Índice de Los anales de Tácito | Primera parte del LIBRO DÉCIMOTERCERO | Primera parte del LIBRO DÉCIMOCUARTO | Biblioteca Virtual Antorcha |
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LIBRO DÉCIMOTERCERO
Segunda parte
Nueva discordia con los partos sobre la Armenia, para cuya guerra restituye Corbulón, en sus soldados la antigua disciplina militar. - Entra Corbulón en Armenia: gana algunos castillos: toma y quema la ciudad de Artajata. - Rehúsa el rey Tiridates la batalla. - Publio Suilio es condenado en Roma. - Culpa y reprende a Séneca Octavio. - Sagita mata a su adúltera Poncia porque rehúsa el casamiento. - Hácese culpado un esclavo suyo con generoso ejemplo de fidelidad. - Comienza Nerón a amar a Popea Sabina, de cuyas costumbres y vida se da cuenta. - Cornelio Sila, desterrado a Marsella, es sospechoso al príncipe. - Témplase la maldad y tiranía de los prevaricadores de las rentas públicas. - Levántanse en Germania los frisones, y tratan, aunque en vano, de poblar junto al Rin. - Ocupan luego los mismos campos los angrivarios con el mismo suceso.- Pelean los catos y hermonduros con gran estrago de los catos.
XXXI. En el consulado de Nerón, la segunda vez, y de Lucio Pisón, sucedieron pocas cosas dignas de memoria, si ya no se le antoja a alguno hinchir sus libros con alabar los fundamentos y trabazón con que César fabricó la máquina del anfiteatro en Campo Marcio; habiéndose observado siempre, para mayor decoro del pueblo romano, que las cosas ilustres se registren en los anales, y las de este género en los actos diarios de la ciudad. Diré con todo eso cómo se reforzaron de veteranos las colonias de Capua y de Nochera, y que se dio a la plebe de Roma el donativo llamado congiario, de cuatro escudos (cuatrocientos sestercios) por cabeza, y se metió en el erario un millón de oro (cuarenta millones de sestercios) por conservar el crédito al pueblo. Quitóse también la imposición de cuatro por ciento de los esclavos que se vendían, aunque más en apariencia que en efecto, porque pagándola el vendedor venía a desembolsar esto más el que compraba. Hizo un edicto César en que mandó que ningún magistrado o procurador de provincia hiciese espectáculos de gladiatores o de fieras, ni género de fiestas públicas: porque antes no maltrataban menos a los súbditos por medio de semejante liberalidad, que con lo que robaban y cohechaban en el oficio, mientras procuraban valerse del regocijo y aplauso popular para cubrir los delitos de sus gustos.
XXXII. Hízose también un decreto por el Senado que miraba la seguridad y al castigo de los esclavos: es a saber, que si alguno fuese muerto por sus propios esclavos, fuesen obligados a la misma pena que los matadores los que, habiendo ya alcanzado libertad por testamento, habitasen en la misma casa del señor. Restituyóse al orden senatorio Lucio Vario, consular, del cual había sido reformado por delitos de avaricia. Y Pomponia Grecina, matrona ilustre, mujer de Plaucio, el que volviendo de Inglaterra entró en Roma con el triunfo de ovación, acusada de religión extranjera, fue remitida al juicio de su propio marido; el cual, vista la causa, conforme al uso antiguo en presencia de sus parientes, y examinada la honra y la vida de su mujer, la dio por inocente. Vivió Pomponia largos años en continua tristeza. Porque después de muerta Julia, hija de Druso, por asechanzas de Mesalina, cuarenta años continuos no vistió sino luto, ni fue vista jamás alegre: lo que hecho sin peligro en tiempo de Claudio, le fue a ella de reputación en los otros tiempos.
XXXIII. En el mismo año fueron acusados muchos, entre los cuales lo fue Publio Cétere por los de Asia; y no hallando César de justicia camino para absolverle, fue alargando la causa hasta que murió de vejez. Porque habiendo, como se ha dicho, Célere muerto al procónsul Silano, con esta gran maldad cubría todas las demás. Habían los cilicios acusado a Cosuciano Capitón de hombre vicioso, avariento y lleno de maldades, tal, que le había parecido que podía atreverse a usar en la provincia las mismas insolencias que usó en la ciudad. Éste, después de haber contrastado largos días la perseverancia de los acusadores, renunció las defensas y fue condenado por la ley de residencia. Eprio Marcelo, acusado de los de Licia por haber contravenido a la misma ley, se ayudó de suerte con inteligencias, que algunos de los acusadores, como si hubieran perseguido a un inocente, fueron condenados a perpetuo destierro.
XXXIV. Siendo la tercera vez cónsul Nerón, entró con él en el consulado Valerio Mesala, a cuyo bisabuelo, el orador Corvino, se acordaban algunos pocos viejos haberle visto compañero de Augusto, rebisabuelo de Nerón. Mas a esta noble familia se añadió también la honra de una pensión anual de doce mil y quinientos ducados (medio millón de sestercios), para que Mesala pudiese sustentar la pobreza en que, sin culpa suya, había caído. Ordenó también el príncipe que se diese un tanto al año a Aurelio Cota y a Haterio Antonino, puesto que ambos habían disipado desordenadamente sus antiguas riquezas. En el principio de este año, la guerra que se había movido entre romanos y partos sobre el reino de Armenia, diferida hasta entonces con ligeros movimientos, se reforzó vivamente; porque ni Vologeso quería que su hermano Tiridates fuese despojado del reino que tenía de su mano, ni que le poseyese por beneficio de otro príncipe; y Corbulón juzgaba por cosa conveniente a la grandeza del pueblo romano el cobrar lo que antiguamente conquistaron Lúculo y Pompeyo. Los armenios con su incierta fe convidaban a la guerra a los unos y a los otros; aunque por la vecindad del sitio y semejanza de costumbres parece que se conformaban más con la condición de los partos, como emparentados con ellos, y, no habiendo gozado nunca de libertad, más inclinados a su servidumbre.
XXXV. Pero a Corbulón daba más trabajo el corregir los defectos de sus soldados, que cuidado el haber de castigar la deslealtad de los enemigos. Porque las legiones que habían pasado de Siria, flojas y perezosas por la costumbre de una larga paz, sufrían con gran dificultad los trabajos y ejercicios de la milicia romana, siendo certísimo que en aquel ejército había veteranos que jamás habían tenido ocasión de entrar de guardia ni de hacer una centinela; del cavar fosos y levantar trincheras se admiraban como de cosas nuevas y maravillosas; acostumbrados a andar sin celadas, corazas y otro cualquier género de armas; a estarse por las guarniciones pacíficas lucidos y ocupados en sus ganancias. Y así Corbulón, dando licencia a los que por vejez o enfermedad no estaban de servicio, pidió que se hiciesen nuevas levas para rehinchir las legiones. Y a este fin se levantó mucha gente por las provincias de Galacia y Capadocia. A más de la cual, se le envió una legión de las de Germania con los caballos de ellas y algunas cohortes de naciones. Tuvo Corbulón el ejército en campaña debajo de tiendas cubiertas de pieles, aunque el invierno fue tan riguroso y el hielo tan continuo, que no se podían plantar los partellones sin primero cavar con grande afán la tierra. A muchos se les helaron las extremidades de los dedos, y algunos murieron en la centinela. Por cosa señalada se notó que a un soldado que traía un haz de leña se le helaron de suerte las manos que, asidas a la fajina, las arrojó de los brazos, quedándole sólo los troncos de ellos. Corbulón, vestido harto ligeramente, con la cabeza descubierta, hallándose siempre en la ordenanza cuando se marchaba, y en los trabajos loando a los valerosos y confortando a los débiles, daba a todos un natural y propio ejemplo. Y porque con todo eso había muchos que por el rigor del tiempo y de la milicia se huían y desamparaban el campo, libró en el rigor toda la fuerza del remedio; porque allí no se perdonaba como en los demás ejércitos a primera y a segunda culpa, mas quien se atrevía a desamparar una vez la bandera, lo pagaba luego con la vida: remedio que calificó la experiencia por más saludable y mejor que la piedad y misericordia. Porque entre éstos fueron muchos menos los que desampararon el campo, que entre los otros donde se perdonaba.
XXXVI. Entretanto, Corbulón, habiendo tenido las legiones en los alojamientos hasta que entrase bien adelante la primavera, y puestas en lugares convenientes las cohortes auxiliarias, les advirtió que en manera alguna fuesen ellos los primeros a trabar la batalla. El cuidado de gobernar estos presidios le dio a Pactio Orfito, que había sido primipilar. A éste, aunque había escrito al general que los bárbaros estaban desapercibidos y que se ofrecía buena ocasión de darles una mano, se le respondió que no saliese de sus fuertes hasta que le llegasen mayores fuerzas. Mas él, menospreciando este mandato, a la llegada de algunas pequeñas tropas de caballos venidos de los castillos circunvecinos que, poco experimentados, pedían la batalla, llegando a las manos fue roto. Y con su daño, atemorizados los que habían de socorrerle, se pusieron también en huida hasta sus alojamientos. Sintió mucho este suceso Corbulón, el cual, después de haber reprendido a Pactio, quiso que él, los prefectos y soldados todos alojasen fuera de los reparos, teniéndolos en aquella vergüenza hasta que los perdonó a ruego de todo el ejército.
XXXVII. Mas Tiridates, demás de su propia gente, ayudado también de las fuerzas de Vologeso, su hermano, inquietaba la Armenia, no ya con corredurías, sino con guerra descubierta, saqueando y destruyendo a los que sabía que permanecían en nuestra devoción. Y en saliendo a él con golpe de gente, burlaba nuestras diligencias, volando a una parte y a otra, espantando más con la fama que con las armas. Corbulón, después de haber diversas veces tentado en vano la batalla, forzado con el ejemplo del enemigo a llevar la guerra a varias partes, dividió sus fuerzas, con orden de que a un mismo tiempo los legados y prefectos asaltasen diversos lugares. Y juntamente avisa al rey Antíoco que se arrime a los presidios vecinos a su reino. Porque Farasmanes, después de haber muerto a su hijo Radamisto, que le era traidor, por mostrar que nos era fiel ejercitaba con mayor afecto su antiguo aborrecimiento contra los armenios. Aquí también fue la primera vez que llamados en favor nuestro los insiquios, gente nunca antes confederada con los romanos, corrieron la parte más montuosa y áspera de Armenia. Tal, que no saliéndole bien sus designios a Tiridates, se resolvió en enviar embajadores que en nombre suyo y de los partos supiesen de él la causa por qué habiendo dado poco antes rehenes y renovado la amistad, que al parecer abría la puerta a nuevos beneficios, se tratase de quitarle la antigua posesión de Armenia. Para cuyo remedio no había tratado de moverse Vologeso, deseoso de acabar aquellas diferencias antes con la razón que con la fuerza. Mas que si con todo era así que había de llegarse a las armas, le advirtiesen que no faltaría en los Arsácidas aquel valor y fortuna tantas veces experimentados con estrago y muertes de los romanos. Respondió a esto Corbulón, sabiendo muy bien que Vologeso se hallaba ocupado en castigar la rebelión de los hircanos, persuadiendo a Tiridates a que, arrimadas las armas, acometa a César con ruegos, último y necesario camino para conservarse en el reino sin sangre; siguiendo antes el más breve y oportuno remedio, que la esperanza remota y tardía.
XXXVIII. Resolvieron después, visto que por medio de embajadas y mensajeros no se llegaba al punto principal de la conclusión de la paz, que señalado lugar y tiempo se estableciesen vistas entre los dos. Decía Tiridates que traería una guardia de mil caballos, y que no se curaba de cuántos soldados pudiese llevar consigo Corbulón, con tal que, a uso de paz, viniesen desarmados de corazas y de celadas. Para cualquier hombre, por inexperto que fuese, cuanto más por un capitán tan viejo y prudente, estaba fácil de conocer la astucia bárbara; pues era cierto que sólo por engañarle tomaba para sí el número menor, dando el mayor a los nuestros, para que, oponiéndose a la caballería del rey, ejercitada en el uso de las flechas, los cuerpos desarmados, fuese de ningún provecho la multitud. Con todo esto, Corbulón, disimulando y fingiendo no haberlo entendido, respondió que el parlamento que se había de tener sobre negocio tocante al bien público era mejor tenerle en presencia de ambos ejércitos. Y a este efecto elige un puesto en donde de la una parte se levantaban apaciblemente ciertos collados para recibir la infantería en sus escuadrones, y de la otra se extendía un hermoso llano, cómodo para poner en ala tropas de caballos. Al día señalado se presentó Corbulón, teniendo a sus costados las cohortes confederadas y los socorros de los reyes, y en medio la legión sexta, con la cual había mezclado tres mil soldados de la tercera que había hecho venir la noche antes de los otros alojamientos; pero debajo de una sola águila, por no hacer muestra de más que una legión. Tiridates, hacia la tarde, se mostró tan apartado, que podía antes ser visto que oído. De esta manera, sin llegar al parlamento, el capitán romano hizo volver su gente a los alojamientos.
XXXIX. El rey, o que sospechase de algún engaño viendo mover las legiones hacia diversas partes, o por impedirnos las vituallas que venían del mar Ponto y de la ciudad de Trapisonda, se partió a gran prisa. Mas no pudo embestir el convoy de las vituallas, por venir por la vía de los montes y guardado de buena escolta. Y Corbulón, por no llevar el negocio en largas, y por necesitar a los armenios a defender sus cosas propias, determinó de destruir los castillos circunvecinos, y él mismo toma para sí la expugnación del más fuerte, llamado Volando. Los menos importantes cometió a Comelio Flaco, legado, y a Isteo Capitón, teniente de maestro de campo general (1). Con esto, reconocidas las defensas enemigas y proveídas las cosas convenientes para el combate, amonesta a sus soldados que se apresuren en quitar aquel refugio y retirada al enemigo vagabundo; el cual, rehusando igualmente la batalla y la paz, confesaba con la huida su cobardía y falta de fe. Y que así procurasen sin dilación ganar a un mismo tiempo honra y provecho. Hechas, pues, del ejército cuatro partes, a unos mandó hacer la tortuga para debajo de ella arrimarse y zapar la muralla; a otros con escalas ordena que trepen hasta las almenas del castillo; a otros muchos manda que arrojen con ingenios hachas y lanzas de fuego. Alojáronse también en los lugares competentes los honderos y los que tiraban la mano, para con piedras y pelotas de plomo tirar continuamente a las defensas, haciendo igual por todas partes al enemigo el daño y el temor. Fue tal después el ardor y la fiereza del ejército, que antes que pasase la tercera parte del día fueron barridos los muros de defensores, rotas las puertas, escaladas las murallas y muertos todos los mayores de catorce años, sin pérdida de un soldado tan sólo de nuestra parte, y pocos heridos. Vendida, pues, al encante la turba inútil de viejos, mujeres y niños, quedaron las demás cosas por premio del vencedor. La misma fortuna tuvieron el legado y el teniente maestro de campo general, habiendo ganado en un día tres castillos; los demás se rindieron, parte de miedo y parte por voluntad de los moradores. Esto dio ánimo a los nuestros de hacer la empresa de Artajata, cabeza del reino. Con todo eso, no pareció llevar las legiones por el camino más corto, por no descubrirse a los tiros del enemigo al pasar el puente del río Araxes, que baña los muros de la ciudad, sino por el vado más ancho y más apartado.
XL. Tiridates en tanto, combatido de la vergüenza y del temor, porque dejando asentar el cerco mostraba lo poco que se podía confiar en sus fuerzas, y tentando el socorro temía el encerrarse con su caballería en aquellos lugares estrechos y embarazosos, se resolvió finalmente en mostrarse en batalla y darla aquel propio día, si se le ofrecía ocasión, o, fingiendo retirarse, procurarla para ejecutar algún engaño. Así, pues, al improviso rodea las escuadras romanas que marchaban, no ignorándolo nuestro capitán; el cual, para remedio de este acometimiento, había ordenado el ejército de suerte que pudiese juntamente defenderse y marchar. La tercera legión llevaba el lado derecho, el siniestro la sexta, en medio la gente escogida de la décima; el bagaje marchaba cerrado dentro de la ordenanza, y la retaguardia iba defendida de mil caballeros, a quienes se ordenó que siendo acometidos de cerca peleasen, mas que no siguiesen al enemigo aunque le viesen huir. En los cuernos marchaban los infantes flecheros y el resto de la caballería, habiendo extendido algo más el cuerno siniestro hacia abajo de los collados; porque si el enemigo se atrevía a entrar por allí a la carga, pudiese ser ofendido en forma de arco por la frente y por el fondo de nuestro ejército. Tiridates acometía a los nuestros por todas partes, aunque sin arrimarse a tiro de dardo, unas veces amenazando la arremetida, otras mostrándose medroso, para dar ocasión de apartarlos de la ordenanza y oprimirlos en desorden. Mas viendo que cada cual estaba advertido, y que sólo un decurión de caballos, saliendo de su tropa temerariamente, quedó atravesado de saetas, con cuyo ejemplo los demás se hicieron más obedientes, acercándose ya la noche, se retiró.
XLI. Corbulón, plantado en aquel mismo lugar su alojamiento, estuvo en duda si con las legiones desembarazadas era bien seguir a la noche el camino de Artajata, para ponerle sitio, pensando que Tiridates se habría metido dentro. Mas advertido por los espías de que tomaba otro camino, incierto si hacia los medos o los albanos, se resolvió en esperar el día, enviando delante los armados a la ligera para que entretanto rodeasen los muros y comenzasen el sitio a lo largo. Mas los de la ciudad, abriendo las puertas, se dieron a discreción y a merced de los romanos, que fue su salvación; porque la ciudad se hizo ceniza y se desmanteló hasta los cimientos, por no poderse sustentar sin grueso presidio, en razón del gran circuito de los muros, no teniendo nosotros tantas fuerzas que bastasen para dividirlas en presidios y continuar la guerra en campaña. Y si se dejaba entera y sin guardia, no se sacara provecho alguno ni honra de haberla ganado. Añaden que se vio aquí un milagro, como cosa sucedida por voluntad de los dioses, que estando todo lo demás ilustrado con la luz del sol, aquel espacio solo que rodeaban los muros fue en un instante cubierto de una nube oscurísima, separada de la claridad con espesos relámpagos y rayos; tal, que casi visiblemente se echaba de ver que concurría la ira divina en la destrucción de aquella ciudad. Fue, por estos sucesos, Nerón saludado con nombre de emperador, y por decreto del Senado se hicieron procesiones y rogativas a los dioses, se le dedicaron al príncipe estatuas y arcos, y concediósele que fuese perpetuamente cónsul. Decretóse también que el día de la victoria, en el que vino la nueva y el día en que se refirió al Senado fuesen solemnizados como fiestas, y otras cosas semejantes, en que excedieron tanto de los términos debidos, que Cayo Casio, consintiendo en todas las demás cosas, dijo que si se hubiesen de dar gracias a los dioses conforme a la benignidad de la fortuna, no sería bastante todo el año para emplearle en fiestas y procesiones; mas que era necesario compartir los días sagrados y los útiles de manera que se pudiese satisfacer a las cosas divinas sin daño de las humanas.
XLII. Después de esto, un reo que había combatido con varios accidentes y granjeado el aborrecimiento de muchos fue acusado y condenado, no sin vituperio de Séneca. Éste fue aquel Publio Suilio que, imperando Claudio, se dio a conocer por hombre terrible y venal; ni con la mudanza de los tiempos se mostró tan humilde como sus enemigos desearan; siendo de tal condición, que gustaba más de parecer culpado que suplicante. Túvose por cierto que sólo para poderle oprimir se renovó el senatus consulto y la pena de la ley Cincia contra los que se atreviesen a defender causas por dinero. No se abstenía Suilio de formar quejas y publicar vituperios contra los que mandaban; hecho más libre, demás de su natural ferocidad, por su extrema vejez, diciendo contra Séneca: Que era enemigo de los amigos de Claudio, por quien justísimamente había sido desterrado; que acostumbrado a estudios viles y a enseñar a gente moza, ignorante y sin experiencia, tenía envidia a los que ejercitaban en defensa de los ciudadanos su elocuencia incorrupta y viva; que él había sido cuestor de Germánico, y Séneca adúltero de su casa. ¿Será por ventura -decía él- tenido por más grave delito recibir premio dado voluntariamente por el litigante en paga de honrados trabajos, que violar los retretes y lechos de las mujeres de la casa del príncipe? ¿Con qué sabiduría, con cuáles preceptos de filósofos en solos cuatro años de amistad con el príncipe ha podido juntar Séneca cerca de ocho millones de oro (trescientos millones de sestercios) de hacienda? Si no, veamos: ¿hace otra cosa en Roma que coger, como con red barredera, legados de testamentos, haciendas de los que mueren sin hijos, y con las excesivas usuras destruir a Italia y a las provincias? Yo, en contrario, con moderada hacienda, pero ganada con mi trabajo, quiero más sufrir las calumnias, los peligros y cualquier otra persecución, que sujetar mi antigua y bien ganada reputación a una repentina felicidad.
XLIII. No faltó quien refiriese a Séneca las mismas palabras, y quizá en peor sentido. Halláronse acusadores que denunciaron contra Suilio cómo, cuando tuvo a su cargo la provincia de Asia, había saqueado a los confederados y robado el tesoro público. Después, porque de esto había impetrado un año de tiempo para justificarse, pareció más expediente que se comenzase por los delitos hechos en Roma, para lo cual estaban a mano los testigos. Decían los tales: Que Suilio con la crueldad de sus acusaciones había necesitado a Quinto Pomponio a emprender guerra civil; que había hecho morir a Julia, hija de Druso, y a Sabina Popea; que había oprimido con engaño a Valerio Asiático, a Lucio Saturnino y a Comelio Lupo; que habían sido condenadas por su orden escuadras enteras de caballeros romanos; y finalmente le imputaban a él todas las crueldades de Claudio. Excusábase él con decir que no había emprendido alguna de estas cosas voluntariamente, sino por orden del príncipe; hasta que le atajó César diciendo que le constaba por las memorias y los escritos de su padre no haber forzado jamás a ninguno a tomar a su cargo acusaciones. Entonces acude por excusa a las órdenes y mandatos de Mesalina, con que comenzó a desacreditar sus defensas; porque ¿cómo era posible -decían- que no se hallase otra lengua que la de Suilio para servir a la crueldad de aquella mujer deshonesta? Que era tanto más conveniente y justo castigar a los ministros de las cosas atroces, cuanto, después de quedarse con el precio de sus maldades, procuraban cargar ellos la culpa sobre las espaldas de otros. Con esto, quitándole una parte de sus bienes, dándose otra parte a su hijo y a su nieta, y sacándose también lo que por testamento de su madre y de su abuelo le pertenecía, fue desterrado a las islas Baleares, no perdiendo jamás el ánimo en la discusión de la causa, ni menos después de la condenación. Díjose que sufrió alegremente aquella soledad y destierro, viviendo una vida regalada y espléndida. Y queriendo los acusadores que se procediese contra Nerulino, su hijo, en odio de su padre, imputándole de hechizos y otros delitos, se interpuso el príncipe diciendo que se había ya cumplido bastantemente con el castigo.
XLIV. En este tiempo, Octavio Sagita, tribuno del pueblo, fuera de juicio con los amores de Poncia, mujer casada, comprando primero el adulterio con grandes dádivas, y después el divorcio prometiendo de tomarla por mujer, concierta las bodas. Mas Poncia, en viéndose suelta del primer matrimonio, comienza primero a poner dilaciones, diciendo que su padre no consentía. Y finalmente, entrando en esperanza de marido más rico, le falta a la palabra y se desdice de la promesa. Octavio, en contrario, quejándose unas veces y otras amenazando, llamaba a los dioses por testigos de cómo habiendo perdido por su amor la reputación y la hacienda, determinaba de entregarle lo que solamente le quedaba, que era la vida. Mas después, viendo que estimaba en poco todo esto su ingrata Poncia, la pide como por despedida y último consuelo las vistas de una noche sola, para poderse animar con aquel favor a pasar lo restante del tiempo que viviría sin ella. Señálase la noche, y Poncia encarga el cuidado de su cámara a una criada, sabedora de todo el secreto. Octavio, acompañado de sólo un liberto, acudió a lo aplazado sin otras armas que un puñal escondido debajo de la ropa. Entonces, como sucede entre enamorados, después de muchos desdenes, contiendas, ruegos, zaherimientos y satisfacciones, pasada buena parte de la noche en sus deleites, encendido Octavio en cólera y celos, hiere a Poncia, que no se temía de cosa alguna, y, atravesándole el pecho, la mata. Corre la criada al ruido, y herida también, dejándola desmayada en el suelo y a su parecer muerta, se sale furioso de la casa. El día siguiente, sabido el homicidio, no había quien dudase del matador; porque estaba convencido Octavio de haber estado con ella toda la noche pasada. Mas el liberto afirmaba haber él cometido el delito por vengar la injuria de su señor; y ya con la grandeza del ejemplo había movido los ánimos de algunos, cuando la criada, vuelta en sí del desmayo de las heridas, declaró la verdad del caso. Conque citado el tribuna ante los cónsules por el padre de Poncia, en deponiendo el oficio de tribuna, fue condenado por sentencia del Senado en virtud de la ley Camelia, hecha contra los homicidas (2).
XLV. Otra no menos notable deshonestidad dio principio aquel año a más graves males en la República. Vivía en Roma Sabina Popea, hija de Tito Olio; mas había tomado el apellido de su abuelo materno Popeo Sabino, varón de ilustre memoria, cuya casa resplandecía con honras consulares y con triunfos. Porque Olio, sin llegar a tener oficios de honra en la República, naufragó con la amistad de Seyano. No le faltó a esta mujer ninguna cosa, sino la honestidad del ánimo. Porque su madre, que excedió a todas las de su tiempo en hermosura, le había dado igualmente fama y beldad, hacienda que bastaba para conservar el esplendor de su linaje, habla graciosa, e ingenio acomodado a ser lasciva y parecer honesta. Dejábase ver pocas veces en público, y ésas con el rostro medio cubierto, o por cansar menos la vista, o porque de aquella manera parecía más hermosa. No hizo jamás cuenta de honra, ni de fama, ni distinción de adúlteros a maridos; y sin entregarse a los ajenos apetitos, ni aun a los suyos, solamente encaminaba su afición adonde imaginaba que había de sacar provecho. Ésta, pues, siendo casada con Rufo Crispino, caballero romano, de quien había tenido un hijo, se entregó a la voluntad de Otón, tanto por verle mozo, disoluto y gastador, como por la privanza grande que alcanzaba con Nerón. Y no se dilató mucho el juntar el matrimonio con el adulterio.
XLVI. Mas Otón, o poco recatado con la fuerza del amor, o por aficionar al príncipe y aumentar su grandeza, domesticándose con él y cebándole con el sainete de los comunes amores, no hacía otra cosa en su presencia que alabar la hermosura, donaire y gracia de su mujer. Y hubo quien le oyó decir muchas veces, levantándose de cenar con el príncipe, que se iba alegre a gozar de aquel asombro de hermosura y nobleza, concedido a él solo, aunque deseado de todos por última felicidad. A éstos y a otros semejantes incentivos no se puso mucha dilación, y alcanzada licencia de visitar a Popea, ésta se sirvió al principio de lisonjas y artificios del arte, fingiendo que no podía resistir a su deseo, y confesándose ya por del todo rendida a la hermosura de Nerón. Mas en viéndole en el lazo, comenzó a ensoberbecerse y a decir, si la detenía consigo una noche o dos, que era casada, que no quería deshacer aquel casamiento, habiéndole sabido ganar la voluntad Otón con una manera de vida y costumbres en que ninguno se le igualaba; que Otón sí que era hombre magnífico en su trato y en el atavío de su cuerpo, viéndose en él muchas cosas que le hacían digno de la suma grandeza, y no Nerón, pues se sujetaba a los amores de Acte, infame y vil esclava, de cuya conversación y trato servil no podía haber aprendido otra cosa que pensamientos y acciones del mismo jaez. Quítasele con esto a Otón la demasiada familiaridad; después la entrada en la cámara y el acompañamiento del príncipe; y al fin, por no tenerle competidor en Roma, le envía al gobierno de Lusitania, adonde estuvo hasta las guerras civiles, viviendo, no como se juzgaba de la infamia de su vida pasada, sino con entereza y prudencia; mostrándose tan desordenado y disoluto en el ocio, cuanto modesto en el poder y en el mando.
XLVII. Hasta este punto procuró Nerón poner velo y capa a sus maldades. Temíase principalmente de Cornelio Sila (3), a cuyo espíritu descuidado y flojo daba nombre de disimulación y astucia; temores falsos en que le puso uno de sus libertos llamado Grapto, hombre que por mucha edad y larga experiencia era practiquísimo en palacio, donde se había criado desde el tiempo de Tiberio. Ponte Mole era en aquel tiempo un puesto muy celebrado adonde acudía de noche gran cantidad de gente desocupada a recrearse, y Nerón iba allí muchas veces por poder atender a sus desórdenes más libremente, siendo, como era, fuera de la ciudad. Fingió, pues, con esta ocasión el liberto, que, volviéndose una noche Nerón por los huertos salustianos, por buena suerte había escapado a las asechanzas que Sila le tenía aparejadas en la vía Flaminia, que era por donde acostumbraba tornarse a palacio. Y sirvióle de ocasión para su mentira el suceder casualmente aquella noche, que volviéndose por la misma calle algunos de los acompañantes del príncipe, ciertos insolentes con la licencia juvenil, harto practicada entonces, les habían tocado arma falsa, sin que fuese conocido en la cuadrilla criado ni allegado alguno de Sila, cuyo natural pusilánime y de todo punto incapaz de acciones atrevidas estaba bien ajeno de todo delito. Con todo eso, como si fuera convencido legítimamente, le mandan que deje la patria y que se encierre dentro de los muros de Marsella.
XLVIII. En este mismo consulado fueron oídos los diputados de Puzol (Puzzoles), enviados del Senado y del pueblo de aquella ciudad separadamente; quejándose los unos de la violencia de la plebe, y los otros de la avaricia de los magistrados y la gente principal. Y habiendo pasado la revuelta de piedras y amenazas de fuego a las armas y a los homicidios, fue escogido Cayo Casio para que fuese a remediar aquel desorden. Mas porque ni unos ni otros podían sufrir su demasiada severidad, pidiéndolo él al Senado, se encargó aquello a los dos hermanos Escribonios, dándoles una cohorte pretoria; con cuyo temor y con el castigo de pocos volvió aquel pueblo a su quietud.
XLIX. No referiría aquí un divulgadísimo decreto del Senado, en virtud del cual se daba licencia a la ciudad de Zaragoza (Siracusa) de Sicilia de exceder el número estatuido para celebrar el juego de gladiatores, si habiendo contradicho Peto Trasea no se diera ocasión a los murmuradores de reprender su opinión, diciendo: ¿A qué propósito, si cree Trasea que la República necesita de la libertad senatoria, apura y contradice cosas tan leves? ¿Por qué no persuade o disuade en materia de paz, de guerra, de tributos, de leyes o de otras cosas semejantes, sobre las cuales se funda la grandeza romana? Es lícito a los senadores, en teniendo facultad de decir su parecer, hacer las proposiciones que quieren en orden al bien de la República y pedir que se voten. ¿Por ventura no hay otra cosa que enmendar sino que en Siracusa no se hagan fiestas con tan grandes gastos como hasta aquí?, mas estando las demás por todas las partes del Imperio tan bien en orden, como si en lugar de Nerón que las gobierna, las gobernara Trasea. Y si a todas ellas las dejamos correr con tanta disimulación, ¿cuánto más nos debemos abstener de cansamos en buscar remedio a las frívolas, vanas y sin sustancia?. Trasea, en contrario, a sus amigos, que querían saber de él la causa por qué había hecho aquello, respondía: que él corregía semejantes decretos, no porque le faltase noticia del estado de las cosas presentes, sino celoso de la reputación de los senadores, por que se echase de ver que no faltaría cuidado para las cosas grandes en quien lo tenía para las que de suyo eran tan menudas.
L. En el mismo año, habiéndose quejado diversas veces el pueblo de los excesos que hacían los cogedores de las rentas públicas, estuvo Nerón a pique de quitar todas las imposiciones y derechos, haciendo aquel nobilísimo presente al linaje humano. Pero los más viejos del Senado, alabando primero su grandeza de ánimo, detuvieron aquel primer ímpetu, mostrándole que la grandeza del Imperio se aniquilaría del todo si se disminuían los frutos y las rentas con que se sustentaba la República; porque quitados una vez los derechos de entradas y salidas, se seguiría el pedir luego que se quitasen también los tributos, y que muchas de estas imposiciones se habían ordenado por diversos cónsules y tribunos aun cuando estaba en su flor la libertad del pueblo romano asentando y estableciendo con el tiempo las demás con tal proporción, que la entrada de las rentas correspondiese con la salida de los gastos; que a la verdad convenía reprimir la codicia de los cogedores, para que las cosas que se habían sufrido tantos años sin pesadumbre no se hiciesen insoportables con el aborrecimiento de nuevas extorsiones.
LI. Hizo a esta causa un edicto el príncipe, ordenando que se publicasen los establecimientos de las aduanas públicas que hasta entonces se habían tenido secretos, y que lo que no se pidiese dentro del año no se pudiese pedir después; que en Roma el pretor, y en las provincias los pretores o procónsules, pudiesen conocer sumariamente de las quejas que se diesen contra los cogedores o arrendadores; que se conservase su exención a los soldados, salvo en el trato y la mercancía, y otras muchas cosas puestas en razón; las cuales, observadas poco tiempo, se olvidaron después del todo. Queda, con todo eso, la reformación del cuarenteno y cincuenteno, y de los otros nombres semejantes que los colectores habían hallado para disimular sus extorsiones. Moderóse el precio de las tratas de trigo en las provincias ultramarinas; ordenóse que no se contase por hacienda de mercaderes el valor de los navíos con que contratasen, y que por ellos no pagasen tributo alguno.
LII. Tras esto absolvió César a Sulpicio Camerino y Pomponio Silvano, acusados por la provincia de África, donde habían sido procónsules. Camerino era imputado antes de haber usado crueldad con algunos pocos particulares, que de dineros mal llevados. Silvano, rodeado de un gran tropel de acusadores que pedían tiempo para producir los testigos, instando el reo que se le admitiesen luego sus defensas. Para cuyo buen despacho no le aprovechó poco el ser rico y verle viejo y sin hijos; aunque alcanzó después más vida que los que le habían ayudado con esperanza de heredarle.
LIII. Hasta este tiempo habían estado quietas las cosas de Germania por la industria y cuidado de los capitanes romanos, los cuales, viendo lo poco en que se estimaban ya las insignias del triunfo y cuán comúnmente se daban, juzgaban por cosa digna de mayor reputación el conservar la paz. Gobernaban entonces ambos ejércitos Paulino Pompeyo y Lucio Vétere, y, por no tener los soldados ociosos, acabó Paulino la calzada comenzada por Druso sesenta y tres años antes con intento de refrenar el curso del Rin; y Vétere se preparaba para juntar los ríos Arar y Mosela, haciendo un foso entre ellos (4), para que, llevados de Italia los ejércitos por mar al Ródano y de él al Arar, pudiesen llegar al Océano, entrando por el dicho foso en el Mosela y de él en el Rin. De suerte que, quitadas así las dificultades del viaje, se hiciesen navegables entre sí y se comunicasen aquellas dos riberas de Occidente y Septentrión. Tuvo envidia a la gloria de esta obra Elio Gracil, legado de la Galia Bélgica (5), y procuró apartar de ella a Vétere, poniéndole miedo y diciéndole que no metiese las legiones en provincia que no era de su gobierno, ni procurase granjear la gracia y benevolencia de las Galias; añadiendo muchas veces que se guardase de hacerse con aquello sospechoso al emperador: espanto harto practicado para divertir los ánimos de generosas empresas.
LIV. Con esto, continuándose el ocio en los ejércitos romanos, pasó voz que se había quitado la autoridad a los legados de llevar la gente contra el enemigo. Con esta confianza, los frisones, enviando su juventud por los bosques y pantanos, y llevando la gente inútil por los lagos, se arrimaron a la orilla del Rin y ocuparon las tierras y campañas desiertas, reservadas para el uso de los soldados romanos y para su aprovechamiento; siendo autores de esta salida Verrito y Maloriges, que gobernaban a esta nación de los frisones, sujeta por entonces a los germanos. Ya habían edificado casas, sembrado y labrado la tierra como cosa suya, cuando Dubio Avito, sucesor de Paulino en aquella provincia, amenazándolos con las armas romanas si no volvían a ocupar su antiguo asiento o impetraban de César la nueva habitación, forzó a Verrito y Maloriges a que escogiesen el postrer partido. A los cuales, llegados a Roma para este efecto, mientras solicitaban su despacho con Nerón, y él se lo dilataba ocupado en otros negocios, entre las cosas que se suelen mostrar a los bárbaros por ostentación de nuestra grandeza, los hicieron entrar en el teatro de Pompeyo para que viesen el excesivo número de gente que había en la ciudad. Estándose, pues, allí ociosos, como gente que no entendía aquella suerte de juegos ni se deleitaba de verlos, mientras van preguntando particularmente de quién eran aquellos asientos en lo cavo del teatro (6), y se informan de las diferencias de los estamentos y calidades, cuáles eran de caballeros, cuáles de senadores, echaron de ver entre los asientos de los tales algunos hombres vestidos en traje de forasteros; y preguntando quiénes eran, cuando oyeron que aquélla era honra que se hacía a los embajadores de las naciones que excedían a las demás en valor y en afición al pueblo romano, diciendo a grandes voces: Que nadie entre los mortales, en valor y en fe, podía anteponerse a los germanos, parten y van a sentarse entre los senadores. Cosa que, tomada bien por los circunstantes, se tuvo por uno de aquellos ímpetus antiguos y loable emulación. Nerón los hizo a entrambos a dos ciudadanos romanos, y mandó a los frisones que dejasen los campos que habían ocupado¡ y porque rehusaron de obedecer, la caballería auxiliaria que repentinamente cargó sobre ellos los obligó a desalojar, dejando muertos o presos a los que se atrevieron a hacer resistencia.
LV. Ocuparon luego aquellos mismos campos los ansibarios, nación más poderosa, no sólo por su muchedumbre, sino también por la compasión que les tenían los pueblos comarcanos¡ porque echados de sus tierras por los caucios, no hallando dónde reposar, pedían con ruegos un destierro seguro. Traía esta gente por cabeza a un varón señalado entre ellos, y no menos fiel para nosotros, llamado Boyocalo. Éste, contando cómo había estado en prisión cuando se rebelaron los queruscos por mandato de Arminio, y que había militado después debajo del gobierno de Tiberio y de Germánico, a cincuenta años de servicio quería añadir por nuevo mérito el someter su nación a nuestro Imperio. ¿Qué necesidad hay -decía él- de que tanta tierra esté ocupada, y sirva de sólo apacentar el ganado mayor y menor de los soldados? Resérvese en buena hora para esto la parte de los campos que pareciere bastante, aunque sea a costa del hambre de los hombres, con tal que no queráis más un desierto y una soledad baldía que la compañía de una gente tan vuestra devota. Estos campos sobre que se litiga fueron antiguamente de los chamavos, después de los tubantes, y tras éstos de los usipios. Así como vemos que el cielo es habitación de los dioses, asimismo se concedió la tierra al linaje humano. De que infiero que las que se hallan vacías de moradores son y deben ser públicas y comunes. Tras esto, mirando al sol y llamando a los demás planetas, como si los tuviera presentes, les preguntaba si por ventura les era agradable el mirar aquellos campos desiertos y deshabitados, y que antes que sufrir esto derramasen la mar sobre los usurpadores de la tierra.
LVI. Conmovido Avito de estas palabras, después de haber respondido en público a los ansibarios, dijo: Que se había de sufrir el imperio y mando de los más poderosos; que era voluntad de los mismos dioses, a quien ellos invocaban, que se diese y se quitase todo a arbitrio de los romanos, y que no presumiese nadie ser juez de ellos, sino ellos mismos. Dijo en particular a Boyocalo, que a él, en memoria de la amistad que había tenido con el pueblo romano, le daría campos y tierras en que vivir. Mas él, rehusando el ofrecimiento como premio de traición, añadió estas palabras: Faltarnos puede a la verdad tierra donde vivamos, pero no donde muramos; y así se partieron de las vistas con los ánimos indignados. Los ansibarios llamaban para ayudarse de ellos en la guerra a los bruteros, tenteros y otras naciones más apartadas. Avito, habiendo avisado a Curtilio Mancia, legado del ejército superior, que pasase el Rin y mostrase las armas a las espaldas, entró con las legiones por las tierras de los tenteros amenazando de ponerlas a saco si no se apartaban de la liga. Desistiendo, pues, los tenteros de lo ofrecido, amedrentados los bruteros con el mismo temor, y desamparando los demás confederados los peligros ajenos, viéndose solos los ansibarios, hubieron de tornar atrás a las tierras de los usipios y tubantes, de donde expelidos también, caminando de allí a los catos y después a los queruscos, tras una larga peregrinación, vagabundos, pobres y enemigos de todos, fue finalmente muerta la juventud, y los de edad inútil y flaca divididos en presa.
LVII. En el mismo verano hubo una gran batalla entre los hermonduros y los catos, mientras cada cual de estas dos naciones procuraba apoderarse de un río que las divide, cuyas aguas producen gran copia de sal (7); en que, demás del gusto con que acostumbran tratar sus cosas por vía de armas, los incitaba cierta superstición admitida entre ellos, de que aquellos lugares están los más cercanos al cielo, y que de ninguna otra parte oyen los dioses de más cerca los ruegos de los mortales. Afirmando proceder de aquí que por gracia particular de los mismos dioses nacia la sal en aquel río y en aquellos bosques; no como en las otras naciones por la creciente del mar, secándose después las aguas, sino por medio de la que se echaba sobre una gran hoguera, quejándose del contraste y la pelea de los dos elementos agua y fuego. El suceso, pues, de esta batalla, que dejó victoriosos a los hermonduros, ocasionó la total ruina de los catos; porque ambas naciones habían consagrado a Marte y a Mercurio los escuadrones contrarios, si eran vencedores; y en cumplimiento de este voto, los caballos, los hombres y todo lo demás que se quitase a los vencidos había de ser muerto y sacrificado. Y así cayeron aquí sobre los catos las amenazas que ellos mismos habían echado sobre sus enemigos. En este mismo tiempo, la ciudad de los juhones, nuestra confederada, fue afligida de un daño repentino; porque salieron fuegos de la tierra, que abrasaban las aldeas, las caserías y sembrados, caminando siempre hacia los muros de la colonia (8) poco antes edificada. No se apagaban estos fuegos con lluvia que cayese del cielo, ni con agua del río, ni con otra cualquiera humedad que arrojasen sobre ellos, hasta que a falta de otros remedios, y con el enojo que aquellos villanos recibían por tan gran estrago, algunos de ellos comenzaron a tirar piedras desde lejos, con que se amortiguaron algún tanto las llamas; y pudiéndose llegar más cerca, les daban con palos y las azotaban como si fueran bestias. A la postre arrojan sobre el fuego paños, y hasta los vestidos, para sofocar el incendio, los cuales cuanto más sucios y raídos estaban, tanto mejor apagaban el fuego (9).
LVIII. En este mismo año, la higuera llamada Ruminal (10), que está en la plaza donde se hacen las juntas del pueblo, que ochocientos y treinta años antes cubrió la niñez de Remo y Rómulo, habiendo perdido sus ramas y comenzado a secarse ya por el tronco, se tuvo por prodigio de mal agüero, hasta que volvió a reverdecer con nuevos pimpollos.
Notas
(1) Nuestros lectores podrán aceptar o no esta denominación tratándose de ejércitos romanos. Nosotros preferimos dejar a las cosas su propio nombre, y llamar a Capitón, prefecto del campamento, sobre todo, cuando, como en el caso actual, no se puede con exactitud equiparar las atribuciones de un jefe militar con ninguno de los cargos de nuestra milicia. He aquí lo que dice el autor inglés del Dic. de antig. romanas y griegas, tantas veces citado, acerca de ese empleado: Era un oficial agregado a cada legión romana, que tenía a su cargo el escoger el sitio a propósito para sentar los reales, proporcionar a los soldados los instrumentos y materiales necesarios para ello, vigilar la construcción de las obras de defensa, cuidar de los bagajes de las legiones, atender a los enfermos y heridos, a los abastos, a las máquinas de guerra, etc.
(2) La llamada lex Camelia de sicariis fue promulgada por Sila, siendo dictador, en 673 de Roma. lmponíase en ella la pena de confiscación y destierro en una isla. A los culpables de humilde condición se los castigaba con la pena capital.
(3) Esposo de Antonia, hija de Claudio, a quien Palas y Burrho quisieron, al menos se los acusó de ello, dar el Imperio.
(4) Navigio entre el Arar (hoy la Sona) y el Mosela.
(5) Son hoy las provincias de Lorena y Champaña y todo el curso del Mosela hasta que desagua en el Rin. Algunos, y no sin causa, cuentan también a las provincias de Artois y Henao.
(6) Consessum caveae, dice el original. Llamábase cavea al recinto donde estaban sentados los espectadores, y consessus a la reunión de éstos.
(7) Probablemente el Saale o Sala. Copia en la significación latina de abundancia.
(8) Colonia Agripina.
(9) No puede uno menos de admirarse al ver cómo un hombre de una inteligencia tan elevada como Tácito creía en semejantes cuentos; mas la antigüedad, semejante en esto a la Edad Media, era muy inclinada a dar crédito a lo maravilloso, y no se tomaba mucho trabajo en averiguar la verdad o falsedad de los hechos extraordinarios o que en su ignorancia le parecían tales. Algunos anotadores han querido hallar la explicación del hecho que refiere Tácito en los fenómenos físicos, y creyeron encontrarlo en la tradición desfigurada de alguna erupción volcánica; nosotros, empero, somos de parecer que es muy difícil, si no imposible, dar explicaciones satisfactorias cuando se trata de anécdotas tan inverosimiles, y que no debemos ver en ellas más que una prueba de la excesiva credulidad de los hombres de aquellas edades.
(10) De Ruma, nombre primitivo de Roma, y en latin antiguo, pecho teta. Es el árbol de Roma, que más tarde cambió la u de la palabra etrusca en w, en cuanto el orgullo nacional se complugo en hacer derivar el nombre de la ciudad soberana de una palabra griega que significa fuerza. Véase la erudita disertación de Bumouf, t. III, páginas 450 a 455.
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