Indice de Las tinajas de Ulúa de Teodoro Hernández Breves antecedentes del Castillo Lo que escribió César E. Canales en su cautiverioBiblioteca Virtual Antorcha

Teodoro Hernández

LAS TINAJAS DE ULÚA

Cómo se vivía y moría en las mazmorras


Para los reos del orden común que se albergaban en Ulúa, siempre había una regular cantidad de aire y sol que respirar, que disfrutaban cuando salían a ejecutar las durísimas faenas de la prisión. Consistían estas faenas en lo siguiente: acarreo del agua potable para el servicio de la prisión, en carrera desenfrenada, desde los aljibes, teniendo que ascender y descender escalinatas enormes, seguidos de un capataz, o un par de estos verdugos. por cada pareja de reos, dispuestos aquéllos a flagelar sin piedad las espaldas desnudas o semidesnudas de los prisioneros cada vez que éstos retardaban su marcha, por el cansancio, o se detenían en su carrera, por fuerza mayor o involuntaria; carga y descarga de carbón para las embarcaciones que atracaban, debiendo soportar sobre sus desnudas espaldas hasta ciento cincuenta kilos de piedra mineral, trabajos de pintura en el dique flotante, con perjuicio de caer con frecuencia al agua y perecer, pues había la consigna de no prestar ningún auxilio al que cayera al fondo; acarreo a mañana y tarde de los excrementos humanos, para arrojarlos a la playa; el sacrificio de toros bravos, para la alimentación de los reos, animales que había que lidiar improvisándose toreros para después sacrificarlos y dar a comer la carne envenenada por la ira de la bestia, a los reclusos; los que no tenían arrestos ni habilidades, siempre eran empitonados y víctimas de las fieras.

El rancho que se servía a los presos se componía de caldo, en el que se cocía la carne muchas veces descompuesta, sopa de arroz los domingos, y frijoles diariamente, de los sobrantes que quedaban de los restaurantes de Veracruz; en muchas ocasiones, un pan tan duro como correoso.

Sin embargo, todo esto resultaba insignificante y llevadero comparado con el suplicio de los millones de parásitos que pululaban por el cuerpo humano, chupando la sangre de los reclusos, parásitos que por su abundancia y la oscuridad de las galeras había que ingerir, como medio más eficaz para matarlos.

Y qué diremos de la higiene: a los reclusos políticos se les obligaba a lavar los platos de hojalata en que tomaban sus alímentos ya descritos, en los orines de las cubas que los contenían, porque el agua, a pesar de encontrarse los reos en medio de la mar, escaseaba mucho, y en épocas brillaba por su ausencia absoluta.

Los baños para los reos políticos también eran motivo de infamia, pues se les obligaba a bañarse, cuando no en la charca inmunda de la playa, donde se arrójaban todos los desperdicios de la fortaleza, en un pozo infecto, debiendo extraer el agua sucia, en latas, y en ocasiones el baño se realizaba, en el preciso momento de arrojar los excrementos humanos a la mar, de manera que aparecían flotando sobre la superficie de las aguas, las inmundicias y los cuerpos humanos a la vez.

Conforme con el régimen militar impuesto, estaban destinadas dos horas cada ocho días para el lavado y baño de la prisión. Los guardianes dejándose llevar de la animalidad, constreñían a los reclusos a efectuar el baño en una sola hora, y con la ropa puesta, la que llevaba forzosamente al interior de los calabozos, acentuaba la insalubridad normal y en consecuencia la emigración a la enfermería. Esta, por su raquitismo, su pobreza y su escaso personal, era una verdadera antesala de la muerte.

Se daba a los reclusos por prescripción médica, en los meses de mayo y junio, baños extraordinarios que por las circunstancias en que se tomaban y el lugar donde se efectuaban (diferente al ordinario), constituían un oprobio para la ciencia de Hipocrates, y no era obice para que estos baños se tomaran aunque la marea estuviera baja; y así los novecientos presos que había en Ulúa, dividios en tres secciones, iban unos tras otros a revolcarse en el cieno, llevando la peor parte los últimos que llegaban cuando el agua escasa y estancada, estaba ya demasiado batida, pestilente e impregnada de mortales gérmenes, como de los que depositaban los desdichados presos enfermos.

En los lugares nauseabundos y mortíferos de las galeras había muchos procesados, en infecto hacinamiento, víctimas de la insalubridad y los malos tratos. Contáronse de estas víctimas por centenares, sin que jamás, durante su permanencia en Ulúa, se les instruyera proceso alguno, y no pocos de ellos sin haber tomado parte alguna en la conspiración. Eran inocentes, en quienes se cebó el odio de los caciques, porque no pudieron dar con los verdaderos culpables y después de haberles incendiado sus casas y destruído sus labores, fueron copados, inermes casi todos y remitidos a Ulúa, como presos de guerra.

Cada vez que moría algún infeliz, desterrado, era conducido a la necrópolis acuaria, a La Puntilla, por una pareja de reclusos, con su indispensable capataz a la retaguardia, látigo en mano. Los cadáveres eran enterrados a flor de tierra.

La inhumación se verificaba de esta manera: se hacía una excavación como de cincuenta centímetros. y ahí se dejaban los despojos, envueltos en mugrosa y no menos piojosa frazada, que en vida sirviera de abrigo a la víctima; no era posible profundizar la sepultura, pues en seguida manaba el agua salada de la playa; tampoco se podía dejar ningún recuerdo del desaparecido, sobre el montículo de tierra que cubría sus huesos, porque cada cadáver era pasto seguro de las jaibas y los cangrejos, que de un día para otro los devoraban con avidez.

La forma de enterrar los cadáveres de los presos en Ulúa, nos recuerda la forma en que se hacía la de los enganchados y deportados al Valle Nacional.

El cadáver del desventurado era envuelto en un petate, y puesto en unas parihuelas improvisadas que otros dos de los compañeros del fallecido. a quienes les esperaba la misma suerte, conducían al sitio que servía de cementerio. Este sitio encontrábase en una especie de altozano erizado de rocas y de maleza, circundado con una cerca de alambres con púas. Era de verse cómo el cadáver mal envuelto en un guiñapo de petate le salían las piernas desnudas fuera de la parihuela y la cabeza le colgaba por la otra parte haciendo movimientos de vaivén producido por el paso de quienes lo conducían.

Pero la cosa era terrible en la estación de lluvias; entonces el camino que conducía al llamado cementerio se inundaba de tal manera que lo dejaban las lluvias convertido, una vez pasadas algunas horas, en un lodazal que lo hacía intransitable. Por eso es que, para conducir a los muertos que diariamente eran en bastante número, se utilizaban carretas tiradas por bueyes. Y era también de ver cuando al subir la pendiente hacia la prominencia en que hallábase el cementerio, los bueyes resbalaban constantemente hasta sentir fatiga, atascándose la carreta hasta más arriba del cubo de las ruedas. Como al entierro de los cadáveres siempre iba uno de los capataces o de los llamados cabos, para vigilar a los conductores a fin de que no se fugaran, resultaba entonces un espectáculo por demás horripilante. El capataz o cabo azuzaba a los bueyes con la garrocha que portaba hasta hacerles sangre por todas partes del cuerpo, obligando por otra parte a los conductores a que embrazaran las ruedas del armatoste con todo su esfuerzo posible para ayudar en su tarea a los animales. Pero como ni así era posible en muchos casos salir avante, estallaha en cólera el instrumento de los negreros y la emprendía a palos con la misma garrocha sobre los endebles cuerpos de los peones encargados de guiar la carreta.

Una vez en el cementerio pedregoso, con las herramientas que llevaban: azadón, pico y pala, se hacía la fosa, generalmente a no más de medio metro de profundidad, de lo que resultaba que durante las lluvias torrenciales, ya por los deslaves o por el aflojamiento de la tierra, los cadáveres quedaban casi al descubierto y bandadas de zopilotes hacían su macabro festín en ellos.

Pero volvamos a la vida en San Juan de Ulúa.
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