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Capítulo IV

Los esclavos contratados de Valle Nacional

Valle Nacional es, sin duda, el peor centro de esclavitud en todo México. Probablemente es el peor del mundo. Cuando visité Valle Nacional esperaba encontrar algo que fuera más benigno que Yucatán, pero resultó ser más lastimoso.

En Yucatán, los esclavos mayas mueren más rápidamente de lo que nacen, y dos tercios de los esclavos yaquis mueren durante el primer año después de su llegada a la región; pero en Valle Nacional todos los esclavos, con excepción de muy pocos -acaso el cinco por ciento- rinden tributo a la tierra en un lapso de siete u ocho meses.

Esta afirmación es casi increíble. Yo no la hubiera creído; acaso ni después de haber visto la forma como los hacen trabajar, el modo de azotarlos y de matarlos de hambre, si no hubiera sido por el hecho de que los propios amos me dijeron que era verdad. Y hay quince mil de estos esclavos en Valle Nacional ... ¡Quince mil nuevos cada año!

- Al sexto o séptimo mes empiezan a morirse como las moscas durante la primera helada invernal y después no vale la pena conservarlos. Resulta más barato dejados morir; hay muchos más en los lugares de donde éstos vinieron.

Palabra por palabra, ésta es la afirmación que me hizo Antonio Pla, gerente general de un tercio de las plantaciones de tabaco en Valle Nacional.

- He vivido aquí más de cinco años, y todos los meses veo centenares, a veces millares de hombres, mujeres y niños tomar el camino del Valle; pero nunca los veo regresar. De cada centenar que emprende el camino, no más de uno vuelve a ver esta ciudad -esto me dijo un agente ferroviario de la línea de Veracruz al Pacífico.

- No hay supervivientes de Valle Nacional; no hay verdaderos supervivientes -me contó un ingeniero del gobierno que está a cargo de algunas mejoras en ciertos puertos-. De vez en cuando, sale alguno del Valle y va más allá de El Hule. Con paso torpe y mendigando hace el pesado camino hasta Córdoba; pero nunca vuelve a su punto de origen. Esas personas salen del Valle como cadáveres vivientes, avanzan un corto trecho y caen.

La profesión de este hombre lo ha llevado muchas veces a Valle Nacional y conoce más de esa región, probablemente, que cualquier otro mexicano que no esté interesado directamente en el mercado de esclavos.

- Mueren, mueren todos. Los amos no los dejan ir hasta que se están muriendo. Tal cosa declaraba uno de los policías de la población de Valle Nacional, que está situada en el centro de la región.

Y en todas partes, una y otra vez, me dijeron lo mismo. Lo decía Manuel Lagunas, presidente municipal de Valle Nacional, protector de los patrones y él mismo propietario de esclavos; lo decía Miguel Vidal, secretario del municipio; lo decían los mismos amos; los esclavos también lo decían. Y después de haber visto lo que antes había oído, me convencí de que ésta era la verdad.

Los esclavos de Valle Nacional no son indios, como lo son los esclavos de Yucatán; son mestizos mexicanos. Algunos de ellos son hábiles artesanos; otros, artistas, y la mayoría de ellos son trabajadores ordinarios. En conjunto, aparte de sus andrajos, sus heridas, su miseria y su desesperación, constituyen un grupo representativo del pueblo mexicano. No son criminales. No hay más del diez por ciento a quien se haya acusado de algún delito.

El resto son ciudadanos pacíficos y respetuosos de la ley. Sin embargo, ninguno de ellos llegó al Valle por su propia voluntad, ni hay uno solo que no esté dispuesto a dejarlo al instante si pudiera salir.

No hay que aceptar la idea de que la esclavitud mexicana está confinada en Yucatán y en Valle Nacional. Condiciones similares rigen en muchas partes de la tierra de Díaz, y especialmente en los Estados al sur de la capital. Cito a Valle Nacional por ser notorio como región de esclavos y porque, como ya se indicó, constituye el mejor ejemplo de la peor trata de esclavos que conozco.

La causa de las extremosas condiciones de Valle Nacional es principalmente geográfica. Valle Nacional es una honda cañada de tres a diez kilómetros de anchura, enclavada entre montañas casi inaccesibles, en el más extremo rincón al noroeste del Estado de Oaxaca. Su entrada está ocho kilómetros aguas arriba del río Papaloapan, partiendo de El Hule, que es la estación ferroviaria más próxima, y por este lugar pasa todo ser humano que va o viene del Valle. No hay ninguna otra ruta practicable para entrar ni para salir. Las magníficas montañas tropicales que lo rodean están cubiertas por una impenetrable vegetación cuyo paso dificultan aún más los jaguares, pumas y serpientes gigantescas. Además, no hay camino carretero a Valle Nacional, solamente un río y un camino de herradura ...; un camino que lo lleva a uno por la selva, después bordea precipicios donde el jinete tiene que desmontar y andar a gatas, llevando al caballo de la brida; más tarde hay que atravesar la honda y alborotada corriente del río. Se necesita ser un fuerte nadador para cruzar este río cuando la corriente es crecida; pero, no obstante, quien vaya a pie tiene que cruzarlo a nado más de una vez para salir de Valle Nacional.

Si se va a caballo es preciso cruzarlo cinco veces: cuatro en canoa, haciendo nadar trabajosamente a los caballos, y otra vadeando por una larga y dificil ruta en la que hay que evitar grandes rocas y hondos agujeros. El Valle propiamente dicho es plano como una mesa, limpio de toda vegetación inútil, y por él corre suavemente el río Papaloapan. El valle, el río, y las montañas circundantes forman uno de los más bellos panoramas que he tenido la suerte de contemplar.

Valle Nacional se halla a tres horas de viaje de Córdoba y a dos de El Hule. Los viajeros perdidos llegan a veces hasta Tuxtepec, la ciudad principal del distrito político; pero nadie va a Valle Nacional si no tiene allí algún negocio. Es región tabaquera, la más conocida de México, y la producción se obtiene en unas treinta grandes haciendas, casi todas propiedad de españoles. Entre El Hule y la entrada al valle hay cuatro pueblos: Tuxtepec, Chiltepec, Jacatepec y Valle Nacional, todos situados a orillas del río, y todos ellos provistos de policías para cazar a los esclavos que se escapen; pero ninguno de éstos puede salir del Valle sin pasar por los pueblos. Tuxtepec, el más grande, cuenta con diez policías y once rurales. Además, todo esclavo que se escapa supone un premio de diez pesos al ciudadano o policía que lo detenga y lo devuelva a su propietario.

En esta forma se comprenderá hasta qué punto el aislamiento geográfico de Valle Nacional contribuye para que sea algo peor que otros distritos de México, en los que también explotan esclavos.

Además de todo esto, hay que añadir el completo entendimiento que hay con el gobierno y la proximidad a un mercado de trabajo casi inagotable.

La esclavitud en Valle Nacional, lo mismo que en Yucatán, no es otra cosa sino peonaje o trabajo por deudas llevado al extremo, aunque en apariencia toma un aspecto ligeramente distinto: el de trabajo por contrato.

El contrato de trabajo es, sin duda, el origen de las condiciones imperantes en Valle Nacional. Los hacendados tienen necesidad de trabajadores y acuden al expediente de gastar en importarlos, en la inteligencia de que tales trabajadores deben permanecer en sus puestos durante un plazo determinado. Algunos han intentado escapar a sus contratos y los hacendados han usado la fuerza para obligarlos a quedarse. El dinero adelantado y los costos del transporte se consideran como una deuda que el trabajador debe pagar mediante trabajo. De aquí sólo se necesita un paso para organizar las condiciones de trabajo de tal modo que el trabajador no pueda verse libre en ninguna circunstancia. Con el tiempo, Valle Nacional ha llegado a ser sinónimo de horror entre toda la población trabajadora de México; nadie desea ir allá por ningún precio. Así los dueños de las haciendas se ven en la necesidad de decir a los contratados que se les llevará a otra parte, lo cual ha sido el principio de que se engañara por completo a los trabajadores, de que se formularan contratos que no serían cumplidos, pero que auxiliarían a enredar totalmente a quienes cayeran en el garlito. Por último, de esta situación sólo hubo un paso para integrar una sociedad mercantil con el gobierno en la que la fuerza policíaca fue puesta en manos de los hacendados para que los ayudara a llevar adelante un comercio de esclavos.

Los hacendados no llaman esclavos a sus esclavos. Los llaman trabajadores contratados. Yo sí los llamo esclavos, porque desde el momento en que entran a Valle Nacional se convierten en propiedad privada del hacendado y no existe ley ni gobierno que los proteja.

En primer lugar, el hacendado compra al esclavo por una suma determinada. Lo hace trabajar a su voluntad, lo alimenta o le hace pasar hambre a su antojo; lo tiene vigilado por guardias armados día y noche, lo azota, no le da dinero, lo mata y el trabajador no tiene ningún recurso al cual acudir. Llámese esto como se quiera, yo lo llamo esclavitud, porque no conozco otra palabra que se adapte mejor a tales condiciones.

He dicho que ningún trabajador enviado a Valle Nacional para convertirlo en esclavo hace el viaje por su propia voluntad. Hay dos maneras de llevarlo hasta allí: bien por conducto de un jefe político o de un agente de empleos, que trabaja en unión de aquél o de otros funcionarios del gobierno.

El jefe político es un funcionario público que rige un distrito político, correspondiente a lo que se llama condado en los Estados Unidos. Es designado por el presidente o por el gobernador del Estado y también funge como presidente municipal de la ciudad principal de su distrito. A su vez, él suele nombrar a los alcaldes de los pueblos de menor categoría que están bajo su autoridad, así como a los funcionarios de importancia. No tiene ante quién rendir cuentas, excepto su gobernador, y a menos que el presidente de la República resuelva intervenir, resulta por todos conceptos un pequeño zar de sus dominios.

Los métodos empleados por el jefe político cuando trabaja solo son muy simples. En lugar de enviar a pequeños delincuentes a cumplir sentencias en la cárcel, los vende como esclavos en Valle Nacional. Y como se guarda el dinero para sí, arresta a todas las personas que puede. Esté método es el que siguen, con pequeñas variantes, los jefes políticos de todas las principales ciudades del sur de México.

Según me informaron Manuel Lagunas, algunos enganchadores y otras personas de cuya veracidad en el asunto no tengo motivo para dudar, el jefe político de cada una de las cuatro ciudades sureñas más grandes de México, paga una cuota anual de diez mil pesos por su encargo, el cual no valdría esa suma si no fuera por los gajes de la trata de esclavos y otros pequeños latrocinios a que se dedica el favorecido con el puesto; los jefes menores pagan a sus gobernadores cantidades más cortas. Envían a sus víctimas por los caminos en cuadrillas de 10 a 100 y a veces más; gozan de una tarifa especial del gobierno en los ferrocarriles y utilizan rurales a sueldo del gobierno para custodiar a los que aprehenden; por todo ello, el precio de venta de cuarenta y cinco a cincuenta pesos por cada esclavo es casi todo utilidad neta.

Pero solamente un diez por ciento de los esclavos son enviados directamente a Valle Nacional por los jefes políticos; como no hay base legal para el procedimiento, tales jefes prefieren trabajar en connivencia con los enganchadores. Tampoco hay base legal para emplear los métodos que siguen estos enganchadores; pero esa asociación es provechosa. Los funcionarios pueden escudarse tras de los enganchadores y éstos bajo la protección de los funcionarios, absolutamente y sin temor de ser penalmente perseguidos.

En esta asociación, la función del enganchador consiste en atraer con engaños al trabajador y la función del gobierno en apoyar a aquél, ayudarlo; protegerlo, concederle bajas tarifas de transporte y servicio de guardias gratuito y, finalmente, participar de las utilidades.

Los métodos del enganchador para engañar al obrero son muchos y variados. Uno de ellos consiste en abrir una oficina de empleos y publicar anuncios demandando trabajadores a los que se ofrecen altos jornales, casa cómoda y gran libertad en algún lugar al sur de México. También les ofrece transporte libre, por lo que tales ofertas siempre hacen caer a algunos en el garlito, especialmente a hombres con familia que buscan trasladarse a sitios más propicios. Al cabeza de familia le da un anticipo de cinco dólares y a toda ella la encierra en un cuarto tan bien asegurado como una cárcel.

Después de uno o dos días, a medida que van llegando otros, empiezan a tener algunas dudas. Quizá se les ocurra pedir que los dejen salir, y entonces se dan cuenta de que están realmente prisioneros. Se les dice que tienen una deuda pendiente y que los retendrán hasta que la paguen con trabajo. Pocos días después, la puerta se abre y salen en fila; ven que están rodeados por rurales. Los hacen marchar por una calle de poco tránsito hasta una estación de ferrocarril, donde son puestos en el tren; tratan de escapar, pero es inútil; son prisioneros. Pocos días después están en Valle Nacional.

Generalmente el obrero secuestrado en esta forma pasa por el formalismo de firmar un contrato. Se le dice que tendrá buen hogar, buena alimentación y jornales de uno, dos o tres dólares diarios durante un periodo de seis meses o un año. Le pasan por los ojos un papel impreso y el enganchador lee con rapidez algunas frases engañosas allí escritas. Luego le ponen una pluma en la mano y le hacen firmar a toda prisa. La entrega del anticipo de cinco dólares es para afianzar el contrato y para que la víctima quede en deuda con el agente. Le suelen dar oportunidad para que los gaste en todo o en parte, por lo común en ropa u otras cosas necesarias, con el objeto de que no pueda devolverlos cuando descubra que ha caído en una trampa. Los espacios blancos del contrato impreso para fijar el jornal y otros detalles son cubiertos después por mano del enganchador o del consignatario.

En la ciudad de México y en otros grandes centros de población se mantienen de modo permanente lugares llamados casas de enganchadores, conocidas ordinariamente por la policía y por los grandes compradores de esclavos para la tierra caliente. Sin embargo, no son más ni menos que cárceles privadas en las que se encierra con engaños al trabajador, a quien se mantiene allí contra su voluntad hasta que se le traslada en cuadrilla vigilado por la fuerza policiaca del gobierno.

El tercer método que emplea el enganchador es el secuestro descarado. Oí hablar de muchos casos de secuestro de mujeres y de hombres. Centenares de individuos medio borrachos son recogidos cada temporada en los alrededores de las pulquerías de la ciudad de México, para encerrarlos bajo llave y más tarde remitirlos a Valle Nacional. Por lo regular, también se secuestra a niños para enviarlos al mismo sitio. Los registros oficiales de la ciudad de México indican que durante el año que terminó el 14 de septiembre de 1908, habían desaparecido en las calles 360 niños de seis a doce años de edad, algunos de los cuales se encontraron después en Valle Nacional.

Durante mi primer viaje a México, El Imparcial, uno de los principales diarios de la capital, publicó un relato acerca de un niño de siete años que había desaparecido mientras su madre estaba viendo los aparadores de una casa de empeños. La desesperada búsqueda fracasó; se trataba de un hijo único y para mitigar su tristeza el padre se emborrachó hasta que murió en pocos días, mientras la madre se volvió loca y también murió. Después de tres meses, el muchacho, andrajoso y con los pies heridos, subía trabajosamente la escalera de la casa que había sido de sus padres y llamaba a la puerta. Había sido secuestrado y vendido a los dueños de una plantación de tabaco, pero pudo conseguir lo casi imposible, con un muchacho de nueve años había eludido la vigilancia de los guardias de la plantación y debido a su corta estatura, los dos pudieron escapar sin ser vistos. Robando una canoa llegaron hasta El Hule. En lentas etapas, mendigando la comida en el camino, los pequeños fugitivos lograron llegar hasta su hogar.

Supe una historia típica de un enganchador; la conocí en Córdoba, cuando iba camino del Valle. Primero me la contó un contratista negro de Nueva Orleans, que había residido en el país, unos quince años; luego me la contó el propietario del hotel donde me hospedé, y después me la confirmaron varios hacendados tabaqueros del Valle. La historia es la siguiente:

Hace cuatro años, Daniel T., un aventurero, llegó sin un centavo a Córdoba. Pocos días después tenía dificultades con su casero por no pagar la renta de la habitación; pero en pocos días aprendió dos o tres cosas y se dedicó a aprovechar lo que sabía. Salió a pasear por las calles y al encontrar a un campesino le dijo: ¿Quieres ganarte dos reales (veinticinco centavos) con facilidad? Naturalmente la oferta interesó al hombre y después de unos minutos ya estaba camino de la habitación del aventurero llevando un mensaje, mientras el astuto individuo tomaba otra ruta para llegar antes. Esperó al mensajero en la puerta, lo agarró del cuello, lo arrastró, lo amordazó y amarró, y lo dejó en el suelo mientras iba en busca de un enganchador. Esa misma noche, el aventurero vendió su prisionero en veinte pesos, pagó su renta y comenzó a hacer planes para repetir la operación en mayor escala.

El incidente sirvió a este hombre para entrar en el negocio de contratar trabajadores. En unos cuantos meses se había puesto de acuerdo con los jefes políticos de la ciudad de México, de Veracruz, de Oaxaca, de Tuxtepec y de otros lugares; hoy es el señor Daniel T. Yo vi su casa, una mansión palaciega que tiene tres gallos en un escudo sobre la puerta. Usa un sello privado y dicen que su fortuna llega a cien mil pesos, todo ello adquirido como agente de empleos.

En 1908, el precio corriente por cada hombre era de cuarenta y cinco pesos; las mujeres y los niños costaban la mitad; en 1907, antes de la crisis, el precio era de sesenta pesos por hombre. Todos los esclavos que se llevan al Valle tienen que hacer parada en Tuxtepec, donde Rodolfo Pardo, el jefe político del distrito, los cuenta y exige para él un tributo del diez por ciento sobre el precio de compra.

La evidente asociación del gobierno con el tráfico de esclavos tiene, necesariamente, alguna excusa. Esta es la deuda, el anticipo de cinco dólares que suele pagar el enganchador al bracero, la cual es anticonstitucional, pero efectiva. El presidente de Valle Nacional me dijo: No hay un solo policía en todo el sur de México que no reconozca ese anticipo como deuda y apruebe su derecho para llevar al trabajador donde usted quiera.

Cuando la víctima llega a la zona del tabaco, se da cuenta de que las promesas del enganchador fueron tan sólo para hacerle caer en la trampa; además, se entera también de que el contrato -si tuvo la suerte de echarle una ojeada a ese papel- se hizo evidentemente con el mismo fin. Así como las promesas del enganchador desmienten las estipulaciones del contrato, éste es desmentido por los hechos reales. El contrato suele establecer que el trabajador se vende por un periodo de seis meses; pero ningún trabajador que conserve un resto de energía queda libre a los seis meses. El contrato suele decir que el patrón está obligado a proporcionar servicios médicos a los trabajadores; el hecho es que no hay ni un solo médico para todos los esclavos de Valle Nacional. Finalmente, tal documento suele obligar al patrón a pagar un salario de cincuenta centavos por día a los varones y tres dólares por mes a las mujeres; pero yo nunca encontré algún esclavo que hubiera recibido un solo centavo en efectivo, aparte del anticipo entregado por el enganchador.

Varios patrones se jactaron ante mí de que nunca daban dinero a sus esclavos; sin embargo, no llamaban a ese sistema esclavitud. Afirmaron que llevaban en los libros las cuentas de sus esclavos y que las arreglaban de modo que éstos siempre estuvieran en deuda. Sí, los jornales son de cincuenta centavos diarios -dijeron-; pero nos tienen que reembolsar lo que pagamos para traerlos; también tienen que cubrir los intereses, la ropa que les damos, el tabaco y otras cosas.

Esta es exactamente la actitud de todos los tabaqueros de Valle Nacional. Por la ropa, el tabaco y otras cosas cargan el décuplo del precio, sin exageración. El señor Rodríguez, propietario de la finca Santa Fe, por ejemplo, me mostró un par de algo parecido a una pijama de tela de algodón sin blanquear que los esclavos usan como pantalones. Me dijo que su precio era de tres dólares el par y pocos días después encontré el mismo artículo en Veracruz a treinta centavos.

Pantalones a tres dólares; camisas al mismo precio; ambas prendas de tela tan mala que se desgasta y se cae en pedazos a las tres semanas de uso; sí, ocho trajes en seis meses a seis dólares, son cuarenta y ocho; agréguense cuarenta y cinco dólares, que es el precio del esclavo, más cinco de anticipo, más dos de descuentos y así se liquidan los noventa dólares del salario de seis meses.

Esa es la forma de llevar las cuentas para mantener a los esclavos sujetos como esclavos. Por otra parte, las cuentas son diferentes para calcular el costo que ellos representan para el amo. El precio de compra, los alimentos, la ropa, los jornales ..., todo -me dijo el señor Rodríguez- cuesta de sesenta a setenta dólares por hombre en los primeros seis meses de servicio.

Agréguense el precio de compra, el anticipo y los trajes al costo de sesenta centavos cada uno, y resulta un remanente de cinco a quince dólares para alimentos y jornales durante seis meses, que se gastan en frijoles y tortillas.

Claro, también hay otro gasto constante que tienen que pagar los amos: el entierro en el cementerio del Valle Nacional. Cuesta un dólar cincuenta centavos. Digo que se trata de un gasto constante porque en la práctica todos los esclavos mueren y se supone que hay que enterrarlos. La única excepción se presenta cuando, para ahorrarse un dólar cincuenta centavos, los amos mismos entierran al esclavo o lo arrojan a los caimanes de las ciénagas cercanas.

Los esclavos están vigilados noche y día. Por la noche los encierran en un dormitorio que parece una cárcel. Además de los esclavos, en cada plantación hay un mandador, o mayordomo, varios cabos que combinan las funciones de capataces y guardias, y algunos trabajadores libres que hacen de mandaderos y ayudan a perseguir a los que se escapan.

Las cárceles son grandes construcciones, a manera de trojes, sólidamente construidas con troncos jóvenes clavados en el suelo y atados con mucho alambre de púas. Las ventanas tienen barras de hierro; los pisos son de tierra, y en general sin muebles, aunque en algunos casos hay largos y rústicos bancos que hacen las veces de camas. Los colchones son delgados petates de palma. En ese antro duermen todos los esclavos, hombres, mujeres y niños, cuyo número varía entre 70 y 400, de acuerdo con el tamaño de la plantación.

Se amontonan como sardinas en lata o como ganado en un vagón de ferrocarril. Uno mismo puede calcularlo e imaginarIo. En la finca Santa Fe el dormitorio mide veinticinco por seis metros y aloja a 150 personas; en la finca La Sepultura el dormitorio es de trece por cinco metros y aloja a 70; en San Cristóbal es de treinta y tres por dieciséis metros y aloja a 350, y en San Juan del Río es de veintiséis por treinta metros para 400 personas. Así, el espacio disponible para que cada persona se acueste es de tres a seis metros cuadrados. En ninguna de las fincas encontré un dormitorio separado para las mujeres o los niños. A pesar de que hay mujeres honestas y virtuosas entre las enviadas a Valle Nacional todas las semanas todas son encerradas en un mismo dormitorio junto con docenas o centenares de hombres y dejadas a merced de ellos.

A veces llegan a Valle Nacional mexicanos trabajadores y honrados, con sus mujeres e hijos. Si la mujer es atractiva, va a parar al patrón o a uno o varios de los jefes. Los niños ven que se llevan a su madre y saben lo que será de ella. El marido también lo sabe; pero si se atreve a protestar es golpeado con un garrote como respuesta. Repetidas veces esto me dijeron los amos, los esclavos, los funcionarios; las mujeres encerradas en esas latas de sardinas tienen que cuidarse por sí mismas.

La quinta parte de los esclavos de Valle Nacional son mujeres y la tercera parte niños menores de 15 años. Éstos trabajan en los campos con los hombres. Cuestan menos, duran bastante y en algunas labores, como la de plantar el tabaco, son más activos y, por lo tanto, más útiles. A veces se ven niños hasta de 6 años plantando tabaco. Las mujeres trabajan también en el campo, especialmente en la época de la recolección; pero principalmente se dedican a las labores domésticas. Sirven al amo y al ama, si la hay; muelen el maíz y cocinan los alimentos de los esclavos varones. En todas las casas de esclavos que visité encontré de 3 a 12 mujeres moliendo maíz, todo a mano, en dos piedras llamadas metate. La piedra plana se coloca en el suelo; la mujer se arrodilla tras de ella, y completamente doblada, mueve hacia adelante y atrás la piedra cilíndrica o mano del metate sobre la piedra plana. El movimiento es parecido al que hace una mujer lavando ropa; pero es mucho más duro. Pregunté al presidente municipal de Valle Nacional por qué los propietarios no compraban molinos baratos para moler el maíz, o por qué no compraban uno entre todos, en vez de acabar con los pulmones de varios centenares de mujeres cada año, y la respuesta fue: Las mujeres son más baratas que las máquinas.

En Valle Nacional parecían trabajar todo el tiempo. Los vi trabajar al amanecer y al anochecer; los vi trabajando hasta muy tarde por la noche: Si pudiéramos usar la potencia hidráulica del Papaloapan para alumbrar nuestras fincas, podríamos trabajar toda la noche -me dijo Manuel Lagunas y sí creo que lo hubiera hecho.

La hora de levantarse en las fincas es generalmente las 4 de la mañana; a veces más temprano. Excepto en 3 o 4 de ellas, en las otras 30, los esclavos trabajan todos los días del año ... hasta que mueren. En San Juan del Río, una de las más grandes, disfrutan de medio día de descanso los domingos. Casualmente estuve en San Juan del Río un domingo por la tarde. ¡El medio día de descanso! ¡Qué broma tan triste! Los esclavos lo pasaron en la prisión, bien encerrados para impedirles huir.

Todos mueren muy pronto. Los azotan y eso ayuda. Les hacen pasar hambre y eso ayuda también. Mueren en el lapso de un mes a un año, y la mayor mortalidad ocurre entre el sexto y el octavo mes. Igual que los algodoneros de los Estados norteamericanos del Sur antes de la Guerra de la Secesión, los tabaqueros de Valle Nacional parecen tener su negocio calculado hasta el último centavo. Una máxima bien establecida de nuestros algodoneros era que se podía obtener la mayor utilidad del cuerpo de un negro haciéndole trabajar hasta morir durante siete años, y comprar después otro. El esclavista de Valle Nacional ha descubierto que es más barato comprar un esclavo en $45, hacerlo morir de fatiga y de hambre en siete meses y gastar otros $45 en uno nuevo, que dar al primer esclavo mejor alimentación, no hacerle trabajar tanto y prolongar así su vida y sus horas de trabajo por un periodo más largo.

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