Índice de Vida de los doce Césares de Suetonio | Anterior | Siguiente | Biblioteca Virtual Antorcha |
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CALÍGULA
Segunda parte
XXX
Hacia siempre herir a las víctimas a golpes leves repetidos, y jamás dejaba de recomendar a los verdugos, que le conocían bien, que hiriesen de manera que se sintieran morir. Habiendo mandado al suplicio un hombre por otro, a causa de una equivocación de nombre, dijo: Éste lo ha mérecido también. Incesantemente tenía en la boca estas palabras de una tragedia: Que me odien con tal de que me teman. Con frecuencia injurió a todos los senadores a la vez, llamándoles a veces hechuras de Sejano, a veces delatores de su madre y de sus hermanos; y mostrando los documentos que había fingido arrojar al fuego, justificaba la crueldad de Tiberio, porque aquellas acusaciones, según decía, la hicieron necesaria. No cesaba de hablar mal del orden ecuestre, a causa de su pasión por los juegos y espectáculos. Furioso por ver a la multitud favorecer en el circo a un partido al que él era contratio, exclamó: ¡Ojalá tuviese una sola cabeza el pueblo romano! En ocasión en que reclamaba para la arena a un criminal llamado Tetrinio, dijo: que los que lo pedían eran también tetrinios. Cinco reciarios de los que visten túnicas y combaten en grupo habían sido derribados, sin oponer resistencia, por otros tantos gladiadores completamente armados; cuando se pronunciaba ya la sentencia de su muerte, uno de los vencidos, recobrando el tridente, mató a los vencedores. Calígula deploró en un edicto aquella inesperada y espantosa matanza, y execró a los que habían consentido en presenciarla.
XXXI
Oyósele lamentar más de una vez que no hubiese ocurrido en su reinado ninguna calamidad pública, mientras que el de Augusto se distinguía por la derrota de Varo, y el de Tiberio por la caída del anfiteatro de Fidena. Al suyo, decía, le amenazaba el olvido por demasiado feliz y frecuentemente deseaba sangrientas derrotas, hambres, pestes, vastos incendios y terremotos.
XXXII
No prescindía de su ferocidad ni en medio de sus placeres, juegos y festines. Muchas veces daban tormento en su presencia mientras comía o se entregaba al desorden con sus amigos. Un soldado experto en cortar cabezas ejercía delante de él su habilidad en todos los prisioneros que le presentaban. Cuando dedicó el puente de Puzol, de que ya hemos hablado, invitó a los que estaban en la orilla a reunirse con él, y de pronto mandó arrojarlos abajo. Algunos se agarraron a los barcos y les hizo arrojar al mar a golpes descargados con garfios y remos. Durante una comida pública en Roma, habiendo arrancado de un lecho un esclavo una hoja de plata, mandó en el acto al verdugo que le cortase las manos, se las colgase al cuello y lo pasease así por todas las mesas con un cartel que dijese la causa del castigo. En ocasión en que esgrimía con un gladiador mirmilón, armado como él con una varilla, éste cayó involuntariamente; Calígula le atravesó de una puñalada, y corrió por todas partes con una palma en la mano, como los vencedores del anfiteatro. Durante un sacrificio, en el momento en que iba a ser inmolada la víctima, se ciñó como los sacrificadores, y cogiendo el mazo mató al que presentaba el cuchillo sagrado. En medio de espléndida comida comenzó de pronto a reír a carcajadas; los cónsules sentados a su lado le preguntaron con acento adulador de qué reía: Es que pienso, contestó, que puedo con una señal haceros degollar a los dos.
XXXIII
He aquí algunas de sus bromas. Un día se colocó por burla al lado de la estatua de Júpiter, y preguntó al trágico Apeles cuál de los dos le parecía más grande, y como vacilase en contestar le hizo en seguida azotar, y advirtió que tenía la voz agradable y hermosa en las súplicas y hasta en los gemidos. Cuantas veces besaba el cuello de su esposa o de su amante, decía: Esta hermosa cabeza caerá en cuanto yo lo ordene; y muchas veces repetía que mandaría dar tormento a su querida Cesonia para que dijese ella misma por qué la amaba tanto.
XXXIV
Su envidiosa malignidad; su crueldad y su orgullo se extendían a todo el género humano y a todos los siglos. Derribó las estatuas de los grandes hombres, que Augusto había trasladado del Capitolio, donde había poco espacio, al vasto recinto del Campo de Marte; y de tal manera dispersó los restos, que cuando quisieron restaurarlas no pudieron encontrarse completas las inscripciones con que estaban adornadas. Prohibió que en adelante se pudiese hacer sin orden o permiso suyo la estatua de ningún hombre vivo. También quiso destruir los poemas de Homero, y preguntaba: ¿por qué no habría de poder hacer yo lo que hizo Platón, que lo desterró de la República que organizó? Poco faltó para que hiciese desaparecer de todas las bibliotecas las obras y retratos de Virgilio y Tito Livio, diciendo: que el uno carecía de ingenio y de saber, y el otro era historiador locuaz e inexacto. En fin, más de una vez se vanaglorió de hacer muy pronto inútil y despreciable toda la ciencia de los jurisconsultos, y proclamó frecuentemente: ¡Por Hércules!, yo haré que no puedan dar ninguna respuesta con prescindencia de mí.
XXXV
Prohibió a los romanos más nobles las antiguas distinciones de sus familias, a Torcuato, el collar; a Cincinato, el pelo rizado; a Cn. Pompeyo, que pertenecía a esta antigua familia, el nombre de Grande. Había llamado a Roma al rey Ptolomeo, de quien antes hablé, y lo recibió muy bien; pero un día que daba un espectáculo le hizo matar de improviso, por el solo delito de haber llamado la atención general al entrar en el teatro, por el brillante color púrpura de su manto. Si encontraba un hombre cuya hermosa cabellera realzaba su gallardía, en el acto hacía afeitarle la parte posterior del cráneo. Un tal Esio Próculo, hijo de un centurión primipilario, por su belleza y estatura había recibido el nombre de Colosseros (1); habiéndole visto Calígula en un banco del anfiteatro, le hizo bajar en el acto a la arena, oponiéndole en primer lugar un tracio y después un gladiador completamente armado. Próculo venció a los dos, pero el emperador mandó inmediatamente agarrotarle, cubrirle de harapos, pasearlo así por las calles, mostrándolo a las mujeres, y degollarlo en seguida. No había condición tan baja, ni fortuna tan modesta que pudiera ponerse a cubierto de su envidioso odio. Hacia muchos años que estaba el mismo sacerdote en posesión del sacerdocio de Diana de Aricia, y le suscitó un concurrente mucho más robusto que él. A un gladiador llamado Porio, que después de brillante victoria manumitió en el circo a un esclavo suyo, el pueblo le aplaudió con entusiasmo; disgustado Calígula, salió tan apresuradamente del espectáculo que, pisándose la toga, cayó desde lo alto de las gradas, y exclamó con indignación que el pueblo-rey honraba más a un gladiador por fútil motivo que la sagrada memoria de los Césares, en la misma presencia del emperador.
XXXVI
Jamás cuidó de su pudor ni del ajeno; y créese que amó con amor infame a M. Lépido, al payaso Mnester y a algunos rehenes. Valerio Cátulo, hijo de un consular, llegaba a gritar que lo habla prostituido y que estaba extenuado por ello. Sin hablar de sus incestos con sus hermanas, ni de su conocida pasión por la cortesana Piralis, no respetó a ninguna mujer distinguida. Lo más frecuente era que las invitase a comer con sus esposos, hacialas pasar y repasar delante de él, las examinaba con la minuciosa atención de un mercader de esclavas, y si alguna bajaba la cabeza por pudor, se la levantaba con la mano. En seguida llevaba a la que le agradaba más a una habitación inmediata, y volviendo después a la sala del festín, con las recientes señales del deleite, elogiaba o criticaba en alta voz lo que habla encontrado agradable o defectuoso en la persona de cada una y en sus relaciones con él. Algunas fueron notificadas de su divorcio por él mismo en nombre de sus maridos ausentes, e hizo insertar estos divorcios en los anales públicos.
XXXVII
Sus prodigalidades superaron la extravagancia de los más pródigos. Inventor de una nueva especie de baños, de manjares extraordinarios y de banquetes monstruosos, lavábase con esencias unas veces calientes y otras frías; tragaba perlas de crecido precio disueltas en vinagre; hacía servir a sus convidados panes y manjares condimentados con oro, diciendo que era necesario ser económico o vivir como César. Durante muchos días arrojó al pueblo desde lo alto de la basílica Julia enorme cantidad de moneda pequeña. Hizo construir naves libúrnicas de diez filas de remos, con velas de diferentes colores y guarnecidas en la popa con piedras preciosas. Encerraban estas naves baños, galerías y comedores, gran variedad de vides y árboles frutales. En ellas costeaba la Campania y ofrecía festines muellemente acostado, en pleno día, en medio de danzas y músicas. No tenía en cuenta las reglas en la construccion dé sus palacios y casa de campo, y nada ambicionaba tanto como ejecutar lo que se consideraba irrealizable; construía diques en mar profundo y agitado; hacía dividir las rocas más duras; elevaba llanuras a la altura de las montañas y arrasaba los montes al nivel de los llanos: todo esto con increíble rapidez, castigando la lentitud con pena de muerte. Y para decirlo todo de una vez, en menos de un año disipó los famosos tesoros de Tiberio César, que ascendían a dos mil setecientos millones de sestercios.
XXXVIII
Agotados los tesoros y reducido a la pobreza, recurrió a la rapiña y se mostró fecundo y sutil en los medios que empleó: el fraude, las ventas públicas y los impuestos. Pretendía que aquellos cuyos antepasados habían obtenido para ellos y sus descendientes el derecho de ciudadanía romana, lo gozaban ilegalmente si no lo habían recibido de sus padres, porque la palabra descendientes no podía entenderse, según él, más allá de la primera generación; y cuando le presentaban diplomas acordados por Julio César o Augusto, los anulaba como títulos viejos y sin valor. Persiguió por falsa declaración a aquellos cuyo caudal había auméntado de cualquier manera, y por poco que fuese, después de la época del último censo. Rescindió, por causa de ingratitud, los testamentos de todos los primipilarios que desde el principio del reinado de Tiberio no habían dejado su herencia ni al emperador ni a él. También anulaba los de los demás ciudadanos, cuando declaraba cualquiera que el testador había manifestado al morir, deseos de que fuese el César su heredero. Dada así la alarma, muchas personas desconocidas le llamaron abiertamente a la sucesión con sus amigos, muchos padres con sus hijos. Entonces decía que era irrisión vivir después de haberle nombrado heredero, y a la mayor parte de éstos mandaba pasteles envenenados. No subía como juez a su tribunal sino después de haber fijado la cantidad que quería recoger, y en cuanto la recogía, levantaba la sesión. Impaciente siempre por marcharse, condenó una vez en una sola sentencia a más de cuarenta ciudadanos acusados de diferentes crímenes, y despertando a Cesonia, se alabó de haber ganado su jornal mientras ella dormía la siesta.
XXXIX
Habiendo anunciado una venta en subasta, hizo exponer y vender lo sobrante del material de todos los espectáculos, fijó él mismo los precios, y tanto los hizo subir, que algunos ciudadanos obligados a comprar viéndose arruinados, se abrieron las venas. Cosa sabida es que viendo a Aponio Saturnino dormitando en un banco, dijo al pregonero que aquel antiguo pretor le hacía señas con la cabeza de que continuaba pujando, y no cesó de subir el precio hasta que le hizo adjudicar, sin saberlo él, trece gladiadores en nueve millones de sesterdos. Vendió en la Galia las alhajas, muebles, esclavos y hasta los libertos de sus hermanas sobre quienes había recaído sentencia condenatoria, y obtuvo cantidades inmensas. Seducido por el cebo de la ganancia, mandó llevar de Roma todo el mobiliario de la antigua Corte, y embargó para el transporte de aquellos objetos todos los carruajes de alquiler y todos los caballos de los molineros, de manera que con frecuencia faltó el pan en Roma; y la mayor parte de los litigantes, no pudiendo asistir a la asignación, incurrieron, como ausentes, en la pérdida de la acción. No hubo fraude ni artificio que no emplease en la venta de aquellos muebles, censurando a unos compradores su avaricia, preguntando a otros si no se avergonzaban de ser más ricos que él, y fingiendo a veces prodigar de aquella manera a particulares lo que había pertenecido a príncipes. Supo que un rico habitante de provincia había dado doscientos mil sestercios a sus mayordomos para ser admitido a la mesa sin estar oficialmente convidado. No sintió que se pagase tan caro el honor de comer con él, y a la mañana siguiente, viendo al mismo individuo sentado en la sala de ventas, le adjudicó por doscientos mil sestercios una bagatela cualquiera, haciendo decirle que cenaría con el César por invitación personal.
XL
Hizo pagar impuestos nuevos y desconocidos hasta entonces, cobrándolos primeramente los receptores públicos, y en seguida, como era inmensa la ganancia, los centuriones de las tribus de la guardia pretoriana. No hubo persona ni cosa a la que no se impusiese gravamen. Estableció un derecho fijo sobre todos los comestibles que se vendían en Roma; exigió de los litigantes, dondequiera que se juzgase un pleito, la cuadragésima parte de la cantidad en litigio, y estableció pena contra aquellos a quienes se probase que habían transigido o desistido de sus pretensiones; a los mozos de carga se les impuso el octavo de su ganancia diaria; a las cortesanas el precio de una de sus visitas, y añadió a este artículo de la ley, que igual cantidad se exigiría a todos aquellos hombres y mujeres que habían vivido de la prostitución: hasta al matrimonio se le impuso contribución.
XLI
Habíanse anunciado estos impuestos, pero no se habían publicado, y como por ignorancia se cometían muchas contravenciones, decidióse al fin, por instancias del pueblo, a fijar en público su ley; pero la hizo escribir en letra tan menuda, y la expuso en sitio tan estrecho, que fue imposible sacar copias. Para hacer dinero de todo, estableció un lupanar en su propio palacio: construyéronse gabinetes y los amueblaron según la dignidad del sitio; constantemente los ocupaban matronas y jóvenes de nacimiento libre y los nomenclatores iban a las plazas públicas y a los alrededores de los templos a invitar al placer a los jóvenes y a los ancianos. A su entrada les prestaban a enorme interés una cantidad y se tomaban ostensiblemente sus nombres como para honrarles por contribuir al aumento de las rentas del César. Tampoco desdeñaba los provechos del juego; pero sus beneficios más cuantiosos procedían del fraude y del perjurio. Un día encargó al que tenia a su lado que jugase por él, y yendo a colocarse en la puerta de su palacio, hizo apoderarse inmediatamente de dos ricos caballeros romanos que pasaban, les confiscó los bienes y entró alegremente, gloriándose de no haber sido nunca tan afortunado a los dados.
XLII
Cuando nació su hija, quejóse de ser pobre y de sucumbir a la vez bajo el peso del Imperio y de la paternidad y recogió ofrendas para la crianza y la dote al comenzar el año; y el dia de las calendas de enero se colocó en la entrada de su palacio, y allí recibió por si mismo el dinero que multitud de personas de toda condición arrojaron a manos llenas delante de él. En los últimos tiempos, su pasión por la riqueza se había trocado en frenesí, y con frecuencia paseaba descalzo sobre inmensos montones de oro, colocados en vasto salón, y algunas veces se revolcaba sobre ellos.
XLIII
Las fatigas militares no las soportó más que una vez, y no fue a causa de una decisión madurada. Habiendo ido a ver el río Clitumno y el bosque inmediato, avanzó hasta Mevania. Allí le aconsejaron completar la guardia bátava que entonces le rodeaba, y en seguida se le ocurrió comenzar una expedición contra los germanos. No perdió un momento, y mandó venir de todos lados legiones y tropas auxiliares; hizo levas rigurosamente; ordenó reunir todo género de bastimentos en cantidades nunca vistas, y se puso en marcha, caminando unas veces con tal rapidez que, para seguirle, tenían las cohortes pretorianas que cargar las enseñas en los bagajes, en contra de la costumbre; en otras, con tanta flojedad y molicie, que se hacia llevar por ocho esclavos en una litera, y los habitantes de los pueblos vecinos recibían orden de barrer los caminos y rociarlos para quitar el polvo.
XLIV
Cuando llegó al campamento quiso mostrarse general rígido y severo, despidiendo ignominiosamente y degradando a los legados que habían llegado tarde con las tropas que debían llevar. Cuando revistó el ejército, licenció, so pretexto de que estaban viejos y extenuados, a la mayor parte de los centuriones primipilarios que se encontraban en edad madura, quedándoles a algunos muy pocos días para cumplir su tiempo. A otros les acusó de avaricia, y redujo a seis mil sestercios el premio de los veteranos. Todas sus hazañas se redujeron en último término a recibir la sumisión de Adminio, hijo de Cinobelino, rey de los bretones, que expulsado por su padre había venido a refugiarse a su lado con corto acompañamiento. Entonces, cual si hubiese subyugado toda la Bretaña, escribió a Roma pomposas cartas, y mandó a los correos que fuesen en carro al Foro y al Senado, y no las entregasen más que a los cónsules y en el templo de Marte, en presencia de todos los senadores reunidos.
XLV
Poco después, no sabiendo a quién combatir, hizo pasar al otro lado del Rin a algunos germanos de su guardia con orden de ocultarse. Hecho esto, debían venir a anunciarle atropelladamente, después de comer, que se acercaba el enemigo. Así lo hicieron: y lanzándose en seguida al bosque inmediato con sus amigos y una parte de los jinetes pretorianos, hizo cortar árboles, los adornó como trofeos, y volvió a su campamento a la luz de las antorchas, reconviniendo a los que no le habían seguido como tímidos y cobardes. Por el contrario, aquellos que habían contribuído a su victoria recibieron de su mano una nueva especie de corona, a la que dió el nombre de exploratoria, y en la que estaban representados el sol, la luna y los astros. En otra ocasión hizo sacar de una escuela a algunos jóvenes rehenes, les mandó marchar secretamente, y abandonando de pronto numerosa reunión de convidados, les persiguió con la caballería como fugitivos, los alcanzó y los trajo cargados de cadenas; porque en tan repugnante comedia había de violar también las leyes de la humanidad. En seguida volvió a ocupar su puesto en el festín, y habiendo llegado soldados a anunciarle que la tropa estaba reunida, les hizo sentar, armados como estaban, a la mesa, y les excitó, citando un verso célebre de Virgilio a vivir y conservarse para tiempos más felices. Desde el campamento reconvino a los senadores en severo edicto, porque solamente pensaban en la mesa, el circo, el teatro y en agradables partidas de campo, cuando el César estaba peleando.
XLVI
Últimamente, adelantóse hacia las orillas del océano a la cabeza del ejército, con gran acopio de balistas y máquinas de guerra, cual si meditase alguna gran empresa, sin que nadie conociese ni sospechase su designio, hasta que de pronto mandó a los soldados recoger conchas y llenarse de ellas los cascos y ropas, llamándolas despojos del océano debidos al Capitolio y al palacio de los Césares. Como testimonio de su victoria construyó altísima torre en la que encendieron por las noches, a manera de faros, luces para dirigir la marcha de las naves. Prometió a los soldados una gratificación de cien dineros por cabeza, y como si aquello fuese el colmo de la generosidad, les dijo: Marchad contentos y ricos.
XLVII
Ocupándose en seguida de los preparativos de su triunfo, eligió y reservó para esta ceremonia, además de los prisioneros y tránsfugas bárbaros, todos aquellos galos que encontraba más altos y robustos, y como él mismo decía más dignos de un triunfo y con ellos, algunos de la nobleza del país. Obligóles a dejarse crecer la cabellera, a teñirla como la de los germanos, a vestir su traje y hasta a aprender sú lengua. Mandó también que llevasen a Roma, por tierra, las galeras trirremes con que entró en el océano, y escribió a sus mayordomos que le preparasen el triunfo más esplendente que jamás se hubiese visto, y el menos costoso para él, atendiendo a que tenía derecho a disponer de los bienes de todos.
XLVIII
Antes de partir de la provincia de las Galias, concibió el abominable proyecto de exterminar las legiones que se habían sublevado después de la muerte de Augusto y sitiaron a su padre Germánico y a él mismo, niño a la sazón. Mucho costó disuadirle de proyecto tan odioso, pero nada pudo impedirle que diezmase a aquellos soldados. Mandóles, pues, reunirse sin armas y hasta sin espadas, so pretexto de arengarles, y les hizo rodear por la caballería. Mas cUarndo vió que la mayor parte de ellos, sospechando su designio, escapaban por todos lados para recoger sus armas y prepararse a la resistencia, suspendió el discurso y tomó en el acto el camino de Roma, dirigiendo todo su furor contra el Senado, al que amenazó abiertamente, con objeto de separar la atención pública del vergonzoso espectáculo de su conducta. Entre otras cosas, se quejaba de que no le hubiesen decretado el triunfo de que era digno, cuando él mismo, poco tiempo antes, había prohibido, bajo pena de muerte, que jamás se tratase de tributarle honores.
XLIX
Cuando los emisarios del Senado fueron a suplicarIe que acelerase su regreso: Iré, sí, iré, y ésta conmigo, dijo golpeando el pomo de la espada que tenía ceñida. Añadió también que solamente volvía para los que lo deseaban, para los caballeros y para el pueblo, pero que los senadores no encontrarían en él ni un ciudadano ni un príncipe. Prohibió además que ninguno de ellos saliese a recibirlo, y, renunciando al triunfo o aplazándolo, entró en Roma, con los honores de la ovación solamente, el día aniversario de su nacimiento. Cuatro meses después pereció, meditando atrocidades más grandes que cuantas había cometido hasta entonces. Quiso primeramente retirarse a Ando y hasta a Alejandría, después de hacer matar a los ciudadanos más dignos de los dos primeros órdenes. Imposible sería dudarlo, puesto que se encontraron entre sus papeles secretos dos que tenían por título: La espada el uno y El puñal el otro, y que eran listas con notas de los que destinaba a la muerte. Encontróse también en su palacio un cofre grande lleno de venenos diferentes; Claudio mandó arrojarlos al mar, que, según dicen, quedó de tal manera emponzoñado, que el flujo arrojó a la playa gran cantidad de peces muertos.
L
Era alto, tenía la tez lívida y el cuerpo mal proporcionado, las piernas y el cuello muy delgados, los ojos hundidos, deprimidas las sienes, ancha y abultada la frente, escasos cabellos, enteramente calva la parte superior de la cabeza y el cuerpo muy velludo. Por esta razón era crimen capital mirarle desde lo alto cuando pasaba, o pronunciar, bajo cualquier pretexto que fuese, la palabra cabra. Su semblante era naturalmente horrible y repugnante, y procuraba hacerlo más espantoso aun, estudiando delante de un espejo todas las fisonomías que podían infundir terror. No era sano de cuerpo ni de espíritu. Atacado de epilepsia desde sus primeros años, no por eso dejó de mostrar ardor en el trabajo desde la adolescencia, aunque experimentando síncopes repentinos que le privaban de fuerza para moverse y estar en pie y de los que se recobraba con dificultad. Conocía su enfermedad y había pensado más de una vez curarse en profundo retiro. Créese que Cesonia le dió un filtro para que la amase, que no produjo otro efecto qué el de trastornarlo. Excitábale especialmente el insomnio y nunca podía dormir más de tres horas, y éstas ni siquiera con tranquilidad, porque lo turbaban extraños ensueños, entre otros aquél en que le hablaba el mar. Así, pues, la mayor parte de las noches, cansado de velar, se sentaba en el lecho o paseaba por vastas galerías esperando e invocando la luz del día.
LI
A estos extravíos de espíritu debe atribuirse sin duda la reunión en este emperador de dos defectos muy opuestos: una extremada confianza y una excesiva cobardía. Este mismo hombre que tanto despreciaba a los dioses cerraba los ojos y se envolvía la cabeza al más ligero relámpago y al trueno más insignificante, y cuando aumentaba el estruendo se escondía debajo de su lecho. En un viaje a Sicilia, después de burlarse de muchos milagros que le celebraban, huyó de Mesina una noche, espantado por el humo y los rugidos que escapaban del cráter del Etna. No cesaba de proferir terribles amenazas contra los bárbaros; y un día que atravesaba en coche un desfiladero al otro lado del Rin, y en medio de sus tropas, habiendo dicho uno que no sería pequeña la alarma si se presentase de pronto el enemigo, montó en el acto a caballo y huyó hacia el río: allí encontró el puente obstruído por los bagajes y criados del ejército, y, en su impaciencia, decidió hacerse trasportar a brazo por encima de todas las cabezas. Poco tiempo después, como se hablaba de una sublevación de la Germania, solamente pensó en huir, e hizo equipar naves, no teniendo otro consuelo, decia, que la esperanza de conservar al menos las provincias ultramarinas, si los vencedores se apoderaban de los Alpes, como los cimbrios, o de Roma, como los senones. Creo que esto es sin duda lo que sugirió a sus asesinos la idea de decir a los soldados que comenzaban a amotinarse, que Calígula se había suicidado a la noticia de una derrota.
LII
Su ropa, su calzado y en general todo su traje no era de romano, de ciudadano, ni siquiera de varón. Frecuentemente se le vió en público con brazaletes y manto corto guarnecido de franjas y cubierto de bordados y piedras preciosas; otras veces. con vestidos de seda y túnica con mangas. Por calzado, llevaba sandalias, coturno, o botines de corredor, y algunas veces zueco de mujer. Con mucha frecuencia se presentaba con barba de oro, llevando en la mano un rayo, un tridente o un caduceo, insignias de los dioses, y algunas veces se vestía también de Venus. Hasta antes de su expedición a Germania, llevaba con asiduidad los ornamentos triunfales, y no era cosa rara verle la coraza de Alejandro Magno, que había mandado sacar del sepulcro de este príncipe.
LIII
En cuanto a los estudios liberales, aplicóse muy poco a la literatura y mucho a la elocuencia. Tenía palabra abundante y fácil, sobre todo cuando peroraba contra alguno. La cólera le inspiraba ampliamente ideas y palabras, respondiendo a su apasionamiento su pronunciación y su voz; no podía permanecer quieto, y su palabra llegaba hasta los escuchas más lejanos. Cuando tenía que hablar en público deda con acento amenazador: que iba a lanzar los dardos de sus vigilias. De tal manera despreciaba la elegancia y adornos de estilo, que reprochaba a las obras de Séneca, el escritor en boga entonces, ser meras tiradas teatrales y como arena sin cimientos. Ordinariamente contestaba por escrito a los oradores cuyos discursos habían tenido más éxito. Cuando habían de ser juzgados en el Senado acusados ilustres, meditaba oraciones en pro y en contra, y según el efecto que esperaba del estilo de ellas, les abrumaba o les salvaba, pronunciando una u otra. Estos días invitaba por edicto a todo el orden ecuestre a acudir para escucharle.
LIV
Practicó otras artes muy diferentes con increíble ardor. Sucesivamente gladiador, auriga, cantor y bailarín, esgrimió en la arena con armas de combate, y guió carros en diversos circos. Tan apasionado era por el canto y el baile, que en el espectáculo no podía dominarse y cantaba delante de todo el mundo con el actor trágico que estaba en escena, e imitaba todos los gestos del histrión como para aprobarlo o corregirlo. Supónese que no tuvo otro motivo para ordenar una velada, el día en que lo mataron, que el deseo de presentarse en la escena con más serenidad a favor de la obscuridad. Esta era también la hora que elegía para bailar. Una vez hizo llamar a palacio a medianoche a tres consulares, que llegaron sobrecogidos de terror. Hízoles colocarse en su teatro, y de pronto se lanzó al escenario con gran estrépito, al ruido de flautas y de sandalias sonoras, con el manto flotante y la túnica de los actores; en seguida ejecutó una danza acompañada de canto y desapareció. Este hombre, que había aprendido tantas cosas, no sabía nadar.
LV
Su pasión por los que le agradaban llegaba a la locura. Besaba en pleno teatro al payaso Mnester, y si mientras bailaba este histrión alguien hacía el ruido más ligero, mandaba llevar a su presencia al perturbador y lo azotaba por su mano. Un día mandó un centurión para que dijese a un caballero romano que provocaba un desorden que partiese en el acto para Ostia y llevase de su parte una carta al rey Ptolomeo, en Mauritania. En la carta no decía más que: No hagas bien ni mal al que te envío. Favoreció a los gladiadores llamados tracios hasta poner a algunos al frente de su guardia germánica, y redujo la armadura de los mirmilones. Uno de éstos, llamado Columbo, salió vencedor en un combate, pero ligeramente herido; Calígula introdujo en la herida un veneno al que después llamó columbino en memoria de este hecho. Al menos, con este nombre escrito de su mano se le encontró entre los otros. Tan adicto era al partido de los aurigas verdes, que frecuentemente comía con ellos en su caballeriza y dormía allí. Un día dió al auriga Eutico, como regalo de mesa, después de una orgía, dos millones de sestercios. Quería de tal modo a un caballo llamado Incitatus, que la víspera de las carreras del circo mandaba soldados a imponer silencio en todo el vecindario, para que nadie turbase el descanso de aquel animal. Mandó construirle una caballeriza de mármol, un pesebre de marfil, mantas de púrpura y collares de Perlas: dióle casa completa, con esclavos, muebles, en fin, todo lo necesario para que aquellos a quienes en su nombre invitaba a comer con él, recibiesen magnífico trato, y hasta se dice que le destinaba el consulado.
LVI
Estas extravagancias y horrores hicieron concebir a algunos ciudadanos el proyecto de matarlo. Descubriéronse dos conjuraciones, y mientras otros conspiradores vacilaban, por falta de ocasión, dos romanos se comunicaron su designio y lo ejecutaron, favorecidos ocultamente por sus libertos más poderosos y por los prefectos del pretorio, señalados ya, aunque injustamente, como cómplices de una conspiración, sabían que desde entonces eran sospechosos y se les odiaba. En efecto, Calígula les había reconvenido en particular con suma acritud, y desenvainando en seguida la espada, les había dicho que estaba pronto a darse la muerte si creían que la merecía; y desde entonces no había cesado de acusarles sucesivamente y de excitar contra ellos el odio y las sospechas. Convínose en atacarle al mediodía, a la salida del espectáculo de los juegos palatinos. Casio Querea, tribuno de una cohorte pretoriana, pidió descargar el primer golpe. Calígula insultaba sin cesar su vejez y nunca le dirigía más que palabras ultrajantes, tratándole de cobarde y afeminado. Si se presentaba a pedirle la consigna, le contestaba Priapo o Venus; si el tribuno tenía que darle gracias por algo, le presentaba la mano a besar con movimientos obscenos.
LVII
Muchos prodigios anunciaron su muerte. En Olimpia, la estatua de Júpiter, que había mandado quitar y trasladar a Roma, lanzó tal carcajada cuando la tocaron, que cayeron las máquinas, y los obreros huyeron a la carrera. En seguida se presentó un tal Casio, que dijo haber recibido en sueños orden de sacrificar un toro a Júpiter. El día de los idos de marzo cayó un rayo sobre el Capitolio de Capua y otro en Roma en el templo de Apolo Palatino, guardián del atrio; de lo que se dedujo, en primer lugar, que amenazaba al emperador un enorme peligro por parte de sus guardias, y además que iba a realizarse un asesinato ruidoso como el que se había cometido en otro tiempo en igual día. El astrólogo Sila, a quien consultó Calígula acerca de su horóscopo, le anunció como próxima e inevitable una muerte violenta. Los oráculos de Anzio le advirtieron que se guardase de Casio, y con este aviso mandó matar a Casio Longino, procónsul de Asia a la sazón, olvidando que Querea se llamaba también Casio. La víspera de su muerte soñó que había estado en el cielo al lado del trono de Júpiter, y que este dios, empujándole con el dedo gordo del pie derecho, lo lanzó a la tierra. Consideraron también como prodigios muchas cosas que la casualidad produjo aquel mismo día. Durante un sacrificio, fue rociado con la sangre de un flamenco; el histrión Mnester danzó en una tragedia que el actor Neoptolomeo representó en otro tiempo el día que mataron a Filipo de Macedonia; en la pantomima titulada Laureolo. en la que el actor principal vomita sangre cuando sale de debajo de las ruinas de un edificio, muchos de los que desempeñaban las segundas partes, queriendo demostrar su habilidad. la vomitaron también, quedando ensangrentado el escenario; en fin, habían preparado para la noche que siguió a su muerte un espectáculo en el que egipcios y etíopes representaban escenas de los infiernos.
LVIII
El 9 de las calendas de febrero, cerca de la hora séptima, encontrándose en duda acerca de si se levantaría para comer, porque tenía el estómago cargado aun con la comida de la víspera, sus amigos lo decidieron a hacerlo, y salió. Tenía que pasar por una bóveda donde ensayaban entonces niños pertenecientes a las primeras familias del Asia y que él había hecho venir para desempeñar algunos papeles en los teatros de Roma. Detúvose a verlos y exhortarlos a trabajar bien, y si su jefe no se hubiera quejado del frío, hubiera retrocedido para mandar que comenzase el espectáculo. No convienen todos acerca de lo que sucedió después: dicen unos que mientras hablaba con aquellos niños, Querea, colocado a su espalda, le hirió violentamente en el cuello con la espada, gritando: ¡Herid!, y que en el acto el tribuno Cornelio Sabino, otro conjurado, le atravesó el pecho. Pretenden otros que Sabino, después de separar a todo el mundo por medio de centuriones que pertenecían a la conjuración había preguntado a Calígula la consigna, según costumbre, y que habiéndole dicho éste Júpiter, exclamó Querea: Recibe una prueba de su cólera; y le descargó un golpe en la mandíbula en el momento en que volvía la cabeza hacia él. Derribado al suelo y replegándose sobre sí mismo, gritó que vivía aún, pero los demás conjurados le dieron treinta puñaladas. La consigna de éstos era ¡Repite!, y hasta hubo uno que le hundió el hierro en los órganos genitales. Al primer ruido acudieron a socorrerlo sus porteros con los bastones, así como también los soldados de la guardia germánica, que mataron a muchos de los asesinos, y hasta a dos senadores ajenos al crimen.
LIX
Calígula vivió veintinueve años y fue emperador durante tres años, diez meses y ocho días. Llevaron secretamente su cadaver a los Jardines de Lamia, lo chamuscaron en una pira hecha de prisa, y después lo enterraron, cubriéndolo con un poco de césped. Más adelante sus hermanas, vueltas del destierro, lo hicieron exhumar, lo quemaron y sepultaron las cenizas. Asegúrase que hasta esta época inquietaron fantasmas a los guardias de aquellos jardines, y resonaron ruidos espantosos por la noche en la casa donde lo mataron hasta el día en que se incendió. Su esposa Cesonia pereció al mismo tiempo que él, asesinada por un centurión, y a su hija la estrellaron contra una pared.
LX
Da idea de aquellos tiempos el que al principio todos rehusaron prestar crédito a la noticia de su muerte, suponiendo que Cayo había hecho correr el rumor para sorprender mediante este artificio los sentimientos que inspiraba. Los conjurados no destinaron el Imperio a nadie, y el Senado quería tan unánimemente restablecer la libertad, que los cónsules no lo convocaron al principio en la sala ordinaria, debido a que se denominaba Julia, sino en el Capitolio. Algunos opinaron por la abolición de la memoria de los Césares y la destrucción de sus templos. Ha sido observado que todos los Césares que habían llevado el nombre de Cayo perecieron por el hierro, empezando por el que fue asesinado en tiempo de Cinna.
Notas
(1) El amor coloso.
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