Índice de Los anales de TácitoPresentacion de Chantal López y Omar CortésSegunda parte del LIBRO PRIMEROBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO PRIMERO

Primera parte



Muere Augusto en Nola. - Sucédele Tiberio, que estudia por encubrir el deseo de reinar. - Amotínanse las legiones de Panonia, para cuyo remedio envía Tiberio a su hijo Druso, el cual, no sin trabajo, las compone. - Otro motín de las legiones de Germánico. Sosiégale Germánico con efusión de sangre. - Lleva el ejército a los enemigos, y alcanza victoria de varias naciones de Germania. Julia, hija de Augusto, acaba su vida en Regio. - Institúyense sacerdotes en honor de Augusto y los juegos llamados Augustales.



ESTE LIBRO COMPRENDE LA HISTORIA DE CASI DOS AÑOS

AÑO DE ROMA
AÑO CRISTIANO
CÓNSULES
767
14, D. C.
Sexto Pompeyo
Sexto Apuleyo
768
15, D. C.
Druso César
C. Norbano Flaco

I. La ciudad de Roma fue a su principio gobernada por reyes. Lucio Bruto introdujo la libertad y el consulado. Las dictaduras se tomaban por tiempo limitado, y el poderío de los diez varones (decemviros) no pasó de dos años, ni la autoridad consular de los tribunos militares duró mucho. No fue largo el señorío de Cinna, ni el de Sila, y la potencia de Pompeyo y Craso tuvo fin en César, como las armas de Antonio y Lépido en Augusto, el cual, debajo del nombre de príncipe (1) se apoderó de todo el Estado, exhausto y cansado con las discordias civiles. Mas las cosas prósperas y adversas de la antigua República han sido contadas ya por claros escritores; y no faltaron ingenios para escribir los tiempos de Augusto, hasta que poco a poco se fueron estragando al paso que iba creciendo la adulación. Las cosas de Tiberio, de Cayo (2), de Claudio y aun de Nerón fueron escritas con falsedad, floreciendo ellos por miedo, y después de muertos, por los recientes aborrecimientos; de que me ha venido deseo de referir pocas cosas, y ésas las últimas de Augusto; luego el principado de Tiberio y los demás, todo sin odio ni afición, de cuyas causas estoy bien lejos.

II. Después que por la muerte de Bruto y Casio cesaron las armas públicas; vencido Pompeyo en Sicilia (3), despojado Lépido, muerto Antonio, sin que del bando de los Julios quedase otra cabeza que Octavio César; dejado por él el nombre de uno de los tres varones (triunviros), llamándose cónsul, y por agradar al pueblo con encargarse de su protección, contentándose con la potestad de tribuno (4); después de haber halagado a los soldados con donativos, al pueblo con la abundancia y a todos con la dulzura de la paz, comenzó a levantarse poco a poco, llevando a sí lo que solía estar a cargo del Senado, de los magistrados y de las leyes, sin que nadie le contradijese. Habiendo faltado a causa de las guerras y proscripciones los más valerosos ciudadanos, y los otros nobles cayendo en que cuanto más prontos se mostraban a la servidumbre tanto más presto llegaban a las riquezas y a los honores; viéndose engrandecidos por este medio, quisieron más el Estado presente seguro que el pasado peligroso. Ni a las mismas provincias fue desagradable esta forma de Estado, sospechosas del Gobierno del Senado y del pueblo a causa de las diferencias entre los grandes y avaricia de los magistrados, siéndoles de poco fruto el socorro de las leyes enflaquecidas con la fuerza, con la ambición y finalmente con el dinero.

III. Para mayor apoyo de su grandeza hizo pontífice y edil curul a Claudio Marcelo (5), hijo de su hermana, de muy poca edad, y señaló de dos consecutivos consulados a Marco Agripa (6), de humilde linaje, aunque útil en la guerra y compañero en la victoria, a quien en muriendo Marcelo hizo su yerno. Honró con nombre imperial a sus antenados Tiberio Nerón y Claudio Druso (7) estando en pie y entera todavía su casa; porque él había adoptado en la familia de los Césares a Cayo y Lucio (8), hijos de Agripa; y antes de dejar la vestidura pueril llamada pretexta (9), les hizo dar nombre de príncipes de la juventud, habiendo deseado ardentísimamente que fuesen nombrados para cónsules, aunque con aparentes muestras de rehusado. Muerto Agripa, murieron también Lucio César, yendo a gobernar los ejércitos de España, y Cayo, enfermo ya con ocasión de cierta herida, volviendo de Armenia, por una apresurada sentencia del hado o por industria de su madrastra Livia; conque muerto ya mucho antes Druso, quedó de todos los antenados sólo Tiberio Nerón, a quien al punto se volvieron los ojos de todos. Éste fue luego tomado por hijo, por compañero en el Imperio o por asociado en la potestad tribunicia, mostrado a todos los ejércitos, no como hasta allí, con ocultos artificios de su madre, sino a la descubierta, como declarado sucesor. Habíase hecho Livia tan señora del viejo Augusto, que le hizo desterrar a la isla Planasia (10) a su único nieto Agripa póstumo (11), mozo a la verdad inculto y rudo; y por ocasión de sus grandes fuerzas, locamente feroz, aunque no convencido de algún delito. Consignó a Germánico, hijo de Druso, las ocho legiones que estaban alojadas en las riberas del Rin, y mandó a Tiberio que le adoptase, puesto que tenía un hijo de poca edad; y esto para fortificarse por más partes. No había en aquel tiempo otra guerra que con los germanos, más por vengar la infamia del ejército que perdió Quintilio Varo (12), que por deseo de extender el Imperio o por otro digno premio. La ciudad quieta, el mismo nombre de magistrados, los más mozos nacidos después de la victoria de Accio, y de los viejos muchos durante las guerras civiles, ¿quién quedaba que pudiese acordarse de haber visto República?

IV. Así, pues, trastornado el Estado de la ciudad, no quedando ya cosa que oliese a las antiguas y loables costumbres, todos, quitada la igualdad, esperaban los mandatos del príncipe sin algún aparente temor de mayor daño, mientras Augusto, robusto de edad, sostuvo a sí mismo, a su casa y a la paz. Mas después que su excesiva vejez llegó a ser trabajada también con enfermedades corporales, comenzando a mostrarse cercano el fin de su largo imperio y las esperanzas del venidero, pocos y acaso ninguno trataban de los bienes de la libertad, muchos temían la guerra, otros la deseaban, y la mayor parte no cesaba de discurrir contra los que parecía que habían de ser presto sus señores, diciendo que Agripa, cruel de naturaleza e irritado de las ignominias recibidas, no tenía edad ni experiencia capaz de tan gran peso; que Tiberio Nerón, aunque de edad madura, probado en guerras, era al fin de aquel linaje soberbio de los Claudios, y con todo su artificio se le veían brotar muchos indicios de crueldad; que ése, criado desde niño en una casa acostumbrada a reinar, cargado de consulados y de triunfos (13), ni aun en los años que (so color de recrear el ánimo con la soledad) pasó su destierro en Rodas, imaginó jamás otra cosa que ira, disimulación y ocultas lujurias; que se veía además de esto a su madre Livia, de mujeril fragilidad, y que al fin había de ser necesario servir a una mujer y a dos mancebos (14), para que algún día resolviesen o dividiesen la República, sin cansarse, entretanto, de oprimirla y arruinarla.

V. Entretanto que se hacen estos y semejantes discursos, se le agrava la enfermedad a Augusto, no sin sospechas de alguna maldad en su mujer; porque era fama que Augusto, pocos meses antes, confiándose de algunos y acompañado de Fabio Máximo, había pasado a la Planasia por ver a Agripa, adonde hubo muchas lágrimas de una parte y otra y varias muestras de amor, con que parece se le dio esperanza al mozo de que había de volver presto a casa de su abuelo; lo que, revelado por Máximo a su mujer y por ella a Livia, llegó a los oídos de César. Súpose poco después porque, muerto Máximo (dúdase si él mismo se mató), se oyeron en sus honras los lamentos de Marcia, que se acusaba de haber sido causa de la muerte de su marido. Sea como fuere, llegado apenas el ilírico Tiberio, fue con diligencia llamado por cartas de su madre. No se sabe bien si halló todavía vivo a Augusto en la ciudad de Nola, o acabado ya de morir, porque Livia había hecho poner guardias alrededor de palacio y por los caminos, dejando tal vez correr algunas alegres nuevas, hasta que, acomodadas las cosas necesarias al tiempo, se publicó a un mismo punto que Augusto era muerto y que quedaba todo el poder en Tiberio Nerón.

VI. La primera maldad del nuevo principado fue la muerte de Agripa, al cual, aunque desarmado y desapercibido, quitó con dificultad la vida un fuerte y determinado centurión. No hizo ninguna mención de esto en el Senado Tiberio; antes procuraba dar a entender con una cierta disimulación que Augusto tenía dadas secretas órdenes al tribuno que guardaba a Agripa en la isla Planosa, mandándole que le matase en teniendo nueva cierta de que él había acabado con su vida. Verdad sea que Augusto, por hacer decretar al Senado su destierro, dijo cosas execrables de las costumbres del mozo; pero en lo demás nadie le pudo inculpar de haberse mostrado tan cruel con alguno de los suyos que llegase hasta quitarles la vida. Fuera de que no es creíble que quisiese asegurar la sucesión del antenado con la muerte del nieto; antes, más verosímil que Tiberio y Livia, aquél por miedo y ésta por odio de madrastra, solicitaron la muerte del joven aborrecido y temido de entrambos. Al centurión que (conforme a la costumbre militar) vino a decirle que ya le había obedecido, respondió no haberlo él mandado, y que convenía dar luego cuenta de ello al Senador. Advertido de esto Salustio Crispo (15), consejero secreto de este caso, que era el que había enviado la orden por escrito al tribuno, temiendo el haber de ser examinado como reo y que no se le ofrecía menor peligro en decir la verdad que disimularla, advirtió a Livia que no era prudencia publicar los secretos de casa, los consejos de los amigos, ni las ejecuciones militares, ni que Tiberio debilitase su autoridad con remitir todas las cosas al Senado, siendo tal la condición del mandar, que jamás sale cabal la cuenta si no se da a uno solo.

VII. Corrían entre tanto de tropel en Roma en servidumbre los cónsules, los senadores y los caballeros. Cada uno, cuanto más ilustre, tanto más fingido y pronto a componer el rostro por no mostrarse demasiado alegre por la muerte del primer príncipe, o triste por la elección del segundo, a cuya causa mezclaban las lágrimas con la alegría y los lamentos con la adulación. Fueron los primeros en jurar fidelidad a Tiberio los cónsules Sexto Pompeyo y Sexto Apuleyo, y después de ellos, Seyo Strabón y Cayo Turriano, aquél prefecto de los soldados pretorianos, y éste de los bastimentos, e inmediatamente el Senado, los soldados y el pueblo; porque Tiberio quería que todas la cosas comenzasen con los cónsules, como si durase todavía la República y se estuviera en duda de que imperaba. Ni el mandamiento para llamar los senadores a consejo firmó sino con el título de la potestad tribunicia, la cual tenía desde el tiempo de Augusto, cuyas palabras fueron pocas y de modesto sentido: Que quería consultar sobre las honras que se habían de hacer a su padre; que no pensaba entre tanto apartarse del cuerpo ni usurpar otro algún ejercicio de los cuidados públicos. Sin embargo, en muriendo Augusto, dio como emperador, el nombre a los soldados pretorianos, sin hacer mudanza en materia de guardias ni de armas, ni en las demás cosas acostumbradas en la corte del príncipe. Soldados le acompañaban en el foro, soldados le seguían en palacio, enviando cartas a los ejércitos, como si ya se hubiera encargado del Imperio; nunca irresoluto, sino cuando hablaba en el Senado. La principal causa de esto procedía del miedo que tenía a Germánico, receloso de que, teniendo en su mano todas las legiones, los confederados y tanto favor del pueblo, no quisiese antes gozar del Imperio que esperarle. Conveníale también para su reputación el dar a entender que había sido llamado y escogido de la República antes que introducido por ambición de una mujer (16) y adopción de un viejo. Conocióse después que se valió de este artificio también para descubrir y sondar las voluntades de los grandes, de quienes notaba no sólo las palabras, pero el semblante de los rostros, depositándolo todo en su pecho con siniestra interpretación.

VIII. No consintió que en el primer día del Senado se tratase de otra cosa que de las funeralias de Augusto, en cuyo testamento, presentado por las vírgenes vestales (17), se nombraban herederos Tiberio y Livia: adoptada Livia en la familia de los Julios con el nombre de Augusta. En el segundo lugar llamaba a sus sobrinos y nietos, en el tercero a los más principales de la ciudad, algunos aborrecidos por él; mas hízolo por adquirir gloria y honor con los venideros. Las mandas fueron de hombre particular, salvo la del pueblo, que importó un millón y ochocientos setenta y cinco mil ducados; a los pretorianos a veinticinco ducados por cabeza (1.000 sestercios); a los legionarios romanos a siete y medio (300 sestercios). Consultadas después las honras, fueron los más notables consejos el de Galo Alsinio, que se guiase la pompa por la puerta triunfal; y el de Lucio Aruncio, que se llevasen delante los títulos, de las leyes hechas y de las naciones conquistadas por él. Añadió Mesala Valerio que cada año hubiese de renovarse el juramento en nombre de Tiberio, el cual, preguntándole si decía aquello por orden suya, respondió que no y que en las cosas de la República no pensaba jamás usar de otro consejo que del suyo propio, aunque se aventurase ofensa ajena. Sola esta especie de adulación no se había platicado hasta entonces. Los senadores a una voz pedían el llevar sobre sus hombros el ataúd, y César con arrogante modestia lo consintió, amonestando con un pregón al pueblo que no quisiese (como por demasiado afecto hizo en el mortuorio de Julio César) turbar en aquella ocasión el de Augusto, con querer que se quemase su cuerpo en la plaza y no en el lugar acostumbrado (18) del campo Marcio. El día de las exequias asistieron soldados como por guardia, riéndose los que habían visto u oído a sus padres de aquel día en el cual, estando aún la servidumbre corriendo sangre, se había procurado, aunque en vano, volver a establecer la libertad, y que el homicidio cometido en la persona de César dictador parecía a unos acto generosísimo y a otros maldad execrable, que ahora un príncipe envejecido en el Imperio, proveído de sucesión heredera de grandes riquezas, tuviese necesidad de gente de guerra para ser enterrado con quietud.

IX. Esto fue causa de que se hablase variamente de los hechos de Augusto, maravillándose mucho de estas vanidades: Que acabó la vida en semejante día que el que comenzó a imperar, y que murió en Nola en el mismo aposento donde expiró su padre. Celebrábase también el número de sus consulados, en que había igualado a Valerio Corvino y a Cayo Mario juntos (19); la continua potestad de tribu no por espacio de treinta y siete años, veintiuna veces título de emperador, y otras horas o multiplicadas o nuevas. Mas por los sabios era loada o vituperada su vida diversamente: unos decían que por vengar la muerte de su padre, y obligado del amor de la República, donde entonces no tenían lugar las leyes, había sido forzada a tomar las armas civiles, las cuales era imposible juntarlas ni entretenerlas con buenas artes; que a este fin había concedido muchas cosas a Antonio y muchas a Lépido, deseoso de encaminar la venganza de los matadores de su padre; mas después que Lépido se envejeció en su bajeza de ánimo y Antonio se acabó de perder sepultado en sus lujurias, no le quedaba ya a la patria otro camino de apaciguar sus discordias que el ser gobernada por una sola cabeza; y que con todo eso, sin nombre de rey, ni de dictador, sino con sólo el de príncipe, había establecido la República, terminando el Imperio con el Océano o con ríos apartadísimos (20), anudadas en uno las legiones, las provincias y las armadas; que había usado justicia con los ciudadanos, modestia con los confederados; la ciudad misma amada con gran magnificencia, y, finalmente, que aunque se habían hecho algunas cosas con violencia, había sido en orden a la quietud pública.

X. Decían otros, en contrario, que la piedad para con su padre y los tiempos calamitosos del gobierno república le sirvieron de capa para cubrir su ambición; tal que, por deseo de mandar, había, a fuerza de dinero, hecho levantar a los soldados veteranos; que siendo mozo y sin Estado público se había atrevido a juntar un ejército privado y a persuadir la sedición a las legiones consulares, fingiendo favorecer el bando pompeyano, con lo cual pudo apoderarse de las insignias y el oficio de pretor con decreto de los senadores; muertos Hircio y Pansa (21) (o por manos de enemigos, o que Pansa, con veneno aplicado a las heridas, e Hircio, por los soldados, a persuasión de César fuesen muertos) se apoderó de los ejércitos de entrambos, forzando al Senado a que le eligiese cónsul, y volviendo contra la República las armas movidas contra Antonio; la proscripción o destierro de tantos ciudadanos; las reparticiones de campos, no loadas hasta de quien las hizo; que se le pudiera perdonar la muerte de Bruto (22) y Casio, como cosa hecha en venganza de la de su padre, puesto que por servicio público se deben disimular los odios privados, si no hubiera engañado a Sexto Pompeyo so color de paz, y a Lépido debajo de capa de amistad; y que poco después Antonio, cebado con los tratados de Brindis y de Tarento no menos que con las bodas de la hermana del mismo Augusto, pagó con la muerte la pena del parentesco; que no había duda en que la paz se había conservado siempre después, pero cruel y sangrienta; testigo las rotas de los Lolios y de los Varos (23); los Varrones, los Egnacios y los Julios (24) hechos morir dentro de Roma. Ni se abstenían de murmurar hasta de sus acciones domésticas: Que había quitado su mujer a Domicio Nerón y burládose de los pontífices, preguntándoles si llevándosela prefiada como estaba era válido el matrimonio; cuáles y cuántas habían sido las perjudiciales lujurias y desórdenes de Quinto Atedio y de Vedio Polión (25), y finalmente Livia, enojosa madre a la República, y más enojosa madrastra a la casa de los Césares; que no había dejado cosa alguna para los dioses, visto que también él quería el mismo culto de templos y de imágenes y ser servido por flámines y sacerdotes; que Tiberio no había sido llamado a la sucesión por celo de la República, sino porque, conocida en lo interior por él su arrogancia y crueldad, quiso acreditarse con el parangón de otro peor, siendo así que Augusto, pocos años antes, pidiendo otra vez al Senado la potestad de tribuno para Tiberio, puesto que en su oración hablase honradamente de él, no dejó de echar algunas varillas tocantes a su forma de vestir y manera de vida; conque, en son de excusarle sus faltas, mostró bien que no las ignoraba.

XI. Hechas, pues, las exequias de Augusto en la forma acostumbrada, se le decretaron el templo y los honores celestes como a uno de los dioses. Vueltos después a Tiberio los ruegos de todos, comenzó a discurrir con fingida modestia de su poco caudal y de la grandeza del Imperio, afirmando que sólo Augusto era capaz de tanto peso; de quien, metido en la parte de los cuidados, había aprendido con la experiencia cuán arduo y sujeto a la fortuna era el gobernarlo todo; a cuya causa les pedía que, en una ciudad sostenida de tantos varones ilustres, no quisiesen echar toda la carga sobre los hombros de uno solo; siendo cierto que muchos unidos al trabajo suplirían mejor a las necesidades de la República. Pero fue este lenguaje más de ostentación que de crédito; y en Tiberio, acostumbrado aun sin necesidad, por naturaleza o por uso, a decir siempre palabras ambiguas y oscuras, entonces que lo procuraba con artificio eran tanto más inciertas y escondidas. Mas mientras los senadores, no temiendo de cosa más que de dar a entender que le entendían, deshechos en llanto, sollozando, haciendo votos y extendiendo las manos a los dioses y a la imagen de Augusto, hincados de rodillas ante él, no cesaron de importunarle hasta que mandó traer y leer una Memoria escrita de mano del mismo Augusto. Conteníanse en ella la cantidad de las riquezas públicas, el número de los ciudadanos y auxiliarios aptos a tomar las armas; cuántas armadas, cuántos reinos, provincias, tributos, imposiciones y pechos; lo que montaban los donativos, servicios extraordinarios, y finalmente los gastos y cargas universales; añadiendo un consejo, no se sabe si por miedo o por envidia, de recoger dentro de límites el Imperio.

XII. Postrado entre tanto el Senado haciéndole mil humildes ruegos, se le escapó a Tiberio esta palabra: Que así como se sentía incapaz de regirlo todo, asimismo estaba pronto para recibir la parte que se le señalase. Entonces Asinio Galo dijo: Deseo saber, ¡oh César!, qué parte gustarás más de tomar a tu cargo. El cual, picado de la improvisa pregunta, calló un poco; mas en volviendo a cobrar sus fuerzas respondió: Que no le convenía a él elegir o rebasar la parte de aquello de que deseaba descargarse del todo. Añadió Galo, habiendo por el rostro penetrado la ofensa: Que no había preguntado aquello por dividir lo que no se podía, sino por argüir de su confesión que siendo uno el cuerpo de la República, había de ser gobernado por sólo un sujeto. Pasó a las alabanzas de Augusto, y acordó a Tiberio sus victorias y cuán egregiamente se había gobernado muchos años en los ejercicios de paz. Mas no por esto le pudo mitigar el enojo, mal visto de antes Galo, porque con haber tomado por mujer a Vipsania, hija de Marco Agripa, que fue mujer de Tiberio, parece que daba ocasión de sospecharse de él mayores conceptos que de ciudadano particular, y más conservando en sí mucha parte de la fiereza natural de su padre Asinio Polión (26).

XIII. No le ofendió menos Lucio Aruncio usando de palabras casi semejantes a las de Galo, puesto que Tiberio no tenía contra él alguna antigua enemistad; mas temía su riqueza, su valor y la egregia fama que conservaba. Y a la verdad Augusto, casi al fin de su vida, tratando de los que después de su muerte podían llegar al Estado de príncipe, quiénes serían los que siendo escogidos se resolverían en rehusarle, y cuáles los que aspirarían a él, aunque incapaces, y cuáles los que teniendo capacidad le apetecerían, dijo que Marco Lépido (27) el capaz y le menospreciaría; que Galo Asinio aspiraría a él, aunque insuficiente, y que Lucio Aruncio no era indigno y si hallaba ocasión la emprendería sin duda. En los dos primeros convienen todos; mas en lugar de Aruncio ponen algunos Gneyo Pisón, todos los cuales, excepto Lépido, fueron condenados por artificio de Tiberio con dolor de varios delitos. Ofendieron también grandemente el ánimo sospechoso de Tiberio, Quinto Haterio y Mamerto Escauro. Haterio, por haber dicho: ¿Hasta cuándo sufrirás, ¡oh César!, que la República esté sin cabeza?. Y Escauro, diciendo que había esperanza de que no saldrían del todo vanos los ruegos del Senado, pues que no se había opuesto, como podía, con la potestad tribunicia a la relación de los cónsules. Contra Haterio desfoga luego con palabras; a Escauro, con quien estaba amostazado más implacablemente, no dijo cosa. Cansado, pues, de los gritos y ruegos de todos en general y en particular, se dobló un poco; no que abiertamente confesase que aceptaba el Imperio, mas por acabar de negar y de ser rogado. Lo que pasó es que Haterio, entrado en palacio a pedir perdón a Tiberio, echándosele a los pies mientras se andaba paseando, hubiera de ser muerto por los soldados; porque, casualmente o embarazado de sus manos, Tiberio tropezó y cayó, el cual, ni aun por el peligro de un hombre tan grave, mostró mitigarse, hasta que recurriendo Haterio a Augusta, fue a instancia suya defendido con apretados ruegos.

XIV. Era grande para con Augusta la adulación de los senadores, queriendo algunos que se llamase madre de la patria; muchos que al nombre de César se añadiese hijo de Livia; mas él, repitiendo muchas veces que era bien moderarse en conceder honores a mujeres y que haría lo mismo cuando se tratase de su persona, afanado de la envidia, pareciéndole que se le quitaban a él los que se le concediesen a su madre, no quiso que se le decretase tan solamente un lictor, prohibiendo también el altar de la adopción (28) y otras cosas semejantes. Pidió para Germánico la autoridad de procónsul, y se le despacharon embajadores a este efecto y para consolarle de la muerte de Augusto. No pidió lo mismo para Druso, porque se hallaba presente y ya nombrado para cónsul. Nombró doce pretendientes (29) para el oficio de pretor, que era el número establecido por Augusto, y por más que el Senado le rogó que lo aumentase, juró que no lo alteraría.

XV. Entonces fue la primera vez (30) que los comicios, acostumbrados a hacerse en el campo Marcio, se transfirieron al Senado, porque hasta entonces, si bien disponía a su gusto el príncipe las cosas importantes, no dejaban de hacerse algunas con los votos de las tribus. Ni se resintió el pueblo de la perdida autoridad sino con un rumor y murmurio vano. Y el Senado, viéndose libre de donativos y de la indignidad de los ruegos, lo aceptó de buena gana, contentándose Tiberio con presentar solos cuatro pretendientes para concurrir sin repulsa y sin negociación. Pidieron después los tribunas del pueblo el poder hacer cada año a su costa los juegos, que agregados a los fastos, del nombre de Augusto se llamaron Augustales; mas decretóse que se tomase el dinero del Tesoro público, y que ellos en el circo pudiesen usar la vestidura triunfal, aunque no ser llevados en coche. El cargo de esta fiesta se transfirió después al pretor que administrase justicia entre ciudadanos y forasteros.

XVI. Éste era el Estado en que estaban las cosas de la ciudad cuando se amotinaron las legiones de Panonia (31) sin alguna otra ocasión, salvo el ofrecérsela al nuevo Gobierno para desear la vida licenciosa que sigue siempre a los motines, y mostrarles la guerra civil esperanzas de largos premios. Tres legiones estaban acampadas juntas en los alojamientos que se acostumbraban tener los veranos a cargo de Junio Bleso, el cual, sabido el fin de Augusto y principio de Tiberio, descuidándose de su oficio, y por las ferias acostumbradas, o por el regocijo, dio ocasión a los soldados de afeminarse, de hacerse desobedientes, dar oídos a los peores discursos y, finalmente, a desear ocio y comodidad y a despreciar la disciplina y los trabajos militares. Hallábase en el campo un cierto Percenio, hecho soldado gregario de cabo de comediantes, pronto de lengua y, por la plática de los términos histriones, aparejado a fomentar tumultos. Ése, moviendo los ánimos más groseros y los dudosos del Estado de sus cosas en esta mudanza, ocasionada de la muerte de Augusto, comenzó poco a poco, de noche o a boca de noche después de retirados los mejores, a hacer sus juntas de los más ruines.

XVII. Ganando después compañeros y ministros, no menos inclinados a la sedición, preguntaba, como si predicara en junta de gente, la causa ¿por qué a manera de esclavos obedecían a poco número de centuriones y menos de tribunos, y que hasta cuándo dilatarían el atreverse a pedir remedio, si entonces, que era el príncipe nuevo y acabado apenas de establecer en el Estado, no le representaban sus pretensiones o se las hacían saber con las armas? Que habían pecado hartos años de bajeza de ánimo, sufriendo treinta y cuarenta de milicia, viejos ya y acribillados de heridas; que hasta los que llegaban a ser jubilados no conseguían el fin de sus trabajos, pues arrimados a las mismas banderas se les hacía padecer de la misma forma, aunque con nombres diferentes; y si sucedía el alcanzar algunos tan larga vida que pudiesen ver el fin de tantas miserias, el pago era ser llevados a tierras extrañas, donde, so color de repartimientos, les hacían cultivar tierras pantanosas o montañas estériles con nombre de heredades. Y que por más que la milicia era infructuosa y dura, lo era mucho más el ver estimar el alma y el cuerpo de un soldado en un pobre medio real al día, y haberse de proveer con él de vestidos, armas y tiendas, y rescatar la crueldad de los centuriones las vacantes de los trabajos. Mas, por Hércules, que los golpes, las heridas, el frío del invierno, el sudor del verano, la guerra atroz o la paz estéril, eran todas cosas infinitas; no quedando ya otro remedio que ordenar la milicia debajo de leyes ciertas de acrecentar a un denario al día la paga. Que tras dieciséis años de servicio quedase cada cual libre, sin obligación de seguir más bandera, recibiendo su recompensa en dinero de contado antes de salir del campo. ¿Por ventura los pretorianos, decía él, que tienen dos denarios al día y acabados los dieciséis años se van a sus casas, pónense a mayores peligros? Dígase sin ofensa de las guardias que hacen en la ciudad, que nosotros, a lo menos entre estas hórridas gentes, desde nuestras barracas vemos siempre al enemigo.

XVIII. Altérase con esto el vulgo de los soldados, mostrando quién las cicatrices y los golpes, quién la barba blanca, y muchos dando en rostro con los vestidos rotos y los cuerpos desnudos. Al fin, entrados en furor, pensaron en hacer una legión de todas tres. La emulación de querer cada uno para sí esta honra los hizo mudar de propósito, y juntas en uno las tres águilas y las banderas de las cohortes, levantan de céspedes un tribunal (32) para hacer el asiento más vistoso y autorizado. Mientras solicitan la obra llega Bleso y comienza a reprenderlos de uno en uno y a detenerlos, gritando: Manchad primero las manos en mi sangre: menor delito será matar allegado que rebelaros al príncipe; o vivo yo conservaré vuestra fe, o degollado apresuraré vuestro arrepentimiento.

XIX. No por eso dejaban de trabajar en la obra, trayendo a gran furia céspedes, y teníanla ya levantada hasta los pechos, cuando al fin, vencidos de su propia obstinación, desampararon la empresa. Bleso, con particular destreza y buen término, les comenzó a meter por camino, diciendo que no convenía mostrar sus deseos al César por vía de sedición y tumultos: ni los antiguos con sus generales, ni ellos mismos con Augusto, habían jamás intentado una novedad tan fuera de tiempo; añadiendo este cuidado a los demás del príncipe que comenzaba a imperar. Mas que si con todo esto querían pedir en la paz lo que no habían pedido victoriosos en las guerras civiles, ¿para qué ir contra el servicio acostumbrado, contra la razón de la disciplina militar, representando sus pretensiones por vía de fuerza? Que nombrasen embajadores y delante de él les dijesen lo que habían de hacer. Gritaron entonces todos que se enviase el hijo de Bleso, tribuno de una legión, con orden de pedir la libertad de ir a sus casas acabados los dieciséis años de servicio, y que impetrada esta demanda declararían las otras. Partido el mozo se quietaron algo, aunque no sin ensoberbecerse de que yendo por diputado el hijo del legado se echaba claramente de ver que les había concedido la necesidad lo que no hubieran alcanzado con modestia.

XX. Entre tanto los manípulos enviados a Nauporto (33) antes de la sedición por causa de los caminos, de los puentes y de otras cosas necesarias, sabido el motín del ejército, arrancan la bandera de sus puestos, y después de haber saqueado las villas vecinas y al mismo Nauporto, que era casi como municipio, deteniendo primero a los centuriones con risa y con injurias, los maltratan después y cargan de golpes, desfogando la ira en particular sobre Aufidieno Rufo, prefecto del campo, al cual, hecho bajar de su carro y cargado de bagaje, haciéndole marchar a pie delante de ellos, le preguntaban por escarnio si era bueno de llevar el peso de tan gran carga y si le agradaban aquellos largos caminos. Y esto a causa de que Rufo, hecho, de soldado ordinario, centurión y luego prefecto del campo, como sufridor grande de trabajos, renovaba la dureza de la antigua disciplina militar; tanto más cruel para con los otros, cuanto mejor había experimentado y sufrido en sí mismo.

XXI. A la llegada de éstos volvió a tomar pie la sedición, de tal manera que, desbandadas, comenzaron a saquear por todas partes. Bleso, para escarmentar a los demás, hizo azotar y poner en prisión a algunos pocos de los que volvían cargados de presa: estaban todavía en obediencia los centuriones y soldados de más tono. Mas los presos resistían válidamente a los que los llevaban; abrazábanse a las rodillas de los circunstantes; llamaban a cada uno por su nombre, y luego a las centurias o compañías de donde eran soldados; pedían socorro a las cohortes y legiones diciéndoles a voces que se les aparejaba a todos el mismo peligro. Comienzan luego a cargar de injurias allegado, llamando al cielo y a los dioses por testigos, no dejando cosa por hacer para engendrar aborrecimiento o mover a piedad, a temor y a rabia, hasta que, concurriendo la multitud, rotas las prisiones, los libran, sacando a las vueltas con ellos otros muchos presos, condenados por haber desamparado el campo y por otros delitos capitales.

XXII. Crece con esto la fuerza y multiplícanse las cabezas de la sedición. Entonces un cierto soldado ordinario, llamado Vibuleno, levantado ante el Tribunal de Bleso sobre los hombros de los circundantes, comenzó a decir a grandes voces: Nosotros, ¡oh soldados!, habéis restituido la luz y el espíritu a estos pobres inocentes; mas ¿quién restituirá la vida a mi hermano, el cual enviado por vosotros al ejército de Germania por el bien público, ha hecho degollar esta noche Bleso por sus gladiadores (34), a quien arma y sustenta para la destrucción de los soldados? Respóndeme, ¡oh Bleso!, ¿adónde hiciste echar el cuerpo?, que los enemigos mismos no rehúsan de entregarlos para darles sepultura; y después que con besos y con lágrimas haya yo desfogado la fuerza de mi dolor, mándame matar también, con tal que muertos, no por algún delito, sino por servicio de las legiones, no se nos niegue a lo menos la sepultura.

XXIII. Ayudaba a inflamar estas palabras con un fiero llanto hiriéndose una con otra las manos, y con ambas el pecho y el rostro. Luego, apartándose un poco los que le sustentaban en hombros, y caído en tierra, comienza a revolverse y asirse a los pies de todos, concitando tal espanto y odio, que una parte de los soldados movió para matar a los gladiadores, otra a los criados y a la familia de Bleso, mientras otros andaban en busca del cuerpo; y si presto no se descubriera que no se hallaba el muerto, que los criados, aunque atormentados, negaban el hecho, y que el hombre no tenía hermano, no estaban muy lejos de matar al legado. Con todo eso, echados los tribunos y prefectos del campo, robado el bagaje de los que huían, mataron al centurión Lucilio, llamado de los soldados Daca el otro, porque, roto un bastón en las espaldas de un soldado, solía decir a voces: Daca el otro, daca el otro. Los demás se escondieron, reteniendo solamente a Clemente Julio como persona de ingenio y apto a referir las comisiones de los soldados. A más de esto, la legión octava y la quincena hubieran de venir a las manos, mientras aquélla quiere que muera un centurión llamado Sirpico y ésta le defiende, si los soldados de la novena no se hubieran interpuesto con ruegos y amenazas.

XXIV. Estas cosas, sabidas por Tiberio, le obligaron, aunque de condición cerrado y hecho a encubrir las malas nuevas, a enviar a su hijo Druso con los principales de Roma y dos cohortes pretorias, reforzadas de escogidos soldados, sin otra orden expresa que de aconsejarse en la ocasión. Añadió buen golpe de caballos pretorianos y el nervio de los germanos que asistían a la guardia de la persona imperial con el prefecto del pretorio Elio Seyano (dado por acompañado a Estrabón, su padre), hombre de mucha autoridad con Tiberio, para que aconsejase al mozo y fuese testigo de los peligros y méritos de los demás. En acercándose Druso le salen a recibir las legiones como por cumplimiento, no alegres, como se acostumbra, ni con vistosos ornamentos militares, mas con triste apariencia y rostros que publicaban antes su contumacia que la tristeza que pretendían mostrar.

XXV. En entrando por la estacada pusieron guardias a las puertas y buen número de armados en algunos lugares y puestos de importancia; los otros, en mucho mayor número, rodean el Tribunal. Estaba Druso en pie haciendo con la mano seña de que callasen; mas ellos, cada vez que ponían los ojos hacia la muchedumbre, con voces horribles hacían estrépito, y en mirando a Druso mostraban miedo. Un murmullo confuso, un clamor atroz y tras esto un repentino silencio, eran causa de que, según la variedad de sus pasiones, diesen muestras unas veces de causar temor y otras de tenerle. Finalmente, cesado el tumulto, mandó Druso leer las cartas de su padre, en que significaba la estimación que hacía de aquellas valerosas legiones, con las cuales había sufrido los trabajos de muchas guerras, y que, en dando a su espíritu algún reposo por el dolor de la muerte de su padre, mandaría ver en el Senado sus peticiones; que había enviado entretanto a su hijo con orden de concederles luego todo lo que de presente se pudiese, reservando lo demás para el Senado, a quien era justo hacer participante de las determinaciones favorables y rigurosas.

XXVI. Fue respondido por todos que el centurión Clemente tenía a su cargo el proponer sus demandas, el cual comenzó por la licencia y libertad, servidos dieciséis años, la recompensa que habían de tener acabando su servicio; que la paga fuese un denario al día, y que los veteranos no pudiesen ser tenidos arrimados a las banderas. Oponiendo Druso a estas cosas que era necesario aguardar la resolución del Senado y de su padre, le interrumpen con gritos, diciendo cuán poca necesidad tenía de venir allí no trayendo facultad de acrecentar el sueldo ni de aliviar los trabajos, ni aun de hacerles bien en manera alguna: los golpes, sí, por Hércules, decían, y la muerte aparejada para todos. Que Tiberio, acostumbrado a engañar otras veces a las legiones en nombre de Augusto, infundía ahora en Druso las mismas artes, para que siempre tratasen sus cosas hijos de familia y menores de edad; cosa nueva, por cierto, que el emperador remita al Senado solamente la comodidad de los soldados; que de razón debía remitirse también al mismo Senado el conodmiento de las causas cuando se tratase de castigarlos o de enviarlos a la pelea; siendo justo que los que se reservan el disponer de las recompensas se reserven también el ordenar los castigos y los premios.

XXVII. Desamparan finalmente el Tribunal, y en encontrando con alguno de los soldados pretorianos o amigos del César, comienzan a apercibir las manos buscando ocasión de diferencias y el principio de venir a las armas, ofendidos principalmente contra Cneo Léntulo, porque, como más señalado en edad y reputación, creían que animaba a Druso y que sobre todo detestaba el infame atrevimiento de los soldados. Y así, poco después, saliendo con el César para retirarse a los alojamientos de invierno (habiendo conocido el peligro que se le aparejaba), le rodean por todas partes y le preguntan adónde iba, si al emperador o a los senadores, para oponerse allí también a la comodidad de las legiones; y diciendo y haciendo arremeten a él y comienzan a apedrearle; hasta que herido y sangriento ya de un golpe, y casi seguro de morir allí, fue defendido y salvado por la muchedumbre de la gente que acompañaba a Druso.

XXVIII. La suerte ablandó aquella noche amenazadora capaz de producir alguna gran maldad con un caso fortuito. Porque, sin embargo de que el cielo estaba casi claro, pareció que la luz de la luna vino a fallecer y eclipsarse (35); los soldados, que ignoraban la causa, lo tomaron como por presagio de las cosas presentes, y, comparando a sus trabajos el defecto de aquel planeta, se persuadieron a que les sucedería todo prósperamente si la luna volvía luego a cobrar su acostumbrado resplandor. Con esto comienzan a hacer gran estruendo con todo género de instrumentos militares, alegrándose o entristeciéndose conforme se iba aclarando u obscureciendo la luna; mas después que algunas nubes que se levantaron la acabaron de cubrir del todo teniéndola ya por sepultada en tinieblas, como suelen darse fácilmente a la superstición los ánimos turbados y temerosos, se pronostican eternos trabajos, doliéndose de que sus maldades tuviesen tan ofendidos a los dioses. El César, pareciéndole que era bien valerse de aquella turbación y temor y ayudarse prudentemente del beneficio del caso, envía gente alrededor de los cuarteles, hace llamar al centurión Clemente y a los demás gratos al pueblo por su bondad y virtud, los cuales, mezclándose con los alterados en los cuerpos de guardia, con las rondas y los corrillos de gente y con los que tenían a su cargo las puertas, dándoles unas veces esperanza y aumentándoles otras el temor, ¿Hasta cuándo -decían- tendremos sitiado al hijo del emperador? ¿Qué fin han de tener estas contiendas? ¿Prestaremos el juramento a Percenio y Vibuleno? ¿Pagarnos han Percenio y Vibuleno lo que alcanzamos de nuestros sueldos? ¿Repartirán las tierras a los beneméritos, o finalmente tomarán ellos el Imperio en vez de los Nerones y de los Drusos? ¿Por qué antes de esto, siendo, como somos, los últimos en la culpa, no procuraremos ser los primeros en el arrepentimiento? Las demandas hechas en común tarde alcanzan sus efectos; mas las particulares a un mismo tiempo se merecen y se reciben. Conmovidos de estas cosas los ánimos, aun entre sí sospechosos, sepárense el tirón del veterano y una legión de otra, y volviéndoles poco a poco la voluntad de obedecer, desamparan la guardia de las puertas y vuelven a plantar las banderas en los propios lugares de donde las habían arrancado al principio de la sedición.

XXIX. Druso, venido el día e intimado el parlamento, aunque poco fecundo, ayudado al fin de su ingenua nobleza, condena las cosas pasadas, loa las presentes, diciendo que no era hombre para dejarse vencer de miedos ni amenazas, mas que si los ve inclinados a humillarse y obedecer, no dejará de escribir a su padre que, aplacado, mire con buenos ojos sus pretensiones. A ruego de ellos, pues, se envían a Tiberio el mismo Bleso y Lucio Apronio, caballero romano de la cohorte de Druso, y Justo Catonio, centurión del primer orden. Disputóse después si sería bien aguardar, como querían algunos, la vuelta de los embajadores y mitigar en tanto a los soldados con mansedumbre. Todavía eran otros de parecer que se usase de remedios más rigurosos, diciendo que el vulgo no consiente medio; el cual es cierto que, en dejando de tener temor, causa temor; mas después de una vez atemorizado, se puede menospreciar sin peligro; y que así, mientras hacía su oficio en ellos la superstición, era bien asegurarse el capitán con la muerte de los autores del motín. Druso, de su naturaleza inclinado al rigor, hechos llamar Percenio y Vibuleno, ordena que sean muertos.

Quieren algunos que los mandó matar dentro de su propia tienda, y otros, que sus cuerpos fueron echados fuera de los reparos y palizadas para ser vistos de todos.

XXX. Después de esto, buscándose los principales autores del motín, parte fueron muertos por los centuriones y soldados pretorianos mientras iban desbandadas fuera de los alojamientos, y parte entregaron los mismos manipularios en testimonio de obediencia y fidelidad. Había acrecentado el trabajo de los soldados el invierno, venido antes de tiempo con lluvias continuas y tan crueles que no podían salir de las tiendas para hacer sus conventículos y apenas defender las banderas que no se las llevase la tempestad y el agua. Duraba todavía el espanto de la ira celeste; que no sin causa perdían su virtud los astros y se arrojaban las tempestades sobre ellos como sobre gente impía y desleal; que no había otro remedio para tantos trabajos que desamparar aquellos infelices y contaminados alojamientos para, después de haber recibido la absolución de sus ofensas, irse cada legión a sus presidios de invierno. La octava fue la que partió primero; tras ella la quincena. La novena gritó que quería aguardar las cartas de Tiberio; mas viéndose sola y desamparada de las otras, hizo de la necesidad virtud, dando muestras de partir voluntariamente. Y Druso, sin aguardar la vuelta de los diputados, viendo todas las cosas apaciguadas, se tornó a Roma.

XXXI. Casi en los mismos días y por las mismas causas se amotinaron las legiones germánicas con tanta más violencia cuanto eran más en número, y con gran esperanza de que Germánico César, no queriendo sufrir el ser mandado por otro, se entregaría a las legiones y con su fuerza lo llevaría todo tras sí. Estaban dos ejércitos sobre la ribera del Rin: el que llamaban superior, gobernado de Cayo Silio, legado, y el inferior, de Aulo Cecina, aunque entrambos debajo del imperio de Germánico, ocupado entonces en recoger los tributos de las Galias. Las legiones que gobernaba Silio, irresolutas de ánimo, acechaban el suceso de las sediciones de los otros. Mas los soldados del ejército inferior cayeron luego en una rabia furiosa, comenzada por las legiones veintiuna y quinta, las cuales llevaron tras sí también a la primera y la veintena, a causa de que estaban alojadas todas juntas en los cuarteles de verano, plantados en los términos de los Ubios, casi ociosas del todo o con pequeñas ocupaciones. Sabida, pues, allí la muerte de Augusto, muchos soldados de los levantados poco antes en Roma (36) para rehinchir las legiones, acostumbrados al vicio de la ciudad e impacientes del trabajo, comenzaron a representar y dar a entender a los otros de ingenios más rudos que había ya llegado el tiempo en el cual los soldados viejos podían pedir sus bien servidas licencias, los nuevos acrecentamientos de sueldo, y unos y otros algún alivio a tantas miserias y venganza contra la crueldad de los centuriones, No decía esto uno solo, como Percenio en las legiones de Panonia, ni a los oídos de gente que pudiese temer a ejército más poderoso; había muchos gestos y voces de sediciones diciendo que estaba en sus manos el Imperio romano; que se había ensanchado la República con sus victorias y honrádose los emperadores sacando de ellas gloriosos apellidos.

XXXII. No trataba el legado de poner remedio, habiendo la locura de tantos héchole perder la seguridad del ánimo. Arrancan, pues, furiosos de las espadas y arremeten contra los centuriones (materia antigua de los odios militares y principio de encruelecerse); tendidos en tierra, los azotan, cada sesenta el suyo, por igualar el número de los centuriones, y así, bien heridos y parte muertos, los echan fuera del estacado y en la corriente del Rin. Uno de ellos llamado Septimio, huido al Tribunal y arrojado a los pies de Cecina, fue pedido tan importunamente por ellos, que hubo de ser entregado a la muerte. Casio Querea, famoso después por el homicidio de Cayo César, entonces mancebo valeroso y de ánimo fiero, se abrió y allanó el camino con la espada entre aquellos armados. No eran ya obedecidos los tribunos ni el prefecto del campo; los soldados mismos repartían las centinelas y los cuerpos de guardia, y acudían a las demás cosas que se ofrecían. Los que consideraban con mayor atención los ánimos airados de aquella gente juzgaban por la peor señal para creer que aquella sedición había de ser grande y mala de apaciguar, al ver que no esparcidos o a persuasión de pocos, mas todos de un mismo acuerdo se encendían y de un mismo acuerdo callaban, con tanta igualdad y regla que no parecía que les faltase cabeza.

XXXIII. Diose entre tanto aviso de la muerte de Augusto a Germánico, que se hallaba, como dicho es, exigiendo los tributos de las Galias. Era casado Germánico con Agripina, nieta de Augusto, de quien tenía muchos hijos. Él fue hijo de Druso, el hermano de Tiberio y nieto de Livia Augusta, emperatriz; pero vivía afligido por el odio secreto que sabía tenerle, no sólo su tío Tiberio, pero su abuela Augusta, cuya causa se conservaba tanto más áspera cuanto de suyo era más injusta. Era grande para con el pueblo romano la memoria de Druso, teniéndose por sin duda que si le tocara el Imperio hubiera restituido la libertad, por lo cual vivía la misma afición y esperanza con Germánico, mancebo agradable y de maravillosa afabilidad, diverso del aspecto de Tiberio y de su trato arrogante y cubierto. Añadíanse las diferencias mujeriles, porque Livia no estaba más de acuerdo con Agripina que lo que suelen estar de ordinario las suegras con las nueras. Era a la verdad Agripina algo mal sufrida, si bien su mucha honestidad y amor a su marido la obligaban a procurar ir encaminando al bien aquel su ánimo indómito y levantado.

XXXIV. Mas Germánico, cuanto más se iba acercando al grado más alto, tanto se mostraba más pronto en servir a Tiberio, en cuya prueba obligó a los secuanos (37), pueblos vecinos de donde él se hallaba, y a las ciudades de los belgas a prestar en juramento en su nombre. Después, advertido del motín de las legiones, pasó allá volando; a cuyos soldados halló fuera de los alojamientos, con los ojos hincados en el suelo, como en señal de arrepentimiento. Mas después de entrado dentro de los reparos, comenzó a oír mil confusas quejas, y algunos, tomándole la mano como para besársela, se metían en la boca los dedos para hacerle tocar con ellos las encías limpias de dientes; otros mostraban los cuerpos, brazos y piernas corvos por la vejez. Juntos, pues, al parlamento, viendo la gente demasiado mezclada y confusa, ordenó que se juntasen todos por manípulos, para que así pudiesen oír mejor su respuesta, y que se le trajesen delante las banderas, para que a lo menos esto diferenciase y dividiese las cohortes; obedecieron, aunque lentamente. Entonces, habiendo comenzado por la reverencia que se debía a la memoria de Augusto, pasó a tratar de las victorias y triunfos de Tiberio, celebrando con loores particulares las cosas ilustres que había hecho en Germania con aquellas legiones; exaltó la unión de Italia y la fidelidad de las Galias, y ponderó que en ningún lugar había tumulto ni discordia.

XXXV. Escuchóse todo esto con silencio o con poco murmurio; mas luego que tocó en la sedición y preguntó: ¿Dónde estaba la modestia?, ¿dónde el decoro de la antigua disciplina militar?, ¿dónde los tribunos?, ¿en qué parte habían arrojado los centuriones?, se quedan desnudos y muestran las cicatrices de las heridas y los cardenales de los golpes, doliéndose con voces confusas del precio excesivo que les costaban las vacaciones, de la cortedad del sueldo, de la dureza de los trabajos, nombrándolos todos por sus nombres: estacadas, fosos, forrajes, fajina, leña y otras muchas cosas de las que se hacen, con necesidad o sin ella, en un campo para evitar la ociosidad. Saltan de los veteranos atrocísimos gritos, contando quién treinta años y quién más de servicio, pidiéndole quisiese poner remedio a tantos afligidos antes que acabasen de morir en los mismos trabajos, concediéndoles el fin de tan larga milicia y un reposo fuera de pobreza. Hubo algunos que pidieron el dinero dejado a los soldados en testamento por el divo Augusto, deseando toda felicidad a Germánico, y ofreciéndole, cuando quisiese, el Imperio para sí. Entonces, como afrentado de tan infames palabras, se arrojó del Tribunal y oponiéndosele los soldados con las armas, amenazándole si no se volvía, gritando él que quería antes morir que faltar de fe, arrancando la espada del costado, se la volvió al pecho para matarse; y lo hiciera si los que le estaban cerca no le tuvieran con fuerzas la mano. Habíase apretado la parte extrema del auditorio de manera que parece increíble que algunos, pasando más adelante, uno a uno le incitaron a que se hiriera; y un soldado llamado Calusidio le dio su espada desnuda, diciendo: Ésta tiene mejor punta; acto que, aun de aquella gente desatinada, fue reputado por indigno y cruel.

XXXVI. Con esto tuvieron lugar los amigos del César de llevarle a su tienda, donde se consultó del remedio; entendiéndose que se despachaban embajadores para incitar al mismo movimiento al ejército superior, designando saquear la ciudad de los Ubios (38), y, llenas de presas las manos, pasar después a destruir las Galias. Aumentaba el temor pensar que el enemigo, avisado de la sedición, viendo desamparadas las riberas del Rin, entraría sin duda en el país; y el armar los auxiliarios y confederados contra las legiones rebeldes era resucitar las guerras civiles, la severidad peligrosa, infame la liberalidad, o poco o mucho que se diese a los soldados, y ejemplo dañosísimo a la República. Ponderadas, pues, entre las cabezas las razones de una parte y de otra, resolvieron que se escribiesen cartas en nombre del emperador con orden de dar licencia a los que hubiesen servido veinte años, y de jubilar a los que dieciséis, con tal que asistiesen debajo de las banderas, desobligados de toda otra facción que de rechazar al enemigo, y que la manda de Augusto se les pagase doblada.

XXXVII. Cayeron los soldados en que la carta se había fingido en aquella ocasión para entretenerlos, y al punto pidieron el efecto. Los tribunos se dieron prisa a dar licencia a los veteranos; mas el donativo se difería, hasta que los de las legiones quinta y veintiuna dijeron que no partirían para los alojamientos de invierno sin el dinero; tal, que fue forzoso pagarlos en los propios cuarteles de verano, como se hizo, juntando Germánico lo que halló entre sus amigos con lo que tenía para el gasto de sus propios viajes. El legado Cecina llevó a la ciudad de los Ubios las legiones primera y vigésima con infame espectáculo, viéndose traer entre las banderas y las águilas el tesoro robado al príncipe. Germánico fue al ejército superior y recibió luego el juramento de fidelidad a las legiones segunda, trece y dieciséis. Los soldados de la catorcena hicieron un poco de dificultad. A todas, aunque no lo pidieron, se dio el dinero y la licencia como a las otras.

XXXVIII. Mas en los Caucios, los vexilarios (39) o veteranos jubilados del presidio de las legiones amotinadas movieron sedición; refrenáronse algún tanto con el suplicio de dos soldados, hechos morir luego por orden de Menio, prefecto del campo antes por buen ejemplo que porque tuviese autoridad para ello, mas habiéndose después reforzado el tumulto, siendo preso cuando se huía, por no serle ya seguro el esconderse, probó a defenderse con atrevimiento, diciendo que en su persona, no el prefecto del campo, sino Germánico, su cabeza y Tiberio, su emperador, eran ofendidos. Y cayendo en que con aquello se habían atemorizado los que le impedían, arrebata un estandarte y marcha con él hacia las márgenes del río. Con esto y con echar un bando que tendría por fugitivo a cualquiera que desamparase la ordenanza, los redujo a la guarnición de invierno así alterados, sin haber hecho otro movimiento de tales.

XXXIX. En tanto los embajadores del Senado hallan a Germánico llegado ya a Ara de los Ubios (40). Invernaban allí las legiones primera y veinte, junto con los veteranos poco antes jubilados con obligación de asistir a sus banderas. Todos éstos, amedrentados y estimulados de sus malas conciencias, se persuaden a que los embajadores traían orden del Senado para revocar cuanto por vía de sedición hubiesen impetrado. Y como es costumbre del vulgo hasta en las cosas falsas suponer algo y declararle por culpado, acusan a Munacio Planeo, que acababa de dejar el consulado y venía por cabeza de la embajada, de haber sido causa y autor de este decreto del Senado. Y de hecho, cerrada y obscura ya la noche, van a casa de Germánico y piden a voces el guión que estaba allí; adonde concurriendo gente de todas partes rompen las puertas, y sacando de la cama al César, le fuerzan a que se le den con amenazas de muerte. Después, mientras van discurriendo por las calles, encuentran con los embajadores, que oído el alboroto acudían a Germánico; cárganlos de injurias, aparejándose para matarlos, en particular a Planeo, a quien la reputación impedía la fuga, ni tuvo otro remedio que, retirándose a los alojamientos de la legión primera, abrazarse con las banderas y con el águila y defenderse con la religión. Y si Calpurnio, aquilífero (41), no le hubiera defendido de la última fuerza, un embajador del pueblo romano, cosa execrable aun entre enemigos, hubiera en el campo romano manchado con su sangre el altar de los dioses. Venido el día, que se discernía el capitán del soldado y se dejaban ver las cosas hechas, entrado Germánico en los alojamientos, se hace traer a Planeo, y puéstosele aliado en su Tribunal, comienza a inculpar la rabia fatal renovada, no por los soldados, sino por la ira de los dioses. Da cuenta de la causa por qué habían venido los embajadores, y con mucha facundia lamenta la violada autoridad de la embajada, el caso grave y desmedido de Planco, y la vergüenza y deshonra en que había incurrido la legión. Tras esto, mostrándose aquella junta antes atónita que quieta, vuelve a enviar los embajadores con escolta de caballos auxiliarios.




Notas

(1) Debe sobrentenderse del Senado. Personajes de la antigua República, tales como Scaurus, Scipión, etcétera, son frecuentemente designados con el nombre de príncipes, y hablábase del principado de Scaurus, como posteriormente del principado de Tiberio. Escogió Augusto, entre todos, el título de príncipe por ser el más propio para disfrazar la enormidad de su poder: el único privilegio de este título era el derecho, para quien lo gozaba, de votar el primero en el Senado. El de emperador era relativo a la milicia, y sólo daba autoridad en los campamentos. El principado fue, pues, el título de la nueva constitución, mezcla de monarquía, de aristocracia y aun de democracia, especialmente al principio.

No debe confundirse el nombre de emperador (imperator), puesto al frente de los demás títulos, con el de imperator que durante la República daban los soldados sobre el campo de batalla a sus generales victoriosos y que obtuvieron también los emperadores en iguales circunstancias, poniéndole al fin de sus demás títulos y añadiendo el número de veces que les había sido conferido. En los tiempos de Augusto y Tiberio concedióse el título de imperator varias veces a los generales.

(2) Nombre de Calígula.

(3) Refiérese a Sexto Pompeyo, que fue vencido por Agripa.

(4) De cuantas magistraturas tomó o se hizo conferir Augusto, ninguna debía contribuir tanto a afianzar su dominación como ésta, que, a la vez que le constituía en protector de la plebe, le daba el veto en todas las grandes circunstancias y hacía su persona inviolable.

(5) Sobrino de Augusto, muy querido de su tío. Murió joven. Virgílio le celebra en La Eneida, lib. IV. Tu Marcellus eris.

(6) Marco Vipsanio Agripa. De humilde linaje, pero dotado de grandes talentos militares. Augusto, que le debía muchos de sus triunfos, le nombró cónsul, le asoció a su potestad tribunicia y le tomó por yerno a la muerte de Marcelo, dándole la mano de su hija Julia. Murió en el año 29 de Jesucristo, a los cincuenta y uno de su edad.

(7) El primero fue el que sucedíó a Augusto, y al segundo se le dio el dictado de Germánico por las victorias alcanzadas contra los pueblos de este nombre. Eran hijos de Tiberio Druso Nerón y de Livia Drusila, que fue cedida por su marido a Augusto estando encinta de Druso.

(8) El primero, llamado Cayo César, nació en el 21 de Jesucristo, y murió en Licia a la edad de veintitrés años; el segundo, Lucio César, nació tres anos después que su hermano, y falleció en Marsella dos antes que él.

(9) Llamábase así una toga adornada de una banda de púrpura que, junto con la bulla, formaba el traje de los jóvenes de ambos sexos nacidos de padres libres.

(10) Islote inmediato a la isla de Elba. Hoy se llama Pianosa.

(11) L. Marzo Agripa César Póstumo, hijo de Agripa y de Julia. Nació en el año 29 de Jesucristo, y fue muerto por orden de Tiberio a los veinticinco anos de edad. Pretendía ser dios del mar porque era gran pescador, y haciase llamar Neptuno. Había tratado a Livia de madrastra y censuraba a Augusto porque retenía la herencia de sus padres.

(12) Alude a la derrota sufrida por Varo (9 de Jesucristo), el cual, atraído a una emboscada por Heramn, jefe de los queruscos, pereció en ella con tres legiones romanas que mandaba.

(13) Había sido cónsul en 741, 746 y 750, y alcanzado los honores del triunfo, por la guerra de Panonia, en 745; de Germanía en 747; de Iliria, Panonia, Dalmacia y Germania, en 765.

(14) Druso y Germánico.

(15) Sobrino e hijo adoptivo del historiador Salustio.

(16) Esto es, de su madre Livia.

(17) Los romanos acostumbraban depositar en sus templos, y principalmente en el de Vesta, los tratados públicos y privados, los testamentos y hasta su riqueza mobiliaria. Y he aquí por qué dice Tácito del testamento de Augusto que fue presentado por las sacerdotisas de aquella diosa.

(18) Estaba situado entre la vía Flaminia y el Tíber, en medio de un bosque y de un paseo público.

(19) Había sido cónsul trece veces; Marlano Corvino fue cónsul seis veces y Cayo Marlo siete.

(20) El Éufrates, el Rin y el Danubio.

(21) Perecieron en la primera de las dos batallas que se dieron cerca de Módena en abril de 711.

(22) Brutorum, dice el original aludiendo a los dos Brutos, Décimo y su hermano Marco, el matador de César; el primero fue entregado por un jefe galo, y el otro se suicidó después de la segunda batalla de Filipos.

(23) Lolio fue derrotado por los sicambros veinticuatro años antes del desastre de Varo, y dieciséis antes de jesucristo. Mayor fue el valor que la pérdida en esta derrota. El águila de la quinta legión quedó en poder del vencedor.

(24) Varro Murena, acusado de haber conspirado contra Augusto, fue condenado en rebeldia, alcanzado en su fuga y muerto. Egnaclio Rulo pereció en la cárcel, acusado del mismo crimen, y Julio Antonio, hijo de Marco Antonio, fue sentenciado a muerte como cómplice en los desórdenes de Julia.

(25) El nombre Quinto Atedio o Alelio, sugerido por la sátira de juvenal a algunos editores, es dificil de precisar. Probablemente se trata de Quinto Vltelio. En cuanto a Vedio Polión, fue el que en una comida dada a Augusto mandó arrojar un esclavo a las murenas por haber roto un vaso de cristal.

(26) Uno de los mejores, o tal vez el orador más notable de su tiempo. Abandonó el partido de Antonio, aunque sin pasarse al de Octavio, quien sin embargo, le dispensó su amistad. Fue el primero que abrió en Roma su biblioteca al público.

(27) Padre de Emula Lépida, esposa de Druso. Fue procónsul de África y después de Asia. Tácito le califica de varón grave y prudente. (A., IV). Murió en 786 (33 de J. C.).

(28) Era costumbre entre los romanos erigir templos, aras y estatuas en honor de algún suceso o persona para que recordasen sus virtudes o hazañas. Aquí, para obsequiar a Tiberio, querían ensalzar de varios modos a Augusta. Uno de ellos era dedicar un ara a la adopción en memoria de este suceso.

(29) A estos pretendientes llamaban candidatos, porque acostumbraban a vestirse de blanco mientras duraba la competencia.

(30) Según Gibbon, la palabra primum parece hacer alusión a algunas débiles e inútiles tentativas que se hicieron para devolver al pueblo su derecho de elección.

(31) Hoy Austria y Hungría.

(32) Acostumbraban los romanos levantar en los reales un sitio elevado cubierto de césped, donde ponian las banderas y desde el cual arengaba el general a los soldados.

(33) Cellario cree que es Oberlaybach, pueblo de la Carniola, a algunas leguas de Laybach.

(34) Era muy común que los generales, lo mismo que los gobernadores de provincia, mantuviesen gladiadores para dar espectáculos en los campamentos y en las ciudades.

(35) Este eclipse tuvo lugar el 26 de septiembre del año 14 de Jesucristo.

(36) Pertenecían a las levas forzadas que mandó hacer Augusto en Roma para reforzar las legiones después de la derrota de Varo.

(37) Pueblos de la Galia Lionesa.

(38) Colonia.

(39) Son distintas las opiniones sobre quiénes eran estos soldados. Según unos, componíase de veteranos que, libres del servicio ordinario y del juramento militar, continuaban alistados bajo un estandarte particular a fin de socorrer al ejército en casos apurados, guardar las fronteras y atender a la defensa de las provincias recientemente sometidas. Creen otros que eran soldados de la primera centuria, particularmente encargados de la custodia del Vexillum, estandarte. M. Burnouf opina que se daba tal nombre a las cahortes separadas y a los veteranos.

(40) Bonn o algún otro lugar inmediato. Ara vocabatur, dice Orelli, quia ibi totius Ubiorum populi publica sacra celebrabantur.

(41) El que llevaba el águila, que era la principal enseña de la legión romana. En cada una de éstas no había más que un aquilífero, siendo así que había en ella muchos signiren o portaenseñas.

Índice de Los anales de TácitoPresentacion de Chantal López y Omar CortésSegunda parte del LIBRO PRIMEROBiblioteca Virtual Antorcha