Índice de Vida de los doce Césares de SuetonioAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

TIBERIO

Segunda parte


XXXIX

Mas cuando perdió sus dos hijos, Germánico y Druso, muertos el uno en Siria y el otro en Roma, se retiró a la Campania, pensando todo el mundo entonces que no volvería nunca a Roma y que sucumbiría muy pronto. En efecto, no volvió a Roma; y pocos días después de su marcha, cenando cerca de Terracina, en una casa de campo llamada la Gruta, desprendiéronse de la bóveda enormes piedras, que aplastaron a muchos convidados y esclavos ocupados en servirles, librándose él contra toda esperanza.


XL

Después de recorrer la Campania y haber hecho la dedicación del templo de Jupiter encapua, como también la del templo de Augusto en Nola, pretexto de su viaje, marchó a Capri, gustándole mucho esta isla porque solamente era abordable por un lado y por entrada muy estrecha, haciéndola inaccesible por los otros, escarpadas rocas inmensamente altas y el abismo de los mares. Pero muy pronto lo llamaron las reiteradas súplicas del pueblo, asustado por el desastre que acababa de ocurrir en Fidenas, donde el hundimiento de un anfiteatro había hecho perecer veinte mil personas que presenciaban un combate de gladiadores. Pasó, pues, al continente, y se mostró tanto más accesible a todos, cuanto que, al salir de Roma, había alejado en todo el camino a los que se presentaban para verlo.


XLI

De regreso a su isla, abandonó el cuidado del gobierno, y desde aquella época no completó ya las decurias de los caballeros, no realizó ningún cambio en los tribunos militares, ni en los mandos de la caballería, ni en los gobernadores de las provincias. Dejó España y Siria sin legados consulares durante muchos años; dejó a los partos que ocupasen Armenia, a los dacios y sármatas devastar la Mesia y a los germanos la Galia, sin cuidarse para nada de las deshonras ni de los peligros del imperio.


XLII

A favor de la soledad y lejos de las miradas de Roma, entregóse al fin sin freno a todos los vicios que hasta entonces había disimulado, aunque mal: de ellos hablaré, y también de su origen. En los campamentos, y desde que comenzó la vida militar, se le conocía por su extraordinaria afición al vino, hasta el punto de llamarle los soldados, en vez de Tiberius, Biberius; en vez de Claudius, Caldius, y en vez de Nero, Mero (1. Siendo emperador pasó dos días y una noche comiendo y bebiendo con Pomponio Flaco y L. Pisón. en la época misma en que trabajaba para la reforma de las costumbres públicas. Al salir de esta bacanal, dió al primero el gobierno de la Siria y al segundo la prefectura de Roma. llamándoles en los nombramientos sus más amables compañeros y amigos de todas las horas. Pocos días después de haber apostrofado rudamente en el Senado a Sestio Galo, anciano pródigo y lujurioso, tachado de infamia en otro tiempo por Augusto, le prometió cenar con él a condición de que aquel día en nada cambiase sus costumbres y de que servirían la cena jóvenes desnudas. A muchos candidatos ilustres que pedían la cuestura, prefirió el más obscuro, porque, ante su desafío, había vaciado en la mesa un ánfora de vino. Dió doscientos mil sestercios a Aselio Sabino por un diálogo en el que la seta, el becafigo, la ostra y el tordo se disputaban la preeminencia. En fin, creó un nuevo cargo, la intendencia de los placeres, y con él revistió a T. Cesonio Prisco, caballero romano.


XLIII

En su retiro de Capri tenía una habitación destinada a sus desórdenes más secretos, guarnecida de lechos en derredor. Allí un grupo elegido de muchachas y de jóvenes disolutos, reunidos de todas partes, y algunos que habían inventado monstruosos placeres, y a los que llamaba sus maestros de voluptuosidad (spintrias), formaban entre sí triple cadena, y entrelazados de esta manera se prostituían en su presencia para despertar, por medio de este espectácUlo, sus lánguidos deseos. Tenía además diferentes camaras diversamente arregladas para estos placeres, adornadas con cuadros y bajo relieves lascivos, y llenas de libros de Elephantidis, con objeto de tener en la acción modelos que imitar. Gracias a él, los bosques y las selvas no eran más que asilos consagrados a Venus, y veíase a la entrada de las grutas y en los huecos de las rocas la juventud de ambos sexos mezclada en actitud voluptuosa, con trajes de ninfas y silvanos. Así es que el pueblo, jugando con el nombre de la isla, daba a Tiberio el de Caprineum.


XLIV

Se dice que llevó la obscenidad más lejos aun, y hasta excesos tan difíciles de creer como de referir. Dícese que había enseñado a niños de tierna edad, a los que llamaba sus pececillos, a que jugasen entre sus piernas en el baño, excitándole con la lengua y los dientes, y también que, a guisa de seno, ofrecía sus partes a niños grandecitos, pero en lactancia aún, género de placer al que su inclinación y edad le llevaban principalmente. Así es que habiéndole legado uno el cuadro de Parrasio, en el que Atalante prostituye su boca a Meleagro, y dándole facultad el testamento, si le desagradaba el asunto, de recibir en su lugar un millón de sestercios, prefirió el cuadro y mandó colocarlo, como objeto sagrado, en su alcoba. Dícese también que un día, durante un sacrificio, enamorado de la belleza del que llevaba el incienso, apenas esperó a que terminase la ceremonia para satisfacer ocultamente su innoble pasión, a la que tuvo que prestarse también un hermano del joven, que era flautista, haciéndoles después romper las piernas porque mutuamente se echaban en cara su infamia.


XLV

Se ve también hasta qué punto jugaba con la vida de las mujeres, aun de las más ilustres, por la muerte de Malonia, a la que había seducido, pero que llevada a su casa, constantemente se negó a satisfacer asquerosos deseos. Hízola acusar por delatores, y no cesó durante el proceso de preguntarle si no se arrepentía. Mas habiendo podido escapar del tribunal, se refugió en su casa y se clavó un puñal, después de tratarle públicamente de anciano de boca impúdica, y que, velludo como un macho cabrío, tenía su misma hediondez. Así es que en los primeros juegos que se celebraron, todos los espectadores aplaudieron, aplicando a Tiberio este pasaje de una atelana: Así se ve al cabrón viejo lamer las partes naturales de las cabras.


XLVI

Era aficionado al dinero, y difícilmente se le arrancaba; prestábase a alimentar bien a los que le acompañaban a la guerra, pero no les daba ningún salario. Solamente se cita de él una liberalidad que pagó Augusto. Habiendo repartido aquel día toda su comitiva en tres clases, según la dignidad de cada uno, hizo distribuir a la primera seiscientos mil sestercios, cuatrocientos mil a la segunda y doscientos mil a la tercera, compuesta de aquellos a quien llamaba no sus amigos, sino los griegos.


XLVII

No señaló su imperio con ningún gran monumento, ni siquiera terminó los únicos que emprendió: la construcción del templo de Augusto y la restauración del teatro de Pompeyo, comenzados muchos años antes. Tampoco dió ningún espectáculo, y rara vez asistió a los que daban los particulares; temía que se aprovechase la circunstancia para hacerle alguna petición, desde que se vió obligado por las instancias del pueblo a manumitir al cómico Accio. Alivió la penuria de algunos senadores; mas para que el ejemplo no sentase precedentes, declaró que en adelante no concedería socorros más que a los que justificasen delante del senado las causas de su pobreza. Así fue que la mayor parte guardaron silencio por pudor y modestia, entre ellos Hortalo, nieto del orador G. Hortensio, que, con caudal muy mediano, se había casado y por complacer a Augusto había tenido cuatro hijos.


XLVIII

Con respecto al pueblo, no dió pruebas de generosidad más que dos veces: la primera cuando prestó al pueblo por tres años y sin interés cien millones de sestercios; la otra, después del incendio de algunas casas situadas sobre el monte Celio, cuando dió su valor a los propietarios. De estas dos liberalidades, la primera casi se la arrancaron los clamores del pueblo en una época en que escaseaba muchísimo el dinero, habiendo ordenado por medio de un senadoconsulto que los usureros colocasen en fincas agrarias las dos terceras partes de su patrimonio y los deudores pagasen en seguida las dos terceras partes de sus deudas, lo cual era generalmente imposible. La segunda la concedió ante la desgracia de los tiempos, y tanto la hizo valer, que quiso que el monte Celio cambiase de nombre y se le llamase Augusto. Duplicó la cantidad que Augusto legó por testamento a los soldados; pero nada les dió, exceptuando mil dineros por plaza a los pretorianos, porque no habían favorecido los proyectos de Sejano, y algunas gratificaciones a las legiones de Siria, porque eran las únicas que no habían colocado el retrato de Sejano, como imagen venerada, entre las banderas militares. Rara vez concedió licencia a los veteranos, esperando que morirían de vejez en el servicio y que su muerte le sería provechosa. Tampoco hizo ninguna liberalidad a las provincias, exceptuando la del Asia, donde un terremoto había destruído muchas ciudades.


XLIX

La avaricia le llevó con el tiempo a la rapiña. Es cosa averiguada que persiguió hasta ámargarle la vida, a fuerza de temores y amenazas, a Cn. Léntulo Augur que poseía inmenso caudal, con el fin de arrancarle la promesa de nombrarlo su único heredero; que, por complacer a Quirino, varón consular, muy rico y sin hijos, condenó a Lépida, mujer del más alto nacimiento, repudiada veinte años antes por él y a la que acusaba de haber querido en otro tiempo envenenarle; que confiscó los bienes de los principales ciudadanos de las Galias, de las Españas, de la Siria y de la Grecia, con fútiles pretextos y absurdas acusaciones, como la de tener en dinero una parte de su caudal; que a muchos particulares y algunas ciudades privó de sus antiguas inmunidades, especialmente del derecho de explotar las minas y de levantar impuestos; en fin, que Vonón, rey de los partos, arrojado por los suyos y refugiado con sus tesoros en Antioquía, fue cobardemente despojado y muerto.


L

Su aversión a sus parientes estalló en primer lugar contra su hermano Druso, mostrando una carta suya en que se hablaba de obligar a Augusto a restablecer la libertad; su odio se extendió en seguida a todos los demás. Tan lejos estuvo de tener para con su esposa Julia, que continuaba desterrada, las sencillas atenciones que impone la humanidad, que le prohibió salir de su casa y ver a nadie, a pesar de que Augusto le había dado toda una ciudad por prisión; y hasta el peculio, cuyo goce le dejaba su padre y la pensión anual que le añadía, se los retiró, so pretexto de respeto a las leyes comunes y por no decir nada acerca de esto el testamento de Augusto. Hízosele odiosa su madre Livia, creyéndola rival que aspiraba a participar de su poder. Evitó verla con frecuencia, y ya no tuvo con ella largas y secretas conversaciones, temiendo se creyera que se dejaba guiar por sus consejos, a los que, sin embargo, había recurrido algunas veces, y de los que usaba en ciertas ocasiones. Parecióle muy mal que se propusiera en el Senado añadir a sus títulos y a su nombre de hijo de Augusto el de hijo de Livia. Nunca permitió que se la llamase Madre de la patria, ni que recibiese en público ningún honor extraordinario. Hasta le advirtió con mucha frecuencia que no se mezclase en asuntos importantes, que no convenían a las mujeres, sobre todo desde que la vió en un incendio, cerca del templo de Vesta, intervenir en persona para exhortar al pueblo y a los soldados a apresurar los socorros, lo mismo que cuando vivía su esposo.


LI

No tardó en separarse completamente de ella, y, según se dice, por la siguiente causa. Livia no cesaba de rogarle que inscribiese en las decurias a un hombre que había sido honrado ya con el derecho de ciudadanía; y al fin le dijo que consentiría en ello a condición de añadir en el cuadro de la orden que este favor se lo había arrancado su madre. Ofendida Livia, fue a buscar en el santuario consagrado a Augusto, y volvió en seguida a leerle unas antiguas cartas de este príncipe, en que hablaba sin rebozo del carácter duro y tiránico de Tiberio. Tanto se indignó éste de que se hubiesen cOnservado aquellas cartas y de que se las presentase su enojada madre, que ésta fue, según algunos escritores, una de las principales causas de su retirada a Capri. En los tres años que vivió aún Livia, después de su marcha de Roma, solamente la vió una vez y durante algunas horas. Después no se dignó ir a verla, ni aun cuando estuvo enferma, y después de su muerte se hizo esperar muchos días para los funerales, a que había prometido asistir, de suerte que el cuerpo estaba ya corrompido e infecto cuando lo colocaron en la pira. No quiso que se la decretaran los honores divinos, so pretexto de que ella misma lo había prohibido; declaró nulo su testamento, y consumó en poco tiempo la ruina de todos sus amigos, de todos sus protegidos, y principalmente aquellos a quienes encargó al morir el cuidado de sus funerales; y hasta uno de ellos, perteneciente al orden ecuestre. fue condenado al trabajo infamante de las bombas.


LII

Nunca tuvo amor de padre ni para su propio hijo Druso, ni para Germánico, su hijo de adopción. Odiaba en Druso su carácter blando y su vida de molicie; así es que no se mostró sensible a su muerte, y apenas terminados los funerales, se dedicó a sus acostumbradas ocupaciones y prohibió continuar el duelo. Habiendo llegado algo tarde los enviados de Troya a darle el pésame por esta pérdida, les dijo burlándose, y como quien solamente conserva vago recuerdo, que él también se lo daba por la muerte de un ciudadano tan excelente como Héctor. Celoso de Germánico, procuraba rebajar como inútiles sus acciones más bellas, y deplorar como funestas para el Imperio sus victorias más gloriosas. Quejóse en el Senado de que Germánico se hubiese trasladado sin orden suya a Alejandría, donde de pronto se había declarado un hambre espantosa. Hasta se cree que se sirvió de Cn. Pisón, su legado en Siria, para hacerle perecer, y que éste, acusado más tarde de aquel crimen, habría divulgado sus órdenes. Así es que escribieron en muchos lugares y de noche gritaban: Devuélvenos a Germánico. Tiberio mismo confirmó estas sospechas, persiguiendo cruelmente a la viuda e hijos de aquel héroe.


LIII

A su nuera Agripina, que se le quejó con alguna libertad después de la muerte de su marido, la cogió del brazo, y, citando un verso griego, le dijo: Si no dominas, hija mía, te crees oprimida. Desde aquel momento ya no se dignó hablarle; y más adelante, fundándose en que se había negado un día en su mesa a probar unas frutas que le ofreció, cesó de invitarla a sus comidas, so pretexto de que le creía capaz de envenenarla. Mas todo esto estaba convenido de antemano, y sabía que al ofrecerle aquellas frutaS recibiría la negativa, porque le había hecho avisar que tuviese precaución porque querían matarla. Al fin, acusándola de querer refugiarse al pie de la estatua de Augusto o en medio de los ejércitos, la relegó a la isla Pandataria, y como lo injuriara, la mandó azotar por medio de un centurión, que le saltó un ojo. Habiendo decidido ella dejarse morir de hambre; mandó que le abriesen por fuerza la boca para introducirle los alimentos; mas persistió en su designio y concluyó por sucumbir. No cesó entonces de encarnizarse con ella y quiso que se considerase entre los nefastos el día de su nacimiento. Hasta pretendió haberla favorecido no mandando estrangularla y arrojarla en seguida a las Gemonias; y consintió que se le alabase por tal clemencia, en un decreto de acción de gracias que consagraba al mismo tiempo un don de oro a Júpiter Capitolino.


LIV

De Germánico tenía tres nietos: Nerón, Druso y Cayo; de Druso, uno solo, llamado Tiberio. Después de la muerte de sus hijos, recomendó a los senadores los dos mayores de Germánico, Nerón y Druso, y celebró dando un congiario al pueblo su ingreso en la vida pública. Pero cuando supo que al empezar el año se habían hecho también votos solemnes por la salud de ellos, como por la suya, dijo al Senado con acento de queja que tales honores solamente debían concederse a dilatados servicios y a la edad madura. Dejando ver así el fondo de su alma, expuso a aquellos jóvenes a las acusaciones de todos los delatores, y no hubo lazo que no les tendiese para impulsarlos al ultraje y por el ultraje a la muerte. Él mismo les acusó en cartas en que acumulaba las censuras más amargas: les hizo declarar enemigos públicos y en seguida morir de hambre, Nerón en la isla Poncia, y Druso en los subterráneos del palacio. Dícese que el primero se decidió a ello al ver al verdugo, que se presentaba como por orden del Senado, colocar delante de él la cuerda y los garfios, instrumentos de su suplicio. En cuanto a Druso, tan rigurosamente se le privó de alimento, que trató de comer la lana de su colchón; y los restos de aquellos desgraciados los dispersaron de suerte que difícilmente pudieran recogerlos.


LV

Tiberio se había asociado, además de sus antiguos amigos y familiares, veinte de los principales ciudadanos de Roma a título de consejeros para los asuntos de Estado. Exceptuando dos o tres, a todos los hizo perecer, bajo diferentes pretextos, entre otros a Elio Sejano, que arrastró en su ruina considerable número de personas, y al que había elevado al grado más alto del poder, no tanto por amistad como para tener un cómplice cuya política artificiosa le librase de los hijos de Germánico y asegurase el imperio a su nieto carnal, el hijo de Druso.


LVI

No fue más blando con los retóricos griegos, que vivían como huéspedes suyos, y cuya conversación le era muy agradable. Un día preguntó a un tal Jenón, que afectaba lenguaje muy rebuscado qué dialéctica era aquella tan desagradable que usaba; y habiéndole contestado que la dórica, le relegó a la isla Cinaria, porque creyó ver en aquella respuesta ofensiva alusión a su antigua permanencia en Rodas, donde se hablaba el dórico. Acostumbraba proponer en la mesa cuestiones tomadas de sus lecturas del día; y enterado de que el gramático Seleuco preguntaba diariamente a sus esclavos qué libro había leído, y de esta manera acudía preparado, comenzó por alejarse de su persona, y en seguida le hizo morir.


LVII

Desde la infancia reveló su carácter feroz y disimulado. Parece que el primero que lo adivinó fue su maestro de retórica Teodoro de Gadarea, y lo definió exactamente diciendo de él, con una imagen, que era barro bañado en sangre. Pero este carácter apareció especialmente en el emperador y hasta en el principio de su reinado, cuando procuraba aún ganarse el favor del pueblo con apariencias de moderación. Un bromista, al ver pasar un cortejo fúnebre, encargó en alta voz al muerto que dijese a Augusto que todavía no habían pagado los legados que hizo al pueblo romano. Tiberio mandó prenderlo, le pagó lo que se le debía y lo mandó al suplicio, recomendándole que dijese la verdad a Augusto. Poco tiempo después. un caballero romano. llamado Pompeyo, habiendo combatido en el Senado el parecer de Tiberio, éste le amenazó con la prisión y con hacerle cambiar el nombre de Pompeyo con el de Pompeyano, acerba alusión a la suerte que en otro tiempo había corrido ese partido.


LVIII

Por el mismo tiempo, habiéndole preguntado un pretor si quería que se persiguiesen los crímenes de lesa majestad, le contestó que era preciso cumplir las leyés; y, en efecto, las cumplió de manera atroz. Un ciudadano había quitado la cabeza a una estatua de Augusto, para colocar otra en su lugar. El asunto se trató en el Senado, y como na estaba probado el hecho, sometieron al acusado al tormento y le condenaron. Insensiblemente se llegó en este género de acusación al punto de convertir en crimen capital haber azotado a un esclavo o cambiado de vestido delante de la estatua de Augusto, de haber estado en las letrinas o en lugares deshonestos con un retrato de Augusto grabado en un anillo o en una moneda, haberse atrevido a censurar una palabra o un acto de Augusto. En fin, un cludadano fue condenado a muerte por haber consentido que le tributasen honores en su provincia, en el mismo día en que se los rindieron en otro tiempo a Augusto.


LIX

Además de estos actos de crueldad gratuita, diariamente cometió otros espantosos, so pretexto de administrar justicia y corregir las costumbres, pero en realidad cediendo a su carácter. Así es que muy pronto circularon versos atribuyéndole los males presentes y denunciándole como autor de los futuros:

¿Quieres, bruto despiadado, que te lo diga todo en pocas palabras?
Que muera si puedes tú ser amado por tu madre.
No eres caballero: ¿por qué? No tienes cien mil sestercios;
y si lo quieres saber todo, no eres más que el exilado de Rodas.
César, has puesto fin a la edad de oro de Saturno:
mientras vivas, será siempre la edad de hierro.
El vino le repugna: de sangre tiene sed ahora;
¡se ceba con sangre como antes con vino puro!
Rómulo, considera al feliz Sila, feliz, pero para tu desgracia;
si lo quieres, considera a Mario, pero a su regreso;
Considera también a Antonio, desencadenando las guerras civiles,
mira sus manos manchadas más de una vez por el crimen,
y di: ¡Es la suerte de Roma!
Han vertido olas de sangre todos los amos que nos han llegado del exilio
.

Al principio quiso Tiberio que se considerasen estos versos como obra de algunos descontentos, porque las reformas atacaban sus vicios, y como expresión de ciega rabia, más bien que de razonada opinión; y decía frecuentemente: que me odien con tal de que me teman; pero muy pronto hizo ver cuán fundados y verdaderos eran aquellos cargos.


LX

Pocos días después de su llegada a Capri, un pescador se le acercó de pronto en momento en que estaba solo y le presentó un barbo extraordinariamente grande. Asustado Tiberio al ver aquel hombre, que había llegado hasta él escalando el tajo que rodea la isla, le hizo frotar la cara con su pescado. En medio de aquel suplicio, el pescador se felicitó de no haberle presentado también una langosta grande que había cogido; Tiberio mandó traerla e hizo que le desgarrasen la cara con ella. Castigó con la muerte a un soldado pretoriano que había robado un pavo real en una huerta. Durante un viaje, habiéndose enredado entre matorrales la litera en que le llevaban, lanzóse sobre el centurión de la cohorte encargado de explorar el camino, lo arrojó al suelo y casi lo mató a golpes.


LXI

Dejando al fin de contenerse, agotó todos los géneros de crueldad. Nunca le faltaron víctimas; sucesivamente persiguió a los parientes y amigos de su madre, de sus nietos, de su nuera, de Sejano y hasta a sus simples conocidos. Pero desde la muerte de Sejano se mostró más cruel, lo cual hizo conocer que éste no tanto le excitaba al crimen como le buscaba ocasiones y pretextos. Sin embargo, en las memorias que ha escrito acerca de su vida ha osado decir que castigó a Sejano como perseguidor de los hijos de su hijo Germánico; pero Sejano le era ya sospechoso cuando hizo perecer a uno, y ya había muerto cuando mató al otro. Demasiado largo sería referir en detalle todas estas barbaries, y me limitaré a dar idea general con algunos ejemplos. No pasó un solo día que no quedase señalado con ejecuciones, sin exceptuar siquiera los que la religión ha consagrado, ni el primero del año. Condenó a muchos con sus hijos, y aun a causa de ellos, y estaba prohibido a sus parientes llorados. Dábanse grandes recompensas a los acusadores, y algunas veces hasta a los testigos. Creíase bajo su palabra a los delatores. Toda acusación acarreaba la muerte; una sola palabra era un crimen. Acusóse a un poeta de haber injuriado a Agamenón en una tragedia; acusóse a un historiador de haber llamado a Bruto y Casio los últimos de los romanos. Estos escritores fueron castigados y destruídos sus escritos; aunque los habían publicado muchos años antes con la aprobación de Augusto, que había escuchado la lectura. Entre los prisioneros los hubo a quienes se negó hasta el consuelo del estudio, y también todo entretenimiento y toda visita. Seguros de la condenación, muchos de los llamados en justicia se suicidaron, para evitar los tormentos y la ignominia; otros se envenenaron en pleno Senado; pero se vendaba a los herídos y se los llevaba medio muertos y palpitantes a las prisiones públicas. No hubo un solo condenado a quien no se arrastrase con ganchos para arrojarle a las Gemonias. Se contaron hasta veinte en un día, y entre ellos mujeres y niños. Como una costumbre antigua prohibía estrangular a las vírgenes, el verdugo las violaba primeramente y las ahorcaba en seguida. Se obligaba a vivir a los que querían morir, porque consideraba la muerte como pena tan ligera, que habiéndose suicidado un acusado llamado Carvilio, exclamó cuando lo supo: Ese Carvilio se me ha escapado. Un día que visitaba las prisiones contestó a un sentenciado, que le suplicaba acelerase su suplicio: Todavía no nos hemos reconciliado. Un consular refiere en sus anales que en una gran comida, a la que asistía él mismo, un enano que estaba al lado de la mesa con otros bufones preguntó de pronto en voz alta a Tiberio, después de varias agudezas, por qué vivía tanto tiempo Paconio, acusado de lesa majestad; que el príncipe reprimió en el acto la libertad de su lengua, pero a los pocos días escribió al Senado para que acordase sin demora la pena que debía imponerse a Paconio.


LXII

Su crueldad no conoció freno ni límites cuando supo al fin que su hijo Druso, a quien creía muerto a consecuencia de una enfermedad producida por su intemperancia, había sido envenenado por su esposa Lavila y por Sejano. Entonces multiplicó sin compasión contra todos indistintamente las torturas y los suplicios; y durante días enteros le absorbió tan por completo este proceso, que habiendo llegado a Roma un rodio, huésped suyo, llamado por cartas amistosas de Tiberio, cuando le anunciaron su presencia, mandó que en seguida le diesen tormento, persuadido de que acababan de traerle a alguno de los que esperaba la tortura. Cuando se descubrió el error, le hizo matar para ahogar los rumores. Todavía se enseña en Capri el lugar de las ejecuciones, que era una roca desde donde, en su presencia y a una señal suya, arrojaban al mar a los sentenciados, después de tormentos tan largos como refinados. Abajo les esperaban marineros que descargaban sobre los cuerpos golpes con los remos por si acaso quedaba en ellos un soplo de vida. Entre otras invenciones atroces, había imaginado hacer beber a algunos convidados, a fuerza de pérfidas instancias, gran cantidad de vino, y en seguida les hacia ligar el miembro viril para que sufriesen a la vez el dolor de la ligadura y la ardiente necesidad de orinar. Si no se le hubiese adelantado la muerte y si Trasilo, previendo, según dice, este acontecimiento no le hubiese decidido con esperanza de larga vida a aplazar algunas de sus venganzas, hubiera hecho perecer muchas personas más, y sin duda no habría perdonado a ninguno de sus otros nietos. Cayo le era sospechoso, y el joven Tiberio, como hijo adulterino, solamente le inspiraba desprecio. Hace verosímil esta opinión el haberle oído frecuentemente envidiar a Príamo la felicidad de haber sobrevivido a todos los suyos.


LXIII

Muchas pruebas existen de que en medio de tantos horrores le odiaron, le execraron universalmente, y hasta le persiguieron los terrores del crimen y los ultrajes de algunos hombres. Prohibió consultar en secreto y sin testigos a los arúspices. Intentó suprimir los oráculos inmediatos a Roma; pero renunció a ello aterrado por un prodigio que protegió los vaticinios de Preneste, que a pesar de haberlos llevado sellados a Roma, no los encontraron en el cofre en que los encerraron, y no reaparecieron hasta que este cofre quedó colocado en el templo. Ocurrióle por dos veces nombrar consulares para el gobierno de algunas provincias y no atreverse a enviarlos a ellas: reteníales a su lado, y al cabo de algunos años, les daba sucesores, estando ellos presentes. Mas como les dejaba en Roma el título de su cargo, les comunicaba algunos asuntos, que éstos hacían resolver a sus coadjutores y legados.


LXIV

Después de la condenación de su nuera y nietos, nunca les hizo cambiar de residencia sino encadenados y en litera bien cerrada, con guardia que impedía a los viajeros y transeúntes mirar o detenerse.


LXV

Cuando se decidió a perder a Sejano, que conspiraba contra él, y cuyo poder estaba tan cimentado que se celebraba públicamente el día de su nacimiento y se veneraban sus estatuas de oro, empleó la astucia y la sutileza más bien que la autoridad del poder. En primer lugar, para alejarle de él con honroso pretexto, le tomó por colega en su quinto consulado, que pidió con este objeto, aunque ausente y a largo intervalo del anterior; en seguida le lisonjeó con la esperanza de una unión de familia y con el poder tribunicio, y de pronto le acusó ante el Senado, en una vil y miserable misiva dirigiendo a los senadores entre otras súplicas la de que le enviasen uno de los cónsules con encargo de conducir a su presencia, con escolta militar, al anciano a quien todos abandonaban. No bastaron estas precauciones para tranquilizarle; temiendo turbulencias, mandó que en caso de alarma pusiesen en libertad a su nieto Druso, que continuaba preso en Roma, y le diesen la dirección de los asuntos públicos. Tenia también naves preparadas para refugiarse en alguno de los ejércitos, y esperaba en lo alto de una roca las señales que habia mandado le hiciesen desde lo más lejos posible, con objeto de quedar prontamente advertido de todo lo que ocurriese, porque podian interceptar los mensajes. Cuando quedó sofocada la conjuración de Seyano, no se mostró más tranquilo ni más confiado, y, durante los nueve meses que siguieron, permaneció encerrado en su casa de campo, llamada casa de Júpiter.


LXVI

A sus inquietudes se unía el disgusto de verse injuriado incesantemente, porque no había un sentenciado que no le execrase frente a frente o en libelos que se encono traban en la orquesta. Mostrábase diversamente afectado por esto: unas veces la vergüenza le hacia desear que quedasen ignorados todos los ultrajes; otras fingía despreciarlos y los repetía él mismo haciéndolos públicos. Nada le disgustó tanto como una carta de Artabán, rey de los partos, que le censuraba sus asesinatos, su cobardía, sus desórdenes, y le exhortaba a dar satisfacción cuanto antes, por medio de voluntaria muerte, al justo e implacable odio de sus conciudadanos.


LXVII

En fin, habiéndose hecho odioso a si mismo, reveló su triste estado hasta en una carta dirigida al Senado, que empezaba así: ¿Qué os escribiré, padres conscriptos, o cómo debo escribiros, o qué no os escribiré en la situación en que me encuentro? Si lo sé, que los dioses y diosas me hagan perecer más miserablemente de lo que me Siento perecer todos los días. Algunos creen que el conocimiento que poseía del porvenir le había revelado su suerte, y que sabía muy de antemano cuánta infamia y amargura le esperaban en aquella época. En previsi6n de esto, dicen, al comenzar su principado. rehusó con obstinación el título de Padre de la patria, y el privilegio de que se jurase por sus actos, temiendo que tan grandes honores, de los que sería muy pronto indigno, hiciesen resaltar más y más su envilecimiento. Esto al menos es lo que puede deducirse del discurso que pronunció en aquella circunstancia. cuando dijo: que siempre sería semejante a sí mismo y no cambiaría sus costumbres mientras conservase la razón; pero que el Senado no debía dar el peligroso ejemplo de jurar obediencia a los actos de cualquiera que fuese, estando todos sujetos a cambiar; o cuando añadió: Si alguna vez llegáis a poner en duda la pureza de mis costumbres y mi abnegación hacia vosotros -¡y ojalá llegue mi último día antes que tal desgracia!-, ese nombre de Padre de la patria nada añadirá a mi honor; y vosotros mereceréis la censura de habérmelo otorgado con ligereza, o de haberos formado de mí dos opiniones diferentes.


LXVIII

Tiberio era grueso y robusto, y su estatura mayor que la ordinaria, ancho de hombros y de pecho, gallardo y bien proporcionado. Tenía la mano izquierda más robusta y ágil que la otra, y tan fuertes las articulaciones, que traspasaba con el dedo una manzana, y de un capirote hería la cabeza de un niño y hasta la de un joven. Tenía blanca la tez, los cabellos algo largos por la espalda y cayéndole sobre el cuello, según costumbre de su familia. El semblante hermoso, pero sujeto a cubrirse repentinamente de granos; los ojos muy grandes, y, cosa extraña, veía también de noche y en la obscuridad, pero durante poco tiempo y cuando acababa de dormir; después su vista se obscurecía poco a poco. Marchaba con la cabeza inm6vil y baja, con aspecto triste y casi siempre en silencio. No dirigía ni una palabra a los que le rodeaban; o si les hablaba, lo cual era muy raro, era con lentitud y con blanda gesticulación de dedos. Augusto había observado sus costumbres desagradables y arrogantes, y trató más de una vez de excusarlas ante el pueblo y el Senado como defectos hijos de la naturaleza y no del corazón. Gozó de salud poco menos que inalterable durante casi todo el tiempo de su reinado, aunque desde la edad de treinta años la dirigió a su antojo, sin ayuda ni consejo de ningún médico.


LXIX

Tenía tanto menos celo por los dioses y la religión, cuanto que se había entregado a la astrología y estaba persuadido de que todo obedecía a la fatalidad. Sin embargo, temía extraordinariamente a los truenos, y cuando había tempestad, llevaba en la cabeza una corona de laurel, porque esa especie de hojas parece tener la virtud de estar al abrigo del rayo.


LXX

Cultivó con ardor las letras griegas y latinas, y eligió por modelo, entre los oradores de Roma, a Mesala Corvino, cuya laboriosa ancianidad había admirado desde muy joven; pero obscurecía su estilo a fuerza de afectación y extrañas formas; lo que improvisaba valía algunas veces más que lo que había meditado. Compuso un poema lírico titulado Elegía sobre la muerte de L. César. Escribió también poesías griegas, en las que imitó a Euforión, Tiano y Partenio, autores que le deleitaban, y cuyas obras y retratos hizo colocar en las bibliotecas públicas entre los de los escritores antiguos mas ilustres; por esta razón, muchos eruditos rivalizaron en dirigirle comentarios sobre estos poetas. Mostró también por la historia legendaria un gusto que llegaba hasta el ridículo y lo absurdo. Así, pues, para experimentar el saber de los gramáticos, por los que, como ya hemos dicho, mostraba cierta debilidad, les proponía cuestiones como ésta: ¿Quién era la madre de Hécuba? ¿Cuál era el nombre de Aquiles entre las doncellas? ¿Qué cantaban ordinariamente las sirenas? El día que entró por primera vez en el Senado después de la muerte de Augusto, para satisfacer a la vez la piedad filial y la religión, creyó deber ofrecer, como ofreció Minos después de la muerte de su hijo, sacrificio de vino e incienso, pero sin tocar la flauta.


LXXI

Aunque hablaba con facilidad la lengua griega, no la usaba en todas las ocasiones, absteniéndose sobre todo de ella en el Senado; y habiendo empleado un día la palabra monopolio pidió perdón por aquel vocablo de origen extranjero. Otro día, cuando leían delante de él un decreto de los senadores en el que se encontraba la palabra griega emblema (2), opinó que debía cambiarse aquel término extraño y reemplazarse por una expresión latina, y si no la había, recurrir a una perífrasis. Prohibió a un soldado, a quien se pedía testimonio en griego, que contestase de otra manera que en latín.


LXXII

Durante todo el tiempo de su retiro, solamente dos veces trató de volver a Roma. La primera vino en un trirreme hasta los jardines inmediatos a la Naumaquia, habiendo colocado soldados en las dos orillas del Tíber para separar a cuantos salieran a recibirle; la segunda llegó por la vía Apia hasta siete millas de Roma; pero no hizo más que mirar las murallas y volvió atrás. En esta ocasión le había asustado un prodigio, pero no se sabe bien la causa de su regreso cuando su primer viaje. Tenía una serpiente de la especie de los dragones, que criaba por placer y alimentaba con su mano: encontróla comida por las hormigas, y un augur le advirtió entonces que temiese las fuerzas de la multitud. Volvió, pues, apresuradamente a Campania, y cayó enfermo en Astura; y después, sintiéndose mejor, prosiguió hasta Circeya. Allí, para que no se sospechase su enfermedad, asistió a los juegos militares, y hasta lanzó dardos a un jabalí soltado en la arena; pero estos esfuerzos le dieron dolor de costado, el aire le sorprendió estando caliente, y volvió a caer peligrosamente enfermo. Sin embargo, resistió algún tiempo aún, y habiéndose hecho llevar hasta Misena, nada suprimió de su ordinario género de vida, ni siquiera los festines, y demás placeres, bien por intemperancia, bien por disimulo. Un día en que, al levantarse de la mesa y en el momento de dejarla, el médico Caricles le había cogido la mano para besársela, creyó que procuraba exaaminarle el pulso, le rogó que volviese a sentarse y prolongó la comida. Ni siquiera se abstuvo aquel día de su costumbre de permanecer en pie después de la comida en medio del comedor, con un lictor a su lado, para recibir la despedida de todos los convidados y despedirles él mismo.


LXXIII

Entre tanto, habiendo leído en las actas del Senado que habían declarado absueltos, sin oírles siquiera, a muchos acusados acerca de los cuales se había limitado a escribir que los había señalado un denunciador, pensó estremeciéndose que se despreciaba su autoridad, y quiso volver a Capri, de cualquier manera que fuese, no atreviéndose a emprender nada sino al abrigo de sus rocas. Pero detenido por vientos contrarios y los progresos de la enfermedad, paró en una casa de campo de Lúculo y murió en ella a los setenta y ocho años de edad, y veintitrés de su principado, el día 17 antes de las calendas de abril, bajo el consulado de Cn. Acerronio Próculo y de C. Poncio Nigrino. Algunos creen que Calígula le había dado un veneno lento; otros, que le impidieron comer, en un momento en que le había abandonado la fiebre; y algunos, en fin, que le ahogaron debajo de un colchón, porque, recobrado el conocimiento, reclamaba su anillo que le habían quitado durante su desvanecimiento. Séneca ha escrito que, sintiendo cercano su fin, se había quitado el anillo como para darlo a alguien; que después de tenerlo algunos instantes, se lo había puesto otra vez en el dedo, permaneciendo largo tiempo inmóvil, con la mano izquierda fuertemente cerrada; que de pronto había llamado a sus esclavos, y que, no habiéndole contestado nadie, se levantó precipitadamente, pero que faltándole las fuerzas, cayó muerto al lado de su lecho.


LXXIV

En el último aniversario de su nacimiento, vió en sueños una enorme y admirable estatua de Apolo Temenites que había hecho traer de Siracusa para colocarla en la biblioteca de un templo nuevo, la cual le dijo que no sería él quien la consagraría. Pocos días antes de su muerte, un terremoto derribó en Capri la torre del faro. En Misena, cenizas calientes y carbones que habían llevado para calentar el comedor, habiéndose extinguido y enfriado, se encendieron de pronto por la tarde y ardieron hasta muy entrada la noche.


LXXV

A la noticia de su muerte fue tanta la alegría en Roma, que todos corrían por las calles, gritando unos: Tiberio al Tíber; otros pidiendo a la madre Tierra y a los dioses manes que solamente entre los impíos concediesen lugar al muerto; otros, en fin, amenazando al cadáver con el garfio de las Gemonias. Al recuerdo de sus antiguas barbaries se unía el horror por una crueldad reciente. Un senadoconsulto había establecido que el suplicio de los condenados se diferiría siempre hasta el décimo día; ahora bien, algunos desgraciados debían ser ejecutados precisamente el día en que se supo la muerte de Tiberio, e imploraban la compasión pública. Pero como aun no había nadie a quien dirigirse, estando todavía ausente Cayo, los guardias, temiendo faltar a lo mandado, los estrangularon y arrojaron a las Gemonias. Esto aumentó el odio contra el tirano, cuya barbarie se hacia sentir aún después de su muerte. Cuando trasladaron su cuerpo de Misena, la mayor parte de los habitantes gritaron que era necesario chamuscarle en el anfiteatro de Atela; pero los soldados le llevaron a Roma y lo quemaron con las ceremonias ordinarias.


LXXVI

Dos años antes de su muerte había hecho testamento, existiendo de él dos ejemplares, uno escrito de su mano y el otro por un liberto, pero los dos perfectamente idénticos y atestiguados por personas muy obscuras. Instituía herederos, por partes iguales, a sus nietos Cayo y Tiberio (que lo eran el primero por Germánico y el segundo por Druso), y los substituía el uno al otro. También dejaba legados a muchas personas, entre otras a las vestales, a todos los soldados, al pueblo romano y a los inspectores de los barrios.


Notas

(1) Todas estas palabras aluden al vino de distintos modos.

(2) Incrustaciones de oro.

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