Índice de México Bárbaro de John Kenneth TurnerCapítulo anteriorSiguiente capítuloBiblioteca Virtual Antorcha

Capítulo XI

Cuatro huelgas mexicanas

En la línea del Ferrocarril Mexicano, que trepa más de 150 kilómetros desde el puerto de Veracruz hasta 2,250 metros de altura al borde del Valle de México, se encuentran algunas ciudades industriales. Cerca de la cima, después de esa maravillosa ascensión desde los trópicos hasta las nieves, el pasajero mira hacia atrás desde la ventanilla de su vagón, a través de una masa de aire de más de 1,500 metros que causa vértigo, y distingue abajo la más elevada de estas ciudades industriales -Santa Rosa-, semejante a un gris tablero de ajedrez extendido sobre una alfombra verde. Más abajo de Santa Rosa, oculta a la vista por el titánico contrafuerte de una montaña, se halla Río Blanco, la mayor de estas ciudades, escenario de la huelga más sangrienta en la historia del movimiento obrero mexicano.

A una altitud media entre las aguas infestadas de tiburones del puerto de Veracruz y la meseta de los Moctezuma, Río Blanco es un paraíso no sólo por su clima y paisaje, sino por estar perfectamente situado para las manufacturas que requieren energía hidráulica. En el río Blanco se junta un pródigo abastecimiento de agua procedente de las copiosas lluvias y las nieves de las alturas; con la velocidad del Niágara, las corrientes bajan por las barrancas de la sierra hasta la ciudad.

Se dice que el mayor orgullo del gerente Hartington -inglés, de edad mediana y ojos acerados, quien vigila el trabajo de seis mil hombres, mujeres y niños-, estriba en que la fábrica de textiles de algodón de Río Blanco no sólo es la más grande y moderna en el mundo, sino también la que produce mayores utilidades respecto a la inversión.

En efecto, la fábrica es grande. De Lara y yo la visitamos de punta a punta; seguimos la marcha del algodón crudo desde los limpiadores, a través de los diversos procesos y operaciones, hasta que al fin sale en la tela cuidadosamente doblada con estampados de fantasía o en tejidos de colores especiales. Incluso llegamos a descender cinco escaleras de hierro, hacia las entrañas de la tierra, para ver el gran generador y las encrespadas aguas oscuras que mueven toda las ruedas de la fábrica. También observamos a los trabajadores, hombres, mujeres y niños.

Eran todos ellos mexicanos con alguna rara excepción. Los hombres, en conjunto, ganan 75 centavos por día; las mujeres, de $3 a $4 por semana; los niños, que los hay de siete a ocho años de edad, de 20 a 50 centavos por día. Estos datos fueron proporcionados por un funcionario de la fábrica, quien nos acompañó en nuestra visita, fueron confirmados en pláticas con los trabajadores mismos.

Si se hacen largas 13 horas diarias -desde las 6 a.m. hasta las 8, p.m.- cuando se trabaja al aire libre y a la luz del sol, esas mismas 13 horas entre el estruendo de la maquinaria, en un ambiente cargado de pelusa y respirando el aire envenenado de las salas de tinte ... ¡qué largas deben de parecer! El terrible olor de las salas de tinte, nos causaba náuseas, y tuvimos que apresurar el paso. Tales salas son antros de suicidio para los hombres que allí trabajan; se dice que éstos logran vivir, en promedio, unos 12 meses. Sin embargo, la compañía encuentra muchos a quienes no les importa suicidarse de ese modo ante la tentación de cobrar 15 centavos más al día sobre el salario ordinario.

La fábrica de Río Blanco se estableció hace 16 años ... ¡16 años!, pero la historia de la fábrica y del pueblo se divide en dos épocas: antes de la huelga y después de la huelga. Por dondequiera que fuimos en Río Blanco y Orizaba -esta última es la ciudad principal de ese distrito político-, oímos ecos de la huelga, aunque su sangrienta historia se había escrito cerca de dos años antes de nuestra visita.

En México no hay leyes de trabajo en vigor que protejan a los trabajadores; no se ha establecido la inspección de las fábricas; no hay reglamentos eficaces contra el trabajo de los menores; no hay procedimiento mediante el cual los obreros puedan cobrar indemnización por daños, por heridas o por muerte en las minas o en las máquinas. Los trabajadores, literalmente, no tienen, derechos que los patrones estén obligados a respetar. El grado de explotación lo determina la política de la empresa; esa política, en México, es como la que pudiera prevalecer en el manejo de una caballeriza, en una localidad en que los caballos fueran muy baratos, donde las utilidades derivadas de su uso fueran sustanciosas, y donde no existiera sociedad protectora de animales.

Además de esta ausencia de protección por parte de los poderes públicos, existe la opresión gubernamental; la maquinaria del régimen de Díaz está por completo al servicio del patrón, para obligar a latigazos al trabajador a que acepte sus condiciones.

Los seis mil trabajadores de la fábrica de Río Blanco no estaban conformes con pasar 13 horas diarias en compañía de esa maquinaria estruendosa y en aquella asfixiante atmósfera, sobre todo con salarios de 50 a 75 centavos al día. Tampoco lo estaban con pagar a la empresa, de tan exiguos salarios, $2 por semana en concepto de renta por los cuchitriles de dos piezas y piso de tierra que llamaban hogares. Todavía estaban menos conformes con la moneda en que se les pagaba; ésta consistía en vales contra la tienda de la compañía, que era el ápice de la explotación: en ella la empresa recuperaba hasta el último centavo, que pagaba en salarios. Pocos kilómetros más allá de la fábrica, en Orizaba, los mismos artículos podían comprarse a precios menores; entre 25 y 75%; pero a los operarios les estaba prohibido comprar sus mercancías en otras tiendas.

Los obreros de Río Blanco no estaban contentos. El poder de la compañía se cernía sobre ellos como una montaña; detrás, y por encima de la empresa, estaba el gobierno. En apoyo de la compañía estaba el propio Díaz, puesto que él no sólo era el gobierno, sino un fuerte accionista de la misma. Sin embargo, los obreros se prepararon a luchar. Organizaron en secreto un sindicato: el Círculo de Obreros; efectuaban sus reuniones, no en masa, sino en pequeños grupos en sus hogares, con el objeto de que las autoridades no pudieran enterarse de sus propósitos.

Tan pronto como la empresa supo que los trabajadores se reunían para discutir sus problemas, comenzó a actuar en contra de ellos. Por medio de las autoridades policíacas, expidió una orden general que prohibió a los obreros, bajo pena de prisión, recibir cualquier clase de visitantes, incluso a sus parientes. Las personas sospechosas de haberse afiliado al sindicato fueron encarceladas inmediatamente, además de que fue clausurado un semanario conocido como amigo de los obreros y su imprenta confiscada.

En esta situación se declaró una huelga en las fábricas textiles de la ciudad de Puebla, en el Estado vecino, las cuales también eran propiedad de la misma compañía; los obreros de Puebla vivían en iguales condiciones que los de Río Blanco. Al iniciarse el movimiento en aquella ciudad -según informó un agente de la empresa-, ésta decidió dejar que la naturaleza tomase su curso, puesto que los obreros carecían de recursos económicos; es decir, se trataba de rendir por hambre a los obreros, lo cual la empresa creía lograr en menos de 15 días.

Los huelguistas pidieron ayuda a sus compañeros obreros de otras localidades. Los de Río Blanco ya se preparaban para ir a la huelga; pero, en vista de las circunstancias, decidieron esperar algún tiempo, con el objeto de poder reunir, con sus escasos ingresos, un fondo para sostener a sus hermanos de la ciudad de Puebla. De este modo, las intenciones de la compañía fueron frustradas por el momento, puesto que a media ración, tanto los obreros que aún trabajaban como los huelguistas, tenían manera de continuar la resistencia, pero en cuanto la empresa se enteró de la procedencia de la fuerza que sostenía a los huelguistas poblanos, cerró la fábrica de Río Blanco y dejó sin trabajo a los obreros. También suspendió las actividades de otras fábricas en otras localidades y adoptó varias medidas para impedir que llegara cualquier ayuda a los huelguistas.

Ya sin trabajo, los obreros, de Río Blanco formaron pronto la ofensiva; declararon la huelga y formularon una serie de demandas para aliviar hasta cierto punto las condiciones en que vivían; pero las demandas no fueron atendidas. Al cesar el ruido de las máquinas, la fábrica dormía al sol, las aguas del río Blanco corrían inútilmente por su cauce, y el gerente de la compañía se reía en la cara de los huelguistas.

Los seis mil obreros y sus familias empezaron a pasar hambre. Durante dos meses pudieron resistir explorando las montañas próximas en busca de frutos silvestres; pero éstos se agotaron y después, engañaban el hambre con indigeribles raíces y hierbas que recogían en las laderas. En la mayor desesperación, se dirigieron al más alto poder que conocían, a Porfirio Díaz, y le pidieron clemencia; le suplicaron que investigara la justicia de su causa y le prometieron acatar su decisión.

El presidente Díaz simuló investigar y pronunció su fallo; pero éste consistió en ordenar que la fábrica reanudara sus operaciones y que los obreros volvieran a trabajar jornadas de 13 horas sin mejoría alguna en las condiciones de trabajo.

Fieles a su promesa los huelguistas de Río Blanco se prepararon a acatar el fallo, pero se hallaban debilitados por el hambre, y para trabajar necesitaban sustento. En consecuencia, el día de su rendición, los obreros se reunieron frente a la tienda de raya de la empresa y pidieron para cada uno de ellos cierta cantidad de maíz y frijol, de manera que pudieran sostenerse durante la primera semana hasta que recibieran sus salarios.

El encargado de la tienda se rió de la petición. A estos perros no les daremos ni agua, es la respuesta que se le atribuye. Fue entonces cuando una mujer, Margarita Martínez, exhortó al pueblo para que por la fuerza tomase las provisiones que le habían negado. Así se hizo. La gente saqueó la tienda, la incendió después y, por último, prendió fuego a la fábrica, que se hallaba enfrente.

El pueblo no tenía la intención de cometer desórdenes; pero el gobierno sí esperaba que éstos se cometieran. Sin que los huelguistas lo advirtieran, algunos batallones de soldados regulares esperaban fuera del pueblo, al mando del general Rosalío Martínez, nada menos que el subsecretario de Guerra mismo. Los huelguistas no tenían armas; no estaban preparados para una revolución que no habían deseado causar; su reacción fue espontánea y, sin duda, natural. Un funcionario de la compañía me confió después que tal reacción pudo haber sido sometida por la fuerza local de policía, que era fuerte. No obstante, aparecieron los soldados como si surgieran del suelo. Dispararon sobre la multitud descarga tras descarga casi a quemarropa. No hubo ninguna resistencia. Se ametralló a la gente en las calles, sin miramientos por edad ni sexo; muchas mujeres y muchos niños se encontraron entre los muertos. Los trabajadores fueron perseguidos hasta sus casas, arrastrados fuera de sus escondites y muertos a balazos. Algunos huyeron a las montañas, donde los cazaron durante varios días; se disparaba sobre ellos en cuanto eran vistos. Un batallón de rurales se negó a disparar contra el pueblo; pero fue exterminado en el acto por los soldados en cuanto éstos llegaron.

No hay cifras oficiales de los muertos en la matanza de Río Blanco; si las hubiera, desde luego serían falsas. Se cree que murieron entre 200 y 800 personas. La información acerca de la huelga de Río Blanco la obtuve de muchas y muy diversas fuentes: de un funcionario de la propia empresa; de un amigo del gobernador, que acompañó a caballo a los rurales cuando éstos cazaban en las montañas a los huelguistas fugitivos; de un periodista partidario de los obreros, que había escapado después de ser perseguido de cerca durante varios días; de supervivientes de la huelga y de otras personas que habían oído los relatos de testigos presenciales.

- Yo no sé a cuántos mataron -me dijo el hombre que había estado con los rurales-, pero en la primera noche, después que llegaron los soldados, vi dos plataformas de ferrocarril repletas de cadáveres y miembros humanos apilados. Después de la primera noche hubo muchos muertos más. Esas plataformas -continuó- fueron arrastradas por un tren especial y llevadas rápidamente a Veracruz, donde los cadáveres fueron arrojados al mar para alimento de los tiburones.

Los huelguistas que escaparon a la muerte, recibieron castigos de otra índole, apenas menos terribles. Parece que en las primeras horas del motín se mataba a discreción sin distinciones; pero más tarde se conservó la vida de algunas personas entre las que eran aprehendidas. Los fugitivos capturados después de los primeros dos o tres días fueron encerrados en un corral; 500 de ellos fueron consignados al ejército y enviados a Quintana Roo. El vicepresidente y el secretario del Círculo de Obreros fueron ahorcados y la mujer que agitó al pueblo, Margarita Martínez, fue enviada a la prisión de San Juan de Ulúa.

Entre los periodistas que sufrieron las consecuencias de la huelga están José Neira, Justino Fernández, Juan Olivares y Paulino Martínez. Los dos primeros fueron encarcelados durante largo tiempo; el último fue torturado hasta que perdió la razón. Olivares fue perseguido durante muchos días; pero logró evadir la captura y pudo llegar a los Estados Unidos. Ninguno de los tres primeros tenía relación alguna con los desórdenes. En cuanto a Paulino Martínez, no cometió otro delito que comentar de modo superficial sobre la huelga en favor de los obreros, en su periódico publicado en la Ciudad de México, a un día de ferrocarril desde Río Blanco. Nunca se acercó en persona a las acontecimientos de Río Blanco, ni se movió de la capital; sin embargo, fue detenido, llevado a través de las montañas hasta aquella población y encarcelado, se le mantuvo incomunicado durante cinco meses sin que fuera formulado cargo alguno en su contra.

El gobierno realizó grandes esfuerzos para ocultar los hechos de la matanza de Río Blanco; pero el asesinato siempre se descubre. Aunque los periódicos nada publicaron, la noticia corrió de boca en boca hasta que la nación se estremeció al conocer lo ocurrido. En verdad se trató de un gran derramamiento de sangre; sin embargo, aun desde el punto de vista de los trabajadores, no fue totalmente en vano ese sacrificio; la tienda de la empresa era tan importante, y tan grande fue la protesta en su contra, que el presidente Díaz concedió a la diezmada banda de obreros que se clausurase. De esta manera, donde antes había una sola tienda, ahora hay muchas y los obreros compran donde quieren. Podria decirse que al enorme precio de su hambre y de su sangre los huelguistas ganaron una muy pequeña victoria; pero aún se duda de que sea así, puesto que en algunas formas los tornillos han sido apretados sobre los obreros mucho más duramente que antes. Se han tomado providencias contra la repetición de la huelga, las cuales, en un país que se dice República democrática, son para decirlo con suavidad: asombrosas.

Tales medidas preventivas son las siguientes: 1) una fuerza pública de 800 mexicanos -600, soldados regulares y 200 rurales-, acampada en terrenos de la compañía; 2) un jefe político investido de facultades propias de un jefe caníbal.

La vez en que De Lara y yo visitamos el cuartel, el chaparro capitán que nos acompañó nos dijo que la empresa daba alojamiento, luz y agua a la guarnición y que, a cambio de ello, las fuerzas estaban de manera directa y sin reservas a disposición de la compañía.

El jefe político es Miguel Gómez; lo trasladaron a Río Blanco desde Córdoba, donde su habilidad para matar, según se dice, había provocado admiración en el hombre que lo designó: el presidente Díaz. Respecto a las facultades de Miguel Gómez, no habría nada mejor que citar las palabras de un funcionario de la compañía, con quien De Lara y yo cenamos en una ocasión:

- Miguel Gómez tiene órdenes directas del presidente Díaz para censurar todo lo que leen los obreros y para impedir que caigan en manos de ellos periódicos radicales o literatura liberal. Más aún, tiene orden de matar a cualquiera de quien sospeche malas intenciones. Sí, he dicho matar. Para eso Gómez tiene carta blanca y nadie le pedirá cuentas. No pide consejo a nadie y ningún juez investiga sus acciones, ni antes ni después. Si ve a un hombre en la calle y le asalta cualquier caprichosa sospecha respecto de él, o no le gusta su manera de vestir o su fisonomía, ya es bastante: ese hombre desaparece. Recuerdo a un trabajador de la sala de tintes, que habló con simpatía del liberalismo; recuerdo también a un devanador que mencionó algo de huelga; ha habido otros ... muchos otros. Han desaparecido repentinamente; se los ha tragado la tierra y no se ha sabido nada de ellos; excepto los comentarios en voz baja de sus amigos.

Desde luego, por su propio origen es imposible verificar esta afirmación; pero vale la pena hacer notar que no proviene de un revolucionario.

Es claro que los obreros sindicalizados de México son los mejor pagados, con gran diferencia respecto de los demás trabajadores del país. Debido a la oposición tanto de los patrones como del gobierno, así como a la profunda degradación de la que el mexicano necesita salir antes que pueda recoger los frutos de la organización, el sindicalismo en México está todavía en su infancia. Aún está en pañales; bajo las actuales circunstancias; su crecimiento es lento y está rodeado, de grandes dificultades. Hasta ahora no existe una federación mexicana de trabajadores.

Los principales sindicatos mexicanos que había en 1908, según me lo especificó Félix Vera -presidente de la Gran Liga de Trabajadores Ferrocarrileros-, y otros organizadores, eran los siguientes:

La Gran Liga de Trabajadores Ferrocarrileros con diez mil miembros; el sindicato de mecánicos, con 500 miembros; el sindicato de caldereros, con 800; el sindicato de cigarreros, con 1,500; el de carpinteros, con 1,500; el de herreros, que tiene su cuartel general en Ciudad Portirio Díaz, con 860 miembros; y el Sindicato de Obreros y del Acero y Fundiciones, de Chihuahua, con 500.

Estos son los únicos que funcionan de modo permanente, y la suma de sus miembros muestra que no llegan a 16 mil. Han surgido otros sindicatos, como los de Río Blanco, Cananea, Tizapán y otros lugares, en respuesta a una necesidad urgente; pero han sido destruidos, bien por los patrones o por el gobierno ..., o generalmente por las dos entidades de consumo, el segundo como sirviente de los primeros. Durante dos años, a partir de 1908, no ha habido en la práctica ningún avance en la organización sindical. Por el contrario, durante algún tiempo el sindicato más grande, el de trabajadores ferrocarrileros, casi dejó de existir después de haber sido vencido en una huelga, aunque recientemente ha revivido hasta recuperar casi su antigua fuerza.

Los sindicatos mencionados están formados de manera exclusiva por mexicanos. La única rama de la organización norteamericana que se extiende hasta México es la de los obreros ferrocarrileros, que excluye como miembros a los mexicanos. Por eso, la Gran Liga es un sindicato puramente mexicano.

Los caldereros perciben un salario mínimo de cincuenta y cinco centavos por hora; los carpinteros, organizados sólo en la ciudad de México sin tener aún escala de salarios, ganan de $1.50 a $3.50; los cigarreros de $3.50 a $4.00, los herreros, cuarenta y cinco centavos por hora, y los trabajadores del acero y de las fundiciones, cincuenta centavos por hora.

Han ocurrido varias huelgas de estos obreros. En 1905, los cigarreros impusieron sus propias condiciones; poco después, el sindicato de mecánicos de los talleres ferroviarios en Aguascalientes declaró la huelga porque sus agremiados estaban siendo desplazados, de modo gradual, por húngaros no sindicalizados con salarios más bajos. Los huelguistas no sólo ganaron el punto por el que luchaban, sino que además consiguieron un alza de cinco centavos diarios en sus salarios. Esto alentó en tal forma a los caldereros que éstos demandaron un aumento general de cinco centavos al día, y lo consigUieron.

Aparte de algunas huelgas cortas de menor importancia aún, tales son las únicas victorias obreras de México. La victoria ha sido la excepción; la regla es la intervención del gobierno, con derramamiento de sangre y prisión para los huelguistas.

La huelga de la Gran Liga de Trabajadores Ferrocarrileros ocurrió en la primavera de 1908. La liga está compuesta principalmente por garroteros que percibían $75 al mes, y mecánicos de los talleres que ganaban cincuenta centavos por hora. A principios de 1908, los jefes de San Luis Potosí comenzaron a discriminar a los obreros sindicalizados, tanto en los talleres como en los trenes. El sindicato protestó ante el gerente general Clark, y éste prometió solucionar el problema en un lapso de dos meses. Al terminarse este plazo nada se había hecho. Entonces, el sindicato fijó al gerente un nuevo término de 24 horas para actuar; pero tampoco hubo nada efectivo. En consecuencia, los tres mil agremiados de la línea se declararon en huelga.

Esta paralizó todo el sistema del Ferrocarril Nacional Mexicano que cuenta con cerca de 1,500 km de vías desde Laredo, Tex., hasta la Ciudad de México. Durante 6 días, el tráfico estuvo suspendido; parecía asegurado el reconocimiento del sindicato, el primer requisito necesario para lograr la paz con éxito en cualquier lucha conducida según las normas sindicales. La gran compañía, parecía vencida; pero ... los huelguistas no habían contado con el gobierno.

Tan pronto como el gerente Clark advirtió que estaba vencido en el campo económico, llamó en su ayuda al poder policíaco de Díaz. El gobernador del Estado de San Luis Potosí se comunicó con Vera, el dirigente de la Gran Liga, y le informó que si los obreros no volvían al trabajo inmediatamente, serían detenidos y encarcelados por conspirar contra el gobierno. Mostró un telegrama del presidente Díaz, que en términos significativos le recordó a Vera la matanza de Río Blanco, ocurrida apenas hacía un año.

Vera se trasladó rápidamente a México donde se entrevistó con el vicepresidente Corral y trató de conseguir una audiencia con Díaz. Corral confirmó las amenazas del gobernador de San Luis Potosí y Vera aseguró que los huelguistas mantenían perfecto orden; rogó que fueran tratados con justicia. Todo fue inútil. Vera sabía que el gobierno no estaba amenazando por formulismos, pues en esas cuestiones el gobierno de México no amenaza inútilmente. Después de una conferencia con la junta directiva del sindicato, la huelga fue levantada y los ferrocarrileros volvieron al trabajo.

Es evidente que este resultado desmoralizó al sindicato; pues, ¿de qué sirve organizar si no es permitido recoger los frutos de la unión? Los huelguistas fueron aceptados de nuevo en sus trabajos, como se había convenido; pero fueron despedidos, uno tras de otro, en el momento conveniente. La cantidad de afiliados a la liga disminuyó y los que quedaron en sus listas siguieron sólo con la esperanza de que un gobierno menos tiránico reemplazase al que había frustrado sus esfuerzos. Vera renunció a la presidencia; no se aceptó su renuncia; permaneció como jefe nominal del organismo, pero nada podía hacer. Lo conocí precisamente en esta situación y hablé con él acerca de la huelga en los ferrocarriles y la perspectiva general del sindicalismo mexicano. Sus últimas palabras en nuestra plática fueron las siguientes:

- La opresión del gobierno es terrible ..., terrible. No hay posibilidad de mejorar las condiciones de los trabajadores mientras no haya un cambio en la administración. Todo trabajador libre de México lo sabe.

Vera organizó la Gran Liga de Trabajadores Ferrocarrileros de México en 1904, y desde esa fecha ha pasado muchos meses en prisión, por el solo motivo de sus actividades sindicales. Hasta principios de 1909, en nada se mezcló que oliera a agitación política; pero las dificultades que el gobierno imponía a la organización de los sindicatos le condujo inevitablemente a la oposición. Se convirtió en corresponsal de prensa, y a consecuencia de que se atrevió a criticar al déspota, encontró de nuevo el camino de ese horrible antro que es Belén.

Vera fue detenido en Guadalajara, el 3 de agosto de 1909, y llevado a la Ciudad de México. No compareció ante juez alguno, ni se formuló contra él denuncia formal. Tan sólo se le dijo que el gobierno federal había dispuesto que pasara dos años en la cárcel, para cubrir una sentencia que cuatro años antes se le había impuesto por sus actividades sindicales, pero de la cual había sido indultado después de un año siete meses. A pesar de ser inválido, Vera es un hombre valiente y honrado y un ferviente organizador obrero; la libertad de México perderá mucho con su encarcelamiento.

Las huelgas en México han sido casi siempre resultado de la espontánea negativa de los obreros a continuar su vida miserable, más que fruto de un trabajo de organización o del llamado de los dirigentes. Tal fue la huelga de Tizapán, a la que me refiero porque de manera casual visité ese lugar cuando los huelguistas estaban muriendo, de hambre. La huelga había durado un mes; afectaba a 600 operarios de una fábrica textil de Tizapán situada a unos cuantos kilómetros desde el Castillo de Chapultepec, en la Ciudad de México. Sin embargo, ni un solo periódico de la capital que yo sepa, mencionó el hecho de que esa huelga existiera.

Me enteré que ahora es un refugiado político en los Estados Unidos, quien me advirtió que mantuviera en secreto que él me lo había comunicado, porque aunque él mismo no supo de la huelga sino después que fue declarada, temía que, una indiscreción por mi parte diera por resultado su captura. Al día siguiente fui a Tizapán, vi la fábrica silenciosa, visité a los huelguistas en sus miserables hogares y, además, hablé con el comité de huelga.

Excepto en Valle Nacional, nunca había visto tanta gente, hombres, mujeres y niños, como en Tizapán, con las señales del hambre en sus caras. Es verdad que no estaban enfermos de fiebre, que sus ojos no estaban vidriosos a causa de la fatiga total por el trabajo excesivo y el sueño insuficiente, pero sus mejillas estaban pálidas, respiraban débilmente y caminaban vacilantes por falta de alimento.

Esta gente había trabajado 11 horas diarias por salarios que variaban entre $1 y $6 por semana. Sin duda, hubieran continuado en esas condiciones si tales salarios se les pagaran realmente; pero los patrones siempre ideaban nuevos métodos para robarles lo poco a que tenían derecho. Las pequeñas manchas que aparecían en la tela eran causa de descuentos de $1 y $2 y, en ocasiones, hasta de $3 en lo sueldos; las multas menores eran incontables. Además, los trabajadores estaban obligados a pagar tres centavos cada uno a la semana para pagar la comida de los perros que pertenecían a la fábrica. Esto fue la gota que colmó el vaso. Los trabajadores se negaron a aceptar salarios con descuentos, se cerró la fábrica y empezó el periodo de hambre.

Cuando visité Tizapán, más o menos 75% de los hombres se habían marchado a otras partes en busca de trabajo. Como se hallaban por completo sin recursos, es muy probable que gran proporción de ellos haya caído en manos de enganchadores y fueran vendidos a la esclavitud de la tierra caliente. Quedaban allí algunos hombres y muchas mujeres y niños hambrientos. El comité de huelga había suplicado al gobierno federal que pusiera remedio a sus agravios; pero sin éxito. Habían pedido al presidente Díaz que reservase para ellos algunas extensiones de tierra de los millones de hectáreas que constantemente eran cedidas a extranjeros; pero no recibieron de él ninguna respuesta. Cuando les pregunté si tenían esperanza de ganar la huelga, me dijeron que no, aunque ello no les importaba; preferían morir al aire libre, que volver al trato miserable establecido en la fábrica. He aquí la transcripción del lastimoso llamado que estos huelguistas de Tizapán enviaron a otros centros fabriles del país:

Queridos compañeros:
Por esta circular hacemos saber a todos los trabajadores de la República Mexicana que ninguna de las fábricas que existen en nuestro infortunado país ha mostrado hombres tan avaros como los fabricantes de La Hormiga, Tizapán, puesto que son peores que ladrones de camino real; no sólo son ladrones sino tiranos y verdugos.
Expliquémoslo con claridad. Aquí nos roban en pesas y medidas. Aquí nos explotan sin misericordia. Aquí nos imponen multas de $2 y $3 hasta el último centavo de nuestros salarios y nos despiden del trabajo a patadas y golpes. Pero lo más repugnante, ridículo y vil de todo ello es el descuento que se hace a los trabajadores de tres centavos semanarios para el sustento de los inútiles perros de la fábrica. ¡Qué desgracia!
¿Quién puede vivir esa vida tan triste y degradante? Por lo expuesto parece que no vivimos en una República conquistada con la sangre de nuestros antepasados, sino más bien que habitamos una tierra de salvajes y brutales esclavistas, ¿Quién puede subsistir con salarios de $3 y $4 a la semana, descontados con multas, renta de casa y robos en el peso y las medidas? ¡No, mil veces no! Por tales circunstancias, pedimos a nuestra querida patria un fragmento de tierra que cultivar, de manera que no continuemos enriqueciendo al extranjero, traficante y explotador, que amontona oro a costa del fiel esfuerzo del pobre o infortunado trabajador.
Protestamos contra este orden de cosas y no trabajaremos hasta que se nos garantice que las multas serán abolidas, y también la manutención de perros, lo cual no debemos pagar nosotros, y que seremos tratados como trabajadores y no como desdichados esclavos de un extranjero.
Confiamos en que nuestros compañeros nos ayudarán en esta lucha.
EL COMITÉ.
Tizapán, 7 de marzo de 1909.

La huelga de Tizapán se perdió. La empresa reabrió la fábrica sin dificultad, tan pronto estuvo en condiciones de hacerlo, puesto que, como dicen los prospectos de las compañías del país, en México hay mano de obra abundante y muy barata.

La huelga de Cananea, que se produjo muy cerca de la línea fronteriza con los Estados Unidos, es acaso la única de la que los norteamericanos, en general, han tenido noticias. Como no fui testigo de ella, ni siquiera estuve en el lugar de los hechos, no puedo hablar como testigo presencial; sin embargo, he conversado con tantas personas conectadas de uno u otro modo con los sucesos; algunas se hallaron en el sitio mismo donde silbaban las balas, que no puedo menos que pensar en que tengo una idea bastante clara de lo que allí ocurrió.

Cananea es una ciudad productora de cobre del Estado de Sonora, situada a algunos kilómetros al sur de la frontera con Arizona. La fundó W. C. Greene, quien obtuvo del gobierno de México, a muy pequeño o ningún costo, varios millones de hectáreas a lo largo de la frontera. Greene fue tan afortunado en cultivar íntimas relaciones amistosas con Ramón Corral y otros altos funcionarios mexicanos, que las autoridades municipales establecidas en su propiedad estaban enteramente bajo su dominio, a la vez que las autoridades de la ciudad mexicana más cercana se mostraban con exceso amistosas y en realidad bajo sus órdenes. El cónsul norteamearicano en Cananea, llamado Galbraith, era también empleado de Greene, de manera que tanto el gobierno mexicano como el norteamericano en Cananea y sus proximidades eran el mismo W. C. Greene.

Desde la huelga, Greene cayó en desgracia ante los poderosos de México, y perdió la mayoría de sus propiedades; la Greene Cananea Copper Co., es ahora propiedad de la sociedad mineral ColeRyan, subsidiaria del consorcio Morgan Guggenheim para la explotación del cobre.

En las minas de cobre de Cananea estaban empleados seis mil mineros mexicanos y unos seiscientos norteamericanos. Greene pagaba a los primeros exactamente la mitad de lo que pagaba a los segundos, no porque desempeñaran la mitad de trabajo, sino porque podía conseguirlos por ese precio. Los mexicanos obtenían buena paga, para ser mexicanos ..., $3 al día, la mayor parte de ellos. Pero, desde luego, no estaban conformes y organizaron un sindicato con el propósito de obtener de Greene mejores condiciones de trabajo.

Han surgido algunas dudas y discusiones sobre el motivo que precipitó la huelga. Algunas dicen que se debió al anuncio de un capataz de la mina en el sentido de que la compañía había decidido sustituir el sistema de salarios por el trabajo por tareas. Otros afirman que se precipitó Greene al telegrafiar a Díaz en solicitud de tropas a raíz de una demanda de los mineros de un salario de $5 diarios.

Cualquiera que haya sido el motivo inmediato, los trabajadores del turno de noche fueron los primeros en suspender las labores el 31 de mayo de 1906. Los huelguistas recorrieron las propiedades de la empresa e hicieron salir a todos los hombres que trabajaban en los distintos departamentos. En todos éstos obtuvieron buen éxito; pero las dificultades empezaron en el último lugar que visitaron: el aserradero de la empresa, donde la manifestación llegó, en la madrugada. En ese lugar, el gerente, de apellido Metcalfe, bañó con una manguera a los obreros de las primeras filas; los huelguistas contestaron con piedras; Metcalfe y su hermano salieron con rifles; cayeron algunos huelguistas y en la batalla que siguió murieron ambos Metcalfe.

Durante la manifestación, el jefe del escuadrón de detectives de Greene, llamado Rowan, repartió rifles y municiones entre los jefes de departamento, y tan pronto como empezó la lucha en el aserradero, la policía de la empresa subió en automóviles y recorrió el pueblo disparando a derecha e izquierda. Los mineros, desarmados, se dispersaron; pero se disparó sobre ellos cuando corrían. Uno de los dirigentes acudió al jefe de la policía en demanda de armas para que los mineros pudieran protegerse; pero fue bárbaramente golpeado por éste, quien puso todas sus fuerzas al servicio de la compañía. Durante las primeras horas que siguieron a los disturbios, fueron 11 encarcelados algunos hombres de Greene; si embargo, pronto los pusieron en libertad, mientras que cientos de mineros quedaron presos. Al convencerse de que no se les haría justicia, el grueso de los huelguistas se concentró en un lugar dentro de las propiedades de la compañía, desde donde, atrincherados y con las armas que pudieron encontrar, los obreros, desafiaron a la policía de Greene.

Desde la oficina telegráfica de Greene se enviaron informes en el sentido de que los mexicanos habían comenzado una guerra de castas y estaban asesinando a los norteamericanos de Cananea, incluso a las mujeres y los niños. El cónsul Galbraith hizo llegar a Washington descripciones tan exaltadas que despertaron la alarma del Departamento de Guerra; tales noticias fueron tan mentirosas que Galbraith fue destituido tan pronto como se conocieron los hechos reales.

El agente de la Secretaría de Fomento de México, por otra parte, informó de los hechos tal como éstos fueron; pero por influencias de la empresa fue despedido inmediatamente de su encargo.

El coronel Greene escapó a toda prisa en su vagón privado hacia Arizona, donde pidió voluntarios que quisieran ir a Cananea a salvar a las mujeres y niños norteamericanos; ofreció 100 dólares a cada uno, tuviese o no que pelear. Esta acción no tenía ningún pretexto válido, puesto que los huelguistas no sólo nunca asumieron actitud agresiva en los acontecimientos violentos de Cananea, sino que de ningún modo se trató de una demostración antiextranjera. Fue una huelga obrera, pura y simple, una huelga en que la única demanda consistió en un aumento de salarios a $5 diarios.

Mientras las falsas noticias de Greene despachadas desde Cananea causaban sensación en los Estados Unidos, los policías privados de la empresa cazaban en las calles a los mexicanos. Se advirtió a los norteamericanos que permanecieran en sus casas para que los asesinos pudieran disparar sobre cualquiera a la vista, como en realidad lo hicieron. La lista de los muertos por los hombres de Greene, publicada en esa época, ofreció un total de 27, entre los cuales hubo varios que no eran mineros. Entre éstos, según se dice, se encontraba un niño de 6 años y un anciano de más de 90 que cuidaba una vaca cuando lo alcanzó una bala.

Mediante su falsa presentación de los hechos, Greene pudo lograr una fuerza de 300 norteamericanos, compuesta de guardias, mineros, ganaderos, vaqueros y otros procedentes de Bisbee, Douglas y otras ciudades. El gobernador Izábal, de Sonora, siempre entregado a Greene, recibió a este grupo de hombres en Naco y los condujo a través de la frontera. El jefe mexicano de la aduana se opuso a la intervención de esa gente, y juro que los invasores sólo pasarían por encima de su cadáver. Con su rifle presto, este hombre se enfrentó al gobernador del Estado y a los 300 extranjeros, y se negó a ceder hasta que Izáballe mostró una orden firmada por el general Díaz, que permitía la invasión.

Así fue como, el 2 de junio de 1906, 300 ciudadanos norteamericanos, algunos de ellos empleados del gobierno, violaron las leyes de los Estados Unidos, las mismas leyes que sirvieron para acusar a Flores Magón, y a sus amigos sólo de conspirar para violarlas. Sin embargo, ninguno de aquellos norteamericanos, ni siquiera Greene, el hombre que conocía la situación y era el único culpable fue procesado. Además, el capitán de guardias Rhynning, quien aceptó el nombramiento del gobernador Izábal para mandar esta fuerza de norteamericanos, en vez de ser depuesto por ello, fue ascendido más tarde. Al tiempo de escribir esto, Rhynning ocupa el productivo encargo de alcalde de la penitenciaría territorial de Florente, Arizona.

Apenas se puede acusar a los subordinados que componían aquel grupo de 300 hombres, puesto que Greene los engañó por completo. Creyeron que invadían México para salvar mujeres y niños norteamericanos. Al llegar a Cananea en la tarde del segundo día, descubrieron que habían sido burlados y al día siguiente regresaron sin haber tomado parte en las matanzas de los primeros días de junio.

Pero sucedió lo contrario con los soldados de rurales mexicanos que llegaron a Cananea esa misma noche. Estaban bajo las órdenes de Izábal, Greene y Corral y se dedicaron a matar como les ordenaron. Había un batallón de caballería al mando del coronel Barrón; mil de infantería a las órdenes del general Luis Torres, quien se trasladó con sus fuerzas a toda prisa desde el río Yaqui para someterse a los propósitos de Greene; unos 200 rurales, el cuerpo de policías privados de Greene y un batallón de la acordada.

Todos ellos participaron en la matanza. Los mineros encarcelados fueron colgados; otros fueron llevados al cementerio, donde los obligaron a cavar sus fosas y allí mismo fueron fusilados; condujeron a centenares hacia Hermosillo, donde fueron consignados al ejército mexicano; otros pasaron a la colonia penal de las Islas Marías y, en fin, muchos más fueron sentenciados a largas condenas. Al llegar a Cananea las fuerzas de Torres, los huelguistas que se habían atrincherado en los montes, se rindieron sin intentar resistencia. Sin embargo, antes se efectuó un parlamento, en el que los dirigentes obtuvieron seguridades de que no se dispararía sobre los obreros; pero a pesar de que convencieron a éstos de que no debían resistir a las autoridades, Manuel M. Diéguez, Esteban B. Calderón y, Manuel Ibarra, miembros del comité ejecutivo del sindicato, fueron sentenciados a pasar cuatro años en la cárcel, donde aún permanecen, si todavía no han muerto.

Entre los encarcelados bajo órdenes de ser fusilados, se encontró L. Gutiérrez de Lara, quien no había cometido otro crimen que el de hablar en un mitin de los mineros. La orden para su fusilamiento y el de otros fue expedida directamente desde la Ciudad de México, por recomendación del gobernador Izábal. De Lara tenía amigos influyentes en la capital de la República y éstos se enteraron del caso gracias a la actitud amistosa del operador de telégrafos y del jefe de correos en Cananea, y pudieron conseguir a tiempo la suspensión de la sentencia.

El evento terminó en que los huelguistas, completamente desintegrados por la violencia homicida del gobierno, no fueron capaces de reagrupar sus fuerzas. Se rompió la huelga y los mineros supervivientes volvieron al trabajo poco después en condiciones menos satisfactorias que antes.

Tal es el destino que el zar de México tiene asignado a los obreros que se atreven a pedir una parte mayor del producto de su trabajo. Queda todavía por decir lo siguiente: Greene se negó a acceder a la petición obrera de aumento de salarios, basado en una buena excusa:

- El presidente Díaz -dijo Greene-, me ha ordenado que no aumente los salarios y yo no me atrevo a desobedecerlo.

Es la excusa que ofrecen los empresarios a los trabajadores en todo México. Sin duda, el presidente Díaz ha expedido semejante orden, y los que emplean obreros mexicanos, los patrones norteamericanos incluso, se aprovechan de ella con gran satisfacción. Los capitalistas norteamericanos apoyan a Díaz con mucho mayor acuerdo que al presidente Taft. Los capitalistas norteamericanos apoyan a Díaz porque esperan que mantenga siempre barata la mano de obra mexicana, y que la oferta de ésta los ayude a romper la espina dorsal de las organizaciones obreras de los Estados Unidos, ya sea mediante la transferencia de parte de su capital a México o mediante la importación de trabajadores mexicanos a los Estados Unidos.

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