Índice de Los anales de Tácito | Primera parte del LIBRO SEXTO | LIBRO UNDÉCIMO | Biblioteca Virtual Antorcha |
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LIBRO SEXTO
Segunda parte
Nerva, jurisconsulto, se priva de la vida, y otros muchos hombres ilustres. - Muéstrase en Egipto el Ave Fénix, y dase cuenta de su naturaleza y maravillas. - Embajadores partos vienen a Roma a pedir nuevo rey. - Dásele Tiberio. - Guerra entre armenlos y partos. - Artabano, echado del reino, huye a los escltas. - Queda el reino a Tiridates, por los consejos y armas de Vitelio. - Nuevas muertes y condenaclones en Roma. - Clitos, capadoces, rebeldes a su rey y refrenados. - Sale Tiridates de Armenia y vuelve Artabano. - Incendio atroz en Roma, aliviado por la liberalidad de César. Trata Tiberio de sucesor. - Enferma y muere.
XXVI. No mucho después Cocceyo Nerva, que jamás se apartaba del lado del príncipe, docto en los derechos divinos y humanos, en su entero estado y sana salud determinó de dejarse morir. Sabido esto por Tiberio, se vio al punto con él, preguntóle las causas que a ello le movían, y añadió muchos ruegos y protestos del ruin renombre que cobraría su fama imperial viendo el mundo que el mayor de sus amigos huía de la vida sin alguna causa de desear la muerte. Mas Nerva, sin reparar en las razones de Tiberio, perseveró en no comer hasta que murió. Decían los que tenían alguna inteligencia de los pensamientos de Nerva, que viendo él de más cerca que otros los males que se aparejaban a la República, arrebatado de la ira y del temor, había querido morir de una honesta muerte mientras todavía estaba en buen estado, y sin que hasta entonces se hubiese procedido contra él. Mas lo que parece increíble es que la ruina de Agripina llevase tras sí también a Plancina, aquélla que siendo mujer de Cneo Pisón se alegró a la descubierta de la muerte de Germánico, y la que, muerto Pisón, fue defendida no menos por el aborrecimiento que le tenía Agripina que por los ruegos de Augusta.
Pero faltando el odio de aquélla y el favor de ésta, tuvo su lugar la justicia; y así, acusada de delitos harto claros, con sus propias manos, antes tarde que inocente, pagó la merecida pena.
XXVII. La ciudad, afligida por tantos llantos, sintió este dolor más de ver vuelta a casar a Julia, hija de Druso, mujer ya de Nerón, hijo de Germánico, con Rubelio Blando, natural de Tívoli, a cuyo abuelo se acordaban muchos haber conocido del estamento de caballeros romanos. A la fin de este año, la muerte de Elio Lamia fue honrada con las mismas exequias que suelen hacerse a los censores.
Éste, descargado del gobierno de Siria, de que gozaba solamente el nombre, obtuvo el oficio de prefecto de Roma. Fue de sangre noble, de vejez robusta, y tal, al fin, que la negada provincia no le sirvió sino de aumento de reputación. Muerto después Flaco Pomponio, propretor de Siria, se leyeron en el Senado cartas de César en que se quejaba de que los más valerosos y aptos a regir ejércitos rehusaban este cargo, y que a esta causa se hallaba necesitado a rogar con él a los que ya habían sido cónsules; olvidado de que había diez años que se le impedía a Aruncio el ir a su gobierno de España.
Murió el mismo año también Marco Lépido, de cuya modestia y prudencia he dicho harto en los primeros libros; ni es necesario mostrar más por extenso su nobleza, siendo la casa Emilia fértil de buenos ciudadanos, y los que hubo de estragadas costumbres vivieron al fin con esplendor y nobleza.
XXVIII. Después de un largo discurrir de siglos, en el consulado de Paulo Favio y de Lucio Vitelio pareció en Egipto el ave fénix (1), la cual dio materia a los más doctos de aquella provincia y de la Grecia para discurrir mucho sobre este milagro. Pláceme el contar las cosas en que todos concuerdan y muchas en que difieren, las cuales no son del todo indignas de ser sabidas. Que sea este animal consagrado al Sol, y que en el pico y en el color de las plumas sea diverso de las demás aves, concuerdan todos los que de él escriben. Cuanto al número de los años, lo escriben variamente. Algunos afirman de mil cuatrocientos y setenta y uno; pero la más común opinión es que se ve cada quinientos (2). Viose la primera vez en tiempo de Sesostris, la segunda de Amasis, la tercera de Tolomeo, que fue también el tercer rey macedón, en una ciudad llamada Heliópolis, volando con una gran banda de otras aves que seguían la maravilla de aquel nuevo aspecto. Mas son obscuras las cosas de la antigüedad. Entre Tolomeo y Tiberio corrieron menos de doscientos y cincuenta años, de que resultó la opinión de algunos que ésta no fue verdadera fénix, ni venida de Arabia, no concurriendo en ella ninguna cosa de las que las memorias antiguas dicen que concurren en las otras; porque fenecido el número de sus años y acercándose a la muerte, suele hacer un nido en su patria, echa en él su virtud generativa, de donde nace su cría; el cual, ante todas cosas, toma a su cargo el cuidado de sepultar a su padre, mas no lo hace acaso, antes tomando un pedazo de mirra y llevándolo un largo viaje, si se siente capaz de aquel peso y de aquel camino, toma sobre sí a su padre, y llevándolo al altar del Sol, quemándolo allí, lo sacrifica; cosas ni ciertas de suyo, y aumentadas con fábulas. Mas lo que no se duda es haberse visto estos pájaros muchas veces en Egipto.
XXIX. Continuábanse en Roma las muertes, y Pomponio Labeón, que dije haber obtenido el gobierno de la Mesia, abriéndose las venas, se dejó desangrar. Siguióle poco después su mujer Paxea, porque el miedo del verdugo facilitaba aquella manera de muerte, y también el ver que a los condenados se confiscaban los bienes y se les prohibía la sepultura, concediéndose lo uno y lo otro a los voluntarios en premio de su solicitud. Mas César escribió al Senado que era costumbre antigua, siempre que se quería renunciar la amistad de alguno, prohibirle la entrada de su casa, y con esto se ponía fin a la familiaridad; que habiéndole parecido renovar esta costumbre con Labeón, él, apretado y temeroso por la provincia mal gobernada y por los demás delitos, había querido cubrir sus culpas propias con las afrentas ajenas, espantando sin propósito a su mujer, la cual, aunque no estuviera inocente, estaba fuera de peligro. Hecho esto, Mamerco Escauro, de gran nobleza y famoso orador, aunque de costumbres dignas de vituperio, fue de nuevo acusado. A Mamerco no le dañó la amistad de Seyano, sino el aborrecimiento de Macrón, no menos fuerte para la ruina de muchos, por usar las mismas artes, aunque con mayor secreto. Éste había mostrado a Tiberio el argumento de una tragedia compuesta por Escauro (3), añadiendo ciertos versos que se podían torcer contra el mismo Tiberio. Mas sus acusadores, Servilio y Cornelio, le imputaban de haber hecho sacrificios mágicos. Escauro, como digna sangre de los antiguos Emilios, previno la condenación, exhortado de su mujer Sextia, que habiéndole incitado a que se diese la muerte, le acompañó con resolución en ella.
XXX. No se escapaban en su ocasión los acusadores de ser también castigados, como sucedió a Servilio y Cornelio, los cuales, infamados con la ruina de Escauro, porque habían tomado dinero de Vario Ligure a título de renunciar la acusación, fueron desterrados a ciertas islas con el entredicho de agua y fuego; y Abudio Rusón, que había sido edil, mientras solicita el infortunio de Léntulo Getúlico, debajo de cuyo dominio había tenido el gobierno de una legión, acusándole de que había escogido por yerno a un hijo de Seyano, fue, sin que alguno le acusase, condenado él y desterrado de Roma. Gobernaba entonces Getúlico las legiones de la Germania superior, amado grandemente por su liberal clemencia y modesta severidad, ni lo era poco del ejército vecino por causa de Lucio Apronio, su suegro, con cuyo calor corrió voz harto constante de que se atrevió a escribir a César que no había él de su cabeza comenzado el parentesco con Seyano, sino a persuasión suya; que se había podido engañar, como se engañó el mismo Tiberio, y que un mismo yerro no debía excusarle a él solo y ser causa de la ruina de todos los demás; que tendría fe sincera y durable mientras no se le armasen asechanzas, y en lo demás le desengañaba que admitiera el sucesor como el anuncio de su muerte; que se estableciese entre ellos una forma de conciertos tales, que al príncipe le quedase todo lo demás y a él el gobierno de su provincia.
A estas cosas, aunque excesivas, se dio bastante fe, viendo que de todos los aliados y parientes de Seyano fue, sólo Léntulo el que no sólo quedó salvo, pero muy favorecido; considerando en sí Tiberio que era aborrecido del pueblo, que se hallaba ya muy adelante en la edad, y que su estado se fundaba más en la reputación y fama que en la fuerza.
XXXI. En el consulado de Cayo Sextio y Marco Servilio vinieron a Roma algunos de la nobleza de los partos, sin sabiduría de Artabano, su rey. Éste, por miedo de Germánico, se había mostrado al principio fiel al pueblo romano y tratable a los suyos; mas poco después comenzó a ensoberbecerse contra nosotros y a mostrarse cruel con sus vasallos, desvanecido con algunos sucesos prósperos de las guerras circunvecinas; y menospreciando la desarmada vejez de Tiberio, deseoso de apoderarse del reino de Armenia en muriendo el rey Artajias, dio la investidura al mayor de sus hijos, llamado Arsaces, y, lo que fue tenido por mayor menosprecio, envió a pedir el tesoro que en Siria y en Cilicia había dejado Vonón, amenazando que quería ensanchar los límites de su reino, conforme a como antes los tenían los persas y macedones, y jactándose que estaba en su mano el ocupar cuanto poseyó el rey Ciro y después el magno Alejandro. El principal autor de enviar los embajadores secretos a Roma fue Sinaces, varón muy rico y de señalada nobleza, y con él un eunuco llamado Abdo. No se tiene por menosprecio entre aquellos bárbaros el ser un hombre castrado, antes son los tales constituidos en mayores cargos y dignidades. Estos dos, después de haber atraído a su opinión a otros, algunos de los más principales, viendo que no quedaba ya ninguno del linaje Arsacida a quien dar el reino, siendo muertos la mayor parte por Artabano, y los demás de edad insuficiente instaban en Roma que se les diese a Frahates, hijo del rey Frahates, diciendo que no necesitaban de otra cosa que del nombre y de la autoridad de César para que por su medio fuese visto uno de la sangre de los Arsacidas en las riberas del Éufrates.
XXXII. Deseaba esto Tiberio, y así sin dilación pone en orden a Frahates, mandándole dar todo lo necesario para ocupar el reino paterno, firme en su antigua determinación de tratar y emprender las cosas extranjeras con artificios y astucias, procurando tener apartadas las armas y la guerra fuera de casa. Descubrió entretanto Artabano el trato de los suyos, y unas veces retardado del temor, otras incitado del deseo de la venganza (tienen los bárbaros por cosa baja y servil el diferir y simular, y por acto real el ejecutar con presteza), prevaleció al fin en él el provecho de convidar a Abdo so color de amistad, y quitarle la vida con lento veneno, y disimular con Sinaces, entreteniéndose con dones y ocupándole con negocios. Llegado Frahates a Siria, mientras debajo el vivir a la romana, a que estaba acostumbrado por muchos años, vuelve a ejercitar los institutos de los partos; no pudiendo sufrir el rigor de las costumbres de su patria, enferma y muere. No desistió por esto Tiberio de su empresa, antes eligió por émulo de Artabano a Tiridates, del mismo linaje, y para recuperar la Armenia, a Mitrídates Ibero, reconciliándolo primero con su hermano Farasmanes, que tenía el dominio de aquella nación, encargando el gobierno supremo de todos aquellos dominios orientales a Lucio Vitelio. No dudo de que Vitelio tenía ruin opinión en Roma, donde se han contado de él muchas cosas feas y deshonestas; con todo eso, en el manejo de las provincias que tuvo a cargo se gobernó con entereza y virtud, semejante a lo que antiguamente se profesaba. Mas vuelto después de ellas, y por la crueldad de Calígula y familiaridad de Claudio, transformado en una torpe y vil servidumbre, quedó a la posteridad por ejemplo de infame adulación; cedieron, finalmente, en él las primeras a las últimas calidades, y con los vicios de la vejez puso en olvido las virtudes de la juventud.
XXXIII. Mas Mitrídates, el mayor entre todos los magnates de Iberia, constriñó a su hermano Farasmanes a ayudarle en sus empresas con fuerzas y con engaños. Hallóse ante todas cosas camino cómo ganar con dineros a los más principales ministros del rey de Armenia, Arsaces, hasta hacerle atosigar, y consecutivamente entraron los iberos en el reino con grueso ejército, y se apoderaron de la ciudad de Artajata. Avisado de estas cosas Artabano, puso en orden a su hijo Orodes para tomar venganza, y dándole gran número de partos, envió a tomar a sueldo cantidad de gente de socorro. Farasmanes, de otra parte, juntó consigo los albanos y sármatas, de los cuales los ceptrusios, tomando dineros de ambas partes, servían a todos según su costumbre. Los iberos, ocupados ciertos puestos, arrojaron con diligencia a los sármatas sobre los armenios por la vía Caspia (4). Mas los que iban viniendo en favor de los partos eran rechazados con facilidad, a causa de haber el enemigo cerrado los pasos, salvo uno entre la mar y los últimos montes de Albania, el cual también estaba impedido por causa del verano soplando en él los vientos del Norte y arrojando a la orilla las ondas hasta cubrir todos aquellos vados, que en el invierno, con el austro que sopla de tierra, se secan y descubren.
XXXIV. Farasmanes en tanto, aumentando su ejército con ayudas, presenta la batalla a Orodes, que se hallaba todavía con solos los partos, y porque no la acepta, comienza a inquietarle con escaramuzas y a impedirle los forrajes, y como si tratara de ponerle sitio, le va ciñendo los alojamientos, hasta que los partos, no acostumbrados a sufrir afrentas, se presentan delante del rey y piden la batalla. Las fuerzas de los partos consisten sólo en caballería, y Farasmanes tenía también buen golpe de gente de a pie¡ porque los iberos y albanos, que habitan lugares ásperos y muntuosos, están más acostumbrados al trabajo y descomodidades. Pretende esta gente traer su origen de los de Tesalia, en tiempo que Jasón, después de haber robado a Medea y tenido hijos de ella, volvió al vacío palacio de Aetas y a la desamparada isla de Colcos. Celebran muchas cosas de su nombre, como también el oráculo de Frixo¡ ninguno tiene atrevimiento de sacrificar carneros, por la opinión que tienen de que por este animal fue traído Frixo, si ya no es que tuviese esta insignia la nave que le pasó. Estando, pues, en ordenanza los dos ejércitos para darse la batalla, el parto acordó a los suyos el imperio de Oriente y la nobleza de los Arsacidas, diciendo en contrario que los iberos eran de baja sangre y su gente mercenaria y vil. Farasmanes ponía en consideración a los suyos que habiendo sido siempre libres del imperio de los partos, cuanto más grande fuese la empresa, tanto más gloriosa sería la victoria y de mayor vergüenza y peligro el volver las espaldas. Mostrábales a más de esto sus escuadrones horribles y espantosos, y las tropas de los medos pintadas y adornadas de oro, dándoles finalmente a entender cómo estaba de su parte de ellos el esfuerzo varonil, y de la otra el premio de la victoria.
XXXV. Mas los sármatas, no tanto por las palabras del capitán cuanto por sí mismos, se animaban y exhortaban unos a otros a no pelear de lejos con las saetas, sino prevenir al enemigo y llegar luego con él de cerca a las manos. Fue vario el modo de pelear, mientras los partos, con su acostumbrado artificio de dar y tomar la carga y procurar desunir al enemigo, buscan lugar para arrojar sus tiros, y los sármatas, dejados los arcos, el uso de los cuales es breve, con las lanzas y con las espadas los acometen, ora a modo de combate a caballo, mostrando una vez la frente y otra las espaldas, ora, apiñados en cerrado escuadrón, con las fuerzas de los cuerpos y de las armas rechazaban o eran rechazados. Ya los albanos y los iberos comenzaban a apretar y a cargar de veras, haciendo la refriega dudosa al enemigo, sobre quien los caballos y de más cerca los infantes herían, cuando Farasmanes y Orodes, mientras acompañan a los valerosos y animan a los que temen, vistosos por los ornamentos y por esto reconocidos entre sí, con grandes voces, las lanzas bajas, dejan correr sus caballos el uno contra el otro. Hirió con más gallardía Farasmanes a Orodes pasándole el yelmo; mas no pudo redoblar el golpe, llevado de su caballo y defendiendo al herido los más fuertes de sus acompañantes. Con todo eso, la voz de que era muerto atemorizó de suerte a los partos, que con facilidad cedieron la victoria al enemigo.
XXXVI. Luego que Artabano supo este suceso comenzó a prepararse a la venganza con todas las fuerzas del reino, diciendo que no habían ganado la batalla los iberos por otra causa sino por tener mejor conocidos los puestos; y, aunque ya vencido, no hubiera desamparado a la Armenia si Vitelio, juntadas las legiones, no echara voz de que quería acometer la Mesopotamia, atemorizándole con las armas romanas. Entonces, sacando Artabano sus fuerzas del reino, comenzaron a encaminarse mal sus cosas, persuadiendo Vitelio a los naturales de él a dejar la obediencia de aquel rey, cruel en la paz y calamitoso con las guerras adversas. En tanto, Sinaces, que ya dije ser enemigo de Artabano, mete en la liga a su padre Abdageses y a otros que hasta entonces no habían osado descubrirse, haciéndolos el ejemplo de tan continuas rotas más prontos a la rebelión. Fueron viniendo poco a poco también todos aquéllos que servían a Artabano más por miedo que por amor, levantándoles el ánimo el ver que tenían cabezas y capitanes a quienes seguir. Ya no le quedaban a Artabano más que algunos soldados extranjeros de la guardia de su persona, gente desterrada de su misma patria y sin alguna noticia del bien ni cuidado del mal, los cuales, entretenidos a sueldo, suelen hacerse ministros de toda maldad. Acompañado, pues, de éstos, tomó una diligente huida a provincias apartadas hasta los confines de la Esticia, esperando ayuda por el parentesco de los hircanos y de los carmanos, y que aplacados en tanto los partos con los ausentes y mudables con los presentes, sería posible arrepentirse.
XXXVII. Mas Vitelio, huido Artabano y dispuestos a nuevo rey los ánimos de aquellos populares, después de haber exhortado a Tiridates que se aprovechase de la ocasión, con el nervio de las legiones y auxiliarios puso su campo sobre el río Éufrates, donde sacrificando éstos al modo romano el puerco, la oveja y el toro (5), y aquéllos por aplacar al río un caballo enjaezado, refirió después la gente de la tierra que el Éufrates por sí mismo y sin ayuda de lluvias había crecido extraordinariamente, y que de sus blancas espumas se figuraban ciertos círculos en forma de guirnaldas, cosa que anunciaba feliz y próspero pasaje. Otros, más astutos, interpretaban que los principios serían dichosos, aunque de poca dura, siendo así que de ordinario se da más crédito a las cosas pronosticadas en el cielo o en la tierra que no a los ríos, de naturaleza inestable, y que a un mismo tiempo muestran y llevan consigo los agüeros. Hecho el puente con los navíos y pasado el ejército, Ornospades fue el primero que vino al campo con muchos millares de caballos. Éste, desterrado un tiempo de su patria, ayudó a Tiberio valerosamente a fenecer la guerra de Dalmacia, y alcanzó por este servicio la dignidad de ciudadano romano. Vuelto después a la gracia del rey, fue por él muy favorecido y recibió el gobierno de aquellos fertilísimos campos, que por estar rodeados de los dos ínclitos ríos Tigris y Éufrates, fueron denominados Mesopotamia.
Llegó poco después Sinaces con nuevas gentes, y su padre Abdageses añadió el aparato y riquezas reales, que era la seguridad y el nervio de aquella liga. Vitelio, pareciéndole que bastaba haber hecho ostentación de las armas romanas, advertidos Tiridates y los suyos, aquél a tener memoria de su abuelo Frahates y de César que le había criado, ambas cosas dignas de estima, y éstos a conservar la obediencia a su rey, respetamos a nosotros y guardar a todos el honor y la fe, dio la vuelta con sus legiones a Siria.
XXXVIII. He puesto juntos los sucesos de estos dos Estados por dar algún reposo al ánimo, cansado de las calamidades domésticas, porque Tiberio, aun tres años después de la muerte de Seyano, ni por el tiempo, ni por ruegos, ni por hartura, cosas que suelen ablandar a otros, se aplacaba de manera que no hiciese castigar por gravísimas y por nuevas las cosas inciertas o envejecidas. Por este miedo Fulcinio Trion previno al furor de sus acusadores, y en los últimos codicilos dejó escritas muchas cosas bien atroces contra Macrón y contra los más principales libertas de César, dándole en rostro a él también con que había vuelto a los ejercicios de la niñez convirtiéndose casi en forajido por su continua ausencia. Estas cosas, ocultadas por los herederos, quiso Tiberio que se leyesen públicamente para hacer ostentación de su paciencia contra la ajena libertad, o porque ya no hiciese caso de su propia infamia, o porque no informado por mucho tiempo de las maldades de Seyano, gustase de verlas divulgar de cualquier manera y, aunque a costa de oír sus propias injurias, conocer la verdad sin mancha de adulación. En los mismos días, Granio Marciano, senador, acusado de majestad por Cayo Graco, se quitó la vida. Y Tacio Graciano, que había sido pretor, fue condenado a muerte por virtud de la misma ley.
XXXIX. El mismo fin tuvieron Trebeliano Rufo (6) y Sextio Paconiano: Trebeliano por sus propias manos, y Sextio con un garrote que se le dio en la cárcel, por haber allá dentro compuesto versos contra el príncipe. No recibía ya Tiberio estas nuevas con mensajeros que venían de lejos, ni estando apartado de Italia y dividido de mar, sino vecino a Roma; tal, que en un día y una noche respondía a las cartas que había recibido de los cónsules, casi como viendo con los ojos correr los ríos de sangre que inundaban las casas y la que derramaban las infames manos del verdugo. Murió a la fin del año Popeo Sabina, hombre de humilde linaje, mas por amistad de los príncipes honrado del consulado y del honor triunfal; gobernó las mayores provincias por espacio de veinticuatro años, no porque fuese de extraordinario valor, mas porque valía bastantemente para sólo aquello.
XL. Sigue el consulado de Quinto Plaucio y de Sexto Papinio. En este año ni que Lucio Aruseyo ... fuesen hechos morir, por la costumbre del mal, parecía cosa atroz; mas espantó con grande extremo el ver que Vibuleno Agripa, caballero romano, en acabando los acusadores de declarar sus culpas, sacándose en el mismo Senado el tósigo del seno, se lo tragó en un punto, el cual, caído en tierra medio muerto, fue por los lictores llevado prestamente a la cárcel, donde, acabado ya de morir, le dieron un garrote como si todavía fuera vivo (7). Ni a Tigranes, ya rey de Armenia y entonces reo, pudo librar el nombre real de padecer la misma pena que si fuera ciudadano. Mas Cayo Galba, varón consular, y los dos Blesos murieron voluntariamente: Galba, por haberle prohibido César con cartas bien resentidas el sortear las provincias; y los Blesos, porque los sacerdocios que se les destinaron cuando su casa estaba entera en amenazando ruina se los difirieron; y entonces, como ya acababa del todo, se transfirieron a otros: tomaron esto por señal de muerte, y así la solicitaron por sus manos. Emilia Lépida, que fue casada, como he dicho, con Druso el mozo, a quien imputó de varios delitos, puesto que, infame ella y detestable, pasó con todo eso sin castigo mientras vivió su padre Lépido. Acusada después de adulterio con un esclavo suyo, no dudándose de la maldad, renunciadas las defensas, dejó voluntariamente la vida.
XLI. En este tiempo la nación de los clítaros, sujetos a Arquelao de Capadocia, porque era constreñida a pagar los censos y tributos a nuestro uso, se retiró a las cumbres del monte Tauro, y por la calidad del sitio se defendía de los soldados poco valerosos de aquel rey, hasta que Marco Trebelio, legado, con cuatro mil legionarios y una banda escogida de gente de socorro enviada por Vitelio, presidente de Siria, después de haber rodeado con trincheras dos montañas llamadas la menor Cadra y la otra Dabara, sobre las cuales se habían alojado los bárbaros, con las armas a los que se atrevieron a tentar el paso, y a los demás con la sed, forzó a rendirse. Mas Tiridates, de consentimiento de los partos, recobró a Niceforia, Antemusiada y las demás ciudades que, edificadas por los macedones, conservan el nombre griego, y Halo y Hartemia, villas de partos; ayudando con alegre emulación los que después de haber detestado la crueldad de Artabano, criado entre los escitas, esperaban en la benignidad de Tiridates, hecho a las costumbres romanas.
XLII. Mostraron notable lisonja los de Seleucia, ciudad poderosa, rodeada de murallas, la cual no tiene nada de lo bárbaro, antes conserva muchas cosas de su fundador Seleuco. Tiene como para su Senado trescientos varones, escogidos de los más ricos y más sabios ciudadanos. Tiene también el pueblo su autoridad, y cuando están unidos entre sí no estiman a los partos; mas en dividiéndose con discordias, mientras cada cual busca socorros contra el émulo, llamados por una de las partes, prevalecen al fin contra todos. Esto sucedió poco antes, reinando Artabano, el cual, por su interés, hizo que el pueblo estuviese sujeto a los más aparentes; porque el dominio del pueblo se arrima tanto a la libertad, como el imperio de pocos a la voluntad y al apetito de los reyes. Recibieron a Tiridates con mucho aplauso y con los honores acostumbrados a los reyes antiguos; añadiendo también los que con mayor largueza había inventado la nueva edad, y a un mismo tiempo diciendo injurias contra Artabano y afirmando que sólo tenía bueno el ser por su madre del linaje Arsacida, porque había degenerado en todo lo demás. Tiridates, restituido el gobierno de aquella ciudad al pueblo, consultaba sobre el día en que había de ser su coronación, cuando llegaron cartas de Frahates y de Hierón, que tenían dos de los gobiernos más principales, suplicándole se entretuviese un poco.
Pareció conveniente el esperar a estos personajes, de tanta autoridad. Fuese entretanto Tiridates a Ctesifón, silla y cabeza del Imperio; mas difiriendo éstos de día en día su venida, Surena, en presencia de muchos que aprobaron este acto, con las usadas solemnidades le ornó de las insignias de rey.
XLIII. Y si luego se hubiera hecho ver en el centro del reino, reprimiera las dudas en que estaban los que ponían largas al negocio, y confirmara la fe de todos. Mas entreteniéndose en un castillo donde Artabano había dejado el tesoro y sus concubinas, dio tiempo de arrepentirse de las convenciones hechas. Porque Frahates y Hierón, con los demás que por no haberse aplazado el día de la coronación no habían podido hallarse en ella, parte por miedo, parte por odio que tenían a Abdageses, que era todo el Gobierno y la privanza del nuevo rey, se vuelven a la parte de Artabano, hallándolo en Hircania tan falto de todo, que vivía de la caza que podía matar con su arco. Espantóse al principio creyendo que se le urdía algún engaño; mas como después de asegurado supo que venían para restituirle el reino, comenzando a cobrar ánimo, preguntó la causa de una mudanza tan repentina. Entonces, Hierón comenzó a vituperar la juventud de Tiridates, diciendo que no reinaba un Arsacida, sino un nombre vano de rey en un mancebo no guerrero, perdido y afeminado en las costumbres extranjeras; reduciéndose todo lo demás a la casa de Abdageses.
XLIV. Conoció él, como práctico en el reinar, que éstos habían fingido la amistad con Tiridates y que no fingían el aborrecimiento, y así, sin aguardar a más que a juntar los socorros de los escitas, camina con toda velocidad por no dar lugar a los enemigos de usar astucias y estratagemas, ni a los amigos de arrepentirse, de la manera que estaba, deslucido y roto, por mover a compasión al vulgo, no dejando engaños, ni ruegos, ni artificio alguno para animar los sospechosos y conservar los dispuestos. Ya se hallaba un buen número de gente junto a Seleucia, cuando Tiridates, atemorizado a un mismo tiempo de la fama y de la llegada del mismo Artabano, estaba todavía irresoluto y combatido de varios consejos: si iría luego a encontrarle, o si trataría la guerra maduramente. Aquéllos a quien agradaba la guerra y las prestas resoluciones alegaban el estar los enemigos desordenados, cansados del largo viaje, ni aun bien dispuestos a obedecer, siguiendo al mismo a quien poco antes habían sido traidores y enemigos. Mas Abdageses proponía que se volviese a Mesopotamia, donde con la oposición del río, juntados los armenios y elimeos, y levantados los otros a las espaldas, aumentando el ejército de milicia confederada y de los soldados que enviaría el general romano, se podría con más seguridad tentar la fortuna. Prevaleció este voto por la mucha autoridad de Abdageses y por no ser Tiridates experto en los peligros; mas fue la retirada especie de huida, comenzando a desbandarse los árabes, y los demás retirarse a sus casas o al campo de Artabano; hasta que reducido Tiridates con pocos a Siria, dio a todos ocasión de rebelarse sin vergüenza.
XLV. En este mismo año fue Roma ofendida grandemente del fuego, quemándose una parte del circo pegado al Aventino y todo el mismo Aventino; de cuyo daño resultó gloria a César, habiendo pagado el precio de las casas y de los barrios aislados con dos millones y medio de oro (cien millones de sestercios). Fue tanto más agradable al vulgo esta liberalidad, cuanto él se deleitaba menos en fabricar para sí, no habiendo hecho en público más que dos edificios, es, saber, el templo de Augusto y el tablado en el teatro de Pompeyo, y éstos, acabados, o por no parecer ambicioso o por su vejez, dejó de dedicarlos. Para el aprecio del daño recibido de cada uno se eligieron los maridos de sus cuatro nietas, Cneo Domicio, Casio Longino, Marco Vinicio y Rubelio Blando, añadido Publio Petronio, de nombramiento de los cónsules. Decretáronse por esto muchos honores al príncipe, según lo que cada particular sabía inventar; mas por su muerte, que sobrevino poco después, no pudo saberse lo que aceptaba o rehusaba. Porque no tardaron mucho en tomar posesión del magistrado los últimos cónsules del tiempo de Tiberio, conviene a saber: Cneo Aceronio y Cayo Poncio, habiéndose ya hecho extraordinaria la potencia de Macrón; el cual, habiendo procurado conservarse siempre en la gracia de Cayo César, entonces la iba ganando cada día más, hasta que, muerta Claudia, mujer de Cayo, como se ha dicho, le prestaba a su mujer Enia, con artificio de hacerle aficionar de suerte que se casase con ella, prometiéndolo todo el mozo a trueque de mandar. Porque si bien era de naturaleza pronta y resentida, había con todo eso aprendido el arte de disimular del pecho de su abuelo, el cual conociéndole bien, estaba en duda a cuál de los nietos había de encomendar la República.
XLVI. El hijo de Druso, aunque en sangre y afición más próximo, le parecía demasiado niño. El hijo de Germánico, en la flor de su juventud, amado del vulgo y aborrecido por esto del abuelo. Pensó tal vez en su sobrino Claudio, por ser de edad competente y aficionado a las artes liberales; pero hízole daño el ser algo falto de juicio. Buscar el sucesor fuera de su casa temía no fuese afrenta e injuria a la memoria de Augusto y al nombre de los Césares; no haciendo él tanto caso de la gracia de los presentes cuanto de la ambición de agradar a los venideros. Hallándose después irresoluto de ánimo y enfermo de cuerpo, dejó al hado la resolución que él con discurso no supo tomar; aunque antes de esto se dejó decir algunas palabras, de que se podía colegir que tenía prevenido a lo venidero. Porque Macrón dio descubiertamente en rostro con decir que dejaba el Occidente por mirar al nacimiento del sol. Y a Cayo César, mientras conversando acaso se reía de Sila, pronosticó que tendría todos los defectos de Sila y ninguna de sus virtudes; y luego, con muchas lágrimas, abrazando al menor de sus nietos, volviendo el rostro a Cayo con semblante fiero, le dijo: Tú matarás a éstos (8), y otro a ti. Mas agravándose el mal, sin abstenerse de sus torpezas sensuales, sufría la dolencia fingiendo tener salud, acostumbrado a burlarse del arte de los médicos y de aquéllos que al cabo de treinta años de experiencia tenían necesidad de consejo para saber lo que dañaba o aprovechaba a su propia salud.
XLVII. Echábanse entre tanto en Roma peligrosas semillas para ir continuando la matanza, aun después de muerto Tiberio. Lelio Balbo había acusado de majestad a Acucia, mujer que fue de Publio Vitelio; la cual, condenada, tratándose de decretar el premio al acusador, se opuso a ello Junio Otón, tribuno del pueblo, quedando entre los dos un odio grande, y Otón al fin desterrado. Después de esto, Albucila, famosa por su honestidad, la cual tuvo por marido a Satrio Secundo, aquél que descubrió la conjuración, fue acusada de impiedad para con el príncipe, y con ella Cneo Domicio, Vivio Marso y Lucio Aruncio, culpados en el caso y en sus adulterios. De la nobleza de Domicio he tratado arriba. Marso era también de antiquísimos y honrados progenitores, y excelentes en sus estudios; mas el ver, por las interrogaciones del proceso que envió al Senado, que Macrón asistía al examen de los testigos y al tormento de los esclavos, y que no había cartas del emperador contra los reos, o por ocasión de su enfermedad o porque ignoraba el caso, daba sospecha de que muchas de aquellas cosas las fingía Macrón por la descubierta enemistad que profesaba con Aruncio.
XLVIII. Y así Domicio, tomando tiempo para defenderse, y Marso, después de haber determinado de matarse de hambre, alargaron la vida. Aruncio, a los amigos que le persuadían el diferir y esperar, respondió que no eran honradas a todos unas mismas cosas; que habiendo ya vivido harto, no se arrepentía de otra cosa que de haber pasado la vejez con tantas ansias entre menosprecios y peligros, primero a causa de Seyano, y después de Macrón, siempre aborrecido de algún poderoso no tanto por culpa suya, cuanto por no sufrir las ajenas. Confieso -decía él- que es posible evitar los pocos y últimos días que le quedan de vida al príncipe; mas ¿serálo por ventura el escapar de la juventud de su sucesor? Si en Tiberio, después de tan larga experiencia de todo, vemos que la fuerza del mandar ha causado en él tan gran mudanza, ¿qué hará en Cayo César, salido apenas de la niñez, ignorante de todas las cosas y criado entre los peores? Diremos por suerte que hará milagros con la guía de Macrón, el cual, elegido como peor para oprimir a Seyano, ha afligido a la República con mayores maldades. Yo anteveo una servidumbre mucho más rigurosa, y así me resuelvo a librarme a un mismo tiempo de las pasadas y de las venideras miserias. Dicho esto, que fue una verdadera profecía, se abrió las venas. Las cosas que sucedieron después mostraron lo bien que hizo Aruncio en quitarse la vida. Albucila, tentando en vano el puñal para matarse, fue por orden del Senado puesta en prisión. De los ministros de sus lujurias, Carsidio, sacerdote, varón pretorio, fue desterrado a una isla, y, Poncio Fregelano, privado del orden senatorio; y, las mismas penas fueron decretadas contra Lelio Balbo con aplauso universal, a causa de que Balbo con su terrible elocuencia se mostraba de ordinario prontísimo contra los inocentes.
XLIX. En aquellos mismos días, Sexto Papinio, de familia consular, escogió una súbita y extraña muerte, arrojándose a un precipicio. Atribuíase la causa a su madre, que, repudiada poco antes de su marido, había, con halagos y con actos lascivos, inducido al mozo a aquello de que no podía salir mejor librado que con la muerte. Ella, acusada por esto en el Senado, aunque arrodillándose a los pies de los senadores, triste y miserable, se excusase con el lecho común y con ser más flaco en aquellos casos el ánimo mujeril, con otras muchas cosas que le dictaba el dolor, fue con todo desterrada de Roma por diez años, hasta que el hijo menor acabase de pasar el ardor de la juventud.
L. Íbanle faltando ya a Tiberio el cuerpo y las fuerzas, mas no la disimulación. Mostraba la fuerza y vehemencia acostumbrada en el ánimo y en las palabras, y muchas veces con un fingido regocijo procuraba encubrir el manifiesto desfallecimiento y la flaqueza del sujeto. Con esto, finalmente, después de haber mudado muchos lugares, paró en el cabo de Miseno, en la quinta que fue ya de Lucio Lúculo (9). Conocióse su cercana muerte de esta manera: Caricles, famoso médico, aunque no curaba al príncipe, acostumbraba darle de ordinario advertimiento para su salud. Éste, tomando licencia como para irse a sus negocios, so color de besarle la mano le tocó el pulso. Cayó en ello Tiberio, y por ventura enfadado de esto, por disimular el enojo, mandó cubrir la mesa de más viandas que lo acostumbrado como por favorecer y honrar en su partida al médico, a quien tenía por amigo. Con todo esto, Caricles aseguró después a Macrón que le iba faltando el espíritu y que no viviría dos días. De este aviso resultó el comenzar a solicitar de palabra a los presentes, y con correos a diligencia a los legados y a los ejércitos. A los diez y seis de marzo, con un desmayo que le sobrevino se creyó que había acabado la vida, y ya comenzaba Cayo César a salir con gran acompañamiento de los que venían a dar el parabién para introducirse en el Imperio, cuando de improviso se supo que Tiberio había cobrado el habla y la vista y que a gran priesa pedía la vianda. Amedrentados todos y esparcidos, unos procuraban volver a componer el rostro conforme a las pasadas muestras de tristeza, y otros disimular el caso. Enmudeció Calígula, y, caído de tan altas esperanzas, comenzaba ya a temer de su propia persona. Sólo Macrón, sin alguna alteración, ordenó que aquel viejo fuese ahogado con echarle encima cantidad de ropa, mandando salir antes a todos del aposento. Este fin tuvo Tiberio a los setenta y ocho años de su edad.
LI. Fue hijo de Nerón y descendiente por ambos lados de la familia Claudia, aunque su madre fue primero adoptada en la Livia y después en la Julia. En su primera juventud estuvieron sus cosas en duda; porque a más de haber seguido a su padre en el destierro, cuando después entró a ser antenado de Augusto contrastó con muchos émulos mientras vivieron Marcelo y Agripa, y después Cayo y Lucio, césares; y su hermano Druso era también más amado de la ciudad. Mas en ningún tiempo estuvo en mayor balanza el estado de sus cosas que desde que tuvo por mujer a Julia, siéndole necesario sufrir su deshonestidad o apartarse de ella. Vuelto después de Rodas, estuvo en casa del príncipe doce años sin que en ella hubiese hijos; y al cabo de ellos obtuvo el señorío supremo de la República romana, y gozó de él cerca de otros veintitrés. Sus costumbres fueron diversas y se mudaron según el tiempo. Fue de egregia vida y fama mientras vivió hombre particular o durante el imperio de Augusto; oculto y cauteloso en fingir y profesar virtud lo que vivieron Germánico y Druso, entremezclando el mal y el bien viviendo su madre; detestable en todo género de crueldad, aunque encubierto en sus lujurias, mientras amó o temió a Seyano; y finalmente se precipitó a un abismo de maldades y deshonestidades cuando, despojado enteramente de la vergüenza y del temor, se fue tras la corriente de sus propias inclinaciones y naturales apetitos.
Notas
(1) Ave fabulosa, célebre en las tradiciones egipcias. Los autores que hablan de ella la pintan del tamaño de un águila, con un hermoso moño en la cabeza, las plumas del cuello de color de oro, la cola blanca salpicada de plumas encarnadas y los ojos brillantes. Cuando siente acercarse su fin -dicen-, se construye un nido de plantas aromáticas, que expone a los rayos del sol y en cuyas llamas se consume. En el apartado en que habla de esa ave, Tácito parece haberse complacido en repetir cuanto acerca de ella se sabía o se creía saber en su tiempo, y si bien reconoce que hay mucho de fabuloso en lo que de la misma le refiere, se ve que creía en su existencia.
(2) Sobre estas curiosas y célebres noticias del historiador latino acerca del Ave Fénix consúltese el importante libro de J. Hubaux y M. Leroy, Le Mythe du Phénix, Liége-París, 1939. Véase en español el antiguo comentario de Pellicer en las notas de su erudita obra El Fénix y su historía natural, Madrid, 1530.
(3) Dion refiere, XVIII, 24, que Escauro había compuesto una tragedia en Atreo, de la cual Tiberio creyó ver su retrato. Ya que ha hecho de mí un Atreo -dijo- yo haré de él un Ajax, aludiendo a que éste se había dado la muerte por su propia mano.
(4) Según Walcknaer, es el desfiladero de Derbend, llamado por los turcos Demi capi o puerta de hierro.
(5) Se llamaba este sacrificio suovetaurilia, porque en él se inmolaba un puerco, sus; una oveja, avis, y un toro, taurus.
(6) Es el mismo que había sido dado por tutor a los hijos de Coti, rey de Tracia.
(7) Burnouf observa que no era un lujo de crueldad, una barbarie inútil. Importaba -dice- que Vibuleno no escapase a los verdugos, a fin de que no escapasen sus bienes a la confiscación.
(8) En efecto, Cayo Caligula hizo matar al joven Tiberio en el primer año de su reinado.
(9) El vencedor de Mitrídates, que se hizo famoso por sus riquezas y por el fausto en que vivía.
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