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Capítulo I
Los esclavos de Yucatán
¿Qué es México? Los norteamericanos comúnmente llaman a México nuestra República hermana. La mayoría de nosotros la describimos vagamente como una República muy parecida a la nuestra, habitada por gente un poco diferente en temperamento, un poco más pobre y un poco menos adelantada, pero que disfruta de la protección de leyes republicanas: un pueblo libre en el sentido en que nosotros somos libres.
Algunos que hemos visto el país a través de la ventanilla del tren, o que lo hemos observado un poco en las minas o haciendas, describimos esta tierra al sur del río Bravo como regida por un paternalismo benevolente, en el que un hombre grande y bueno todo lo ordena bien para su tonto pero adorado pueblo.
Yo encontré que México no era ninguna de esas cosas. Descubrí que el verdadero México es un país con una Constitución y leyes escritas tan justas en general y democráticas como las nuestras; pero donde ni la Constitución ni las leyes se cumplen. México es un país sin libertad política, sin libertad de palabra, sin prensa libre, sin elecciones libres, sin sistema judicial, sin partidos políticos, sin ninguna de nuestras queridas garantías individuales, sin libertad para conseguir la felicidad. Es una tierra donde durante más de una generación no ha habido lucha electoral para ocupar la Presidencia; donde el Poder Ejecutivo lo gobierna todo por medio de un ejército permanente; donde los puestos políticos se venden a precio fijo. Encontré que México es una tierra donde la gente es pobre porque no tiene derechos; donde el peonaje es común para las grandes masas y donde existe esclavitud efectiva para cientos de miles de hombres. Finalmente, encontré que el pueblo no adora a su presidente; que la marea de la oposición, hasta ahora contenida y mantenida a raya por el ejército y la policía secreta, llegará pronto a rebasar este muro de contención. Los mexicanos de todas clases y filiaciones se hallan acordes en que su país está a punto de iniciar una revolución en favor de la democracia; si no una revolución en tiempo de Díaz, puesto que éste ya es anciano y se espera que muera pronto, sí una revolución después de Díaz. Mi interés especial en el México político se despertó por primera vez a principios de 1908, cuando establecí contacto con cuatro revolucionarios mexicanos que entonces se hallaban encerrados en la cárcel municipal de Los Angeles, Cal. Eran cuatro mexicanos educados, inteligentes, universitarios todos ellos, que estaban detenidos por las autoridades de los Estados Unidos bajo la acusación de planear la invasión de una nación amiga, México, con una fuerza armada desde territorio norteamericano.
¿Por qué unos hombres cultos querían tomar las armas contra una República? ¿Por qué necesitaron venir a los Estados Unidos a preparar sus maniobras militares? Hablé con esos detenidos mexicanos. Me aseguraron que durante algún tiempo habían agitado pacíficamente en su propio país para derrocar sin violencia y dentro del marco constitucional a las personas que controlaban el gobierno.
Pero por esto mismo -declararon- habían sido encarcelados y sus bienes destruidos. La policía secreta había seguido sus pasos, sus vidas fueron amenazadas y se había empleado toda clase de métodos para impedirles continuar su trabajo. Por último, perseguidos como delincuentes más allá de los límites nacionales, privados de los derechos de libertad de palabra, de prensa y de reunión, privados del derecho de organizarse pacíficamente para promover cambios políticos, habían recurrido a la única alternativa: las armas.
¿Por qué deseaban derrocar a su gobierno? Porque éste había dejado a un lado la Constitución; porque había abolido los derechos cívicos que, según consenso de todos los hombres ilustrados, son necesarios para el desarrollo de una nación; porque había desposeído al pueblo de sus tierras; porque había convertido a los trabajadores libres en siervos, peones y algunos de ellos hasta en verdaderos esclavos.
- ¿Esclavitud? ¿Quieren hacerme creer que todavía hay verdadera esclavitud en el hemisferio occidental? -respondí burlonamente- ¡Bah! Ustedes hablan como cualquier socialista norteamericano. Quieren decir esclavitud del asalariado, o esclavitud de condiciones de vida miserables. No querrán significar esclavitud humana.
Pero aquellos cuatro mexicanos desterrados insistieron:
- Sí, esclavitud -dijeron-, verdadera esclavitud humana. Hombres y niños comprados y vendidos como mulas, exactamente como mulas, y como tales pertenecen a sus amos: son esclavos.
- ¿Seres humanos comprados y vendidos como mulas en América? ¡En el siglo XX! Bueno -me dije-, si esto es verdad, tengo que verlo.
Así fue como, a principios de septiembre de 1908, crucé el río Bravo en mi primer viaje, atravesando las garitas del México Viejo.
En este mi primer viaje fui acompañado por L. Gutiérrez de Lara, mexicano de familia distinguida, a quien también conocí en Los Angeles. De Lara se oponía al gobierno existente en México, hecho que mis críticos han señalado como prueba de parcialidad en mis investigaciones. Por el contrario, yo no dependí de De Lara ni de ninguna otra fuente interesada para obtener información, sino que tomé todas las precauciones para conocer la verdad exacta, por medio de todos los caminos posibles. Cada uno de los hechos fundamentales apuntados respecto a la esclavitud en México lo vi con mis propios ojos o lo escuché con mis propios oídos, y casi siempre de labios de personas quizás inclinadas a empequeñecer sus propias crueldades: los mismos capataces de los esclavos.
Sin embargo, en favor del señor De Lara debo decir que me prestó ayuda muy importante para recoger materiales. Por su conocimiento del país y de la gente, por su simpática sociabilidad y, sobre todo, por sus relaciones personales con valiosas fuente de información en todo el país -con personas bien enteradas-, estuve en condiciones de observar y oír cosas que son casi inaccesibles para el investigador ordinario.
¿Esclavitud en México? Sí, yo la encontré. La encontré primero en Yucatán. La península de Yucatán es un recodo de la América Central que sobresale en dirección nordeste, en dirección a la Florida. Pertenece a México, y su área de unos 120 mil km2 está dividida casi por igual entre los Estados de Yucatán y Campeche y el territorio de Quintana Roo.
La costa de Yucatán, que comprende la parte central norte de la península, se halla casi a 1,500 km directamente al sur de Nueva Orleans. La superficie del Estado es casi toda roca sólida, tan dura que, en general, es imposible plantar un árbol sin que primero se haga un hoyo, volando la roca, de modo que puedan desarrollarse las raíces.
El secreto de estas condiciones peculiares reside en que el suelo y el clima del norte de Yucatán se adaptan perfectamente al cultivo de esas resistentes especies de plantas centenarias que producen el henequén o fibra de sisal. Allí se halla Mérida, bella ciudad moderna con una población de 60 mil habitantes, rodeada y sostenida por vastas plantaciones de henequén, en las que las hileras de gigantescos agaves verdes se extienden por muchos kilómetros. Las haciendas son tan grandes que en cada una de ellas hay una pequeña ciudad propia, de 500 a 2,500 habitantes según el tamaño de la finca, y los dueños de estas grandes extensiones son los principales propietarios de los esclavos, ya que los habitantes de esos poblados son todos ellos esclavos. La exportación anual de henequén se aproxima a 113,250 tons. La población del Estado es de alrededor de 300 mil habitantes, 250 de los cuales forman el grupo de esclavistas; pero la mayor extensión y la mayoría de los esclavos se concentra en las manos de 50 reyes del henequén. Los esclavos son más de 100 mil.
Con el propósito de conocer la verdad por boca de los esclavistas mismos, me mezclé con ellos ocultando mis intenciones. Mucho antes de pisar las blancas arenas de Progreso, el puerto de Yucatán, ya sabía cómo eran comprados o engañados los investigadores visitantes; y si éstos, no podían ser sobornados, se les invitaba a beber y a comer hasta hartarse, y una vez así halagados les llenaban la cabeza de falsedades y los conducían por una ruta previamente preparada. En suma: se les engañaba tan completamente que salían de Yucatán con la creencia, a medias, de que los esclavos no eran tales; que los 100 mil hambrientos, fatigados y degradados peones eran perfectamente felices y vivían tan contentos con su suerte que sería una verdadera vergüenza otorgarles la libertad y la seguridad que corresponden, en justicia, a todo ser humano.
El papel de la farsa que desempeñé en Yucatán fue el de un inversionista con mucho dinero que quiere colocarlo en propiedades henequeneras. Como tal, los reyes del henequén me recibieron calurosamente. En verdad fui afortunado al llegar al Estado en esa época, pues antes del pánico de 1907 era política bien entendida y unánimemente aprobada por la Cámara Agrícola, organismo de los agricultores, que no debía permitirse a los extranjeros conocer el negocio del henequén. Esta actitud se debía a que las utilidades eran enormes y los ricos yucatecos querían cortar el bacalao para ellos solos; pero, especialmente, por el temor de que por mediación de los extranjeros fueran conocidas en el mundo todas sus fechorías.
El pánico de 1907 arruinó el mercado del henequén por algún tiempo. Los henequeneros eran un grupo de pequeños Rockefeller, pero necesitaban dinero en efectivo y estaban dispuestos a aceptarlo del primero que llegase. Por esto mi imaginario capital era el ábrete sésamo para entrar en su grupo y en sus fincas. No sólo discutí con los reyes mismos cada una de las fases de la producción del henequén, sino que mientras quedaba libre de su vigilancia observé las condiciones normales de la vida de millares de esclavos.
El principal entre los reyes del henequén de Yucatán es Olegario Molina, ex gobernador del Estado y secretario de Fomento de México. Sus propiedades, tanto en Yucatán como en Quintana Roo, abarcan más de 6 millones de hectáreas: un pequeño reino.
Los 50 reyes del henequén viven en ricos palacios en Mérida y muchos de ellos tienen casas en el extranjero. Viajan mucho, hablan varios idiomas y con sus familias constituyen una clase social muy cultivada. Toda Mérida y todo Yucatán, y aun toda la península, dependen de estos 50 reyes del henequén. Naturalmente, dominan la política de su Estado y lo hacen en su propio beneficio. Los esclavos son: 8 mil indios yaquis, importados de Sonora; 3 mil chinos (coreanos) y entre 100 Y 125 mil indígenas mayas, que antes poseían las tierras que ahora dominan los amos henequeneros.
Seguramente el pueblo maya representa casi el 50% de la población yucateca, y aun la mayoría de los 50 reyes del henequén son mestizos de maya y español. Los mayas son indígenas aunque no indios en el sentido norteamericano común de esta palabra. No son como los de los Estados Unidos y se les llama así tan sólo porque habitaban en el hemisferio occidental cuando llegaron los europeos. Los mayas tenían una civilización propia cuando los españoles los descubrieron, y se sabe que su civilización era tan avanzada como la de los aztecas del centro de México o la de los incas del Perú.
Los mayas son un pueblo singular. No se parecen a ningún otro pueblo del mundo; ni a los demás mexicanos; ni a los norteamericanos; ni a los chinos; ni a los hindúes; ni a los turcos. Pero puede uno imaginarse que la fusión de estos cinco pueblos tan diferentes podría formar un pueblo como el maya. No son altos de estatura; pero sus facciones son finas y sus cuerpos dan una fuerte impresión de gracia y elegancia: piel aceitunada, frente alta, rostro ligeramente aquilino. En Mérida, las mujeres de todas clases usan blancos vestidos amplios y sin cintura, bordados en el borde inferior de la falda y alrededor del escote con colores brillantes: verde, azul. Durante las noches, siempre tibias, una banda militar ejecuta piezas de música, y cientos de graciosas mujeres y niñas, vestidas de ese modo tan atrayente, se mezclan entre las fragantes flores, las estatuas artísticas y el verdor tropical de la plaza principal.
Los hacendados no llaman esclavos a sus trabajadores; se refieren a ellos como gente u obreros, especialmente cuando hablan con forasteros; pero cuando lo hicieron confidencialmente conmigo dijeron: Sí, son esclavos. Sin embargo, yo no acepté ese calificativo a pesar de que la palabra esclavitud fue pronunciada por los propios dueños de los esclavos. La prueba de cualquier hecho hay que buscarla no en las palabras, sino en las condiciones reales. Esclavitud quiere decir propiedad sobre el cuerpo de un hombre, tan absoluta que éste puede ser transferido a otro; propiedad que da al poseedor el derecho de aprovechar lo que produzca ese cuerpo, matarlo de hambre, castigarlo a voluntad, asesinarlo impunemente. Tal es la esclavitud llevada al extremo; tal es la esclavitud que encontré en Yucatán.
Los hacendados yucatecos no llaman esclavitud a su sistema; lo llaman servicio forzoso por deudas. No nos consideramos dueños de nuestros obreros; consideramos que ellos están en deuda con nosotros. Y no consideramos que los compramos o los vendemos, sino que transferimos la deuda y al hombre junto con ella. Esta es la forma en que don Enrique Cámara Zavala, presidente de la Cámara Agrícola de Yucatán, explicó la actitud de los reyes del henequén en este asunto. La esclavitud está contra la ley; no llamamos a esto esclavitud, me aseguraron una y otra vez varios hacendados.
Pero el hecho de que no se trata de servicio por deudas se hace evidente por la costumbre de traspasarse los esclavos de uno a otro año, no sobre la base de que los esclavos deben dinero, sino sobre el precio que en esta clase de mercado tiene un hombre. Al calcular la compra de una hacienda, siempre se tiene en cuenta el pago en efectivo por los esclavos, exactamente lo mismo que por la tierra, la maquinaria y el ganado. El precio corriente de cada hombre era de $400 y esta cantidad me pedían los hacendados. Muchas veces dijeron: Si compra usted ahora, es una buena oportunidad. La crisis ha hecho bajar el precio. Hace un año era de mil pesos por cada hombre.
Los yaquis son transferidos en idénticas condiciones que los mayas -al precio de mercado de un esclavo- aunque todos los yucatecos saben que los hacendados pagan solamente $65 al gobierno por cada yaqui. A mí me ofrecieron yaquis a $400, aunque no tenían más de un mes en la región y, por lo tanto, aún no acumulaban una deuda que justificase la diferencia en el precio. Además, uno de los hacendados me dijo: No permitimos a los yaquis que se endeuden con nosotros.
Sería absurdo suponer que la uniformidad del precio era debida a que todos los esclavos tenían la misma deuda. Esto lo comprobé al investigar los detalles de la operación de venta. Uno me dijo: A usted le dan, con el hombre, la fotografia y los papeles de identificación y la cuenta del adeudo. No llevamos rigurosa cuenta del adeudo -me dijo un tercero- porque no tiene importancia una vez que usted toma posesión del individuo. Un cuarto señaló: El hombre y los papeles de identificación bastan; si el hombre se escapa, lo único que piden las autoridades son los papeles para que usted lo recupere. Una quinta persona aseguró: Cualquiera que sea la deuda, es necesario cubrir el precio de mercado para ponerlo libre.
Aunque algunas de estas respuestas son contradictorias, todas tienden a mostrar lo siguiente: la deuda no se tiene en cuenta una vez que el deudor pasa a poder del hacendado comprador. Cualquiera que la deuda sea, es necesario que el deudor cubra su precio de mercado para liberarse.
Aun así -pensé-, no sería tan malo si el siervo tuviera la oportunidad de pagar con su trabajo el precio de su libertad. Antes de la Guerra de Secesión, en los Estados Unidos, aun algunos de los esclavos negros, cuando sus amos eran excepcionalmente indulgentes, estaban en posibilidad de hacerlo así.
Pero encontré que no era ésa la costumbre. Al comprar esta hacienda -me dijo uno de los amos- no tiene usted por qué temer que los trabajadores puedan comprar su libertad y abandonarlo. Ellos nunca pueden hacer eso.
El único hombre del país de quien oí que había permitido a un esclavo comprar su libertad, fue un arquitecto de Mérida: Compré un trabajador en mil pesos -me explicó-. Era un buen hombre y me ayudó mucho en mi oficina. Cuando consideré que me convenía, le fijé determinado sueldo a la semana y después de ocho años quedaron saldados los mil pesos y lo dejé ir.
Pero nunca hacen esto en las haciendas ..., nunca.
De este modo supe que el hecho de que sea por deudas el servicio forzoso, no alivia las penalidades del esclavo, ni le facilita la manera de manumitirse, ni tampoco afecta las condiciones de su venta o la sujeción absoluta al amo. Por otra parte, observé que la única ocasión en que la deuda juega algún papel efectivo en el destino de los infortunados yucatecos, opera contra éstos en vez de actuar en su favor; por medio de las deudas, los hacendados de Yucatán esclavizan a los obreros libres de sus feudos para reemplazar a los esclavos agotados, desnutridos, maltratados y agonizantes en sus fincas.
¿Cómo se recluta a los esclavos? Don Joaquín Peón me informó que los esclavos mayas, mueren con más rapidez que nacen, y don Enrique Cámara Zavala me dijo que dos tercios de los yaquis mueren durante el primer año de su residencia en la región. De aquí que el problema del reclutamiento me pareciera muy grave. Desde luego, los yaquis llegaban a razón de 500 por mes; pero yo no creía que esa inmigración fuera suficiente para compensar las pérdidas de vidas. Tenía razón al pensar así, me lo confirmaron; pero también me dijeron que a pesar de todo, el problema del reclutamiento no eran tan dificil como a mí me lo parecía.
- Es muy sencillo -me dijo un hacendado-. Todo lo que se necesita es lograr que algún obrero libre se endeude con usted, y ahí lo tiene. Nosotros siempre conseguimos nuevos trabajadores en esa forma.
No importa el monto del adeudo; lo principal es que éste exista, y la pequeña operación se realiza por medio de personas que combinan las funciones de prestamistas y negreros. Algunos de ellos tienen oficinas en Mérida y logran que los trabajadores libres, los empleados y las clases más pobres de la población contraigan deudas con ellos, del mismo modo que los tiburones agiotistas de los Estados Unidos convierten en deudores suyos a dependientes, mecánicos y oficinistas, aprovechándose de sus necesidades, y haciéndoles caer en la tentación de pedir prestado. Si estos dependientes, mecánicos y oficinistas norteamericanos residieran en Yucatán, en vez de verse tan sólo perseguidos por uno de esos tiburones, serían vendidos como esclavos por tiempo indefinido, ellos y sus hijos, y los hijos de sus hijos, hasta la tercera o cuarta generación, o más allá, hasta que llegara el tiempo en que algún cambio político pusiera fin a todas las condiciones de esclavitud existentes en México.
Estos prestamistas y corredores, de esclavos de Mérida no colocan letreros en sus oficinas, ni anuncian a todo el mundo que tienen esclavos en venta. Llevan a cabo su negocio en silencio, como gente que se encuentra más o menos segura en su ocupación, pero que no desea poner en peligro su negocio con demasiada publicidad -como sucedería en las casas de juego protegidas por la policía en alguna ciudad norteamericana. Los propios reyes del henequén me indicaron, casi siempre con mucha reserva, la existencia de estos tiburones negreros; pero otros viejos residentes de Yucatán me explicaron los métodos en detalle. Tuve la intención de visitar a uno de estos intermediarios y hablar con él acerca de la compra de un lote de esclavos; pero me aconsejaron que no lo hiciera, pues él no hablaría con un extranjero mientras éste no se hubiera establecido en la ciudad y probado en diversas formas su buena fe.
Estos hombres compran y venden esclavos, lo mismo que los hacendados. Unos y otros me ofrecieron esclavos en lotes de más de uno, diciendo que podía comprar hombres o mujeres, muchachos o muchachas o un millar, de cualquier especie, para hacer con ellos lo que quisiera; y que la policía me protegería y me apoyaría para mantener la posesión de ésos mis semejantes. A los esclavos no sólo se les emplea en las plantaciones de henequén, sino también en la ciudad, como sirvientes personales, como obreros, como criados en el hogar o como prostitutas. No sé cuántas personas en esta condición hay en la ciudad de Mérida, aunque oí muchos relatos respecto al poder absoluto que se ejerce sobre ellos. Desde luego, su cantidad alcanza varios millares.
Así, pues, el sistema de deudas en Yucatán no sólo no alivia la situación del esclavo sino que la hace más dura. Aumenta su rigor, porque además de que no le ayuda a salir del pozo, sus tentáculos atrapan también al hermano. La parte del pueblo de Yucatán que ha nacido libre no posee el derecho inalienable de su libertad. Son libres sólo a condición de llegar a ser prósperos, pero si una familia, no importa lo virtuosa, lo digna o lo cultivada que sea, cae en el infortunio de que sus padres contraigan una deuda y no puedan pagarla, toda ella está expuesta a pasar al dominio de un henequenero. Por medio de las deudas, los esclavos que mueren son reemplazados por los infortunados asalariados de las ciudades.
¿Por qué los reyes del henequén llaman a este su sistema servicio forzoso por deudas, en vez de llamarlo por su verdadero nombre? Probablemente por dos razones: porque el sistema es una derivación de otros menos rígidos que era un verdadero servicio por deudas; y por el prejuicio contra la palabra esclavitud, tanto entre los mexicanos como entre los extranjeros. El servicio por deudas, en forma más moderna que en Yucatán, existe en todo México y se llama peonaje. Bajo este sistema, las autoridades policíacas de todas partes reconocen el derecho de un propietario para apoderarse corporalmente de un trabajador que esté en deuda con él, y obligarlo a trabajar hasta que salde la deuda. Naturalmente, una vez que el patrón puede obligar al obrero a trabajar, también puede imponerle las condiciones del trabajo, lo cual significa que éstas sean tales que nunca permitirán al deudor liberarse de su deuda.
Tal es el peonaje como existe por todo México. En último análisis, es esclavitud; pero los patrones controlan la policía, y la pretendida distinción se mantiene de todos modos. La esclavitud es el peonaje llevado a su último extremo, y la razón de que así exista en Yucatán reside en que, mientras en algunas otras zonas de México una parte de los intereses dominantes se opone al peonaje y, en consecuencia, ejerce cierta influencia que en la práctica lo modifica, en Yucatán todos los interesados que dominan la situación se dedican a la explotación del henequén, y cuanto más barato es el obrero, mayores son las utilidades para todos. Así, el peón se convierte en un esclavo.
Los reyes del henequén tratan de disculpar su sistema de esclavitud denominándolo servicio forzoso por deudas. La esclavitud es contraria a la ley -dicen-. Está contra la Constitución. Cuando algo es abolido por la Constitución, puede practicarse con menos tropiezos si se le da otro nombre; pero el hecho es que el servicio por deudas es tan inconstitucional en México como la esclavitud. La pretensión de los reyes del henequén de mantenerse dentro de la ley carece de fundamento. La comparación de los siguientes dos artículos de la Constitución mexicana prueba que los dos sistemas se consideran iguales:
Art. 1, Frac. 1. En la República, todos nacen libres. Los esclavos que entren al territorio nacional recobran, por ese solo hecho, su libertad, y tienen el derecho a la protección de las leyes.
Art. V, Frac. 1 (reformado). A nadie se le obligará a prestar trabajos personales sin la justa remuneración y sin su pleno consentimiento. El Estado no permitirá el cumplimiento de ningún contrato, convenio o acuerdo que tenga por objeto la merma, pérdida o sacrificio, irrevocable, de la libertad personal, ya sea por motivos de trabajo, educación o votos religiosos. No se tolerará ningún pacto en que un individuo convenga en su proscripción o exilio.
De este modo, el negocio de los esclavos en Yucatán, llámese como se le llame, siempre resulta inconstitucional. Por otra parte, si se va a tomar como ley la política del actual gobierno, el negocio de la esclavitud en México es legal. En ese sentido, los reyes del henequén obedecen la ley. El problema de si son justos o no, queda a juicio de los moralistas más sutiles. Cualquiera que sea su conclusión, acertada o errónea, no cambiará ni bien ni mal la lastimosa miseria en que encontré a los peones de las haciendas henequeneras de Yucatán.
Éstos nunca reciben dinero; se encuentran medio muertos de hambre; trabajan casi hasta morir; son azotados. Un porcentaje de ellos es encerrado todas las noches en una casa que parece prisión. Si se enferman, tienen que seguir trabajando, y si la enfermedad les impide trabajar, rara vez les permiten utilizar los servicios de un médico. Las mujeres son obligadas a casarse con hombres de la misma finca, y algunas veces, con ciertos individuos que no son de su agrado. No hay escuelas para los niños. En realidad, toda la vida de esta gente está sujeta al capricho de un amo, y si éste quiere matarlos, puede hacerlo impunemente. Oí muchos relatos de esclavos que habían sido muertos a golpes; pero nunca supe de un caso en que el matador hubiera sido castigado, ni siquiera detenido. La policía, los agentes del ministerio público y los jueces saben exactamente lo que se espera de ellos, pues son nombrados en sus puestos por los mismos propietarios. Los jefes políticos que rigen los distritos equivalentes a los condados norteamericanos -tan zares en sus distritos como Díaz es el zar en todo México-, son invariablemente hacendados henequeneros o empleados de éstos.
La primera noticia que tuve del castigo corporal a los esclavos, me la dio uno de los miembros de la Cámara, una persona grande, majestuosa, con aspecto de cantante de ópera, y con un diamante que deslumbraba como un sol colgado en la dura pechera de su camisa. Me contó un relato, y mientras lo contaba, se reía. Yo también reí, pero de distinta manera, sin dejar de comprender que el relato estaba hecho a la medida para extranjeros:
- ¡Ah!, sí, tenemos que castigarlos -me dijo el gordo rey del henequén-. Hasta nos vemos obligados a golpear a nuestros sirvientes domésticos en la ciudad. Es así su naturaleza, lo piden. Un amigo mío, un hombre muy afable, tenía una sirvienta que siempre estaba con el deseo de ir a servir a otra persona; por fin, mi amigo vendió a la mujer y algunos meses más tarde la encontró en la calle y le preguntó si estaba contenta con su nuevo amo. Mucho, respondió ella, mucho. Es un hombre muy rudo y me pega casi todos los días.
La filosofia del castigo corporal, me la explicó muy claramente don Felipe G Cantón, secretario de la Cámara. Es necesario pegarles; sí, muy necesario -me dijo con una sonrisa-, porque no hay otro modo de obligarles a hacer lo que uno quiere. ¿Qué otro medio hay para imponer la disciplina en las fincas? Si no los golpeáramos, no harían nada.
No pude contestarle. No se me ocurrió ninguna razón que oponer a la lógica de don Felipe; pues, ¿qué puede hacerse con un esclavo para obligarle a trabajar sino pegarle? El jornalero tiene el temor a la desocupación o a la reducción del salario, amenaza que es mantenida sobre su cabeza para tenerlo a raya; pero el esclavo vería con gusto el despido, y reducir su alimentación no es posible porque se le mataría. Por lo menos tal es el caso en Yucatán.
Una de las primeras escenas que presenciamos en una finca henequenera fue la de un esclavo a quien azotaban: una paliza formal ante todos los peones reunidos después de pasar lista en la mañana temprano. El esclavo fue sujetado a las espaldas de un enorme chino y se le dieron 15 azotes en la espalda desnuda con una reata gruesa y húmeda, con tanta fuerza que la sangre corría por la piel de la víctima. Este modo de azotar es muy antiguo en Yucatán y es costumbre en todas las plantaciones aplicarlo a los jóvenes y también a los adultos, excepto los hombres más corpulentos. A las mujeres se les obliga a arrodillarse para azotarlas, y lo mismo suele hacerse con hombres de gran peso. Se golpea tanto a hombres como a mujeres, bien sea en los campos o al pasar lista en las mañanas. Cada capataz lleva un pesado bastón con el que pica, hostiga y golpea a su antojo a los esclavos. No recuerdo haber visitado un solo henequenal en que no haya visto esta práctica de picar, hostigar y golpear continuamente a la gente.
No vi en Yucatán otros castigos peores que los azotes; pero supe de ellos. Me contaron de hombres a quienes se había colgado de los dedos de las manos o de los pies para azotarlos; de otros a quienes se les encerraba en antros oscuros como mazmorras, o se hacía que les cayeran gotas de agua en la palma de la mano hasta que gritaban. El castigo a las mujeres, en casos extremos, consistía en ofender su pudor. Conocí las oscuras mazmorras y en todas partes vi las cárceles dormitorios, los guardias armados y los vigilantes nocturnos que patrullaban los alrededores de la finca mientras los esclavos dormían. También oí que algunos agricultores tenían especial placer en ver cintarear a sus esclavos. Por ejemplo, hablando de uno de los más ricos terratenientes de Yucatán, un profesionista me dijo:
- Un pasatiempo favorito de X consistía en montar en su caballo y presenciar, la limpia (el castigo) de sus esclavos. Encendía su cigarro y cuando expulsaba la primera bocanada de humo el látigo mojado caía sobre las desnudas espaldas de la víctima. Seguía fumando tranquilamente, muy contento, al mismo tiempo que los golpes caían uno tras otro. Cuando, por fin, le aburría la diversión, tiraba el cigarro y el hombre del látigo dejaba de golpear, ya que el final del cigarro era la señal para que acabasen los azotes.
A las grandes haciendas de Yucatán se llega por vías Decauville de propiedad privada, construidas y explotadas especialmente en interés de los reyes del henequén. La primera finca que visitamos es típica. Está situada a 20 km al oeste de Mérida; tiene cerca de 3 mil hectáreas, 25% de ellas plantadas de henequén y el resto son terrenos pastales abandonados. En el centro de la hacienda está el casco, que consiste en un patio en el que crece la hierba, alrededor del cual están los principales edificios: el almacén, la desfibradora, la casa del administrador, la del mayordomo primero, las de los mayordomos segundos y la pequeña capilla. Detrás de estos edificios están los corrales, los secaderos de henequén, el establo, la cárcel dormitorio y, finalmente, rodeando todo ello, las hileras de chozas de una sola pieza, en pequeños espacios de terreno, en las que viven los esclavos casados y sus familias.
En la hacienda encontramos unos 1,500 peones y cerca de 30 jefes de diversos trabajos; 30 de los esclavos eran coreanos, unos 200 yaquis y el resto mayas. Estos últimos, a mi modo de ver, se distinguían de los mayas libres que yo había visto en la ciudad, principalmente por sus vestidos y por su apariencia general de descuido y fatiga. Indudablemente eran de la misma pasta; sus vestidos eran pobres y estaban rotos; pero generalmente muy limpios. El vestido de las mujeres era de calicó, y la camisa y pantalón de los hombres de manta corriente, propia para los trópicos. Usan los pantalones recogidos en muchos casos hasta la rodilla. Sus sombreros son de palma, y siempre andan descalzos.
Unos 700 esclavos son hombres aptos para el trabajo, y el resto mujeres y niños; 380 de ellos están casados, y viven con sus familias en chozas de una pieza, construidas sobre pequeños lotes de unos 50 metros cuadrados, que a pesar de ser pedregosos y estériles, sirven a mujeres y niños para cultivar algo. Además del producto de su pobre huerto, cada familia obtiene diariamente crédito en la tienda de raya por valor de 25 centavos en mercancías.
No se les paga en dinero: todo es a crédito y este mismo sistema es el que prevalece en casi la mitad de las haciendas. La otra mitad se limita a entregar raciones, que viene a ser la misma cosa; pero algunos de los hacendados se apegan al sistema de crédito para mantener la apariencia de que pagan jornales. Inquirí sobre los precios de algunas mercancías de la tienda -maíz, frijol, sal, chile, manta y cobijas era todo lo que había en ellas- y noté que tales precios eran altos. No comprendo cómo una familia pudiera vivir con las mercancías que le daban por valor de los 25 centavos al día, sobre todo tratándose de gente que trabaja con intensidad.
Los esclavos se levantan cuando la gran campana del patio suena a las 3:45 de la mañana y su trabajo empieza tan pronto como pueden llegar a la labor. El trabajo en los campos termina cuando ya no se puede ver por la oscuridad, y en el casco prosigue a veces durante muchas horas de la noche.
La labor principal de la hacienda consiste en cortar las hojas de henequén y limpiar el terreno de las malas hierbas que crecen entre las plantas. A cada esclavo se le señala como tarea cierto número de corte de hojas o de plantas que tiene que limpiar, y la tendencia del patrón es fijar cuotas tan altas que el esclavo se vea obligado a llamar a su mujer y a sus hijos para que le ayuden; de esta manera, casi todas las mujeres y niños de la hacienda pasan una parte de la jornada en el campo. Las mujeres solteras están todo el día en el terreno de labor, y cuando un muchacho llega a los doce años, se le considera ya hombre de trabajo y se le fija una cuota que tiene que cumplir por sí solo. Los domingos no trabajan los peones para su amo; pasan el tiempo ocupados en sus huertos, descansan o se visitan. Los domingos son los días en que los muchachos y muchachas se tratan y hacen sus planes para casarse. A veces se permite a los peones que salgan de la finca para visitar a los esclavos del vecino; pero nunca se les autoriza a casarse con gente de otras haciendas, porque eso ocasionaría que uno u otro de los propietarios tuviese que comprar a la mujer o al marido, lo cual crearía dificultades.
Tales son las condiciones que, en general, prevalecen en todas las fincas henequeneras yucatecas.
Pasamos dos días en la hacienda llamada San Antonio Yaxché y conocimos perfectamente su sistema de trabajo y su gente. Los propietarios de las grandes fincas no duermen en ellas ni tampoco los administradores; igual que los propietarios, los administradores tienen sus casas y oficinas en Mérida y visitan las haciendas solamente de dos a seis veces por mes. El mayordomo primero es por lo común la autoridad suprema de la finca; pero cuando el administrador llega, aquél se convierte en un personaje realmente insignificante.
Por lo menos así sucedía en San Antonio Yaxché. El mayordomo estaba obligado a inclinarse y a rendir homenaje a su jefe igual que los jefecillos menores; y a la hora de la comida, Manuel Ríos, el administrador, mi compañero -con mucho disgusto de Ríos, que lo veía como un subordinado- y yo, comíamos solos con gran ceremonia, mientras el mayordomo daba vueltas alrededor de la mesa, dispuesto a salir corriendo para cumplir al instante lo que le pidiéramos. En nuestra primera comida, que fue la mejor que probé en todo México, sentí un fuerte impulso de invitar al mayordomo a que se sentase y tomara algo; pero no lo hice, y después me alegré, porque antes de abandonar la hacienda me di cuenta de que hubiera cometido una terrible falta.
En los campos vimos cuadrillas de hombres y muchachos, unos chaponando las malas hierbas que crecen entre las gigantescas plantas y otros cortando con machetes las enormes pencas. La recolección de éstas se hace de modo continuo en los doce meses del año y durante este periodo se revisa cuatro veces cada planta. Suelen cortarse doce hojas, las más grandes, dejando las treinta más pequeñas para que crezcan durante tres meses. El obrero corta la hoja por su raíz; quita las espinas de los bordes; suprime la púa terminal; cuenta las hojas que quedan en la planta y las que se han cortado; las apila formando haces y, finalmente, lleva éstos hasta el extremo de su hilera, en donde los recogen vehículos tirados por mulas, los cuales ruedan sobre rieles desmontables.
Pude darme cuenta de que la tierra, quebrada y rocosa, daña mucho los pies; de que las pencas de henequén son espinosas y traidoras, y de que el clima es duro, cálido y sofocante, a pesar de que estábamos en la temporada allí considerada como fría. Los hombres, vestidos de andrajos y descalzos, trabajan sin descanso, con mucho cuidado y con la velocidad de los obreros destajistas mejor pagados. También trabajaban a destajo, y su premio consistía en librarse del látigo. Se veían aquí y allá mujeres y niños, y a veces niñas, que representaban ocho o diez años. La cuota diaria acostumbrada en San Antonio Yaxché es de dos mil hojas; pero me dijeron que en otras haciendas llega hasta tres mil.
Las hojas de henequén, una vez cortadas, se llevan a un gran edificio construido en medio del casco de la finca, donde se elevan por medio de montacargas y se colocan en una banda móvil que las conduce a la desfibradora. Esta es una máquina con fuertes dientes de acero que raspan las gruesas hojas, de lo que resultan dos productos: un polvo verde, que es desperdicio, y largas fibras como cabellos de color verduzco, que es el henequén. La fibra se lleva en un tranvía al secadero, donde adquiere el color del sol. Después se transporta en el tranvía, se prensa en pacas, y pocos días o semanas más tarde, el observador podrá verla en Progreso, el puerto de Yucatán, a unos 35 km al norte de Mérida, donde se cargan en un buque generalmente británico. Los Estados Unidos compran casi todo el henequén de Yucatán, del cual nuestro trust cordelero, considerado como afiliado a la Standard Oil absorbe más de la mitad. En 1908, el precio de la fibra de henequén en pacas era de ocho centavos por libra, y un tratante de esclavos me dijo que su costo de producción no era mayor de un centavo.
Cerca de la desfibradora vimos trabajando a muchos niños; en el patio de secado encontramos muchachos y hombres; estos últimos me impresionaron por su indiferencia y su aspecto, macilento y febril. La explicación me la dio el capataz: Cuando los hombres están enfermos, los dejamos trabajar aquí ... -y agregó- ¡a media paga!
Ese era, entonces, el hospital para los hombres. El de mujeres lo descubrimos en el sótano de uno de los edificios principales; se trataba de una hilera de estancias sin ventanas y con el piso de tierra, parecidas a calabozos; en cada una de ellas estaba acostada una mujer sobre una tabla sin siquiera una sábana que mitigara la aspereza.
Más de 300 esclavos duermen en una gran construcción de piedra yargamasa, rodeada de un sólido muro de cuatro metros de alto, con bardas rematadas por trozos de vidrio. A este recinto se entra tan sólo por una puerta, en la que hay un guardián armado de porra, sable y pistola. Tal era el dormitorio de los hombres solteros de la finca, mayas, yaquis y chinos, y también de los que trabajaban medio tiempo, esclavos a quienes se emplea sólo medio año, algunos de ellos casados, cuyas familias viven en pequeños poblados en los alrededores de la finca.
Los peones de temporada se encuentran solamente como en una tercera parte de las haciendas y es una clase de trabajadores que se ha creado enteramente por conveniencia de los amos. Se convierten en trabajadores de planta a voluntad de los amos y entonces se les permite que tengan a sus familias en la hacienda; están obligados a trabajar más de la mitad del año, si se les necesita, y durante el tiempo que no trabajan en la finca no se les deja buscar trabajo en otro lugar; generalmente su labor anual se divide en dos periodos: tres meses en la primavera y tres en el otoño, durante los cuales no pueden visitar a sus familias. Se les tiene siempre encerrados en las noches, se alimentan por cuenta de la finca y la cantidad de doce centavos y medio -un real- que se les acredita diariamente se entrega por pequeñas partes a sus familias para que éstas no mueran de hambre.
Con lo dicho se verá que la cantidad que se le acredita en un año al trabajador de medio tiempo, por seis meses de labor, es de $22.50, como pago total, que es con lo que la familia del esclavo cuenta para vivir en el año.
En una sola habitación del edificio principal de San Antonio Yaxché, rodeado por la barda de piedra, encontramos más de trescientas hamacas casi tocándose unas a otras, que era el dormitorio de los peones de medio tiempo y de los solteros. Entramos en el recinto precisamente al atardecer, cuando los trabajadores, limpiándose el sudor de la frente, iban llegando. Detrás del dormitorio había media docena de mujeres que cocinaban en unas hornillas primitivas. Los andrajosos trabajadores, como lobos hambrientos, hacían círculo alrededor de la sencilla cocina y extendían las manos sucias para recibir su cena como premio, que las pobres criaturas comían de pie.
Probé la cena de los esclavos. Es decir, tan sólo probé una parte de ella con la lengua; el restó fue con el olfato, ya que mi nariz me aconsejó no introducirla en la boca. La comida consistía en dos grandes tortillas de maíz, que es el pan de los pobres de México; una taza de frijoles cocidos, sin condimento, y un plato de pescado rancio que despedía tan gran hedor que durante varios días persistió en mi olfato. ¿Cómo era posible que pudieran comer aquello? Puede ser que para variar una aburrida e inacabable serie de comidas, compuesta solamente de frijoles y tortillas, llegue un momento en que al más refinado paladar se le haga agua la boca con algo diferente, aunque este algo sólo sea un pescado cuyo hedor llegue hasta el cielo.
Frijoles, tortillas, pescado. Supongo que por lo menos podrán vivir con eso -reflexioné-, siempre que en las otras dos comidas no les vaya peor.
- A propósito -dije, volviéndome al administrador que nos servía de guía-, ¿qué es lo que se les da en las otras dos comidas?
- ¿Las otras dos comidas? -El administrador quedó perplejo-. ¿Las otras dos comidas? No hay más comidas. Ésta es la única que se les da.
Frijoles, tortillas y pescado una vez al día, y doce horas de trabajo bajo el sol abrasador.
- Pero, no -rectificó el administrador-; se les da algo más, algo muy bueno, algo que pueden llevar al campo y comerlo cuando quieren. Aquí tiene usted.
Y cogió de una de las mesas de las mujeres una cosa del tamaño de dos puños y me la dio con aire de triunfo. Tomé en mis manos aquella masa redonda y húmeda, la pellizqué, la olí y la probé. Resultó ser masa de maíz medio felmentada y hecha bola con las manos. Esto era las otras dos comidas, el complemento de la subsistencia, de los frijoles, de las tortillas y del pescado podrido, que sostenía a los trabajadores durante todo el largo día.
Me dirigí a un joven maya que chupaba cuidadosamente una espina de pescado:
- ¿Qué prefieres ser -le pregunté-, trabajador de medio tiempo o de tiempo completo?
- De tiempo completo -contestó rápidamente, y luego más bajo-. Nos hacen trabajar hasta que casi nos caemos y después nos despiden, para que nos pongamos fuertes otra vez. Si hicieran trabajar a los de tiempo completo como nos hacen trabajar a nosotros, se morirían.
- Venimos a trabajar voluntariamente -dijo otro joven maya-, porque el hambre nos obliga, pero antes que termine la primera semana, quisiéramos escapar; por eso nos encierran en la noche.
- ¿Por qué no se escapan cuando tienen ocasión de hacerlo? -pregunté-. Digo, cuando los sacan al campo.
El administrador se había apartado de nosotros para regañar a una de las mujeres.
- No tiene objeto -respondió el joven con seriedad-. Siempre nos agarran. Todos están contra nosotros y no hay dónde esconderse.
- Tienen nuestras fotografias -dijo otro-. Siempre nos encuentran y entonces nos dan una paliza. Cuando estamos aquí, queremos escapar; pero cuando nos llevan a la labor sabemos que la escapatoria es inútil.
Más tarde conocería lo admirablemente adaptado que está el territorio yucateco para impedir la huida de los fugitivos. En aquella losa caliza no crecen ftutas ni hierbas silvestres comestibles. No hay manantiales, ni sitio donde una persona pueda cavar un pozo sin dinamita y un taladro para roca.
De modo que todo fugitivo, con el tiempo, tiene que llegar a una finca o a la ciudad, y en un lugar u otro se le detiene para su identificación. Un trabajador libre que no lleve papeles para demostrar que lo es, está siempre expuesto a que lo encierren y a pasar grandes apuros para demostrar que no es esclavo fugitivo.
A Yucatán se le ha comparado con la Siberia rusa. Siberia -me han dicho algunos refugiados políticos mexicanos- es un infierno congelado; Yucatán es un infierno en llamas. Pero yo no encontré muchos puntos en común entre los dos países. Es cierto que los yaquis son desterrados, en cierto sentido y, además, desterrados políticos; pero también son esclavos. Los desterrados políticos de Rusia no son esclavos. Según Kennan, se les permite llevar con ellos a sus familias, elegir su propia morada, vivir su propia vida, y a menudo se les entrega una cantidad mensual con la que se sostienen. Yo no puedo imaginar que la lejana Siberia sea tan mala como Yucatán.
El esclavo de Yucatán no tiene hora para la comida, como la tiene el obrero agrícola norteamericano. Sale al campo en la madrugada y come, por el camino su bola de masa agria. Agarra su machete y ataca la primera hoja espinosa tan pronto como hay luz suficiente para ver las espinas, y no deja para nada el machete hasta el atardecer. Millares de grandes hojas verdes por día constituyen su tarea, y además de cortarlas, recortarlas y apilarlas, las tiene que contar, lo mismo que el número de hojas que quedan en cada planta, procurando estar seguro de que no ha contado muchas de más o de menos. Se estima que cada planta produce treinta y seis pencas nuevas al año; doce de éstas, las más grandes, se cortan cada cuatro meses; pero cualquiera que sea el número de las que se corten, tienen que quedar exactamente treinta después del corte. Si el esclavo deja treinta y una o veintinueve, se le azota; si no llega a cortar dos mil se le azota; si no recorta bien la orilla de las hojas, se le azota; si llega tarde a la revista, se le azota; se le azota por cualquier otra falta que alguno de los jefes imagina que ha descubierto en su carácter o en su aspecto. ¿Siberia? A mi parecer, Siberia es un asilo de huérfanos comparada con Yucatán.
Una y otra vez comparé, en la imaginación, el estado de los esclavos de nuestros Estados del Sur, antes de la Guerra Civil, y siempre resultó favorecido el negro. Nuestros esclavos del Sur estaban casi siempre bien alimentados; por regla general no trabajaban con exceso; en muchas de las plantaciones rara vez se les pegaba; de cuando en cuando era costumbre darles algo de dinero para pequeños gastos y se les permitía salir de la finca por lo menos una vez por semana. Éstos, como los esclavos de Yucatán, eran ganado perteneciente a la finca; pero, a diferencia de aquéllos, se les trataba tan bien como al ganado. En el Sur, antes de la guerra, no había muchas plantaciones donde murieran más negros que nacían. La vida de nuestros esclavos negros no era tan dura, puesto que podían reír algunas veces ..., y cantar. Pero los esclavos de Yucatán no cantan.
Nunca olvidaré mi último día en Mérida. Mérida es probablemente la ciudad más limpia y más bella de todo México. Podría resistir la comparación de su blanca hermosura con cualquier otra en el mundo. El municipio ha gastado grandes sumas en pavimentos, en parques y en edificios públicos, y por encima de todo eso, no hace mucho tiempo, los reyes del henequén juntaron fuerte cantidad para mejoras extraordinarias. Mi última tarde en Yucatán la pasé recorriendo a pie o en coche el opulento barrio residencial de Mérida. Los norteamericanos podrán creer que no existe nada de arquitectura en esta pétrea península centroamericana; pero Mérida tiene sus palacios de un millón de dólares, como en Nueva York, y posee miles de ellos entre magníficos jardines.
¡Maravillosos palacios mexicanos! ¡Maravillosos jardines mexicanos! Un maravilloso parque de hadas nacido al conjuro de la esclavitud de mayas y de yaquis. Entre los esclavos de Yucatán hay diez mayas por cada yaqui; pero la historia de los yaquis es la que más llamó mi atención. Los mayas mueren en su propia tierra, entre su propio pueblo, pero los yaquis son desterrados; éstos mueren en tierra extraña y mueren más aprisa y solos, lejos de sus familiares, puesto que todas las familias yaquis enviadas a Yucatán son desintegradas en el camino: los maridos son separados de las mujeres y los niños arrancados de los pechos de las madres.
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