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Capítulo III
En la ruta del exilio
Los yaquis que se dirigen a Yucatán, al llegar al puerto de Guaymas, Son., abordan un barco de guerra del gobierno hasta el puerto de San BIas. Después de cuatro o cinco días de travesía, desembarcan y son conducidos a pie a través de una de las sierras más abruptas de México, desde San BIas a Tepic y desde Tepic a San Marcos. Tal vez en línea recta, la distancia sea de poco más de 160 kilómetros, pero con los rodeos del camino se duplica la distancia y requiere de quince a veinte días de viaje. Se hace alto en unos campos de concentración a lo largo de la ruta, así como en las ciudades principales. Durante el camino se desintegran las familias; esto sucede principalmente en Guaymas, San Marcos, Guadalajara y la ciudad de México. Desde San Marcos, se lleva a estos infortunados por el Ferrocarril Central Mexicano hasta la ciudad de México, y desde ésta por el Ferrocarril Interoceánico hasta Veracruz. Aquí se les amontona en un barco de carga de la Compañía Nacional, y al cabo de dos a cinco días desembarcan en Progreso, donde son entregados a los consignatarios que los esperan.
En el viaje a Yucatán, mi compañero L. Gutiérrez de Lara y yo vimos bandas de desterrados yaquis; los vimos en los encierros de los cuarteles del ejército en la ciudad de México; nos juntamos con una cuerda de ellos en Veracruz, en fin, navegamos con ellos de Veracruz a Progreso.
Había 104 amontonados en la sucia bodega de popa del vapor carguero Sinaloa, en el cual embarcamos. Creíamos que sería dificil encontrar la oportunidad de visitar este antro infecto; pero afortunadamente nos equivocamos. Los guardias cedieron fácilmente a unas palabras amistosas, y apenas había iniciado el barco su marcha, mi compañero y yo estábamos sentados sobre unas cajas en la bodega, junto a un grupo de desterrados reunido alrededor de nosotros; algunos de ellos, ansiosos de tabaco, chupaban furiosamente los cigarillos que les obsequiamos, Y otros mordían silenciosamente plátanos, manzanas y naranjas que también les habíamos regalado.
Entre ellos había dos viejos de más de cincuenta años: uno era pequeño, de facciones agudas, hablador, vestido con un overall norteamericano, blusa de trabajo, zapatos, y sombrero de fieltro, y con fisonomía y maneras de un hombre civilizado; el otro era alto, silencioso, impasible, embozado hasta la barba con un sarape de colores vivos, única prenda útil que había logrado sacar de sus pertenencias cuando los soldados lo apresaron. Había allí también un magnífico atleta de menos de treinta años, que llevaba en brazos a una delicada niña de dos años; una mujer de cara agresiva, de unos cuarenta años, contra la cual se oprimía una de diez que temblaba y temblaba presa de un ataque de malaria; dos muchachos fornidos sentados en cuclillas al fondo, que sonreían medio atontados a nuestras preguntas; mujeres sucias, casi la mitad de ellas con niños de pecho; además había un asombroso número de criaturas regordetas, de piernas desnudas, que jugaban inocentemente en el suelo o nos miraban a distancia con sus grandes ojos negros.
- ¿Revolucionarios? -pregunté al hombre con overall y blusa.
- No; trabajadores.
- ¿Yaquis?
- Sí, un yaqui -dijo, señalando a su amigo el de la cobija-. Los demás somos pimas y ópatas.
- Entonces, ¿por qué aquí?
- Ah, todos somos yaquis para el general Torres. Él no hace distinción. Si uno es de tez oscura y viste como yo, es un yaqui para él. No investiga ni hace preguntas ..., lo detiene a uno.
- ¿De dónde es usted? -pregunté al viejo.
- La mayoría de nosotros somos de Ures. Nos capturaron durante la noche y nos llevaron sin darnos tiempo para recoger nuestras cosas.
- Yo soy de Horcasitas -habló el joven atleta con la niña en brazos-. Yo estaba arando en mi tierra cuando llegaron y no me dieron tiempo ni a desuncir mis bueyes.
- ¿Dónde está la madre de la niña?
- Murió en San Marcos -contestó apretando los dientes- la mató la caminata de tres semanas por los montes. He podido quedarme con la pequeña ... hasta ahora.
- ¿Algunos de ustedes opusieron resistencia cuando los soldados llegaron a aprehenderlos? -pregunté.
- No -dijo el viejo de Ures-. Nos entregamos pacíficamente; no tratamos de escapar. -Y continuó con una sonrisa-. Los oficiales tenían más trabajo cuidando de sus hombres, de sus soldados, para impedir que huyeran y desertaran, que con nosotros.
- Al principio éramos en Ures ciento cincuenta y tres -siguió el viejo-, todos trabajadores del campo. Trabajábamos para pequeños rancheros, gente pobre, que no tenía a su servicio más de media docena de familias. Un día, un agente del gobierno visitó la región y ordenó a los patrones que dieran cuenta de todos sus trabajadores. Los patrones obedecieron, pues no sabían de qué se trataba hasta pocos días después, cuando llegaron los soldados. Entonces se enteraron y se dieron cuenta de que la ruina era tanto para ellos como para nosotros. Suplicaron a los oficiales diciendo: Este es mi peón, es un buen hombre; ha estado conmigo durante veinte años; lo necesito para la cosecha.
- Es verdad -interrumpió la mujer con la niña consumida por la fiebre-. Hemos estado con Carlos Romo durante veintidós años. La noche que nos capturaron éramos siete; ahora somos dos.
- Y nosotros hemos trabajado para Eugenio Morales dieciséis años -habló otra mujer.
- Sí -prosiguió el que llevaba la voz cantante-, nuestros patrones siguieron suplicando; pero fue inútil. Algunos nos siguieron todo el camino hasta Hermosillo. Eran Manuel Gándara, José Juan López, Franco Téllez, Eugenio Morales, los hermanos Romo, José y Carlos. Allí los puede usted encontrar y le dirán que lo que decimos es cierto. Siguieron tras de nosotros; pero fue inútil. Tuvieron que volver para buscar en vano trabajadores en nuestras casas vacías. Habíamos sido robados ... ya ellos los habían despojado.
- Murieron en el camino como ganado hambriento -continuó el viejo de Ures-. Cuando uno caía enfermo, nunca sanaba. Una mujer que estaba muy enferma cuando salimos, pidió que la dejasen, pero no quisieron. Fue la primera en caer; sucedió en el tren, entre Hermosillo y Guaymas.
- Pero la parte más dura del camino fue entre San Blas y San Marcos. ¡Aquellas mujeres con niños! ¡Era terrible! Caían en tierra una tras otra. Dos de ellas ya no pudieron levantarse y las enterramos nosotros mismos, allí, junto al camino.
- Había burros en San Blas -interrumpió una mujer-, y mulas y caballos. Oh, ¿cómo no nos dejaron montarlos? Pero nuestros hombres se portaron muy bien. Cuando se cansaban las piernecitas de los niños, nuestros hombres los cargaban en hombros. Y cuando las tres mujeres con embarazo muy adelantado no pudieron caminar más, nuestros hombres hicieron parihuelas de ramas, turnándose para cargarlas. Sí, nuestros hombres se portaron bien; pero ya no están aquí. Ya no los veremos más.
- Los soldados tuvieron que arrancarme de mi marido -dijo otra-, y cuando yo lloraba se reían. A la noche siguiente, vino un soldado y quiso abusar de mí; pero me quité los zapatos y le pegué con ellos. Sí, los soldados molestaban a las mujeres con frecuencia. especialmente la semana que estuvimos pasando hambre en la ciudad de México; pero siempre las mujeres los rechazaron.
- Yo tengo una hermana en Yucatán -dijo una joven de menos de veinte años-. Hace dos años se la llevaron. Tan pronto como lleguemos, trataré de encontrarla. Nos acompañaremos mutuamente, ahora que me han quitado a mi marido. Dígame. ¿hace tanto calor en Yucatán como dicen? No me gusta el calor; pero si me dejan vivir con mi hermana. no me importa.
- ¿A quién pertenecen todas estas criaturas, estos muchachos, todos del mismo tamaño? -pregunté.
- ¡Quién sabe! -respondió una anciana-. Sus padres han desaparecido, lo mismo que nuestros niños. Nos quitan a nuestros hijos y nos entregan hijos de extraños; y cuando empezamos a querer a los nuevos, también se los llevan. ¿Ve usted a esa mujer acurrucada allí con la cara entre las manos? Le quitaron a sus cuatro pequeños en Guadalajara y no le han dejado nada. ¿A mí? Sí, me quitaron a mi marido. En más de treinta años no nos habíamos apartado una sola noche; pero eso nada importa; ya no está. Pero acaso tengo suerte; todavía tengo a mi hija. ¿Cree usted que nos juntaremos con nuestros maridos de nuevo en Yucatán?
Cuando pasamos frente al faro de Veracruz, una ola impulsada por el viento norte se estrelló contra el costado del barco y el agua empezó a entrar a chorros por las ventanillas más bajas, inundando el alojamiento de los infelices desterrados; éstos salieron al puente, pero allí se encontraron con un aguacero que los hizo regresar a la bodega. Entre ésta y la popa, inundadas ambas, los exilados pasaron la noche; y cuando en la mañana temprano navegábamos por el río Coatzacoalcos, me dirigí de nuevo a popa y los encontré tirados en el puente, todos ellos mojados y temblando, y algunos retorciéndose víctimas de fuerte mareo.
Navegamos cuarenta y cuatro kilómetros aguas arriba del Coatzacoalcos, anclamos en la orilla y pasamos un día embarcando ganado de la región para el mercado de carne de Nueva Orleans. Se pueden meter por el portillo del costado de un buque doscientos animales grandes en el término de dos horas; pero estos toros eran salvajes como lobos, y había que medio matar a cada uno antes que consintieran en recorrer la estrecha pasarela. Una vez a bordo, colocados a ambos lados del barco, luchaban, pateaban y mugían como sirenas de vapor; varios rompieron las reatas que les habían amarrado a la cabeza y destruyeron la débil valla colocada para impedir que invadieran otras secciones del puente. En un espacio libre de la popa, rodeados en tres lados por los inquietos y mugidores animales, estaba el alojamiento de los yaquis. No había más elección que quedarse allí y correr el riesgo de verse pisoteado, o salir al puente superior al aire libre. Durante los siguientes cuatro días del viaje, uno de los cuales lo ocupamos en esperar que pasara un norte, los yaquis prefirieron el puente.
Por fin llegamos a Progreso. Al tomar el tren para Mérida vi cómo metían a nuestros compañeros de viaje en los coches de segunda clase. Bajaron en la pequeña estación de San Ignacio, tomaron rumbo a una hacienda perteneciente al gobernador Olegario Molina, y ya no los vimos más.
Pronto me enteré en Yucatán de lo que hacían con los desterrados yaquis. Éstos son enviados a las fincas henequeneras como esclavos, exactamente en las mismas condiciones que los cien mil mayas que encontramos en las plantaciones. Se les trata como muebles; son comprados y vendidos, no reciben jornales; pero los alimentan con frijoles, tortillas y pescado podrido. A veces son azotados hasta morir. Se les obliga a trabajar desde la madrugada hasta al anochecer bajo un sol abrasador, lo mismo que a los mayas. A los hombres los encierran durante la noche y a las mujeres las obligan a casarse con chinos o con mayas. Se les caza cuando se escapan, y son devueltos por la policía cuando llegan a sitios habitados. A las familias desintegradas al salir de Sonora, o en el camino, no se les permite que vuelvan a reunirse. Una vez que pasan a manos del amo, el gobierno no se preocupa por ellos ni los toma ya en cuenta; el gobierno recibe su dinero y la suerte de los yaquis queda en manos del henequenero. Vi a muchos yaquis en Yucatán; hablé con ellos, vi cómo los azotaban. Una de las primeras cosas que presencié en una hacienda yucateca fue cómo apaleaban a un yaqui. Se llamaba Rosanta Bajeca.
El acto estaba teatralmente preparado, aunque quizá no de modo intencional. Eran las 3:45 de la madrugada, inmediatamente después de pasar lista los peones. Éstos formaron frente a la tienda de la finca, bajo los débiles destellos de las linternas, colocadas en la parte superior de la fachada, que alumbraban apenas las oscuras fisonomías, y las siluetas de un blanco sucio. Había 700 hombres. De cuando en cuando, la luz de las lámparas era un poco más viva y llegaba hasta los altos árboles tropicales que, muy próximos entre sí, rodeaban el patio en cuyo suelo crecía hierba. Bajo las linternas, y dando frente a la andrajosa horda, estaban el administrador, el mayordomo primero y los jefes menores, así como los mayordomos segundos, el mayocol y los capataces.
-¡Rosanta Bajeca!
Este nombre, gritado por la voz del administrador, hizo salir del grupo a un joven yaqui de cuerpo regular, nervudo, de facciones finas, cabeza bien formada sobre hombros cuadrados, con quijada prominente y firme, y ojos oscuros y hondos que lanzaban miradas rápidas de uno a otro lado del círculo que lo rodeaba, como las lanzaría un tigre al que se hiciera salir de la selva para caer en medio de varios cazadores.
- ¡Quítate la camisa! -ordenó ásperamente el administrador. Al oír estas palabras, el jefe y los capataces rodearon al yaqui. Uno de ellos alargó el brazo para arrancarle la prenda; pero el yaqui rechazó la mano que se acercaba y con la rapidez de un gato, eludió un palo que por el otro lado se dirigía a su cabeza. Fue un instante nada más; con el odio reflejado en sus ojos mantuvo a raya al círculo que lo rodeaba; pero con un movimiento de conformidad los hizo retirarse un poco y de un solo tirón se quitó la camisa por la cabeza, dejando al desnudo su bronceado y musculoso torso, descolorido y marcado con cicatrices de anteriores latigazos. Sumiso, pero digno, se mantuvo allí como un jefe indio cautivo de los de hace un siglo, esperando con desprecio ser torturado por sus enemigos.
Los esclavos presentes miraban con indiferencia. Era un pelotón de trabajadores, alineados de seis en fondo, sucios, con calzones de manta que les llegaban apenas a los tobillos y enrrollados a la altura de la rodilla; camisas del mismo material, con muchos agujeros que dejaban ver la bronceada piel; piernas desnudas; pies descalzos; deteriorados sombreros de palma que sostenían respetuosamente en la mano ... Era un grupo zarrapastroso que trataba de ahuyentar el sueño y parpadeaba ante las débiles linternas. Había allí tres razas: el maya de aguda faz y alta frente, aborigen de Yucatán; el alto y recto chino y el moreno y fuerte yaqui de Sonora.
A la tercera orden del administrador salió de entre los esclavos espectadores un gigantesco chino. Agachándose, cogió de las muñecas al silencioso yaqui y en un instante estaba derecho con el yaqui sobre sus espaldas, tal como carga a un niño cansado alguno de sus mayores.
Nadie había en todo aquel grupo que no supiera lo que se preparaba; pero sólo cuando un capataz alcanzó una cubeta que estaba colgada a la puerta de la tienda se notó cierta tensión de nervios entre aquellos 700 hombres. El extraordinario verdugo, llamado mayocol, un bruto peludo de gran pecho, se inclinó sobre la cubeta y metió las manos hasta el fondo en el agua. Al sacarlas, las sostuvo en alto para que se vieran cuatro cuerdas que chorreaban, cada una de ellas como de un metro de largo. Las gruesas y retorcidas cuerdas parecían cuatro hinchadas serpientes a la escasa luz de las lámparas; y a la vista de ellas, las cansadas espaldas de los 700 andrajosos se irguieron con una sacudida; un involuntario jadeo se escuchó entre el grupo. La somnolencia desapareció de sus ojos. Por fin estaban despiertos, bien despiertos.
Las cuerdas eran de henequén trenzado, apretadas, gruesas y pesadas, propias para el fin especial a que las dedicaban. Una vez mojadas, para hacerlas más pesadas y cortantes, resultaban admirablemente ajustadas para el trabajo de limpia, como se denomina al castigo corporal en las haciendas de Yucatán.
El velludo mayocol escogió una de las cuatro, dejó las otras tres y retiró la cubeta, mientras el enorme chino se colocaba en tal forma que el desnudo cuerpo de la víctima quedase a la vista de sus compañeros. El drama era viejo para todos ellos, tan viejo que los ojos estaban cansados de verlo tantas veces; pero, a pesar de todo, no podía dejar de impresionarlos. Cada uno de los peones sabía que le llegaría su hora, si es que no les había llegado ya, y ninguno tenía suficiente fuerza de ánimo para dar la espalda al espectáculo.
Deliberadamente el mayocol midió la distancia y con igual deliberación alzó en alto el brazo y lo dejó caer rápidamente; el látigo silbó en el aire y cayó, con un sonido seco sobre los hombros bronceados del yaqui.
El administrador, un hombre pequeño y nervioso que no cesaba de hacer gestos, aprobó con un movimiento de cabeza y consultó su reloj; el mayordomo, grandote, impasible, sonrió levemente; la media docena de capataces se inclinaron en su ansiedad un poco más hacia el suelo; el pelotón de esclavos se movió como empujado por una fuerza invisible, y dejaron escapar un segundo suspiro, doloroso y agudo, como aire que se escapa de una garganta cortada.
Todos los ojos eran atraídos por esa escena a la incierta luz del amanecer: el gigante chino, ahora un poco inclinado hacia adelante, con el cuerpo desnudo del yaqui sobre sus hombros; las largas, desiguales y lívidas cicatrices que señalaban los golpes de la cuerda mojada; el lento, deliberadamente lento mayocol; el administrador con el reloj en la mano, indicando su aprobación; el sonriente mayordomo; los absortos capataces.
Todos contuvieron la respiración en espera del segundo golpe. Yo contuve la mía, por momentos que me parecieron años, hasta que creí que la cuerda no caería más. Sólo cuando vi la señal que el administrador hizo con el dedo, supe que los golpes se medían con reloj y sólo hasta después de terminado el espectáculo supe que, para prolongar la tortura, el tiempo señalado entre cada golpe era de seis segundos.
Cayó el segundo latigazo, y el tercero, y el cuarto. Los contaba al caer con intervalos de siglos. Al cuarto azote, la fuerte piel bronceada se cubrió de pequeños puntos escarlata que estallaron y dejaron correr la sangre en hilillos. Al sexto, la reluciente espalda perdió su rigidez y empezó a estremecerse como una jalea. Al noveno azote un gemido nació en las entrañas del yaqui y encontró salida al aire libre. Pero; ¡que gemido! Aún lo puedo oír ahora; un gemido duro, tan duro como si su dureza la hubiera adquirido al pasar a través de un alma de diamante.
Por fin, cesaron los azotes, que fueron quince. El administrador, con un ademán final, guardó su reloj; el gigante chino soltó las manos con que sujetaba las morenas muñecas del yaqui y éste cayó al suelo como un costal. Quedó allí por un momento, con la cara entre los brazos y con su estremecida y ensangrentada carne al descubierto hasta que un capataz se adelantó y le dio un puntapié en el costado.
El yaqui levantó la cabeza, dejando ver un par de ojos vidriosos y una cara contorsionada por el dolor. Un momento después ya se había levantado e iba con pasos vacilantes a reunirse con sus compañeros. En ese momento se rompió el silencio y la ansiedad de 700; se agitaron las filas y se elevó un rumor de palabras entre toda aquella muchedumbre. La limpia especial de aquella mañana había terminado y cinco minutos más tarde, el trabajo diario de la finca había dado comienzo.
Naturalmente, yo hice algunas preguntas acerca de Rosanta Bajeca para averiguar qué delito había cometido para merecer quince azotes con la cuerda mojada. Confirmé que hacía un mes que estaba en Yucatán y sólo tres días que lo habían llevado al campo con una cuadrilla de macheteros para cortar pencas de henequén. La cuota regular exigida a cada esclavo era de dos mil pencas diarias, ya Bajeca le concedieron tres días para que adquiriera la destreza necesaria para cortar esa cantidad de hojas; pero él no había cumplido. Esa era la causa de los azotes. No había cometido ninguna otra falta.
- Me extraña -le hice notar a un capataz- que este yaqui no se soltase de la espalda del chino. Me extraña, que no pelease. Parece un hombre valiente; tiene aspecto de luchador.
El capataz se sonrió.
- Hace un mes, peleaba -fue su respuesta-, pero un yaqui aprende muchas cosas al mes de estar en Yucatán. A pesar de todo, hubo un momento en que creíamos que este perro no aprendería nunca. De vez en cuando nos llega alguno de esa laya; nunca aprenden; no valen el dinero que se paga por ellos.
- Cuénteme algo acerca de éste -le urgí.
- Luchó, eso es todo. El día que llegó, se le puso a trabajar cargando atados de hojas en el montacargas que las sube a la desfibradora. El mayordomo, sí, el mayordomo primero pasó por allá y pinchó al hombre en el estómago con el bastón. Medio minuto después, doce de nosotros estábamos luchando para arrancar, a ese lobo yaqui de la garganta del mayordomo. Lo dejamos sin comer durante un día y después lo sacamos para hacerle una limpia; pero peleó con uñas y dientes hasta que un capataz lo derribó a golpes con el contrafilo del machete. Después de eso, probó la cuerda diariamente durante algún tiempo; pero todos los días por lo menos durante una semana, se resistía como loco hasta que besaba la tierra bajo el golpe de una cachiporra. Pero nuestro mayocol nunca falló. Ese mayocol es un genio. Conquistó al lobo. Estuvo manejando la cuerda hasta que ese terco se sometió, hasta que se arrastró sollozante, en cuatro patas, a lamer la mano del hombre que le había pegado.
Durante mis viajes en Yucatán, muchas veces me había llamado la atención el carácter tan humano de la gente a quien el gobierno mexicano llama yaquis. Los yaquis son indios, no son blancos; pero cuando se conversa con ellos en un lenguaje mutuamente comprensible, queda uno impresionado por la similitud de los procesos mentales del blanco y del moreno. Me convencí pronto de que el yaqui y yo nos parecíamos más en la mente que en el color. También llegué a convencerme de que las ligas familiares del yaqui significan tanto para él como las del norteamericano, para éste. La fidelidad conyugal es la virtud cardinal del hogar yaqui, y parece que no es por causa de alguna antigua superstición tribal, ni por enseñanzas de los misioneros, sino por una ternura innata que se dulcifica a medida que pasan los años, hacia la compañera con quien ha compartido la carne, el abrigo y la lucha por la vida, las alegrías y las tristezas de la existencia.
Una y otra vez presencié demostraciones de ello en el viaje al exilio y en Yucatán. La mujer yaqui siente tan hondo que le arrebaten brutalmente a su niño como lo sentiría una mujer norteamericana civilizada. Las fibras del corazón de la esposa yaqui no son más fuertes contra una separación violenta e inesperada de su esposo que las de una refinada señora de un dulce hogar norteamericano.
El gobierno mexicano prohibe el divorcio y, por lo tanto, volverse a casar en sus dominios; pero para el hacendado yucateco todo es posible. Para una mujer yaqui, un hombre asiático no es menos repugnante que para una mujer norteamericana; sin embargo, una de las primeras barbaridades que el henequenero impone a la esclava yaqui que acaba de ser privada de su marido legal a quien ama, es obligarla a casarse con un chino y vivir con él.
- Lo hacemos así -me explicó uno de los hacendados- para que el chino esté más satisfecho y no tenga deseos de escaparse. Y, además, sabemos que cada niño que nazca en la finca algún día puede valer de quinientos a mil pesos en efectivo.
La mujer blanca culta moriría de vergüenza y de horror en tal situación; pues así les sucede a las mujeres morenas de Sonora. Un personaje de la categoría de don Enrique Cámara Zavala, presidente de la Cámara Agrícola de Yucatán y agricultor millonario me dijo:
- Si los yaquis duran el primer año, generalmente se adaptan bien y son buenos trabajadores; pero el mal está en que por lo menos dos tercios de ellos mueren en los primeros doce meses.
En la finca de una de los más famosos reyes del henequén encontramos, unos doscientos yaquis. Un treinta y tres por ciento de éstos estaban alojados junto a un numeroso grupo de mayas y chinos; enteramente separados de ellos, en una hilera de chozas nuevas de una sola pieza rodeada cada una de un pequeño pedazo de tierra sin cultivar; descubrimos a las mujeres y a los niños yaquis.
Las mujeres se hallaban sentadas en cuclillas en el suelo desnudo, o avivando el fuego de hornillas con unas ollas, al aire libre. Ni vimos hombres entre ellas, ni yaquis ni chinos, porque sólo hacía un mes que todos ellos habían llegado de Sonora.
En una de las casas vimos hasta catorce personas alojadas. Había una mujer de más de 50 años, en cuyo rostro se reflejaba la fuerza de un jefe indio y cuyas palabras iban directas a su objeto como flechas al blanco. Había otra, de tipo hogareño, agradable, de cara ancha, marcada de viruelas, de palabras amables y cuyos ojos se iluminaban amistosamente a pesar de sus penas. Había otras dos que vigilaban su hornilla y se limitaban a escuchar. También se encontraba allí una muchacha quinceañera, casada hacía cuatro meses, pero sola ahora; era notablemente bonita, de grandes ojos, y boca fresca, sentada con la espalda apoyada en la pared, que no dejó de sonreír ... hasta que rompió a llorar. Una mujer enferma estaba tendida en el suelo y se quejaba débilmente, pero no llegó a levantar la mirada. Además, había allí ocho niños.
- La semana pasada éramos quince -dijo la de tipo hogareño-, pero una ya se ha ido. Nunca recuperan la salud.
Estiró una mano y dio un leve golpecito en la cabeza de la hermana que estaba tendida en el suelo.
- ¿Todas ustedes eran casadas? -pregunté.
- Todas -asintió la anciana con cara de jefe indio.
- ¿Y dónde están ahora sus maridos?
- ¿Quién sabe? -dijo; y nos miró al fondo de los ojos tratando de adivinar el motivo de nuestras preguntas.
- Yo soy pápago -les aseguró De Lara-. Somos amigos.
- Ustedes no están trabajando -les hice notar-. ¿Qué es lo que hacen?
- Morirnos de hambre -contestó la vieja.
- Nos dan una vez por semana ... para todas -explicó la hogareña, al tiempo que señalaba con la cabeza tres pequeños pedazos de carne (que costarían menos de cinco centavos de dólar en los Estados Unidos) acabados de llegar desde la tienda de la finca-. Aparte de eso, solamente nos dan maíz y frijoles, ni siquiera la mitad de lo que necesitamos.
- Somos como cerdos; nos alimentan con maíz -comentó la más vieja-. En Sonora nuestras tortillas son de trigo.
- ¿Por cuánto tiempo las tendrán a ración de hambre? -les pregunté.
- Hasta que nos casemos con chinos -espetó la anciana inesperadamente.
- Sí -confirmó la de aspecto casero-. Ya nos han traído a los chinos dos veces, los han alineado ante nosotros y nos han dicho: A escoger un hombre. Ya van dos veces.
- ¿Y por qué no han elegido ustedes?
Esta pregunta la contestaron varias de las mujeres a coro. Con palabras y gestos expresaron su aversión a los chinos, y con trémula sinceridad nos aseguraron que todavía no habían olvidado a sus maridos.
- Yo les supliqué que me dejasen ir -dijo la anciana-. Les dije que era demasiado vieja, que era inútil, que mis años como mujer ya habían pasado, pero me contestaron que yo también tenía que elegir. No me quieren dejar libre; dicen que tengo que escoger, lo mismo que las demás.
- Ya nos han alineado dos veces -reiteró la mujer de tipo hogareño-, y nos han dicho que teníamos que elegir; pero no queremos hacerlo. Una de las mujeres escogió a uno, pero cuando vio a las demás mantenerse firmes, lo rechazó. Nos han amenazado con la cuerda, pero hemos seguido resistiendo. Dicen que nos van a dar una última oportunidad y si entonces no escogemos, ellos lo harán por nosotras. Si no consentimos, nos llevarán al campo y nos harán trabajar, y nos azotarán como a los hombres.
- Y ganaremos un real por día para vivir -dijo la anciana-; doce centavos diarios, y los alimentos en la tienda son dos veces más caros que en Sonora.
- El próximo domingo, por la mañana, nos harán escoger -repitió la mujer hogareña-. Y si no escogemos ...
- El domingo pasado azotaron a esa hermana -dijo la más vieja-. Juró que nunca elegiría y la azotaron igual que azotan a los hombres. Ven, Refugio, enseña tu espalda.
Pero la mujer que estaba cerca del fuego, se encogió y ocultó su cara con mortificación.
- No, no -protestó; y después de un momento, dijo--; cuando los hombres yaquis son azotados, mueren de vergüenza; pero las mujeres podemos resistir el ser golpeadas; no morimos.
- Es verdad -asintió la anciana-, los hombres mueren de vergüenza a veces ..., y a veces mueren por su propia voluntad.
Cuando cambiamos la conversación para hablar de Sonora y del largo viaje, las voces de las mujeres empezaron a vacilar. Eran de Pilares de Teras, donde están situadas las minas del coronel García. Los soldados habían llegado durante el día, cuando la gente estaba en los campos en la pizca del maíz. Ellas fueron arrancadas de su trabajo y obligadas a ir a pie hasta Hermosillo; una caminata de tres semanas.
El amor de los yaquis por quien los ha criado es grande y varias de las mujeres más jóvenes contaban los detalles de la separación de sus madres. Hablaron otra vez de sus maridos; pero contuvieron sus lágrimas hasta que pregunté:
- ¿Les gustaría regresar conmigo a sus hogares de Sonora?
Esta pregunta quedó contestada con lágrimas que empezaron a resbalar primero por las mejillas de la alegre mujer de apariencia casera y después por las de las otras; lloraron cada una a su vez, y al fin los niños que escuchaban en el suelo también comenzaron a sollozar dolorosamente junto con sus mayores. Con el llanto las infelices desterradas perdieron toda reserva. Nos rogaron que las lleváramos de nuevo a Sonora o que buscásemos a sus maridos. La más anciana imploró de nosotros, que nos comunicásemos con su patrón, Leonardo Aguirre, y no quedó contenta hasta que anoté su nombre en mi libreta. La pudorosa mujer que estaba cerca del fuego, deseando, algunas palabras de consuelo y de esperanza, abrió la parte superior de su vestido y nos dejó ver las rojas marcas que había dejado el látigo en su espalda.
Miré a mi compañero; las lágrimas rodaban por su cara. Yo no lloraba, pero me avergüenzo ahora de no haberlo hecho.
Tal es el último capítulo de la vida de la nación yaqui. Cuando vi a estas miserables criaturas, pensé: No puede haber nada peor que esto. Pero cuando vi el Valle Nacional, me dije: Esto es peor que Yucatán.
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