Índice de Vida de los doce Césares de Suetonio | Anterior | Siguiente | Biblioteca Virtual Antorcha |
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CLAUDIO
Segunda parte
XXIV
Concedió las insignias consulares hasta a los delegados imperiales llamados ducenarios. Quitó la categoría de caballeros a los que rehusaban la de senadores. Aunque al comenzar su mando se comprometió formalmente a no crear ningún senador que no fuese al menos tataranieto de un ciudadano romano, dió la laticlavia al hijo de un liberto, pero a condición de que antes se haría adoptar por un caballero. Para adelantarse a la censura que temía, recordó el ejemplo del censor Apio Ceco, fundador de su raza, que había hecho ingresar en el Senado hijos de libertos; pero ignoraba que en tiempos de Apio, y hasta mucho después de él, llamaban libertos, no a los que habían conseguido la manumisión, sino a los hombres libres nacidos de aquéllos. El colegio de los cuestores quedó eximido de la reparación de los caminos públicos, pero se le impuso la obligación de dar juegos de gladiadores. Quitóles también el gobierno de la Galia y de Ostia, y les restituyó la custodia del tesoro de Saturno, confiado, desde el tiempo de Augusto, a pretores encargados, o como ahora se hace, a antiguos pretores. Concedió los ornamentos triunfales a Silano, prometido de su hija, antes de tener la edad de la pubertad; y en general, los concedió con tanta profusión y facilidad, que las legiones le dirigieron en común una solicitud en la que le pedían que los legados consulares recibiesen los ornamentos del triunfo al mismo tiempo que el mando de un ejército, para que no buscasen sin cesar pretextos de guerra. Concedió a A. Plautio los honores de la ovación, y cuando entró éste en Roma, salió Claudio a recibirle, marchando a su lado cuando subió al Capitolio y cuando bajó. Habiendo vencido Gabino Segundo a los chaucos, nación germánica, quedó autorizado por él para tomar el dictado de Chaucico.
XXV
Ordenó el ascenso militar de los caballeros, dando después de la cohorte, un ala de caballería y después de ella el tribunado de legión. Creó también, con sueldo, una especie de servicio ficticio por los ausentes, que solamente tenían título sin cargos, y a los que se dió el nombre de supernumerarios. Hizo prohibir a los soldados, por medio de un senadoconsulto, la entrada en las casas de los senadores para saludarlos. Hizo vender los libertos que se hacían pasar por caballeros romanos. Hizo reducir de nuevo a la esclavitud a todos los convictos de ingratos, o que daban a sus patronos motivos de queja, y amenazó a sus ahogados de no hacerles justicia a ellos mismos, en iguales circunstancias, contra sus libertos. Algunos amos hacían exponer en la isla de Esculapio a sus esclavos enfermos, para librarse del cargo de cuidarles; el emperador declaró que todos los expuestos de aquella manera quedarían libres, y en caso de curación no pertenecerían más a sus amos; añadiendo que el que matare a su esclavo por no exponerle, sería perseguido como homicida. Por un edicto expreso, prohibió a los viajeros atravesar las ciudades de Italia de otra manera que a pie, en silla de manos o en litera. Estableció en Puzol y en Ostia una cohorte para los casos de incendio. Prohibió a los extranjeros que tomasen los nombres de las familias romanas. Hizo decapitar con hacha en el campo de Esquilino a los que habían usurpado el título de ciudadano romano. Devolvió al Senado las provincias de Acaya y Macedonia, que Tiberio había tomado bajo su administración. Quitó la libertad a los licios en castigo de sus querellas intestinas, y se la devolvió a los de Rodas en recompensa de su arrepentimiento por sus fallas pasadas. Declaró a los troyanos exentos a perpetuidad de todo tributo, como antepasados de la raza romana, y con este motivo leyó una antigua carta griega del Senado y del pueblo al rey Seleuco, carta por la cual le prometían los romanos alianzas y amistad a condición de que eximiría de todo impuesto a sus hermanos los troyanos. Expulsó de Roma a los judíos, que, a instigación de un tal Cresto, provocaban turbulencias. Permitió a los diputados de los germanos sentarse en la orquesta, agradándole mucho la franqueza y altivez con que aquellos extranjeros, que habían sido colocados en medio del pueblo, fueron espontáneamente a sentarse al lado de los embajadores de los partos y armenios, sentados entre los senadores, diciendo que no les eran inferiores en calidad ni en valor. Abolió completamente en las Galias la cruel y atroz religión de los druidas, que Augusto no había hecho más que prohibir a los ciudadanos. En cambio, trató de hacer pasar del Atica a Roma los misterios de Eleusis; y propuso reconstruir en Sicilia, por cuenta del Tesoro público, el templo de Venus Ericina, que se había desplomado por su vetustez. Contrajo alianza con los reyes en el Foro, inmolando una cerda y haciendo leer por los feciales la antigua fórmula de los juramentos. Mas estos actos, y en general todos los de su gobierno, expresaban más bien la voluntad de sus mujeres y libertos que la suya, no teniendo otra regla que el interés o el capricho de éstos.
XXVI
Siendo muy joven aún, tuvo dos esposas: Emitía Lépida, biznieta de Augusto, y Livia Medulina, de la antigua familia del dictador Camilo, y que había conservado el sobrenombre de Camila. Repudió a la primera, virgen aun, porque sus padres habían caído en desgracia de Augusto; la otra murió de enfermedad el mismo día en que iban a celebrar la boda. Más adelante casó con Plaucia Urgulanila, cuyo padre había recibido el triunfo; y después con Elia Petina, hija de un consular. De estas dos esposas se separó por divorcio; de Petina, por faltas asaz ligeras, y de Urgulanila, por sus innobles desórdenes, a los que se añadían sospechas de homicidio. Casó en seguida con Valeria Mesalina, hija de su primo Barbato Mesala. Pero cuando supo que además de sus escandalosos desbordamientos se había atrevido a casarse con C. Silio y a consignar una dote en manos de los augures, la hizo perecer, y juró a los pretorianos reunidos observar el celibato, puesto que el matrimonio le resultaba tan mal, y dejarse matar por ellos si violaba el juramento. A pesar de esta promesa, trató en breve de nueva unión con aquella Petina que había repudiado, y con Lolia Paulina, que había estado casada con C. César. Pero las seducciones de su sobrina Agripina, hija de Germánico, le inspiraron un amor al que fácilmente daba lugar el derecho de abrazarla y el frecuente trato. Sobornó entonces a los senadores, que en la primera reunión propusieron obligarle a casarse con ella, so pretexto de que la unión importaba esencialmente al Estado, y dar de esta manera facultades a los demás ciudadanos para contraer iguales matrimonios, considerados hasta entonces incestuosos. Casóse con ella a la mañana siguiente; pero no encontró a nadie que quisiese seguir su ejemplo, exceptuando un liberto y un centurión primipilario, a cuyas bodas asistió con Agripina.
XXVII
Tuvo hijos con tres esposas: de Urgulanila, Druso y Claudia; de Petina, Antonia; de Mesalina, Octavia y un hijo, al que primeramente dió el nombre de Germánico y después el de Británico. Druso murió en la infancia, en Pompeya, ahogado por una pera que lanzaba al aire y recibía en la boca. Pocos días antes le habían desposado con una hija de Sejano, razón por la cual me asombra que hayan escrito que fue Sejano autor de su muerte. Claudio hizo arrojar y exponer desnuda a Claudia en la puerta de su madre, como fruto de comercio criminal con su liberto Botero, aunque había nacido cuatro meses después del divorcio del emperador y comenzado éste a cuidar de ella. Casó primeramente a Antonia con Cn. Pompeyo, apellidado el Grande, y después con Fausto Sila, jóvenes nobilísimos. Dió Octavia a su hijastro Nerón, aunque la había prometido a Silano. En cuanto a Británico, que nació el día veintinueve de su reinado, durante su segundo consulado, no cesaba de recomendarlo públicamente a los soldados, enseñándole pequeñito en sus manos al pueblo, teniéndole sobre las rodillas o delante de él en el teatro, y hacía tiernos votos por aquel niño, uniéndolos a las aclamaciones de la multitud. Adoptó a su hijastro Nerón y no contento con repudiar a los otros dos, Silano y Pompeyo, les hizo matar.
XXVIII
A los que más quiso entre sus libertos, fueron el eunuco Posidés, al que se atrevió a honrar con una lanza sin hierro (1) en presencia de valerosos soldados, en su triunfo sobre la Bretaña; Félix, a quien dió cohortes, escuadrones y el gobierno de la Judea, y que fue esposo de tres reinas; Harpocras, a quien concedió el derecho de hacerse llevar en litera por la ciudad y de dar espectáculos al pueblo; y más todavía que a éstos, a Polibio, su archivero, a quien con frecuencia se le veía marchar entre los dos cónsules. Pero quiso sobre todo a su secretario Narciso y a Palas, su superintendente, a quienes el Senado, con beneplácito del emperador, otorgó magníficas recompensas, hasta los ornamentoS de la cuestura y pretura y cuyas exacciones y rapiñas fueron tales, que quejándose Claudio un día de no tener nada en su tesoro, le contestaron sarcásticamente que desbordarían sus cajas si sus dos libertos quisiesen admitirle en su sociedad.
XXIX
Gobernado, como ya he dicho, por sus libertos y esposas, vivió más como esclavo que como príncipe. Dignidades, mandos, gracias y suplicios, todo lo prodigó según el interés de estos afectos y caprichos, y con frecuencia sin saberlo. No quiero entrar ahora en detalles minuciosos, y no mencionaré sus liberalidades revocadas, sus sentencias anuladas, sus nombramientos para los cargos, o impudentemente supuestos o públicamente cambiados. Citaré hechos más graves. Hizo morir a Apio Silano, padre de su yerno, y a las dos Julias, una hija de Druso y otra de Germánico, por vagas acusaciones, y sin querer escucharlas. De igual manera trató a Cn. Pompeyo, casado con su hija mayor, y a L. Silano, desposado con la menor. Pompeyo fue degollado en los brazos de un joven a quien amaba. Silano recibió orden de abandonar la pretura cuatro días antes de las calendas de enero, y se suicidó al comenzar el año, el mismo día de las bodas de Claudio y Agripina. Claudio firmó también la sentencia de muerte de treinta y cinco senadores y de más de trescientos caballeros romanos, con tanta ligereza, que un centurión, encargado de matar a un consular, habiéndose presentado a decide que estaban cumplidas sus órdenes, contestó que no había dado ninguna. Sin embargo, no dejó de aprobar aquella muerte, habiéndole asegurado sus libertos que los soldados habían cumplido su deber, tomando a su cargo el cuidado de vengar al emperador. Pero lo que excede a toda creencia, es que le hicieron firmar el contrato de matrimonio de Mesalina y Silio, su amante; haciéndole creer que era una farsa, para echar sobre otro un peligro que le amenazaba, según algunos presagios.
XXX
En su persona ostentaba cierto aspecto de grandeza y dignidad, ora estuviese de pie, ora sentado, pero principalmente en actitud de reposo. Su estatura era alta y esbelta, bello el semblante, hermosos sus blancos cabellos y el cuello grueso. Pero cuando marchaba, sus piernas inseguras titubeaban con frecuencia; y en sus juegos, así como en los actos graves de su vida, tenía varios defectos naturales: una risa desagradable; una cólera más desagradable aun, que le hacía echar espuma por la boca abierta y las narices húmedas; y un insoportable balbuceo y continuo temblor de cabeza que aumentaba en cuanto se ocupaba de cualquier asunto, por pequeño que fuese.
XXXI
Tanto como fue débil su salud hasta su advenimiento al Imperio, así fue buena después, exceptuando, sin embargo, algunos dolores de estómago, tan agudos, que pensó algunas veces, según se dice, en darse la muerte.
XXXII
Con frecuencia dió opulentas comidas en vastos lugares descubiertos, y de ordinario tenía hasta seiscientos convidados. Un día hizo servir, junto al canal de desahogo del lago Fucino, las mesas de un festín de éstOs, y allí estuvo a punto de perecer bajo las aguas, que de pronto hicieron irrupción. Sus hijos asistían a todas sus comidas, y con ellos, los nobles jóvenes de ambos sexos que según la costumbre antigua, comían sentados al pie de los lechos. Recayendo sospechas en un convidado de que había robado una copa de oro, Claudio le invitó otra vez al día siguiente y le hizo dar un vaso de barro. Asegúrase que meditaba un edicto para permitir eructar y ventosear en su mesa porque supo que un convidado estuvo a punto de morir por haberse contenido en su presencia.
XXXIII
Estaba siempre dispuesto a comer y beber a cualquier hora y en cualquier paraje que fuese. Un día que estaba juzgando en el Foro de Augusto, llegó a él el olor de un festín que preparaban cerca de allí para los sacerdotes salios en el templo de Marte. En el acto abandonó el tribunal, marchó a casa de aquellos sacerdotes y se sentó a la mesa con ellos. Jamás abandonó la mesa sino henchido de manjares y bebidas; en seguida se acostaba sobre la espalda con la boca abierta, y mientras dormía, le introducían una pluma para desahogarle el estómago. Dormía muy poco tiempo, y casi siempre despertaba antes de medianoche: así es que con frecuencia se dormía de día y hasta en el tribunal, costando trabajo a los abogados despertarle aun alzando mucho la voz. Amó apasionadamente a las mujeres; pero no tuvo nunca comercio con los hombres. Fue muy aficionado al juego, e hizo de este arte asunto de un libro. Jugaba hasta en viaje, estando construídos los carruajes y mesas de manera que el movimiento no interrumpiese el juego.
XXXIV
En las cosas pequeñas, como en las grandes, dió pruebas de carácter feroz y sanguinario. Ante todo hacía aplicar el tormento y ejecutar sin dilación a los parricidas, presenciando siempre las ejecuciones. En Tíbur quería ver un suplicio a la manera antigua, y ya estaban atados al poste los culpables; pero el verdugo no llegaba y Claudio tuvo la paciencia de esperar hasta la tarde a que viniese uno de Roma. En los espectáculos de gladiadores dados por él o por otros, hacia degollar a todos los que caían, aunque fuese por casualidad, y especialmente a los reciarios, cuyo semhlante moribundo gustaba contemplar. Habiéndose atravesado simultáneamente dos combatientes, en el acto se hizo construir cuchillitos con sus espadas. Gustábale tanto ver las luchas de los gladiadores llamados bestiarios y los combates del mediodía, que iba a sentarse en el anfiteatro desde el amanecer y permanecía allí hasta durante el mediodía cuando el pueblo se retiraba a comer. Además de los gladiadores de profesión, hacía bajar a la arena, con el pretexto más ligero e imprevisto, a los obreros y gentes de servicio que se encontraban allí, si se descomponía una máquina, un resorte u otra cosa cualquiera. Un día llegó a obligar a uno de sus nomenclatores a combatir como se encontraba, es decir, con toga.
XXXV
Pero los rasgos más salientes de su carácter eran la desconfianza y el miedo. En los primeros días de su principado, aunque afectaba, como dijimos, mucha afabilidad, no se atrevía a sentarse en ninguna mesa de festín sin tener a su lado una guardia armada con lanzas, y en vez de esclavos, soldados para servirle. No iba a ver ningún enfermo sin hacer reconocer primero la habitación, registrar los colchones y sacudir las colchas. Durante el resto de su principado, tuvo siempre a su lado, en su palacio, satélites encargados de registrar a los que iban a saludarle; nadie estaba exento de este registro. que se practicaba con sumo rigor. Solamente en los últimos tiempos y con mucho disgusto, dispensó de él a las mujeres, los niños y las jóvenes, y cesó de hacer quitar a los esclavos y escribientes las cajas de plumas o punzones que llevaban detrás de sus amos. Durante una sedición, persuadido Camilo de que podía asustar a Claudio, sin emplear actos de hostilidad, le escribió una carta injuriosa y amenazadora, en la que le mandaba renunciar al Imperio y entregarse a la vida ociosa del particular, y Claudio deliberó en presencia de los principales ciudadanos si obedecería.
XXXVI
Tanto se asustó de algunas conjuraciones que le denunciaron sin fundamento, que resolvió deponer el mando. Habían apresado cerca de él, como dije más arriba, un hombre armado con un puñal; en el acto convocó al Senado por medio de los pregoneros, lloró, lanzó gritos, se lamentó de su mala suerte, que le exponía a continuos peligros, y durante mucho tiempo no quiso presentarse en público. Su amor a Mesalina, por ardiente que fuese, no cedió tanto al resentimiento de sus ultrajes como al temor de sus maquinaciones, porque le suponía el designio de hacer pasar el imperio a su amante Silio. Por este tiempo fue cuando, dominado por vergonzoso temor, huyó al campamento de los pretorianos, preguntando a todo el mundo por el camino si todavía seguía siendo emperador.
XXXVII
No había sospecha tan ligera, ni denuncia tan falsa, que no le indujese por miedo a precauciones excesivas y a la venganza. Un litigante, que se le había acercado privadamente durante una audiencia pública, le dijo que lo había visto en sueños asesinado por un desconocido. Pocos momentos después, habiéndose presentado un adversario con un escrito, fingió reconocer en él al asesino y lo mostró al emperador, que en el acto mandó le llevaran al suplicio como a un criminal. Dícese que lo mismo hicieron para perder a Apio Silano. Mesalina y Narciso, que habían urdido la trama, se repartieron los papeles. Narciso entró antes del amanecer con aspecto agitado, en la cámara del emperador y le dijo que acababa de ver en sueños a Apio atentar contra su vida; Mesalina, fingiendo sorpresa, añadió que hacia muchas noches soñaba lo mismo. Un momento después anuncian a Apio, que la víspera había recibido orden terminante de presentarse a aquella hora, y Claudio, persuadido de que iba a realizarse el ensueño, le hizo prender y darle muerte. A la mañana siguiente refirió al Senado todo lo ocurrido y dió gracias a su liberto porque velaba, hasta durmiendo, por su vida.
XXXVIII
Sabiendo que estaba sujeto a accesos de ira y rencor, se excusó en un edicto, y distinguiendo entre estos dos defectos. dijo: que la primera siempre sería corta e inofensiva, y el segundo jamás sería injusto. Habíase encolerizado contra los habitantes de Ostia, porque no habían acudido en barcas a recibirle un día que remontaba el Tíber; habíales censurado con acritud porque le trataban como a un hombre vulgar; pero arrepentido en seguida, se excusó en cierto modo y les perdonó. Viósele rechazar con la mano a muchos ciudadanos que intempestivamente se le acercaron en público. Desterró a pesar de su inocencia y sin querer escucharles al escribiente de un cuestor y a un senador que había sido honrado con la pretura: al uno por haber litigado contra él con demasiada vehemencia, antes de ser emperador; al otro por haber impuesto una multa siendo edil, a algunos arrendatarios suyos que vendían viandas cocidas, a pesar de los reglamentos, y además por haber hecho azotar a su intendente que intervino en la causa. Por este motivo también quitó a los ediles la vigilancia de los albergues. En cuanto a su estupidez, tuvo hasta la de querer hablar de ella, y aseguró en algunos pobres discursos que había sido una astucia que imaginó en tiempos de Calígula, para librarse de él y conseguir la jerarquía que ambicionaba. Mas no convenció a nadie, y poco después apareció un libro en griego, titulado La curación de los imbéciles, en el que se demostraba que nadie sabría fingir la imbecilidad.
XXXIX
Asombraba especialmente por sus inconsecuencias y distracciones, o diciéndolo como los griegos, por sus olvidos y equivocaciones. Poco tiempo después de la ejecución de Mesalina, preguntó, al sentarse a la mesa, por qué no acudía la emperatriz. Con frecuencia ordenaba convidar a comer o a jugar a los dados con él a ciudadanos que había mandado matar el día anterior; y cansado de esperar, enviaba mensajeros a reprenderles su pereza. Cuando iba a contraer con Agripina un matrimonio reprobado por las leyes, no dejaba de llamarla en todos sus discursos su hija, su pupila, nacida en sus brazos, criada sobre sus rodillas. Cuando iba a adoptar a Nerón, repetía a cada momento que nadie había entrado jamás por adopción en la familia Claudia; como si no fuese bastante cometer una falta tan grave como adoptar el hijo de su esposa cuando el suyo era ya adulto.
XL
Con frecuencia era tan inconsiderado en sus palabras y acciones que mostraba no saber quién era, con quién estaba, ni en qué lugar, ni en qué tiempo. Un día exclamó en el Senado, cuando se trataba de carniceros y taberneros: ¿Quién de nosotros, decidme, puede vivir sin un bocado de pan?, y comenzó a alabar la abundancia que reinaba en otro tiempo en las tabernas, a las que acudía él mismo en busca de vino. Concedió su voto a un candidato para la cuestura, entre otras razones porque su padre le había dado muy oportunamente agua fresca en una enfermedad. Llamada una mujer como testigo ante el Senado dijo: Esta mujer ha sido liberta y peinadora de mi madre, pero siempre me ha considerado como su patrono. Digo esto porque todavía existen gentes en mi casa que no me consideran como patrono. Más aun: una vez se enfureció contra los habitantes de Ostia, que le dirigían un ruego en su tribunal y comenzó a grítar con toda su fuerza que no tenía ningún motivo para favorecerles y que era tan libre como cualquier otro. Todos los días, a toda hora y en todo momento repetía: ¿Me tomáis acaso por el atleta Teogonio? y añadía: hablad, pero no me toquéis. Decía, en fin, otras mil cosas inconvenientes hasta en un particular, y con mucha más razón en un príncipe que no carecía de cultura ni de saber y que mostraba mucha afición al estudio.
XLI
En su juventud trató de escribir su historia, exhortándole Tito Livio y ayudándole Sulpicio Flavo. Comenzó ante numeroso auditorio la lectura de su trabajo, pero, cuando empezó a recitar, un espectador muy corpulento rompió el banco en que se sentaba y toda la asamblea comenzó a reír. En vano se procuró restablecer el silencio; Claudio no podía contener la risa que le asaltaba a cada instante por el recuerdo, y de esta manera se generalizaba la hilaridad. Mucho escribió durante su reinado, y siempre hizo que sus obras las recitasen en público sus lectores. Su historia comienza después de la muerte del dictador César; pero en seguida pasó a época más reciente, es decir, al fin de las guerras civiles, cuando vió que las continuas quejas de su madre y su abuela le impedían escribir libremente y con verdad acerca de los tiempos anteriores. Dejó dos libros de la primera de estas historias, y cuarenta y uno de la segunda. Compuso también ocho libros de memorias sobre su vida, en los que se nota menos ingenio que elegancia. Hizo además una apología bastante erudita de Cicerón para contestar a los libros de Asinio Galo. Inventó tres letras que creía muy necesarias, y que quiso añadir al alfabeto. Sobre este asunto había publicado ya un libro antes de ser emperador; y cuando lo fue, no encontró grandes dificultades para que se adoptase el uso de estas letras, que se encuentran en la mayor parte de los libros, actas públicas e inscripciones de aquella época.
XLII
No fue menor su afición a los estudios griegos, y en toda ocasión mostró la belleza de esta lengua y SU amor por ella. Un bárbaro hablaba delante de él en griego y en latín. Veo con gusto, le dijo, que posees nuestras dos lenguas. Recomendando la Acaya a los senadores, les dijo que amaba a esta provincia por la comunidad de los estudios. En el Senado contestó casi siempre en griego a los discursos de los embajadores; y en su tribunal citaba con frecuencia versos de Homero. Cuando se deshacía de un enemigo o de un conjurado, y el tribuno de guardia le pedía la contraseña, le daba ésta:
En fin, escribió en esta lengua veinte libros de la historia de los tirrenos, y ocho de la de los cartagineses. Con ocasión de estas obras, al antiguo museo de Alejandría se añadió otro con el nombre mismo del emperador, y se estableció que todos los años, en determinados días, los miembros de estos dos museos darían por turno lectura pública, en uno de la historia de los cartagineses, y en otro de la de los tirrenos.
XLIII
Al final de su vida dió evidentes muestras de arrepentimiento por haberse casado con Agripina y adoptado a Nerón. Celebrando un día sus libertos en presencia suya la equidad de una sentencia que había pronunciado la víspera contra una mujer adúltera, contestó: También mi destino ha querido que todas mis esposas hayan sido impúdicas, pero no impunes; y un momento después, encontrando a Británico, lo abrazó tiernamente y le dijo: Acaba de crecer y te daré cuenta de todas mis acciones; añadiendo: el que ha hecho la herida la curará. Aunque Británico era muy joven aún, quería, permitiéndolo su estatura, adelantar la edad y otorgarle la toga viril, diciendo que el pueblo romano tendría al fin un verdadero César.
XLIV
Poco tiempo después hizo su testamento, que firmaron todos los magistrados. Sin duda hubiese realizado todos sus proyectos; pero se le adelantó Agripina, que atormentaba su conciencia y a la que muchos delatores comenzaban a acusar. Conviénese en que murió envenenado, pero no se sabe con certeza dónde ni por quién. Dicen algunos que fue en el Capitolio, en un festín con los pontífices y por el eunuco Holato, su gustador; otros en una comida del palacio y por la misma Agripina, que con este objeto había envenenado una seta, manjar de que se mostraba muy ávido. Tampoco se está de acuerdo respecto a lo que sucedió después. Según el mayor número, perdió en el acto la voz y murió al amanecer, habiendo sufrido horriblemente toda la noche. Según otros, después de haberse aletargado algunos momentos, vomitó todo lo que había comido, y entonces le hicieron tomar otra dosis de veneno, o en una sopa como para devolver fuerzas a su estómago extenuado, o en una lavativa como para aliviarle, por esta otra vía, una digestión difícil.
XLV
Mantuvieron su muerte en secreto hasta que todo estuvo dispuesto para asegurar el imperio a su sucesor. Continuóse, pues, haciendo votos por su curación, y hasta se llamaron a palacio algunos cómicos, que habla pedido, según decían, para distraerse. Murió el tercer día antes de los idus de octubre, bajo el consulado de Asinio Marcelo y de Acilio Aviola, a los sesenta y cuatro años de edad y catorce de su principado. Celebráronse sus funerales con toda la pompa conveniente a su jerarquía, y le pusieron en el número de los dioses. Este honor, del que a poco le privó la envidia de Nerón, se lo restituyó Vespasiano.
XLVI
Los principales presagios que anunciaron su muerte fueron: la aparición en el cielo de una de esas estrellas cabelludas que se llaman cometas; el haber caído un rayo en la tumba de su padre Druso, y la muerte de casi todos los magistrados de aquel año. Parece que él mismo previó su próximo fin y no lo ocultpó. Teniendo que designar cónsules, no nombró ninguno para época más avanzada del mes en que murió; la última vez que fue al Senado, oyósele repetidas veces exhortar a sus hijos a la concordia, y recomendar su juventud a los senadores con suplicante voz. En fin, en la última audiencia que dió como juez, dijo que había llegado al fin de su vida, y lo repitió, aunque los presentes rechazaron con horror aquel presagio.
Notas
(1) Ésta era recompensa militar.
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