Índice de Los anales de TácitoPrimera parte del LIBRO DUODÉCIMOPrimera parte del LIBRO DÉCIMOTERCEROBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO DUODÉCIMO

Segunda parte



Británico, pospuesto a Nerón por engaño de Agripina. Prodigios en Roma y carestía. - Guerra entre Iberos y armenios, en que se interesan las armas de romanos y partos. - Fario Escriboniano desterrado. - Senado-consulto de Claudio contra las mujeres que se casan con esclavos. - Movimientos en judea entre soldados y naturales. - Claudio sangra el lago Fucino después de haber hecho en él una batalla naval. - Establece la autoridad de los procuradores de provincias. - Concede inmunidad a los coenseso - Perdona por algunos años el tributo a los bizantinos. - Lépida hecha morir. - Claudio muere con veneno por obra de su mujer Agripina, y apodérase del Imperio Nerón.




XXXVIII. Después de esto, mandados juntar los senadores, hicieron largos y magníficos discursos engrandeciendo la prisión de Caractaco, y pintando aquel espectáculo por no menos noble y digno de memoria que cuando Publio Escipión mostró al pueblo el rey Sifaze, Lucio Paulo a Perseo, o cualquier otro en que los antiguos capitanes mostraron reyes presos y vencidos al pueblo romano. A Ostorio se dieron las insignias triunfales, cuya forma, pasando hasta entonces prósperamente, mudó después de forma, o porque, quitado de por medio Caractaco, dando los nuestros por acabada la guerra, se tuviese menos cuenta de lo que fuera razón con la disciplina militar, o porque los enemigos, por la compasión de tan gran caudillo, quedasen más animados a la venganza. Porque habiendo cercado por todas partes al prefecto del campo y a las cohortes legionarias que Ostorio había dejado en los siluros, con orden de levantar algunos fuertes en lugares y puestos acomodados, si los que estaban en los villajes y castillos vecinos no acudieran prestamente al socorro, fueran todos pasados a cuchillo. Con todo esto, murieron allí el prefecto y ocho centuriones con la gente más valerosa y granada de todos los manípulos. Poco después rompieron también a nuestra gente que forrajeaba y a las compañías de caballos que le hacían escolta.

XXXIX. Con este aviso envió Ostorio contra el enemigo las cohortes de infantería más desembarazadas, y no fueran de provecho para detener a los fugitivos, si las legiones no se opusieran en batalla y mostraran el rostro; con cuyas fuerzas al principio se igualó la refriega y después llevamos nosotros lo mejor, si bien pudo huir el enemigo con poco daño por beneficio de la noche. Hubo después de estos varios reencuentros, y lo más de ordinario a modo de ladrocinios, por los bosques y por los pantanos, según que la suerte o la virtud ofrecía ocasión al valor de cada uno. Unas veces llevados de temeridad impensada; tras del deseo de la presa, ya con orden de sus cabezas, y ya sin ella; todo esto con particular obstinación de los siluros, que andaban irritados de ciertas palabras que se publicó haber dicho el capitán romano, es a saber: que así como en otro tiempo habían sido extirpados de su patria los sicambros y transportados a la Galia, asimismo convenía destruir y acabar del todo el nombre de los siluros. Encendidos, pues, con esto, deshicieron dos cohortes de auxiliarios, que por avaricia de sus capitanes andaban robando con poco recato, y prendieron muchos; con cuya libertad, y con el beneficio de restituir la presa, procuraban obligar a la rebelión a las demás naciones; cuando Ostorio, cansado de la pesadumbre de tantos cuidados, dejólos de la vida, no sin gran alegría de los enemigos, que le temian por capitán de estima, y porque si no en batalla, era al fin muerto en la guerra.

XL. Sabida por César la muerte del legado, porque la provincia no estuviese sin gobernador, envió en su lugar a Aulo Didio, el cual, pasando allá con diligencia, halló las cosas aun en peor estado que las había dejado su antecesor. Había peleado entretanto desgraciadamente la legión que estaba a cargo de Manlio Valente, y los enemigos engrandecían la fama de aquel suceso por dar terror al nuevo capitán; y aun él hacía lo mismo en orden a ganar mayor loor cuando por su medio se apaciguasen aquellas inquietudes y a tener más justa excusa en el suceso contrario. Hecho este daño por los siluros, corrían largamente la tierra, hasta que fueron rechazados por Didio, que salió contra ellos. Después de la prisión de Caractaco, el mejor capitán que les quedaba a los enemigos era Venusio, de la ciudad de los brigantes; fiel, como dije arriba, mucho tiempo a los romanos, y defendido de sus armas mientras tuvo por mujer a la reina Cartismandua; mas nacida después discordia entre ellos, e inmediatamente la guerra, había tomado también las armas contra nosotros; y Cartismandua, con astucias, prendió al hermano y otros parientes de Venusio. Con esto, encendidos los enemigos y estimulados de la ignominia que les causaba el sujetarse al imperio de una mujer, con un ejército de escogida y generosa juventud le acometen el reino. Mas antevisto por los nuestros este peligro, y enviadas en socorro de la reina las cohortes romanas, tuvieron una batalla bien reñida, cuyo principio dudoso tuvo muy alegre fin. Peleó con igual suceso la legión que gobernaba Cesio Nasica; porque a Didio, cargado de años y lleno de honras, le bastaba hacer la guerra por ministros y tener apartado al enemigo. He juntado las cosas de estos dos vicepretores, Ostorio y Didio, aunque sucedidas en muchos años, por la dificultad que causara el dividirlas para retenerlas en la memoria.

XLI. Volviendo ahora a la orden de los tiempos, digo que, siendo cónsules Tiberio Claudio la quinta vez, y Servio Camelia Orfito, se anticipó el dar a Nerón la toga viril (1) para que pareciese con esto capaz de ocuparse en el manejo de los negocios públicos. Y César en esta parte se dejó vencer con facilidad por la adulación del Senado: que Nerón pudiese administrar el consulado a los veinte años de su edad, y que, entretanto, nombrado así para cónsul, tuviese fuera de Roma la autoridad proconsular y que fuese llamado príncipe de la juventud. Diose tras esto en su nombre el donativo a los soldados, y a la plebe el congiario. A los juegos del circo, que se celebraban en orden a granjear el favor del vulgo, fueron llevados Británico, vestido con la vestidura pueril llamada pretexta, y Nerón en hábito triunfal, para que viendo el pueblo al uno con traje de emperador y al otro de muchacho, supiese lo que había de creer de la fortuna de entrambos. Los centuriones y tribunos que mostraban compadecerse de la mala fortuna de Británico fueron removidos de sus oficios, unos con causas fingidas, y otros so color de acrecentamientos. Y cuanto a los libertos, si sabían de algunos que conservasen para con su señor lealtad y fe incorrupta, al momento los despedían y apartaban con los mismos pretextos. Encontrándose una vez Nerón y Británico, Nerón saludó a Británico por su nombre y él le llamó Domicio. Esto, como origen y principio de discordias, contó Agripina a su marido con mucho sentimiento, diciendo: que se menospreciaba la adopción; que se anulaba en casa del príncipe lo que se había hecho con decreto del Senado y voluntad del pueblo, y que si no se castigaba la malicia de los que aconsejaban a Británico el usar de tan injuriosas palabras, reventaría con daño universal de la República. Alterado, pues, Claudio con estas cosas y acriminándolas por graves delitos, hizo morir y desterrar a los mejores maestros que tenía su hijo, entregándole en poder de maestros escogidos por su madrastra.

XLII. No se atrevía con todo eso Agripina a poner en ejecución las cosas de mayor consideración que tenía trazadas, hasta quitar del cargo de los pretorianos a Lusio Geta y Rufio Crispino, los cuales creía que acordándose de los beneficios recibidos por Mesalina, serían obligados y dependientes del todo de sus hijos. Y así, mostrando a Claudio que las cohortes, con la ambición de dos cabezas, podían dividirse en parcialidades, y que se conservaría mejor la disciplina militar gobernándolas uno solo, hizo de suerte que al fin se transfirió el cargo de aquellas guardias en Burrho Afranio, hombre señalado en cosas de guerra, mas que no ignoraba a instancia de quién había alcanzado aquel puesto. Quiso también Agripina señalar más altamente su grandeza y majestad con subir al Capitolio en carroza; cosa concedida antiguamente a solas las sacerdotisas y a las estatuas consagradas a los dioses, y que aumentó grandemente la veneración de esta mujer, la cual, con ejemplo único hasta nuestros días, fue hija, hermana, mujer y madre de emperador. Entre estas cosas, su principal defensor y gran privado Vitelio, ya en la última vejez (tan incierto y peligroso es el estado de los grandes) fue acusado por Junio Lupo, senador, de majestad ofendida y de haber deseado el Imperio. Y hubiera dado oídos César a esta acusación, si dejándose llevar más de las amenazas que de los ruegos de Agripina, no se doblara a castigar al acusador con prohibirle el agua y el fuego. No quiso Vitelio que se le diese mayor castigo.

XLIII. Sucedieron aquel año muchos prodigios. Pusiéronse sobre el capitolio aves infaustas y de mal agüero. Cayeron muchas casas por los continuos terremotos, y mientras va pasando de sus límites el temor con la huida universal y confuso tropel del vulgo, quedaron oprimidos los más débiles. La esterilidad de la cosecha y el hambre que de esto resultó eran también tomados por prodigio; tal que, no contentándose el pueblo con hacer sus quejas en secreto, hallándose un día Claudio en su tribunal administrando justicia, le cercan por todas partes con gritos sediciosos, llevándole de vuelo hacia un rincón de la plaza, le apretaban allí, hasta que hubo de romper con una tropa de soldados de su guarda por medio de aquella enfadosa muchedumbre. Es cosa cierta que en Roma no había qué comer sino sólo para quince días; mas por la gran bondad de los dioses y blandura del invierno, que concedió libre comercio por la mar, la ciudad fue socorrida en su necesidad extrema. Y con todo eso es verdad que Italia solía proveer de vituallas a provincias muy distantes: ni ahora padecemos hambre porque la tierra sea menos fértil que entonces; mas queremos antes cultivar las provincias de África y Egipto, y poner la vida del pueblo romano a discreción de las naves y de la fortuna.

XLIV. En este mismo año, la guerra que se levantó entre los armenios y los iberos fue ocasión de grandes movimientos entre los partos y romanos. Mandaba a la gente de los partos Vologeso, el cual, nacido de una griega, manceba de su padre, había por consentimiento de sus hermanos alcanzado el reino. Farasmanes tenía antigua posesión de los iberos, y su hermano Mitrídates poseía con nuestras fuerzas a los armenios. Tenía Farasmanes un hijo llamado Radamisto, de hermoso aspecto, gallarda disposición y fuerzas notables; y junto con esto, no estando mal instruido en las astucias de su padre, le hacían todas estas cosas famoso entre sus vecinos. Éste, con mayor atrevimiento y más de ordinario que debiera para encubrir sus ambiciosos deseos, solía decir que para gozar de un reino tan pequeño como el de Iberia era sobrada dilación la que le causaba la vejez de su padre. Sabido esto por Farasmanes, viéndole tan deseoso de reinar presto, y no temiendo menos de la prontitud y favor de sus vasallos para con él que de verse ya casi al fin de su vida, resuelto en alimentarle con otras esperanzas, le muestra el reino de Armenia y le trae a la memoria cómo, después de echados los partos, lo había dado él mismo a Mitrídates; mas que convenía a diferir la vía de fuerza y procurarle oprimir impensadamente con engaños. Siguiendo, pues, este consejo Radamisto, y fingiendo estas reñidas con su padre, como quien se hallaba incapaz de poder sufrir más los aborrecimientos de su madrastra, se va a su tío, del cual recibido con mucha benignidad y tratado como hijo comienza a levantar los ánimos de los principales armenios a deseo de novedades; mientras Mitrídates, no pensando en cosa menos que en recatarse de él, trataba de procurar su reconciliación.

XLV. Radamisto, tomando a la intercesión del tío por capa y color de su vuelta, torna a su padre y le da cuenta de cómo todo lo que se podía conseguir con engaño quedaba ya a punto, y que sólo faltaba lo que había de ejecutarse con las armas. Fingió en tanto Farasmanes las causas de la guerra, conviene saber, que cuando él la tuvo con el rey de los albanos, acudiendo a los romanos por socorro, le había su hermano hecho contrario; injuria que la determinan a vengar con su total destrucción. Entrega tras esto un grueso ejército a su hijo, el cual hizo con él una entrada tan improvisa en Armenia, que obligó a Mitrídates a dejar la campaña y a retirarse al castillo de Gorneas; seguro por la fortaleza de su sitio, por la guarnición romana que se hallaba en él a cargo de Celio Polión, prefecto, y Casperio, centurión. De ninguna cosa tienen menos noticias los bárbaros que del uso de las máquinas y del arte de las expugnaciones, supuesto que nosotros tenemos muy bien entendida esta parte de la milicia. Y así Radamisto, habiendo probado las defensas de la plaza, no sólo en vano, pero a su costa, asentó sobre ella el sitio. Y viendo que los enemigos no tenían temor alguno de sus fuerzas, tentó la avaricia del prefecto, comprándole con dineros la entrega del castillo, no sin repugnancia grande de Casperio y protestas de que no permitiese que un rey confederado y un reino, dádiva del pueblo romano, se vendiesen infamemente por dinero. A lo último, porque Polión se excusaba con la multitud de los enemigos y Radamisto con las órdenes apretadas de su padre, asentadas primero treguas, se sale Casperio del castillo para ir, cuando no pudiese remover a Farasmanes de la guerra, a dar cuenta a Tito Ummidio Quadrato, presidente de Siria, del estado en que se hallaban las Armenias.

XLVI. Partido el centurión, quedando el prefecto a sus anchuras, como libre de la guardia, comenzó a exhortar a Mitrídates que escuchase los conciertos, acordándole las obligaciones fraternales; que al fin Farasmanes era mayor de edad; que tenía por mujer a una hija suya, y juntamente era suegro de Radamisto; que no rehusarían los iberos la paz, aunque superiores en fuerzas; que estaba harto conocida la poca fidelidad de los armenios, pues, como veía, no le quedaba otro refugio que el de aquella fortaleza, y esa falta de vituallas; y, finalmente, que no quisiese aventurar con las armas lo que podía obtener sin sangre. Mientras va difiriendo Mitrídates la resolución de cosa tan ardua, teniendo ya por sospechosos los consejos del prefecto, por haber tenido trato con una de sus concubinas, y reputándole a esta causa por hombre aparejado a cometer cualquier maldad por dinero, llega Casperio a Farasmanes, y le requiere que dé orden a los iberos para que levanten el cerco. Él, respondiendo en público palabras de dos sentidos, y dándole algunas veces esperanza, adquiere con secretos mensajeros a Radamisto, que solicite cuanto le sea posible la expugnación. Aumentóse entretanto el precio de la maldad; con parte del cual, sobornando Polión en secreto a los soldados, los induce a pedir la paz con amenazas de que se saldrían del castillo. Forzado Mitrídates con esta necesidad, señala el día y el lugar en que se habían de estipular los conciertos, y sale del castillo.

XLVII. Radamisto, en viéndole, se le arroja en los brazos y, fingiendo obediencia y respeto, le llama muchas veces suegro y padre. Añade a más de esto el juramento de no ejercitar contra él hierro o veneno. Luego le lleva a un bosque sagrado cerca de allí, diciendo que tenía en él preparado el sacrificio para autenticar la paz con testimonio de los dioses. Usan aquellos reyes cuando hacen sus confederaciones asirse de las manos derechas, entremezclando los dedos unos con otros, y juntando los pulgares se los atan estrechamente, hasta que, recogida en las puntas la sangre, con un ligero corte se sacan algunas gotas de ella, y se la lamen el uno al otro. Esta suerte de confederación y amistad se tiene por la más sacramental y estrecha, al fin, como consagrada con la propia sangre. Mas esta vez el que apretaba el lazo, haciendo como que caía, se abraza con las rodillas de Mitrídates y da con él en tierra, y en un punto, acudiendo los demás, lo encadenan y ponen grillos a los pies, cosa ignominiosa entre aquellos bárbaros. Luego, el vulgo a quien él había tratado con aspereza, cargándole primero de vituperios, amenazaba de poner en él las manos, si bien no faltaban en contrario algunos que se doliesen de semejante mudanza de fortuna. Seguíale su mujer, y acompañada de sus pequeños hijuelos rompía el aire con gemidos. Pónenlos en diversos carros cubiertos y cerrados hasta que Farasmanes ordenase lo que se había de hacer con ellos. El cual, vencido antes del deseo de reinar que del amor fraternal y aun del de su propia hija, mostrando el ánimo pronto a ejecutar cualquier maldad, sola ésta le faltó por hacer: que al fin no quiso verlos matar ante sus ojos: y Radamisto, casi como acordándose del juramento, no ejercitó hierro ni veneno contra su hermana y tío, pero tendidos en tierra, cubriéndolos con cantidad de ropa, los ahogó. Hasta los hijos de Mitrídates, porque habían llorado la desventura de sus padres fueron degollados.

XLVIII. Quadrato, presidente, como se ha dicho, de Siria, avisado de la traición hecha a Mitrídates y de que ocupaban el reino los matadores, juntado el consejo, dio cuenta de lo sucedido, pidiendo los votos sobre si se había de tomar venganza. Pocos cuidaban del bien público, y los más, aficionados al partido más seguro, concordaban en que se debían oír siempre con gusto las maldades cometidas por los bárbaros, y que convenía alimentar entre ellos enemistades, aborrecimientos; consejo usado diversas veces por príncipes romanos; los cuales, so color de liberalidad, concediéndoles la misma Armenia, les habían dado ocasión de varias disensiones y guerras. Que se gozase en buena hora Radamisto el reino mal ganado, infame y odioso a todos. El haberIo adquirido por tan malos medios era de más provecho para los romanos que si le hubiera ganado con reputación; y al fin prevaleció este voto. Con todo eso, por que no pareciese que se aprobaba tan gran maldad, y medrosos de que mandase César contra lo acordado, se despacharon mensajeros a Farasmanes para que saliese de los límites de Armenia y sacase también de ella a su hijo.

XLIX. Era en aquella sazón procurador de Capadocia Julio Peligno, por su vileza y cobardía y por la fealdad de su cuerpo despreciable y ridículo, aunque gran privado de Claudio, desde que, siendo hombre particular, gustaba de entretener su vil y floja ociosidad con la conversación de semejantes truhanes. Éste, pues, juntado el mayor número de gente auxiliaria que pudo sacar de la provincia, y entrando en Armenia como para recuperarla, mientras se ocupa en robar y ofender antes a los aliados que a los enemigos, desamparado de los suyos y acometido por aquellos bárbaros, faltándole todo otro refugio y socorro, acude al mismo Radamisto; donde vencido y obligado de sus dádivas, por su propio motivo y sin ser requerido para ello, le incita y persuade a tomar las insignias reales, y él mismo asiste a la coronación, no sólo como autor de ella, sino como uno de los de la guardia de su persona. Divulgada la fama de esta indignidad y bajeza, por que no se pensase que todos los demás eran como Peligno, se envió a Helvidio Prisco (2), legado, con una legión, para que proveyese a aquellas cosas desordenadas y confusas conforme le aconsejasen el tiempo y las ocasiones. Pasado, pues, Helvidio con diligencia al monte Tauro, tenía ya compuestas muchas cosas más con blandura que con fuerza, cuando le llegó la orden que diese la vuelta a Siria, por no dar con aquello ocasión a los partos de romper la guerra.

L. Cuyo rey Vologeso, no pareciéndole perder la que se le ofrecía de cobrar el reino de Armenia, poseído ya por sus pasados y ocupado entonces pérfidamente por un rey extranjero, junta un ejército con intento de poner en él a su hermano Tiridates, por que no quedase ninguno de su familia sin reinar. A la llegada de los partos desampararon sin resistencia el reino los iberos, rindiéndose las principales ciudades de Armenia, es a saber, Artajata y Tigranocerta. Después de esto, el rigor del invierno, la poca provisión de vituallas y, por ocasión de ambas cosas, la peste que sobrevino en el ejército, forzaron a Vologeso a dejar la empresa comenzada. Con esta ocasión entra de nuevo Radamisto en Armenia, por hallarla vacía de defensores; gobernándose con mayor crueldad y rigor que antes, como contra gente que le había desamparado, y que en cualquier ocasión haría lo mismo.

LI. Mas ellos, aunque habituados a la servidumbre, perdida del todo la paciencia, rodean con tanto ímpetu el palacio real, que no le dejaron otro refugio que la ligereza de sus caballos, con que sacó de peligro a sí y a su mujer. Ella, hallándose preñada, sufrió como pudo la primera huida, necesitada del temor y obligada del gran amor que tenía a su marido. Mas cuando por el continuo y acelerado movimiento sintió que se le abría el vientre y desencajaban las entrañas, inhábil para sufrir más trabajo, ruega a su marido que con una honesta muerte la libre de las afrentas del cautiverio. Él, abrazándola al principio, la anima y la exhorta a tener paciencia, maravillado algunas veces de su gran valor, y otras movido del temor de que, si la dejaba, no la gozase otro. Finalmente, vencido de la violencia del amor y probado en todo ejemplo de maldades, empuñando el alfanje y dándole con él una gran herida, la lleva a la ribera del río Araxes y la arroja en él, para que ni aun el cuerpo quedase en poder del enemigo. Él, con mayor prisa entonces, llega finalmente a Iberia, reino de su padre. En tanto Zenobia (así se llamaba esta mujer), llevada primero del río y arrojada a la orilla por una creciente sosegada y mansa, echándola de ver ciertos pastores y viendo que todavía respiraba y daba muestras de estar viva, juzgándola por persona noble, a causa de la hermosura y gravedad de su rostro, le atan la herida y la aplican a ella rústicos medicamentos, con que cobró salud. Sabido después su nombre y suceso, la llevan a la ciudad de Artajata, de donde, por mandato de aquella República, fue enviada a Tiridates, que la recibió benignamente y la trató y honró como a reina.

LII. En el consulado de Fausto Sila y Salvio Otón fue desterrado Furio Escriboniano, porque había procurado saber por vía de astrólogos caldeos cuándo moriría el príncipe. Era tenida también por cómplice en el delito su madre junia, como impaciente del primer caso porque había sido desterrada. Y el acordarse Claudio de que Camilo, padre de Escriboniano, había movido antes las armas en Dalmacia, le hacía que atribuyese hasta esto a clemencia suya, visto que de nuevo perdonaba la vida a aquel linaje enemigo. Mas con todo eso no vivió el desterrado, sea que le llegó la muerte por su curso natural o por veneno, supuesto que se dijeron ambas cosas, y que cada uno lo entendió como quiso. Hizo después de esto el Senado un terrible decreto, aunque vano sin fruto, por virtud del cual se desterraban de Italia todos los matemáticos. Después de esto, el príncipe oró en público en alabanza de los que por verse pobres renunciaban voluntariamente la orden senatoria, y reformó a otros porque añadieron a su pobreza la desvergüenza del quedarse.

LIII. Entre estas cosas se propuso en el Senado la pena que merecían las mujeres que se casaban con esclavos; y ordenóse que las que cayesen en este yerro sin sabiduría del señor quedasen por esclavas; mas que si el señor lo consentía, fuesen tenidas por libertas. Barea Sorano, nombrado para cónsul, propuso que a Palante, a quien César había publicado por autor a este consejo, se diesen las insignias pretorias y trescientos y setenta y cinco mil ducados (quince millones de sestercios); añadiendo Escipión Comelio que debían dársele públicas gracias, porque descendiendo de los reyes de Arcadia, anteponía el servicio a su antiquísima nobleza, y se contentaba con sólo tener lugar entre los ministros del príncipe. Mas Claudio afirmó que Palante se contentaba con el honor, y cuanto a lo demás, escogía el quedarse dentro de los límites de su antigua pobreza. Y de hecho se fijó este decreto del Senado en público, grabado en bronce, por el cual era loado y engrandecido este liberto con todo aquello que se solía atribuir a la antigua templanza y parsimonia, sin embargo de que llegaba el valor de su hacienda a siete millones y medio de oro (trescientos millones de sestercios).

LIV. No procedía con la misma modestia un hermano suyo llamado Félix (3), poco antes puesto al gobierno de la Judea; el cual, confiado en la grandeza y apoyo de Palante, le parecía que podía cometer toda maldad sin castigo. A la verdad, los judíos habían dado muestras de rebelarse al principio de la sedición, cuando rehusaron de obedecer a Cayo César, por otro nombre Calígula. Mas sabida su muerte, se quietaron, salvo que les quedaba entero el miedo de que otro príncipe no les mandase lo mismo (4). Entre tanto, Félix iba acriminando estos delitos con aplicar remedios fuera de tiempo, teniendo por imitador en todo mal consejo a Ventidio Cumano, que tenía a su cargo parte de la provincia, dividida de esta suerte que a Ventidio obedecían los galileos, y a Félix los samaritanos; naciones antiguamente discordes entre sí, y entonces con más descubierto aborrecimiento, por el poco respeto con que trataban a sus gobernadores. Llegaba el negocio a robarse unos a otros a la descubierta; enviaban cuadrillas de ladrones, hacían emboscadas, y algunas veces llegaban a justas batallas; y de cualquier manera presentaban los despojos y la presa a los procuradores de su provincia. Los cuales al principio se alegraban; mas creciendo después poco a poco los males y daños, interesando también las armas militares, para encaminar su sosiego murieron a sus manos muchos soldados; y se abrasara en guerra toda la provincia, si Quadrato, presidente de Siria, no proveyera de remedio. No se puso duda en castigar de contado con pena de muerte a los judíos que habían tenido atrevimiento de matar a los soldados romanos. Cumano y Félix procuraban poner largas a su negocio particular; porque Claudio, sabida la causa de la rebelión, había dado autoridad de juzgar también las culpas de los procuradores al presidente Quadrato. Mas él, poniendo a Félix entre los jueces, recibiéndole y dándole asiento en el tribunal, entibió el ardor de los acusadores. Y al fin fue sólo Cumano castigado por las maldades de entrambos, con que se quietó la provincia.

LV. No mucho después, los villanos de la nación de los cilices, llamados clitas, que ya otras muchas veces se habían alborotado, tomadas las armas debajo de la conducta de Trosobor, su capitán, ocuparon la aspereza de los montes y, plantado allí su alojamiento, bajaban hacia las ciudades y costas marítimas, inquietando los labradores por los campos, y atreviéndose a robar y saquear a los mercaderes y gente de mar. No contentos con esto, pusieron sitio a la ciudad de Anemuria, y rompieron el socorro de caballería enviado de Siria a cargo del prefecto Curcio Severo; porque siendo la tierra áspera y cómoda sólo a gente de a pie, no se pudieron valer de los caballos. Antíoco después, rey de aquellas costas, usando de buenas palabras y lisonjas para con el pueblo y de engaños contra el capitán, dividiendo primero las fuerzas de aquellos bárbaros y quitando la vida después a Trosobor junto con algunos de los principales, sosegó a los demás con la clemencia.

LVI. Por este mismo tiempo, habiendo Claudio hecho abrir y cortar un monte entre el lago Fucino (5) y el río Liris, para que pudiese ver más número de gente la grandeza de aquella obra, se preparó en el mismo lago una batalla naval, como hizo antes Augusto, cavando para esto un estanque de acá del Tíber, aunque con bajeles pequeños y en menos número.

Hizo Claudio poner en orden cien galeras de tres y de cuatro órdenes de remos por banco y guarnecerlas con diecinueve mil hombres, ciñendo en torno las orillas del lago con una calzada, como si fuera tierra firme, fundada sobre gruesas estacas trabadas y reforzadas entre sí, para quitar a los combatientes la esperanza de la huida. Abrazaba con todo eso el circuito bastante espacio para el uso de los remos, y para conocer el arte de los pilotos en el divertir o procurar el encuentro y en las demás cosas que se acostumbran en batalla de mar.

Estaban sobre las calzadas las cohortes pretorias y la gente de a caballo, y tenían delante de sí grandes torres y plataformas, desde donde podían descargar las balistas y catapultas. Lo restante del lago ocupaban las dos armadas que habían de pelear, con las galeras empavesadas y a punto de guerra; y como si fuera todo aquello un teatro, se hinchieron de innumerable cantidad de gente, venida de las tierras comarcanas y de la misma Roma a ver aquel espectáculo y dar gusto al príncipe, no sólo las riberas y los collados, sino las cumbres más altas de los montes. Estaba Claudio con el vestido imperial, llamado paludamento (6), y no lejos de él Agripina con un manto de brocado de oro corto a lo soldadesco (7), ambos en soberbios tronos. Peleóse, aunque entre malhechores, con ánimo de hombres valerosos, y después de largo combate y muchas heridas, mandando poner fin a la batalla, fueron los combatientes librados del último trance.

LVII. Mas acabada la fiesta y abierto el camino al agua, se echó de ver la poca diligencia de los ingenieros; porque ni a los lados ni en medio del lago habían ahondado lo que era menester. Y así poco tiempo después se ahondaron más las zanjas, y para juntar otra vez la multitud se hizo en el mismo lugar el espectáculo de gladiatores, habiendo hecho fabricar puentes sobre el lago capaz de representar en ellos una batalla terrestre. Fuera de esto, el banquete que César había hecho aparejar sobre la sangradura del lago dio ocasión de un gran espanto a los convidados porque reventando la fuerza del agua, comenzó a llevarse tras sí todo lo que estaba cerca, y a somover y atormentar lo demás con el estruendo y son horrible. Con esto Agripina, valiéndose de la ocasión que le daba el miedo de su marido, acusó de codicioso y de ladrón a Narciso, ministro de aquella obra; pero no calló él tampoco, vituperando en ella la insolencia mujeril y sus demasiado levantadas esperanzas.

LVIII. En el consulado de Decio Junio y Quinto Haterio, Nerón, ya de dieciséis años, consumó el matrimonio con Octavia la hija de César. Y para hacerle resplandecer con la ostentación de sus honestos estudios y con la gloria de la elocuencia, habiéndose encargado de defender la causa de los ilienses, y contado con mucha elegancia cómo los romanos descendían de Troya, y que Eneas había sido autor y origen del linaje de los Julios, y otras cosas antiguas que tienen de lo fabuloso, obtuvo que de allí adelante fuesen francos y libres de todos pechos, imposiciones y cargas públicas. Por intercesión del mismo orador fue ayudada la colonia Bononiense, maltratada del fuego, con un donativo de doscientos cincuenta mil ducados (diez millones de sestercios): se volvió a los de Rodas la libertad (8) diversas veces quitada y restituida, según que lo granjeaban socorriendo al pueblo romano en las guerras extranjeras, o delinquían con inquietud y sediciones domésticas; y a los apamienses, casi asolados de un terremoto, se perdonó el tributo por cinco años.

LIX. Mas Claudio era inducido con las mañas de Agripina a ejercitar muchos actos de crueldad, porque deseando ella ardientemente los huertos de Estatilio Tauro, famoso por sus grandes riquezas, le procuró la ruina, siendo el acusador Tarquicio Prisco. Éste, habiendo sido legado de Tauro cuando tuvo el proconsulado de África, vuelto a Roma, le acusaba de algunas cosas contra la ley de residencia, y a más de esto le imponía delitos de supersticiones mágicas. Tauro, indigno de aquel tratamiento, no pudiendo sufrir más al falso acusador, antes de la sentencia del Senado se mató con sus manos. Sin embargo, Tarquicio fue echado de la curia, habiendo tenido más votos el parecer contrario al gusto de Agripina por el universal aborrecimiento contra este mal fin.

LX. En el mismo año se oyó muchas veces decir al príncipe que las cosas establecidas judicialmente por sus procuradores habían de tener la misma fuerza que si las ordenara él. Y por que no pareciese que había dicho aquellas palabras acaso y sin fundamento se proveyó lo mismo con decreto del Senado, y mucho más favorablemente que antes lo estaba. Porque el divo Augusto permitió que se pudiesen tratar todo género de causas, conforme a las leyes, ante los del estamento de caballeros que presidiesen en Egipto, mandando que sus decretos fuesen tenidos como hechos por los magistrados romanos: por las otras provincias después, y en la misma Roma, se permitió a los del dicho estamento el conocer de muchas cosas que antiguamente solían tocar a la jurisdicción de los pretores. Mas ahora Claudio les entregó todo el poder y autoridad; sobre cuya posesión se compitió tanto en Roma con sediciones y con armas como fue cuando a instancia de los Sempronios (9), se pusieron los caballeros en posesión de ejercer actos judiciales, o cuando las leyes Servilias restituyeron otra vez al Senado esta autoridad. Y sobre esto principalmente pelearon en los tiempos pasados Mario y Sila. Mas entonces los estamentos de que se hacía el cuerpo de la ciudad estaban con las voluntades encontradas, prevaleciendo en el gobierno público los más poderosos. Cayo Opio y Cornelio Balbo fueron los primeros que con las fuerzas de César pudieron libremente tratar las cosas de paz y arbitrar las de guerra. No habrá necesidad que cansemos en nombrar tras esto a los Matios y a los Vedios y a otros muchos poderosos caballeros romanos que alcanzaron el mismo poder; pues Claudio no se desdeñó de igualar consigo y con las leyes a los libertos, a quien encargó las cosas de su hacienda.

LXI. Propuso después que se concediese exención de tributos a los de la isla de Coo, alegando muchas cosas tocantes a su antigüedad. Conviene saber que los argivos traídos por Ceo, padre de Latona, habían sido los primeros habitadores de aquella isla, a la cual llegado después Esculapio trajo consigo el arte de la medicina, en que principalmente alcanzó gran fama entre sus descendientes, refiriendo consecutivamente los nombres de todos y el tiempo en que florecieron. Dijo más, que Jenofonte, su médico, descendía de aquella familia, cuyos ruegos debían admitirse, concediendo de allí adelante a los de Coo exención y franqueza de todos tributos, para que, libres de esta vejación, habitasen aquella isla consagrada y obligada al culto de tan gran dios. No hay duda de que pudiera contar de los mismos muchos méritos para con el pueblo romano y no pequeñas victorias alcanzadas en su compañía. Mas Claudio, con su acostumbrada facilidad, no usó de otro color para encubrir lo que hacía en gracia de uno solo.

LXII. Mas los de Bizancio, alcanzada licencia de hablar, mientraS ruegan al Senado que los descargue de los excesivos tributos que pagaban, repitieron todo cuanto les podía ser de provecho en su pretensión. Comenzaron por la confederación asentada con nosotros cuando hicimos la guerra al rey de Macedonia, llamado por su vileza Filipo falso. Y prosiguieron con que después de esto habían enviado su ejército en nuestra ayuda con Antíoco, Perseo y Aristónico, y ayudado a Antonio en la guerra contra los corsarios; trayendo también a la memoria los ofrecimientos y servicios que habían hecho a Sila, a Lúculo y a Pompeyo. Y finalmente, alegaron los recientes méritos para con los Césares, cuando se hallaban en aquellas partes, las comodidades dadas a sus capitanes y a sus ejércitos en sus pasajes y tránsitos de mar y tierra, portes de vituallas y otras cosas necesarias.

LXIII. Porque los griegos fundaron a Bizancio en el extremo y remate de Europa sobre el estrecho que la divide de Asia; y fue así que consultando con el oráculo de Apolo Pitio sobre el puesto donde edificarían una ciudad, les dio por respuesta que tomasen asiento frontero de la tierra de los ciegos. Esta oscura y ambigua respuesta se facilitó considerando la ceguedad de los calcedonios, los cuales, habiendo aportado allí primero, no advirtiendo la comodidad del mejor sitio, escogieron el peor. Tiene Bizancio el territorio fertilísimo y el mar fecundo, porque una cantidad infinita de pescado, saliendo del Ponto Euxino medroso de los grandes peñascos que hallan atravesados debajo de las ondas, dejando el curso de la otra costa, se arroja todo dentro de aquellos puertos. Cosa que habiendo sido primero causa de sus ganancias y trato, y después de infinitos pechos y cargas insoportables, les obligaba a pedir fin o por lo menos alivio a tanto peso, ayudándolos el príncipe con decir que merecían ser aliviados, cuando no hubiera otra consideración que lo que habían padecido en las últimas guerras de Tracia y del Bósforo, y a esta causa se les perdonaron los tributos por cinco años.

LXIV. Siendo cónsules Marco Asinio y Manio Acilio, la frecuencia grande de prodigios que se vieron pronosticó y amenazó mudanza en peor en el estado de las cosas. Abrasáronse con fuego del cielo algunas banderas y tiendas de los soldados. Asentóse un enjambre de abejas en la cumbre del Capitolio. Nacieron criaturas con dos cabezas, y de una puerca algunos lechones con uñas de ave de rapiña. Contábase también entre los prodigios el haberse disminuido el número de todos los magistrados, muriendo en pocos meses un cuestor, un edil, un tribuno, un pretor y un cónsul. Mas la que excedía a todos en temor era Agripina, por ocasión de ciertas palabras que oyó decir a Claudio estando tomado del vino; esto es, que había nacido con aquel hado de haber de sufrir las maldades de sus mujeres y castigarlas después. Y así, con este miedo se resuelve en solicitar sus trazas, habiendo antes hecho condenar a muerte a Domicia Lépida por ocasiones bien leves y competencias mujeriles; porque siendo Lépida hija de la menor Antonia, sobrina de Augusto, y ella prima hermana de Germánico, padre de Agripina, añadido a esto ser hermana de Cneo Domicio, su primer marido, se tenía por tan noble como ella. Ni en hermosura, edad y riquezas se diferenciaban mucho. Ambas a dos deshonestas, infames, soberbias y competidoras entre sí, no menos en los vicios que en las grandezas y los dones de fortuna. Era terrible el contraste de quién podría más con Nerón, la madre o la tía; porque Lépida con halagos y con dones granjeaba el ánimo del joven; donde en contrario Agripina, siempre fiera, siempre amenazadora, quería bien haber dado a su hijo el Imperio, pero no sufrirle emperador.

LXV. Imputósele, pues, a Domicia que había procurado casar con el emperador por vía de hechizos y abominables invocaciones, y que turbaba la paz de Italia con la ruin disciplina en que tenía a las tropas de esclavos que poseía en Calabria. y por estas causas fue condenada a muerte con repugnancia y contradicción grande de Narciso, el cual, sospechoso cada día más de Agripina, era fama haberse dejado decir semejantes palabras entre sus amigos y familiares: Que de cualquier manera tenían cierta su perdición y ruina, ora imperase Británico, ora Nerón; mas que había recibido tantas mercedes de César y reconocía tales obligaciones, que no quería aplicar el precio de su propia vida sino a sólo aquello que había de redundar en mayor servicio del mismo César: que a instancia suya habían sido acusados y convencidos Mesalina y Silio, sin que parase el daño en aquello; pues de nuevo se ofrecían las mismas causas de acusación, y a él el mismo peligro imperando Nerón. Si no, veamos por otra parte, decía él: ¿De qué príncipe puedo yo esperar agradecimiento si llega Británico a ser emperador? Trastornarse ha toda la casa con asechanzas de la madrastra, y será mi mayor delito el no haber de callar la deshonestidad de Mesalina, como si ahora faltasen cosas de este género que acriminar en Agripina: pregúntenselo a su adúltero Palante, y verán cómo a trueque de reinar no hace caso de honra, de vergüenza, ni de su propio cuerpo. Diciendo éstas o semejantes palabras muchas veces, abrazaba a Británico, rogando a los dioses que le dejasen llegar a edad madura; y tendiendo las manos ora a él, ora a los mismos dioses, pedía a ellos que le diesen presto fuerzas para extirpar los enemigos de su padre, y a él que, en teniéndolas, no dilatase más el tomar venganza de los matadores de su madre.

LXVI. En medio de tanta carga de cuidados enferma Claudio y, para cobrar fuerzas con la templanza de los aires y bondad de aquellas aguas salutíferas, se va a Sinuesa. Agripina entonces, resuelta ya mucho antes a cometer su maldad, abraza la ocasión que se le ofrecía, y no necesitando de persona alguna para la ejecución, consulta solamente de la calidad del veneno. Porque temía que siendo su efecto violento y repentino se descubriría fácilmente la maldad, y si le escogía de operación tardía y enfermiza, corría peligro que llegado Claudio al fin de su vida y advertido del engaño, volviese al amor de su propixo hijo. Pareció, que pues, que convenía buscar alguna cosa exquisita, turbándole primero el entendimiento, le acabase la vida poco a poco. Escogióse para esto una singular maestra de semejantes compuestos llamada Locusta (10), condenada poco antes por inventora de venenos, y guardada largos días por uno de los instrumentos del Estado. Por artificio, pues, de esta mujer se preparó la ponzoña, y el ministro que la dio a Claudio fue uno de sus eunucos llamado Haloto, que solía llevar la vianda y hacer la salva (11).

LXVII. Fueron después tan notorias estas cosas, que los escritores de aquel tiempo dejaron dicho hasta que el veneno se le dio en un guisado de hongos, de que solía gustar mucho, y que no se conoció tan presto la violencia del tósigo, o por la tontedad de Claudio o por su embriaguez. Y sobreviniéndole luego flujo de vientre, comenzó a dar muestras de mejoría. Aterrorizada, pues, Agripina y no haciendo caso de la nota que se le había de seguir, a trueque de escapar del peligro que se le aparejaba, mete a la parte a Jenofonte, médico, confidente ya suyo en este caso, el cual es fama que so color de provocarle a vómito, le tocó la garganta con una pluma untada de un veneno subcutáneo; sabiendo que las grandes maldades se comienzan con peligro y se acaban con recompensa.

LXVIII. Convocábase entre tanto el Senado, y los cónsules y sacerdotes hacían votos por la salud del príncipe, cuando muerto él ya, le procuraban calentar con paños y con fomentos, mientras se acomodaban las cosas para confirmar el imperio de Nerón. Antes de esto, Agripina, mostrándose aparentemente vencida del dolor, con achaque de buscar algún alivio, tenía abrazado apretadamente a Británico, llamándole verdadero retrato de su padre y entreteniéndole con diferentes ocasiones, todo para estorbar que no saliese de su cámara, donde estaba. Detuvo también a Antonia y a Octavia, sus hermanas, habiendo cerrado todas las puertas y puesto guardias, echando muy de ordinario voz de que mejoraba el príncipe, para que los soldados se entretuviesen con buenas esperanzas, y por aguardar el punto feliz sefialado por los astrólogos caldeas para comenzar su empresa.

LXIX. Llegado, pues, el mediodía de los trece de octubre, abiertas de golpe las puertas de palacio, Nerón, acompañado de Burrho, se muestra a la corte, que, a uso de guerra, estaba de guardia: adonde, por advertimiento del capitán, fue recibido con alegres aclamaciones y después metido en una silla de manos. Dícese que muchos estuvieron suspensos, mirando y preguntando por Británico, y que no mostrándose alguno que pudiese oponerse a lo contrario, siguieron al príncipe que se les ofrecía. Llegado, pues, Nerón a los alojamientos, después de haber hablado allí como convenía al tiempo presente y prometido el donativo, conforme a la libertad que usó su padre, fue saludado emperador. Siguieron al aplauso de los soldados los decretos de los senadores y el consentimiento de las provincias. A Claudio se decretaron honores celestes y se le celebraron solemnes exequias, conforme a las que se hicieron al divo Augusto, compitiendo en esto Agripina con la grandeza de su bisabuela Livia. No se recitó el testamento por no alterar los ánimos del vulgo con el enojo y desabrimiento de ver preferido en el Imperio el antenado al hijo.




Notas

(1) Nerón entraba a la sazón en los catorce años y la toga viril no se tomaba hasta cumplidos éstos.

(2) Éste fue yerno de Traseas, de quien adelante se hace honrada mención. Tácito habla en efecto muchas veces de él, no sólo en los Anales sino en sus Historias, en su Agricola y en el Diálogo de los oradores.

(3) Éste es ante quien fue llevado San Pablo a Cesárea. (Act. cap. XXIII.)

(4) Lo que les mandó Calígula, según Josefo, fue que pusiesen en el templo de Jerusalén su estatua galileos y samaritanos, enemigos entre sí.

(5) En el dia lago Celano, en el Abruzo ulterior. El monte Lirim es el Garigliano.

(6) Era el manto militar que llevaban los generales y jefes superiores sobre su armadura, sujeto al hombro por un broche, igual al sagum, que llevaba sobre la suya el soldado, sólo que era más grande, de un tejido más fino y de un color más delicado y rico, tal como el azul claro, el escarlata o púrpura. Se equivoca, pues, el traductor español al llamarle vestido imperial, ya que era únicamente una pieza del traje, y aun ésta no peculiar y exclusiva de los emperadores.

(7) El original dice simplemente chlamide curata. Era la clámide una especie de manto, de origen griego, y que no empezó a generalizarse hasta muy tarde entre los romanos, algo más corto que el llamado paludamento. Algunas, aunque raras veces, lo usaron también las mujeres. El llamarle el traductor manto corto a lo soldadesca, seria acaso para dar a entender no que los soldados usasen una clámide más corta, sino que se parecía en serlo al sagum o manto de los soldados.

(8) Les había sido quitada nueve anos antes por haber puesto en cruz a algunos ciudadanos romanos.

(9) La Lex Sempronia judiciaria Hasta el tiempo de los Gracos los jueces -dice Montesquieu (Espiritú de las leyes)- eran elegidos en el orden de los senadores. Tiberio (léase Cayo) alcanzó que lo fuesen de entre los caballeros y tal era la importancia que daba el tribuno a esta reforma, que se jactaba de haber, con una sola rogación, debilitado considerablemente el orden senatorio. Esta rogación o ley, llamada Sempronia del nombre de la familia de su autor, era una verdadera revolución en favor del pueblo, puesto que los caballeros no formaban aún un orden distinto y se hallaban por su prestigio y sus riquezas al frente del partido popular.

En 648, quince años después de la muerte de C. Graco -dice Burnouf- el cónsul C. Servilio Cepio creyó poner fin a los bandos que traían agitada a la República y conciliar los intereses de todos dividiendo las funciones de jueces entre los senadores y los caballeros. Mas como sucede con frecuencia cuando se pretende satisfacer exigencias encontradas, cediendo un poco a cada una de ellas, su rogación le atrajo el odio del pueblo, que dio en llamarle protector del Senado, Patronus Senatus, quien por su parte tampoco le agradeció lo que en favor suyo creía haber hecho. Seis años después, otro Servilio, el famoso Servilio Glaucia, devolvió los juicios a los caballeros con exclusión de los senadores. En 663 el tribuno Livio Druso quiso restituirlos, al menos en parte, al Senado; mas aquel mismo año fueron abolidos su ley y todos los actos de su tribunado. Dos años más tarde se dio otra ley con el mismo objeto por el tribuno Plaucio Silvano. Sila, durante su dictadura, devolvió el derecho de juzgar a los senadores; mas, en 684, el pretor L. Aurelio Colta, secundado por Pompeyo, a la sazón cónsul repartió ese derecho entre los senadores, los caballeros y los tribunos del tesoro. Tales fueron las principales alternativas por que pasó el poder judicial durante el siglo VII de Roma.

(10) Famosa envenenadora. Nada pinta mejor la terrible habilidad de esta mujer infame, a la vez que la inmoralidad del gobierno imperial, que la frase de Tácito en que se dice que fue guardada largos días por uno de los instrumentos del Estado (et diu inter instrumenta regni habita). Después del envenenamiento de Británico, Nerón la colmó de favores y le dío algunos discípulos para que los instruyese en su arte infernal. Locusta halló al fin en el reinado de Galba el castigo que merecían sus crímenes.

(11) Porque hacía que sus ministros registrasen víanda y bebida. Al que se le daba este empleo, se ve frecuentemente en las inscripciones, que se le daba el nombre de praegustator, y también a potione. Esta costumbre fue desconocida de los romanos en tiempo de la República libre, la cual se conjetura por poderosas razones principió desde el imperio de Augusto, según una inscripción que se halla en Roma. Lo tuvo también Tiberio y otros. Esta costumbre, según parece y es creíble, vino principalmente de los persas, en donde se acostumbraba probar la comída antes de empezar a comer (Lipsio).

Índice de Los anales de TácitoPrimera parte del LIBRO DUODÉCIMOPrimera parte del LIBRO DÉCIMOTERCEROBiblioteca Virtual Antorcha