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OTÓN
Segunda parte
VII
Ya declinaba el día cuando entró en el Senado, donde expuso brevemente su conducta, mostrándose como cogido entre la multitud y obligado a aceptar el Imperio, en el que no tendría otra regla que la voluntad general. Desde allí marchó al palacio. Entre las felicitaciones y alabanzas que se le dirigieron, oyóse al populacho llamarle Nerón, sin que él mostrase disgusto por ello; y hasta se dice que añadió este nombre al suyo en los primeros documentos y en las primeras cartas a los gobernadores de las provincias. Lo cierto es que permitió restablecer las estatuas de este emperador; que repuso en sus cargos a sus intendentes y libertos, y que el primer uso que hizo de su autoridad fue dedicar cincuenta millones de sestercios a la terminación de la Casa de oro. Dícese que en la siguiente noche tuvo un sueño espantoso que le arrancó gritos y lamentos, y los que acudieron lo encontraron tendido en el suelo al lado del lecho: había creído ver a Galba derribarle del trono y arrojarle del palacio. Por esta razón recurrió a toda suerte de expiaciones para aplacar sus manes. Cuando a la mañana siguiente interrogaba los auspicios, levantóse una tempestad, y habiendo caído pesadamente, murmuró:
VIII
Por este mismo tiempo los ejércitos de Germania prestaron juramento a Vitelio, y en cuanto Otón se enteró del caso, propuso al Senado mandar legados a aquellos ejércitos para notificarles que se había elegido un emperador y exhortarles a la paz y concordia. Por su parte, mandó correos a Vitelio y le escribió ofreciéndole compartir con él el Imperio y proponiéndose para yerno. Mas no era dudosa la guerra, y ya se acercaban los generales y las tropas que Vitelio mandaba delante. Los pretorianos dieron entonces a Otón una prueba de su fidelidad y valor, que estuvo a punto de producir el degüello del orden senatorial. Otón había mandado llevar armas a las naves y se encargó de ello a los marineros, y como introducían estas armas en el campamento al obscurecer, algunos soldados, suponiendo una traición, promovieron violento tumulto, y en el acto corrieron sin jefes al palacio, pidiendo a gritos la muerte de los senadores: rechazan a los tribunos que intentan sujetar el movimiento, matan a algunos, y cubiertos de su sangre, buscan por todas partes al emperador; penetran hasta el comedor, donde estaba a la mesa, y no se calman hasta después de haberlo visto. Otón se preparó para la guerra con increíble ardor y precipitación, sin tener en cuenta los usos religiosos y sin tomar tiempo para colocar en el templo de Marte los escudos sagrados, que habían paseado solemnemente, negligencia que se consideró desde remota antigüedad como presagio funesto; más aun, entró en campaña el mismo día en que los sacerdotes de Cibeles comienzan sus cantos fúnebres. Arrostró, en fin, hasta los peores auspicios, porque la víctima sacrificada a Plutón sólo ofreció signos favorables, cuando en aquel sacrificio, para ser felices los signos, debían ser contrarios. El desbordamiento del Tíber retrasó su marcha desde el primer día, y a veinte millas de Roma encontró interceptado el camino por las ruinas de muchos edificios.
IX
Con igual temeridad, en vez de llevar despacio la guerra, como todos juzgaban necesario, y de destruir por grados a sus enemigos, que luchaban con la escasez y estaban comprometidos en posición desventajosa, resolvió ir inmediatamente a las manos, bien porque no pudiese soportar más larga incertidumbre y esperase obtener grandes ventajas antes de la llegada de Vitelio, o porque le fuese imposible contener el ardor de sus tropas, que pedían a gritos el combate. No se encontró presente, sin embargo, en ninguna acción, y estaba en Bersello mientras sus legados batían al enemigo en tres encuentros sin importancia, cerca de los Alpes, en los alrededores de Placencia y en el sitio llamado Cástor. Pero en Betriaco, donde se trabó el último combate y el más decisivo, fue vencido por la astucia. Habíanle propuesto una entrevista, y los ejércitos habían salido de sus campamentos, como para presenciar las negociaciones. El enemigo cargó de improviso, y hubo que combatir en el momento mismo en que acababan de cambiar los saludos militares. Vencido Otón, decidió morir, únicamente, como muchos han pensado con razón, para no exponer más tiempo las legiones y el Imperio por el solo interés de su grandeza. En efecto, no tenía motivos para desesperar de su causa ni para sospechar de la fidelidad de sus tropas. Todas las que había mantenido en reserva para el caso de nuevo ataque, estaban entonces a su lado; llegaban otras de Dalmacia, de la Panonia y de la Mesia, y hasta las mismas que habían sido vencidas no estaban tan desalentadas que no se mostrasen dispuestas a arrostrar solas todos los peligros para vengarse de la derrota.
X
Mi padre, Suetonio Leto, intervino en esta campaña en calidad de tribuno angusticlavio en la décima tercia legión. Muchas veces le he oído decir que Otón, cuando no era más que simple particular, tenía ya aversión a la guerra civil; que habiendo un día hablado uno en la mesa del fin de Bruto y Casio, mostró profundo horror; que jamás se hubiese declarado contra Galba, a no esperar que todo terminaría sin combate; y, en fin, que lo que le inspiró de pronto disgusto de la vida, fue la muerte de un soldado que, habiendo venido a anunciar la derrota del ejército, y no encontrando más que incrédulos que le acusaban, unos de embustero y otros de cobarde, desertor del campo de batalla, se traspasó con su espada, cayendo a los pies de Otón. El príncipe, decía mi padre, exclamó al verle: que no expondría en adelante la vida de tales defensores. Exhortó, pues, a su hermano, a su sobrino y a cada uno de sus amigos en particular a atender a su seguridad según sus recursos, los estrechó en sus brazos, y habiéndoles dado el último beso los despidió. En cuanto quedó solo, escribió dos cartas, una a su hermana, para consolarla; otra a Mesalina, la viuda de Nerón, con la que había querido casarse. para recomendarle su memoria y el cuidado de sus funerales. En seguida quemó todas sus cartas, para que no pudiesen perjudicar a nadie ante el vencedor, y distribuyó a sus criados cuanto dinero tenía.
XI
Preparábase así a la muerte, único objeto de sus cuidados, cuando oyó algún tumulto y observó que detenían como desertores a los que, queriendo abandonarlo, se alejaban del campamento. Añadamos otra noche más a mi vida, dijo entonces -tales fueron exactamente sus palabras-, y prohibió que se hiciese la menor violencia a nadie. Su habitación permaneció abierta hasta la noche y recibió a cuantos quisieron hablarle. Después, teniendo sed, bebió agua fresca, cogió dos puñales, cuyas puntas examinó, ocultó uno debajo de la almohada, mandó cerrar las puertas y durmió profundamente. No despertó hasta el amanecer, y se hirió de un solo golpe debajo de la tetilla izquierda. A sus primeros gemidos acudieron, pero a poco expiró ocultando y descubriendo alternativamente la herida. En el acto celebraron sus funerales, porque así lo había ordenado. Estaba entonces en los treinta y ocho años de edad y en el nonagésimo quinto día de su principado.
XII
El físico y las maneras de Otón no correspondían a tanto valor. Dícese que era pequeño, que tenía los pies contrahechos y torcidas las piernas. Era cuidadoso de su traje, casi tanto como una mujer; hacíase depilar todo el cuerpo, y llevaba en la cabeza, casi calva, cabellos postizos, fijados y arreglados con tanto arte que nadie lo notaba. Afeitábase diariamente con sumo cuidado y se frotaba con pan mojado, costumbre que había adquirido desde la edad de la pubertad, con objeto de no tener nunca barba. Viósele muchas veces celebrar públicamente, con toga de hilo y ornamentos sacerdotales, las ceremonias del culto de Isis. Sin duda por estas razones sorprendió más su muerte, que tan poco se parecía a su vida. Vióse a muchos de sus soldados que presenciaron sus Últimos momentos besar1e los pies y las manos, derramando copiosas lágrimas, llamándole el más grande de los hombres y modelo de emperadores, y matarse al lado de su pira. Otros de los que no lo vieron, agobiados por el dolor de la noticia, se batieron entre sí con sus propias armas hasta morir. En fin, este príncipe, que durante su vida había sido profundamente odiado por casi todos, fue colmado de elogios después de su muerte, llegándose a decir comunmente que si había hecho perecer a Galba, no había sido por reinar en su lugar, sino por restablecer la República y la libertad.
Notas
(1) Este proverbio significaba que se había acometido na empresa superior a las propias fuerzas y que no se había triunfado.
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