Indice de Las tinajas de Ulúa de Teodoro Hernández Lo que escribió César E. Canales en su cautiverio Escrito de Enrique Novoa, rebelde irreductible en el calabozo El InfiernoBiblioteca Virtual Antorcha

Teodoro Hernández

LAS TINAJAS DE ULÚA

Cipriano Medina relata sus torturas


Hace algunos meses falleció en esta capital, siendo teniente coronel retirado, Cipriano Medina, quien permaneció varios años en los calabozos de Ulúa por su participación en el movimiento revolucionario de 1906 en Acayucan.

Medina dejó escrita una relación sobre su estancia en aquellos antros, y de ella publicamos lo que sigue:

LAS TINAJAS

Allá por el año de 1904, buscando refugio de la persecución que me hacían las autoridades de Oaxaca por asuntos políticos, llegue a Coatzacoalcos, hoy Puerto México, del Estado de Veracruz, y en ese mismo año arribó a la repetida población Hilario C. Salas como componente de una brigada sanitaria. Haciendo justicia diré que Salas, oriundo de Oaxaca, era un hombre de carácter afable, de febril actividad y un soñador de las ideas libertarias.

Por afinidad de ideales, muy pronto nació entre nosotros ese afecto mutuo, hijo de la comprensión de pensamientos, y por ende vino la amistad estrecha que trae aparejada la confianza que nos hace partícipes de nuestros sentimientos.

Un domingo de aquel año (la fecha escapa a mi memoria), nos encontrábamos en la playa; recuerdo que contemplábamos una puesta de sol tropical; tai vez aquel hermoso paisaje entusiasmó a Salas, quien de improviso fijó en mí su mirada y me dijo: Hay que hacer algo efectivo para difundir las ideas liberales; hay que trabajar para que el pueblo descorra la venda que cubre sus ojos y pueda ver la triste realidad; hay que levantar su decaído espíritu y hacer que del paria surja el ciudadano. Y yo, un poco repuesto de mi asombro, pues era la primera vez que Salas me hablaba en tal forma, le dije: ¿Cuál es tu proyecto para acometer tamaña empresa? Y sin vacilar, como el hombre que tiene premeditados sus planes, me contestó: Reunir a los hombres que piensen como nosotros; discutir la mejor forma de iniciar los trabajos, si es posible formar un club; tú me ayudarás. Tales frases las pronunció con el aplomo que caracteriza la convicción.

Desde aquel momento nuestros vínculos de amistad quedaron más fuertemente atados por el juramento que en silencio nos hicimos de trabajar en pro de la causa libertaria, pues comprendíamos demasiado que la empresa nos acarrearía sinsabores.

Días después nos reunimos en la casa habitación del señor Julián Esteva, que ya era nuestro correligionario, con un pequeño grupo de adeptos, y después de manifestar Salas el objeto de la reunión y de haber expuesto la idea entre los concurrentes, se llegó a la conclusión de formar un club, el que se llamó Club Liberal Valentín Gómez Farías, en memoria del ilustre constituyente.

Hecha la elección de mesa directiva, resulté nombrado secretario de la naciente agrupación. Como una de las bases era levantar el espíritu del pueblo, se estatuyó conmemorar los días de gloria y de luto de nuestra Patria, en los que, según el caso, se harían fiestas o veladas. De nuestro peculio sosteníamos la agrupación y costeábamos las erogaciones, lo que a veces requería verdaderos sacrificios para darles mayor lucimiento, pues nuestros emolumentos eran reducidos. Salas, como dije al principio, era empleado sanitario, y los demás eran artesanos, obreros de los talleres del ferrocarril, pequeños comerciantes, y yo, empleado comercial de la Casa Pereyra Hermanos.

Los oradores nombrados al efecto enaltecían las glorias y virtudes de nuestros héroes a la par que censuraban la administración porfirista, para que el pueblo se diera cuenta de la abyección en que vivía. La labor fue fructífera, y unos meses más, el reducido número de fundadores de la agrupación fue reforzado por otros elementos, en su mayoría ferrocarrileros. Así nació y tuvo vida el Club Liberal Valentín Gómez Farías, que andando el tiempo haría estremecer el solio del rebelde de Tuxtepec.

Nuestra propaganda se extendió a las poblaciones comarcanas e Istmo de Tehuantepec. Formamos sucursales en Chinameca y otros lugares, pudiendo así ensanchar nuestro radio de acción.

Ya en estas condiciones pensamos ir más lejos y comisionamos a Salas para que se pusiera en contacto con la Junta Revolucionaria presidida por Ricardo Flores Magón. Nació la Segunda Agrupación Activa, a la que únicamente pertenecíamos los que estábamos en el secreto de los planes revolucionarios y en contacto directo con la misma Junta.

En el mes de febrero de 1906 acordamos levantar una estatua al Benemérito de las Américas, licenciado don Benito Juárez con motivo del centenario de su natalicio. Sin contar con elementos, pero sí con una inquebrantable voluntad y alentados por la firmeza de nuestras ideas, emprendimos la obra que fue coronada con el éxito, por haber contado con la cooperación unánime del pueblo, cuya simpatía nos habíamos conquistado después de dos años de constante lucha. Este monumento, humilde por cierto, como lo fueron los actos de nuestro ilustre patricio, es un testigo mudo pero elocuente de nuestra tesonera labor, que patentizará a la generación presente nuestro entusiasmo y que perpetuará la memoria del Club Liberal Valentín Gómez Farías, integrado por un grupo de jóvenes ilusos como nos llamaban los pretorianos, pero en cuyo cerebro ardía la llama de la libertad, en sus corazones la esperanza de triunfo y dispuestos siempre al sacrificio en holocausto a sus ideales.

El día 21 de marzo de aquel año (1906), el pueblo se dio cita en la plaza de Coatzacoalcos; la muchedumbre estaba ansiosa de ver cuando se descubriera la efigie del patricio. Por mi mente jamás cruzó la idea de que desde aquella noche, en que todo era gozo y satisfacción, comenzaría a descender por los peldaños de la escalera del dolor que el destino había colocado en mi camino; su índice de fuego me tenía señalado como la primera víctima, y acatando sus altos designios había que inmolarse. La muchedumbre, con sus vítores y aclamaciones, levantó nuestro ánimo haciendo que nuestra imaginación volara en alas de la fantasía.

El programa dio principio en medio del júbilo desbordante de la multitud, y al llegar el momento en que me tocaba cubrir el número que se me tenía encomendado, lleno de visible emoción abordé la tribuna.

Carezco de dotes oratorias y mucho más de elocuencia; pero en mi lenguaje sencillo hablé al pueblo, cuyo ánimo se enardeció con mis frases candentes. Fue una peroración virulenta; ácremente censuré la administración porfirista y de una manera clara y abierta, hice una invitación al pueblo para que con las armas en la mano defendiéramos nuestros derechos conculcados y derrocáramos aquella odiosa dictadura.

Los esbirros, justamente alarmados, en esa misma noche y en ese mismo momento, hicieron presión ante las autoridades locales, que por cierto se encontraban presentes, para que ordenaran que se me bajara de la tribuna y se me aprehendiera; pero comprendieron cuál hubiera sido en tal caso la actitud del pueblo, de ese pueblo que ya comenzaba a sacudir el marasmo que lo dominara, optando mejor por ponerlo en conocimiento de las autoridades superiores de Minatitlán, y al día siguiente se presentó el Jefe Político Manuel Demetrio Santibáñez con las fuerzas del Estado, tal como si se tratara de un verdadero levantamiento. Mis compañeros, temerosos por la suerte que pudiera yo correr por haber provocado las iras de los pretorianos de la caduca administración, me ocultaron, y horas más tarde salía en una máquina del ferrocarril rumbo a Chinameca. Pero la persecución era tenaz: allí también una fracción de rurales me buscaba con insistencia. Para librarme de caer en sus garras, José María Novoa, que era Jefe de Estación en dicho lugar y hermano de nuestro inolvidable correligionario Enrique del mismo apellido, me ocultó en la concavidad que forman los muros que sostienen los tanques para la toma de agua de las máquinas. Dentro de aquella muralla, si así puede decirse, reflexioné sobre mi situación; me sentí avergonzado por haber abandonado el lugar que me corrcspondía en la lucha, y aunque mis compañeros optaban por la fuga, mi dignidad de hombre me obligaba a sacrificarme en aras de mis ideales. Comprendí que era bochornoso expresarse de un modo viril en la tribuna para después emprender una retirada vergonzosa, y más en nosotros, que nos habíamos impuesto el deber de trazar al pueblo e! sendero de la libertad y enseñarles como se cae, pero a caer con dignidad.

Con tales reflexiones, regresé por la noche en otra máquina ferrocarrilera a Coatzacoalcos, y al día siguiente, al ser visto ya no traté de ocultarme y fui aprehendido con saña inaudita por fuerzas del Estado y conducido desde luego a Miramar; nombre que en esa época se le daba a la prisión. Al día siguiente a las primeras horas del día, con lujo de fuerza, haciendo aparecer que era consignado a las armas como contingente de sangre, se me llevó hasta Juchitán, porque los cobardes esbirros comprendieron que allí no me tenían seguro, pues el pueblo daba muestras de amotinarse para libertarme.

Haré aquí un paréntesis para hacer justicia a la conducta observada por la joven Josefa Tolentino, única mujer con que contábamos en el seno de la agrupación. Caminaba entre la numerosa escolta que me conducía a la estación para tomar el ferrocarril del Istmo, cuando de improviso, de una de las calles adyacentes, surgió la figura de esa joven morena, en cuyo rostro se reflejaba el dolor, y sin que le infundiera temor la soldadesca, fijando en mí sus grandes y negros ojos, me habló de esta manera:

Medina, vé tranquilo, que si te toca morir, y no hay quién ocupe tu puesto, yo sabré ocuparlo.

A esta muchacha, que frisaba en los veinte años, todos le teníamos aprecio, admiración y respeto, se había conquistado nuestras simpatías por sus ideas levantadas, por su amor a la causa y porque en la tribuna había demostrado más de una vez con sus candentes peroraciones, dotes oratorias.

Al llegar a Juchitán se me condujo al cuartel del 25° Batallón, pero no se me dió el trato que se acostumbraba para los que tenían la desgracia de ser consignados a las armas, sino que se me alojó en un cuarto tal vez para ser mejor vigilado, de modo que prácticamente me encontraba detenido en el mismo edificio. Toda mi correspondencia era interceptada y hasta violada, así fue cómo cayó en manos de mis verdugos y custodios una carta que el hoy General de Brigada Juan José Ríos me dirigiera desde San Juan del Mezquital, Zac., de la que únicamente se me mostró el sobre; pero como suponía su contenido. creo no haber podido disimular un gesto de disgusto, pues esa carta debía denunciarlo como el principal conspirador en el Estado de Zacatecas.

Yo ya había caído, pero mis correligionarios siguieron trabajando con el mismo tesón, aunque ya con más dificultades por las persecuciones de que eran objeto, lognando hacer que el movimiento revolucionario estallara el 30 de septiembre de 1906 en San Pedro, Soteapam, del entonces Cantón de Acayucan, Chinameca e Ixhuatlán, del Cantón de Minatitlán, acaudillados por Hilario C. Salas, Enrique S. Novoa y Palemón Riveroll, respectivamente.

Inmediatamente, que tuvieron conocimiento las autoridades militares de ese movimiento libertario, se me encerró en un calabozo que estaba destinado a castigar a los soldados incorregibles, y allí permanecí hasta que la soldadesca ahogó en sangre aquel grito de rebeldía. En los primeros días de octubre del mismo año de 1906 fui sacado de dicho calabozo y siempre con lujo de fuerza, fui conducido a Veracruz e internado en la prisión Las Galeras, y una hora después de mi llegada se me encerró en una bartolina, de donde fui sacado al día siguiente para llevarme a presencia de mi juez, ante un juez de aquella época, para quien toda ley era la consigna.

En el juzgado comencé a darme cuenta de cuanto había pasado, pues como dije antes, se me tenía incomunicado; allí pude ver a don Julián Esteva, que era conducido también para declarar, y con quien únicamente pude cambiar una mirada. Al tomárseme declaración, aquel juez venal quiso increparme, y con tono imperativo me dijo; ¿Quién es usted para atacar al gobierno y qué motivos tiene para ello? Lo ataco con el derecho del ciudadano que tiene libertad de pensar, y los motivos sería muy largo enumerarlos, le contesté. Después, ya con voz más suave me hizo otras preguntas que no es del caso referir, y al terminar sarcásticamente dijo, como hablando consigo mismo: He tenido la oportunidad de ver que todos los complicados en este asunto han tenido el valor suficiente para asumir cada uno su responsabilidad. Si aún vive el juez Bullegoyre que nos juzgó y llega a leer estas líneas, tendrá que confirmar lo que asiento. Y es que hay episodios en la vida que no cubre la brocha del tiempo con el barniz del olvido, sino que se graban en nuestra memoria con caracteres de fuego.

Terminada mi declaración fui conducido al malecón, en donde abordamos una lancha que puso proa hacia el tenebroso Castillo de San Juan de Ulúa, en donde ya se encontraban muchos de mis compañeros de lucha. Antes de que venciera el término de ley, en la misma fortaleza se nos dictó auto de formal prisión por rebelión y sedición, para cubrir los requisitos constitucionales y dejar que el proceso, como se dice vulgarmente, durmiera el sueño del justo, pues jamás se volvieron a acordar de nosotros, fiados tal vez de que en aquella prisión no podríamos sobrevivir por mucho tiempo. A los cinco días de permanecer en la galera número 1, en donde me encontré a otros, entre ellos al viril y simpático Cecilio E. Morocini, quienes no terminaban de contarme los episodios de aquella contienda, sin experimentar ya la satisfacción de vernos otra vez reunidos, aunque en muy diferente forma, fui sacado de ese antro para ser llevado a otro más tenebroso, El Infierno. Tal nombre se daba a un calahozo que sólo tendría aproximadamente unos ciento cincuenta centímetros de alto, doscientos veinticinco de largo por unos ciento treinta de ancho. Era una concavidad formada en las gruesas paredes del vetusto Castillo en el fondo de un solitario calabozo; por lo que una vez cerrada la puerta que mediría unos ciento veinte centímetros de alto, el reo quedaba sepultado en vida. Hasta allí no llegaba el menor rayo de luz, no se oía rumor humano, era una noche interminable en la cual perdí la noción del tiempo.

Lector, si alguna vez visitas esa fortaleza, que muy bien pudiera ser llamada la tumba del Golfo, interésate por conocer El Infierno, contémplalo y compadéceme.

Cuando fui exhumado, si cabe la frase, salí con los cabellos y la barba sumamente crecidos, el cuerpo presentaba algunas úlceras producidas indudablemente por la higiene (?), pues mi baño no era otro que las filtraciones de agua que llegaban hasta mi tumba en las horas de pleamar. Al llegar a un amplio patio que existe en ese Castillo, cuál no sería mi sorpresa cuando entrecerrando los ojos para ver mejor, pues los rayos del sol herían mis pupilas ya acostumbradas a las sombras, vi a varios centenares de reos políticos, como nos llamaban. Por suerte en esa formación me tocó quedar junto a Moroncini, con quien crucé algunas palabras, corriendo el peligro de que el corbacho acariciara nuestras espaldas, pues me dijo que era considerado como grave delito hablar en formación, y toda falta era castigada con azote. Hasta entonces pude darme cuenta de que había permanecido catorce largos meses en aquella soledad; no recuerdo la fecha exacta, pero fue en la primera decena de noviembre de 1906 cuando entré a ese antro, y al volver a la luz corría el mes de enero de 1908.

Momentos después fui internado en un calabozo al que por sarcasmo, o por estar colocado en la parte alta de El Infierno; le llamaban La Gloria. Tenía más altura, un débil rayo de luz formaba la penumbra; pero las filtraciones de los aljibes que hay en la parte superior del castillo formaban estalactitas, de donde se desprendían las constantes gotas de agua que no sólo humedecían mi humilde indumentaria, sino las baldosas del piso, que estaba formado en el centro por una piedra completamente lisa, por lo que se podía tener la impresión de que se caminaba en un pan de jabón. Por fortuna permanecí allí únicamente unas dos semanas para pasar después a libertad, como se decía cuando un reo, después de haber pasado por los calabozos de tormento, como eran los que he descrito y El Purgatorio, El Jardín y La Leona, que sería largo describir, quedaba en común de presos.

En la galera número uno, que fue a donde se me internó, se compone de tres amplios salones comunicados por pequeños arcos, y por lo tanto en contacto con los presos rematados, o sea los rayados, que por estar sentenciados los vestían con un traje a rayas. Estos salones inmundos, poblados de parásitos, obscuros y húmedos por las filtraciones del agua de los mismos algibes, una vez se inundaron en la estación de lluvias, habiéndonos llegado el agua un poco más arriba de la rodilla. Imagínese el lector el cuadro que formábamos aquellos esqueletos andantes, semidesnudos, moviéndose como sombras chinescas enmedio de aquella laguna limitada por los negros muros de nuestra prisión.

Seguir relatando la dura prueba a que fui sometido sería tarea larga, pues tendría que describir uno a uno los episodios que durante tanto tiempo se desarrollaron, escenas que conservo en la memoria y cuyo recuerdo sombrío, triste y lúgubre bajará conmigo a la obscura región de lo ignorado.

Muchos de los compañeros, en su mayoría indígenas de Soteapan, Ixhuatlán y Pajapa, sucumbieron, y como héroes anónimos, yacen sus restos olvidados en el panteón de aquel islote conocido con el nombre de La Puntilla. ¡Loor a su memoria!

Los que sobrevivimos, al recordar aquellos tiempos, sentimos que el cuérpo se estremece, que la sangre se hiela, apareciendo en el kaleidoscopio de nuestra imaginación aquellos cuadros llenos de dolor y de miseria.

Cuando dedicábamos un recuerdo a los seres queridos, que no podían tener ni aun siquiera el consuelo de recibir nuestras letras, perdida la esperanza de volver a vernos e imposibilitados de tener el consuelo de ir a nuestra anónima tumba para depositar sobre ella las flores de amaranto y siempreviva, entonces, buscando un lenitivo a nuestro justo dolor, entonábamos esta canción, producto de la fecunda imaginación de nuestro querido e inolvidable Juan Sarabia y la que fue inspirada en las sombrías mazmorras, era para nosotros como el bálsamo consolador que restañaba las heridas de nuestro lacerado corazón:

LAS GOLONDRINAS

¡Oh golondrina que con raudo vuelo
Puedes cruzar la vasta inmensidad;
Dichosa tú que libre y sin cadenas
Donde te llaman tus instintos, vas.

Yo prisionero por amar mi patria
Al ver tu vuelo sobre el ancho mar,
¡Oh, golondrina, tu existencia envidio,
Y sueño en mi perdida libertad.

Ave errabunda, vé con los que me aman
Y que tal vez mi ausencia llorarán,
Y hasta sus almas doloridas lleva
Los ecos de mi canto de pesar.

Haz que conozcan los tormentos míos
Y que no ingratos vayan a olvidar,
Lo que he sufrido por amar mi Patria
Y por amar la santa libertad.

Existía la consigna de que el voluminoso proceso se mantuviera abierto con el deliberado propósito de no pronunciar sentencia, con la criminal intención de que uno a uno fuésemos sucumbiendo por agotamiento físico y moral.

En tales condiciones no teníamos más esperanzas de que algún día, tal vez a la muerte del dictador, las pesadas puertas de nuestra prisión giraran sobre sus robustos goznes para darnos paso y recobrar la ansiada libertad.

La simiente que depositamos en el surco germinó, dándonos la libertad como sabroso fruto en junio de 1911, cuando la Revolución triunfante se constituyó en Gobierno.
Indice de Las tinajas de Ulúa de Teodoro Hernández Lo que escribió César E. Canales en su cautiverio Escrito de Enrique Novoa, rebelde irreductible en el calabozo El InfiernoBiblioteca Virtual Antorcha