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Capítulo XVII
El pueblo mexicano
En el último análisis, todas las apologías del sistema porfiriano de esclavitud económica y de autocracia política tienen su raíz en las afirmaciones de la inferioridad etnológica del pueblo mexicano. Es, pues, conveniente finalizar este trabajo con un examen del carácter de los mexicanos y una discusión de los argumentos que los norteamericanos suelen usar para defender, en México, un sistema que ni por un momento disculparían en ningún otro país.
Cada defensa de Díaz es un ataque al pueblo mexicano. Así tiene que ser, puesto que no se puede concebir otra defensa del despotismo que la de decir que él pueblo es tan débil o tan perverso que no es posible confiar en que se cuide a sí mismo.
El punto sustancial de esa defensa consiste en que al mexicano hay que gobemarlo desde arriba, porque no es apto para la democracia; que hay que esclavizarlo en aras del progreso, puesto que no haría nada por sí mismo o por la humanidad si no se le obligase a hacerlo por medio del temor al látigo o al hambre; que debe ser esclavizado, porque no conoce nada mejor que la esclavitud; y que, de todos modos, en la esclavitud es feliz. Todo lo cual, en fin de cuentas, se resuelve en esta simple proposición: puesto que el mexicano está sojuzgado, se le debe mantener sojuzgado. Algunos vicios atribuidos al pueblo mexicano por esas mismas personas que declaran al gobernante de México el más sabio y el más santo en la faz de la tierra, son la pereza incurable, superstición infantil, imprevisión desenfrenada, estupidez ingénita, conservatismo inmutable, ignorancia impenetrable, indomable propensión al robo, embriaguez y cobardía.
En la estimación de los norteamericanos, amigos de Díaz, la pereza es el vicio cardinal del mexicano; la pereza ha sido siempre un vicio terrible a los ojos de los explotadores del pobre. Los hacendados norteamericanos en realidad esperan que el mexicano se mate trabajando por amor al arte. ¿O acaso esperan que trabaje por amor a su amo? ¿O por la dignidad del trabajo?
Pero el mexicano no aprecia tales cosas; como no recibe nada más tangible a cambio de su trabajo, flojea en su tarea, o sea que no sólo es perezoso sino estúpido y por lo tanto, se le debe llevar al campo a garrotazos; debe dársele caza, mantenerlo en cuadrillas de enganchados, encerrarlo de noche y dejarlo morir de hambre.
Puede ser información útil para algunas personas decirles que se ha sabido de mexicanos que trabajan voluntaria y efectivamente cuando tienen por qué hacerlo. Decenas de millares de ellos han desplazado a norteamericanos y a japoneses en los ferrocarriles y los campos del sudoeste de los Estados Unidos. Autoridad tan respetable como E. H. Harriman dijo en una entrevista publicada en Los Angeles Times en marzo de 1909: Hemos tenido mucha experiencia con los mexicanos, y hemos encontrado que una vez se les alimenta y recuperan su fuerza, constituyen muy buenos trabajadores.
Tómese nota de esto una vez que se les alimenta y recuperan su fuerza. En efecto, es igual a decir que los empleadores de mano de obra mexicana, entre los cuales muchos son estimables amigos norteamericanos de Díaz, tienen a los obreros mexicanos a ración de hambre crónica de tal manera que en realidad carecen de fuerza para trabajar con eficacia. Esta es una segunda razón que explica por qué los mexicanos, algunas veces, flojean en el trabajo. ¡Ah, mexicanos inútiles! ¡Ah, virtuosos norteamericanos!
El empresario norteamericano siente como injuria personal el fanatismo religioso del pobre mexicano. Es que piensa en las fiestas eclesiásticas que permiten al trabajador algunos días de descanso extraordinario al mes, cuando está en libertad de tomárselos. En esos días de fiesta se pierden utilidades: de ahí la angustia del empresario norteamericano; de ahí que éste adopte con gozo un sistema de trabajo como el que encontramos en Valle Nacional, donde la vara de bejuco es más poderosa que el sacerdote, donde no hay días de fiesta, ni domingos, ni días en que el garrote no haga asistir al esclavo a las agotantes faenas del campo.
- Nos dijeron que aquí la mano de obra era barata -decía una vez un norteamericano en tono ofendido-. ¿Barata? Naturalmente, tan barata como basura; pero tiene sus inconvenientes.
Este señor esperaba que cada bracero hiciera el mismo trabajo que un norteamericano sano y que, además, viviera del aire.
Estoy muy lejos de aprobar la influencia de la Iglesia católica en el mexicano. Sin embargo, debe admitirse que ella alivia su miseria en parte, al permitirle algunos días de fiesta extraordinarios; alimenta su hambre con bellos espectáculos y con dulce música, que para el mexicano pobre son imposibles de obtener fuera del templo. Si los gobernantes del país hubieran sido más inteligentes y hubieran dado al pueblo la más ligera idea de esplendor fuera de la Iglesia, la influencia del sacerdote habría sido menos intensa de lo que es ahora.
Esas fiestas que el empresario norteamericano considera como un pinchazo en sus costillas le son, sin embargo, útiles; por lo menos, le sirven de pretexto para pagar tan poco al jornalero, que en realidad es una extravagancia que éste se tome un día de descanso: son tan imprevisores que necesito tenerlos muertos de hambre porque de otro modo no trabajarían nada. Esto se oye decir continuamente a los norteamericanos. Y como ilustración de ello se relatan muchos virtuosos cuentos.
¡Imprevisor! Sí, el famélico mexicano es impresivor. ¡Gasta su dinero para no morirse de hambre! Sí, hay casos en que recibe salarios tan muníficos que es capaz de ahorrar un centavo de vez en cuando, si se lo propone. Y al proponérselo, descubre que la previsión no le produce nada, pues encuentra que en el momento en que ha logrado reunir unos cuantos pesos, se convierte en seguida en la víctima de los voraces funcionarios inferiores en cuya jurisdicción cae. Si los amos de México quisieran que sus esclavos fueran previsores, deberían darles la oportunidad de ahorrar y después garantizarles que no les serían robados sus ahorros.
Se acusa al mexicano pobre de ser un ladrón inveterado. La forma en que el obrero mexicano acepta dinero y trata después de escaparse, en vez de trabajar por el resto de su vida para liquidar su deuda, en verdad es suficiente para que se les llenen los ojos de lágrimas a los norteamericanos explotadores de enganchados. Los empresarios norteamericanos roban hasta la sangre viva del obrero, y después esperan de éste la virtud de contenerse para no recuperar, mediante el robo, algo de lo que le han quitado. Si un peón mexicano ve alguna chuchería que le llama la atención, es muy probable que la robe, porque es la única forma que tiene de conseguirla.
Se arriesga a que lo encarcelen por un artículo que vale unos centavos. ¿Cuántas veces los pagaría si deshacerse de esos pocos centavos no significara, para él un día de hambre? Los hacendados norteamericanos secuestran trabajadores; los llevan por la fuerza a sus haciendas; los separan de sus familias; los encierran de noche; los azotan; los hacen pasar hambre mientras trabajan; los abandonan cuando están enfermos; no les pagan; los matan por fin y, después, levantan las manos horrorizados porque un pobre diablo roba una tortilla o una mazorca de maíz.
Las labores de cultivo suelen hacerse en México con un palo curvado (coa) o con azada. Las espaldas humanas hacen las veces de carretas y de vehículos de carga. En pocas palabras, el país se halla terriblemente atrasado en el uso de maquinaria moderna, y por eso se acusa al mexicano de no ser progresista.
Pero no es el peón ordinario, sino el amo, quien decide la cantidad de maquinaria que debe usarse en el país. Los empresarios norteamericanos son un poco más progresistas en el uso de maquinaria que los empresarios mexicanos, pero suelen perder ganancias por esta causa. ¿Por qué? Porque en México la carne y la sangre humanas son más baratas que la maquinaria; es más barato poseer un peón que un caballo, y un peón es más barato que un arado. Con el precio de un molino de nixtamal se pueden comprar 100 mujeres; si esto es así, culpa es del amo. Si, por algún medio, el precio de la fuerza física humana subiera de repente por encima del precio del acero, la maquinaria se impondría tan aprisa como en cualquier nuevo centro industrial de los Estados Unidos o de otro país.
No se crea que el mexicano es demasiado estúpido para manejar máquinas. Se fabrican algunos artículos en los que el trabajo mecánico resulta más barato que el manual, y basta observar tales ejemplos para saber que el mexicano puede manejar maquinaria tan fácilmente como cualquier otro. Por ejemplo, obreros indígenas, casi exclusivamente, operan las grandes fábricas textiles de algodón. A este respecto, se aprecia el ingenio mecánico de alta calidad en las muchas labores de artesanía y de oficios que practican los indígenas, como el tejido de sarapes, la fabricación de alfarería y loza y la manufactura de curiosidades y de encajes.
Se acusa al pueblo mexicano de ser ignorante, como si esto fuera un crimen; se nos dice, en términos laudatorios, que Díaz ha establecido un sistema de escuelas públicas. Charles F. Lummis, en su libro sobre México, hace notar que es dudoso que haya en el país un solo pueblo de un centenar de habitantes que no cuente con escuela pública gratuita. Es verdad, el pueblo mexicano es ignorante y hay pocas escuelas. Se puede apreciar si el Sr. Lummis es digno de crédito con las propias estadísticas del gobierno: en el año en que él publicó su libro, indicaban que sólo el 16% de la población mexicana sabía leer y escribir. Es verdad que existen algunas escuelas públicas en las ciudades, pero casi ninguna hay en los distritos rurales. Aun en el supuesto de que existieran, ¿puede un niño hambriento aprender a leer y escribir? ¿Qué aliciente ofrece el estudio a un joven nacido para encargarse de pagar con trabajo la deuda de su padre y soportarla hasta el fin de sus días?
¡Se dice que el mexicano es feliz! Tan feliz como un peón, es la expresión que se ha hecho corriente. ¿Puede ser feliz un hombre famélico? ¿Existe algún pueblo en la tierra, o siquiera alguna bestia en el campo, de tan rara naturaleza que prefiera el frío al calor y un estómago vacío mejor que lleno? ¿Dónde está el sabio que ha descubierto al pueblo que prefiera un horizonte cada vez más estrecho mejor que uno cada vez más amplio? Verdaderamente depravados serían los mexicanos si fueran felices. No creo que sean felices. Si algunos han afirmado lo contrario han mentido a sabiendas; otros han confundido la evasiva mirada de la arraigada desesperanza con la señal del contentamiento.
La más persistente de las diatribas contra los mexicanos es la de afirmar que el carácter hispanoamericano, en cierta forma, es incapaz de ejercer la democracia, y por lo mismo necesita la mano fuerte de un dictador. Puesto que los hispanoamericanos de México nunca han tenido una buena experiencia democrática, quienes aquello afirman son precisamente los más activos en impedir que los mexicanos adquieran esa experiencia. Surge naturalmente la sospecha de que tales personas tienen un motivo inconfesable para hacer circular dolosamente esa apreciación. El motivo ha quedado establecido con claridad en los capítulos anteriores que tratan de los socios norteamericanos de Díaz.
La verdad de toda la maledicencia contra los mexicanos, como pueblo, aparece muy clara: es la defensa de una situación indefendible y de la que los defensores se aprovechan; es una excusa ..., la excusa de la más horrible crueldad; una venda para la conciencia; una apología ante el mundo; una defensa contra el castigo eterno.
La verdad es que el mexicano es un ser humano sujeto a las mismas leyes evolutivas del crecimiento que existen en el desarrollo de cualquier otro pueblo. La verdad es que si el mexicano no se halla a la altura de la norma que se fija para el más desarrollado tipo de europeo, es porque en su historia la influencia más decisiva ha sido la inhumana explotación, a la cual aún está sujeto bajo el presente régimen. Investiguemos en sus orígenes, veamos brevemente al mexicano como ser etnológico, y comparemos sus capacidades y sus posibilidades con las del norteamericano libre.
Aunque casi todas las personas de educación un poco superior a la primaria aceptamos la teoría de la evolución, como interpretación correcta de la vida en este planeta, no son tantos quienes tienen en cuenta esa verdad para apreciar a la gente que nos rodea. Nos aferramos, por el contrario, al viejo error de la existencia por creación especial que nos sirve de apoyo cuando queremos creer que algunos hombres han sido hechos de una arcilla superior; que algunos son por naturaleza mejores que otros, y que siempre tienen que ser mejores; que algunos han sido designados y destinados a ocupar una posición de rango y privilegio especial entre sus semejantes. Se ha olvidado la verdad científica de que todos los hombres son tallos del mismo tronco; que intrínsecamente de una raza o pueblo no son mayores que las de cualquier otro. Las diferencias entre los hombres y las razas humanas no son innatas, sino que se deben a la acción de influencias externas, al suelo y al clima, a la temperatura y al régimen de lluvias, y a lo que se pueden denominar los accidentes de la historia, los cuales, sin embargo, siguen de modo fatal la huella de esas influencias.
Pero hay diferencias. En general, existen diferencias entre norteamericanos y mexicanos a la esclavitud y al gobierno de un déspota.
¿Qué es un mexicano? Suele aplicarse el término a los componentes de una raza mestiza, en parte indígena y en parte española, que predomina en la que los norteamericanos llaman República hermana del sur. Los indígenas puros que hace tiempo dejaron su estado primitivo, se incluyen también en la misma categoría y parece que tienen derecho a ello. En el censo oficial de 1900 se dice que hay como un 43% de mestizos, un 38% de indígenas puros y un 19% de europeos o de indiscutible procedencia extranjera. En el anuario mexicano se cree que la proporción de mestizos ha aumentado mucho en los últimos 10 años, hasta llegar a ser hoy mayor de 50%. De este modo, el mexicano actual es o por completo español, o por completo aborigen, y con más frecuencia una mezcla de los dos. Se puede decir, entonces, que el carácter peculiar del mexicano es una combinación de los dos elementos.
Tomemos primero el elemento español. ¿Cuáles son los atributos peculiares de la naturaleza del español? En España se encuentra mucho arte y mucha literatura, pero también mucha intolerancia religiosa y poca democracia. Es un pueblo versátil; pero de pasiones violentas y energía inconstante. En sus realizaciones modernas, está a la cola de los países de Europa occidental.
¿Pero, por qué? La respuesta es favorable a España. España se sacrificó para salvar a Europa. Situado el país en los límites meridionales, soportó el empuje de la invasión musulmana; contuvo las hordas bárbaras y salvó así la naciente civilización de Europa y su religión: el cristianismo. Mucho después de que el conflicto se había resuelto, en interés de las otras naciones, España todavía estaba luchando en esta lucha a muerte para conservar su existencia, era inevitable que el poder del Estado se hiciera cada vez más centralizado y despótico, que la Iglesia entrase en más íntima unión con aquél, y fuera menos escrupulosa en sus métodos para hacerse de poder, más sórdida en la obtención de beneficios, más dogmática en sus enseñanzas y más despiadada para tratar a sus enemigos.
Así se revela la primera causa de la situación de España como retrasada en el camino de la democracia y del sentimiento religioso. En cuanto al resto, puede decirse que, mientras el magnífico escenario de su país ha contribuido a hacer al español supersticioso, también ha contribuido para hacer de el un artista; que mientras la exuberancia de su suelo, al permitirle asegurar su manutención con relativamente poco trabajo, no le ha forzado a adquirir hábitos de laboriosidad como los que se observan más al norte, ha contribuido a que cultive las artes de la música, de la pintura y del trato social. El calor del verano, al dificultar el trabajo pesado, ha contribuido también a esos mismos resultados.
Desde luego, no es mi intención entrar en detalles sobre este problema. Sólo puntualizo algunos principios que se hallan en el fondo de las diversidades raciales, pues, en general, el examen detenido del pueblo español demostraría que nada hay en absoluto que indique que sea especialmente incapaz e indigno de disfrutar las bendiciones de la democracia.
Respecto al elemento aborigen, que es el más importante, puesto que sin duda predomina en la constitución del mexicano medio, especialmente del mexicano de las clases más pobres, el examen de su carácter particular resulta igualmente desfavorable. Biológicamente, el mexicano aborigen no debe ser clasificado con ninguna de las llamadas razas inferiores, como los negros, los isleños de los mares del sur, los filipinos puros y los indios norteamericanos. Los aztecas salieron hace mucho de los bosques; su ángulo facial es tan bueno como el de los europeos; en muchos sentidos aventajan a éstos, mientras, que sus caracteres inferiores pueden atribuirse a influencias peculiares externas, a su sino histórico o a ambas cosas.
Debe admitirse que México no está bien favorecido para la generación de energía física y mental como una gran porción de los Estados Unidos. La masa de la población de la tierra de Díaz vive en una meseta de dos a cinco mil metros de altura, donde el aire es más fino; por cada unidad de energía que se gasta, se impone mayor trabajo al corazón, lo mismo que al organismo humano en general. Los norteamericanos que residen en esa meseta se ven obligados a vivir un poco más despacio que en los Estados Unidos; se enteran de que es mejor echar una siesta al mediodía, como lo hacen los mexicanos. Si persisten en mantener el mismo ritmo que acostumbran en su país, descubren que envejecen muy rápidamente, lo cual no es costeable. Si, por otra parte; deciden vivir en la zona tropical, encuentran que también allí, debido al mayor calor y al alto grado de humedad, no es conveniente trabajar tan aprisa como en los Estados Unidos.
Si el trabajador mexicano medio tiene menor capacidad de trabajo que el norteamericano se debe, más que nada, a tales razones, y también por estar invariablemente medio muerto de hambre. Cuando el trabajador norteamericano se enfrenta con el mexicano en el terreno de éste, con frecuencia resulta vencido. Pocos norteamericanos se dedican al trabajo fisico, ya sea en la meseta o en los trópicos. No hay en ninguna parte quien pueda aventajar al mexicano en soportar cargas pesadas o en otras hazañas de resistencia; en los trópicos, si está bien alimentado; es superior a cualquiera. El negro norteamericano, el culí chino, el atlético yanqui del Norte, todos han sido probados contra el nativo en los Estados tropicales y a todos se les ha encontrado deficientes; es indiscutible la inferioridad de la capacidad de trabajo de los hombres de ascendencia europea en las condiciones del trópico.
Lo anterior basta para apreciar la capacidad de trabajo de los mexicanos, que en esta época tan extremadamente utilitaria, se coloca muy alta entre las virtudes de un pueblo. Respecto a inteligencia, a pesar de que siempre fue costumbre de los conquistadores mantener a los indígenas aztecas en situaciones subordinadas, muchos de éstos han logrado elevarse hasta la cima y probar que son tan capaces para las más altas funciones de la civilización como los mismos españoles. Los más brillantes poetas, artistas, escritores, músicos, hombres de ciencia, héroes militares y estadistas de la historia de México fueron o nativos puros o cruzados ligeramente con sangre española.
En general, los mexicanos parecen tener más fuertes tendencias artísticas y literarias que los norteamericanos y menor inclinación hacia el comercio y la mecánica. La masa del pueblo es iletrada; pero eso no quiere decir que sea estúpida. Hay, sin duda, varios millones de norteamericanos que saben leer, pero que no leen con regularidad ni siquiera el periódico; quizá no están mejor informados, y con seguridad no piensan con mayor claridad que los peones que se transmiten las noticias del día de boca en boca, durante los domingos y días de fiesta. Es absurdo sostener que esta gente sea analfabeta porque así lo prefiere, que sea pobre porque quiere serIo, que le guste más la suciedad que la limpieza.
Ellos han elegido esa clase de vida, ¿por qué vamos a preocupamos por sus dificultades? De todos modos, son perfectamente felices. Tales expresiones escuchará con seguridad el viajero que hable de la miseria del mexicano ordinario. En verdad, el mexicano común elige su vida más o menos como un caballo elige nacer caballo. Como ya se dijo, el mexicano no puede ser feliz porque ningún ser hambriento puede serlo. En cuanto a mejorar sus condiciones por sí solo y sin ayuda, tiene tanta oportunidad de hacerlo como un caballo de inventar un aeroplano.
Tomen como ejemplo a un joven pobre en la Ciudad de México, donde existen las mejores oportunidades del país. Tomen a un trabajador mexicano típico: No sabe leer ni escribir porque probablemente nació en un distrito rural, a 15 o 20 km de la escuela más próxima; si acaso nació a la sombra de una escuela pública, tuvo que arañar la tierra desde que aprendió a andar a gatas para conseguir algo que comer. No tiene educación ni preparación especial de ninguna clase, porque no tuvo la oportunidad de adquirida. Si no cuenta con alguna enseñanza especial, sólo puede dedicarse a cargador.
Es probable que a los 25 años, este mexicano sea una ruina fisica por mala alimentación, por vivir a la intemperie y por exceso de trabajo; pero en el supuesto de que sea uno de los pocos que conservan su vigor, ¿qué puede hacer? Seguir cargando bultos pesados, eso es todo. Puede ganar acaso 50 cents. diarios en este trabajo y toda la fuerza de un Hércules no puede mejorar esa ganancia; lo único que tiene es músculo y éste en México es tan barato como el polvo. He visto a hombres haciendo un esfuerzo; los he visto trabajar hasta que sus ojos se vuelven vidriosos; los he visto desarrollar tales energías que sus pechos se hinchaban y hundían con aspiraciones y expiraciones explosivas; los vi llevar cargas tan pesadas que daban traspiés y caían en la calle; en muchos casos han muerto aplastados por el peso que llevaban encima. Dedican sus mejores esfuerzos a la única cosa que saben hacer; nunca tuvieron oportunidad de aprender nada más; mueren tan aprisa como los que hacen lo menos posible para vivir. El caso es que desde un principio nunca gozaron de las oportunidades que en Estados Unidos se tienen como un derecho natural. Imaginen, si es posible, que la mayoría de las escuelas en los Estados Unidos desaparecieran repentinamente; imaginen el cambio de la situación actual de trabajar y descansar, por otra en la que todo fuera trabajo y no descanso; que la capacidad de consumo se reduzca a lo que baste para mantener una sola boca; imaginen que cada boca de la familia necesite un par de brazos por separado para alimentarla y cada nueva boca necesite de sus propios brazos cuando todavía son los tiernos brazos de un niño ...; imaginen todas estas cosas y aun así apenas podrán apreciar las dificultades que aquejan al mexicano común cuando trata de mejorar su condición. Desde el punto de vista práctico tales dificultades son insuperables.
¿Y qué decir de la capacidad de los mexicanos para la democracia? La afirmación de que la democracia no es compatible con el carácter hispanoamericano, parece basarse enteramente en el hecho de que una proporción muy grande de los países hispanoamericanos, aunque no todos ellos, todavía son gobernados por dictadores, y que los cambios de gobierno ocurren sólo por medio de revoluciones, en las cuales un dictador sustituye a otro. Este estado de cosas se produjo por la peculiar historia de estos países más que por el carácter hispanoamericano. Gobernados por extranjeros, como las colonias, estos países acumularon suficiente valor y patriotismo para librarse del dominio exterior; su lucha por la libertad fue larga y amarga; además, como eran países pequeños, su existencia nacional se halló en peligro durante largos periodos después de su independencia. Por eso la carrera militar llegó a ser, por necesidad, la profesión dominante, y el militarismo y las dictaduras fueron la escuela natural. En la actualidad, los países hispanoamericanos todavía están gobernados por dictadores, debido al apoyo otorgado a éstos por los gobiernos extranjeros que se oponen a los movimientos democráticos incluso por la fuerza de las armas. Díaz no es sólo el único dictador hispanoamericano apoyado por los Estados Unidos a requerimiento de Wall Street. Durante los últimos cinco años, varios de los más destacados dictadores centroamericanos han sido sostenidos por la sola imposición militar de los Estados Unidos.
¿Acaso México está preparado para la democracia? ¿No necesita ser regido por un déspota algún tiempo más, hasta que se le haya desarrollado cierta capacidad para la democracia? Repito esta absurda pregunta sólo por ser tan común. La única respuesta razonable es la de Macaulay: que la capacidad para la democracia sólo puede desarrollarse con la experiencia en los problemas de la democracia. México está tan preparado para ejercerla como cualquier otro país que no la haya practicado nunca. No hay oportunidad para que México disfrute de completa democracia en estos momentos. Estas cosas sólo viven de modo gradual y no hay el menor peligro de que repentinamente viva con más democracia que la que le conviene. ¿Quién puede decir que México no debe obtener de modo inmediato siquiera un poco de democracia, la suficiente, digamos, para librar a su pueblo del pantano que representan la esclavitud y el peonaje?
Con seguridad México se encuentra muy atrás de los Estados Unidos en la marcha del progreso; muy atrás en las conquistas de la democracia; pero, al juzgarlo, seamos justos y consideremos lo que la suerte histórica nos ha dado en comparación con lo que ha dado a los mexicanos. Nosotros, los norteamericanos hemos sido afortunados al no haber estado dominados por España durante 300 años; hemos sido afortunados al escapar de las garras de la Iglesia católica y al no haberla tenido aferrada a nuestras gargantas desde nuestra infancia; finalmente, hemos sido afortunados al no haber sido dominados, en los momentos de debilidad que siguen a una guerra extranjera, por uno de nuestros propios generales, quien bajo el disfraz de presidente de nuestra República, quieta y astutamente, con la astucia de un genio y la falta de escrúpulos de un asesino, construye una máquina represiva, como ninguna otra nación moderna se ha visto obligada a destruir. Hemos sido bastante afortunados al escapar al reinado de algún Porfirio Díaz.
Así, para dondequiera que miremos, volvemos finalmente al hecho de que la causa inmediata de todos los males, los defectos, los vicios de México, está en el sistema de Díaz. México es un país maravilloso. La capacidad de su pueblo no admite duda. Una vez que se restaure su Constitución republicana, será capaz de resolver todos sus problemas. Acaso se diga que al oponerme al sistema de Díaz me opongo a los intereses de los Estados Unidos; pero si los intereses de Wall Street son los de los Estados Unidos, me declaro culpable, y si favorece a estos intereses el que una nación como México sea crucificada, me opongo a los intereses de los Estados Unidos.
Pero no creo que esto sea así. Por consideración a los intereses más altos de los Estados Unidos, por consideración a la humanidad, por consideración a los millones de mexicanos que realmente mueren de hambre en la actualidad, yo creo que el sistema de Díaz debe ser destruido, abolido con rapidez.
Cientos de cartas me han llegado de todo el mundo, en las que me preguntan qué se puede hacer para poner fin a la esclavitud de México. Una y otra vez se ha sugerido la intervención armada de potencias extranjeras, lo cual es tan innecesario como poco práctico. Pero hay algo que sí es práctico y necesario, especialmente para los norteamericanos: insistir en que no habrá intervención extranjera con el propósito de mantener la esclavitud en México.
En México existe hoy un movimiento nacional para abolir la esclavitud y la autocracia de Díaz. Este movimiento es perfectamente capaz de resolver los problemas del país sin interferencia extranjera. Hasta ahora no ha tenido éxito, en parte por la ayuda que el gobierno de los Estados Unidos ha prestado a la persecución de algunos de sus dirigentes y, en parte, debido a la amenaza de Díaz -constantemente suspendida sobre el pueblo mexicano-, de llamar al ejército norteamericano en su ayuda en caso de que haya una revolución grave contra él.
Bajo el bárbaro gobierno mexicano actual, no hay esperanza de reformas, excepto por medio de la revolución armada. Esta revolución, en manos de los elementos más preparados y más progresistas, constituye una robusta probabilidad del futuro inmediato. Cuando la revolución estalle, se llevarán con rapidez tropas norteamericanas a la frontera, dispuestas a cruzarla en caso de que Díaz sea incapaz de contener la revolución por sí solo. Si el ejército norteamericano la cruza, no será de manera ostensible para proteger a Díaz, sino para proteger las propiedades y las vidas de los norteamericanos. Con este fin se harán circular deliberadamente falsas noticias de que ellos sufren ultrajes o de peligros para sus mujeres y sus niños, para excitar a la nación a que justifique el crimen de la invasión. Ese será el momento en que los norteamericanos honrados deberán hacer oír sus voces. Deberán exponer, en términos inequívocos, la conspiración contra la democracia y pedir que, de una vez para siempre, el gobierno de los Estados Unidos deje de poner la máquina del Estado a la disposición del déspota para ayudarle a aplastar el movimiento en favor de la esclavitud en México.
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