Índice de Vida de los doce Césares de SuetonioAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

VITELIO

Segunda parte


X

Aun se encontraba en la Galia cuando supo la victoria de Bedriaco y la muerte de Otón. En seguida licenció, por un edicto, las cohortes pretorianas, como autoras de funesto ejemplo, y les mandó entregar las armas a sus tribunos. Hizo buscar y castigar con la muerte a ciento veinte soldados de los que había encontrado memoriales pidiendo a Otón recompensas por la parte que tomaron en el asesinato de Galba. Esta acción era hermosa, magnánima y anunciaba un gran príncipe. pero el resto de su conducta más respondió a las costumbres de su vida pasada que a la majestad del Imperio. Durante todo el camino atravesó las ciudades en un carro de triunfo y los ríos en las barcas más lujosas. cuidadosamente adornadas con flores y coronas y cargadas con todo lo necesario para los más espléndidos festines. No había rastros de disciplina en su servidumbre, ni tampoco entre los soldados; las violencias y robos que cometían eran para él un motivo de diversión: no contentos con los festines que les ofrecían todas las ciudades, ponían en libertad a los esclavos que querían, y el que se oponía a sus caprichos recibía en el acto latigazos, heridas, y hasta la muerte. Llegado a la llanura donde se libró la batalla, y viendo a algunos de los suyos retroceder con horror ante los cadáveres en putrefacción, dijo estas palabras abominables: El cadáver de un enemigo siempre huele bien, y mejor aun si es un conciudadano. Sin embargo, para preservarse del hedor comenzó a beber copiosamente vino puro al frente de las tropas, y en seguida hizo distribuir del mismo a todos. Al ver la sencilla piedra en que habían escrito: A la memoria de Otón, exclamó, henchido de arrogancia y vanidad: ¡Mausoleo digno de él! Mandó a la colonia Agripina, para consagrarlo a Marte, el puñal con que se mató Otón, y en memoria de este acontecimiento celebró un sacrificio nocturno sobre las cumbres del Apenino.


XI

Al fin entró en Roma al son de las trompetas, con el manto de general, la espada al costado y en medio de las águilas y estandartes. Los de su comitiva llevaban el traje de guerra, y los soldados las armas en la mano. Constantemente mostró profundo desprecio a las leyes divinas y humanas; tomó posesión del pontificado máximo el día del aniversario de la batalla de Alía, dió las magistraturas por diez años y se estableció cónsul perpetuo. Con objeto de que se supiese bien qué modelo había elegido para el gobierno, ofreció en pleno Campo de Marte, con una multitud de sacerdotes, ofrendas fúnebres a los manes de Nerón. En medio de una comida solemne dijo en alta voz a un citarista muy conocido que cantase también algunos pasajes de los poemas del maestro, y apenas hubo comenzado a entonar los cantos de Nerón, Vitelio aplaudió con entusiasmo.


XII

Después de este comienzo no tuvo en adelante más regla en su gobierno que los consejos y caprichos de los histriones más viles, los aurigas y, sobre todo, del liberto Asiático. Este liberto había estado en su juventud unido a Vitelio por comercio de mutua prostitución, pero muy pronto huyó disgustado. Habiéndolo encontrado su amo en Puzol, donde vendía vino, lo mandó prender, lo puso en libertad al momento y lo hizo servir otra vez a sus placeres. Pero cansado de su carácter áspero y regañón, lo vendió a un jefe ambulante de gladiadores. Arrebatóle de nuevo cuando iba a presentarse en la arena, al final de un espectáculo, y, más adelante, cuando fue nombrado para el gobierno de una provincia, lo manumitió. El primer día de su principado le dió el anillo de oro en la mesa, aunque aquella misma mañana había contestado con tono severo a todos los que le pedían este favor para Asiático, que no quería agraviar de aquel modo al orden ecuestre.


XIII

Sus principales vicios eran la glotonería y la crueldad. Ordinariamente comía tres veces diarias y con frecuencia cuatro, calificándolas de almuerzo, comida, cena y colación. Podía hacer todas estas comidas por su costumbre de vomitar. Invitábase para el mismo día en casa de varias personas, y ningún festín de éstos costó menos de cuatrocientos mil sestercios. El más famoso fue la cena que le dió su hermano el día de su entrada en Roma. Dícese que sirvieron en ella dos mil peces de los más exquisitos y siete mil aves. El mismo puso colmo a esta suntuosidad con la inauguración de un plato de enormes dimensiones, al que llamaba fastuosamente escudo de Minerva protectora de la ciudad. Habían mezclado en él hígado de escaro, sesos de faisanes, lenguas de flamencos y huevas de lampreas. Los capitanes de sus navíos y sus trirremes habían ido a buscar todo esto desde el país de los partos hasta el mar de España. Su voracidad no era solamente inmensa, sino también repugnante y desordenada. No podía contenerse ni durante los sacrificios ni en los viajes. Comía sobre los mismos altares carnes y pastelillos, que casi arrancaba del fuego, y por los caminos tomaba en las tabernas platos humeando aún, o los que, servidos el día anterior, estaban medio devorados.


XIV

Dispuesto siempre a ordenar asesinatos y suplicios, sin distinción de personas y por cualquier pretexto, hizo perecer de diferentes maneras a nobles romanos, en otro tiempo condiscípulos suyos y compañeros, atraídos a su lado por toda clase de agasajos, y a los que había hecho entrever la esperanza de ser asociados al ejercicio del poder. Llegó hasta a envenenar a uno de ellos por su propia mano, con un vaso de agua fresca que le pidió en un acceso de fiebre. No perdonó a casi ninguno de los usureros, acreedores y receptores de rentas que en otro tiempo le habían exigido en Roma las cantidades que les debía, o que en sus viajes le habían hecho pagar el derecho de peaje. Hasta mandó al suplicio a uno de ellos que se presentó a saludarle: pero en el acto lo hizo volver, y todos celebraban ya su clemencia cuando mandó matarlo en su presencia queriendo, según decía, dar pasto a sus ojos. Mandó ejecutar a otro y a sus dos hijos, que habían acudido a pedir el perdón del padre. Habiéndole gritado un caballero romano que llevaban a la muerte: Tú eres mi heredero, quiso ver el testamento, y al leer que un liberto de aquel caballero debía compartir con él la herencia, mandó degollar al liberto y al caballero. Hizo perecer a algunos hombres del pueblo por el crimen de haber hablado públicamente contra el bando de los azules, audacia que envolvía, en opinión suya, desprecio a su persona y esperanza de una revolución. Odiaba especialmente a los bufones y astrólogos, a quienes condenaba a muerte sin oírlos, por denuncia de cualquiera. Su furor contra ellos llegó al colmo cuando después del edicto en que mandaba a los astrólogos salir de Roma y de Italia antes de las calendas de octubre, publicaron en seguida esta parodia: Salud a todos. Por orden de los caldeos, se prohibe a Vitelio Germánico estar en ninguna parte del mundo para las calendas del mismo mes. Sospechóse también que había hecho morir de hambre a su madre enferma, porque una mujer del país de los chattes, a la que creía como a un oráculo, le había anunciado largo y tranquilo reinado si sobrevivía a su madre. Según otros testimonios, disgustada ésta del presente, y asustada por el porvenir, le pidió veneno, que él le dió sin dificultad.


XV

En el octavo mes de su reinado, se volvieron contra él los ejércitos de Mesia y de Panonia, como también los de Judea y de la Siria, al otro lado de los mares, y prestaron juramento a Vespasiano, unos en su ausencia y otros en su presencia. Para asegurarse Vitelio de la adhesión del resto de las tropas y del favor público, prodigó sin medida dinero y honores en nombre del Estado y en el suyo propio. Hizo levas en Roma, prometiendo a los voluntarios no solamente la licencia después de la victoria, sino también las recompensas acordadas a los veteranos por el cumplimiento del servicio regular. Estrechándole sus enemigos por mar y tierra, opúsoles, por un lado, a su hermano con una flota, milicias nuevas y un ejército de gladiadores; por otro, los generales y legiones que habían vencido en Bedrias. Pero vencido o traicionado por todas partes, trató con Flavio Sabino, hermano de Vespasiano, no reservándose más que la vida y cien millones de sestercios; y desde las gradas del palacio, declaró en el acto a los soldados reunidos que renunciaba al Imperio, del que se había encargado contra su voluntad. Alzándose por todos lados reclamaciones contra esta determinación, consintió en aplazarla, dejó pasar una noche, y al amanecer se dirigió, en traje de luto, a la tribuna de las arengas, donde hizo, llorando, la misma declaración, pero esta vez leyéndola. El pueblo y los soldados lo interpelaron de nuevo, exhortándolo a no dejarse dominar por el abatimiento, y prometiéndole unos y otros a porfía ayudarle con todas sus fuerzas, recobró valor, atacó repentinamente a Sabino y a los demás partidarios de Vespasiano, que estaban confiados, los rechazó hasta el Capitolio, donde los hizo perecer incendiando el templo de Júpiter Óptimo Máximo, y contempló sentado a la mesa en la casa de Tiberio, el combate y el incendio. No tardó en arrepentirse de esta conducta, cuya odiosidad imputó a otros; y habiendo convocado al pueblo, hizo jurar a todos y juró el primero: No considerar nada tan sagrado como la tranquilidad pública. Desprendiendo entonces la espada que pendía de su costado, la presentó primero al cónsul, y, en seguida, por negativa de éste, a los demás magistrados y en fin a cada senador; pero no queriendo ninguno aceptarla, iba a depositaria en el templo de la Concordia, cuando le gritaron muchos que él mismo era la Concordia. Entonces volvió sobre sus pasos, y declaró que conservaba la espada y aceptaba el sobrenombre de Concordia.


XVI

Invitó a los senadores a que enviasen legados acompañados por las vestales, a pedir la paz, o al menos el tiempo necesario para deliberar. A la mañana siguiente, cuando esperaba la contestación, un explorador anunció la aproximación del enemigo. En el acto se ocultó en una litera, y sin más acompañamiento que su panadero y su cocinero, se dirigió secretamente hacia el Aventino, a casa de sus padres, con objeto de huir desde allí a la Campania. Pero habiendo corrido en seguida el rumor, vago e incierto, de que se había obtenido la paz, se dejó llevar de nuevo al palacio. Viendo allí que todo estaba desierto y que hasta los que lo acompañaban desaparecían, ciñóse un cinturón lleno de monedas de oro, se refugió en la garita del portero, ató el perro delante de la puerta, y la atrancó con una cama y un colchón.


XVII

Ya entraban los exploradores del ejército enemigo, y, no encontrando a nadie, comenzaron algunos como suele hacerse, a registrarlo todo. Sacáronle de su escondrijo, y como no lo conocían, le preguntaron: quién era y dónde estaba Vitelio, a lo que contestó con una mentira; pero viéndose reconocido, no dejó de suplicar que le dejasen la vida, aunque fuese en una prisión, porque tenía que revelar secretos que importaban a la existencia de Vespasiano. Sin embargo, lleváronle casi desnudo al Foro, con las manos atadas a la espalda, la cuerda al cuello, y las ropas desgarradas, prodigándole con el gesto y la voz crueles ultrajes por toda la vía Sacra, tirándole unos de los cabellos hacia la espalda para levantarle la cabeza, como se hace con los criminales; otros, empujándole la barba con la punta de la espada para obligarle a mostrar la cara; éstos arrojábanle lodo e inmundicias; aquéllos lo llamaban borracho e incendiario; una parte del pueblo le criticaba hasta sus defectos corporales, porque era extraordinariamente alto y tenía el rostro encendido y manchado por el abuso del vino, el vientre abultado y una pierna más delgada que la otra, a consecuencia de una herida que se infirió en otro tiempo en una carrera de carros. en la que servía de auriga a Calígula. En fin, cerca de las Gemonias lo desgarraron a pinchazos con las espadas y después que fue ultimado, lo arrojaron con un gancho al Tíber.


XVIII

Pereció con su hermano y su hijo a los cincuenta y siete años. El prodigio que hemos dicho que le ocurrió en Viena, se interpretó en el sentido de que algún día caería en poder de un galo, y el suceso justificó la predicción, porque lo venció Antonio Primo, uno de los genelares del ejército enemigo, que había nacido en Tolosa, y llevado en la infancia el epíteto de Becco, palabra que significa pico de gallo.

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