Índice de Vida de los doce Césares de Suetonio | Anterior | Siguiente | Biblioteca Virtual Antorcha |
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AUGUSTO
Segunda parte
LI
Dió pruebas brillantes y numerosas de su clemencia y afabilidad. Por no nombrar a todos sus adversarios a quienes concedió gracia de la vida y hasta dejó llegar a las primeras dignidades del Estado, solamente citaré los dos plebeyos Novato y Casio de Padua, a quienes castigó con simple multa a uno y con breve destierro al otro, aunque el primero había escrito contra él y publicado, bajo el nombre del joven Agripa. una carta violentísima, y el segundo hubiese exclamado en pleno banquete que para matarle no carecía ni de deseo ni de valor. Un tal Emilio Eliano, de Córdoba, compareció un día ante el tribunal, y acusándole, entre otros crímenes, de hablar mal del emperador, Augusto se volvió hacia el acusador y le dijo con emoción: Quisiera que pudieses probarme. lo que dices del acusado; le demostraría, sépalo Eliano, que yo también tengo lengua, y diría más de él que ha dicho él de mí; y no volvió a ocuparse del asunto ni entonces ni después. Habiéndose quejado a él Tiberio en una carta, y con suma amargura, de esta moderación, le contestó: No te dejes llevar, mi querido Tiberio, de la viveza de tu edad, y no te indignes demasiado si hablan mal de mí. Contentémonos con que no puedan hacernos nada.
LII
Aunque sabía que de ordinario se dedicaban templos hasta a los procónsules, no los aceptó en ninguna provincia, a menos que no fuese a nombre de Roma y al suyo. Rehusó siempre el honor de tenerlos en esta ciudad, y hasta hizo fundir todas las estatuas de plata que le habían erigido en otro tiempo, y con el dinero que obtuvo dedicó trípodes de oro a Apolo Palatino. El pueblo le ofreció la dictadura con grandes instancias; pero la rechazó poniendo una rodilla en tierra, bajándose la toga Y mostrando el pecho desnudo.
LIII
Siempre tuvo horror al título de Dominus (1) como si fuese oprobio o injuria. Estando un día en el teatro, habiendo dicho un actor: ¡Oh, señor equitativo y bueno! todos los espectadores, aplicándole estas palabras, aplaudieron con entusiasmo; pero contuvo en seguida con la mano y la mirada estas indecorosas adulaciones, y a la mañana siguiente las censuró en un severo edicto. Prohibió también que sus hijos y nietos le diesen jamás este nombre, ni seriamente ni en broma, y les prohibió además entre ellos este género de lisonja. Procuraba no entrar en Roma o en cualquier otra ciudad, ni salir, sino por la tarde o por la noche, para no molestar a nadie con vanas ceremonias. Siendo cónsul ib aordinariamente a pie: cuando no lo era se hacia llevar'en una litera cerrada. Los días de recepción admitía hasta a plebeyos, y recibía con la mayor afabilidad las petiCiones que se le dirigían; un día reconvino joVialmente a uno que temblaba al darle un memorial, diciéndole que empleaba tanta precaución como para presentar una moneda a un elefante. Los días de sesión en el Senado no saludaba a los senadores sino en su sala y después que se habían sentado, nombrando a cada uno y sin que nadie auxiliase su memoria; al marcharse se despedía de ellos de la misma manera. Mantenía relaciones con muchos senadores y no dejó de asistir él sus fiestas de familia hasta la vejez, después de haberle molestado mucho un día la multitud en una fiesta de esponsales. El senador Galo Tirrino, que no era íntimo suyo, habiendo quedado ciego de repente, quería dejarse morir de hambre: fue a verle, le consoló y le reconcilió con la vida.
LIV
Hablando un día en el Senado, le interrumpió uno diciéndole: No he comprendido; y otro: Te contradiría si tuviese libertad. Ocurrióle salir de la sala bruscamente, irritado por los violentos e interminables altercados que se promovían, y entonces le dijeron algunos: Debe permitirse a los senadores hablar de los asuntos públicos. Usando Antiscio Labón del derecho de elegir un senador en la época en que se reformó el Senado, eligió al triunviro Lépido, enemigo en otro tiempo de Augusto y desterrado entonces, y habiéndole preguntado si no conocía a otros más dignos, le contestó que cada cual tenía su opinión. Este atrevimiento no perjudicó a ninguno de los dos.
LV
Los injuriosos libelos repartidos contra él en el Senado no le inspiraron preocupación, pero tuvo gran cuidado de refutarlos; sin embargo, ni buscó a los autores, y se contentó con mandar para lo sucesivo que se persiguiera a los que publicasen bajo nombre supuesto libelos o versos difamatorios contra cualquiera.
LVI
Irritado por muchas burlas amargas e insolentes, contestó a ellas en un edicto; pero se opuso siempre a que se tomase ninguna medida para reprimir la licencia del lenguaje en los testamentos. Cuantas veces asistía a los comicios para la elección de magistrados, recorría las tribus con sus candidatos y pedía para ellos los sufragios en la forma ordinaria. Él mismo votaba en su puesto como simple ciudadano. Siempre testigo en justicia, se dejaba interrogar y contradecir con suma paciencia. Construyó un Foro mucho más estrecho de lo que deseaba por no obligar a los dueños de las casas inmediatas a demolerlas. Nunca recomendó a sus hijos al pueblo sin añadir: Si lo merecen. Un día mostró profundo disgusto porque al entrar en el teatro todos los espectadores se levantaron y le aplaudieron, aunque aun llevaban la pretexta. Quiso que sus amigos fuesen poderosos en el Estado, pero sometidos a las mismas leyes que los demás y justiciables por los mismos tribunales. En la causa seguida a Asprenas Nonio, íntimo amigo suyo, acusado de envenenamiento por Casio Severo. Augusto consultó al Senado acerca de lo que debía hacer en aquella ocasión temiendo, dijo, mostrar al acompañarle al tribunal querer arrancar el culpable a la vindicta de las leyes, o no siguiéndole a él, abandonar al amigo y condenarle ante los jueces. Según parecer unánime del Senado, marchó a sentarse durante algunas boras en el banco de los defensores; pero guardó silencio y hasta se abstuvo de esos elogios que llaman judiciales. Siempre asistió a sus clientes, por ejemplo, a un tál Scutario, antiguo soldado suyo, perseguido por injurias. El único acusado que arrebató al imperio de la ley, y esto suplicando al acusador delante de los jueces un desistimiento que se le concedió, fue Castricio, por quien tuvo conocimiento de la conjuración de Murena.
LVII
Fácil es comprender cuánto le haría amar semejante conducta. No hablaré de los senadoconsultos dados en favor suyo, y que podrían atribuirse a temor o adulación. Pero, por voluntad propia, todos los caballeros romanos celebraron cada año, durante dos días, el aniversario de su nacimiento. Anualmente todos los órdenes del Estado arrojaban en el lago de Curcio, en cumplimiento de voto solemne, monedas de plata por su salud; cuando estaba ausente, le dedicaban en las calendas de enero regalos en el Capitolio con cuyo dinero compraba magníficas estatuas de dioses que hacia colocar en los diferentes barrios de la ciudad, como el Apolo Sandaliario, el Júpitero Tragediano y otras. Habiendo destruido un incendio su casa del monte Palatino, los veteranos, las decurias, las tribus y multitud de particulares contribuyeron voluntariamente, y cada uno según sus facultades, para reedificarla; mas apenas se atrevió a tocar a aquell0s montones de riqueza, y de nadie aceptó más de un dinero. Cuando volvía de alguna provincia, salían a su encuentro haciendo votos por su felicidad y cantando versos en alabanza suya. También cuidaban, cuando entraba en Roma, de no ejecutar criminales.
LVIII
Se le confirió el título de Padre de la patria por consentimiento unánime; en primer lugar por la plebe, que a este efecto le mandó una diputación a Aucio y que, a pesar de su negativa, se lo dió por segunda vez en Roma, saliendo a su encuentro, con ramos de laurel en la mano, un dla en que iba al teatro; después, en el Senado, no por decreto o aclamación, sino por voz de Valerio Messala, quien le dijo, en nombre de todos sus colegas: Te deseamos, César Augusto, todo lo que pueda contribuir a tu felicidad y a la de tu familia; esto es desear al mismo tiempo la eterna felicidad de la República y la prosperidad del Senado, que, de acuerdo con el pueblo romano, te saluda Padre de la patria. Augusto, con lágrimas en los ojos, contestó en estos términos que refiero textualmente como los de Mesala: Llegado al colmo de mis deseos, padres conscriptos, ¿qué podía pedir ya a los dioses inmortales, sino que prolonguen hasta el fin de mi Vida este acuerdo de vuestros sentimientos hacia mí?.
LIX
Por suscripción se elevó una estatua, cerca de la de Esculapio, a su médico Antonio Musa, que le había curado de una enfermedad peligrosa. Muchos padres de familia impusieron a sus herederos, en el testamento, que ofreciesen en el Capitolio un sacrificio solemne, cuyo motivo, que debía ser anunciado públicamente, era dar gracias al cielo, en su nombre, porque Augusto les había sobrevivido. Algunas ciudades de Italia comenzaron el año por el día en que había ido a ellas por primera vez. La mayor parte de las provincias, además de templos y altares, fundaron en honor suyo juegos quinquenales en casi todas las ciudades.
LX
Los reyes amigos y aliados de Roma construyeron, cada cual en su reino, ciudades que llevaron el nombre de Cesárea, y decidieron todos juntos hacer terminar a expensas comunes el templo de Júpiter Olímpico, antiguamente comenzado en Atenas, para dedicarlo al genio de Augusto. Frecuentemente dejaron sus estados para venir a verle, no solamente en Roma sino también en las provincias que visitaba: veíaseles entonces saludarle diariamente, despojados de sus insignias reales y vistiendo la toga romana, como simples clientes.
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Ahora que lo he mostrado tal como era, en el mando y la magistratura, al frente de los ejércitos, en el gobierno de la República y del mundo, durante la guerra y durante la paz, describiré su vida íntima y privada; diré cuáles fueron, desde su juventud hasta sus últimos días, sus costumbres, sus hábitos con los suyos, su suerte en su familia. Perdió a su madre durante el primer consulado, y a su hermana Octavia cuando tenía cincuenta y cuatro años. Durante su vida las colmó de toda clase de atenciones y les tributó grandes honores después de su muerte.
LXII
En su adolescencia estuvo comprometido con la hija de P. Servilio Isaurico; pero, después de su primera reconciliación con Antonio, pidiendo los soldados de ambos partidos una alianza de familia entre sus jefes, casó con la hijastra de Antonio, Claudia, que Fulvia había tenido de P. Clodio y que apenas era núbil. Disgustado en seguida con su suegra Fulvia, repudió a Claudia, a la que dejó virgen. Poco después casó con Escribonia, viuda de dos varones consulares y que tenía hijos del segundo. Separóse también de ella, indignado por sus perversas costumbres y en seguida se casó con Livia Drusila, que había arrebatado a su marido Tiberio Nerón pese a que estaba encinta. Amóla exclusivamente y la estimó con profunda perseverancia.
LXIII
De Escribonia tuvo una hija llamada Julia. Livia no le dió hijos, no obstante el gran deseo que él tenía; encinta una sola vez, dió a luz antes de tiempo. Augusto casó primeramente a Julia con Marcelo, hijo de su hermana Octavia y que apenas había salido de la infancia; muerto después Marcelo, la dió en matrimonio a M. Agripa, habiendo obtenido de su hermana que le cediese este yerno, porque Agripa estaba casado entonces con una de las hijas de Marcelo y tenía hijos. Muerto también Agripa, después de buscar Augusto por mucho tiempo esposo para su hija, hasta en el orden de los caballeros, eligió al fin a su hijastro Tiberio, obligándole para ello a repudiar a su esposa, encinta entonces, y que ya lo había hecho padre, M. Antonio ha escrito que Augusto había destinado a Julia para su hijo Antonio; después para Cotisón, rey de los getas, en una época en que él mismo pedía para esposa la hija de este rey.
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De Agripa y Julia tuvo tres nietos -Cayo, Lucio y Agripa- y dos nietas, Julia y Agripina. Casó a Julia con L. Paulo, hijo del censor; y a Agripina con Germánico, nieto de su hermana. Adoptó a Cayo y Lucio, que compró a su padre Agripa en su propia casa por medio del as y la balanza, y desdé muy jóvenes los acostumbró a la práctica de los negocios públicos, y, cuando fueron cónsules designados, los envió a visitar las provincias y los ejércitOS. Educó a su hija y nietas con extraordinaria sencillez, tanto que les hizo aprender a trabajar la lana, prohibiéndoles decir o hacer nada sino delante de otras personas, y que pudiese constar en los anales diarios de su casa. Nególes en absoluto toda relación con extraños, hasta el punto de escribir a L. Vinicio, joven muy digno y distinguido, que había sido poco modesto yendo a Baias a saludar a su hija. El mismo enseñó a sus nietos a leer, escribir y contar, y cuidó especialmente que imitasen su letra. Sentábanse al pie de su lecho para comer, y en viaje iban delante de sU carruaje o cabalgaban a su lado.
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Pero la desgracia destruyó la confianza y alegría que le inspiraban una familia numerosa y educada con esmero. Vióse obligado a desterrar a las dos Julias, su hija y su nieta, manchadas con toda clase de infamias. Perdió a Cayo y Lucio en el espacio de dieciocho meses; el primero en Licia, y el segundo en Marsella. Entonces adoptó en el Foro, en virtud de la ley Curiata, a su tercer nieto Agripa y a su yerno Tiberio; pero poco tiempo después expulsó de su familia a Agripa, a causa de la bajeza y ferocidad de su carácter, desterrándole a Sorrento. Augusto era más sensible al oprobio de los suyos que a la muerte. Las de Cayo y Lucio no le abatieron; mas cuando desterró a su hija, dió a conocer los motivos al Senado en un escrito que el cuestor quedó encargado de leer en su ausencia; y tanto le avergonzaron sus desórdenes que estuvo mucho tiempo separado del trato de los hombres, y hasta deliberó si le daría muerte. Un liberto, llamado Febo, cómplice de los desórdenes de su hija, habiéndose ahorcado entonces, dijo que hubiera preferido ser su padre a serlo de Julia. Prohibió a ésta el uso del vino en su destierro, y todas las comodidades de la vida; y mandó que ningún hombre, libre o esclavo, se acercase a ella sin su permiso, y sin que conociese su edad, estatura, color y hasta las señales o cicatrices que tuviese en el cuerpo. Al cabo de cinco años, le permitió al fin volver de la isla donde estaba al continente, y le impuso condiciones algo más suaves. Pero no consintió jamás en traerla a su lado; y como frecuentemente pedía con insistencia el pueblo romano su vuelta, le deseó, en plena asamblea, hijas y esposas parecidas a ésta. En cuanto a la otra Julia, su nieta, le prohibió reconocer y alimentar al niño que dió a luz poco tiempo después de su destierro. Trasladó a una isla a Agripa, que lejos de mejorar, de día en día era más intratable, y le hizo custodiar por soldados, consiguiendo un senadoconsulto que lo confinaba a perpetuidad en aquella isla. Siempre que hablaban en su presencia de Agripa o de alguna de las Julias, exclamaba suspirando: Plugiera al cielo que no me hubiera casado y hubiese muerto sin descendencia.
Y nunca llamaba a los suyos más que sus tres tumores o sus tres cánceres.
LXVI
No prodigaba fácilmente su amistad, pero una vez concedida la suya, lo era para siempre. Sabía apreciar en cada amigo suyo el mérito y la virtud, y también sabía soportar los defectos pequeños y faltas ligeras. Solamente pueden citarse dos hombres que hayan sido desgraciados después de quererles él: Salvidieno Rufo y Cornelio Galo, a quienes elevó desde la condición más humilde, al uno hasta el consulado, al otro hasta la prefectura de Egipto. Salvidieno Rufo maquinaba una revolución y lo hizo condenar por el Senado; en cuanto al otro, en castigo de su ingratitud y maldad, le prohibió la entrada en su casa y en las provincias en que mandaba; y cuando los cargos de sus acusadores y los decretos de sus jueces le determinaron a Galo a darse la muerte, Augusto alabó el celo que habían desplegado para vengarle, pero lloró, y dijo, quejándose de su grandeza, que era el único que no podía contener su cólera contra sus amigos. Ricos y poderosos, los amigos de Augusto fueron hasta el fin de su vida los primeros de su ordena pesar de algunos disgustos que mediaron entre ellos. Así, por no citar muchos ejemplos, M. Agripa perdió una vez la paciencia, y Mecenas la discreción: el primero, por ligera sospecha de frialdad y so pretexto de que lo prefería a Marcelo, lo abandonó todo y se retiró a Mitilene; el otro reveló a su esposa Terencia un secreto de Estado: el descubrimiento, que acababa de hacerse, de la conjuración de Murena. En cambio de su amistad exigía Augusto una adhesión que ni siquiera terminase en la tumba. En efecto, aunque fuese muy poco ávido de herencias y que nunca las aceptase de quien no era íntimo suyo, consideraba con singular cuidado las últimas disposiciones de sus amigos, y no disimulaba su disgusto cuando le trataban con poco honor y liberalidad, ni su alegría cuando respondían a su esperanza los testimonios de gratitud y afecto. En cuanto a los legados y partes de herencia que le dejaban los padres de familia, acostumbraba a cederlos en seguida a sus hijos, y si eran menores devolvérselos, añadiendo un regalo el día en que tomaban la toga viril o se casaban.
LXVII
Como dueño y como patrono supo combinar adecuadamente la severidad con la dulzura y la clemencia, y honró con su confianza a muchos libertos suyos, como Licino, Celado y otros. Limitóse a poner cadenas a Cosmos, esclavo suyo que había hablado muy mal de él. Paseando un día con él su intendente Diomedes, le arrojó, con un movimiento de terror, delante de un jabalí que se precipitaba hacia ellos, y Augusto prefirió tacharlo de cobarde a considerarlo malvado, y como no había traición, fue el primero en burlarse del peligro real que había corrido. Este mismo príncipe hizo morir a Polo, liberto suyo a quien amaba mucho, cuando estuvo convencido de sus adulterios con matronas; mandó quebrar las piernas a Talo, su secretario, que había recibido quinientos dineros por comunicar el secreto de una carta; hizo arrojar a un río con una piedra al cuello al preceptor y a los esclavos de su hijo Cayo, que aprovecharon la enfermedad y muerte de su amo para cometer en su provincia actos de avaricia y tiranía.
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Varios oprobios mancharon su reputación durante su juventud. Sexo Pompeyo le acusó de afeminado. M. Antonio le censura haber comprado al precio de su deshonra la adopción de su tío; Lucio, el hermano de Marco Antonio, pretendía que después de haber entregado a César la flor de su juventud, la vendió otra vez en España a A. Hircio por trescientos mil sestercios, añadiendo que acostumbraba a quemarse el vello de las piernas con cáscara de nuez ardiente, con objeto de que estuviesen más suaves. Todo el pueblo le aplicó un día en el teatro, con transportes de maligno regocijo, este verso con que un actor designaba a un sacerdote de Cibeles que tocaba el tamboril:
LXIX
Ni sus mismos amigos niegan que cometiese muchos adulterios, y solamente procuran excusarle diciendo que no era tanto por pasión como por política, y con objeto de conocer, por medio de las mujeres, los secretos de sus adversarios. M. Antonio, no contento con censurarle la precipitación de sus bodas con Livia, pretende que en un festín hizo pasar de la mesa del banquete a una habitación inmediata a la esposa de un consular, estando presente el marido, y cuando la trajo de nuevo, tenía ella las orejas encarnadas y el cabello en desorden. Añade que repudió a Escribonia porque había deplorado, con excesiva franqueza, que un hombre sin costumbres tuviese un poder excesivo; que sus amigos le buscaban mujeres casadas y doncellas núbiles a las que desnudaba para examinarlas, como si fueran esclavas en venta en el mercado Toranio. En una época en que todavía no era su enemigo declarado, le escribía Antonio familiarmente: ¿Qué te ha cambiado? ¿Que sea mi amante una reina? Es mi esposa, y no de ayer, sino desde hace ya nueve años. ¿Tienes tú solamente a Livia? Apuesto a que en el momento en que leas mi carta habrás gozado ya de Tertula, o de Terentila, o de Rufila, o de Salvia Titisenia o de cualquier otra. ¿Qué importa el lugar o la mujer por quien sientes deseos?
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También se habló mucho de un festín secreto, al que todo el mundo llamaba el festín de los doce dioses; en el que los comensales vestían de dioses y diosas, y en el que Augusto representaba a Apolo. Antonio nombró en sus cartas y criticó acerbamente a todos los que formaban parte de este festín, acerca del que alguien hizo estos conocidos versos:
La escasez que reinaba entonces en Roma hizo más escandalosa aun esta orgía, diciéndose públicamente a la mañana siguiente que los dioses se habían comido todo el trigo y que César era verdaderamente Apolo, pero Apolo Atormentador, nombre con que se veneraba a este dios en un barrio de la ciudad. Censurose también el afán de Augusto por los muebles antiguos y por los vasos de Corinto, y su pasión por el juego. Por esta razón escribieron al pie de su estatua en el tiempo de sus proscripciones:
porque se suponía que había proscripto a muchos ciudadanos para apoderarse de sus vasos de Corinto, y durante la guerra de Sicilia se hizo correr este epigrama:
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De todas estas acusaciones o calumnias, la de haberse prostituído fue la que refutó con más facilidad, por la pureza de su vida en aquella época y en lo sucesivo. Parece que también tuvo menos pasión de lo que se decía por el lujo, puesto que después de la toma de Alejandría no se reservó de todas las riquezas de los reyes más que un vaso de mirrino y más tarde fundió todos los de oro de uso diario. Pero fue siempre muy dado a las mujeres, y dicen que con la edad deseó especialmente vírgenes; así es que se las buscaban por todas partes, hasta su esposa. En cuanto a su fama de jugador, no se cuidó de ella, y jugó siempre sin recato, considerándolo descanso, sobre todo en la vejez; por lo cual, jugaba tanto en diciembre como en cualquier otro mes, fuese día festivo o no. De esto no hay dudas: se conserva una carta suya, en la que dice: He cenado, mi querido Tiberio, con las mismas perSonas. Vinicio y Silio, el padre, han venido a aumentar el numero de los convidados. Hemos jugado a los dados como viejos, durante la cena, ayer y hoy. Se tiraban los dados y cada vez que uno hacía el tiro de perro o el seis, pagaba un dinero por dado; y el que hada el tiro de Venus, ganaba todo. En otra. carta dice: Mi querido Tiberio: hemos pasado agradablemente las fiestas de Minerva, habiendo jugado sin descansar todos los días. Tu hermano se quejaba; pero, en último caso, no ha perdido mucho; al fin cambió la suerte y se ha repuesto de sus desasttes. En cuanto a mí, he perdido veinte mil sestercios, gracias a mis liberalidades ordinarias, porque si hubiese querido hacerme pagar los golpes malos de mis adversarios o no dar nada a los que perdían, habría ganado más de cincuenta mil. Mas prefiero esto, porque mi bondad me valdrá eterna gloria. A su hija escribe: Te he enviado doscientos cincuenta dineros; he dado otro tanto a cada convidado, para que jueguen a los dados o a pares o nones durante la cena.
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Augusto fue muy moderado en sus demás costumbres y estuvo al abrigo de toda censura. Primeramente habitó cerca del Foro antiguo, sobre la escalera de los orfebres, en una casa que perteneció al orador Calvo. Después ocupó en el monte Palatino la casa, no menos modesta, de Hortensio, que ni era espaciosa ni estaba adornada, porque eran estrechas y de piedra común sus galerías y no había mármol ni mosaicos en las habitaciones. Acostóse durante más de cuarenta años, en invierno y verano, en la misma cámara, y pasó siempre el invierno en Roma, aunque tenia experimentado que el aire de la ciudad era contrario a su salud en esa estación. Cuando tenía que tratar algún asunto secreto o quería trabajar sin que le interrumpiesen, se encerraba en la parte superior de su casa, en un gabinete que llamaba Siracusa o su taller, o bien se retiraba a una casa de campo inmediata, o a casa de cualquiera de sus libertos. Cuando se encontraba enfermo iba a acostarse a casa de Mecenas. Los retiros que le agradaban más eran los inmediatos al mar, como las costas e islas de la Campania, o bien los pueblecitos situados cerca de Roma, como Lanuvio, Preneste, Tíbur, lugar este último donde frecuentemente administró justicia bajo el pórtico del templo de Hércules. No gustaba de las casas de campo demasiado grandes y costosas, e hizo arrasar hasta los cimientos una quinta, cuya construcción había costado enormes cantidades a su nieta Julia. En las suyas, que eran muy sencillas, se cuidaba menos de las estatuas y pinturas que de las galerías, bosquecillos y cosas cuyo valor dependiese de su rareza o antigüedad, como los huesos de animales de magnitud colosal que se ven en Capri, y a los que se da el nombre de huesos de gigantes y armas de los héroes.
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Puede juzgarse de su economía en el menaje, por los lechos V mesas que existen aún, y que apenas son dignos de un particular acomodado. Acostábase en un lecho muy bajo y cubierto con la mayor sencillez. Nunca usó otras ropas que las que le hacian en su casa su hermana, su esposa, su hija o sus nietas. Su toga no era ni amplia ni ajustada y la banda de púrpura no era ni ancha ni estrecha. Usaba calzado un poco alto para aparentar mayor estatura. Tenía siempre en su alcoba un traje y calzado de calle con objeto de estar dispuesto a salir en caso de repentino acontecimiento.
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Convidaba con frecuencia, pero distinguía cuidadosamente en estas comidas, siempre regulares, los linajes y las personas. Refiere Valerio Messala que jamás admitió a su mesa a ningún liberto, exceptuando Menas, a quien había concedido todos los derechos inherentes al nacimiento libre, por haberle entregado la flota de Sexto Pompeyo. El mismo Augusto nos dice que un día hizo comer con él a un liberto, antiguo soldado de su guardia, en cuya casa de campo se encontraba. Algunas veces se sentaba a la mesa después que los demás, y se levantaba más pronto, habiendo comenzado sus compañeros a comer antes de su llegada y continuando después de su partida. Sus comidas consistían ordinariamente en tres platos o seis en las grandes solemnidades; y cuanto más modesta era, tanto más alegre se mostraba. Trababa él mismo una conversación general cuando se callaban o solamente hablaban en voz baja, y hacia acudir artistas, histriones, pantomimos del circo, y con más frecuencia bufones.
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Celebraba las fiestas y solemnidades con magnificencia, pero frecuentemente también con diversiones simples. Así es que, en las Saturnales y en otras épocas, a elección suya, enviaba a sus amigos regalos, consistentes unas veces en vestidos, oro, plata, monedas de todas partes, antiguas piezas del tiempo de los reyes o de fabricación extranjera, y otras en telas groseras, esponjas, pinzas, tijeras y otros objetos de este género, con inscripciones obscuras y de doble sentido. En sus comidas hacia sortear lotes de valor muy desigual, o bien ponía en venta cuadros vueltos del revés, dependiendo del azar que se realizasen o frustraran las esperanzas del comprador. Para cada cuadro había un remate, y los convidados se comunicaban unos a otros su buena o su mala fortuna.
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Comía muy poco (ni siquiera omitiré estos detalles) y de cosas comunes. Gustaba especialmente de pan casero, de pescados pequeños, de quesos hechos a mano y de higos frescos, de la especie que madura dos veces al año, y frecuentemente comía antes de la hora acostumbrada, en cualquier momento y en cualquier parte, según las necesidades de su estómago. En una carta dice: He comido en el carruaje pan y dátiles; y en otra: Al regresar de la galería a mi casa, he comido en la litera una onza de pan y algunas pasas. A Tiberio escribía: No hay judio que observe con mayor rigor el ayuno, en día sábado, de lo que yo lo he observado hoy: hasta la primera hora de la noche no he comido sino dos bocados en el baño antes de que se pusiesen a friccionarme. No siguiendo otra regla que la de su apetito, le ocurría algunas veces cenar solo, antes o después de la comida de sus convidados, durante la cual no probaba nada.
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También era, por naturaleza, muy sobrio en el vino. Camelia Nepote refiere que en su campamento, delante de Módena, no bebía más que tres veces durante la comida. Más adelante y en sus grandes excesos no bebía más de seis copas y cuando pasaba de esto, vomitaba. Preferia el vino de Recia, mas era cosa rara que bebiese durante el día, tomando en vez de bebida, pan mojado en agua fría, o un trozo de cohombro, o bien un cogollo de lechuga, o también una fruta ácida y jugosa.
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>Después de la comida de mediodía descansaba un momento vestido y calzado, cubiertos los pies, y la mano sobre los ojos. Después de la cena se retiraba a su lecho de trabajo, en el que velaba una parte de la noche hasta que terminaba por completo, o por lo menos dejaba muy adelantado lo que le quedaba de los asuntos del día. En seguida marchaba a acostarse; nunca dormía más de siete horas, que ni siquiera eran continuas, porque en este tiempo despertaba tres o cuatro veces. Si, como solía suceder, no recobraba el sueño interrumpido, hacía que le leyesen o recitasen cuentos, volvía a dormirse y permanecía ordinariamente en el lecho hasta después de amanecer. Nunca veló en la obscuridad sin que le acompañase alguno. No le gustaba madrugar; y cuando algún sacrificio o deber público le hacía levantarse temprano, cuidaba, para no experimentar mucha molestia, de acostarse en casa de algún criado suyo, cerca del sitio donde tenía que hacer; pero a pesar de esta precaución frecuentemente se apoderaba de él el sueño cuando le llevaban por las calles, y si ocurría algo que hiciese detener la litera, aprovechaba la detención para dormir.
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Augusto poseía una rara belleza que no perdió con la edad; pero ninguna afición mostraba por adornarse; ningún cuidado por el cabello, que hacía que le cortasen apresuradamente varios barberos a la vez; en cuanto a la barba, unas veces se la hacía cortar muy poco, otras mucho, y entre tanto leía o escribía. Tan sereno era su semblante, ora hablase, ora guardase silencio, que un galo, de una de las principales familias de su país, confesó un día a los suyos que, al pasar con él los Alpes, se le acercó con pretexto de hablarle, pero con intención de arrojarle a un precipicio y que su aspecto sólo bastó para destruir su resolución. Tenía los ojos vivos y brillantes, y hasta quería hacer creer que había en ellos una fuerza en cierto modo divina. Así es que cuando miraba fijamente a alguno, le agradaba que bajara los ojos como delante del sol; pero en la ancianidad perdió mucho la vista del ojo izquierdo. Tenía dientes pequeños, blancos y desiguales, el cabello ligeramente rizado y algo rubio; las cejas juntas, las orejas medianas, la nariz aguileña y puntiaguda, la tez entre morena y blanca, corta estatura (aunque su liberto y archivista Julio Morato le haya atribuído cinco pies y nueve pulgadas); pero sus miembros eran tan proporcionados, que para observar su corta estatura, era necesario verle al lado de otro más alto que él.
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Dícese que tenía el cuerpo sembrado de manchas, y en el pecho y vientre señales naturales ordenadas como las estrellas de la constelación de la Osa; intensas picazones, y el frecuente uso de un cepillo duro, le llenaron también de callosidades, que habían degenerado en placas herpéticas. Tenía algo débiles la cadera, muslo y pierna del lado izquierdo y frecuentemente cojeaba de este lado, pero remediaba esta debilidad por medio de vendajes y tablillas. De vez en cuando experimentaba tanta inercia en el dedo índice de la mano derecha, que, cuando el frío aumentaba el entorpecimiento, para escribir tenía que rodearlo en un círculo de cuerno. También se quejaba de dolores de vejiga, que solamente se calmaban cuando arrojaba cálculos con la orina.
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Durante su vida padeció varias enfermedades graves y peligrosas, especialmente después de la sumisión de los cántabros. El desborde de bilis que sufría lo llenó en aquel tiempo de desesperación y por consejo de Antonio Musa, siguió entonces el atrevido método de los contrarios: nada habían conseguido los fomentos calientes y recurrió a los fríos, con los que sanó. Tenía además otros padecimientos que le atacaban todos los años como a día fijo; casi siempre se encontraba mal en el mes que había nacido; sufría inflamaciones intestinales a principio de primavera y padecía catarro cuando soplaba viento del Mediodía, de modo que no soportaba cómodamente ni el frío ni el calor.
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En invierno se ponía cuatro túnicas debajo de gruesa toga; añadía camisa y jubón de lana y se abrigaba también los muslos y las piernas. En estío dormía con las puertas de su cámara abiertas, y frecuentemente bajo el peristilo de su palacio, en el que refrescaban el aire varios surtidores de agua y donde además estaba un esclavo encargado de abanicarle. No podía soportar el sol aun en invierno, y nunca paseaba al aire, ni siquiera en su casa, sin tener cubierta la cabeza. Viajaba en litera y con frecuencia de noche, avanzando lentamente y a cortas jornadas, empleando dos días en ir a Prenesta o a Tíbur, y prefería viajar por mar cuando era posible. Cuidaba mucho de su débil salud y se bañaba rara vez, prefiriendo frotarse con aceite y traspirar cerca del fuego, y en seguida hacía que vertiesen sobre él agua tibia o calentada al sol. Cuando a causa de los nervios necesitaba baños de mar, o los termales de Albula, contentábase con sentarse en una pieza de madera, a la que daba el nombre español de dureta, y sumergía en el agua las manos y los pies alternativamente.
LXXXIII
Inmediatamente después de las guerras civiles renunció a los ejercicios de equitación y de armas, reemplazándoles primeramente con la pelota dura y de viento; mas muy pronto se limitó a pasear a pie o en litera, y al terminar el paseo, corría saltando, cubierto, según la estación, con ligero lienzo o gruesa manta. Cuando quería dar algún descanso a su espíritu, pescaba con caña, o jugaba a los dados, a la taba o a las nueces con niños cuyo rostro y charla le agradaban y que le buscaban por todas partes, especialmente moros y sirios. A los enanos, contrahechos y deformes los detestaba como caprichos de la naturaleza y objetos de malos presagios.
LXXXIV
Desde su infancia se aplicó con tanto éxito como afán al estudio de la elocuencia y de las bellas letras. Durante la guerra de Módena y a pesar del enorme peso de los negocios, dicen que todos los días leía, componía y declamaba. Después no habló nunca en el Senado, ni al pueblo o a los soldados sin haber meditado despacio y trabajado su discurso, aunque no carecía de la facultad de improvisar. Para no exponerse a olvidar y no pasar el tiempo en aprender de memoria, tomó la costumbre de leer todo lo que decía. Redactaba de antemano desde sus conversaciones particulares, hasta las que había de tener con Livia, cuando debían versar sobre asunto grave; hablaba entonces leyendo, por temor de que la improvisación le hiciese decir poco o demasiado. Tenía en la voz cierta dulzura que le era peculiar, y tomaba asiduamente lecciones de un maestro de declamación, pero algunas veces las afecciones de su garganta le hicieron recurrir a la voz de un pregonero para hablar al pueblo.
LXXXV
Compuso muchas obras en prosa de diferentes géneros, y leyó algunas en el círculo de sus amigos que le servían de público; entre éstas se encuentra Respuestas a Bruto, concernientes a Catón, de las que leyó él mismo la mayor parte, aunque ya era viejo; pero tuvo que encargar a Tiberio que terminase la lectura; las Exhortaciones a la filosofia y las Memorias de su vida, en trece libros que abrazan hasta la guerra de los cántabros y que no continuó. También ensayó la poesía: consérvase de él una obrita en versos exámetros, cuyo título y asunto es La Sicilia, y una corta colección de Epigramas, en los que ordinariamente trabajaba en el baño. Comenzó con mucho entusiasmo una tragedia sobre Ayax, pero no satisfecho del estilo, la destruyó; y preguntándole un día sus amigos qué había sido de Ayax, contestó que su Ayax se había precipitado sobre una esponja.
LXXXVI
Adoptó un estilo a la vez sencillo y elegante, tan lejano de vana pompa como de afectada rudeza, o, como él decía de esas palabras viejas que tienen como olor de enfermas. Su principal cuidado era expresar con claridad el pensamiento, y para conseguirlo, mejor, para no dificultar o contener la inteligencia de los lectores, no economizaba las preposiciones delante de los nombres de ciudades, ni las conjunciones que ligan las frases, y cuya supresión si aumenta gracia al estilo es a expensas de la claridad. Despreciaba igualmente a los escritores que crean fastuosamente palabras nuevas y a los que quieren desenterrar las antiguas, y hacia ruda guerra a estos dos defectos. Fijándose especialmente en Mecenas y parodiándole para corregirlo, no cesaba de censurarle los perfumes de su florido estilo. Tampoco perdonó a Tiberio, aficionado a palabras rebuscadas y enigmáticas. Reconviene en sus cartas a M. Antonio por la manía que tiene de escribir cosas que son más fáciles de admirar que de comprender; y burlándose porque ensaya todós los estilos y no sabe en cuál fijarse, añade: Te preguntas si es necesario imitar a Cimber Anio, o a Veranio Flaco; si emplearás las palabras que Crispo Salustio ha sacado de los Origenes de Catón; o si harás pasar a nuestra lengua las vacías sentencias y volubilidad de palabras de los oradores del Asia. En otra carta dice a su nieta Agripina, celebrando su espíritu: Guárdate sobre todo de escribir o hablar obscuramente.
LXXXVII
Sus cartas autógrafas demuestran que en la conversación familiar se servía de ciertas locuciones curiosas. Así, al hablar de los malos pagadores, decía: Pagarán en las calendas griegas. Cuando aconsejaba soportar el presente, sea como fuere, decía: Contentémonos con nuestro Catón. Para expresar con cuánta celeridad habían hecho una cosa, decía: Más pronto que se cuecen los espárragos. Casi siempre escribió baceolus por stultus (imbécil), vacerrosus por cerritus (loco). Para decir sentirse enfermo escribía tener vapores; en vez de la palabra lachanizare, con la que generalmente se expresa el estado de languidez, empleaba la de betizare; decía simus por sumus (somos) y domos, en el genitivo singular, por domus (de la casa); y para demostrar que esto era en él un principio y no una falta, nunca escribió de otra manera estas palabras. También he observado en sus manuscritos que no dividía las palabras, y que en vez de poner en el principio de la línea siguiente las letras que sobraban de un renglón, las colocaba bajo las últimas de esta línea y las rodeaba con un trazo.
LXXXVIII
No observó mucho la ortografía, es decir, la forma y razón establecidas por los gramáticos para escribir, y parece que opinaba como los que quieren que se escriba como se habla. Le ocurre frecuentemente omitir o invertir letras o sílabas, pero ésas son faltas que todo el mundo comete. No hablaría de ello si no hubiese leído con sorpresa, en algunos autores, que reemplazó como ignorante y ordinario a un legado consular por haber escrito ixi por ipsi. Cuando escribía en cifra ponía la b por a, e por b y así de las otras letras; por x ponía dos a.
LXXXIX
Tenía mucha afición a la literatura griega, y se destacó mucho en ella. Fue su maestro Apolodoro de Pérgamo, que ya era anciano cuando su joven discípulo le llevó de Roma a Apolonia. Después adquirió variada erudición en el trato diario del filósofo Areo y de sus hijos Dionisio y Nicanor. Sin embargo, no llegó a hablar correctamente el griego, y no se atrevió a escribir nada en esta lengua. Cuando lo exigían las circunstancias escribía en latín y encargaba a otro que tradujese el escrito. Además, no le era extraña la poesía griega, y gustaba especialmente de la comedia antigua, haciéndo]a representar con frecuencia en los espectáculos públicos. Lo que buscaba con más curiosidad en los escritores de ambas lenguas eran los preceptos y ejemplos útiles para la vida pública o privada; copiábalos palabra por palabra y los enviaba ordinariamente a sus delegados, a los generales, a los gobernadores de las provincias y a los magistrados de Roma cuando necesitaban advertencias o consejos. Hubo obras que leyó íntegras al Senado y que dió a conocer al pueblo por medio de edictos, como los discursos de Q. Metelo sobre la Repoblación y los de Rutilio sobre La suntuosidad, queriendo demostrar por ese medio que no había sido el primero en comprender la importancia de estos dos asuntos, sino que se habían ocupado de ellos los antiguos romanos. Favoreció por todos los medios a los ingenios de su siglo. Escuchaba con paciencia y agrado la lectura de todas las obras, versos, historias, discursos, diálogos; pero no gustaba que se tomase por asunto su elogio, a menos que la obra fuese de estilo grave y su autor célebre; y recomendaba a los pretores que no consintiesen que se prostituyera su nombre en los concursos literarios.
XC
En cuanto a sus supersticiones, he aquí lo que se dice. Temía de un modo insensato a los truenos y relámpagos, y creía resguardarse del peligro llevando siempre consigo una piel de vaca marina. Al acercarse la tempestad se ocultaba en paraje subterráneo y abovedado: este miedo procedía de haber visto en otro tiempo caer el rayo cerca de él durante un viaje nocturno, como dijimos anteriormente.
XCI
Mucho le preocupaban sus sueños y lo que se refería a él en los ajenos. El día de la batalla de Filipos había decidido, encontrándose enfermo, no salir de su tienda; el sueño de un amigo suyo lo movió a cambiar de resolución, e hizo bien, porque tomaron su campamento y los enemigos cayeron sobre su lecho, acribillándolo a golpes creyendo que estaba en él. En primavera tenía espantosas visiones, muy repetidas, pero vagas; en el resto del año eran menos frecuentes y menos quiméricas. En una época en que visitaba mucho el templo dedicado a júpiter Tonante en el Capitolio, soñó que júpiter Capitolino se había quejado de esta vecindad, que le quitaba sus adoradores, y le contestó que le había dado a júpiter Tonante como portero, y a la mañana siguiente hizo guarnecer la parte superior del templo de éste de campanillas como las que se ponen en las puertas. También a consecuencia de un sueño, todos los años en día fijo pedía limosna al pueblo y presentaba la mano a los transeúntes para recibir algunos ases.
XCII
Consideraba como seguros algunos auspicios. Si por la mañana le ponían en el pie derecho el calzado del izquierdo, el presagio era malo; si cuando partía para largo viaje por tierra o mar caía rocío, el presagio era bueno y anunciaba regreso pronto y feliz. Los prodigios le llamaban mucho la atención. Trasplantó al compluvio, cerca de los dioses penates, e hizo cultivar con grande esmero, una palmera que nació delante de su casa entre las junturas de las piedras. En la isla de Capri creyó observar que una encina vieja, cuyas ramas caían lánguidas hasta el suelo, se había reanimado a su llegada, y tanto se regocijó de ello que, en cambio de Capri, cedió Enaria a la ciudad de Nápoles. Tenía también supersticiones especiales en determinados días: nunca se ponía en camino al día siguiente de los mercados, ni emprendía ningún negocio importante el día de nonas, y esto para evitar, como escribía a Tiberio, la malignidad de los presagios unidos a su nombre.
XCIII
En cuanto a las ceremonias extranjeras, tanto respetaba las antiguas consagradas por el tiempo y las leyes, como despreciaba las otras. Habíase hecho iniciar en los misterios de Atenas; más adelante, habiendo llevado los sacerdotes de la Ceres ateniense, ante su tribunal en Roma, una causa concerniente a sus privilegios, y en la que habían de revelarse cosas secretas, hizo retirarse a todos sus asesores y al público, y juzgó por sí solo el asunto en presencia de las partes interesadas. Pero en Egipto no se dignó siquiera separarse un poco del camino para ver al buey Apis; y alabó mucho a su nieto Cayo porque al atravesar la Judea no practicó en Jerusalén ningún sacrificio.
XCIV
Y puesto que nos ocupamos de este asunto, referiré los presagios que precedieron a su nacimiento, que le acompañaron o siguieron y que parecieron anunciar su futura grandeza y su inmutable felicidad. Antiguamente había caído el rayo. sobre las murallas de Vélitris, y el oráculo había dicho que un ciudadano de aquella ciudad llegaría a poseer algún día el poder soberano. En esta confianza, los habitantes de Vélitris emprendieron en seguida una larga y encarnizada serie de guerras con los romanos, que estuvieron a punto de causar su pérdida. Hasta mucho tiempo después no comprendieron, y esto por la realización del acontecimiento, que aquel presagio anunciaba el poder de Augusto. Refiere Julio Marato que, pocos meses antes de su nacimiento, ocurrió en Roma un prodigio de que fueron testigos todos los habitantes y que significaba que la naturaleza preparaba un rey para el pueblo romano. Asustado el Senado, prohibió criar los niños que nacian en el año; pero aquellos senadores cuyas esposas estaban encinta, esperando cada cual que la predicción le favoreciese, consiguieron impedir que llevasen el senadoconsulto a los archivos. Leo en Asclepiades Mendetos, en sus tratados Sobre las aventuras divinas, que Acia, la madre de Augusto, habiendo ido a medianoche al templo de Apolo para un sacrificio solemne, quedó dormida en la litera mientras marchaban las otras mujeres; entonces se deslizó a su lado una serpiente y se retiró algunos momentos después; al despertar, se purificó como si hubiese salido de los brazos de su esposo, y desde aquel momento tuvo en el cuerpo la imagen de una serpiente que nunca pudo borrar, de suerte que jamás quiso mostrarse en los baños públicos; y Augusto, que nació nueve meses después, pasó, por esta razón, por hijo de Apolo. Antes de dar a luz, soñó Acia que sus entrañas subían hacia los astros y cubrían toda la extensión de la tierra y de los cielos. Octavio, padre de Augusto, soñó también que salian rayos de sol del vientre de Acia. El día en que nació, se deliberaba en el Senado acerca de la conjuración de Catilina; y habiendo llegado tarde Octavio, a causa del parto de su esposa, es sabido que P. Nigidio, al saber la causa de aquel retraso y la hora del parto, declaró que había nacido un amo del universo. Más adelante, llevando Octavio un ejército por la parte más retirada de la Tracia, se detuvo en un bosque consagrado a Baco, y allí consultó a este dios acerca de los destinos de su hijo, con todas las ceremonias particulares de los bárbaros, prediciéndole los sacerdotes las mismas cosas, porque después de las libaciones de vino, hechas sobre el altar del dios, elevóse la llama hasta la parte superior del templo y desde allí hasta el cielo; prodigio que hasta entonces solamente había ocurrido para Alejandro Magno cuando sacrificó sobre los mismos altares. Desde la noche siguiente creyó Octavio ver a su hijo más grande de lo que son los mortales, armado con el rayo y el cetro, revestido con las insignias de júpiter óptimo Máximo, coronado de rayos, y sentado entre laureles en un carro arrastrado por doce caballos de sin igual blancura. Léese en las memorias de C. Druso, que la nodriza de Augusto, habiéndole colocado una noche en su cuna, que estaba en una habitación del piso bajo, no le encontró a la mañana siguiente; y que después de haberle buscado durante largo rato, concluyó por hallarle en lo más elevado de una torre, vuelta la cara hacia el sol saliente. Apenas comenzaba a hablar, cuando importunándole el ruido que hacían las ranas en la casa de campo de su abuelo, les mandó callar, y dícese que desde entonces no cantan en esos lugares. Un día que estaba comiendo en un bosque a cuatro millas de Roma, en el camino de Campania, un águila le arrebató el pan, remontándose en seguida hasta perderse de vista, descendiendo después suavemente a devolvérselo. Después de dedicar Q. Catulo el Capitolio, tuvo durante dos noches los siguientes sueños: en el primero vió un grupo de niños jugando en torno al altar de júpiter, quien cogió uno de ellos y le puso en el pecho la estatuita de la República que tenía en la mano. En el segundo vió al mismo niño sobre las rodillas de júpiter Capitolino, y, queriendo separarlo de allí, opúsose el dios, diciendo que le educaba para sostén de la República. A la mañana siguiente encontró Catulo a Augusto, a quien nunca había visto, y le llamó la atención su semejanza con el niño de sus sueños. Otros refieren de diferente manera el sueño de Catulo: según éstos, varios niños pedían un tutor a Júpiter; el dios les designó uno a quien debían dirigir todas sus peticiones; después tocó con la mano los labios del niño, y en seguida se la llevó a la boca. M. Cicerón, acompañando a C. César al Capitolio, refería a sus amigos un sueño que había tenido la noche anterior: había visto, decía, un niño de distinguido rostro bajar del cielo al extremo de una cadena de oro, y detenerse delante de las puertas del Capitolio, donde Júpiter le dió un látigo; después, viendo de pronto a Augusto, desconocido todavía para la mayor parte de ellos, y a quien su tío César había llevado consigo para el sacrificio, exclamó que aquél era el niño cuyo semblante había visto en el sueño. El día en que tomó Augusto la toga viril, habiéndose descosido por ambos lados su laticlavia, cayó a sus pies, deduciendo algunas personas que algún día le quedaría sometido el orden de que aquel traje era señal distintiva. Cuando elegía César, cerca de Munda, el paraje de su campamento, hizo cortar un bosque en el que encontró una palmera, que mandó respetar como presagio de victoria. En seguida brotaron retoños que en pocos días, no solamente igualaron al tallo, sino que hasta lo cubrieron por completo, anidando en ellos palomas, aves que huyen del follaje áspero y duro. Dícese que este prodigio fue uno de los principales motivos que determinaron a César a no querer otro sucesor que el nieto de su hermana. Durante su permanencia en Apolonia, subió Augusto con Agripa al observatorio del astrólogo Teógenes, prediciendo éste a Agripa, que le consultó primero, una serie de prosperidades tan grandes, tan maravillosas, que Augusto se obstinó en no manifestar el día ni las particularidades de su nacimiento, temiendo tener que ruborizarse delante de él por el vaticinio de destino menos brillante. Vencido al fin por las instancias del astrólogo, se los mostró, y Teógenes, levantándose en seguida, le adoró como a dios. Augusto cobró muy pronto tal confianza en su destino, que publicó su horóscopo e hizo acuñar una medalla de plata con la efigie de Capricornio, constelación bajo la cual había nacido.
XCV
Después del asesinato de César, cuando entraba en Roma de regreso de Apolonia, vióse de pronto, con cielo despejado, un círculo, parecido al arco iris, rodeando el disco del sol, y a poco cayó un rayo sobre el monumento elevado a Julia, hija del dictador. Un día en que consultaba a los augures, durante su primer consulado, presentáronse a su vista doce buitres, como en otro tiempo a Rómulo; y durante su sacrificio, aparecieron replegados interiormente hasta la última fibra; lo cual, por confesión de todos los arúspices, le presagiaba grandes y felices destinos.
XCVI
Tuvo también presentimientos de triunfo en todas las guerras. Habiéndose reunido cerca de Bolonia las tropas de los triunviros, un águila, parada sobre su tienda, se lanzó contra dos cuervos que la molestaban, y los arrojó al suelo. Todo el ejército vió en aquel combate el presagio de las discordias que dividirían algún día a los tres jefes -como ocurrió muy pronto-, y hasta el desenlace de la lucha. Antes de la batalla de Filipos, un tesalio le anunció la victoria de parte de Perusa, y no siendo satisfactorio el sacrificio, mandó traer nuevas víctimas; mas los enemigos, con repentino ataque, arrebataron todos los preparativos del sacrificio, y los arúspices declararon que los peligros y reveses anunciados al sacrificador caerían sobre aquellos que se habían apoderado de las entrañas de las víctimas, predicción que los sucesos confirmaron. La víspera del combate naval que libró en Sicilia, paseaba por la playa cuando saltó un pez del mar y vino a caer a sus pies. En el momento en que se dirigía hacia su flota para tOmar posición, antes de la batalla de Actium, encontró un borriquillo con su conductor; llamábase éste Eutychus (Dichoso), y el borrico Nicón (Vencedor). Más adelante, en el templo que hizo construir en el lugar de su campamento, les dedicó una estatua de bronce.
XCVII
Evidentísimos presagios anunciaron también su muerte, de la que hablaré en seguida, y su apoteosis. Cuando cerraba el lustro en el campo de Marte, ante innumerable multitud, un águila voló muchas veces en derredor suyo, y dirigiéndose en seguida al frontispicio de un templo inmediato, donde estaba grabado el nombre de Agripa, paróse sobre la primera letra. En virtud de aquel presagio, Augusto encargó a Tiberio, colega suyo, que hiciese los votos acostumbrados para el lustro siguiente, aunque él mismo los había preparado ya y escrito en sus tablillas, no queriendo pronunciar votos que no había de ver realizados. Por el mismo tiempo un rayo quitó la primera letra de su nombre de la inscripción de una de sus estatuas. Consultado sobre este asunto el oráculo, contestó que no viviría más de cien días, número marcado por la letra C (3), pero que sería colocado en la categoría de los dioses, porque la palabra aesar, es decir, lo que quedaba de su nombre, significa dios en lengua etrusca. Había dado a Tiberio un mando en Iliria, y quería acompañarle hasta Benevento; pero retrasado constantemente por causas que llevaban ante su tribunal, exclamó (estas palabras se consideraron también presagio) que por nada que ocurriese permanecería más en Roma. Y habiéndose puesto en camino, llegó hasta Astura, y aprovechando allí un viento favorable, se embarcó de noche, contra su costumbre, comenzando su última enfermedad por una diarrea.
XCVIII
Recorrió las costas de la Campania y de 1as islas vecinas, y pasó cuatro días en Capri entregado a la ociosidad y con excelente disposición de espíritu. Cuando navegaba cerca de la bahía de Puzol, los pasajeros y marineros de un buque de Alejandría, que estaba en la rada, fueron a saludarle, vestidos con trajes blancos, ciñendo coronas, quemando en su presencia incienso, colmándole de alabanzas, haciendo votos. por su prosperidad. y exclamando: que por él vivían, y que le debían la libertad de la navegación y de todos sus bienes. Tan contento le pusieron estas aclamaciones, que mandó distribuir a todos los de su comitiva cuarenta piezas de oro, haciéndoles prometer, bajo juramento, que emplearían aquel dinero en comprar mercancías en Alejandría. En los días siguientes distribuyó también, además de otros regalos pequeños, togas romanas y mantos griegos, haciendo vestir a los griegos el traje romano, y a los romanos el griego, cambio que extendió hasta el lenguaje. En los días que pasó en Capri le agradó mucho ver los ejercicios de un grupo de efebos, que permanecían allí en virtud de una vieja costumbre. Hízoles servir en presencia suya una comida, recibiendo permiso y hasta orden de entregarse a todas las locas libertades de su edad y entrar a saco las frutas, postres y hasta la plata que les llevaron en su nombre. En fin, no hubo clase de distracción a que no se entregara entonces. A causa de la alegre vida que llevaban los de su comitiva en la isla vecina a Capri, le dió el nombre griego de Apragópolis lugar de ociosidad. Tenía la costumbre de llamar cristes (el fundador) a algunos de aquéllos; y a uno de sus preferidos lo llamaba Masgaba, como si hubiera sido el fundador de la isla; había muerto éste el año anterior, y los habitantes del país visitaban en grupos su sepulcro, llevando antorchas. Viéndoles un día desde su mesa, improvisó este verso griego:
y volviéndose en seguida hacia Trasilo, compañero de Tiberio, que no sabía de qué se trataba, le preguntó de qué poeta era aquel verso. Y como vacilase en contestar, añadió este otro:
y repitió la pregunta; contestando al fin el interrogado que cualquiera que fuese el autor, los versos eran excelentes; Augusto prorrumpió en risa y bromeó durante largo rato. Después pasó a Nápoles, continuando más o menos atormentado por dolores de vientre. En esta ciudad asistió a los juicios gimnásticos y quinquenales establecidos en honor suyo, y acompañó a Tiberio hasta el lugar de su destino. Mas al regreso, sintiéndose peor, tuvo que detenerse en Nola; hizo volver a Tiberio, tuvo con él secreta conversación que duró largo espacio, y ya no se ocupó más de asuntos graves.
XCIX
El día de su muerte preguntó muchas veces si su estado producía algún tumulto en la ciudad; y habiendo pedido un espejo, se hizo arreglar el cabello para disimular el enflaquecimiento de su rostro. Cuando entraron sus amigos, les dijo: ¿Os parece que he representado bien la farsa de la vida? Y añadió en griego la conclusión tradicional:
En seguida mandó retirarse a todos; preguntó todavía acerca de la enfermedad de la hija de Druso a algunos que llegaban de Roma, y expiró repentinamente entre los brazos de Livia, diciéndole: Livia, vive y recuerda nuestra unión; adiós. Su muerte fue tranquila y como siempre la habia deseado; porque cuando oía decir que alguno había muerto prontamente y sin dolor, rogaba a los dioses sirviéndose de la palabra griega, morir él y los suyos de esta manera. Solamente dió una señal de extravío mental antes de expirar, exclamando, como asaltado de repentino temor, que le arrastraban cuarenta jóvenes; y esto antes fue presagio, que prueba de debilidad de razón, puesto que cuarenta soldados pretorianos llevaron su cuerpo a la plaza pública.
C
Murió en la misma habitación que su padre Octavio, bajo el consulado de Sexto Pompeyo y de Sexto Apu1eyo, el día 14 antes de las calendas de setiembre, en la novena hora del día, a los setenta y seis años menos treinta y cinco días. Trasladaron su cuerpo de Nola a Bobilas, llevándolé los decuriones de los municipios y de las colonias, durante la nOche, a causa del calor de la estación. En Bobilas lo recibieron los caballeros, lo llevaron a Roma y lo depositaron en el vestíbulo de su casa. Los senadores quisieron celebrar su memoria y sus funerales con honores extraordinarios, presentándose numerosas proposiciones con este objeto; unos querían que el cortejo pasase por la puerta triunfal, precedido por la estatua de la Victoria que está en el Senado, y por los jóvenes nobles de ambos sexos cantando himnos fúnebres; otros, que en el día de las exequias se llevasen anillos de hierro, en vez de anillos de oro; algunos, que se encargase de recoger su osamenta a los sacerdotes de los colegios superiores. Uno pidió también que se trasladase del mes de agosto al de setiembre el nombre Augusto, porque había nacido en el último y muerto en el primero; otro, que todo el tiempo transcurrido desde su nacimiento hasta su muerte fuese llamado siglo de Augusto y se designase con este nombre en los fastos. Pero pusieron límites a estos honores. Sobre sus restos se pronunciaron dos elogios fúnebres; uno. por Tiberio, delante del templo de Julio César, y otro por Druso, hijo de Tiberio, cerca de la antigua tribuna de las arengas; los senadores le llevaron en hombros hasta el campo de Marte, donde le colocaron sobre la pira. Hay todavía un antiguo pretor que jura haber visto elevarse de entre las llamas hasta el cielo la imagen de Augusto. Los más distinguidos del orden ecuestre, descalzos y vistiendo túnicas sin ceñir, recogieron sus cenizas y las depositaron en el mausoleo que Augusto hizo constrUir durante su sexto consulado entre el Tíber y la vía Flaminia, y al que había rodeado de bosque, convirtiéndolo desde aquella época en paseo público.
CI
Augusto había hecho su testamento bajo el consulado de L. Planco y C. Silio, el tres de las nonas de abril, un año y cuatro meses antes de morir; constaba de dos codicilos, escritos en parte de su puño y en parte por sus libertos Polibio e Hilarión. Este testamento, depositado en el colegio de las vestales, lo presentaron estas mismas con tres rollos de iguales sellos. Abrióse en el Senado y se leyó. Instituía por herederos principales a Tiberio y a Livia, al primero en la mitad más un sexto, y la otra en un tercio, mandándoles llevar su nombre. En segundo grado llamaba a la sucesión a Druso, hijo de Tiberio, en un tercio, y a Germánico y sus tres hijos en los otros dos tercios. En fin, en tercer grado nombraba herederos a considerable número de parientes y amigos. Legaba al pueblo romano cuarenta millones de sestercios; a las tribus, tres millares quinientos mil; a cada soldado de la guardia pretoriana, mil sestercios a cada uno; a los de las cohortes urbanas, quinientos, y a los de las legiones, trescientos; estas cantidades debían pagarse en el acto, cosa fácil, puesto que estaban reservadas en el Tesoro imperial. Hacia también otros legados de importancia variable, algunos de los cuales no subían de veinte mil sestercios, señalando un año para pagarlos, dando por excusa la medianía de su fortuna, porque declaraba que sus herederos no obtendrían de la sucesión más de ciento cincuenta millones de sestercios, a pesar de que en los veinte últimos años de su vida sus amigos le habían legado por testamento cuatro mil millones; pero los había empleado en el Estado, así como sus dos patrimonios paternos y demás herencias de familia. Solamente nombraba a las dos Julias, su hija y su nieta, para prohibir que las sepultasen con él en la misma tumba. En cuanto a los tres rollos que había unido a su testamento, uno contenía órdenes para sus funerales; otro un sumario de la obra de su vida, que pedía se grabara en planchas de bronce delante de su mausoleo, y el tercero era una exposición de la situación del Imperio, mostrando cuántos soldados había bajo banderas, cuánto dinero en el Tesoro, cuánto en las cajas del Estado, y qué tributos e impuestos se debían aún. Augusto tuvo cuidado de añadir los nombres de los libertos y esclavos a quienes se podía pedir cuentas.
Notas
(1) Señor
(2) ¿Es que no ves cómo ese afeminado templa el tamboril con sus dedos?
(3) De César.
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