Índice de México Bárbaro de John Kenneth TurnerCapítulo anteriorSiguiente capítuloBiblioteca Virtual Antorcha

Capítulo XVI

La personalidad de Porfirio Díaz

Pero el propio Díaz ..., ¿no es una muy buena persona? Esta pregunta aparece, casi de modo invariable, en labios del norteamericano ordinario, en cuanto éste se entera por primera vez de la esclavitud, el peonaje y la opresión política de México. Aunque esta pregunta es otra prueba de que los agentes de prensa de Díaz han hecho bien su labor, vale la pena que la examinemos por separado.

La estimación común de los norteamericanos sobre la personalidad de Porfirio Díaz, por lo menos en los últimos dos años, en realidad ha establecido que ese presidente es una muy buena persona. Después que James Creelman publicó en Pearson´s Magazine su famoso artículo laudatorio, Teodoro Roosevelt le declaró en una carta que entre los estadistas contemporáneos no había ninguno más grande que Podirio Díaz. En el mismo año, durante un viaje a México, William Jennings Bryan habló en los términos más elogiosos de la gran obra de Díaz. David Starr Jordan, de la Universidad de Stanford, en recientes discursos se ha hecho eco de la afirmación de Creelman de que Díaz es el hombre más grande del hemisferio occidental; centenares de los más distinguidos ciudadanos norteamericanos se han expresado en términos similares. En cuanto a los norteamericanos prominentes que viajan por México, se ha hecho costumbre -especie de protocolo de viaje- un banquete en el Castillo de Chapultepec -los de menor categoría, en el café de Chapultepec- y levantar la voz de sobremesa, para expresar los más extravagantes elogios de Porfirio Díaz y atribuirle las virtudes de un superhombre, y aun de semidios.

Si los hechos no fueran abrumadoramente contrarios, si los actos fácilmente comprobables de Porfirio Díaz no fueran una historia diferente, yo no me atrevería a discutir las apreciaciones de esas personas, sobre todo cuando esas opiniones coinciden y se aceptan en general como exactas. Pero los hechos hablan por sí mismos, sin que importe cuán oscuro sea el hombre que los saca a la luz; tampoco importa cuán distinguidos sean los hombres que desprecian tales hechos, pues éstos son más grandes que los hombres. Current Literature, al llamar la atención sobre el nuevo concepto de Porfirio Díaz que últimamente ha ido ganando terreno en Norteamérica, se refiere al presidente de México como un hombre misterioso: ¿Es un estadista sublime o un colosal criminal?, pregunta. A lo cual yo respondería que nosotros tenemos nuestro ideal del estadista y nuestros conceptos de la criminalidad; todo lo que necesitamos para basar una estimación son los hechos del hombre de que se trate. Si tales hechos se conocen, el misterio se disipa por sí mismo.

Al juzgar la vida de un hombre, en especial si es un hombre que ha decidido la suerte de millares, que ha salvado una nación o la ha deshecho, las pequeñas virtudes y los pequeños vicios cuentan poco; los actos insignificantes para bien o para mal sólo son importantes en conjunto. Un hombre puede haber cometido graves crímenes; pero si ha otorgado al mundo más alegría que tristeza, se le debe juzgar con benevolencia. Por otra parte, pueden atribuírsele actos laudables; pero si ha detenido las ruedas del progreso por algún tiempo para alimentar su propia ambición, la historia no lo absolverá de este delito. Lo que cuenta es el saldo; lo que decide es la balanza. Si se pesaran las buenas y las malas acciones de Porfirio Díaz, ¿acaso no aparecería muy menguado ..., terriblemente menguado? Sus amigos pueden cantarle loas; pero cuando ellos, sus mejores amigos empiezan a especificar, a puntualizar sus razones para colocarlo en un alto nicho del altar de la fama, ¿no se advierte que ellos mismos se transforman en sus acusadores, en vez de abogados? ¿Acaso no resulta Díaz convicto por la boca de quienes dicen alabarlo? Según nuestro ideal de lo que es un estadista y nuestro concepto de la criminalidad, ¿no hemos de juzgarlo, no como estadista, sino como criminal? Y puesto que no hay persona en el mundo que ejerza tanto poder sobre tantos seres humanos ¿no lo juzgaremos como el criminal más colosal de nuestra época?

Es curiosa la opinión, casi unánime en los Estados Unidos, de que Porfirio Díaz es muy buena persona; pero es explicable. En cierto aspecto, las personas que no han tenido la oportunidad de juzgar por sí mismas a algún hombre o una cosa, ya sean ellas directores de colegio o diputados, se inclinan a aceptar lo que dicen otros respecto a ese hombre o esa cosa. Porfirio Díaz, conocedor de esto y tasador de las buenas opiniones de quienes no están enterados, ha gastado millones para tinta de imprenta en los Estados Unidos. En otro aspecto, la mayoría de los hombres son vulnerables al halago, y Porfirio Díaz sabe halagar. Del mismo modo que los católicos importantes que van a Roma procuran una audiencia con el Papa, así los norteamericanos que viajan por México buscan una audiencia con el general Díaz; éste casi siempre los recibe y los halaga. Todavía más, parafraseando un viejo proverbio, los hombres no sólo no miran el colmillo del caballo regalado, sino tampoco miran el colmillo del caballerango. A pesar del viejo consejo, los hombres no suelen desconfiar de los griegos al recibir de ellos regalos, y Díaz es generoso en regalar a los hombres cuya buena opinión influye sobre otros. Por último, no hay nada que tenga tanto éxito como el éxito mismo: Díaz lo ha tenido. El poder deslumbra a los fuertes y a los débiles, y el poder de Díaz ha deslumbrado a los hombres y los ha acobardado hasta el punto de que no tienen valor para mirar con fijeza y tiempo suficiente lo que brilla para advertir los huesos y la carroña que hay detrás. No imagino, ni por un instante, que algún norteamericano decente apruebe los actos de Portirio Díaz. Tan sólo me supongo que ellos, los norteamericanos decentes, ignoran tales actos y se inclinan a alabar con largueza por haber aceptado lo dicho por otros ..., y por el deslumbramiento del éxito.

En cuanto a mí toca, no tengo un nuevo ideal del estadista para hacer cambiar las opiniones del lector, sino que presento los hechos. Si se considera a Washington un gran estadista, o a Jefferson, o a Lincoln, o cualquier otra luminaria de la historia política de Norteamérica, estoy seguro de que ante los hechos no se puede considerar al mismo tiempo que lo es Portirio Díaz. Lo que éste ha hecho, Washington, Jefferson, Lincoln, hubieran aborrecido hacerlo; al mismo lector le repugnaría hacer o ver hacer tales cosas, si en realidad es un admirador de cualquiera de esos hombres.

Porfirio Díaz es en verdad una figura sorprendente. Debe de ser un genio de cierta clase y tiene que haber en él, sin duda, algunos rasgos de carácter dignos de admiración. Examinemos algunos de sus actos, con el propósito de descubrir si se le puede o no llamar con justicia el mejor estadista del presente, o el hombre más grande de las Américas.

Primero examinemos las razones tan generalizadas sobre las cuales se basa su buena fama en el extranjero. Son tres las principales: 1) que Díaz ha hecho el México moderno; 2) que ha traído la tranquilidad a México y, por lo tanto, debe considerársele como una especie de príncipe de la paz; y 3) que es un modelo de virtudes en su vida privada.

¿Ha hecho Porfirio Díaz el México moderno? ¿Acaso México es moderno? A duras penas. México no es moderno ni industrialmente, ni en materia de educación pública, ni en su forma de gobierno. Industrialmente se halla atrasado por lo menos en 25 años respecto a los últimos adelantos; en materia de educación pública, su atraso es por lo menos de 50 años, y su sistema de gobierno es digno del Egipto de hace 3 mil años.

Es verdad que México ha logrado ciertos avances en algunos aspectos, sobre todo en el industrial, durante los últimos 34 años; pero en este solo hecho Porfirio Díaz no significa ninguna fuerza impulsora. Para demostrar lo contrario, ¿no sería necesario probar que México ha avanzado más de prisa que otros países en ese periodo? Y si llega a demostrarse que su progreso ha sido más lento que el de casi cualquier otra de las grandes naciones del mundo en los últimos 34 años, ¿no sería lógico atribuir a Díaz por lo menos algo de esa fuerza retardataria?

Considérese lo que eran los Estados Unidos hace 34 años y lo que son hoy, y hágase la misma consideración respecto a México. Considérese que el mundo ha sido reconstruido, industrialmente, en los últimos 34 años. Para hacer la comparación irrefutable, dejemos a un lado a los Estados Unidos y a los países europeos y comparemos el progreso de México con el de otros países latinoamericanos. Entre las personas que han viajado con frecuencia por Argentina, Chile, Brasil y aun Cuba, existe la opinión coincidente de que México es el más atrasado de los cinco ..., en materia de gobierno, en materia de educación pública y aun de industrialización. ¿Quién hizo a la Argentina? ¿Quién hizo a Chile? ¿Quién hizo al Brasil? ¿Por qué no encontramos un hacedor de estos países? Lo cierto es que la modernización que México ha logrado durante los últimos 34 años tiene que atribuirse a la evolución, es decir, al progreso general del mundo, y de ningún modo a Porfirio Díaz. En general, éste ha sido una fuerza reaccionaria, y sus pretensiones de progresista se fundan sobre un hecho: haber alentado al capital extranjero.

- ¡Díaz, el pacificador, el más grande pacificador, más grande que Roosevelt! -exclamaba hace poco un político norteamericano en un banquete que se efectuó en la capital mexicana-. Estas expresiones, eran sólo el eco de voces más altas. Recuerdo haber leído, no hace mucho tiempo, la noticia de que la American Peace Society había designado a Porfirio Díaz como su vicepresidente honorario en consideración a que éste había establecido la paz en México. Tal teoría parece consistir en que la historia de México, anterior a Díaz, estuvo llena de guerras y de cambios violentos de gobierno, bajo Díaz no han ocurrido levantamientos violentos de largo alcance, por lo que necesariamente Díaz es una criatura humanitaria, semejante a Cristo, que se estremece ante la sola mención de derramamiento de sangre, y cuya bondad es tan ejemplar que ninguno de sus súbditos puede hacer otra cosa que imitarlo.

En respuesta a todo ello sólo será necesario recordar al lector mis relatos de cómo Díaz empezó su carrera de estadista, de cómo perturbó la paz de México, y de cómo ha estado alterando la paz desde entonces, mediante una guerra sangrienta contra los movimientos democráticos respetables de su pueblo. Ha mantenido la paz -si a ello se puede llamar mantener la paz-, con el recurso de asesinar a sus oponentes en cuanto éstos han asomado sus cabezas sobre el horizonte. Tal es lo que el escritor mexicano De Zayas llama paz mecánica, la cual carece de la virtud de que sus frutos lleguen a madurar bajo su sombra, ni determina la felicidad de la nación, ni la prepara para alcanzarla. La prepara sólo para una violenta revolución.

Durante más de 20 años, antes que llegara al poder supremo de México, Díaz había sido soldado profesional y casi de modo continuo estuvo en campaña. Las guerras de aquellos tiempos no fueron de ninguna manera innecesarias; México no luchó tan sólo porque estuviera en el carácter mexicano el buscar siempre dificultades, lo cual es inexacto; Díaz luchó en la Guerra de Tres Años, que liberó al país de la garra asfixiante de la Iglesia católica y logró establecer una verdadera constitución republicana. Más tarde luchó en la guerra contra Maximiliano, que terminó con la ejecución del príncipe austriaco a quien los ejércitos de Napoleón III habían impuesto como emperador.

Durante esos 20 o más años, Díaz luchó del lado de México y del patriotismo. Es probable que no peleara más sabiamente ni con mayor energía que millares de otros mexicanos; pero tuvo la buena suerte de ser presentado, en su juventud, a Benito Juárez, quien, años más tarde, como padre de la Constitución y como presidente constitucional, guió con seguridad los destinos del país a través de muchos años de dificultades. Juárez se acordó de Díaz, observó su trabajo y lo ascendió poco a poco hasta que, a la caída de Maximiliano, don Porfirio alcanzó un grado militar equivalente al norteamericano de mayor general. Veamos cómo correspondió Díaz a los favores de Juárez.

Después del derrocamiento de Maximiliano, reinó la paz en México. Juárez era presidente; se puso en vigor la constitución; el pueblo estaba cansado de tantas guerras; no había amenaza de enemigos extranjeros ni de revueltas internas. Sin embargo, el ambicioso Díaz, sin consideración y sin pretexto válido, encendió una rebelión tras de otra con el propósito de conquistar el poder supremo de la nación.

Existen pruebas de que Díaz empezó a conspirar para adueñarse de la presidencia aun antes de la caída del Imperio. Durante aquellos últimos días en que Maximiliano estaba prisionero en Querétaro, algunos amigos de don Porfirio se acercaron a varios jefes militares y les propusieron formar un partido militar para conseguir la presidencia por la fuerza de las armas; el premio así ganado se sortearía entre los generales Díaz, Corona y Escobedo. Éste se negó a entrar en la conspiración, y el plan, en consecuencia, se desbarató. Porfirio Díaz, que en ese tiempo sitiaba a la Ciudad de México, estuvo en combinación secreta con la Iglesia para derrocar al gobierno liberal. Según un escritor, retardó intencionalmente la toma de la capital y pidió al general Escobedo dos de sus divisiones más fuertes, que él pensaba utilizar contra Juárez; el presidente se enteró del complot y dio instrucciones al general Escobedo de que enviase dos de sus divisiones más fuertes, bajo el mando del general Corona y del general Régules, con órdenes de destruir la traición de Díaz si ésta se producía. Cuando llegaron los refuerzos, Díaz trató de dominarlos por completo y al efecto intentó hacer cambios en la oficialidad con gente suya; pero Corona y Régules se opusieron a ello con gran firmeza. Díaz se percató de que se le habían anticipado y abandonó sus planes.

Una vez pacificado el país, Juárez nombró a Díaz comandante de la zona militar en Oaxaca; don Porfirio usó el poder así adquirido para controlar las elecciones internas del Estado e imponerse como gobernador. Después de su derrota en las elecciones presidenciales, inició una revolución conocida como de La Ciudadela, pero fue aplastada en un encuentro decisivo con las tropas del gobierno. Unas seis semanas más tarde, preparó una segunda revolución, llamando a sus amigos a las armas mediante un documento que se conoce como Plan de la Noria, una plataforma, en realidad, cuya demanda principal era enmendar la Constitución para prohibir de modo absoluto la reelección del presidente y de los gobernadores. Esta rebelión también sufrió una ignominiosa derrota en el campo de batalla a manos de las fuerzas del gobierno; cuando Juárez murió, en julio de 1872, Díaz era un fugitivo de la justicia. Se dice que durante una de estas pequeñas rebeliones del actual superhombre, Díaz fue capturado y Juárez lo hizo conducir a su presencia para decirle que merecía ser fusilado como rebelde, pero que el país tendría en consideración sus servicios prestados durante la Guerra de Intervención.

Después de la muerte de Juárez, Porfirio Díaz logró llevar a término una revolución, pero sólo después de cuatro años más de conspiraciones y rebeliones. El pueblo mexicano estaba contra él en forma aplastante, pero encontró el modo de jugar una carta decisiva. Esta carta -de ningún modo pacífica y legítima- era el interés militar, el de los jefes del ejército y de quienes habían hecho del asesinato y el saqueo un modo de vida. Tanto el gobierno de Juárez como el de Lerdo sostuvieron en la paz una política completamente antimilitarista. Anunciaron su intención de reducir los efectivos del ejército y procedieron a hacerlo. En consecuencia, los jefes militares, al ver que la gloria se alejaba de ellos, se convirtieron en terreno fértil para las semillas de rebelión que Díaz sembraba por todas partes; dio a entender a tales jefes que bajo su mando no se verían privados del esplendor militar, sino que, por el contrario, serían ascendidos a puestos de mayor poderío.

Lerdo decretó la amnistía general, y Díaz se encontró a salvo de persecuciones como rebelde; pero en lugar de emplear la libertad así otorgada en empresas útiles y honorables, la aprovechó para facilitar su conspiración: en enero de 1876 se lanzó a la tercera rebelión con un Plan de Tuxtepec, en el que una vez más pedía una enmienda que prohibiera la reelección del presidente de la República.

Esta tercera rebelión se mantuvo durante casi un año, y Díaz publicó un nuevo manifiesto, el Plan de Palo Blanco, que dio a sus operaciones el aspecto de una nueva y cuarta revolución. Poco después, Porfirio Díaz ganó una victoria decisiva sobre las tropas del gobierno, y condujo a su ejército hasta la Ciudad de México, donde se declaró a sí mismo presidente provisional. Unos días más tarde organizó la farsa de unas elecciones en las que colocó soldados en las casillas electorales y no permitió que aparecieran candidatos rivales ni que se depositaran votos de oposición.

Así, desde 1876 -hace más de una generación-, Porfirio Díaz llegó a ser el jefe del Estado mexicano como rebelde en armas. Empezó por perturbar la paz de México y ha continuado alterándola con carnicerías periódicas, en grande escala, entre su propio pueblo. ¡El general Porfirio Díaz es el más grande mantenedor de la paz y el príncipe de la paz! ¡Qué sacrilegio!

Sin duda es verdad que el dictador mexicano no ha sido víctima de los desenfrenos fisicos que algunas veces tientan a hombres que han subido con rapidez al poder; pero, ¿qué significa eso? Con certeza nadie argüirá que si un hombre se mantiene corporalmente limpio, tiene el derecho de desgobernar a un país y asesinar a un pueblo. La limpieza personal, la temperancia y la virtud conyugal no detenninan en lo más mínimo la reputación de un hombre como estadista.

Así, pues, los argumentos sobre los que se basa la buena fama del general Díaz, no tienen fundamento en la realidad. Además, ninguno de sus aduladores ha descubierto hasta ahora otros derechos más legítimos a la grandeza que los que se acaban de exponer.

Díaz tiene algunas facultades personales, como genio para la organización, agudo juicio de la naturaleza humana y laboriosidad; pero estas características no determinan que sus actos públicos sean benéficos. Igual que las virtudes que la devota metodista atribuía al diablo -laboriosidad y persistencia-, éstas sólo hacen más eficaz lo que el diablo ejecuta: si prefiere hacer el bien, se convierten en virtudes; si prefiere hacer el mal, pueden muy bien agregarse a sus vicios.

Los panegiristas de Porfirio Díaz tienen la costumbre de hablar con generalidades, pues de otro modo se verían en aprietos. Por otra parte, se podría escribir un voluminoso libro sobre los actos perversos y los rasgos despreciables del dictador. La ingratitud es uno de los cargos menos dignos de mención que se lanzan contra él. Benito Juárez hizo la carrera de Porfirio Díaz; éste recibió de sus manos todos los ascensos; no obstante, se rebeló contra su país y contra su amigo, de revuelta en revuelta, e hizo que los últimos días del gran patriota fueran turbulentos e infelices.

Sin embargo, para presentar el otro aspecto, Díaz ha demostrado gratitud para algunos de sus amigos; pero al hacerlo ha exhibido, al mismo tiempo, absoluto desprecio por el bienestar público. Un indio llamado Cahuantzi, analfabeto pero rico, era amigo de Díaz cuando éste estaba alzado en rebelión contra Juárez y Lerdo. Cahuantzi abasteció al rebelde con caballos y dinero, y cuando Díaz se adueñó del poder supremo, no lo olvidó: lo hizo gobernador de Tlaxcala y le envió un maestro para que le enseñara a firmar con su nombre los documentos oficiales. Lo mantuvo como gobernador de ese Estado, dándole rienda suelta para que robara y saqueara a su gusto, y Cahuantzi ha permanecido allí durante 34 años. Todavía hoy es gobernador de Tlaxcala.

Un caso similar fue el de Manuel González, un compadre de Díaz que lo ayudó en sus rebeliones y a quien éste colocó como su sucesor en la presidencia, desde 1880 hasta 1884. Después que González hubo servido a los propósitos de Díaz en el gobierno federal, don Porfirio le regaló el gobierno del Estado de Guanajuato, donde reinó hasta su muerte. González gustaba de jactarse de que el gobierno había matado a todos los bandidos de Guanajuato menos a él, que era el único bandido tolerado en ese Estado.

Los panegiristas de Díaz hablan de su capacidad intelectual, pero no se atreven a decir nada de su cultura. La cuestión de si el dictador es un hombre cultivado o no lo es parecería importante, puesto que determinaría, hasta cierto punto, la impartición de cultura entre el pueblo, al que domina tan absolutamente. Díaz es inteligente; pero su inteligencia puede muy bien calificarse como criminal, tal como la que se necesita en alguna empresa explotadora o en un organismo como el Tammany Hall. En idear métodos y procedimientos para reforzar su poder personal, la inteligencia de Díaz ha llegado a la altura del genio; pero poco o nada tiene de refinamiento y cultura. A pesar, de su necesidad de tratar con extranjeros casi a diario, nunca aprendió el inglés ni ninguna otra lengua extranjera. Nunca lee, excepto recortes de prensa y libros acerca de sí mismo; nunca estudia, excepto el arte de mantenerse en el poder. No le interesa la música, ni el arte, ni la literatura, ni el teatro, y la ayuda que presta a estas cosas es insignificante. El teatro en México es importado de España, Italia y Francia; su literatura viene de España y Francia; su arte y su música son también importados. Hace un siglo florecia el arte en México, pero ahora está decadente, ahogado, lo mismo que su naciente literatura, por las espinas de la tiranía política.

La educación general se halla asombrosamente ausente. Los aduladores de Díaz hablan de las escuelas que ha establecido; pero el investigador no puede encontrar esas escuelas, puesto que la mayoría sólo existe en el papel. En la práctica no hay sino escuelas rurales; pero hay a menudo pueblos con centenares de habitantes que no tienen escuela. Nominalmente sí hay escuelas en esos pueblos; pero en realidad no las hay, porque los gobernadores de los diversos Estados prefieren guardar para sí mismos el dinero destinado a sostenerlas. Mientras yo viajaba por los distritos rurales del Estado de México, por ejemplo, supe que había muchas escuelas que tenían tres años de estar cerradas; el gobernador, general Fernando González, había dispuesto del dinero destinado a mantenerlas y explicó a las autoridades locales que lo necesitaba para otros fines. El hecho de que no existe un sistema adecuado de escuelas públicas quedó demostrado por el más reciente censo oficial -el de 1900-, que indica que sólo el 16% de la población sabe leer y escribir. Compárese esto con el Japón, un país con exceso de habitantes, donde el pueblo es muy pobre y donde las oportunidades para educarse parecerían no ser muy amplias: allí el 98% de los hombres y el 93% de las mujeres saben leer y escribir. La clase de ideales educativos que sostiene el presidente Díaz se puede ver en las escuelas que funcionan, donde una de las más importantes materias del plan de estudios es la enseñanza y la práctica militares.

¿Es Díaz humanitario? Esta pregunta resulta casi superflua, puesto que pocos de sus admiradores le acreditan este rasgo. Admiten que ha sido severo y áspero, hasta brutal, en el trato a sus enemigos, mientras que algunos de ellos relatan hechos de la más sanguinaria crueldad; y los relatan con gusto, sin condenarlos, sino atando esos incidentes como si fueran tan sólo excusables excentricidades del genio. Las muertes en gran escala que se han llevado a cabo por órdenes de Díaz; las torturas a que se ha sometido a los prisioneros; la esclavitud de centenares de miles de personas del pueblo; la escalofriante pobreza que Díaz puede ver cada vez que sale de su palacio, y que podría aliviar en mucho si quisiera, son por sí mismas pruebas suficientes de su inhumanidad.

La crueldad constituye, sin duda, una parte de su herencia; su padre, domador de caballos, era notable por ese rasgo. A los caballos que no se amansaban, Chepe Díaz los mataba, y a otros los castigaba con un látigo en cuya punta había una estrella de puntas aceradas que golpeaba en la barriga, la parte más delicada de las pobres bestias. Por esta razón, la gente de Oaxaca, Estado natal de Díaz, no acudía mucho a casa del padre, que era pobre. La herencia de ese rasgo apareció en Porfirio a edad muy temprana, pues cuando era un niño, enojado con su hermano Félix por algún hecho trivial, le puso pólvora en la nariz mientras dormía y le prendió fuego. Desde entonces se le llama a Félix el Chato Díaz. Para Porfirio Díaz -son palabras de Gutiérrez de Lara-, el pueblo de México ha sido un caballo. Como jefe militar, el dictador fue notable por su crueldad con sus propios soldados y con los del enemigo que cayeron en sus manos. Varios escritores mexicanos mencionan sus actos de severidad injustificados y ejecuciones de subordinados ordenadas en el calor de la pasión. La venganza es hermana gemela de la crueldad; Díaz era vengativo. Terrible fue la venganza que ejerció cuando niño sobre su hermano dormido, y terrible fue la que hizo caer sobre la ciudad donde su hermano, muchos años más tarde, encontró una trágica muerte.

Los relatos del suceso difieren, pero todos los informadores convienen en que la matanza de Juchitán, Oax., se hizo a sangre fría, sin distinciones y por venganza. Al llegar a la presidencia, Díaz instaló a su hermano, el Chato Díaz, como gobernador de Oaxaca; sin embargo, como éste fuera borracho y libertino, lo mataron en una ocasión en que violaba las garantías y libertades personales de los habitantes de Juchitán. Muchas semanas después, bastante después de que los desórdenes de ese día habían pasado, el presidente Díaz envió tropas a Juchitán, las cuales, según un escritor, aparecieron súbitamente en la plaza pública una tarde en que el pueblo se había reunido a oír la música que tocaba la banda, e hicieron una descarga tras otra sobre la multitud; los disparos continuaron hasta que la gente quedó en el suelo de la plaza, muerta o agonizando.

Estas matanzas han sido norma reconocida del régimen de Díaz. La matanza de Río Blanco, cuyos detalles ya se han expuesto, ocurrió después que la ciudad estaba en completa calma. Las ejecuciones de Cananea se efectuaron sin muchos distingos una vez que los supuestos desórdenes de los huelguistas habían terminado. Las ejecuciones sumarias de Velardeña, en la primavera de 1909, se llevaron a efecto después que el tumulto había pasado. Se podrían citar otros ejemplos. Quizás se alegue que en algunos de estos casos no fue Díaz el responsable, sino alguna autoridad inferior; pero es bien sabido que él solía dar las órdenes para que se repartiera la muerte sin discriminaciones. La mejor prueba de que era suya esa política como norma se evidenció en su notable brindis al general Bernardo Reyes, después de la matanza de Monterrey de 1903: Señor general, ésa es la forma de gobernar.

Ya han sido expuestos en otro capítulo los métodos inhumanos puestos en práctica para exterminar a los indios yaquis. Sin embargo, una de sus famosas órdenes en contra de ellos, que no he mencionado, no sólo exhibe sus rudas e incultas ideas de justicia, sino que pinta su crueldad en extremo diabólica. Hace algunos años, varios patrones del Estado de Sonora protestaron contra la deportación en masa de los yaquis, puesto que los necesitaban como trabajadores en las haciendas y en las minas; el general Díaz, para complacerlos, modificó su decreto de deportación dejándolo sustancialmente en esta forma: No se deportarán más yaquis excepto en caso de que éstos cometan delitos. Por cada delito que en adelante cometa un yaqui, serán capturados y deportados a Yucatán 500 yaquis.

Este decreto está atestiguado nada menos que por una personalidad como la de Francisco I. Madero, el distinguido ciudadano coahuilense que se atrevió a oponerse a Díaz en la campaña presidencial de 1910. El decreto se aplicó o, por lo menos, la corriente de yaquis deportados continuó. El presidente mexicano es cruel y vengativo y su nación ha sufrido amargamente por esa causa.

¿Es Díaz un valiente? En algunos grupos se ha aceptado como cierto que es un hombre valeroso, puesto que triunfó como soldado; pero muchos mexicanos distinguidos, después de observar su carrera, afirman que no sólo no es valiente, sino que es un cobarde, pusilánime y rastrero. Además, citan muchos hechos para apoyar su afirmación. Al conocer las noticias del levantamiento de las vacas, en los últimos días de junio de 1908, don Porfirio enfermó de modo repentino y tuvo que guardar cama cinco días. En los altos círculos gubernamentales se rumoreaba -la información, según se dice, provenía de uno de los médicos-, que el presidente padecía de una enfermedad común que ataca a los sobrecogidos por un terror pánico agudo.

Se atribuye al miedo el hecho de que, cuando Díaz se apoderó de la presidencia, excluyó cuidadosamente de cualquier puesto en el gobierno a los más populares y capaces mexicanos de la época. El mantener un gran ejército, distribuido en todos los rumbos de la nación, y un enorme cuerpo de policía secreta, dotado de facultades extraordinarias para matar por simples sospechas; la forma terrible en que se deshace de sus enemigos; sus matanzas sangrientas, y aun su mordaza en la prensa, todo ello se atribuye a pura cobardía. En su libro Diaz, zar de México, Carlo de Fornaro expone su creencia en la cobardía de Díaz y razona de modo convincente. Dice:

Como toda la gente que se enoja con rapidez (Díaz), no carece en realidad de temor, pues como dice la canción de la selva: El enojo es el huevo del miedo. Temeroso y por eso siempre vigilante, se salvó de la destrucción por estar siempre alerta, como la liebre que por sus largas orejas se libra de que la capturen. Consideró equivocadamente la crueldad como fuerza de carácter y, en consecuencia, siempre estaba dispuesto a aterrorizar por temor de que lo juzgaran débil. Como resultado de la ultrajante ley del níquel y el pago de la famosa deuda inglesa en el periodo de Manuel González, surgió un motín. Acuchíllalos a todos, sugirió Porfirio Díaz a González; pero no tenía miedo.
El año pasado, el 16 de septiembre, los estudiantes mexicanos proyectaron desfilar por las calles de la Ciudad de México y enviaron a su representante, un señor Olea, para solicitar el permiso del presidente. Porfirio Díaz respondió: Sí, pero tengan cuidado, porque los mexicanos tienen tendencias revolucionarias en la sangre. ¡Imaginen a un centenar de jóvenes desfilando desarmados, considerados como una amenaza para la República, con 5 mil soldados, rurales y policías en la capital!
Sólo si se admite la existencia de este vergonzoso y bien oculto estigma, tras de la aparente fachada de valor de este hombre, podemos explicar lógicamente actos tan despreciables e infames como las matanzas de Veracruz y de Orizaba. Fue entonces presa del pánico, como un hombre extraviado que dispara sobre errabundos fantasmas nocturnos: estaba tan aterrorizado que la única manera de librarse del miedo era aterrorizar a su vez.

Mano a mano con la crueldad y la cobardía viaja con frecuencia la hipocresía; de las tres, no es ésta de la que Díaz se halla peor dotado. De modo constante engaña al público con nuevos fingimientos, farsas y decepciones. Ya se han mencionado las farsas electorales, su periódica promesa de retirarse de la presidencia, seguida de la concesión, como a desgana, de permanecer en ella un periodo más, rendido ante la petición general de su pueblo. El régimen de Díaz empezó con hipocresía: ocupó su puesto mediante una plataforma política que no tenía intención de cumplir. Fingió que consideraba la doctrina de la no reelección del presidente y de los gobernadores como de tal importancia que por ella valía la pena trastornar al país con una revolución; pero tan pronto se atrincheró en el poder, procedió a reelegirse, así como a sus gobernadores, hasta el Día del Juicio.

Elihu Root se trasladó a México para entrevistar al presidente y arreglar algunos asuntos concernientes a la bahía Magdalena; Díaz tuvo deseos de demostrar a Root que el pueblo mexicano no estaba tan reducido a la pobreza como lo habían pintado. En consecuencia, el día anterior a la llegada de Root y por medio de la Secretaría de Gobernación, mandó distribuir 5 mil pantalones nuevos entre los trabajadores que se veían con más frecuencia en las calles de la Ciudad de México; pero a pesar de las órdenes de que los pantalones se usaran, la mayoría de ellos fueron cambiados rápidamente por alimentos; de este modo, quizá el Sr. Root no resultó completamente engañado. Este incidente tan sólo muestra hasta qué extremos llega la mezquina hipocresía del actual gobernante mexicano.

Díaz es el jefe de los masones en México; sin embargo, designa a los obispos y arzobispos del país. Los matrimonios eclesiásticos no son reconocidos por la ley; sin embargo, Díaz ha favorecido a la Iglesia hasta el extremo de negarse a promulgar una ley de divorcio, de manera que en México éste no existe, ni segundos casamientos durante la vida de ambos interesados. Constantemente trata de engañar al pueblo respecto a sus propios designios. Consolidó bajo el dominio nacional los dos principales sistemas de ferrocarriles, con el propósito declarado de colocar a éstos en condiciones de ser utilizados por el gobierno, el mejor modo posible; en tiempo de guerra; pero, en realidad, esa maniobra financiera sirvió para dar a sus amigos la oportunidad de hacer millones con la especulación de las acciones. Los engañados de esta clase podrían enumerarse hasta el infinito.

Una de las más notables posturas hipócritas de Díaz es su pretendida participación en la abrumadora idolatría popular por el patriota Juárez. Se recordará que cuando éste murió, Porfirio Díaz dirigía una rebelión militar en contra del gobierno juarista; por lo tanto, si se concede que Juárez fue un gran estadista, debe admitirse que Díaz se equivocó al rebelarse. Sin duda, él mismo lo reconocía así, y se dice que hace unos 10 años ayudó secretamente a la publicación y circulación de un libro que intentaba, mediante nuevas e ingeniosas interpretaciones de los actos de Juárez, presentar al padre de la Constitución como un gran cometedor de errores, y no como un gran estadista. Sin embargo, esto no consiguió desviar la corriente de admiración hacia Juárez, y Díaz la siguió hasta el extremo de que ahora, año tras año, en ocasión del aniversario del natalicio de Juárez, se le ve pronunciar un elogioso discurso sobre la tumba del hombre contra quien se rebeló. Todavía más, en todos sus discursos, Díaz derrama lágrimas -ríos de lágrimas-, y suele referirse a Juárez como mi gran maestro.

En efecto, los enemigos de Díaz afirman que es hábil para verter lágrimas con facilidad y a la más ligera provocación, y que esta habilidad es su mayor ventaja como estadista. Cuando algún visitante distinguido lo alaba en su persona o en su obra, Díaz llora ..., y el visitante se siente conmovido y conquistado. Cuando el círculo de amigos del general Díaz hace la visita formal para decir a su creador que el país pide una vez más su reelección, el presidente llora ..., y la prensa extranjera comenta cómo ama ese hombre a su patria. Una vez al año, en el día de su cumpleaños, el presidente de México sale a la calle y estrecha las manos del pueblo. La recepción tiene lugar enfrente del Palacio Nacional, y mientras dura, corren lágrimas por las mejillas de Díaz ..., y el pueblo, de buen corazón, piensa: Pobre viejo; ha tenido sus dificultades. Dejemos que termine su vida en paz.

Díaz siempre ha sido capaz de llorar. Cuando luchaba contra el gobierno lerdista, en 1876, poco antes que llegase su día afortunado, fue derrotado en la batalla de Icamole. Creyó que esa derrota significaba el fin de sus esperanzas y lloró como un niño, mientras sus oficiales lo miraban avergonzados. Esto le hizo ganarse el apodo de El Llorón de Icamole, que todavía le aplican sus enemigos. En sus memorias, Lerdo lo llama el hombre que llora.

Lo que sigue es un incidente, relatado con frecuencia, que demuestra el sentimiento tan superficial que acompaña a las lágrimas de Díaz, según lo cuenta De Fornaro:

Cuando el tribunal militar sentenció al Cap. Clodomiro Cota a ser fusilado, su padre buscó al presidente y arrodillado y llorando le suplicó que perdonase a su hijo. Portirio Díaz también lloraba; pero, levantando al pobre hombre desesperado, pronunció esta ambigua frase: Tenga valor y fe en la justicia. El padre se marchó consolado, en la creencia de que su petición sería atendida; pero al día siguiente, su hijo era fusilado. Las lágrimas de Porfirio Díaz son lágrimas de cocodrilo.

Se dice que no es disipado. Por lo menos sí bebe mucho y se emborracha con el vino de la adulación. Tanto su vanidad como su falta de refinamiento y gusto se evidencian en la ordinariez y ridiculez de las alabanzas que premia y con las cuales se complace.

No se ha distinguido como avaro, lo cual no es sorprendente, puesto que el poder que detenta, apoyado en el ejército y en el resto de su organización, es mucho mayor que el poder que pudiera comprarse con dinero. Para Porfirio Díaz el dinero y otros bienes de valor intrínseco no son más que peones de ajedrez y los usa para comprar el apoyo de los codiciosos. Sin embargo, sus enemigos declaran que es el hombre más rico de México; pero mantiene sus negocios financieron tan bien ocultos que hay poca gente que pueda calcular la cuantía de su fortuna. Se sabe que tiene grandes bienes con nombres supuestos, y a nombre de incondicionales; todos los miembros de su familia son ricos. Pero, ¿por qué se había de preocupar por el dinero cuando todo México es suyo ..., suyo sin condiciones, excepto los compromisos que representa el capital extranjero?

El cuadro que se pinta algunas veces del matrimonio por amor de don Porfirio y Carmelita Romero Rubio de Díaz, aunque bonito, no es verdadero; la verdad no resulta muy halagadora para las virtudes personales de Díaz. El hecho es que la pequeña Carmen fue obligada a casarse con él por razones de Estado; el padre de ella, Romero Rubio, había tenido una alta posición en el gobierno lerdista y contaba con un fuerte grupo de simpatizantes; el padrino de bautizo de Carmelita era el propio Lerdo de Tejada, mientras que tanto ella como los otros miembros femeninos de la familia, era católica devota. Al casarse con Carmelita, Díaz mató tres pájaros de un tiro; ganó el apoyo de su suegro, atenuó la enemistad de los amigos de Lerdo y se aseguró el apoyo de la Iglesia con más actividad que nunca. Él sabía que Carmen no sólo no lo amaba, sino que quería casarse con otro; sin embargo, fue factor del casamiento forzado. El matrimonio le atrajo un apoyo más activo de la Iglesia y le ganó a Romero Rubio; pero en cuanto a Lerdo, éste fue más obstinado. En sus memorias, Lerdo reproduce algunas cartas de su infeliz ahijada, Carmen, para demostrar cómo la juventud e inocencia de ella fueron empleadas como mercancías en el sucio negocio para conseguir la seguridad política. Una de estas cartas, que pinta también un interesante aspecto de aquellos tiempos, es la que sigue:

Ciudad de México, 14 de enero de 1885.

Sr. Lic. don Sebastián Lerdo de Tejada.
Mi muy querido padrino: Si continúas disgustado con papá, eso no es razón para que persistas en estarlo conmigo; tú sabes mejor que nadie que mi matrimonio con el general Díaz fue obra exclusiva de mis padres, por quienes, sólo por complacerlos, he sacrificado mi corazón, si puede llamarse sacrificio el haber dado mi mano a un hombre que me adora y a quien correspondo sólo con afecto filial. Unirme a un enemigo tuyo no ha sido para ofenderte; al contrario, he deseado ser la paloma que con la rama de olivo calme las tormentas políticas de mi país. No temo que Dios me castigue por haber dado este paso, pues el mayor castigo será tener hijos de un hombre a quien no amo; no obstante, lo respetaré y le seré fiel toda mi vida. No tienes nada, padrino, qué reprocharme. Me he conducido con perfecta corrección dentro de las leyes sociales, morales y religiosas. ¿Puedes culpar a la archiduquesa María de Austria por haberse unido a Napoleón? Desde mi matrimonio estoy constantemente rodeada de una multitud de aduladores, tanto más despreciables cuanto que no los aliento. Sólo les falta caer de rodillas y besarme los pies, como les sucedía a las doradas princesas de Perrault. Desde la comisión de limosneros que me presentaron ayer hasta el sacerdote que pedía una peseta para cenar ascendiendo o descendiendo la escalera, todos se mezclan y se atropellan implorando un saludo, una sonrisa, una mirada. Los mismos que en un tiempo no muy remoto se hubieran negado a darme la mano si me vieran caer en la acera, ahora se arrastran como reptiles a mi paso, y se considerarían muy felices si las ruedas de mi carruaje pasaran sobre sus sucios cuerpos. La otra noche, cuando tosía en el pasillo del teatro, un general que estaba a mi lado interpuso su pañuelo para que la saliva, en preciosas perlas, no cayera en el piso de mosaico. Si hubiéramos estado solos, es seguro que esta miserable criatura hubiera convertido su boca en una escupidera. Esta no es la exquisita lisonja de la gente educada; es el brutal servilismo de la chusma en su forma animal y repulsiva, como el de un esclavo. Los poetas, los poetas menores y los poetastros, todos me martirizan a su manera: es un surtidor de tinta capaz de ennegrecer al mismo océano. Esta calamidad me irrita los nervios hasta el punto de que a veces tengo ataques de histeria. Es horrible, ¿verdad, padrino? Y no te digo nada de los párrafos y artículos publicados por la prensa que papá ha alquilado. Los que no me llaman ángel, dicen que soy un querubín; otros me ponen a la altura de una diosa; otros me ponen en la tierra como un lirio, una margarita o un jazmín. A veces yo misma no sé si soy un ángel, un querubín, una diosa, una estrella, un lirio, una margarita, un jazmín o una mujer. ¡Dios! Quién soy yo para que me deifiquen y envuelvan en esta nube de fétido incienso? Ay, padrino, soy muy infortunada y espero que no me negarás tu perdón y tu consejo.

CARMEN.

¿Es Díaz un patriota? ¿Desea de corazón el bienestar de México? Sus aduladores juran por su patriotismo, pero los hechos exigen una respuesta negativa. Ayudó a derrocar a un príncipe extranjero; pero en seguida lanzó a la guerra a un país pacífico. Acaso se diga que Díaz pensaba que él podía ordenar los destinos de México en beneficio del país mejor que cualquiera otro. Sin duda, pero, ¿por qué no ha procurado el progreso de su país? ¿Es posible que crea que la autocracia es mejor para el pueblo que la democracia? ¿Es posible que considere el analfabetismo como una condición para la mayor felicidad posible del pueblo? ¿Puede creer que el hambre crónica contribuye al bienestar de una nación? Díaz ya es un anciano de 80 años; ¿por qué no toma alguna providencia contra el caos político después de su muerte? ¿Es posible qué crea que lo mejor para su pueblo es nunca intentar gobernarse a sí mismo, y por esto destruyó a su país, preparándolo para que sea fácil presa del extranjero?

Es imposible creer estas cosas de Díaz. Es mucho más razonable pensar que cualquier deseo que abrigue para el bienestar de su país es oscurecido y borrado por la ambición personal de mantenerse en el poder toda la vida.

A mi juicio, esta es la clave del carácter y de los actos públicos de Porfirio Díaz: ¡mantenerse ..., permanecer en el poder!

¿Cómo afectará esta acción la seguridad de mi posición?, siempre se pregunta Díaz. Creo que esta pregunta ha sido la única piedra de toque en la conducta de Porfirio Díaz durante los últimos 34 años. Siempre la ha tenido presente. Con ella ha comido, bebido y dormido; teniéndola enfrente, se ha casado. Así ha construido toda su maquinaria, enriqueciendo a sus amigos y dispuesto de sus enemigos; ha comprado a unos y matado a otros; con ella ha halagado y obsequiado al extranjero, favorecido a la Iglesia, mantenido su temperancia fisica y ha aprendido un porte marcial; con ella ha enfrentado a un amigo contra otro, ha alimentado los prejuicios de su pueblo contra otros pueblos, ha pagado al impresor, ha llorado en presencia de la multitud cuando no había tristeza en su alma y ... ha destruido a su país.

¿De qué hilo cuelga la buena fama de Porfirio Díaz entre los norteamericanos? Del único hecho de que ha destruido a su país ..., y lo ha preparado para que caiga fácilmente en poder del extranjero. Porfirio Díaz cede a los norteamericanos las tierras de México y les permite que esclavicen a su pueblo; por esto es, para aquéllos, el más grande estadista de la época, héroe de las Américas y constructor de México. Un hombre maravilloso, que es bastante inteligente y previsor para apreciar el hecho de que, de todas las naciones, la norteamericana, es la única con virtud y capacidad suficientes para sacar a México de la ciénega de desaliento en que se halla. En lo que toca al mexicano, déjenlo morir. Después de todo, sólo sirve para alimentar el molino del capital norteamericano.

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