; en los juegos del circo un carro en el que se llevaba religiosamente su retrato; templos y altares y estatuas al lado de las de los dioses; como éstos tuvo lecho sagrado; un flamen, sacerdotes lupercos, y, en fin, el privilegio de dar su nombre a un mes del año. No hubo distinciones que no recibiese según su capricho y que no diese de la misma manera. Cónsul por tercera y por cuarta vez, limitóse a llevar el título, contentándose con ejercer la dictadura que le habían concedido al mismo tiempo y designó dos cónsules suplentes para los tres últimos meses de estos dos años, durante los cuales no reunió los comicios más que para la elección de tribunos y ediles del pueblo. Estableció prefectos en lugar de pretores, para que administrasen los intereses de la ciudad en su ausencia. Habiendo muerto repentinamente un cónsul la víspera de las calendas de enero, revistió con la dignidad vacante, por las pocas horas que quedaban, al primero que la solicitó. Con igual desprecio de las leyes y costumbres patrias estableció magistraturas para muchos años, concedió insignias consulares a dos antiguos pretores, elevó a la dignidad de ciudadanos y hasta de senadores a algunos galos semibárbaros. En fin, dió la intendencia de la moneda y de las rentas públicas a esclavos de su casa, y abandonó el cuidado y mando de tres legiones que dejó en Alejandrfa a Rufión, hijo de un liberto suyo y compañero de orgías.


LXXVII

Públicamente solía pronunciar palabras que, como dice T. Ampio, no muestran menos orgullo que sus actos: La República es una palabra vana, sin realidad ni valor. Sila ignoraba la ciencia del gobierno, porque depuso la dictadura. Los hombres debían hablarle en adelante con más respeto y considerar como leyes lo que dijese. Llegó a tal punto de arrogancia, que respondió a un augur que le anunciaba tristes presagios después de un sacrificio, porque no se había encontrado corazón en la víctima, que serían los vaticinios más dichosos cuando quisiese, y que no se debía mirar como prodigio una bestia sin corazón.


LXXVIII

Pero lo que le atrajo odio violentísimo e implacable fue lo siguiente. Habiendo marchado los senadores en corporación a presentarle decretos muy lisonjeros para él, les recibió sentado delante del templo de Venus Genitriz. Dicen algunos escritores que Cornelio Balbo le retuvo cuando iba a levantarse; otros que ni siquiera se movió, y que habiéndole dicho C. Trebacio que se pusiese en pie, le dirigió severa mirada. Este desaire pareció tanto más intolerable cuanto que él mismo, en uno de sus triunfos, mostró profunda indignación cuando al pasar su carro por delante de las sillas de los tribunos, uno de ellos, Poncio Aquila, permaneció sentado, llegando a exclamar: Tribuno Aquila, pídeme la República"; y durante muchos días no prometió nada a nadie sin añadir esta condición irónica: Por supuesto, si lo permite Poncio Aquila.


LXXIX

A este grave ultraje inferido al Senado añadió un rasgo de orgullo más ofensivo aun. Regresaba a Roma, después del sacrificio acostumbrado de las ferias latinas, cuando en medio de las extraordinarias e insensatas aclamaciones del pueblo, un hombre se destacó de la multitud y colocó sobre su estatua una corona de laurel, atada con una cinta blanca. Los tribunos Epidio Marullo y Cesesio Flavo mandaron quitar la corona y redujeron a prisión al que la puso; pero viendo César que aquella tentativa de realeza había tenido tan mal éxito, o como pretendía que le había privado de la gloria de rehusarla, apostrofó duramente a los tribunos y les despojó de su autoridad; mas no pudo librarse de la censura deshonrosa de haber ambicionado la dignidad real, aunque respondió un día al pueblo, que le saludaba con el nombre de rey: Soy César y no rey, y a pesar de que en las fiestas lupercales rechazara e hiciese llevar al Capitolio, a la estatua de Júpiter, la diadema que con insistencia quiso el cónsul Antonio colocarle en la cabeza en la tribuna de las arengas. Sobre este asunto propagóse un rumor que adquirió bastante consistencia, asegurándose que pensaba trasladar a Alejandro o a Troya la capital y fuerzas del Imperio, después de dejar exhausta la Italia con levas extraordinarias, y haber encargado a sus amigos el gobierno de Roma; añadiendo que en la primera reunión del Senado el quindecenviro L. Cota debía proponer que se diese a César el título de rey, puesto que estaba escrito en los libros del destino que solamente un rey podía vencer a los partos.


LXXX

Temiendo los conjurados verse obligados a dar su asentimiento a esta proposición, creyeron necesario apresurar la ejecución de su empresa. Reuniéronse, por tanto, y agruparon en un solo plan los que antes se habían convenido aisladamente en grupos de dos o tres personas; el pueblo se encontraba descontento del estado de los negocios, mostrando en toda ocasión su repugnancia a la tiranía, y pedía abiertamente libertadores. Cuando se concedió a extranjeros el título de senadores, por todas partes se fijaron pasquines: Salud a todos: prohíbese mostrar a los nuevos senadores el camino del Senado; y se cantó también por las calles:

Gallos Casar in triumphum ducit. idem in curiam.
Galli bracas deposuerunt, latum clavum sumpserunt (4).

Habiendo anunciado el lictor en el teatro, según costumbre, la entrada del cónsul Q. Máximo, que César había sustituído por tres meses, gritáronle por todos lados que no era cónsul. Después de la destitución de los tribunos Casecio y Marullo, en la primera reunión de los comicios aparecieron muchos boletines que les nombraban cónsules. Al pie de la estatua de L. Bruto escribieron: ¡Ojalá viviese! y bajo la de César:

Brutus, quia reges ejecit, consul primus factus est:
Hic, quia consules ejecit, rex postremo factus est (5).

El número de conjurados se elevaba a más de sesenta, siendo C. Casio y Marco y Décimo Bruto jefes de la conspiración. Éstos deliberaron primeramente si, dividiendo sus fuerzas, le precipitarían unos desde el puente durante los comicios del campo de Marte, en el momento en que convocase las tribus para las elecciones, esperándole los otros abajo para asesinarle, o bien si le atacarían en la Vía Sacra o a la entrada del teatro; pero habiéndose acordado para los idus de marzo una reunión del Senado en la sala de Pompeyo, convinieron por unanimidad no buscar momento ni paraje más oportunos.


LXXXI

Prodigios evidentes anunciaron a César su próximo fin. Pocos meses antes los colonos a quienes la ley Julia había otorgado tierras en Capua, queriendo construir casas de campo. destruyeron antiquísimos sepulcros, y con tanto más afán, cuanto que solían encontrarse en las excavaciones vasos de trabajo sumamente antiguo. En un sepulcro en que se decía descansaban los restos de Capys, fundador de Capua, hallaron una plancha de bronce que conservaba en caracteres y palabras griegas la siguiente inscripción: Cuando se descubran las cenizas de Capys, un descendiente de lulo perecerá a manos de sus parientes, y muy pronto quedará vengado por las desgracias de Italia; y para que no se crea que esto es fábula inventada a capricho. citaré en mi apoyo a Comelio Balbo, íntimo amigo de César. Pocos días antes de su muerte supo que los caballos que había consagrado a los dioses antes de pasar el Rubicón y que había dejado vagar sin amo, se negaban a comer y lloraban; y por su parte, el arúspice Espurina le advirtió durante un sacrificio que se preservase del peligro que le amenazaba para los idus de marzo. La víspera de estos mismos idus, habiendo entrado en la sala del Senado llamada de Pompeyo un reyezuelo con una ramita de laurel en el pico, aves de diferentes clases, salidas de un bosque vecino, se lanzaron sobre él. y lo despedazaron. En fin, la noche que precedió al día de su muerte, parecióle en sueños que se remontaba sobre las nubes y ponía su mano en la de Júpiter; y su esposa Calpumia soñó a su vez que se desplomaba el techo de su casa y que mataban a su esposo en sus brazos, y las puertas de su habitación se abrieron violentamente por sí mismas. Todos estos presagios y su mala salud le hicieron vacilar por largo tiempo acerca de si permanecería en su casa, aplazando para otro día lo que había propuesto al Senado; pero habiéndole exhortado Décimo Bruto a no hacer esperar en vano a los senadores, que estaban reunidos desde temprano, salió hacia la hora quinta. Un desconocido le presentó en el camino un escrito en el que le revelaba la conjuración; cogióle y lo unió a los demás que llevaba en la mano izquierda, como para leerlo más tarde. Las muchas víctimas que inmolaron en seguida dieron presagios desfavorables; pero despreciando los escrúpulos religiosos, entró en el Senado y dijo burlándose a Espurina que eran falsas sus predicciones porque habían llegado los idus de marzo sin traer ninguna desgracia, contestando éste que sí habían llegado, pero que aún no habían pasado.


LXXXII

En cuanto se sentó, lo rodearon los conspiradores so pretexto de saludarle, y en el acto, Cimber Tilio, que se había encargado de comenzar, se le acercó como para dirigirle algún ruego; pero negándose a escucharle e indicándole con el gesto que dejase su petición para otro momento, éste lo cogió de la toga por ambos hombros, y al exclamar César: Esto es violencia, uno de los Casio, que estaba a su espalda, le hirió algo más abajo de la garganta. César le tomó el brazo, se lo atravesó con el punzón y quiso levantarse, pero le detuvo otra herida. Viendo entonces puñales levantados por todas partes, envolvióse la cabeza en la toga, y con la mano izquierda se bajó los paños sobre las piernas, a fin de caer con más decencia, teniendo oculta la parte inferior del cuerpo. Recibió veintitrés heridas, y solamente a la primera lanzó un gemido, sin pronunciar palabra. Sin embargo, algunos dicen que al ver acercarse a M. Bruto, le dijo: ¡Tú también, hijo mío!. En cuanto murió, huyeron todos, quedando por algún tiempo tendido en el suelo, hasta que al fin tres esclavos le llevaron a su casa en una litera, de la que pendía un brazo. Según testimonio del médico Antistio, entre tantas heridas, solamente era mortal la segunda, recibida en el pecho. Los conjurados intentaban arrastrar su cadáver al Tíber, confiscar sus bienes y anular sus actos; pero el temor que les infundiera el cónsul M. Antonio y Lépido, jefe de la caballería, les hizo desistir de su intento.


LXXXIII

A petición de su suegro L. Pisón, abrióse su testamento, y se leyó en casa de Antonio. César lo había hecho en los últimos idus de septiembre, en su propiedad de Labico, encargando después su custodia a la Gran Vestal. Dice Q. Tuberón que en todos los que hizo desde su primer consulado hasta el principio de la guerra civil, instituía heredero a Cn. Pompeyo, y que lo había dicho así en sus arengas al ejército. Pero en el último instituía tres herederos, que eran los nietos de sus hermanas, a saber, Q. Octavio en las tres cuartas partes, y L. Pinario con Q. Pedio en la restante, en la última cláusula adoptaba a C. Octavio y le daba su nombre; nombraba tutores de su hijo, para el caso en que naciese alguno, a la mayor parte de los que le hirieron, estando Décimo Bruto inscripto en la segunda clase de sus herederos. Legaba, en fin, al pueblo romano sus jardines cerca del Tíber y trescientos sestercios por cabeza.


LXXXIV

Fijado el día de sus funerales, se preparó la pira en el campo de Marte, al lado de la tumba de Julia, y se construyó delante de la tribuna de las arengas una capilla dorada, según el modelo del templo de Venus Genitriz: en ella colocaron un lecho de marfil cubierto de púrpura y oro, y a la cabecera de este lecho un trofeo; con el vestido que llevaba al ser asesinado. No creyéndose sufíciente el día para el solemne desfile de los que querían llevar presentes fúnebres, decidióse que cada cual iría, sin observarse orden alguno y por el camino que quisiese, a depositar sus dones en el campo de Marte. En los juegos fúnebres se cantaron versos encaminados a inspirar piedad hacia el muerto y odio a los asesinos, versos tomados de Pacuvio en su Juicio de las Armas:

Men servasse, ut essent qui me perderenti (6)

y otros de la Electra de Atilio, que podían ofrecer iguales alusiones. A manera de elogio fúnebre, el cónsul Antonio hizo que un heraldo leyese los senadoconsultos que otorgaban a César todos los honores divinos y humanos, y además, el juramento que obligaba a todos los senadores a defender la vida de César, añadiendo por parte suya muy pocas palabras. Magistrados en ejercicio o que acababan de cesar en sus cargos, llevaron el lecho al Foro. delante de la tribuna de las arengas. Querían unos que se quemase el cadáver en el templo de Júpiter Capitolino; otros, en la sala de Pompeyo; mas de pronto, dos hombres, que llevaban espada al cinto y dos dardos en la mano, le prendieron fuego con antorchas, y en seguida todos comenzaron a arrojar leña seca, las sillas de las tribunas de los magistrados y cuanto se encontraba al alcance de la mano; en seguida los flautistas y cómicos, que para aquella solemnidad habían revestido los trajes dedicados a las pompas triunfales, se despojaron de ellos, los hicieron pedazos y arrojaron a las llamas; los legionarios veteranos arrojaron de igual manera las armas con que se habían adornado para los funerales, y la mayor parte de las matronas lanzaron a su vez joyas y hasta las bulas y pretextas de sus hijos. Multitud de extranjeros tomó parte en aquel duelo público, acercándose sucesivamente a la hoguera y mostrando cada uno su dolor a la manera de su país, notándose principalmente a los judíos, que velaron durante muchas noches junto a las cenizas.


LXXXV

En cuanto terminaron los funerales, corrió el pueblo con antorchas a las casas de Bruto y Casio, siendo rechazado con gran trabajo: en su camino encontró a Helvio Cinna, y a consecuencia de un error de nombre, tomándole por Cornelio, a quien odiaba por haber pronunciado el día anterior un discurso vehemente contra César, lo mató y paseó su cabeza clavada en una pica. Más adelante se alzó en el Foro una columna de mármol de Numidia, de una sola pieza y de más de veinte pies de altura, con esta inscripción: Al padre de la patria, y por largo tiempo fue costumbre ofrecer sacrificios al pie de ella, hacer votos y terminar ciertas diferencias jurando por el nombre de César.


LXXXVI

César hizo sospechar a algunos parientes suyos que no quería vivir más y que veía declinar su salud, motivo por el cual creían que había despreciado los presagios religiosos y los consejos de sus amigos. Otros opinan que tranquilizado por el último senadoconsulto y por el juramento prestado a su persona, había despedido a la guardia española que le seguía espada en mano. Otros, por el contrario, le atribuyen la idea de que prefería sucumbir en una asechanza de sus enemigos a tener que temerlas continuamente. En opinión de algunos, acostumbraba decir que su conservación interesaba más a la República que a él mismo; que había adquirido para ella desde muy antiguo gloria y poderío; pero que la República, si él pereciera, no tendría tranquilidad y caería en los espantosos males de la guerra civil.


LXXXVII

Pero generalmente convienen todos en que su muerte fue, sobre poco más o menos, como él la había deseado. Porque leyendo un día en Jenofonte que Ciro, durante su última enfermedad, dió algunas órdenes relativas a sus funerales, mostró su aversión por aquella muerte tan lenta, y manifestó deseos de que la suya fuese rápida. La misma víspera del día en que pereció, cenaba en casa de M. Lépido, y habiéndosele preguntado cuál era la muerte más apetecible, contestó: La repentína e inesperada.


LXXXVIII

Sucumbió a los cincuenta y seis años, y se colocó en el número de los dioses, no solamente por decreto, sino también por el vulgo, que estaba persuadido de su diVinidad. Durante los juegos que había prometido celebrar y que dió por él su heredero Augusto, apareció una estrella con cabellera, que se presentó hacia la hora undécima, brillando durante siete días consecutivos; se creyó así que era el alma de César recibida en el cielo, siendo ésta la razón de representarle con una estrella sobre la cabeza. Mandóse tapiar la puerta de la sala donde le mataron; llamóse día parricida los idus de marzo, y prohibióse para siempre que se reuniesen los senadores en este día.


LXXXIX

Casi ninguno de sus asesinos le sobrevivió más de tres años, ni murió de muerte natural. Condenados, perecieron todos de diferentes maneras; unos en naufragios, otros en combates y algunos se clavaron el mismo puñal con que habían herido a César.


Notas

(1) Todo lo que la Bitinia y el amante de César poseyó jamás.

(2) César sometió las Galias y Nicomedes a César. He aquí a César que triunfa porque sometió las Galias y Nicomedes no triunfa, habiendo sometido a César.

(3) Ciudadanos, esconded vuestras esposas; aquí traemos al adú1tero calvo.

(4) Encadenados en su trionfo trajo a los galos, y después los llevó al Senado: los galos depusieron sus harapos y tomaron las latic1avias.

(5) Bruto, porque arrojó a los reyes, fue el primero a quien se nombró cónsul; y a éste, porque arrojó a los cónsules, se le ha hecho al fin rey.

(6) ¡Los he perdonado para que me perdiesen!

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