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LIBRO TERCERO
Segunda parte
Rebélanse las Galias por industria de Sacroviro y Flora, y vuélvelas al yugo el valor de las legiones germánicas. - Propónese y déjase a un mismo tiempo el cuidado de moderar los excesivos gastos y superfluidades. Toma Druso la potestad tribunicia. - Servio Maluginense, flámine dial, solicita el gobierno del Asia. - Asilos o lugares de refugio de los griegos, sometidos a examen del Senado. - Cayo Silano condenado por las leyes de residencia y majestad. - Bleso rompe y disipa a Tacfarinas, tomando en prisión a su hermano. - Muerte y entierro de Junia, nobilísima mujer.
XL. En este mismo año comenzaron a rebelarse las ciudades de las Galias, oprimidas de deudas, de que fue en los treveros fiero estímulo Julio Floro, y entre los eduos Julio Sacroviro, iguales en nobleza y en merecimientos de sus mayores, a cuya causa se les concedió el privilegio de ciudadanos romanos, que se daba raras veces y sólo en premio de virtud. Éstos, con secretas pláticas, juntando los más atrevidos, o los que por pobreza o por medio de sus maldades se hallaban necesitados a cometerlas, juntan en uno, Floro los belgas, y Sacroviro los galos vencidos, y en las juntas y secretos conventículos procuraban encaminar los ánimos a la sedición, discurriendo de la continuación de los tributos, del gran exceso de las usuras de la crueldad y soberbia de los presidentes, y que los soldados, sabida la muerte de Germánico, habían comenzado a discordar entre sí; mostraban el tiempo cómodo para cobrar su libertad, hallándose ellos en su flor, la Italia deshecha, el vulgo de Roma vil por el ocio y no menos inhábil para la guerra, sin haber otra cosa de algún valor sino los extranjeros.
XLI. Con esto no hubo apenas ciudad alguna que no quedase inficionada de esta semilla de sedición.
Los primeros a rebelarse fueron los andegavos y los turonenses (1); a los andegavos refrenó Atilio Aviola, legado, con ayuda de la cohorte que estaba de presidio en León. Los de Tureyna fueron rotos por los legionarios que envió Viselio Varrón, legado de la Germania inferior, con orden de estar a la del mismo legado Aviola, a quien acompañaron también algunos de los más principales galos, deseando disimular la traición hasta poderla ejecutar más a su salvo. Entre los cuales fue visto pelear en favor de los romanos a Julio Sacroviro con la cabeza descubierta, para mostrar, según decía, su valor; mas los prisioneros afirmaron después que no lo había hecho sino por darse mejor a conocer y evitar las heridas de las armas arrojadizas. Consultáronse estas cosas con Tiberio y no hizo caso de los primeros avisos, y con su larga suspensión alimentó la guerra.
XLII. Atendía en tanto Floro a ejecutar sus designios y a persuadir a una ala de gente de a caballo levantada entre los Treviros debajo de nuestra milicia y disciplina, a que matando los mercaderes romanos comenzasen la guerra; y ganó las voluntades de algunos, quedando los más en fe. Otra cantidad de gente baja, fallidos y endeudados, acompañados de sus clientes y secuaces, tomó las armas y se encaminaba hacia la selva Ardena si no se lo impidieran las legiones enviadas de ambos ejércitos, por diferentes caminos de orden de Viselio y Cayo Silo. Julio Indo, de la misma ciudad que Floro, aunque su enemigo y a esta causa más deseoso de honrarse de él, enviado delante con gente escogida, acabó de deshacer aquella desordenada muchedumbre. Floro, burlando a los vencedores deseosos de su prisión, y retirándose a ciertos escondrijos, a causa de verse tomados todos los pasos, con su propia mano se quitó la vida. Esto fue el fin que tuvo el tumulto de los treveros.
XLIII. En los eduos fue tanta mayor la conmoción cuanto la ciudad es más opulenta y cuanto se hallaban más lejos las fuerzas para reprimirla. Augustoduno (2) es la ciudad capital de aquella gente, de la cual con sus cohortes armadas se apoderó Sacroviro, y de los hijos de la gente más noble de las Galias, recogida allí a estudiar las artes liberales, para con esta piedad ayudarse del favor de sus padres y parientes, y al punto distribuyó entre aquella juventud las armas que secretamente había mandado labrar. Halláronse entre todos 40.000 hombres, los 8.000 armados a la manera de nuestros legionarios, los demás con venablos, alfanjes y otras armas de las que suelen usar los cazadores. Añadió a esta gente cantidad de esclavos destinados para gladiatores, los cuales, conforme al uso de aquel país, van de pies a cabeza cubiertos de hierro; llámense éstos crupelarios (3), a cuya causa, así como van seguros de ser heridos, así también son inhábiles para herir. Era aumentada esta multitud por el favor de las ciudades vecinas, que, aunque no descubiertamente, ayudaban con particular afecto a los rebeldes; y no menos las diferencias entre los capitanes romanos, que con ambición fuera de tiempo altercaban sobre quién sería cabeza en aquella guerra, hasta que Varrón, como más viejo y más débil, cedió el lugar a Silio, más mozo y más robusto.
XLIV. En Roma, en tanto, no sólo los treveros y los eduos, sino sesenta y cuatro ciudades de las Galias se decía haberse rebelado, que habían hecho liga con los germanos y que las Españas vacilaban, teniéndose, como es propio de la fama, a todas estas cosas por mucho mayores de lo que eran. Los buenos se dolían del trabajo de la República; muchos, por aborrecimiento del estado presente y deseo de mudanza, se alegraban hasta de sus propios peligros, culpando a Tiberio de que durante aquel movimiento universal gastase los días y las noches en recibir memoriales de acusaciones. ¿Comparecerá -decían ellos- por ventura en el Senado Julio Sacroviro, acusado de majestad? Llegado es ya el tiempo en que han de venir hombres que con las armas hagan cesar las cartas escritas con sangre; no será mal trueque el de una honrada guerra por una paz miserable. Mas Tiberio, tanto más compuesto de ánimo, se estaba seguro sin mudar de lugar ni de rostro, ejercitándose todos aquellos días en sus ordinarias ocupaciones, o que fuese grandeza de ánimo, o que supiese por más ciertas vías ser el mal menos peligroso de lo que se publicaba.
XLV. En tanto Silio, marchando con dos legiones, enviada delante una buena tropa de auxiliarios, destruye y tala las aldeas y burgajes de los secuanos, que, confinando con los eduos se habían coligado y armado con ellos. Va luego a gran diligencia sobre Augustoduno, compitiendo entre sí los alféreces, y amenazando hasta los mínimos soldados deseosos de que, sin tomar el reposo acostumbrado, se marchase también la noche, bastando solamente para vencer el ver a los enemigos o dejarse ver de ellos. Descubrióse Sacroviro en distancia de tres leguas campaña abierta. Había puesto en la frente aquellos sus hombres de hierro, en los cuernos las cohortes y en retaguardia los mal armados. Él, entre los más principales en un hermoso caballo, iba acordándoles las antiguas glorias de los galos y lo que habían dado en que entender a los romanos; lo que les sería gloriosa la libertad si alcanzaban la victoria, y cuán intolerable, si perdían la batalla, el volver otra vez a la servidumbre.
XLVI. No duró mucho esta plática, ni fue recibida con alegría por los que veían venirse acercando la ordenanza de las legiones, mientras ni ojos ni oído eran ya de algún servicio en aquel villanaje mal en orden y no acostumbrado a la guerra. Al contrario Silio, si bien la esperanza cierta de la victoria le quitaba la ocasión de exhortar a los suyos, gritaba con todo eso: Que debían avergonzarse si se acordaban que después de victoriosos de las Germanias eran conducidos contra los galos como contra formados enemigos, habiendo poco antes una sola cohorte deshecho a los turonenses rebeldes, una ala o banda de caballos a los treveros, y ellos mismos a los secuanos. Estos eduos, cuanto más ricos y abundantes en regalos, tanto son más cobardes y más viles. Veislos ahí; atadlos y seguid a los que huyen. Levantando a estas razones un gran alarido, cierra la gente de a caballo por los costados y la infantería por la frente; hallaron poca resistencia los caballos: los hombres de hierro retardaron algún tanto la victoria, no pudiéndose penetrar aquellas láminas con los dardos ni con las espadas; mas los nuestros, tomando segures y picos, como si quisieran romper una muralla, cortaban a un tiempo el hierro y los cuerpos: algunos con horcones y varales daban en tierra con aquellos edificios inútiles, los cuales, tendidos y sin fuerza para poderse levantar, eran dejados como muertos. Sacroviro, retirándose primero a Autún, y después, medroso de que aquella ciudad no se rindiese, con los de más confianza a una aldea allí vecina, él de su propia mano, y los demás unos a otros, se dieron la muerte; quemóse la aldea o caserío, abrasándolos finalmente a todos.
XLVII. Entonces y no antes escribió Tiberio al Senado el principio y el fin de aquella guerra, sin quitar o añadir a la verdad, diciendo cómo los legados con la fe y con el valor, y él con el consejo habían quedado superiores. Añadió juntamente las causas por qué no habían ido él ni Druso a ella, exaltando la grandeza del Imperio, y alegando que no convenía al decoro de los príncipes por la alteración de una o dos ciudades dejar a Roma, desde donde se gobernaba todo. Mas que ahora, que no se podía decir que le llevaba el temor, iría sin falta a ver aquello personalmente y a poner remedio a las cosas que le necesitasen. Decretó el Senado votos, procesiones y otras solemnidades semejantes por su vuelta. Sólo Cornelio Dolabela, queriéndose aventajar a los demás, cayó en una despropositada adulación, proponiendo que de la provincia de Campania, donde estaba Tiberio, entrase en Roma con el triunfo de ovación. Mas él escribió otra carta diciendo que no se hallaba tan falto de gloria que después de haber tomado tantas y tan fieras naciones, tras tantos triunfos recibidos o menospreciados en su juventud, quisiese al cabo de su vejez mendigar un premio tan vano por sólo un paseo, sin perder apenas de vista los muros de Roma.
XLVIII. En este mismo tiempo pidió al Senado que la muerte de Sulpicio Quirino fuese honrada con exequias públicas. No tenía ningún parentesco este Quirino con el antiguo linaje patricio de los Sulpicios, antes era natural del municipio de Lanuvio, soldado diligente, de valor y ejercitado en cosas importantes, hasta que en tiempo de Augusto alcanzó el consulado, y por haber ganado las fortalezas de los homonadenses (4) en Cilicia, las insignias triunfales: diósele después la dignidad de ayo de Cayo César cuando pasó a las cosas de Armenia, desde donde hizo cuanto pudo por granjear la voluntad de Tiberio, que estaba entonces en Rodas, y de esto dio cuenta César en el Senado, alabando las cortesías de Sulpicio para con él, y culpando a Marco Lolio como autor de las maldades y discordias de Cayo César. No era tan grata a los demás la memoria de Quirino, por haber, como he dicho, perseguido a Lépida, y por su viciosa y demasiada vejez.
XLIX. A la fin del año, Cayo Lutorio Prisco, caballero romano, después de haber compuesto unos famosos versos en que había llorado la muerte de Germánico, y recibido dinero por ello de César, fue acusado de haberla compuesto estando enfermo Druso, para que, sucediendo la muerte, pudiese divulgarla con mayor premio. Habíala leído Lutorio en casa de Publio Petronio, por una vana ostentación, delante de Vitelia, suegra de Petronio, y de otras mujeres ilustres. En presentándose el acusador, amedrentados los que se habían hallado presentes, testificaron cuanto habían oído, salvo Vitelia, que afirmaba no haber entendido cosa. Pero dándose más crédito a los que probaban el mal, por consejo de Haterio Agripa, nombrado cónsul, se intimó al reo el último suplicio.
L. Contra el cual habló así Marco Lépido: Si nosotros, padres conscriptos, considerásemos solamente las infames palabras con que Lutorio Prisco ha manchado su propio pensamiento y las orejas de los oyentes, yo confieso que ni la cárcel, ni los cordeles, ni los tormentos con que se suele castigar a los esclavos serían bastantes para su castigo. Mas si los delitos y las maldades son sin medida, la mansedumbre del príncipe, el ejemplo de los mayores y el vuestro los suelen ir templando y moderando con las penas y con los remedios. Hágase diferencia entre las acciones vanas y maliciosas, y entre los dichos y los hechos: puede darse lugar aquí a una sentencia por la cual ni en éste quede el delito impunido, ni en nosotros arrepentimiento de sobrada clemencia o demasiado rigor. He oído muchas veces a nuestro príncipe dolerse de quien, con darse la muerte, ha querido prevenir a su misericordia. Concédase la vida a Lutorio de manera que no quede absuelto con peligro de la República, ni muerto con mal ejemplo. Sus estudios, así como se muestran llenos de locura, asimismo son vanos y transitorios: ni se puede temer cosa importante o grave de quien por sí mismo va descubriendo sus propios defectos, y procura congraciarse, no los ánimos varoniles, sino el aplauso de algunas mujercillas. Destiérrese con todo eso de Roma, pierda su hacienda, prohíbasele el agua y el fuego, que es lo mismo que condenarle por delito de majestad.
LI. No hubo entre todos los consulares quien se arrimase al parecer de Lépido, sino sólo Rubelio Blando: todos los demás siguieron el voto de Agripa, conque fue puesto en prisión Lutorio, y allí luego hecho morir. Vituperó Tiberio este caso en el Senado con sus acostumbrados rodeos de palabras, diciendo que si bien alababa su piedad y celo en castigar ásperamente cualquier pequeña injuria hecha al príncipe, con todo esto les rogaba que otra vez no se arrojasen con tan precipitadas penas por sólo palabras, loando a Lépido, sin reprender a Agripa.
Fue por esta causa hecho un senatus consultum, en que se ordenó que los decretos de los senadores no se llevasen al Erario antes de diez días (5), prorrogándoseles a los condenados todo este espacio de vida. Mas, ni le quedaba al Senado lugar de arrepentirse, ni Tiberio se mitigaba por ninguna dilación.
LII. Sigue el consulado de Cayo Sulpicio y D. Haterio. Fue este año quieto cuanto a las cosas extranjeras; mas en Roma no se pasó sin sospecha de alguna rigurosa reformación acerca de los excesos y suntuosas prodigalidades, que sin medida ni tasa habían llegado ya a todo el extremo que pueden el apetito y el dinero; y si bien con disimular los precios se ocultaban a las veces los gastos más graves, todavía los aparejos del vientre y de la lujuria, hechos en las casas de vicio y deshonestidad, divulgándose en las ordinarias conversaciones, daban sospecha de que el príncipe, acordándose de la antigua parsimonia, había de procurar reducir las cosas a su primer forma. Y comenzando Cayo Bibulo, siguieron los demás ediles diciendo: Que se menospreciaba la ley hecha sobre la tasa del gastar; que de cada día se iban aumentando los precios y compras de muebles y alhajas prohibidas, y que ya no eran bastantes a resistir los remedios ordinarios. Sobre lo cual, pedidos los votos al Senado, se remitió al príncipe todo el discurso de este negocio. Mas Tiberio, habiendo entre sí considerado muchas veces si era posible reprimir a unos apetitos tan desenfrenados; si el hacerlo podía ser ocasión de mayor daño que provecho a la República; la indignidad que sería emprender una cosa y no salir con ella, o si saliendo se ocasionaba infamia o ignominia a muchos varones ilustres, finalmente, escribió al Senado una carta de este tenor:
LIII. Por ventura en todas las demás cosas, padres conscriptos, hubiera sido mejor que, preguntado yo, dijera personalmente lo que juzgo por más servicio de la República; mas en esta relación lo ha sido sin duda el hallarme ausente, porque cuando vosotros iríades notando la vergüenza y el miedo en los rostros de los culpados en tan vergonzosos excesos, por fuerza había de verlos yo también y cogerlos casi con el hurto en las manos. Si estos animosos ediles se hubieran aconsejado conmigo, no sé si les persuadiera a que dejaran correr los vicios tan arraigados y crecidos, antes que aventurar a no hacer otra cosa que descubrir la imposibilidad en que nos hallamos de corregirlos. Mas, a la verdad, ellos han hecho su oficio, como yo querría que le hiciesen los demás magistrados; y yo, no pudiendo callar con mi honra, no sé lo que me diga, porque no siendo edil ni pretor ni cónsul, mayores y más señaladas cosas se deben esperar del príncipe; y así como en las que son bien hechas procura cada uno llevarse su parte de alabanza, asimismo, en el error que cometen todos, a uno solo le queda la culpa y el vituperio. Veamos qué cosa comenzaré a prohibir primero para reducirlas todas a la costumbre antigua. ¿Por ventura los espaciosos términos de las quintas y casas de placer; el excesivo número de esclavos de infinitas naciones; el peso inmenso de plata y oro; las estatuas de bronce y tablas de pinturas milagrosas; las vestiduras de seda, no menos en los hombres que en las mujeres, o aquellos adornos mujeriles por causa de cuyas piedras nos llevan nuestro dinero las extranjeras y enemigas naciones?
LIV. Sé muy bien que en los convites y en los corrillos se reprenden estas demasías y se les desea remedio; mas si ven que otro hace la ley y establece penas, ellos mismos dirán a voces que se trastorna la ciudad, que se encara el tiro a los que viven con mayor esplendor y que ninguno quedará sin que se le pueda echar este agraz en el ojo. Si las dolencias del cuerpo, envejecidas y aumentadas con largo espacio, vemos que no se pueden sacar de él sino con violentos y ásperos remedios, ¿cómo se curarán el enfermo y el que causó la enfermedad, siendo todo un fuego de deseos desordenados, sino con medicamentos muchos más fuertes que su propia concupiscencia? Tantas leyes inventadas por nuestros mayores, y tantas instituidas por el divo Augusto, las primeras con el olvido, y las segundas, lo que es más de sentir, anuladas con el menosprecio, han asegurado más los excesos y los desórdenes, porque si tú apeteces lo que aún no está prohibido, sólo estás con miedo de que no se prohiba; mas si traspasas sin castigo las cosas vedadas, perdido has del todo el temor y la vergüenza. ¿Por qué reinaba ya en otro tiempo la parsimonia? Porque cada cual trataba de moderarse a sí mismo; porque todos éramos ciudadanos de una ciudad: porque, señoreando solamente a Italia, no teníamos los incentivos y estímulos que hoy tenemos. Mas ahora, con las victorias extranjeras, nos habemos enseñado a gastar y consumir la hacienda ajena, y con las civiles la propia. ¡Qué pequeñuela cosa es ésta que nos amonestan los ediles, y si se ha respecto a las demás, cuán digna de estimarse un poco! Mas no veo, por Hércules, que haya quien se queja de ver que Italia necesita de ayudas forasteras, y que el sustento y la vida del pueblo romano penden de la incertidumbre del mar y de las tempestades de los vientos. ¿Por ventura si los ejércitos que residen en las provincias no defendiesen a los amos, a los criados y a los campos, defendemos han nuestros jardines y nuestras casas de placer? Estas cosas son, padres conscriptos, de las que debe tener cuidado el príncipe, faltando el cual, faltaría el apoyo de la República; para las demás la medicina se ha de aplicar interiormente al espíritu, procurando mejorar nuestras costumbres generalmente todos; conviene a saber: nosotros con una honesta vergüenza, los pobres con su necesidad y los ricos con su empalago y con su propia hartura. Con todo esto, si alguno, de cualquier magistrado que sea, se promete tanta industria y severidad que baste a remediar estos inconvenientes, le alabaré, y desde ahora le confieso que me descargaría de una parte de mis trabajos; mas si este mal se contenta con llevarse la loa de acusar los vicios y libra en mis espaldas todo el peso del odio y de la enemistad, creedme, padres conscriptos, que tampoco yo gusto de hacerme malquisto; y si tal vez por servicio de la República lo parezco en cosas más graves, las más veces sin causa, no queráis, os ruego, darme ocasión a que lo sea por las que son tan leves, sin ningún fruto vuestro ni mío.
LV. Vistas las cartas de César, quedaron los ediles fuera de aquel cuidado, y la suntuosidad y vicio de las comidas, después de haberse continuado con todo género de gastos excesivos espacio de cien años, es a saber, desde el fin de la guerra Actiaca hasta las armas que hicieron emperador a Sergio Galba, poco a poco se fueron desvaneciendo. Pláceme investigar la causa de esta mudanza. Antiguamente las familias nobles, ricas o de señalado esplendor caían en disminución y se arruinaban por su sobrada magnificencia, porque hasta entonces fue lícito el ganar con dones la gracia del pueblo, de los aliados y de los reyes, y dejársela ganar por el mismo camino. Y cuanto uno era más rico se mostraba su casa con mayor adorno y aparato, tanto por séquito y por fama, era tenido por más ilustre. Mas después que comenzó a derramarse sangre y que la grandeza del nombre llegó a ser ocasión de tal ruina, cobraron nueva prudencia los demás, escarmentando en cabeza ajena. Ayudó al gran concurso de hombres nuevos venidos de los municipios y las colonias y hasta de las provincias, y admitidos en muchas ocasiones a los oficios y dignidades más preeminentes de la ciudad, los cuales introdujeron en ella su propia parsimonia. Y si algunos con la industria o por beneficio de la fortuna llegaron a una rica vejez, mantuvieron con todo esto el ánimo primero. Mas el principal autor de moderar los excesos fue Vespasiano con su comer y vestir al uso antiguo; porque el afecto de imitar y complacer al príncipe tiene más fuerza que el miedo de la pena establecida por las leyes, si ya no damos en todas las cosas con una cierta revolución y mudanza alternativa, por medio de la cual se mudan y truecan las costumbres con los tiempos. Ni los de nuestros abuelos gozaron de todas las cosas mejores, antes nos ha traído muchas nuestra edad dignas de alabanza y de ser imitadas con arte por nuestros sucesores. Todavía no alabo el sustentar esta emulación con los antiguos, sino en las cosas honestas.
LVI. Tiberio, habiendo adquirido nombre de mansedumbre con quitar la ocasión a la codicia de los acusadores, escribió al Senado pidiendo para Druso la potestad tribunicia. Había Augusto inventado este nombre a la suprema dignidad, por no tomarle de rey o de dictador, queriendo todavía declarar con algún vocablo la preeminencia sobre todos los otros magistrados. Eligió después Augusto por compañero de aquella potestad a Marco Agripa, y muerto él a Tiberio Nerón, para que no se dudase de quién le había de suceder, pensando así reprimir las ruines esperanzas de los otros, fiado también en la modestia de Nerón y en su propia grandeza. A imitación, pues, de Augusto promovió Tiberio a Druso, no habiéndose, mientras vivió Germánico, declarado aquella suprema dignidad por alguno de los dos. Al principio de la carta, después de haber invocado a los dioses y pedídoles que encaminasen los consejos de la República, refirió algunas pocas cosas de las costumbres del mozo, sin exceder los límites de la verdad. Es a saber: Que era casado y que tenía tres hijos; que se hallaba en la propia edad que se halló él cuando fue por Augusto nombrado para aquel oficio; que no se podía decir que era antes de tiempo, habiendo adquirido la experiencia de ocho años, quietado las sediciones, apaciguado las guerras, triunfado y tenido dos veces la dignidad de cónsul y, finalmente, que le metía a la parte en los trabajos, como quien tan bien los conocía.
LVII. Tenían ya los senadores entendido mucho antes este lenguaje, y así fue tanto más exquisita y premeditada la adulación; si bien no por esto supieron inventar más que estatuas a los príncipes, altares a los dioses, templos y arcos, y semejantes otras cosas acostumbradas; sólo Marco Silano, con injuria y afrenta de la dignidad consular, pidió que se hiciese un nuevo honor a los príncipes, proponiendo que en los actos y notas para memoria de los tiempos, tanto particulares como universales, no se escribiese más el nombre de los cónsules, sino el de aquel que tuviese la potestad tribunicia. Provocó notablemente a risa Quinto Haterio con proponer que los decretos hechos aquel día se escribiesen con letras de oro y se fijasen en palacio; no pudiendo sacar aquel viejo otro premio que su infamia por tan baja y vergonzosa adulación.
LVIII. Entre estas cosas, prorrogado el gobierno de la provincia de África a Junio Bleso, Servio Maluginense, flámine dial, pidió el concurrir al de Asia, negando ser verdad la voz que corría de que no era lícito a los flámines diales (6) el salir de Italia, y alegando que no tenía en esto diferente instituto que los demás flámines marciales y quirinales; y que dándoseles a éstos gobiernos de provincias, no era justo negarlos a sólo los diales; que no se hallaría estatuto del pueblo ni libro ceremonial que lo prohibiese; que muchas veces habían hecho los pontífices el oficio de los diales cuando por enfermedad o por servicio público se hallaban impedidos. Cuando mataron a Cornelio Merula (7) vacó este cargo setenta y dos años, y no por esto la religión y el culto. Y si por tanto tiempo se pudo pasar sin él con ningún daño de aquellos sacrificios, ¿con cuánta mayor facilidad se suplirá la falta que puede hacer el flámine en el discurso de un año que le duraba el proconsulado? Las enemistades particulares fueron causa de que los pontífices máximos prohibiesen a los diales el salir a los gobiernos de provincias; mas el día de hoy, por la bondad de los dioses, el pontífice sumo lo es también entre los hombres, no sujeto a envidias ni rencores, y descargado de toda pasión.
LIX. Contra esto, habiendo discurrido Léntulo, augur, y otros diversamente, concluyeron que se esperase el parecer del pontífice máximo. Tiberio, diferido el conocimiento de la justicia del flámine, moderó las ceremonias decretadas en el Senado por la potestad tribunicia de Druso, reprendiendo en particular la novedad de aquel voto de las letras de oro contra las costumbres de la patria. Leyéronse después las cartas de Druso, las cuales, aunque parecía que se habían encaminado a mostrar modestia, fueron tenidas por muy soberbias, lamentando todos que se hubiesen reducido las cosas a tal término, que un mozo de tan poca edad, tras haber recibido una honra tan grande, no se dignase de visitar los dioses de Roma, entrar en el Senado y comenzar sus auspicios en la ciudad adonde había nacido. ¿Tiénele, por ventura -decían-, ocupado la guerra, o hállase en lugares apartados? Basta que pasee por las riberas y lagos de Campania. Esto es lo primero que se le enseña al que ha de gobernar el mundo; éstos son los primeros documentos que aprende de su padre. Cánsese enhorabuena el viejo emperador de la vista de sus ciudadanos, y excúsese con su mucha edad y con los trabajos pasados. Mas Druso ¿qué disculpa tiene ni qué impedimento, sino sola su arrogancia?.
LX. Mas Tiberio, atendiendo a establecerse en el principado, dejaba a los senadores alguna apariencia de la antigüedad con emitirles las peticiones de las provincias. Crecía por momentos en las ciudades de Grecia la licencia de edificar altares y lugares de refugio para huir el castigo. Henchíanse los templos de los esclavos más disolutos, y hallaban el mismo socorro los adeudados en daño de sus acreedores y los indiciados en delitos capitales. Ni había fuerzas bastantes para reprimir las sediciones de los pueblos, los cuales defendían las maldades de los hombres como ceremonias divinas. A cuya causa se resolvió en el Senado que las ciudades enviasen embajadores con la información de sus derechos. Algunas que falsamente se habían usurpado este privilegio dejaron de enviar. Muchas se fiaban en la antigüedad de aquellas supersticiones y en sus méritos para con el pueblo romano. Grande y magnífica fue verdaderamente la apariencia de aquel día, en el cual el Senado reconoció los beneficios de sus predecesores, las convenciones de los confederados, los decretos de reyes que vinieron antes de la grandeza romana, y hasta las religiones de los mismos dioses; y esto con el poder y libertad de conservadas o mudadas como cuando había República.
LXI. Los primeros a comparecer fueron los efesios, alegando que Diana y Apolo no eran naturales de Delo, como vulgarmente se cree; antes bien, había en su tierra una selva llamada Ortigia, junto al río Cencrio, donde Latona, cercana al parto y arrimada a un olivo, que aún permanece, parió a aquellas deidades. Que por orden de estos dos dioses se consagró aquella selva; que el mismo Apolo, después de haber muerto los cíclopes, evitó en este lugar la ira de Júpiter; que poco después el padre Libero, victorioso en la guerra de las amazonas, perdonó a todas las que con humildad pudieron acogerse al altar; que la ceremonia de este templo había sido aumentada con permisión de Hércules, cuando era señor de Lidia, sin que durante el imperio de los persas se le menoscabase su derecho, el cual, observado después por los macedones, lo había sido también por nosotros.
LXII. Siguieron luego los magnesios, que se ayudaban de ciertos estatutos de Lucio Escipión y de Lucio Sila, los cuales, habiendo el primero vencido al rey Antíoco, y el segundo a Mitrídates, honraron el valor y la fe de los magnesios, confirmándoles el poder gozar de inviolable y perpetuo refugio en el templo de Diana Leucofrina. Los afrodisios y estratonicences presentaron después un decreto de César, dictador, por sus antiguos méritos durante las guerras civiles, y otro nuevo del divo Augusto. Fueron éstos loados también de haber sostenido, sin mudar de fe para con el pueblo romano, las invasiones de los partos. Los afrodisios mantenían la religión de Venus, y los estratonicenses la de Júpiter y Diana. Los de Hierocesárea tomaban el agua de más lejos; es, a saber: que tenían dedicado el templo de Diana Pérsica desde el tiempo del rey Ciro, haciendo mención de Perpetua, de Isáurico y de otros nombres de generales de ejércitos que no sólo al templo, pero a media legua alrededor, habían concedido la misma santidad. Los de Chipre vinieron después con sus tres templos; el más antiguo de ellos a título de Venus Pafia, edificado por Aerias; otro, de su hijo Amato, con nombre de Venus Amatusia, y el último, en honra de Júpiter Salamino, dedicado por Teucro cuando huía de la ira de su padre Telamón.
LXIII. Oyéronse también las embajadas de las demás ciudades; mas enfadados los senadores de tanto número, viendo que porfiaban sobre quién tenía mayores méritos para con la República, los remitieron a los cónsules para que examinasen la justicia de todos, y si echaban de ver alguna maldad so color de ella, de nuevo volviesen a remitir toda la causa al Senado. Los cónsules hicieron relación que, sin las ciudades sobredichas, se había tenido noticia de un altar dedicado a Esculapio en Pérgamo, añadiendo que todos los demás se fundaban sobre principios obscuros a causa de la antigüedad; porque los de Esmirna alegaban el oráculo de Apolo, por cuya orden habrán dedicado un templo a Venus Estratonicida; y los tenios producían los versos del mismo oráculo, por los cuales se les mandaba que consagrasen la estatua de Neptuno y le edificasen un templo. Los sardianos, hablando de tiempos más modernos, hacían autor de su exención al vencedor Alejandro, y los milesios al rey Darío, ayudándose unos y otros con la veneración y culto en que siempre habían tenido a Diana y a Apolo. Los cretenses pedían lo mismo en honra del simulacro de Augusto. Despacháronseles los títulos por senatus consulto, en los cuales, aunque con mucha honra, se les daba la forma de usar de sus preeminencias, y orden de que en los mismos templos se fijasen, grabadas en bronce (8) a perpetua memoria, para que, so color de religión, no se incurriese en ambición.
LXIV. En este mismo tiempo, enfermando gravemente Julia Augusta (9), obligó al príncipe a volver de improviso a Roma. Conservábase en pie hasta entonces una sencilla concordia entre madre e hijo, a lo menos, si había aborrecimientos estaban ocultos; porque habiendo poco antes Julia dedicado a Augusto estatua junto al teatro de Marcelo, había puesto el nombre de Tiberio después del suyo; creyéndose que, como cosa que ofendía la majestad imperial, se había disgustado, por más que procurase disimular la ofensa. Mas entonces ordenó el Senado que se hiciesen rogativas por su salud a los dioses, y se celebrasen los juegos llamados grandes, de que solían cuidar los pontífices, los augures, junto con el colegio de los quince y de los siete varones y los cofrades augustales. Había votado Lucio Apronio que presidiesen también en estas fiestas los sacerdotes feciales, mas contradijo César, haciendo diferencia entre los institutos de los sacerdotes, y trayendo ejemplos de que no se había dado jamás aquel honor a los feciales, a cuya causa se habían añadido los augustales, como sacerdocio propio de aquella casa, por quien se hacían aquellos votos.
LXV. No he tomado por asunto el referir aquí los pareceres de todos, sino los más excelentes por su honestidad, o los más notables por su infamia: cuidado y ocupación precisa de quien se encarga de escribir anales, para que no se pasen en silencio los actos virtuosos, y sea temida por los venideros la deshonra de los hechos y dichos infames. Mas aquellos tiempos fueron tan inficionados de una fea y vil adulación, que no sólo los más principales de la ciudad, a los cuales era necesario el sufrir la servidumbre por mantener su reputación, mas todos los consulares, gran parte de los que habían sido pretores y muchos de los que entraban en el Senado, sin estar escritos en los libros de los censores (10), se levantaban a porfía para votar cosas nefandas y exorbitantes. Escriben algunos que Tiberio, todas las veces que salía de palacio (11), solía decir en griego estas palabras: ¡Oh hombres aparejados y prontos a sufrir la servidumbre!. Como recibiendo él mismo, que no temía cosa más que la libertad pública, particular enfado por tan abatida paciencia en aquellos ánimos serviles.
LXVI. De estos actos indignos y deshonestos pasaban poco a poco a otros perniciosos y peligrosos. Cayo Silano, que había sido procónsul de Asia, llamado a residencia por los de su provincia, fue acusado también por Mamerto Escauro, consular, Junio Otón, pretor, y Brutidio Nigro, edil, de haber violado la deidad de Augusto y menospreciado la majestad de Tiberio. Aprovechándose Mamerto de ejemplos antiguos, alegaba cómo Lucio Cota había sido acusado de Escipión Africano, Sergio Galba de Catón Censorino (12), Publio Rutilio de Marco Escauro; como si Catón y Escipión y su bisabuelo Escauro, a quien en esta ocasión Mamerto, oprobio de sus antepasados, vituperaba con acción tan infame, procuraran el castigo de semejantes cosas. Junio Otón, cuyo principio fue ser maestro de escuela, hecho después senador por el poder y autoridad de Seyano, iba acabando de manchar sus obscuros principios con desvergonzado atrevimiento. Brutidio, dotado de buenas partes y apto para conseguir cualquier grandeza siguiendo el derecho camino, fue arrebatado de su impaciencia, mientras procuraba sobrepujar primero a sus iguales, después a sus superiores y últimamente a sus propias esperanzas; consejo que ocasionó también la ruina de muchos buenos, por darse prisa a alcanzar antes de tiempo y con peligro de precipicio lo que con espaciosa seguridad no les hubiera faltado.
LXVII. Acrecentaron el número de los acusadores Gelio Poblícola y Marco Paconio, aquél cuestor de Silano, y éste legado. No había duda en que el reo estaba culpado de crueldad y de haber tomado dineros; mas fuera de esto se le añadían otras muchas cosas, las cuales, aun a quien se hallara inocente, podían ser ocasión de peligro; pues fuera de tener a tantos senadores por adversarios, habiéndose escogido para su acusación los más fecundos sujetos de toda Asia, fue obligado a responder él mismo, ignorante del arte oratoria, amedrentado en su propia causa, que suele quitar el ánimo al más elocuente; y, lo que es peor, Tiberio mismo no se podía abstener de amilanarse con palabras y con el aspecto. Interrogábale cada momento, sin permitirle el contradecir ni enflaquecer las objeciones; tal, que muchas veces le era necesario el otorgar, por no avergonzarle, mostrando la vanidad de la pregunta. Compró el procurador fiscal los esclavos de Silano por poderlos atormentar si negaban el interrogatorio; y para acabarle de privar del favor y ayuda que le pudieran dar sus amigos y parientes en un estado tan peligroso, se le impusieron delitos de majestad, atadura fortísima y necesidad precisa de callar. A cuya causa pidiendo la dilación de algunos días renunció las defensas, atreviéndose a enviar a César un memorial, y en él una mezcla de quejas y de ruegos.
LXVIII. Tiberio, para hacer más excusable su pasión y ejecutar con mayor color lo que maquinaba contra Silano, alegando ejemplos en semejante caso, mandó recitar ciertos escritos de Augusto y el decreto del Senado hecho contra Voleso Mesala, procónsul de la misma Asia. Pidió tras esto su parecer a Lucio Pisón, el cual, después de haber engrandecido la clemencia del príncipe, votó que se le debía prohibir el agua y el fuego y desterrarle a la isla de Giaro. Siguieron este voto los demás, salvo Cneo Lentulo, que fue de parecer que se apartasen los bienes maternos de Silano, como nacido de otra madre, y se diesen a su hijo, y Tiberio lo aprobó.
LXIX. Mas Cornelio Dolabela, continuando más a la larga su adulación, después de haber reprendido las costumbres de Silano, añadió: Que ninguno de vida deshonesta ni manchado de infamia pudiese sortear gobierno de provincia, y que el conocimiento de esto se dejase al príncipe; porque si bien quedaba a cargo de las leyes el castigo de los delincuentes, era mayor piedad para ellos y para las provincias el prevenir que no los hubiese. Discurrió en contrario César, diciendo: Que sabía muy bien lo que se decía de Silano, mas que no se debían hacer establecimientos por la opinión del vulgo, porque muchos se habían gobernado en sus provincias, algunos peor de lo que se esperó y otros mejor de lo que se temió de ellos. Que a unos anima a ser mejores la grandeza de los mismos negocios que traen entre manos, y a otros los incita a lo contrario, sin que pueda el príncipe con su ciencia comprenderlo todo; a quien en ninguna parte está bien el dejarse llevar de la ambición ajena, que la causa porque se hicieron las leyes sobre el hecho fue por la gran incertidumbre que tiene lo por venir, y en razón de esto ordenaron los antiguos que precediendo y constando el delito siguiese la pena, y que así no alterasen las cosas inventadas con prudencia y observadas con aplauso y gusto universal; pues era harto grande de suyo el peso de los príncipes, y bien excesiva la fuerza de su poder, el cual, cuanto más se aumentase, tanto mayor disminución admitirían la razón y la justicia. Por lo cual no había necesidad de usar de potencia absoluta mientras había camino para servirse de las leyes, Fueron oídas estas cosas con tanto mayor alegría y gusto universal, cuanto Tiberio solía ser menos afable y popular en su trato. Y como era prudente en moderarse si no era arrebatado de su propio enojo, añadió: Que siendo la isla de Giaro inculta y deshabitada, pedía que concediesen a Silano el poder cumplir su destierro en la de Citera, en honra de la familia Junia y de haber tenido Silano la propia dignidad que ellos; que esto mismo pedía su hermana Torcuata, doncella de antigua santidad. Y al fin, alzando los senadores las manos (13), convinieron todos en conceder esta demanda.
LXX. Oyéronse después los cirenenses, y Cesio Cordo fue condenado en la ley de residencia, acusándole Ancario Prisco. César no quiso que Lucio Enio, caballero romano, acusado de majestad por haber fundido una estatua de plata del príncipe y hecho de ella toda suerte de vasos de servicio, fuese tratado como reo; contradíjolo descubiertamente Ateyo Capitón, casi como mostrando libertad y entereza, diciendo: Que no se les debía impedir a los senadores la facultad de ordenar las cosas ni dejar sin castigo un delito tan grave. Sea Tiberio -decía él- muy enhorabuena demasiado sufrido en su propio dolor, mas no haga liberalidades de las injurias hechas a la República. Entendió estas cosas Tiberio más como ellas eran que como sonaban, y no mudó de parecer, quedando tanto más notable la infamia de Capitón, cuanto, siendo doctísimo en las leyes divinas y humanas, se consoló de afrentar la reputación pública y la suya.
LXXI. Nació después cierto escrúpulo de religión sobre en cuál templo se había de colocar el don votado por los caballeros romanos a la salud de Augusta, en honra de la Fortuna Ecuestre (14); porque dado que había en Roma muchos de aquella diosa, no se sabía de alguno que se nombrase así, y hallándose después que en Ancio había uno con este apellido. y que todas las religiones, imágenes y templos de dioses que hay por las tierras de Italia se entiende estar debajo la jurisdicción del Imperio romano, se ordenó que se le llevase el don a la ciudad de Ancio. Con esta ocasión tratándose cosas de religión publicó César la respuesta diferida poco antes contra Servio Maluginense, flámine dial, y recitó el decreto de los pontífices en esta substancia: Cada vez que el flámine dial se hallare con poca salud, puede estar ausente de la ciudad a arbitrio del pontífice máximo, con tal que no haga más que dos noches de ausencia, que no sea en día de público sacrificio, ni más que dos veces en el año. Estos estatutos, hechos durante el principado de Augusto, mostraban bien que no se concedía a los diales gobiernos de provincias, ni ausencias de un año, contándose el ejemplo de Lucio Metelo, pontífice máximo, que vedó el salir de Roma a Aulo Postumio, flámine (15). Y así la suerte de concurrir al proconsulado de Asia fue dada a uno de los consulares más propincuo al Maluginense.
LXXII. En aquellos días Lépido pidió licencia al Senado para poder reedificar y adornar a su costa el palacio llamado la basílica de Paulo (16), memoria del linaje de los Emilios. Estaba todavia en uso la magnificencia pública: ni Augusto impidió a Tauro, a Filipo ni a Balbo (17) el gastar los despojos enemigos y sobradas riquezas en ornamento de la ciudad y gloria de sus sucesores, con cuyo ejemplo Lépido, aunque no muy rico, renovó el esplendor de sus abuelos. Habíase quemado accidentalmente el teatro Pompeyano, y César prometió de reedificarle, por cuanto no quedaba ya persona de aquel linaje que tuviese caudal para emprenderlo, ordenando que se le quedase el mismo nombre de Pompeyo. Loó mucho con esta ocasión el trabajo y diligencia con que Seyano había impedido la mayor parte del daño que pudiera haber hecho el fuego, en cuya remuneración decretó el Senado que se le pusiese una estatua en el mismo teatro. No mucho después, honrando César con las insignias triunfales a Junio Bleso, procónsul de África, dijo que daba aquella honra a Seyano, de quien Bleso era tío, dado que sus acciones eran dignas verdaderamente de aquel honor.
LXXIII. Porque si bien Tacfarinas había sido echado muchas veces de la provincia, reparado con las ayudas de los lugares mediterráneos de África, había llegado a tanto atrevimiento que envió embajadores a Tiberio, pidiéndole que le diese tierras en aquella provincia para poblar él y su ejército, amenazándole, si no lo hacía, con perpetua guerra. Dicen que César no sintió jamás tanto disgusto por injuria hecha a él o al pueblo romano, como el ver que un ladrón fugitivo tratase con él en calidad de justo enemigo. No se concedió -decía él- a Espartaco el ser recibido a pactos en tiempos que, después de tantas rotas de ejércitos consulares, iba abrasando la Italia, con estar la República entonces oprimida y casi deshecha por las armas de Sertorio y Mitrídates; y ahora, en tiempos tan floridos, ¿ha de atreverse un ladrón como Tacfarinas a pretender que se rescate su paz a costa de campos y de tierras? Comete con esto a Bleso que, dando esperanza de perdón a los demás que se resolvieren en dejar las armas, procure en todas maneras haber a las manos a su cabeza.
LXXIV. Y pasándose a los nuestros muchos con este perdón, procede después en la guerra usando las mismas artes y astucias que solía usar el propio Tacfarinas, el cual, no teniendo fuerzas con que hacer rostro, sino sólo para robar y hacer corredurías con muchas tropas, huyendo y de nuevo tentando emboscadas, hizo Bleso lo mismo, dividiendo en tres partes su ejército: la una llevó a su cargo Cornelio Escipión, legado, guiándola a la parte donde creyó que andaba robando a los pueblos leptinos, y escudriñando las retiradas de los garamantes. De otra parte, para librar del saco a las aldeas cirtenses, llevó la segunda tropa de gente escogida Bleso el mozo, hijo del procónsul. Bleso, pues, con lo restante de su campo se puso en medio de los dos, y con hacer fuertes y poner guardias en lugares oportunos, acabó de dificultar del todo el progreso del enemigo, porque a cualquiera parte que se encaminase hallaba alguna escuadra de los nuestros por frente o por los costados, y muchas veces por las espaldas; y en esta forma fueron muertos y presos cantidad de enemigos. Entonces, repartido en muchas escuadras el ya dividido ejército, asignó a cada una un centurión de probado valor. Y acabado el verano, no retiró la gente como se costumbraba, ni la distribuyó por los invernaderos de la vieja provincia; mas como si comenzara entonces la guerra, fabricaba muchos fuertes en diferentes partes; con soldados sueltos y prácticos en aquellos distritos iba inquietando a Tacfarinas, que de ordinario andaba mudando de alojamientos, hasta que, habiendo tomado en prisión a su hermano, se volvió, aunque antes de lo que fuera menester para la quietud de aquella provincia, quedando entera la semilla de la guerra. Mas Tiberio, dándola ya por acabada, quiso también conceder a Bleso que por las legiones fuese llamado emperador, honor que antiguamente se daba a generales de ejércitos, que, gobernándose valerosamente en servicio de la República, eran aclamados con este nombre por un favor y alegría militar, hallándose tal vez en un campo muchos emperadores sin que el uno se tuviese por mayor que el otro. Augusto, concedió también a algunos este título, como en esta ocasión Tiberio a Bleso.
LXXV. Murieron, finalmente, en este año de hombres ilustres Asinio Salonino (18), señalado por ser nieto de Marco Agripa y de Asinio Polión, hermano uterino de Druso, y concertado de casar con una nieta de César, y Ateyo Capitón, de quien arriba se ha hecho memoria, el cual alcanzó el primer lugar entre los más célebres jurisconsultos de Roma; y aunque su abuelo Sulano fue centurión y su padre no pasó del orden de pretorio, Augusto le solicitó el consulado, porque con la honra de aquella dignidad precediese a Labeón Antistio, también famoso en la misma profesión. Floreció aquella edad de estos dos esplendores de paz, mas Labeón alcanzó mayor fama por su incorrupta libertad, donde Capitón, por asentársele mejor la servidumbre, fue más grato a los príncipes. Al primero ocasionó alabanza el agravio de no haber pasado más adelante del oficio de pretor y, al segundo, aborrecimiento la envidia de haberle visto llegar hasta el de cónsul.
LXXVI. Acabó sus días también Junia, hija de una hermana de Catón, mujer de Cayo Casio y hermana de Marco Bruto (19), setenta y cuatro años después de la jornada Filípica. De su testamento se dijeron muchas cosas en el vulgo; porque habiendo testado de sus excesivas riquezas en favor de casi todas las personas aparentes de la ciudad, se olvidó de César, cosa que, tomada por él con cortesanía, no impidió el recitarse sus alabanzas pro rostris, permitiendo que fuese honrado su mortuorio con las demás solemnidades. Llevábanse delante veinte estatuas de los más ilustres linajes; es a saber: Manlios, Quincios y otros nombres de igual nobleza, pero sobre todas resplandecían las que dejaron de llevarse, esto es, las de Bruto y Casio (20).
Notas
(1) Los de Anjou y los de Tours.
(2) Hoy Autún.
(3) Palabra céltica empleada por los galos para designar una clase particular de hombres que combatían, como los gladiadores, cubiertos de pies a cabeza de una armadura completa.
(4) Pueblo de la Cilicia Traquea, cuya capital era Homonada, en el día Ermeneck.
(5) Los senado-consultos, que al principio eran depositados en el templo de Ceres, bajo la custodia de los ediles plebeyos, fueron llevados después al Erario o Tesoro público, y no obligaban hasta después de haberse cumplido esta formalidad. (Tito Livio, III, 55, y XXXIX, 4).
(6) Dábase el nombre de flamen a todo sacerdote romano destinado al servicio de una divinidad, de la cual tomaba la denominación, así, por ejemplo, llamábase Díal al que lo era de Júpiter, Marcial al de Marte, Quirinal al de Rómulo. El traje pontifical del flamen era la losna, sujeta con un broche a la garganta, un palo de olivo y el gorro llamado ápex, que remataba en una especie de mazorca o copo de lana. Los pontifices se distinguian de los flámines en que estaban consagrados al culto de todos los dioses, por cuyo motivo podian suplir a aquellos cuando como dice Tácito se hallaban impedidos por enfermedad o por servicio público.
(7) El original dice post Cornelii Merulae caedem, después de la muerte de Cornelio Merula. En efecto, Merula no fue muerto, sino que se suicidó después de la vuelta de Mario en 667, al pie del altar de Júpiter, del cual era flamen, rogando a este dios que hiciese que cayera su sangre sobre Cinna y los de su partido.
(8) El traductor español no vio las ediciones de Lipsio posteriores a Pichena, y asi siguió la lección facere aras, se hiciesen altares, como dice el texto que corregimos. Pero el mismo Lipsio enmendó después el texto según el citado Pichena. El sentido es que se pusiesen en láminas de bronce los decretos con modificaciones o restricciones nuevas para evitar que con título de religión se excediesen en los honores concedidos. Debe leerse figere aera.
(9) La emperatriz a quien otras veces llama el autor Livia.
(10) Tácito llama a esta clase de senadores pedarii, acaso porque en la votación los que no habían ejercido ninguna magistratura curol no podian hablar hasta el fin, y por lo común daban su voto pasando, pedibus eundo, al lado de aquellos a cuyo parecer se adherian.
(11) El escrúpulo de no emplear esta palabra latina, en el día tan admitida, y que de querer españolizarla debería traducirse por palacio del Senado, ha hecho que pueda dudarse a veces en las traducciones españolas de los antiguos clásicos de si se habla del lugar donde celebra sus juntas el Senado o de la morada de los emperadores.
(12) Acusado Galba por Escribonio Ubón, tribuno de la plebe, y por Catón el Censor, de haber degollado a traición millares de lusitanos, fue absuelto por el Senado, a pesar de haber confesado su crimen y de la elocuencia y autoridad del rígido censor. Por desgracia para la República pudo salvarse de aquel degüello Viriato, el cual se encargó de vengar con muerte de millares de romanos la infamia cometida con sus paisanos y la buena fe ultrajada, y que de aquella traición salió la guerra llamada de Viriato, terror de Roma.
(13) A esta manera de votar llama el autor facta discessio.
(14) Probablemente por haber sido ofrecido por ei orden de este nombre. La Imposibilidad de conciliar el aserto de Tácito, de que no había en Roma ningún templo de este nombre, con el pasaje de T. Livio, XL, 40, en que se dice que Fulvio había consagrado un templo a dicha divinidad en 573, ha hecho creer que había alguna alteración en el texto. Burnouf conjeturó que el templo ofrecido por Fuivio habría cambiado de nombre, o que habría sido quemado o reedificado.
(15) Disponiase este sacerdote a partir para la Sicilia durante la segunda guerra púnica, cuando se lo prohibió el pontifice Metelio, so pretexto de que siendo flamen de Marte le estaba vedado, lo propio que a los flámines de Júpiter y de Quiríno, ausentarse de Roma.
(16) Esta basílica, empezada en 704 por L. Emilio Paulo, cónsul, fue acabada en 720 por Paulo Emilio Lépido, siendo también cónsul, y reedificada después de un incendio por otro Emilio, lo que justifica el título que le da Lépido de monumento de los Emilios.
(17) Estatilio Tauro, prefecto de Roma en tiempo de Augusto, levantó a sus expensas un anfiteatro en el Campo de Marte; Marcio Filipo un templo a Hércules Musagete, y Balbo un teatro.
(18) Hijo de Asinio Galo y de Vipsania Agripina, primera esposa de Tiberio y madre de Druso.
(19) Servilla, hermana de Catón de Útica, estuvo casada de primeras nupcias con D. Julio Silano, que fue cónsul después de Cicerón, y con M. Bruto. Del primer matrimonio nació Junia y del segundo M. Bruto, el matador de César, y he aquí cómo pudo ser hermana de éste y sobrina de Catón.
(20) Tácito dice que las imágenes de Bruto y Casio brillaron más por lo mismo que dejaron de llevarse, esto es, por lo mismo que se echaron de menos. Este célebre pasaje: sed praefulgebant Cassius atque Brutus, est ipso, quod effigies eorum non visebantur, que universalmente equivale: a brillar por su ausencia, adquiere el hondo sentido que le dio Tácito ante la envidia del silencio ajeno.
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