Índice de Vida de los doce Césares de SuetonioAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

TIBERIO

Primera parte


I

La familia patricia de los Claudios (porque existió también una plebeya que no era inferior a la otra en poder ni dignidad) es oriunda de Regilo, en el país de los sabinos. De allí vino, con numeroso séquito de clientes, a establecerse en Roma poco después de la fundación de la ciudad, a instigación de Tito Tacio, colega de Rómulo, o lo que parece mejor averiguado, alrededor de cinco años después de la expulsión de los reyes, siendo entonces Atio Claudio cabeza de la familia. Admitida entre las familias patricias, se le dió terreno más allá de Anio para sus clientes, y sitio para su sepultura al pie del Capitolio. En el transcurso del tiempo obtuvo esta familia veintiocho consulados, cinco dictaduras, siete censuras, seis triunfos y dos ovaciones. Se distinguió por el uso de diversos nombres y sobrenombres, pero se mostró unánime para rechazar el de Lucio, porque a dos miembros suyos que lo llevaron se les probó que habían cometido el uno robos y el otro asesinato. Entre otros sobrenombres, tomó con frecuencia el de Nerón, que en lengua sabina significa valiente y atrevido.


II

Muchos servicios buenos prestaron los Claudios a la República pero cometieron también crímenes contra el Estado. Por no citar más que los principales, Apio Ceco impidió que se ajustase con el rey Pirro una alianza desventajosa; Claudio Caudex fue el primero que pasó el mar con una flota y arrojó a los cartagineses de la Sicilia; Claudio Nerón batió a Asdrúbal, que venía de España a reunirse con su hermano Aníbal con fuerzas considerables. En el otro sentido, Claudio Regiliano, nombrado decenviro encargado de la redacción de las leyes, habiendo tentado, para saciar su concuspicencia, reclamar, violentamente, como esclava, una joven de condición libre, fue la causa de una segunda secesión de la plebe con los patricios. Claudio Druso se hizo erigir en el Foro de Apio una estatua coronada con una diadema, y quiso apoderarse de la Italia con sus dientes. Claudio Pulcro, que mandaba en Sicilia, viendo que los pollos sagrados no querían comer y hacer así los auspicios favorables, se atrevió, con menosprecio de la religión, a arrojarlos al mar para que bebiesen, ya que no comían, y habiendo en seguida trabado batalla naval fue vencido; y cuando el Senado le instaba para que nombrase un dictador, insultó de nuevo al infortunio público, eligiendo para esta dignidad a un mensajero suyo llamado Glicias. Las mujeres de esta familia dieron también buenos y malos ejemplos: una Claudia fue la que sacó de las arenas del Tíber, donde estaba encallado, el buque que llevaba la estatua de la madre de los dioses, la diosa del Ida, rogándole en alta voz que la siguiera pero sólo si su virtud era irreprochable. Otra Claudia fue acusada ante el pueblo a pesar de su calidad de mujer, y sin que hubiera precedente de ello, del crimen de lesa majestad, porque avanzando con dificultad su carro entre los apiñados grupos de la multitud, expresó abiertamente su deseo de que resucitase su hermano Pulcro y perdiese otra flota, para disminuir la población de Roma. Sabido es además que todos los Claudios, exceptuando P. Clodio, quien con objeto de desterrar a Cicerón se hizo adoptar por un plebeyo que hasta era más joven que él, fueron siempre aristócratas, encarnizados defensores del prestigio y del poder de los patricios. y tan implacables y violentos enemigos del pueblo, que ni bajo el peso de acusación capital ninguno quiso vestir el traje de luto ni implorar la compasión de la multitud; y en las discordias civiles, muchos de ellos hirieron tribunos. Vióse también una Claudia, sacerdotisa de Vesta, montar en el carro de su hermano, que iba en triunfo a pesar del pueblo, y acompañarle así hasta el Cápitolio, con objeto de que los tribunos nada pudieran contra él.


III

De esta estirpe descendía Tiberio César por padre y madre. Su origen paterno remontaba a Tiberio Nerón; su origen materno a Apio Pulcro, dos hijos de Apio Ceco. Estaba también enlazado con la familia de los Livios por su abuelo materno, que había entrado en ella por adopción. Esta familia, aunque plebeya, se había destacado mucho y recibido ocho consulados, dos censuras, tres triunfos, y una vez la dictadura y el mando de la caballería. De ella han salido hombres célebres, especialmente Salinator y los Drusos. Salinator, siendo censor, tachó a todas las tribus romanas como culpables de ligereza por haberle hecho por segunda vez cónsul y censor, después de condenarle a una multa, al expirar su primer consulado. Druso recibió este nombre, que legó a sus descendientes, por haber dado muerte luchando cuerpo a cuerpo a un general enemigo llamado Drausus. Dícese también que trajo de la Galia, donde había sido enviado como propretor, el Oro que en otro tiempo se había dado a los senones cuando sitiaban el Capitolio, y que no reconquistó Camilo, como se creía. Su biznieto, que por su valerosa resistencia a las empresas de los Gracos fue llamado el patrono del Senado dejó un hijo que, comprometido en diversas reformas y meditando atrevidos proyectos, concluyó por caer en las celadas y bajo los golpes del partido opuesto.


IV

El padre de Tiberio, cuestor de Julio César durante la guerra de Alejandría, mandaba su flota y contribuyó mucho a la victoria. En recompensa fue nombrado pontífice en lugar de P. Escipión y encargado de fundar en la Galia muchas colonias, entre otras Narbona y Arlés. Sin embargo, después de la muerte de César, y no obstante el parecer de todo el Senado, que quería dejar impune el asesinato para evitar nuevas turbulencias, llegó hasta a pedir que se votasen recompensas para los tiranicidas. Iba a terminar el año de su pretura, cuando estalló la discordia entre los triunviros. Conservando entonces más del tiempo prescripto las insignias de su dignidad, siguió a Perusa al cónsul L. Antonio, hermano del triunviro, siendo el único que le permaneció fiel después de la defección de todo su partido. Retiróse primeramente a Preneste, después a Nápoles, y no habiendo conseguido sublevar los esclavos, a los que prometía la libertad, huyó a Sicilia. Indignado, no obstante, por no haber sido recibido inmediatamente por Sexto Pompeyo y por habérsele prohibido usar los haces, pasó a Acaya, al lado de M. Antonio. Pronto volvió con él a Roma, una vez restablecida la paz. Entonces fue cuando, a petición de Augusto, le cedió su mujer Livia Drusila, que se encontraba encinta y le había dado ya un hijo. Murió poco tiempo después, dejando dos hijos, Tiberio y Druso Nerón.


V

Algunos han creído, por conjeturas muy ligeras, que Tiberio nació en Fondi, porque allí vió la luz su abuela materna y porque en virtud de un senadoconsulto se alzó allí también una estatua de la Felicidad. Mas la mayor parte de los autores y los más dignos de fe dicen que nació en Roma, sobre el monte Palatino, el día 16 antes de las calendas de diciembre, bajo el segundo consulado de M. Emilio Lépido y de L. Munacio Planeo, después de la guerra de Filipos. Así, al menos, esta consignado en los fastos y en las actas públicas. Sin embargo, hay escritores que lo suponen nacido el año anterior, bajo el consulado de Hircio y de Pansa, y otros en el año siguiente, bajo el de Servilio lsaurico y de L. Antonio.


VI

Su infancia fue agitada y llena de desgracias, porque desde la edad más tierna estuvo expuesto a fatigas y peligros acompañando a sus padres por todas partes en su fuga. Cuando iban a embarcarse secretamente para dejar Nápoles, adonde acudían sus enemigos, estuvo a punto de denunciarlos con sus gritos, primeramente cuando le arrancaron del seno de su nodriza, y después en los brazos de su madre, a quien en coyuntura tan peligrosa querían aliviar de aquella carga algunas mujeres. Llevado por Sicilia y por Acaya y entregado a la fe de los lacedemonios, que estaban bajo el protectorado de Claudio, corrió peligro su vida una noche en que había dejado aquel nuevo asilo; porque habiendo estallado vasto incendio en un bosque que atravesaba, tan repentinamente le rodearon las llamas, así como a los que le acompañaban, que se comunicó el fuego a los vestidos y cabellos de Livia. Aun se muestran en Baias los regalos que recibió en Sicilia, de Pompeya, hermana de Sexto Pompeyo: una toga, un broche y pendientes de oro. Después de su regreso a Roma, el senador M. Galio lo adoptó por testamento. Tiberio recogió su herencia; pero muy pronto se abstuvo de llevar su nombre, porque Galio había pertenecido al partido contrario a Augusto. A los nueve años perdió a su padre y pronunció su elogio fúnebre en la tribuna de las arengas. Entraba en la edad de la pubertad cuando acompañó a caballo el carro de Augusto el día de su triunfo de Actium, yendo a la izquierda del triunfador mientras Marcelo, hijo de Octavia, iba a la derecha. Presidió también los juegós urbanos, que se dieron por aquella victoria, y en los juegos troyanos, que se dieron en el circo, mandaba el grupo de los jóvenes.


VII

Cuando tomó la toga viril, he aquí cómo pasó toda su juventud, y el tiempo que medió después hasta su principado. Dió dos veces espectáculos de gladiadores, uno en memoria de su padre y otro en honor de su abuelo Druso, en épocas y parajes diferentes: el primero en el Foro y el segundo en el anfiteatro. En esta ocasión llamó algunos gladiadores retirados, mediante una prima de cien mil sestercios. Dió también, aunque ausente, juegos en que desplegó gran magnificencia, y cuyos gastos pagaron su madre y su padrastro. Casó primeramente con Agripina, hija de Marco Agripa y nieta del caballero romano Cecilio Atico, a quien dirigió sus cartas Cicerón. Aunque ésta le dió un hijo, llamado Druso, y le profesase mucho cariño, vióse obligado a repudiarla durante su segundo embarazo, para casarse inmediatamente con Julia, hija de Augusto. Este matrimonio le causó tanto más disgusto, cuanto que apreciaDa mücho a la primera y reprobaba las costumbres de Julia, que viviendo aún su primer marido, le había manifestado públicamente sus simpatías, hasta el punto de haberse divulgado su pasión. Así es que no pudo consolarse de su divorcio con Agripina; y habiéndola encontrado un día por casualidad, fijó en ella ojos tan apasionados y llorosos, que se tuvo cuidado en lo sucesivo de que no se presentase delante de él. Al principio vivió en bastante buena inteligencia con Julia y hasta correspondió a su amor; pero no tardó en mostrarle aversión, y le hizo el ultraje de no compartir con ella el lecho después de la muerte de su hijo, niño aún, que había nacido en Aquilea, y que era su único amor. Tiberio perdió en Germanía a su hermano Druso, y trajo su cuerpo a Roma, precediéndole a pie durante todo el camino.


VIII

Ante el tribunal de Augusto defendió al rey Arquelao, a los tralios y a los tesalios, en causas diferentes, siendo éste su aprendizaje en las funciones civiles. Intercedió en el Senado en favor de los habitantes de Laodicea, de Tiatira y de Chío, que habían sufrido un terremoto y pedían socorro a Roma. Acusó de lesa majestad e hizo condenar por los jueces a Fannio Cepión, que había conspirado contra Augusto con Varrón Murena. En aquel tiempo estaba encargado de dos operaciones importantes: el abastecimiento de Roma, donde comenzaban a faltar los víveres, y la inspección de todos los depósitos de esclavos que había en Italia, porque se acusaba a sus dueños de retener por violencia no solamente a los viajeros que podían sorprender, sino también a los que acudían a ocultarse en ellos para sustraerse al servicio militar.


IX

Hizo su primera campaña en la expedición contra los cántabros, como tribuno militar; enviado después a Oriente con un ejército, devolvió a Tigranes el reino de Armenia, y le coronó con la diadema delante de su tribunal. Recuperó también las águilas romanas que en otro tiempo arrebataron los partos a M. Craso. Después gobernó cerca de un año la Galia Transalpina, turbada entonces por las incursiones de los bárbaros y las querellas de sus jefes. Poco después hizo la guerra de Recia y de Vindelicia, y más adelante las de Panonia y Germania. En las de Recia y Vindelicia, sometió a los pueblos de los Alpes; en la de Panonia, a los breucos y dálmatas; en fin, en la de Germania recibió la sumisión de cuarenta mil germanos que trasladó a la Galia, dándoles tierras en las orillas del Rin. Estas hazañas le valieron la ovación, y entró en Roma en un carro después de haber recibido las insignias triunfales, honor nuevo que, según dicen, nunca se había concedido a nadie. Obtuvo todas las magistraturas antes de la edad y ejerció casi sin interrupción la cuestura, la pretura y el consulado; hecho cónsul por segunda vez, después de breve intervalo, fue revestido por cinco años del poder tribunicio.


X

En medio de tantas prosperidades, en la fuerza de la edad y de la salud, decidió de pronto retirarse y alejarse, bien por huir de su esposa, a la que no se atrevió a acusar ni repudiar, y que, sin embargo, no podía sufrir, o bien porque creyese que la ausencia le daría más importancia que una importuna asiduidad, en el caso de que la República lo necesitase. Algunos autores opinan que viendo crecer los hijos de Augusto, había querido, después de haber ocupado por mucho tiempo el segundo lugar, aparentar que se lo abandonaba espontáneamente, a ejemplo de M. Agripa, que, cuando Marcelo tomó parte en la administración pública, se marchó a Mitilene para no desempenar con él papel de competidor o de censor. El mismo Tiberio confesó después que había tenido tales motivos. Pretextando entonces saciedad de honores y necesidad de descanso, pidió permiso para ausentarse. Su madre empleó vivas instancias para retenerle; Augusto llegó hasta a quejarse, en pleno Senado, de quedar abandonado. Mostróse inflexible, y como se obstinaban en impedirle la marcha, permaneció cuatro días sin comer. Al fin obtuvo licencia para alejarse, y dejando en Roma su esposa y su hijo, tomó en el acto el camino de Ostia, sin contestar ni una palabra a las preguntas de los que le acompañaron, limitándose a besar a algunos al separarse de ellos.


XI

Desde Ostia iba costeando la Campania cuando supo el mal estado de salud de Augusto. Detúvose algunos días; pero habiendo corrido el rumor de que solamente interrUlnpía su viaje por la esperanza de un acontecimiento decisivo, embarcóse, a pesar de malísimo tiempo, para la isla de Rodas, cuyo saludable y apacible clima le había deleitado mucho durante su estancia en ellas al regreso de Armenia. Allí habitó una casa muy modesta y un campo que no lo era menos; viviendo como el ciudadano más humilde, visitando algunas veces los gimnasios, sin lictor ni ujier, manteniendo con los griegos comercio diario de atenciones, casi sobre un pie de igualdad. Una mañana, al ordenar las ocupaciones del día, ocurrióle decir que quería ver todos los enfermos de la ciudad; y equivocando el sentido de las palabras los que le rodeaban, hicieron llevar aquel mismo día todos los enfermos a una galería pública, donde los colocaron por género de enfermedad. Impresionado por aquel inesperado espectáculo, no supo al pronto qué hacer, y al fin se acercó al lecho de cada uno de ellos, y pidió perdón por aquella equivocación hasta a los más pobres y desconocidos. Parece que solamente usó de los derechos del poder tribunicio, y he aquí en qué circunstancias. Era muy asiduo a las escuelas y lecciones de los profesores; un día en que se trabó un vivo altercado entre los antisofistas, creyendo uno de ellos, por haberle visto intervenir, que favorecía a sus adversarios, pronunció contra él palabras injuriosas. Marchóse sin decir nada, y de pronto se presentó con su aparitor, hizo citar a su tribunal por medio de pregón al autor de los denuestos y mandó encarcelarlo. En Rodas supo que su esposa Julia acababa de ser condenada por sus desórdenes y adulterios, y que Augusto, por su propia autoridad, había proclamado el divorcio; y por grande que fuese su regocijo al saber esta noticia, creyó deber escribir al padre varias cartas en favor de la hija, y le suplicó dejara a Julia todos los regalos que le había hecho, por indigna que fuese. Cuando hubo expirado el tiempo de su poder tribunicio, confesó al fin no haber tenido otro motivo al alejarse que el de evitar toda sospecha de rivalidad con Cayo y Lucio; y solicitó, no temiendo ya la sospecha, puesto que estos príncipes estaban ya bien establecidos en la posesión del segundo orden, permiso para volver a ver todo lo que había dejado en Roma de personas queridas y ahora muy deseadas. Mas, lejos de obtenerlo, recibió el inesperado consejo de no ocuparse en manera alguna de una familia que con tanto apresuramiento había dejado.


XII

Permaneció, pues, a pesar suyo, en Rodas, y con trabajo consiguió, por medio de su madre, que Augusto, con objeto de disimular la afrenta, le diese el título de legado suyo en aquella isla. Desde aquel momento, ni siquiera llevó ya la vida de un particular, sino la de un hombre sospechoso y constantemente amenazado. Ocultábase en el interior de la isla para evitar en adelante las frecuentes visitas y asiduos homenajes de todos aquellos que iban más allá de aquel mar a tomar posesión de un mando militar, de una magistratura, y que no dejaban de detenerse expresamente en Rodas. A estos temores se agregaron otros graves motivos de inquietud. Habiendo pasado a Samos para ver a su yerno Cayo, que mandaba en Oriente, observó que las insinuaciones de M. Lolio, compañero y profesor del joven príncipe, le habían enajenado su afecto. Sospechóse también que había dado a centuriones afectos a él, cuando volvían a los ejércitos después de su licencia, instrucciones equívocas, y que parecían tener por objeto sondear sus disposiciones acerca de un cambio de régimen. Informado de estas acusaciones por el mismo Augusto, no cesó de pedir un vigilante, cualquiera que fuese, que observara sus acciones y palabras.


XIII

Llegó hasta a renunciar a sus ordinarios ejercicios de equitación y armas; dejó el traje romano y se contentó con el uso del calzado y manto griegos. Vivió cerca de dos años en este estado, siendo cada día más odioso y despreciado, hasta el punto de que los habitantes de Nemes destrUyeron sus imágenes y estatuas, y que, en una comida de familia, habiendo recaído en él la conversación, un comensal propuso a Cayo marchar al instante, si lo mandaba, a Rodas y traerle la cabeza del desterrado, porque este nombre se le daba. Esta amenaza fue decisiva; no fue solamente temor, sino peligro verdadero lo que le obligó a unir sus súplicas a las instancias de su madre, para conseguir su regreso. La casualidad contribuyó a que se le concediera. Augusto había declarado que en este asunto se atendría absolutamente a la decisión de su hijo mayor; éste estaba enemistado entonces con M. Lolio, y fácilmente se dejó ablandar en favor de su suegro. Llamaron, pues, a Tiberio con el consentimiento de Cayo, pero a condición de que no tomaría parte alguna en el gobierno.


XIV

Volvió a Roma después de siete años de ausencia, con grandes esperanzas para lo por venir, fundadas en los prodigios y predicciones que le habían llamado desde tierna edad a los altos destinos. Estando Livia encinta de él, y queriendo saber por diferentes presagios si daría a luz un varón, quitó un huevo a una gallina que incubaba y lo calentó en sus manos y en las de sus criadas todo el tiempo necesario, saliendo al fin un pollo con hermosa cresta. El astrólogo Escribopio prometió a aquel niño brillante destino, diciendo: que hasta llegaría a reinar un día, pero sin las insignias reales, porque aun no se conocía la especie de poder ejercido por los Césares. En su primera expedición militar, cuando guiaba su ejército por la Macedonia para llegar a Siria, y pasaba cerca del campo de batalla de Filipos, los altares elevados en aquel paraje a las legiones victoriosas lanzaron de pronto llamas. Más adelante, en camino hacia Iliria, consultó cerca de Padua al oráculo de Gerión, que le dijo que arrojase dados de oro en la fuente de Apono para saber lo que deseaba. Obedeció y sacó el número más alto: todavía se ven hoy estos dados en el fondo del agua. Pocos días antes de su llamamiento, un águila, pájaro que no se había visto aún en Rodas, se paró sobre el techo de su casa; y la víspera del día en que recibió el permiso de volver, cuando cambiaba de ropa, su túnica le pareció que estaba en llamas. En aquel momento principalmente, pudo convencerse de la ciencia del astrólogo Trasilo, que había tomado a su servicio como profesor para aprender de él su arte, y que le anunció que una nave, a la vista entonces de la isla, le traía buenas nuevas. Pocos momentos antes, paseando juntos, cansado Tiberio de sus vanas predicciones, había tenido el designio de arrojarle al mar para castigar al impostor y al confidente de peligrosos secretos.


XV

De regreso a Roma y después de abrir a su hijo Druso el camino del Foro, abandonó el barrio de Carena y la casa de Pompeya, para trasladarse a las Esquilias, en los jardines de Mecenas. Allí se entregó a completo descanso, no llenando otros deberes que los de la vida privada, y absteniéndose de toda función pública. Cayo y Lucio habían muerto tres años antes, y Augusto le adoptó al mismo tiempo que a su hermano M. Agripa; pero él mismo se había visto obligado a adoptar poco antes a su sobrino Germánico. Desde este tiempo nada hizo en calidad de padre de familia y no retuvo en medida alguna los derechos que había perdido; no hizo ninguna donación, ninguna manumisión, y no recibió ya legados ni herencias sino a título de peculio. Sin embargo, nada se olvidó de lo que podía hacerle más importante, sobre todo desde que por el alejamiento de Agripa, estuvo seguro de que la eSperanza de la sucesión le quedaba sólo a él.


XVI

Diéronle otra vez por cinco años el poder tribunicio y recibió el encargo de pacificar la Germania. Los embajadores de los partos, después de haber obtenido audiencia de Augusto en Roma, recibieron orden de ir a ver a Tiberio en su provincia. A la noticia de la sublevación de la Iliria. pasó a este país, y emprendió con quince legiones e igual número de tropas auxiliares aquella guerra nueva, la más terrible de todas las extranjeras, desde la de los cartagineses, en medio de innumerables dificultades y de espantosa penuria de víveres. Aunque no cesaban de llamarle, obstinóse en no volver, temeroso de que el enemigo, constantemente sobre él, y enardecido ya con algunas ventajas, convirtiese en derrota su voluntaria retirada. Buena recompensa recibió su perseverancia, puesto que sometió y redujo a la obediencia toda la Iliria, es decir, todo el país situado entre Italia, el reino de Nórica. la Tracia y la Macedonia, desde el Danubio hasta el golfo Adriático.


XVII

La oportunidad de este triunfo llevó al colmo su gloria, porque por el mismo tiempo pereció en Germania, con tres legiones, Quintilio Varo; y no se dudó que los germanos vencedores se hubiesen unido a los de Panonia, si no hubiese sido sometida la Iliria antes de este desastre. Decretóse el triunfo para Tiberio, añadiendo brillantes y nUmerosas distinciones. Algunos senadores opinaron llamarle Panónico, otros Invencible, algunos Piadoso. Pero Augusto impidió que se le diese ninguno de estos nombres, diciendo que podía contentarse con el que le dejaría después de su muerte. Tiberio aplazó espontáneamente su triunfo a causa del dolor que había producido en Roma la derrota de Varo. Sin embargo, entró en la ciudad con la pretexta y la corona de laurel; subió a un tribunal que se le había alzado en el Campo de Marte, y se sentó con Augusto entre los dos cónsules, estando presente y de pie el Senado. Desde allí, después de saludar al pueblo, marchó seguido de numeroso cortejo a visitar los templos.


XVIII

Volvió al año siguiente a Germania, y habiéndose convencido de que la derrota de Varo no había tenido otra causa que la negligencia y temeridad de este general, nada hizo sin la opinión de su consejo; y en tanto que en otra campaña nunca había consultado a nadie, por primera vez se entendió con varias personas sobre sus planes de campaña. Redobló también la atención y vigilancia. Dispuesto a pasar el Rin, determinó por sí mismo la clase y peso de los bagajes, y, colocado en la orilla del río, no permitió el paso hasta después de haberse asegurado, comprobando la carga de los carros, que no llevaban más que lo necesario o lo autorizado. Una vez atravesado el Rin, fue constante costumbre suya comer sobre la hierba, acostándose muchas veces a la intemperie, sin querer tienda. Daba por escrito todas las órdenes para el día siguiente, y hasta las instrucciones que repentinas circunstancias podían hacer necesarias, cuidando siempre de añadir que hasta en las menores dificultades se dirigiesen a él solo para resolverlas a cualquier hora que fuese del día o de la noche.


XIX

Mantuvo rigurosamente la disciplina y restableció muchas penas severas e ignominiosas de la antigüedad. Impuso nota de infamia a un jefe de legión por haber permitido a algunos soldados que fuesen a cazar con un liberto suyo al otro lado del río. Aunque, como general, concedía muy pOco a la fortuna y casualidad, libraba batalla confiadamente cuando en sus veladas se apagaba espontáneamente la luz, presagio que, en la guerra, nunca había engañado ni a él ni a sus mayores. Quedó victorioso, aunque faltó poco para que le matase un brúctero, que se había deslizado con este objeto entre las personas de su comitiva, pero al que su turbación le denunció, arrancándole la tortura, la confesión del crimen que meditaba.


XX

De regreso de Germania, donde permaneció dos años, celebró el triunfo que había aplazado. Detrás de él marchaban sus legados, para los cuales había obtenido las insignias del triunfo. Antes de subir al Capitolio, bajó de su carro y abrazó las rodillas de su padre, que presidía aquella solemnidad. Estableció en Ravena y colmó de magníficos regalos a un jefe panonio, llamado Batón, que un día le dejó escapar de un desfiladero en que estaba encerrado con sus legiones. Hizo servir al pueblo una comida en mil mesas, y repartir a los convidados trescientos sestercios por cabeza. Dedicó un templo a la Concordia y otro a Cástor y Pólux, en nombre de su hermano y en el suyo, con el producto de los despojos del enemigo.


XXI

Poco tiempo después, una ley dada por los cónsules le confió la administración de las provincias en unión con Augusto y el cuidado de hacer el censo, y cerrado el lustro, marchó a Iliria. Llamáronle inmediatamente, y encontró a Augusto ya muy débil, pero respirando aún, y permaneció encerrado con él un día entero. Sé que se cree comúnmente que cuando salió Tiberio, después de aquella conferencia secreta, los esclavos de servicio oyeron exclamar a Augusto: Desgraciado pueblo romano, que va a ser presa de tan lentas mandíbulas. Tampoco ignoro lo que han escrito algunos autores, a saber, que Augusto censuraba públicamente y sin miramiento la rudeza de sus costumbres, hasta el punto de interrumpir en cuanto le veía aparecer, toda conversación libre y alegre; que al adoptarle, cedió a las incesantes instancias. de su esposa; en fin que en esta preferencia entró cierto cálculo de amor propio y que había querido hacerse deplorar al elegir tal sucesor. Pero nunca se me persuadirá de que un príncipe tan prudente y reflexivo hiciese nada con ligereza en asunto de tanta importancia; antes creo que después de haber pesado los vicios y virtudes de Tiberio, parecióle que lo bueno preponderaba. Y lo creo tanto más, cuanto que juró en plena asamblea haberle adoptado por el bien de la República, y que en sus cartas le alaba sin cesar, como consumado general y como el único apoyo del pueblo romano. Como prueba citaré algunos pasajes. Adiós, mi muy querido Tiberio, consigue triunfos para mí y para nuestros compañeros de armas; juro por mi fortuna que eres el más amado de los hombres, el más valiente de los guerreros y el más prudente general. Adiós. Y en otro lugar. ¡Cuánto apruebo la disposición de tus campamentos! Persuadido estoy, querido Tiberio, de que en medio de circunstancias tan difíciles, y con tropas tan abatidas, nadie hubiese obrado con más sabiduría que tú. Todos tus compañeros de armas te aplican unánimemente este verso famoso:

Unus homo nobis vigilando restituit rem (1)

Si algún asunto grave me ocurre, si alguna causa de disgusto me asalta, por el dios de los juramentos, noto la ausencia de mi querido Tiberio, y recuerdo en seguida aquellos versos de Homero:

Si estuviera conmigo, aun de un brasero ardiendo
saldríamos los dos, pues su prudencia es sin igual.

Aseguro por los dioses que todo el cuerpo me tiembla cuando oigo decir que el exceso de trabajo debilita tu salud. Cúidate, te lo suplico; si caes enfermo, moriremos de dolor tu madre y yo y Roma será inquietada en la posesión del universo. ¿Qué importa mi salud si la tuya no es buena? Ruego a los dioses que te conserven, y que en todo tiempo velen por ti, si no son enemigos del pueblo romano.


XXII

Tiberio no dió a conocer la muerte de AUgusto hasta después de haberse asegurado de la del joven Agripa. Un tribuno militar, destinado a la guardia de este príncipe, le mató al recibir esa orden mediante un documento oficial. Ignórase si Augusto firmó esta orden al morir, para evitar las turbulencias que podían sobrevenir después de él, o si Livia la había dado a nombre de Augusto y si en este caso fue por consejo de Tiberio o sin saberlo él. En todo caso, cuando el tribuno vino a decirle que había hecho lo que le mandaron contestó: que nada había mandado y que daría cuenta de su conducta al Senado. Mas por lo pronto quiso librarse de la indignación pública y no se habló más del asunto.


XXIII

En virtud del derecho que le daba el poder tribunicio convocó el Senado, y habiendo comenzado un discurso se detuvo de pronto, como ahogado por los sollozos y vencido por el dolor. Hubiese querido, decía, perder la vida al mismo tiempo que la voz; y entregó su manuscrito a su hijo Druso, para que terminase la lectura. En seguida trajeron el testamento de Augusto, no permitiendo acercarse, de los que lo habían firmado, más que a los senadores, y comprobando los demás su firma fuera del Senado. ún liberto leyó el testamento, que comenzaba así: Habiéndome arrebatado la adversa fortuna a mis hijos, Cayo y Ludo, nombro a Tiberio César mi heredero por una mitad más el sexto. Este preámbulo confirmó la opinión de que le nOmbraba sucesor más por necesidad que por gusto, cuando no se abstenía de decirlo.


XXIV

Aunque Tiberio no hubiese vacilado un momento en apoderarse del mando y ejercerlo; aunque tenia ya en derredor suyo, con numerosa guardia, el aparato de la soberanía y de la fuerza, no dejó de rehusarlo largo tiempo con impudentísima comedia, contestando a las instancias de sus amigos, que no sabían qué monstruo era el Imperio y manteniendo en suspenso, por medio de respuestas ambiguas y artificiosa vacilación, al Senado suplicante y consternado. Algunos perdieron la paciencia, y un senador exclamó entre la multitud: Que acepte o desista; otro le dijo cara a cara: que era costumbre esperar mucho tiempo para hacer lo prometido, pero que él empleaba mucho tiempo para prometer lo que habla hecho. Al fin aceptó el mando como obligado, deplorando la miserable y onerosa servidumbre que le imponían, y reservándose como condición la esperanza de dimitir algún día. He aquí sus propias palabras: Esperaré el momento en que juzguéis equitativo conceder algún descanso a mi vejez.


XXV

La razón que tenía para vacilar era el miedo a los muchos peligros que le amenazaban, y frecuentemente decía que sujetaba a un lobo por las orejas. Un esclavo de Agripa, llamado Clemente, había reunido fuerzas bastante considerables para vengar a su amo; L. Escribonio Libón, ciudadano de noble origen, tramaba una revolución; las tropas se habían sublevado en dos provincias, en Iliria y en Germania. Los dos ejércitos proclamaban pretensiones exorbitantes y numerosas, queriendo ante todo, tener igual paga que los pretorianos. Los soldados de Germania se negaban a reconocer un príncipe que no habían elegido, y hostigaban a su jefe Germánico para que se apoderase del mando, cosa que rehusó con firmeza. Tiberio, que sentía mucho temor hacia todo lo que venía de este lado, pidió a los senadores que le concedieran en él gobierno la parte que les agradase, diciendo que no era posible soportar uno solo todo el peso, ni prescindir del concurso de uno o más colegas. Fingió también estar enfermo, para que Germánico esperase con más paciencia una sucesión próxima, o, al menos, la asociación en la soberanía. Sin embargo, apaciguáronse las sediciones, y Clemente, tomado a traición, cayó en su poder. En cuanto a Libón, no queriendo Tiberio comenzar su reinado con rigores, esperó dos años para acusarle ante el Senado. Hasta entonces permaneció en guardia contra él, y un día en que sacrificaban juntos con los pontífices, tuvo la precaución de hacerle dar un cuchillo de plomo en vez del de acero; y en otra ocasión, habiéndole pedido este mismo una audiencia privada, no se la concedió sino en presencia de su hijo Druso, y durante la conversación que celebraron paseando, le tuvo sujeta la mano derecha como para apoyarse en él.


XXVI

Libre ya de temor, condújose al príncipio con mucha moderación, y vivió casi con tanta sencillez como un particular. De todas las brillantes distinciones que le ofrecieron, solamente aceptó las más pequeñas, y muy pocas. Habiendo coincidido el aniversario de su nacimiento con los juegos plebeyos del circo, consintió con dificultad que se añadiese en honor suyo, a las ceremonias acostumbradas, un carro con dos caballos. Prohibió que le consagrasen templos, sacerdotes, flámines, y hasta que le erigiesen estatuas sin su expreso consentimiento, y además impuso la condición de que no habían de colocarlas entre las de los dioses, sino emplearlas sencillamente como adorno. Prohibió que se jurase por sus actos y dar al mes de setiembre el nombre de Tiberio, y al de octubre el de Livio. Rehusó, también, el título de emperador y el dictado de Padre de la patria, así como la corona cívica con que querían adornar el vestíbulo de su palacio. Ni siquiera tomó el nombre de Augusto que le correspondia por herencia, a no ser en las cartas a los príncipes y soberanos. Solamente ejerció el poder consular tres veces; la primera, durante pocos días; la segunda, por tres meses; y la tercera, aunque ausente, hasta los idus de mayo.


XXVII

Tanta repugnancia mostró por la adulación, que nunca consintió que ningún senador marchase al lado de su litera para saludarle o para hablarle de negocios. Un consular que le pedia perdón quiso abrazarle las rodillas, y con tanta precipitación retrocedió que cayó de espaldas. Si en conversación o en discurso público decían de él cosas demasiado lisonjeras, en seguida interrumpía al que hablaba, le reprendía y le obligaba a cambiar sus expresiones. Habiéndole llamado uno domintis, le exhortó para que no le hiciese aquella ofensa. Otro, al hablar de sus ocupaciones, les dió el epíteto de sagradas, y le obligó a substituir la palabra por la de laboriosas; y otro dijo que se había presentado al Senado por su orden, y le obligó a decir por su consejo.


XXVIII

Insensible a la maledicencia, a los rumores injuriosos y a los versos difamatorios propagados contra él y los suyos, frecuentemente decía que en una ciudad libre, la lengua y el pensamiento debían ser libres. Habiendo pedido el Senado conocer en esta clase de delitos y perseguir a los culpables, contestó: No estamos tan ociosos que debamos ocuparnos de tantos asuntos. Si abrís esa puerta, no podréis atender ya a otra cosa, y con este pretexto os harán árbitros de todas las enemistades privadas. Se han conservado también de él estas palabras, tan impregnadas de moderación: Si alguno habla mal de mí, procuraré contestarle con mis acciones; y si continúa odiándome, le odiaré a mi vez.


XXIX

Esta conducta era tanto más notable, cuanto que por su parte mostraba algo más que deferencia en las alabanZaS y manifestaciones de respeto que prodigaba a todos los ciudadanos en general y en particular. Habiendo un día contradicho a Q. Haterio en el Senado: Perdóname, le dijo, si he hablado libremente contra ti, cual conviene a un senador. Y dirigiéndose en seguida a los demás, añadió: Lo he dicho frecuentemente y lo digo otra vez, senadores: un príncipe que quiere la felicidad de la patria, que ha recibido de vosotros una autoridad tan grande, tan extensa, debe estar siempre al servicio del Senado. con frecuencia hasta al de todos los ciudadanos y algunas veces al de cada uno de ellos en particular; lo he dicho y no me arrepiento, puesto que siempre he encontrado en vosotros señores benévolos y justos.


XXX

Restableció cierta apariencia de libertad, devolviendo al Senado y a las magistraturas los privilegios y majestad que tuvieron en otro tiempo. No hubo asunto, importante o pequeño, público o particular, de que no diese cuenta al Senado. Consultábale acerca del establecimiento de impuestos, la concesión de los monopolios, construcción o repáración de edificios públicos, el levantamiento de tropas, el licenciamiento de los soldados, el acantonamiento de las legiones y de las tropas auxiliares; en fin, acerca de la prórroga de los mandos, la dirección de las guerras extranjeras, las contestaciones que debían darse a las cartas de los reyes, y hasta acerca de la forma en que debían redactarse estas respuestas. Tiberio obligó al comandante de un ala de caballería, acusado de violencias y rapiña, a presentar su defensa al Senado. Siempre entró solo en el Senado, y un día que le llevaron enfermo en su litera, despidió en seguida a su comitiva.


XXXI

Habiéndose dado algunos decretos contra su opinión, ni siquiera se quejó. Un pretor designado pidió y obtuvo una misión libre (2) el mismo día en que había dicho él que todos los que estaban nombrados magistrados, por honor de su cargo, debían permanecer en Roma. Había opinado que una cantidad legada a los habitantes de Trebia para la construcción de un teatro se emplease, a petición de los interesados, en la reparación de un camino; sin embargo, a pesar de su intervención, se cumplió la voluntad del testador. Un día en que se votaba en el Senado sobre una proposición, al pasar de uno a otro lado de la sala, se unió al grupo más pequeño, y nadie pasó detrás de él. Los demás asuntos los trataban los magistrados, según el derecho común. Tan bien cimentada estaba la autoridad de los cónsules, que los embajadores de Africa acudieron a ellos en queja de César ante quien les habían enviado porque no resolvía sobre su petición. Debe notarse también que se levantaba siempre delante de los cónsules, y les cedía el paso.


XXXII

Reprendió a los consulares que estaban al frente de los ejércitos, porque no daban cuenta de su conducta a los senadores y porque le pedían permiso para conceder recompensas militares, como si no tuviesen en este particular completa autoridad. Felicitó a un pretor por haber recordado en un discurso, según las antiguas costumbres, al hacerse cargo de su magistratura, las virtudes de sus antecesores. Acompañó hasta la pira los funeraleS de muchos ciudadanos ilustres, y dió pruebas de igual moderación con personas y ocasiones de menor importancia. liabía llamado a Roma los magistrados en Rodas, que le habían escrito cartas a nombre de esta ciudad, sin terminarlas con las fórmulas ordinarias de cortesía; y lejos de tratarles mal, se contentó, antes de despedirles, con invitarlos a que no lo olvidaran. Durante su permanencia en Rodas, el gramático Diógenes, que solamente daba sus conferencias en sábado, le negó una lección particular, diciéndole, por medio de un esclavo, que volviese pasados siete días. Habiendo venido Diógenes a Roma, y presentádose en su casa para saludarle, Tiberio hizo que le dijesen que volviera pasados siete años. Unos gobernadores de provincias le aconsejaban que aumentase los tributos, y les contestó que el buen pastor trasquilaba sus ovejas, pero no las desollaba.


XXXIII

Poco a poco entró en el ejercicio de la soberanía, y aunque con variable conducta, en general con actos que contentaban a todo el mundo y que revelaban cuidado por los intereses públicos. Al principio se dedicó a extirpar abusos y anuló muchas disposiciones del Senado, ofreciéndose en ocasiones como consejero a los magistrados reunidos en su tribuna], sentándose al lado de ellos o enfrente en puesto más alto. O bien, si sabía que el favor iba a salvar a algún acusado, se presentaba de pronto, y desde su puesto, o desde el del primer juez, recordaba a los demás sus juramentos, las leyes y el delito que debían castigar. Reformó también los usos antiguos y modernos que producían corrupción en las costumbres públicas.


XXXIV

Restringió el gasto de los juegos y espectáculos reduciendo el salario de los actores y determinando el nÚmero de gladiadores. Quejóse amargamente de que los vasos de Corinto se hubiesen elevado a exorbitante precio, y de que tres barbas se hubiesen vendido en treinta mil sestercios. Juzgó conveniente poner límites al lujo de los inmuebles, y hacer fijar por el Senado anualmente el precio de los artículos de alimentación. Los ediles recibieron órdenes para mostrarse muy severos en la policía de las tabernas y de los lugares de libertinaje, y de no permitir que se vendiese en ellos ni siquiera pastelillos. Para dar ejemplo de economía, hacía servir en su casa, en las comidas más solemnes, viandas del día anterior, ya empezadas, como la mitad de un jabalí, diciendo que aquella mitad era tan buena como el cuerpo entero. Abolió también el uso de besarse todos los días, y prohibió prolongar más allá de las calendas de enero el cambio de regalos de primero de año. Acostumbraba devolver en el acto y por mano propia el cuádruplo de los que le hacían; pero cansado de que le distrajesen a cada momento, durante todo el mes, a aquellos que no habían podido visitarle el primer día, no devolvió ya nada.


XXXV

Restableció la antigua costumbre: de que un consejo de familia acordase por unanimidad de votos el castigo de las mujeres adúlteras que no tenían acusadores públicos. Relevó de su juramento a un caballero romano que había prometido no repudiar jamás a su esposa, y que por consiguiente no podía expulsarla, a pesar de haberla sorprendido en adulterio con su yerno. Mujeres que habían perdido la reputación para ponerse al abrigo de las penas que dictaba contra ellas la ley, y librarse de los deberes de incómoda dignidad, habían tomado el partido de declararse cortesanas. Habíase visto también jóvenes libertinos de los dos primeros órdenes, hacerse tachar de infamia por un tribunal, para tener en seguida, a pesar de las prohibiciones del Senado, derecho para presentarse en el escenario del teatro o en la arena. Tiberio los desterró a todos, para que no se creyese encontrar refugio en estos artificios. Despojó de la laticlavia a un senador que había ido a vivir en el campo por las calendas de julio, con objeto de alquilar después en Roma casa más barata, habiendo pasado el plazo del arriendo. A otro quitó la cuestura por haber repudiado al día siguiente del sorteo a una mujer con la que se había casado el día anterior.


XXXVI

Prohibió las ceremonias extranjeras, como los ritos egipcios y judaicos, y obligó a los que profesaban estas supersticiones a quemar las vestiduras y todos los objetos que servían para su culto. Repartió la juventud hebrea, so pretexto de servicio militar, en las provincias más insalubres. Expulsó de Roma el resto de esta nación y a todos los que formaban parte de estas sectas, bajo pena de perpetua esclavitud si regresaban. También desterró a los astrólogos, pero les permitió volver, bajo la promesa que le hicieron de no ejercer más su arte.


XXXVII

Cuidó muy especialmente de que no se turbase la paz con asesinatos, latrocinios y sediciones. Colocó en Italia mayor número que antes de puestos militares. Estableció en Roma un campamento para las cohortes pretorianas, repartidas hasta entonces en la ciudad e inmediaciones. Reprimió con severidad los tumultos populares, y atendió principalmente a prevenirlos. Habiéndose cometido un homicidio por una cuestión sobrevenida en el teatro, desterró a los jefes de los partidos rivales y a los actores por quienes se había disputado; y nunca quiso llamarles, a pesar de cuantas instancias le hizo el pueblo. Los habitantes de Polencia: habían detenido un día en una plaza el entierro de un centurión primipilario y no le habían dejado partir hasta después de haber arrancado por fuerza a los herederos una cantidad de dinero para un espectáctdo de gladiadores. Tiberio mandó desde Roma una cohorte y otra del reino de Cotio, ocultando el motivo de su marcha, y entrando de repente en la ciudad por todas las puertas, desnuda la espada y al son de trompeta, encadenaron a perpetuidad a la mayor parte de los habitantes y hasta decuriones. Abolió el derecho de asilo en todas partes donde lo había mantenido la costumbre. Los habitantes de Cizico habían cometido violencias contra ciudadanos romanos, y les quitó la libertad que habían ganado en la guerra contra Mitrídates. Durante su imperio no hizo ninguna expedición militar, conteniendo por medio de sus legados los movimientos de los enemigos, pero siempre tarde y como a pesar suyo. Con los reyes manifiestamente enemigos o sospechosos empleó quejas y amenazas, con más frecuencia que la fuerza para contenerles. Atrajo algunos de ellos a Roma con promesas y lisonjas, y no les dejó ya partir, encontrándose en este número Marobodo el germano, Rhascúporis el tracio y Arquelao el capadocio, cuyo reino redujo a provincia romana.


XXXVIII

Durante los dos primeros años de su advenimiento al imperio no salió de Roma, y en lo sucesivo solamente visitó las ciudades vecinas y nunca más allá de Ancio, y esto raras veces y por pocos días. Con frecuencia anunció que visitaría las provincias y los ejércitos, y casi todos los años hacia los preparativos de marcha; reteníanse los carruajes para él en el camino; preparaban las provisiones en los municipios y en las colonias, hasta consentía que se hiciesen votos solemnes por su viaje y su regreso; por esta razón se le llamaba en burla Caupides, personaje que, según un proverbio griego, corría por el teatro sin avanzar nunca más de un codo.


Notas

(1) Un solo hombre, vigilando, restableció las cosas.

(2) El derecho de viajar por las provincias y de recibir en ellas los mismos honores que los embajadores.

Índice de Vida de los doce Césares de SuetonioAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha