Índice de Los anales de Tácito | Primera parte del LIBRO DÉCIMOCUARTO | Primera parte del LIBRO DÉCIMOQUINTO | Biblioteca Virtual Antorcha |
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LIBRO DÉCIMOCUARTO
Segunda parte
Acude Suetonio, y en una batalla vence al enemigo y sosiega la provincia. - El prefecto de Roma es hallado muerto en su casa. - Litígase el cumplimiento de la ley sobre el castigar la familia, y prevalece el parecer de Casio. - Modérase la ley de majestad. - Muere Burrho. - Séneca, envidiado de los malos, pide licencia a César y no la alcanza. - Tigelino, dueño del manejo de los negocios, procura acreditarse con la muerte de Plauto y de Sila. - Nerón repudia a Octavia y se casa con Popea. - Altérase por este caso el pueblo, y al fin matan a Octavia en la isla Pandataria.
XXXI. Prasutago, rey de los icenos, muy esclarecidos por sus grandes riquezas, había en su testamento dejado por herederos a César y a dos hijas suyas, pareciéndole que con esta demostración de amor para con el príncipe aseguraba el reino y su casa de toda injuria. Mas salióle tan al revés, que por esta misma causa los centuriones destruyeron el reino, y los esclavos saquearon su casa como si fueran despojos de enemigos. Y antes de esto, la reina Boudicea, su mujer, había sido azotada, y violadas sus hijas. Y como si de toda aquella región se hubiera hecho un presente a los romanos, fueron despojados los principales icenos de sus antiguas posesiones, y los parientes del rey puestos en el número de los esclavos. Movidos, pues, con estas afrentas, temerosos de otras mayores, y viéndose ya reducidos a sujeción en forma de provincia, arrebatan las armas después de haber incitado a la rebelión a los trinobantes (1) y a otros pueblos no habituados aún a la servidumbre, y en sus secretas juntas jurado de comprar la libertad con la vida; mostrando particular aborrecimiento a los soldados veteranos; porque llevados poco antes a poblar la colonia de Camaloduno, los echaban de sus casas, les quitaban sus heredades y posesiones, llamándolos cautivos y esclavos. Favorecían también los demás soldados la insolencia de los veteranos jubilados, por la conformidad de la vida y por la esperanza de tener la misma licencia. A más de esto, el templo poco antes edificado en honra del divo Claudio era mirado de ellos como por una señal y muestra de nuestro perpetuo dominio; y los sacerdotes señalados para servicio del mismo templo, so color de religión, les consumían todos sus bienes. Y no les parecía cosa dificultosa a los ingleses el apoderarse de una colonia mal fortificada, habiendo nuestros capitanes faltado en esto, mientras pensaron antes en la amenidad del sitio, que en la necesidad que se les podía ofrecer de defenderse.
XXXII. Entre estas cosas, en Camaloduno cayó una estatua que allí había de la Victoria, sin ninguna causa aparente, vuelta con el rostro en contrario de donde podía venir el enemigo, como cediendo y dándole lugar; y las mujeres, llevadas de un furor desatinado, cantaban que estaba ya cerca la destrucción de aquellos pesados huéspedes. Y el ruido y los bramidos espantosos que se oyeron en las casas del ayuntamiento, el eco de terribles aullidos en el teatro, y cierta visión o fantasma (2) que se vio en el reflujo del mar, amenazaban la total destrucción de aquella colonia. Tras esto, el ver al océano de color de sangre, y las figuras como de cuerpos humanos que iba dejando impresas en la arena el agua a su menguante, así como los ingleses lo tomaban por buen agüero, asimismo causaba en los veteranos particular terror. Mas, porque Suetonio se hallaba lejos, pidieron socorro a Cato Deciano, procurador de la provincia, el cual les envió solamente doscientos hombres mal armados; y en la colonia había pocos soldados, asegurados a su parecer con la fortaleza del templo; aunque por estorbado, los que se entendían secretamente con los rebeldes no abrieron fosos, no levantaron trincheras, ni acabaron de resolverse en descargarse de la gente inútil y quedarse solamente con la juventud, para resistir con ellos al enemigo. Estando, pues, así desproveídos y descuidados como en tiempo de paz, los rodea, acomete y entra de improviso una gran multitud de bárbaros, y en aquel primer ímpetu fue saqueado y abrasado todo. El templo donde se retiraron los soldados se tomó por asalto con sola la resistencia de dos días. Los ingleses victoriosos, saliendo al encuentro a Petilio Cerial, legado de la novena legión, que venía en socorro de los romanos, rompieron la legión y degollaron toda la infantería, salvándose Cerial con los caballos dentro de los alojamientos por beneficio de las trincheras. Atemorizado de esta rota, el procurador Catón, y del aborrecimiento concebido contra él por toda la provincia, a la que su avaricia había hecho tomar las armas, se retiró a la Galia.
XXXIII. Mas Suetonio, con maravillosa constancia, pasando por medio de los enemigos, llegó con la gente a Londres, lugar no ennoblecido con el nombre de colonia, aunque harto célebre por el concurso de mercaderes y por la abundancia de mantenimientos; donde estando en duda si haría allí el asiento de la guerra, considerado el poco número de soldados con que se hallaba y escarmentado en el suceso que tuvo la temeridad de Petilio, determinó de salvar las demás cosas con daño de una sola ciudad; y sin dejarse vencer de lamentos y llantos de los que le pedían ayuda, dio la señal de marchar, no rehusando de recibir en el ejército a todos los que le quisieron seguir. La gente inútil por sexo o por edad, y los que detenidos por la dulzura y afición de la tierra se quedaron en Londres, murieron a manos del enemigo. En la misma calamidad cayó el municipio Verulamio; porque los bárbaros, dejando los castillos y las tierras donde había gente de presidio, saquearon los lugares más ricos, y puesta en salvo la presa, iban alegres la vuelta de los otros más insignes. Es cosa cierta que en los dichos lugares murieron setenta mil personas entre ciudadanos y confederados, pues no habiéndose usado entonces el tomar en prisión, vender o rescatar los presos, no se puso en práctica ningún otro género de contratación de buena guerra; todo era muertes, tormentos, fuegos y cruces; y anteviendo que habían de padecer el mismo castigo, vengaron las injurias hechas y por hacer.
XXXIV. Ya Suetonio, entre la legión décimocuarta, los jubilados de la vigésima y los socorros de los lugares vecinos, tenía juntos al pie de diez mil soldados, cuando se resolvió no diferir más el dar la batalla, habiendo escogido un puesto con la entrada estrecha y cerrado por los costados de bosque, seguro de que el enemigo no le podía acometer sino por la frente y que la campaña rasa quitaba toda sospecha de emboscadas. Formando, pues, un escuadrón de los legionarios, lo rodeó de la gente armada a la ligera, poniendo en las alas la caballería. Pero la gente inglesa iba por toda la campaña a escuadras y a tropas saltando y haciendo fiesta; no se vio jamás junto tan gran número de esta gente, y venía con ánimo tan feroz, que, para tener testigos de la victoria, traían consigo a sus mujeres en carros, que pusieron de retaguardia en lo llano.
XXXV. Y Boudicea en el suyo, llevando consigo a sus hijas, según se iba acercando a las escuadras de aquellas naciones, les decía: que no era cosa nueva a los britanos pelear debajo del gobierno de mujeres; mas que, sin embargo, quería ella entonces proceder, no como descendiente de tan famosos y ricos progenitores, sino vengar como una de las demás mujeres del vulgo la libertad perdida, el cuerpo molido a azotes y la virginidad quitada a sus pobres hijas; habiendo pasado tan adelante los apetitos desordenados de los romanos, que ni a los cuerpos, ni a la vejez, ni a la virginidad perdonaban, violándolo y contaminándolo todo. Mas que los dioses favorecían más a las venganzas justas, como lo mostraba bien la legión degollada que se atrevió a pelear. Los demás -decía ella-, o escondidos en sus alojamientos, o buscando caminos por donde huir, no sufrían el estruendo y vocería de tanto número de soldados, cuanto y más el ímpetu y las manos. Vosotros, si consideráis bien la cantidad de la gente de ambas partes y las causas de la guerra, haréis resolución de vencer o morir en esta batalla; las mujeres, a lo menos, hecha tenemos esta cuenta. Vivan los varones, si quieren, en perpetua servidumbre.
XXXVI. No callaba Suetonio en tan gran peligro; el cual, aunque confiaba mucho en el valor de sus soldados, no por eso dejaba de mezclar exhortaciones y ruegos, incitándolos a que menospreciasen las vanas y resonantes amenazas de aquellos bárbaros; mostrándoles cómo había entre ellos mayor número de mujeres que de juventud; que era gente vil, desarmada y muchas veces vencida. Cederán sin duda -decía él- en viendo las armas y el valor de los vencedores. Hasta en los ejércitos de muchas legiones son pocos los que desbaratan al enemigo; y nosotros añadiremos esto más a nuestra gloria, si con este poco número que somos ganamos fama como de ejército entero. Advirtióles que procurasen ir bien cerrados, y de que en habiendo arrojado los dardos, continuasen la matanza con las espadas, cubriéndose bien con los escudos, sin acordarse de la presa, pues ganada la victoria había de ser todo suyo. Seguía a las palabras del capitán tal ardor en la gente, y estaban tan apercibidos y dispuestos a arrojar los dardos aquellos soldados viejos y experimentados en tantas peleas, que Suetonio, seguro de tener buen suceso, dio al punto la señal de la batalla.
XXXVII. Estuvo firme al principio la legión, teniendo en lugar de reparo la estrechura del puesto; mas después que llegados los enemigos a tiro de dardo, hubieron los nuestros gastado, y no en vano, todas sus armas arrojadizas, cerraron impetuosamente en escuadrón apiñado. No fue menor el ímpetu con que embistió la gente de socorro, y la caballería, con las lanzas en ristre, rompe y atropella cuanto topa y le hace resistencia. Volvieron los demás las espaldas, aunque podían escapar con dificutad, habiéndose ellos mismos cerrado el paso con sus propios carros. No se abstuvieron los nuestros de matar hasta las mujeres; y los caballos, atravesados con nuestros dardos, hacían mayor el número de los cuerpos muertos. Grande y esclarecida gloria fue la que se ganó este día, digna de compararse a las antiguas y más nobles victorias; porque hay quien escribe que, con la pérdida sola de cuatrocientos de los nuestros y pocos más heridos, quedaron en el campo degollados al pie de ochenta mil ingleses.
Boudicea acabó su vida con veneno, y Penio Póstumo, prefecto del campo de la segunda legión, viendo el suceso próspero de las legiones catorce y veinte; por haber defraudado de la misma honra a los de la suya, no habiendo, contra las órdenes militares, cumplido las que le dio el general, se atravesó el pecho con su propia espada.
XXXVIII. Recogido después todo el ejército, se tuvo debajo de tiendas con intento de fenecer la guerra, aumentando César las fuerzas de él con enviar de Germania dos mil legionarios, ocho cohortes de auxiliarios y mil caballos; con cuya venida se rehizo de legionarios la novena legión. Las cohortes y bandas de caballos se pusieron en nuevos alojamientos, con orden de hacer la guerra a fuego y a sangre a todos los pueblos que en aquellos tumultos habían sido contrarios o neutrales. Mas ninguna cosa les afligía tanto como el hambre, habiendo por acudir chicos y grandes a la guerra olvidado del todo el uso de cultivar y sembrar los campos, fiados en que no les podían faltar nuestras vituallas; gente feroz y de las que con dificultad se inclinan a la paz. Desayudaba también Julio Glasiciano, enviado por sucesor de Catón, mostrándose enemigo de Suetonio y haciendo poco caso del bien público a trueque de fomentar sus pasiones particulares. Éste echó voz que convenía esperar al nuevo legado, el cual, sin ira de enemigo ni soberbia de vencedor, trataría con clemencia a los que se nos fuesen rindiendo. Escribía a más de esto a Roma que no esperasen el fin de aquella guerra si no se enviaba sucesor a Suetonio; atribuyendo todos los sucesos adversos a sus maldades, y los prósperos a la fortuna de la República.
XXXIX. Y así se envió a Policleto, uno de los libertos de César, con orden de visitar el estado en que estaban las cosas en Inglaterra, con gran esperanza de Nerón de que con la autoridad de éste, no solamente se pacificarían el legado y el procurador, mas que sería posible inclinar los ánimos fieros de aquellos bárbaros a la paz.
Y no faltó por su parte Policleto en atemorizar hasta a nuestros propios soldados, pasada la mar, después de haberse mostrado cargoso y molesto a Italia y Francia con su terrible y soberbio acompañamiento. Mas a los enemigos, todo aquello era ocasión de burla y escarnio; entre los cuales, viviendo aún el nombre de libertad y menospreciando la grandeza y el poder de los libertos, se espantaban de ver que el general y el ejército victorioso en una guerra tan importante se consolasen de obedecer a esclavos. Refiriéndose con todo eso al emperador estas cosas más blandamente de lo que pasaban; y Suetonio continuó en el gobierno de la provincia; al cual, porque después perdió en aquellas costas algunas galeras con toda la chusma, se le ordenó, como si todavía durara la guerra, que entregase el ejército a Petronio Turpiliano, que acababa de dejar el consulado. Éste sin provocar al enemigo ni ser provocados de él, honró a su ociosidad floja y perezosa con honesto nombre de paz.
XL. En este año se cometieron en Roma dos notables maldades, una por atrevimiento de un senador, y otra por osadía de un esclavo. Domicio Balbo, varón pretorio, por hallarse viejo, sin hijos y con mucho dinero, vivía sujeto a mil asechanzas; en cuya prueba, Valerio Fabiano, pariente suyo, nombrado ya para ejercer oficios públicos, hizo en su nombre un testamento falso, acompañándose de Vinicio Rufino y Terencio Leontino, caballeros romanos, los cuales añadieron a Antonio Primo y a Asinio Marcelo: Antonio, atrevido y pronto, y Marcelo, ilustre por la fama de su bisabuelo Asinio Polión; ni por sus costumbres era digno de menosprecio, salvo en tener a la pobreza por el mayor de todos los males.
De éstos, pues, y de otros de menos nombre se sirvió Fabiano para autenticar el testamento; de que al fin convencido en el Senado, fueron Fabiano, Antonio, Rufino y Terencio condenados en virtud de la ley Comelia. Marcelo, por la memoria de sus antepasados y por los ruegos de César, fue librado de la pena harto más que de la infamia.
XLI. Quedó aquel día infamado también Pompeyano Eliano, mancebo que había sido cuestor, como cómplice en el delito con Fabiano, y por esto fue desterrado de Italia y de España, donde había nacido.
El mismo castigo se dio a Valerio Póntico por haber denunciado los delincuentes ante el pretor, para que, quitado el conocimiento de la causa al prefecto de la ciudad, primero so color de las leyes y después usando mal de ellas, se desvaneciese la acusación y se evitase el castigo. Añadióse con esta ocasión un decreto del Senado: Que cualquiera que comprase o vendiese su favor para semejantes cosas fuese castigado con la misma pena que si hubiera sido condenado por público juicio de calumnia.
XLII. No mucho después de este caso, Pedanio Secundo, prefecto de Roma, fue muerto por uno de sus esclavos, o por haberle negado la libertad después de avenidos en el precio, o por celos de cierto mozo, no pudiendo sufrir a su amo por competidor; y porque, según la costumbre antigua (3), era menester hacer morir a todos los esclavos del señor que al tiempo de su muerte se hallasen debajo del techo de la misma casa, concurriendo el pueblo a la protección de tantos inocentes, faltó poco que no llegase la cosa a general tumulto y sedición. Había también en el mismo Senado quien favorecía a los que vituperaban tan excesiva severidad; votando los más que no se mudase cosa alguna de lo que antiguamente Se acostumbraba. Uno de los cuales, es a saber, Cayo Casio, llegándole la vez de dar su voto, le declaró en esta sustancia:
XLIII. Muchas veces me he hallado en este lugar, padres conscriptos, cuando se han pedido nuevos decretos del Senado contra los estatutos y las leyes de nuestros antecesores y ninguna se ha hecho por mi parte contradicción; no por poner duda en que se ha proveído en todos los negocios mejor y más justamente por lo pasado, ni en que el mudar las cosas sirve de más que de empeorarlas, sino por no parecer que procuro mi propia estimación mostrando demasiado afecto a las costumbres antiguas. Tras esto, no juzgaba por acertado destruir y arruinar nuestra autoridad, tal cual es, con perpetuas contradicciones, procurando guardarla entera para cuando lo necesitase el servicio público en los casos semejantes al que hoy ha sucedido, habiendo sido muerto un ciudadano consular en su propia casa, por traición de sus esclavos, sin que ninguno le haya defendido ni revelado el delito estando todavía fresca la tinta con que se escribió el decreto del Senado que amenaza a toda la familia en este caso con pena de muerte. Decretad ahora, por Hércules, que no se castigue este delito, veremos a quién defiende su dignidad; si no le ha sido de provecho a Pedanio el ser prefecto de Roma, ¿a quién el número de esclavos, si cuatrocientos que tenía el prefecto no han sido bastantes para defenderle? ¿A quién dará ayuda su propia familia, pues ni aún por su mismo temor se mueve a reparar nuestros peligros? Supongamos, como no se avergüenzan de decir algunos, que el homicida ha querido vengar su agravio, por haber comprado su libertad con dineros de su patrimonio, o porque se le quería quitar por fuerza un esclavo heredado de sus abuelos. Concedamos, finalmente, que Pedanio ha sido muerto con razón.
XLIV. Quiero ir arguyendo ahora sobre lo que movió a los antiguos legisladores, más sabios sin duda que nosotros, a establecer semejante ley, como si tratásemos de establecerla. ¿Paréceos acaso posible que un esclavo se resuelva en matar a su señor, sin que primero se le escape alguna amenaza, ni sin que se le oiga alguna palabra desconsiderada? Sea sí que haya podido tener encubierta su traición y preparar el cuchillo escondidamente; mas pasar entre las guardias, abrir las puertas de los aposentos, llevar la luz y cometer el homicidio, ¿puédese haber hecho con ignorancia de todos los demás? Suelen antever los esclavos muchos indicios de la maldad que se quiere cometer; los cuales, si una vez nos los advierten, podremos vivir solos entre muchos, seguros entre los malintencionados; y cuando no lo hagan y sea necesario morir, nos servirá de consuelo el saber que ha de ser también vengada nuestra muerte. Nuestros antepasados tuvieron siempre por sospechosos el ingenio y natural de los esclavos, aunque fuesen nacidos en sus propias casas y heredades, por más que se pudiese esperar de ellos que en naciendo habían de recibir y alimentar en sí el amor y la afición para con sus señores. Pero ahora que recibimos en nuestras casas naciones enteras, y tenemos por esclavos gentes de diversas costumbres, de extrañas religiones, y por ventura de ninguna, ¿con qué podremos refrenar mejor las insolencias de esta canalla que con tenerlos en perpetuo temor? Diránme que forzosamente habían de morir muchos inocentes; pregunto, cuando se diezma un ejército en castigo de haber mostrado vileza y cobardía, ¿no suele tocar también la suerte a los valerosos? Todo gran ejemplo trae consigo su porción de injusticia en particular, que al fin se recompensa con el provecho público.
XLV. Al parecer de Casio, así como no se atrevió a contradecir ninguno a solas, así también en general se respondían las voces discordantes y confusas de los que tenían compasión al número, a la edad, al sexo y a la inocencia indubitada de muchos. Prevaleció con todo eso la parte que votaba la sentencia de muerte contra todos; aunque no se podía obedecer el mandamiento del Senado, a causa de haberse amontonado gran muchedumbre de pueblo en su defensa, los cuales amenazaban con piedras y con fuego. Entonces, César reprendió al pueblo con públicos pregones, e hizo guarnecer de gente de guerra todas las calles por donde habían de pasar los sentenciados. Había votado Cingonio Varrón que también los libertos de la misma casa fuesen desterrados de Italia, mas no lo consintió el príncipe, por no alterar con la crueldad aquella antigua costumbre que no había podido moderar la misericordia.
XLVI. Ante los mismos cónsules, a instancia de los de la provincia de Bitinia, fue condenado por la ley de residencia Tarquicio Prisco, con gusto grande de los senadores, que se acordaban de cuando él mismo acusó a su procónsul Estatilio Tauro. Cobraron este año los tributos de las Galias Quinto Volusio, Sextio Africano y Trebelio Máximo; y mientras los dos primeros, contendiendo entre sí de nobleza, se desdeñan de tener a Trebelio por compañero, le hicieron más estimado que ellos.
XLVII. Murió este mismo año Memmio Régulo, harto ilustre y esclarecido en autoridad, en fama y en prudencia, cuanto se concedía en aquellos tiempos, oscurecidos por la grandeza del imperio; tanto, que enfermando Nerón, y adulándole los que le estaban cerca con decir: que se acabaría el Imperio, si por desgracia muriese Nerón, respondió que a la República no le faltaría quien la sustentase. Y preguntándole tras esto que en quién particularmente podían fundar sus esperanzas, añadió que en Memmio Régulo. Sin embargo vivió Régulo después de esto defendido de su natural quietud, y de no ser su nobleza muy antigua, ni sus riquezas tan grandes que mereciesen ser envidiadas. Dedicó aquel año Nerón el gimnasio (4), y dio el aceite a los senadores y caballeros, siguiendo la costumbre y facilidad griega.
XLVIII. Hechos cónsules Publio Mario y Lucio Asinio, Antistio, pretor, que, como dije, se gobernó tan mal en el oficio de tribuno del pueblo, compuso algunos versos en vituperio del príncipe y los publicó en un solemne banquete que se hacía en casa de Ostorio Escápula; poco después fue acusado por la ley de majestad ofendida por Cosuciano Capitón, admitido no mucho antes a la dignidad senatoria por intercesión de Tigelino, su suegro. Creyóse entonces, primeramente, que se había vuelto a introducir y poner en práctica aquella ley; lo cual no fue tanta causa de la ruina de Antistio cuanto de gloria al emperador, que condenado Antistio por los senadores, le libró, haciendo que se interpusiese la contradicción de los tribunos. Y aunque examinado Ostorio por testigo, afirmaba no haber oído cosa, se dio crédito con todo a los que testificaban lo contrario. Y Junio Marcelo, nombrado para cónsul, votó que el reo, desgraduado del oficio de pretor, fuese muerto conforme a la costumbre antigua; y conformándose con él todos los demás, Peto Trasea, después de haber hablado muy en favor de César y reprendido ásperamente a Antistio, dijo: que no convenía en tiempo de un príncipe tan benigno, y sin haber necesidad alguna que obligase al Senado a mostrar rigor, dar al condenado toda la pena merecida por sus culpas; que hacía ya mucho tiempo que no se hablaba de verdugos ni de lazos, sin que por esto faltasen otras penas ordenadas por las leyes, con las cuales, sin crueldad de los jueces y sin infamia de los tiempos, se podían decretar los castigos; que antes le desterrasen a una isla y le confiscasen los bienes, donde cuanto más le durase la vida infame tanto más tardaría en salir de su infelicidad y miseria, y entretanto serviría al mundo de un nobilísimo y público ejemplo de clemencia.
XLIX. La libertad de Trasea rompió el servil silencio de los otros; y habiendo el cónsul dado licencia para que se declarasen los votos por discesión, todos se pasaron de su parte, salvo algunos pocos, entre los cuales Aula Vitelio se mostró prontísimo en la adulación; hombre que de ordinario provocaba con injurias a los mejores, y que no se avergonzaba de callar con quien le mostraba el rostro, como es propio de ánimos viles. Mas los cónsules, no atreviéndose a establecer el decreto del Senado, escribieron de acuerdo a César todo lo que pensaban. Él, suspenso entre la vergüenza y la ira, respondió finalmente: que Antistio, sin ser provocado por él con alguna injuria, había dicho grandes oprobios contra su persona, de los cuales, habiendo pedido el castigo ante los senadores, hubiera sido justo castigarle conforme a la gravedad del delito. Pero que así como él no hubiera impedido la severidad y rigor del juicio, así tampoco quería prohibir la moderación; que lo juzgasen como quisiesen, que hasta para absolverle les daba licencia. Leídas en el Senado estas o semejantes cartas, y siendo claro y manifiesto el enojo del príncipe, no por esto mudaron los cónsules la determinación que tenían hecha, ni Trasea retractó su parecer, parte por no cargar al príncipe toda la nota y aborrecimiento que podía ocasionar el rigor; los más, seguros con el número de los que habían concurrido con el mismo voto y Trasea, por su acostumbrada constancia y por no descaecer de la reputación que había ganado.
L. Por otro delito semejante a éste fue trabajado y afligido Fabricio Veyenton (5), habiendo escrito en ciertos libros, llamados por él codicilos, cosas muy feas de senadores y de sacerdotes. Añadía el acusador Talio Gemino que había vendido las mercedes del príncipe y el derecho de alcanzar honores y oficios públicos; cosa que movió a Nerón a querer ser él mismo juez de esta causa; y habiendo sido convencido Veyenton, le desterró de Italia e hizo quemar todos los libros, que se buscaron y leyeron con gusto y curiosidad mientras no se podían tener sin peligro, hasta que la libertad de tenerlos fue causa de que no se buscasen ni estimasen.
LI. Mas creciendo cada día y haciéndose por momentos mayores los males públicos, iban en contrario faltando al mismo paso los remedios. Acabó sus días Burrho; no se sabe de cierto si de enfermedad o de veneno. Hacíase conjetura de que murió de enfermedad, porque hinchándosele las agallas poco a poco, y apretándosele el paso al respiradero, le iba faltando el espíritu. Muchos afirmaban que por orden de Nerón, como para aplicarle algún remedio, se le tocó el paladar con licor atosigado, y que Burrho, entendida la maldad, cuando le visitó en su casa el príncipe, le volvió las espaldas sin quererle mirar; y preguntado por él cómo estaba, no respondió sino solas estas palabras: bueno estoy. Dejó Burrho gran deseo de sí en la ciudad por la memoria de sus virtudes, y por respeto de la vil inocencia del uno de sus sucesores y de las maldades grandes y los adulterios del otro. Porque César, dividido entre dos el cargo de las cohortes pretorias, es a saber, en Fenio Rufo, en gracia del pueblo, de quien era amado porque trataba el manejo de las provisiones universales sin mostrarse interesado ni codicioso, y en Sofonio Tigelino (6), amado y favorecido del príncipe por su antigua infamia y deshonestidad, y por la semejanza de costumbres. El de mayor autoridad para con César era Tigelino, como persona a quien había escogido por compañero para sus más secretos vicios y deshonestidades. Rufo estaba más bienquisto con el pueblo y con los soldados; cosa que le era de harto daño para conservarse en gracia de Nerón.
LII. La muerte de Burrho echó por tierra la grandeza y el poder de Séneca, no teniendo ya para con Nerón las buenas artes el lugar y las fuerzas que antes, habiendo perdido a uno de los dos que le servían como de cabeza y guía, inclinándose él cada día más a los peores. Éstos, pues, con varias acusaciones y calumnias, toman a su cargo el derribar a Séneca, diciendo: Que no se cansaba jamás de ir aumentando sus grandes riquezas, con exceder de mucho a lo que convenía a persona particular; que procuraba granjear el favor de los ciudadanos; que con la hermosura y el regalo de sus jardines, y magnificencias de sus palacios y casas de placer, casi se aventajaba al mismo príncipe; que se atribuía a sí solo el loor de la elocuencia, y que se había dado a componer versos después de que Nerón había mostrado afición a este ejercicio, como en emulación y competencia suya; que era contrario público de los gustos del príncipe; que hacía escarnio de su mucha fuerza en regir y gobernar caballos, y se burlaba de su voz las veces que cantaba. Todo para que no parezca que hay en la República cosa buena que no sea inventada por Séneca; que era acabada la niñez de Nerón, y que ya entonces se hallaba en la flor y nervio de su juventud; que era tiempo de dejar el maestro, pues de buena razón debía estar bastantemente instruido con ejemplo y memoria de tan prudentes preceptores como sus pasados.
LIII. Pero Séneca, advertido por algunos en quienes todavía quedaba algún rastro de honestidad de que no dormían los malsines, viendo por otra parte que César se apartaba cada día más de su trato y comunicación, pedida y alcanzada audiencia, comenzó así: Catorce años ha, oh César, que me arrimé a tus esperanzas, y éste que corre es el octavo desde que posees el imperio. En este tiempo has multiplicado en mí tantas honras y tantas riquezas, que no le falta otra cosa a mi felicidad para llegar a su colmo que el saberla yo moderar. Serviréme de grandes ejemplos, no de gente de mi fortuna, sino de la tuya. Tu rebisabuelo Augusto concedió a Marco Agripa el poderse retirar a Mitilene, y a Cayo Mecenas el vivir en ociosidad y reposo en esta misma ciudad, como si estuviera en un lugar muy apartado; de los cuales, el uno compañero suyo en las guerras y el otro habiendo trabajado mucho por él en Roma, si a la verdad alcanzaron grandes mercedes, fueron sin duda ocasionadas también de grandes servicios; mas yo, ¿qué otra cosa puedo alegar por causa de tu liberalidad, que mis estudios, criados, por decirlo así, en el regalo y a la sombra, de los cuales me ha resultado tanta reputación, que he merecido enseñarte las primeras letras y componer tu juventud, precio excesivo a tan honrado trabajo? Mas tú hasme hecho mercedes sin medida, hasme dado riquezas sin número, y de tal manera que, cuando retiro a mí el pensamiento, me digo muchas veces a mí mismo: ¿Qué es esto, Séneca? ¿Eres tú aquel cordobés a quien, aunque nacido de un linaje ordinario de caballeros, cuentan hoy entre los mayores grandes de Roma? ¿Eres tú aquel cuya moderna nobleza resplandece entre las más ilustres y antiguas de esta ciudad? ¿Dónde está aquel ánimo que solía contenerse con cosas moderadas? No veo sino que adornas jardines; que te recreas en las quintas y casas de placer que has hecho fuera de la ciudad; que gozas de infinitos campos y heredades; y, finalmente, que no cesas de amontonar innumerables sumas de dineros. Una sola cosa me puede servir de excusa, y es que no me estaba bien mostrarme porfiado en no recibir tus dádivas.
LIV. Pero ambos a dos habemos henchido nuestras medidas; tú, dándome cuanto un príncipe puede dar a un amigo, y yo, recibiendo cuanto un amigo puede recibir de su príncipe. Todas las demás cosas no sirven sino de acrecentar la envidia; la cual, como todas las demás de los mortales, está rendida a los pies de tu grandeza; mas prevaleciendo contra mí solo, yo solo soy el que necesita de remedio. Y de la manera que si me hallara cansado de la milicia o de algún viaje pidiera ayuda y socorro, asimismo en este camino de la vida, viejo ya e incapaz hasta de muy leves cuidados, no pudiendo sostener más el peso de mis riquezas, pido ayuda y socorro. Manda, señor, que sean administradas por tus procuradores, y que se reciban en cuenta de hacienda tuya, y no me empobreceré por esto; antes dando de mano a aquellas cosas cuyo resplandor me deslumbra, el tiempo que hasta aquí empleaba en el cuidado de los jardines y de las quintas, emplearé en la recreación del ánimo. Tienes ya vigor y fuerzas bastantes, y la grandeza de tu Imperio está ya muy bien fundada con la posesión de tantos años; conque podemos tus criados más viejos procurar de tu clemencia, quietud y reposo; y más habiendo de redundar esto también en gloria tuya, pues verá el mundo que supiste engrandecer a personas que saben contentarse con poco.
LV. A estas palabras respondió Nerón casi de esta suerte: Que yo de repente sepa responder a tu oración estudiada, lo tengo por uno de los mayores dones que de ti he recibido, pues me has enseñado a desembarazarme, no sólo de las cosas muy pensadas, pero también de las improvistas y repentinas. Mi rebisabuelo Augusto concedió a Agripa y a Mecenas el gozar del ocio después de los trabajos; pero estando él con tal edad que podía defenderse su autoridad por sí misma. Por mucho que fue lo que les dio, no se hallará que quitase ninguno los premios una vez concedidos. Verdad es que los habían merecido en la guerra y en los peligros, ejercicios en que empleó Augusto su mocedad; mas a mí tampoco me faltaran tus armas y tus manos si me empleara en ellos. Pero tú, conforme lo han ido necesitando los tiempos, con la razón, con el consejo y con mil buenas instrucciones, has gobernado primero mi niñez y después mi juventud. Los bienes que de ti he recibido me serán eternos mientras me dure la vida. Los que tienes de mí, conviene saber, dineros, campos, jardines y heredades, son todos sujetos a los accidentes de la fortuna; y aunque parecen muchos, hay muchos también que, sin igualársete en virtud ni en ciencia, han poseído mucho más. Avergüénzome de nombrarte los libertinos que se ven en Roma mucho más ricos que tú, y más de que siendo Séneca la persona a quien más amo y estimo, no sobrepuje a todos en estado y fortuna.
LVI. Estás todavía en edad robusta, capaz de atender a las cosas del gobierno, y de gozar y poseer el fruto de tus bienes, donde yo apenas hago más que acabar de entrar en el Imperio; si no es que te estimas en menos que Vitelio porque fue tres veces cónsul, y a mí me pospones a Claudio; porque no te ha de poder dar mi liberalidad tanto como ha dado a Volusio (7) su continua parsimonia y escasez. Fuera de esto, si en alguna cosa se aparta de lo justo mi juventud resbaladiza, tú me vas a la mano y me reduces a buen camino, templando con tu consejo mi vigor descompuesto y desordenado. Si me restituyes la hacienda que te he dado, no dirá el mundo que lo causa tu modestia, ni si desamparas al príncipe juzgarán que lo haces por descansar; antes se atribuirá, lo primero a mi avaricia, y lo segundo al miedo de mi crueldad. Y cuando bien quede por este camino alabada tu continencia, no es acción digna de un varón sabio procurar gloria para sí con lo que sabe ha de ocasionar a su amigo infamia y vituperio. Acompañó estas últimas palabras con mil abrazos y besos, hecho de la naturaleza y habituado del uso a encubrir el aborrecimiento con estas falsas caricias. Séneca le da infinitas gracias; que así se acaban todos los diálogos que se tienen con el que manda. Pero mudando el estilo que solía tener cuando se conservaba en su privanza, prohíbe la muchedumbre de visitas, huye los acompañamientos, dejándose ver raras veces por la ciudad, y estándose casi siempre en su casa, como detenido por falta de salud o por atender a los estudios de filosofía.
LVII. Descompuesto Séneca, fue fácil cosa el derribar también a Rufo Fenio, a los que acriminaban en él la amistad que había tenido con Agripina. Crecía entretanto por momentos la autoridad de Tigelino, el cual, considerando que los infames medios por donde sólo se había alzado con la privanza serían sin duda más aceptas al príncipe haciéndosele compañero en sus maldades, no cesaba de ir escudriñando con gran atención lo que le causaba sospecha. Y conociendo que Plauto y Sila, Plauto poco antes enviado a Asia, y Sila a la Galia Narbonense, eran principalmente temidos por él, le pone por delante la nobleza de entrambos y que el uno estaba cercano a los ejércitos de Oriente y el otro no lejos de los de Germania. Que él no tenía, como tuvo Burrho, otras esperanzas ni otros fines que la salud de Nerón, el cual era verdad que podía con su presencia evitar las asechanzas que se le armasen en Roma; pero ¿cómo evitaría los tumultos apartados? Que las Galias se alborotaban ya con el nombre dictatorio (8), y que no estaban menos atentos los pueblos de Asia por el esplendor del abuelo Druso (9). Que Sila era pobre, de donde principalmente le procedía el atrevimiento; el cual se fingía medroso y para poco, hasta que llegase la ocasión de poder ejecutar su temeridad. Que Plauto, con sus riquezas excesivas, no sólo no fingía deseo de ociosidad, antes se preciaba de imitador de los antiguos romanos, tomada a más de esto la arrogante gravedad de los estoicos, cuya secta hace a los hombres inquietos y deseosos de ocuparse en negocios grandes. Con esto, sin más dilación fue muerto Sila en Marsella, adonde los matadores le hallaron comiendo, llegados en seis días allí desde Roma, y previniendo con diligencia a la fama de su venida. Nerón, cuando se le presentó la cabeza, se burló de ella como de hombre que había encanecido antes de tiempo.
LVIII. No se le pudo esconder con tanta facilidad a Plauto que se le trazaba la muerte, habiendo muchos que cuidaban de su vida; y el estar la mar de por medio, y ser necesario tiempo para tan largo camino, dio ocasión a la fama para divulgar el caso, y el vulgo la tuvo de discurrir, como suele, diciendo: que Plauto había acudido a Corbulón, general entonces de gruesos ejércitos, advirtiéndole de que, si se permitía el dejar matar de aquella manera a los hombres ilustres, sin que les aprovechase su inocencia, era él el que corría más peligro. Añadían que la misma Asia había ya tomado las armas en favor de Plauto, y que los soldados enviados para esta maldad, viéndose pocos de número y no bien dispuestos a cometerla, después que no pudieron ejecutar a su salvo las órdenes que llevaban, habían pasado con él a nuevas esperanzas. Estas cosas, puestas en boca de la fama, eran aumentadas por los ociosos que les daban crédito. Mas un liberto de Plauto, ayudado de vientos prósperos, previno al centurión, con los avisos y advertimientos de su suegro Lucio Antistio los cuales contenían: que huyese la muerte vil; que no se fiase en el ocioso descuido con que había pasado su vida, ni pusiese la esperanza de salvarse en buscar escondrijos, y mucho menos en que había de mover a compasión su gran nobleza; porque sin duda, si mostraba valor, hallaría muchos buenos que le acompañarían, como hombres animosos y atrevidos; que entretanto no menospreciase cualquier pequeña ayuda, con tal que bastase a poder resistir a sesenta soldados, que tantos, y no más, eran los que se enviaban a matarle; y que vueltas a Nerón las nuevas de su resistencia, mientras despachaba fuerzas mayores y llegaban segunda vez a hacer el efecto, se podían ofrecer tales cosas que le estuviese bien ponerse en guerra descubierta. Y, finalmente, que siendo muy posible el salvar la vida por este camino, no aventuraba perder más con el valor que aquello a que él mismo se condenaba con la flojedad y bajeza de ánimo.
LIX. No movieron estas persuasiones a Plauto, o porque, desterrado y sin armas, no veía modo de ayudarse, o por estar cansado ya de dudosas esperanzas; si no es que por el amor que tenía a su mujer y a sus hijos se persuadió a que se aplacaría el príncipe tanto más presto con ellos, cuanto él le diese menos ocasión de cuidado y solicitud. Algunos dicen que recibió otros despachos de su suegro en que le aseguraba que no había ya de qué temer; mas que Cerano, de nación griega, y Musonio, toscano, famosos filósofos, le persuadieron a esperar antes una muerte constante que vivir una vida incierta y llena de temores. Lo cierto es que fue hallado desnudo en mitad del día en que trataba de ejercitar el cuerpo, y estando así le mató el centurión en presencia de Pelagón, eunuco, a quien Nerón había dado como por ministro real de aquellos matadores y hecho cabeza del centurión y de todo el manípulo; y llevóse a Roma la cabeza de Plauto, a cuya vista dijo el príncipe (referiré las mismas palabras): ¿Qué hace ahora Nerón que no efectúa las bodas con Popea, diferidas por estos vanos asombros, y no repudia y echa de sí a su mujer Octavia, que, aunque modesta, es insufrible y enojosa por la memoria de su padre y por los favores del pueblo? Escribió luego al Senado, sin confesar la muerte de Sila y de Plauto, diciendo solamente que ambos dos eran de naturaleza inquietos, y que a él le daba particular cuidado la seguridad de la República. Decretóse por esto que se hiciesen plegarias públicas, y que Sila y Plauto fuesen privados de la dignidad senatoria, con harto mayor escarnio de quien lo hizo que daño de quien lo padeció.
LX. Nerón, pues, advertido de este decreto del Senado, y viendo que todas sus maldades se calificaban por acciones egregias, repudia a Octavia diciendo que era estéril, y cásase tras esto con Popea. Esta mujer, apoderada mucho antes de Nerón como manceba, y después en calidad de mujer propia, persuade a un cierto oficial de la casa de Octavia a que la acuse de que trataba amores con un esclavo, y eligen por delincuente a Euzero, de nación alejandrino y gran tañedor de flauta. Fueron por esto atormentadas las esclavas, y vencidas algunas de la violencia del dolor, otorgaron falsedades. Las más estuvieron firmes en defensa de la santidad de su señora, entre las cuales respondió una a Tigelino, que la apretaba a que dijese lo que él pretendía, que las partes mujeriles de Octavia eran mucho más castas que su boca de él. Con todo eso, al principio la sacaron de casa de Nerón so color de un divorcio legítimo, y después se le dieron la casa que había sido de Burrho y las posesiones de Plauto; dones infelices y de mal agüero. Enviáronla tras esto a la provincia de Campania con buena guardia de soldados. Comenzaron de aquí muchas quejas, doliéndose clara y descubiertamente el vulgo, como incapaz de prudencia, y que por la medianía de su estado está sujeto a menos temores y peligros.
LXI. Movido Nerón de este sentimiento universal, aunque sin arrepentirse de su mal intento, dio muestra de querer llamar a su mujer Octavia; con que llena de alegría sube la plebe al Capitolio, y dando todos gracias a los dioses, derriban las estatuas de Popea, toman sobre sus hombros las imágenes de Octavia, y adornadas de flores las ponen en la plaza y en los templos. Comienzan tras esto a decir grandes loores del príncipe, y de hecho van a venerarle como en acción de gracias. Ya se henchía el palacio de voces y de muchedumbre, cuando enviadas para esto escuadras de soldados, dándoles con palos y amenazando de ejercitar las armas, derramaron por diferentes partes la gente alborotada; conque se volvieron a su primer estado las cosas alteradas por la sedición. Restituyósele su honra a Popea, la cual, instigada siempre del aborrecimiento y entonces también del temor, dudando de que no la acometiese el vulgo con mayor violencia, o que Nerón no mudase de ánimo con la inclinación que había mostrado el pueblo, echándose a sus pies, dijo: Que no estaba en tal término el estado de sus cosas que se litigase ya de matrimonio, dado que lo estimaba en más que su vida, sino de la vida misma, puesta ya en el último peligro por obra de los allegados y esclavos de Octavia; los cuales, cubriéndose con nombre de pueblo, se habían atrevido a intentar en tiempo de paz cosas que apenas podían suceder en la guerra; que aquellas armas no se habían tomado contra otro que contra el príncipe; que sólo les había faltado cabeza, cosa que hallarían con facilidad en alterándose las cosas de la República; que no faltaba ya sino que saliese de la provincia de Campania y viniese a Roma aquélla a cuyo volver de ojos, aun estando ausente, se encendían tumultos y sediciones. ¿En qué he errado yo, señor mío -decía ella-, o en qué te ofendí jamás? ¿Por ventura, porque quiero dar verdadera sucesión a la casa de los Césares querrá antes el pueblo ver en el trono imperial la raza de un flautero egipcio?. Añadió, finalmente, que si convenía así para el provecho público, llamase y trujese a su casa, antes de su voluntad que forzado, a la señora de ella; o, si no, que proveyese con justo castigo a la seguridad del Imperio y suya: que los primeros movimientos se habían podido apaciguar con leves remedios, mas que en perdiendo la esperanza de que Octavia había de volver a ser mujer de Nerón, sabrían ellos muy bien buscarle marido.
LXII. Las palabras de Popea, acomodadas variamente a infundir temor y enojo, atemorizaron al que las escuchaba y juntamente le encendieron en cólera; mas era de poco momento la sospecha en el esclavo; y más después de purgada con el tormento que se dio a las criadas, que acabó de desvanecerIe del todo. Parecióles, pues, el mejor camino buscar alguno a quien, a más de la confesión personal del adulterio, se le pudiese imputar con algún color el haber aspirado a cosas nuevas contra el Estado, y para ello no hallaron persona más a propósito que el mismo Aniceto que trazó y ejecutó la muerte de Agripina, prefecto, como tengo dicho, de la armada de Miseno; el cual, cometida aquella maldad, había recibido liviano agradecimiento al principio, y después caído con Nerón en un odio mortal; porque los ministros de tan crueles hazañas, todas las veces que los ve el que dio la comisión, parece que las traen a su memoria y se las vituperan y reprenden. Llamado, pues, éste por César, le acuerda su primer servicio, y le confiesa haber sido sólo él el que había mirado por su salud librándole de las asechanzas de su madre; que ahora se ofrecía ocasión de mayor merecimiento si hallaba camino cómo quitarle de delante a su mujer Octavia, tan justamente aborrecida por él; que para esto no era menester valerse de las manos ni de las armas; bastaba sólo confesar que había cometido adulterio con ella. Y para animarle le promete grandes premios ocultos por entonces, y lugares amenos y deleitosos donde retirarse; y tras esto, si rehusa el obedecerle, le amenaza con la muerte. Aniceto, por su natural locura y por la facilidad con que había salido de las otras maldades, finge mucho más de lo que se le mandaba, confesándolo también entre los amigos que le había dado el príncipe, como para su consejo. Entonces le destierra a Cerdeña, adonde pasó su perpetuo destierro no pobre, y murió al fin de su muerte natural.
LXIII. Mas Nerón publica por un edicto que Octavia, con intento de valerse para sus designios de la armada, había ganado la voluntad al capitán de ella; y olvidado de que poco antes la había repudiado por estéril, añadió que por esconder su trato deshonesto había hecho diligencias para malparir. Con esto la desterró a la isla Pandataria. Ninguna mujer desterrada se vio jamás que moviese a mayor piedad a los que la veían. Había quien se acordaba de Agripina, desterrada por Tiberio, y estaba aún más fresca la memoria de Julia, que lo fue por Claudio. Mas aquéllas estaban ya en edad perfecta y habían antes gozado de algún contento, conque en cierta manera podían dar algún alivio a la crueldad presente con la memoria de la felicidad pasada. Para ésta, el primer día de sus bodas lo fue también de sus exequias, entrando en una casa donde no vio otra cosa sino llanto y luto; habiéndole arrebatado a su padre con veneno, y poco después a su hermano; luego una esclava de más autoridad que ella, y Popea después, casada sólo para su total ruina. En último, la calumnia, aunque falsa, del pecado, mucho más grave para ella que cualquier linaje de muerte.
LXIV. Una moza de veinte años entre soldados y centuriones, sacada ya de entre los vivos, con el anuncio de los males que se le aparejaban; aun le faltaba dicha para descansar con la muerte. Con todo eso se la notificaron de allí a pocos días, protestando ella que era ya viuda y no más que hermana del príncipe (10), invocando el nombre de Germánico, común a entrambos a dos (11), y finalmente el de Agripina, durante cuya vida había sufrido aquel infelice matrimonio sin llegar a peligro de muerte violenta. Apriétansele, pues, las sogas con que estaba atada, y ábrensele las venas por muchas partes; y porque la sangre detenida por el temor salía despacio, la meten en un baño muy caliente, cuyo vapor le acabó la vida. Añadióse esta crueldad a las demás: que traída su cabeza a Roma, sirvió de espectáculo a los ojos de Popea. Decretó por esto el Senado que se ofreciesen dones a los templos, lo que se dice para que todos los que por nuestro medio o de otros escritores tuvieren noticia de los sucesos de aquellos tiempos presupongan que todas las veces que el príncipe ordenaba destierros y muertes, se daban por ello gracias a los dioses; y que lo que antiguamente solía ser indicio de sucesos prósperos entonces lo era de públicas calamidades. Mas no por esto dejaremos de referir, cuando se ofrezca, según decreto del Senado de nueva adulación, o de sobrado sufrimiento.
LXV. Creyóse aquel año que hizo morir con veneno a sus más principales libertos: a Doriforo, porque contradijo el casamiento con Popea; a Palante, porque con su larga vejez ocupaba y detenía demasiado sus infinitas riquezas. Romano fue el que acusó a Séneca con secretas calumnias, como compañero de Cayo Pisón¡ aunque el mismo Séneca le redarguyó más vivamente, imputándole el mismo delito, de donde tuvo principio el temor de Pisón, y se levantó aquella gran máquina de asechanzas contra Nerón, aunque de infeliz suceso.
Notas
(1) Pueblo situado al norte del Támesis, cuya capital era Londinum (Londres), y que ocupaba lo que son actualmente los condados de Middlesex y Essex.
(2) Aqui el traductor se separa del original, sin que gane claridad este pasaje. Tácito dice que se vio en el Támesis la imagen de una colonia destruida, (speciem subversae coloniae), y que esta visión, unida a los demás prodigios era motivo de esperanza para los bretones y de temor para los veteranos.
(3) En tiempo de la República libre hubo este uso, como se prueba de una carta de Servio Sulpicio, que habla de la muerte de Marcelo: Ego tamen, etc. Esta rigurosa costumbre antigua se confirmó después por decreto del Senado en tiempo de Augusto, y luego por el neroniano. Añádase a esto que no se exceptuaban ni las mujeres, como dice más abajo Tácito, y además el rescripto de Adriano.
(4) Dábase el nombre de gimnasio al edificio público en el cual se formaba a la juventud griega en uno de los ramos de su educación, cual era el que tenía por objeto el desarrollo de las fuerzas físicas por medio de los ejercicios gimnásticos. La disposición de esos edificios, según Vitruvio, que ha destinado a su descripción todo un capítulo de su obra (V. II), era muy semejante a la de las Termas de Roma, que sin duda alguna fueron construidas según el plan de aquéllos. Era costumbre untarse los que luchaban las carnes con aceite, y de ahí el que añada Tácito que Nerón dio el aceite a los senadores y caballeros, siguiendo la costumbre griega.
(5) Se cree ser el mismo a quien llama Dion A. Fabricio. Fue también pretor y el que en los juegos del circo sacó los carros tirados por perros en lugar de caballos. (Lipsio.) Más adelante fue uno de los instrumentos de la tiranía de Domiciano.
(6) Era hijo de un habitante de Agrigento, y había sido desterrado en tiempo de Calígula por crimen de adulterio con Agripina, hermana de este príncipe (Dion, LIX, 23). En el escolio del verso 155 de la Sat. I de Juvenal, se lee que pasó parte de su juventud en el destierro y en la indigencia en Scillacium, en el Brucio (Esquilache, en la Calabria ulterior), donde vivía ejerciendo el oficio de pescador. Cayóle una herencia, con cuyo producto compró pastos en la Apulía y la Calabria (la Pulía y los Abruzos), en los cuales criaba caballos para el circo, y a cuyo comercio debió sus relaciones con Nerón. En las Historias, I, 72, de Tácito hallarán los lectores el retrato de ese personaje y la relación de su muerte.
(7) Fue el senador más rico de aquellos tiempos.
(8) Dícelo porque Sila era rebisnieto del otro Sila que fue dictador.
(9) Plauto era nieto de Druso el más viejo.
(10) Octavia era hija natural de Claudio, el cual era a su vez padre por adopción de Nerón. Así, pues, repudiada como esposa, no era más que hermana del príncipe.
(11) Tanto Claudio, padre de Octavia, como Druso, padre de Nerón -dice Bumouf- llevaron el sobrenombre de Germánico. Por otra parte, Nerón era, por su madre Agripina, nieto del gran Germánico, hermano de Claudio e hijo de Druso. Así, pues, el primero que tomó el nombre de Germánico era abuelo de Octavia y bisabuelo de Nerón.
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