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Capítulo V
En el valle de la muerte
Visité Valle Nacional a fines de 1908 durante una semana y me detuve en todas las grandes haciendas. Pasé tres noches en varios de sus cascos y cuatro más en uno u otro de los pueblos. Lo mismo que en Yucatán, visité la región bajo el disfraz de un probable comprador de fincas, y logré convencer a las autoridades y a los propietarios de que disponía de varios millones de dólares listos para su inversión. En consecuencia, evité hasta donde fue posible que estuvieran en guardia. Igual que en Yucatán, pude conseguir información no sólo por lo que vi y oí de los esclavos, sino también por lo que me dijeron los propios amos. En realidad, tuve más suerte que en Yucatán porque me hice amigo de jefes y policías, al grado de que nunca llegaron a sospechar de mí; sin duda, algunos de ellos esperaban que llegase por allí un buen día con unos cuantos millones en la mano, listo para pagarles por sus propiedades el doble de su valor.
A medida que nos aproximábamos a Valle Nacional, notábamos en la gente mayor horror por la región. Ninguno había estado allí, pero todos habían oídos rumores; algunos habían visto a los supervivientes y la vista de esos cadáveres vivientes había confirmado tales rumores. Al bajar del tren en Córdoba vimos que cruzaba el andén una procesión de 14 hombres; dos adelante y dos detrás de la fila, con rifles, y los diez restantes con los brazos amarrados a la espalda y las cabezas bajas. Algunos iban andrajosos, otros vestían bien y varios llevaban pequeños bultos colgados del hombro.
- ¡Camino del Valle! -murmuré. Mi compañero afirmó con un movimiento de cabeza, y pocos momentos después desapareció la procesión; había entrado por una puerta estrecha del lado opuesto de la calle, en una caballeriza situada estratégicamente para que los desterrados pasaran allí la noche.
Después de la cena me mezclé con la gente que había en los hoteles principales de la ciudad, y representé tan bien mi papel de inversionista que conseguí cartas de presentación de un rico español para varios esclavistas del Valle.
- Lo mejor es que vaya usted a ver al jefe político de Tuxtepec, tan pronto como llegue allí -me aconsejó el español-. Es amigo mío. Muéstrele mi firma y le hará pasar sin dificultades.
Cuando llegué a Tuxtepec seguí el consejo de este señor; tuve tanta suerte que Rodolfo Pardo, el jefe político, no sólo me autorizó el paso, sino que me dio una carta personal para cada uno de los subordinados que tenía a lo largo del camino, como eran los presidentes municipales de Chiltepec, Jacatepec y Valle Nacional, a quienes daba instrucciones para que abandonasen sus asuntos oficiales, si ello fuera necesario, para atender mis deseos. Así fue como pasé los primeros días en el Valle de la Muerte en calidad de huésped del presidente; además, éste me asignó una escolta especial de policías para que no sufriera ningún contratiempo durante las noches que estuve en el pueblo.
En Córdoba, un negro contratista de obras que había vivido en México durante 15 años, me dijo:
- Los días de la esclavitud no han pasado todavía. No, todavía no han pasado. Ya llevo aquí largo tiempo y tengo una pequeña propiedad. Yo sé que estoy bastante a salvo, pero a veces tengo temores ...; sí señor, le aseguro que paso miedo.
A la mañana siguiente, temprano, mientras me vestía, miré por el balcón y vi a un hombre que caminaba por mitad de la calle, con una reata amarrada al cuello y a un jinete que iba detrás de él sujetando el otro extremo de la cuerda.
- ¿Adónde llevan a ese hombre? -le pregunté al sirviente-. ¿Lo van a ahorcar?
- Ah, no. Lo llevan a la cárcel -me respondió-. Es la manera más fácil de apoderarse de ellos. En uno o dos días estará en camino de Valle Nacional. Todos los individuos a quienes arrestan aquí van a Valle Nacional ... todos, menos los ricos.
- Quisiera saber si esa cuadrilla que vimos anoche irá en el tren de hoy -me dijo mi compañero De Lara, camino de la estación.
No estuvo en duda mucho tiempo. Apenas nos hubimos sentado, vimos a los diez esclavos y a sus guardianes, los rurales, desfilando hasta el coche de segunda clase que estaba junto al nuestro; tres de los prisioneros iban bien vestidos y sus fisonomías denotaban inteligencia poco común; dos de los primeros eran muchachos de buen aspecto, menores de 20 años, uno de los cuales rompió a llorar cuando el tren se puso en marcha lentamente hacia el temido Valle.
Penetramos en el trópico, en la selva, en la humedad y en el perfume de las tierras bajas que se conocen como tierra caliente. Bajamos una montaña, después pasamos por el borde de una profunda cañada, desde donde más abajo vimos plantaciones de café, platanares, árboles de caucho y caña de azúcar; más tarde llegamos a una región donde llueve todos los días excepto a mediados del invierno. No hacía calor -verdadero calor, como en Yuma-, pero los pasajeros sudaban copiosamente.
Miramos a los exilados con curiosidad y en la primera ocasión dirigimos algunas palabras al jefe de la escolta de rurales. En Tierra Blanca nos detuvimos para cenar. Como los alimentos que los rurales compraron para sus prisioneros consistían solamente en tortillas y chile, les compramos algunas cosas más y nos sentamos a verlos comer. Poco a poco iniciamos y estimulamos la conversación con los desterrados, teniendo cuidado de conservar al mismo tiempo la buena voluntad de sus guardianes; al cabo de un buen rato ya sabíamos la historia de cada uno de ellos.
Todos eran de Pachuca, capital del Estado de Hidalgo; a diferencia de la gran mayoría de los esclavos de Valle Nacional, eran enviados directamente por el jefe político de aquel distrito. El sistema peculiar de este jefe nos lo explicó dos días más tarde Espiridión Sánchez, cabo de rurales, en la siguiente forma:
- El jefe político de Pachuca tiene un contrato con Cándido Fernández, propietario de la plantación de tabaco San Cristóbal la Vega por medio del cual se compromete a entregar cada año 500 trabajadores sanos y capaces a $50 cada uno. El jefe consigue tarifas especiales del gobierno en los ferrocarriles; los guardias son pagados por el gobierno, de modo que el viaje de cuatro días desde Pachuca le cuesta solamente $3.50 por hombre; esto le deja $46.50. De esta cantidad, tiene que pasarle algo al gobernador de su Estado, Pedro L. Rodríguez, y algo al jefe político de Tuxtepec; pero aún así, sus ganancias son muy grandes. ¿Cómo consigue a sus hombres? Los aprehende en la calle y los encierra en la cárcel. A veces los acusa de algún delito, real o imaginario; pero en ningún caso les instruyen proceso a los detenidos. Los mantiene en la prisión hasta que hay otros más para formar una cuadrilla, y entonces los envía aquí a todos. Bueno, los hombres que pueden mandarse con seguridad a Valle Nacional ya escasean tanto en Pachuca, que se sabe que el jefe se ha apoderado de muchachos de escuela y los ha enviado aquí sólo por cobrar los $50 por cada uno.
Todos nuestros diez amigos de Pachuca habían sido arrestados y encerrados en la cárcel; pero ninguno había estado ante un juez. A dos de ellos se les acusó por deudas que no podían pagar; a uno lo habían detenido borracho; a otro, también en estado de ebriedad, por haber disparado al aire; uno más había gritado demasiado en el Día de la Independencia, el 16 de septiembre; otro había intentado abusar de una mujer; el siguiente había tenido una leve disputa con otro muchacho por la venta de un anillo de cinco centavos; otros dos habían sido músicos del ejército y habían dejado una compañía para darse de alta en otra sin permiso; y el último había sido empleado de los rurales y lo vendieron por haber visitado a dos rurales, sus amigos, que estaban en la cárcel cumpliendo sentencia por deserción.
Cuando sonreíamos con incredulidad al oír el relato del último prisionero, y preguntamos abiertamente al jefe de los guardias rurales si aquello era cierto, nos asombró con su respuesta, afirmando con la encanecida cabeza, dijo en voz baja.
- Es verdad. Mañana me puede tocar a mí. Siempre es el pobre el que sufre.
Hubiéramos creído que los relatos de estos hombres eran cuentos de hadas; pero fueron confirmados por uno u otro de los guardianes. El caso de los músicos nos interesó más. El más viejo de ellos tenía una frente de profesor universitario: tocaba la corneta y se llamaba Amado Godínez. El más joven no tenía más allá de 18 años; tocaba el bajo y se llamaba Felipe Gómez. Este último fue quien lloró en el momento de la partida.
- Nos mandan a la muerte, a la muerte -dijo entre dientes Godínez-. Nunca saldremos vivos de ese agujero.
Durante todo el camino, dondequiera que lo encontramos, decía lo mismo, repitiendo una y otra vez: Nos mandan a la muerte ..., a la muerte; y siempre, al oír estas palabras, el muchacho de cara bondadosa que iba a su lado, acobardado, dejaba escapar las lágrimas silenciosamente.
En El Hule, la puerta del infierno mexicano, nos separamos de nuestros desgraciados amigos por algún tiempo. Al dejar la estación y abordar la lancha en el río vimos a los diez que iban amarrados en fila, custodiados por un rural a caballo en la vanguardia y otro detrás, desaparecer en la selva hacia Tuxtepec. Cuando llegamos a la capital del distrito, cuatro horas más tarde, los encontramos de nuevo a la luz incierta del crepúsculo. Habían adelantado a la lancha en el viaje aguas arriba, habían cruzado en una canoa y ahora descansaban por un momento en la arena de la orilla, donde sus siluetas se destacaban contra el cielo.
Rodolfo Pardo, el jefe político a quien visitamos después de la cena, resultó ser un hombre delgado, pulcro, de unos 40 años, bien rasurado; sus ojos penetrantes como flechas aceradas nos reconocieron de arriba a abajo en un principio; pero la imagen de los millones que íbamos a invertir, y de los cuales él podría obtener buena parte, lo dulcificó a medida que nos fuimos conociendo; cuando estrechamos su fría y húmeda mano al despedirnos, habíamos conseguido todo lo que nos proponíamos. Aún más, don Rodolfo llamó al jefe de la policía y le dio instrucciones para que nos proporcionara buenos caballos para nuestro viaje.
La mañana nos encontró ya en el camino de la selva. Antes del mediodía hallamos a algunos otros viajeros y no perdimos la oportunidad de interrogarlos.
- ¿Escapar? Sí; lo intentan ..., a veces -dijo uno de aquella región, un ganadero mexicano-. Pero son muchos contra ellos. La única escapatoria es por el río. Tienen que cruzarlo muchas veces y necesitan pasar por Jacatepec, Chiltepec, Tuxtepec y El Hule. Y deben ocultarse de toda persona que encuentren en el camino, porque se ofrece una gratificación de $10 por cada fugitivo capturado. No nos gusta el sistema, pero $10 son mucho dinero y nadie se los pierde. Además, si uno no se aprovecha, lo hará otro; y aunque el fugitivo lograse salir del Valle, al llegar a Córdoba encontrará al enganchador Tresgallos esperándole para hacerlo regresar.
- Una vez -nos dijo otro indígena-, vi a un hombre apoyado en un árbol aliado del camino. Al acercarme le hablé, pero no se movió. Tenía el brazo doblado contra el tronco del árbol y sus ojos parecían estar observando la tierra. Lo toqué en el hombro y me di cuenta de que estaba bien muerto. Lo habían soltado para dejarlo morir lejos y había caminado hasta allí. Que ¿cómo supe que no era un fugitivo? Ah, señor, fue fácil. Usted lo hubiera sabido también si hubiera visto sus pies hinchados y los huesos de su cara al descubierto. Ningún hombre en esa condición podría escaparse.
A la caída de la noche entramos en Jacatepec y allí vimos a la cuadrilla de esclavos. Habían salido antes y se habían mantenido adelante, andando los 46 km de camino lodoso, a pesar de que algunos de ellos se debilitaron por el encierro. Estaban tendidos en un espacio verde delante de la casa de detención.
El cuello blanco de Amado Godínez había desaparecido; el par de zapatos finos, casi nuevos, que en el tren llevaba puestos, estaban en el suelo a su lado, cubiertos de fango y humedad; los pies desnudos eran pequeños, tan blancos y suaves como los de una mujer, y tenían contusiones y rasguños. Desde aquel atardecer en Jacatepec, he pensado muchas veces en Amado Godínez y me he preguntado -no sin estremecerme- cómo les iría a aquellos delicados pies entre las moscas tropicales de Valle Nacional. Recuerdo sus palabras: Nos mandan a la muerte, a la muerte. Y si recibiera la noticia de que Amado Godínez todavía vive, me sorprendería. Esa noche parecía darse cuenta de que ya no necesitaría para nada aquellos finos zapatos y antes de irme a la cama, oí que trataba de vendérselos en 25 centavos a un transeúnte.
Dondequiera que nos deteníamos inducíamos a la gente, mediante preguntas descuidadas, a que nos hablasen del Valle. No quería equivocarme. Quería oír la opinión de todo el mundo. Yo no sabía lo que más tarde pudieran negarnos. Y siempre era la misma historia: esclavitud y hombres y mujeres azotados hasta morir.
Nos levantamos a las 5 de la mañana siguiente y no desayunamos para poder seguir a la cuadrilla de esclavos por el camino a Valle Nacional. Al comienzo, el principal de los dos rurales, un mexicano joven, limpio y bien plantado, vio con desconfianza nuestra presencia; pero antes que llegásemos a medio camino ya platicaba con agrado. Era un rural de Tuxtepec y vivía del sistema, aunque estaba contra él.
- Son los españoles quienes golpean a nuestra gente hasta hacerlos morir -dijo con amargura-. Todas las haciendas tabaqueras pertenecen a españoles, menos una o dos.
El rural nos dio los nombres de dos socios, Juan Pereda y Juan Robles, que se habían enriquecido con el tabaco de Valle Nacional; después vendieron sus propiedades y se fueron a España a pasar el resto de sus vidas. El nuevo propietario, al reconocer su hacienda, llegó a una ciénaga en la que encontró centenares de esqueletos humanos. Pereda y Robles se ahorraban hasta los gastos del entierro de los hombres a quienes habían dejado morir de hambre y azotes.
Nadie había pensado en arrestar a un propietario por el delito de dejar morir a sus esclavos, según nos dijo el rural. Mencionó dos excepciones a esta regla: una, el caso de un capataz que había balaceado a tres esclavos, otra, un caso en que figuraba un norteamericano y en que intervino el embajador de los Estados Unidos. En el primero, el propietario condenó el asesinato porque necesitaba a los esclavos, y él mismo procuró la aprehensión del capataz. Respecto al segundo, me dijo el informante:
- En años pasados, de vez en cuando era arrestado algún vagabundo norteamericano para enviarlo aquí; pero las molestias que causó este norteamericano en particular hicieron que se prescindiera por completo de los trabajadores de esa nacionalidad. Ese norteamericano fue enviado a San Cristóbal la finca de Cándido Fernández, donde existía la costumbre de matar un venado cada dos semanas para proporcionar carne a la familia del hacendado y a los capataces; lo único que quedaba para los esclavos era la cabeza y las vísceras. Un domingo, mientras ayudaba a descuartizar un venado, el hambre del esclavo norteamericano pudo más que él; se apoderó de algunas vísceras y se las comió crudas. Al día siguiente murió. Pocas semanas después, un esclavo escapado visitó al embajador de los Estados Unidos en la Ciudad de México, le dio el nombre y dirección del norteamericano y le dijo que lo habían matado a golpes. El embajador obtuvo la detención de Fernández y a éste le costó mucho dinero salir de la cárcel.
Hicimos un bello viaje, aunque muy duro. En cierto lugar desmontamos y por las inclinadas faldas de una gran montaña, dejando a nuestros caballos que encontrasen por sí solos el camino entre las piedras detrás de nosotros. En otro sitio esperamos mientras los esclavos se quitaron la ropa, la recogieron en envoltorios que cargaron sobre la cabeza y vadearon un arroyo; nosotros seguimos a caballo. En muchos lugares hubiera deseado tener una cámara fotográfica; pero sabía que si la hubiera tenido me habría traído disgustos.
Imaginen aquella procesión desfilando en fila india por la ladera de una colina; la vegetación tropical arriba, interrumpida a trechos por salientes de gigantescas rocas grises; más abajo una pradera llana y un poco más allá las curvas, las líneas casi femeninas de ese encantador río que es el Papaloapan. Imaginen a esos diez esclavos, seis de ellos con el alto sombrero de palma que es de rigor entre la gente del pueblo, y cuatro con sombreros de fieltro; todos descalzos, menos el muchacho músico quien, con seguridad, tiraría sus zapatos antes del fin de la jornada. La mitad de ellos iba sin equipaje, en la creencia de que los amos les proporcionarían cobijas y otras ropas; la otra mitad llevaba a la espalda bultos pequeños envueltos en mantas de vivos colores; finalmente, los rurales montados y uniformados, uno de ellos delante y el otro detrás; y los viajeros norteamericanos a la zaga.
Pronto empezamos a ver cuadrillas de 20 a 100 hombres, trabajando en los campos; preparando la tierra para plantar el tabaco. Estos hombres tenían el color de la tierra; no parecían tales y me extrañaba que se movieran sin cesar mientras el suelo se mantenía firme. Aquí y allá, entre las formas que se movían había otras que sí parecían hombres y estaban armados con palos largos y flexibles y a veces se les veían espadas y pistolas. Entonces nos dimos cuenta de que habíamos llegado a Valle Nacional.
La primera finca en que paramos fue San Juan del Río. Junto a la entrada estaba encogido un esclavo enfermo. Tenía un pie hinchado hasta el doble de su tamaño natural, envuelto en un trapo sucio:
- ¿Qué te pasa en el pie? -le pregunté.
- Infección por picadura de insectos -replicó el esclavo.
- En uno o dos días más -nos dijo un capataz con una sonrisa sardónica- tendrá gusanos.
Continuamos nuestro camino y avistamos por vez primera una casa de esclavos de Valle Nacional; una simple prisión con ventanas protegidas por barrotes, donde había un grupo de mujeres inclinadas sobre los metates y un guardia a la puerta con una llave en la mano.
Ya se dijo antes que uno de los cabos de rurales se oponía al sistema; pero pronto nos demostró la perfección con que participaba en él. Al rodear una peña vimos de repente a un hombre agachado, medio oculto tras de un árbol. Nuestro rural lo llamó y el hombre se acercó temblando y tratando de ocultar las naranjas verdes que había estado comiendo. La conversación entre ambos fue algo parecida a lo siguiente:
El rural: - ¿A dónde vas?
El hombre: - A Oaxaca.
El rural: - ¿De dónde eres?
El hombre: - Del puerto de Manzanillo.
El rural: - Te has desviado como 160 km de tu camino. Nadie viene por estos rumbos si no tiene nada que hacer aquí. Bueno, ¿de qué finca te escapaste?
El hombre: - Yo no me escapé.
El rural: - Bueno, hasta aquí llegaste.
Y nos llevamos al hombre. Más tarde se supo que se había escapado de San Juan del Río. El rural cobró $10 de gratificación.
En la hacienda San Cristóbal dejamos atrás a la cuadrilla de esclavos; al hacerlo cometimos antes la temeridad de estrechar las manos de los dos músicos, a quienes no volveríamos a ver. Ya solos nosotros por el camino, observamos que la actitud de quienes encontrábamos era muy distinta de la que tenían aquellos que vimos cuando íbamos en compañía de los rurales agentes del gobierno. Algunos españoles a caballo, con los cuales nos cruzamos no se dignaron contestar nuestro saludo; nos miraron con sospecha, con ojos medio cerrados, y uno o dos de ellos llegaron a expresarse de nosotros en forma ofensiva, a una distancia que nos permitió oírles. Si no hubiera sido por la carta que llevaba conmigo dirigida al presidente municipal, hubiera sido muy dificil que nos admitieran en las haciendas tabaqueras de Valle Nacional.
En todas partes veíamos lo mismo: cuadrillas de hombres y muchachos extenuados que limpiaban la tierra con machetes o araban con yuntas de bueyes los anchos campos. Y por todas partes veíamos guardias armados con largas y flexibles varas, sables y pistolas. Poco antes de cruzar por última vez el río para entrar en el pueblo de Valle Nacional, hablamos con un viejo a quien le faltaba una mano y que trabajaba solo junto a la cerca.
- ¿Cómo perdiste la mano? -le pregunté.
- Un cabo me la cortó con el sable -fue la respuesta.
Manuel Lagunas, presidente de Valle Nacional, resultó ser un individuo muy amable y casi simpaticé con él hasta que vi a sus esclavos. Su secretario, Miguel Vidal, era aún más amable, y los cuatro estuvimos de sobremesa durante dos horas, después de la cena, con gran contento de todos hablando de la región. Durante la comida, un muchacho mulato de unos 8 años permaneció silencioso de pie tras de la puerta; sólo salía cuando su amo lo necesitaba y lo llamaba: ¡Negro!
- Lo compré barato -dijo Vidal-. Sólo me costó $25.
Debido a su gran belleza, Valle Nacional fue llamado Valle Real por los primeros españoles; pero después de la independencia de México, el nombre fue cambiado por el de Valle Nacional. Hace 35 años esas tierras pertenecían a los indios chinantecos, tribu pacífica, entre quienes las dividió el presidente Juárez. Cuando Díaz subió al poder olvidó dictar medidas para proteger a los chinantecos contra algunos hábiles españoles, de modo que en pocos años los indios se habían bebido unas cuantas botellas de mezcal y los españoles se habían quedado con sus tierras. Los indios de Valle Nacional consiguen ahora su alimento cultivando pequeñas parcelas rentadas en lo alto de las laderas de las montañas, impropias para el cultivo del tabaco.
Aunque los agricultores siembran maíz y frijol, a veces plátano u otras frutas tropicales, el tabaco es el único producto de consideración en el Valle. Las haciendas son en general muy grandes; tan sólo hay unas 30 en todo el distrito. De éstas, 12 son de Balsa Hermanos, propietarios de una gran fábrica de puros en Veracruz y de otra en Oaxaca.
Después de la cena salimos a dar un paseo por el pueblo y el presidente nos asignó un policía, Juan Hemández, para nuestra protección. Desde luego, hablamos con éste:
- Se retiene a todos los esclavos hasta que mueren ... ¡a todos! -dijo Hemández-. Y cuando mueren, los amos no siempre se toman la molestia de enterrarlos: los arrojan a las ciénagas donde los caimanes los devoran. En la hacienda Hondura de Nanche, son arrojados tantos a los caimanes que entre los esclavos circula la expresión de ¡Echenme a los hambrientos! Entre estos esclavos existe un miedo terrible de ser arrojados a los hambrientos antes de morir, mientras están todavía conscientes, como ya ha sucedido.
Los esclavos que están exhaustos y no sirven para nada -según nos contó el policía-, pero que tienen la fuerza suficiente para gritar y defenderse si van a ser echados a los hambrientos, son abandonados en el camino sin un centavo, y andrajosos muchos de ellos se arrastran hasta el pueblo para morir. Los indios les dan algunos alimentos, y en las afueras del pueblo hay una casa vieja donde se permite a esas miserables criaturas pasar sus últimas horas. El sitio se conoce con el nombre de Casa de Piedad. La visitamos acompañados del policía y encontramos allí a una anciana echada boca abajo en el suelo. No se movió cuando entramos ni cuando hablamos entre nosotros y luego a ella; por algunos momentos no supimos si estaba viva o muerta, hasta que gruñó débilmente. Puede imaginarse lo que sentimos, pero nada podíamos hacer. Caminamos quedamente hasta la puerta y salimos de prisa.
Poco después, por la tarde, nos dijo el secretario municipal:
- Notarán ustedes que ésta es una región saludable. ¿No ven lo gordos que estamos todos? ¿Los trabajadores de las plantaciones? Ah, sí, se mueren, mueren de malaria y de tuberculosis, pero se debe a que están mal alimentados. Todo lo que comen, generalmente, son tortillas y frijoles ..., frijoles agrios. Además, los azotan mucho. Sí, se mueren; pero nadie más aquí se ha enfermado.
A pesar de lo que nos había contado Juan Hemández, el policía, el secretario nos aseguró que la mayoría de los esclavos que morían eran enterrados. El entierro se hace en el pueblo y cuesta a los amos $1.50, y por caridad el municipio coloca una cruz de bambú en cada tumba. Cuando caminábamos bajo la luna echamos una mirada al cementerio, y contuvimos la respiración ante tanto terreno lleno de cruces. Sí, los hacendados entierran a sus muertos. A juzgar por la cantidad de cruces, se creería que Valle Nacional no es un pueblo de mil almas, sino una ciudad de 100 mil.
Al dirigirnos hacia la casa del presidente para dormir nos detuvo el rumor de una débil voz que nos llamaba. Siguió después un lastimero ataque de tos, y vimos algo así como un esqueleto humano en cuclillas junto al camino. Era un hombre que pedía un centavo. Le dimos varios y poco después ya sabíamos que era uno de los que iban a morir a la Casa de Piedad. Era cruel hacerle hablar; pero insistimos, y en horrible susurro logró relatar su historia entre golpes de tos.
Se llamaba Ángel Echavarría; tenía 20 años y era de Tampico. Le ofrecieron pagarle $2 diarios en una finca, 6 meses antes, y había aceptado; pero sólo para ser vendido como esclavo a Andrés M. Rodríguez, propietario de la hacienda Santa Fe. A los tres meses de trabajo empezó a agotarse por el inhumano tratamiento que recibía, y a los cuatro un capataz llamado Agustín le rompió un sable en sus espaldas. Cuando volvió en sí, después de los golpes, había escupido parte de un pulmón. Después lo azotaban con más frecuencia, porque no podía trabajar con la misma intensidad, y varias veces se desmayó en el campo. Por fin lo dejaron libre; pero cuando pidió los jornales que creía suyos, le dijeron que debía $1.50 a la finca. Vino al pueblo y se quejó ante el presidente, pero no fue atendido. Ahora, demasiado débil para emprender la marcha a su hogar, moría tosiendo y pidiendo limosna. Nunca en mi vida había visto otra criatura tan extenuada como Ángel Echavarría, y parecía increíble que ese hombre, tan sólo tres días antes, hubiera trabajado todo el día bajo los rayos del sol ...
Visitamos la hacienda Santa Fe, así como otras seis más, y comprobamos que el sistema de alojamiento, de alimentación, de trabajo y de vigilancia de los esclavos era el mismo.
El dormitorio principal de Santa Fe consistía en una habitación sin ventanas, con el piso de tierra, y cuyas paredes eran postes clavados en el suelo a 3 cms. de distancia uno de otro, sujetos firmemente con alambres de púas. Era tan inexpugnable como una cárcel norteamericana. Las camas consistían en petates extendidos sobre bancas de madera. Había cuatro bancas, dos a cada lado, una encima de otra, situadas a todo lo largo del aposento. Las camas estaban tan juntas que se tocaban. Las dimensiones del recinto eran de 23 por 5.5 mts., y en este reducido alojamiento dormían 150 hombres, mujeres y niños. Los hacendados de Valle Nacional no tienen la decencia de los esclavistas de hace 50 años; en ninguna de las haciendas visitadas encontré un dormitorio separado para las mujeres. Varias veces me dijeron que las que entran en esos antros llegan a ser comunes para todos los esclavos, no porque así lo quieran ellas, sino porque los capataces no las protegen contra los indeseados ataques de los hombres.
En la hacienda Santa Fe, el mandador o superintendente duerme en una pieza situada en un extremo del dormitorio de los esclavos; los cabos o capataces duermen en el extremo opuesto. La única puerta que hay se cierra con candado, y un vigilante pasea toda la noche, de arriba abajo, por el espacio que queda entre las dos hileras de bancas. Cada media hora, éste toca un sonoro gong. A una pregunta mía, el señor Rodríguez aseguró que el gong no molestaba a los esclavos que dormían; pero, aunque así fuera, ese procedimiento era necesario para impedir que el centinela se quedara dormido, lo que permitiría que todos los esclavos se escaparan.
Al observar de cerca a las cuadrillas en el campo, me asombré de ver tantos niños entre los trabajadores; por lo menos, un 50% de ellos tenían menos de 20 años y no menos del 25% eran menores de 14 años.
- Para plantar son tan buenos los muchachos como los hombres -comentó el presidente, quien nos acompañó-. También duran más y cuestan la mitad. Sí, todos los propietarios prefieren muchachos mejor que hombres.
Durante mi recorrido a caballo por los campos y por los caminos, me preguntaba por qué ninguna de aquellas famélicas y fatigadas criaturas no nos gritaba al paso: ¡Auxilio! ¡Por amor de Dios, ayúdenos! ¡Nos están asesinando! Después recordé que para ellos todos los hombres que pasan por estos caminos son como sus amos, y que en respuesta a un grito no podían esperar nada más que una risa burlona, o tal vez un golpe también.
Nuestra segunda noche en Valle Nacional, la pasamos en la hacienda del presidente municipal. Cuando nos aproximábamos a ella nos retrasamos un poco con la intención de observar a una cuadrilla de 150 hombres y muchachos que plantaban tabaco en la finca vecina, llamada El Mirador. Había unos seis capataces entre ellos; al aproximarnos, los vimos saltar de aquí para allá entre los esclavos, gritando, maldiciendo y dejando caer de cuando en vez sus largas y flexibles varas. ¡Zas! ¡Zas!, sonaban los varazos en las espaldas, en los hombros, en las piernas y en las cabezas. Y no es que azotaran a los esclavos, sino sólo los acicateaban un poco, posiblemente en honor nuestro.
Nos detuvimos y el capataz principal, un corpulento negro español, se aproximó a la cerca y nos saludó. Después repitió mi pregunta al contestarla.
- ¿Que si devuelven los golpes? No, si son listos. Si quieren pelear puedo satisfacerlos. Los hombres que pelean conmigo, no vienen a trabajar al día siguiente. Sí, necesitan el palo. Más vale matar a un hombre flojo que alimentarlo. ¿Escapar? Algunas veces los nuevos lo intentan, pero pronto les quitamos esa idea. Cuando los tenemos domesticados, los guardamos. No ha habido uno solo de estos perros que al escapar no fuera contando mentiras de nosotros.
Aunque viviera mil años nunca olvidaría las expresiones de muda desesperación que vi por todas partes; ni olvidaría tampoco la primera noche que pasé en la hacienda de esclavos de Valle Nacional, propiedad del presidente municipal. El sitio tenía el apropiado nombre de La Sepultura, aunque se lo habían puesto los indios mucho antes de que se convirtiera en sepultura de esclavos mexicanos.
Un 30% de los trabajadores que allí había eran mujeres, una de ellas era una muchacha de 12 años. Esa noche las construcciones se tambaleaban tan amenazadoramente que los caballos fueron sacados de su cobertizo. Pero aunque uno de los edificios que había se derrumbó unas semanas antes, no por ello se sacó a los esclavos de su cárcel. Ésta se levantaba junto al comedor de la casa y aquella noche mi compañero y yo dormimos en el comedor. Oí cómo la puerta de la prisión se abría y se cerraba al entrar algún trabajador retrasado, y después oí la voz de la muchacha de 12 años que suplicaba aterrorizada: ¡Por favor, no cierren la puerta esta noche ..., sólo por esta noche! Déjenla así para que podamos salvarnos si esto se cae. La respuesta fue una risotada brutal.
Cuando me acosté esa vez a las 9:30 p.m., una cuadrilla de esclavos todavía trabajaba cerca del granero. Cuando desperté a las 4 a.m., los esclavos recibían sus frijoles y tortillas en la cocina destinada a ellos. Cuando me metí en la cama dos de las sirvientas de la cocina del presidente municipal aún trabajaban duramente. No podía dormir y estuve observándolas por los espacios que había entre un poste y otro de los que dividían ambas piezas. A las 11 p.m., según mi reloj, una de ellas se fue. Faltarían 5 minutos para las 12 cuando la otra también se marchó; pero menos de 4 horas más tarde, las vi otra vez trabajando, trabajando, trabajando ...
Sin embargo, tal vez les iba mejor que a las que molían el maíz y a las aguadoras; con el hijo del presidente visité la cocina de los esclavos a las 5 a.m. y comenté lo exhaustas que se veían aquellas mujeres; él me informó que se levantaban a las 2 a.m., y que nunca tenían tiempo de descansar durante el día.
¡Ah, era terrible! Este muchacho de 16 años, administrador de la hacienda en ausencia de su padre, me contó con mucho placer la fiereza con que algunas veces las mujeres luchaban contra los asaltos de los hombres; y como él había gozado en ocasiones, mirando a través de una rendija, esos trágicos encuentros en la noche. Hasta el amanecer nos molestaron las toses secas, desgarradas, que llegaban hasta nosotros a través de las junturas; otras veces eran profundos suspiros.
De Lara y yo no hablamos de estas cosas hasta la mañana siguiente, cuando le hice notar su aspecto fatigado.
- Oí los suspiros, las toses y los gemidos -me dijo-. Oí a las mujeres llorar y yo también lloré ... lloré tres veces. No sé cómo podré volver a reír y a ser feliz.
Mientras esperábamos el desayuno, el presidente municipal nos dijo muchas cosas acerca de la esclavitud, y nos mostró buena cantidad de cuchillos y limas que se habían quitado a los esclavos en diferentes ocasiones. Como los presos de una penitenciaría, los esclavos habían llegado de una manera u otra, a poseer esas herramientas, con la esperanza de utilizarlas por la noche para salir de su prisión y escapar de los centinelas.
El presidente nos dijo francamente que las autoridades de las ciudades de México, Veracruz, Oaxaca, Pachuca y Jalapa se dedican con regularidad al tráfico de esclavos, generalmente en combinación con uno o más enganchadores. Nombró al alcalde de un puerto bien conocido, que fue citado en los periódicos norteamericanos como huésped del presidente Roosevelt en 1908, y distinguido asistente a la convención republicana de Chicago. Este alcalde -dijo el presidente de Valle Nacional-, empleaba ordinariamente la fuerza policiaca de su ciudad como red para pescar esclavos. Mandaba detener a toda clase de personas con cualquier pretexto, sólo por cobrar los $45 por cabeza que le pagarían los cultivadores de tabaco.
Nuestra conversación de aquella mañana fue interrumpida por un capataz español que vino a hablar con el presidente. Hablaron en voz baja, pero pudimos captar casi todo lo que dijeron. El capataz había matado a una mujer el día anterior y había venido a ponerse a disposición del presidente. Después de 10 minutos de consulta, éste estrechó la mano del culpable y le dijo que se fuera a su casa y atendiera sus obligaciones sin pensar más en este asunto.
Era domingo y pasamos todo el día en compañía de Antonio Pla, probablemente el monstruo humano principal del Valle. Pla es el gerente general de Balsa Hermanos y, como tal, vigila el movimiento de 12 grandes haciendas. Reside en la llamada Hondura de Nanche, la que tiene fama de tirar los muertos a los caimanes y donde tuvo origen la expresión ¡Echenme a los hambrientos! Pla llama a sus esclavos los tigres y tuvo gran placer en mostrarnos las guaridas de los tigres, así como en explicarnos su sistema completo de compras, castigos y enterramientos.
Pla estimaba que el movimiento anual de esclavos hacia Valle Nacional era de 15 mil, y me aseguró que aunque los trabajadores mataran a todos ellos las autoridades no intervendrían.
- ¿Por qué iban a intervenir? -preguntó-. ¿Acaso no los mantenemos?
Pla, como muchos de los demás tabaqueros, cultivaba esta planta en Cuba antes de venir a Valle Nacional; declaró que, por el sistema de esclavitud que se empleaba aquí, se cosechaba la misma calidad de tabaco a la mitad del precio que estaba en Cuba. Dijo que no era práctico conservar a los esclavos más de 7 u 8 meses, porque se secaban. Explicó los diversos métodos de azotar, los golpes que sin ceremonias se repartían en los campos con vara de bejuco, la formación de las cuadrillas al amanecer y la administración de unos cuantos azotes a los vagos como medicina para el día.
- Pero después de algún tiempo -declaró Pla-, ni los palos sirven para nada. Llega un momento en que ya no pueden trabajar más.
Nos dijo que tres meses antes un agente del gobierno había intentado venderle 500 yaquis en $20 mil; pero que él había rechazado la oferta porque, aunque los yaquis duran como el hierro, persisten en sus tercas tentativas para conseguir liberarse.
- Compré un grupo de yaquis hace varios años -agregó-; pero la mayoría de ellos se escaparon al cabo de pocos meses. No, el único lugar apropiado para los yaquis es Yucatán.
Sin embargo, encontramos dos yaquis en la hacienda Los Mangos. Dijeron que habían estado allí dos años y eran los únicos que quedaban de un lote de 200. Uno de ellos había estado varios días sin trabajar porque los insectos le habían comido casi la mitad de un pie.
- Creo que tendré que matar a ese tigre -dijo Pla sin cuidarse de que el hombre le oyera-. Ya no me sirve.
Al segundo yaqui lo encontramos en el campo trabajando con una cuadrilla. Me acerqué a él y le tenté los brazos, que todavía eran musculosos. Era realmente un magnífico ejemplar y me recordó la historia de Ben Hur. Mientras yo lo examinaba se mantuvo erecto y miraba hacia adelante, pero con un ligero temblor en sus miembros. Tan sólo la actitud de ese yaqui fue para mí la prueba más concluyente de la bestialidad del sistema que lo tenía esclavizado.
En Los Mangos un capataz nos dejó examinar su larga y flexible vara, la vara de castigo; era de bejuco y se doblaba como un látigo, sin romperse.
- El bejuco crece en las faldas de la montaña -explicó el capataz-. Vea, es una madera que parece cuero. Con ésta puedo azotar a 20 hombres hasta que mueran y todavía quedará buena para otros 20 más.
En la cocina destinada para los esclavos de la misma hacienda vimos que molían maíz dos muchachas de 17 años, de rostros finos y realmente bellos. Aunque su amo Pla se hallaba amenazadoramente cerca, ellas se atrevieron a contarnos con rapidez sus historias. Una, de León Gto., declaró que el enganchador le había prometido $50 mensuales y una buena casa donde trabajar como cocinera de una corta familia; cuando descubrió que le habían engañado, ya era demasiado tarde; los rurales la obligaron a venir. La otra muchacha era de San Luis Potosí; le prometieron un buen alojamiento y $40 mensuales por cuidar a dos niños pequeños.
Por dondequiera que fuimos encontramos las casas llenas de buenos muebles hechos por los esclavos.
- Sí -explicó Antonio Pla-, algunos de los mejores artesanos del país vienen por aquí, de un modo o de otro. Tenemos carpinteros, ebanistas, tapiceros ..., de todo. Bueno, en mis fincas he tenido maestros, actrices y artistas, y una vez hasta un ex sacerdote. En una ocasión tuve una de las más bellas actrices del país, aquí mismo, en Honduras de Nanche. Y era de las buenas. ¿Que cómo llegó? Muy sencillamente. El hijo de un millonario de la Ciudad de México quería casarse con ella, y el padre pagó a las autoridades un buen precio para que la capturasen y la entregaran a un enganchador. Sí, señor, aquella mujer era una belleza.
- ¿Y qué fue de ella? -pregunté.
- Ah -fue la respuesta evasiva-, eso sucedió hace dos años.
En verdad, dos años es mucho tiempo en Valle Nacional, más tiempo que la vida de un esclavo. La historia de la actriz me recordó lo que había oído de una pareja de mexicanos recién casados que huyeron hasta Los Angeles, poco antes de iniciar mi viaje. El muchacho pertenecía a la clase media de la Ciudad de México, y su novia era hija de un millonario; pero éste consideraba al muchacho como de clase inferior y llegó a todos los extremos en sus esfuerzos para impedir la boda.
- Jorge se expuso a muchos peligros por mí -comenzó contándome la joven esposa-. En una ocasión mi padre trató de dispararle y otra vez ofreció a las autoridades $5 mil para que lo secuestraran y lo enviaran a Valle Nacional; pero avisé a Jorge y pudo ponerse a salvo.
Pla nos habló también de 11 muchachas que le habían llegado en una sola remesa de Oaxaca.
- Estaban en un baile público -nos dijo-. Algunos hombres entablaron una pelea y la policía detuvo a todos los que estaban en el salón. Aquellas muchachas no tenían que ver en la disputa, pero el jefe político necesitaba dinero y dispuso enviadas aquí a todas.
- Bueno -pregunté-, pero ¿qué clase de mujeres eran? ¿Mujeres públicas?
Pla me lanzó un mirada significativa:
- No, señor -protestó con voz despectiva- ¿Cree usted que necesito que me manden esa clase de mujeres a mí?
El tener cerca a propietarios y superintendentes, además de la gran cantidad de vigilantes, nos impidió sostener largas conversaciones con los esclavos. Una de las más notables ocurrió al día siguiente de nuestra visita a la hacienda de Balsa hermanos. Al regresar de un largo recorrido por varias plantaciones, llamamos a un hombre que araba cerca del camino las tierras de Honduras de Nanche. El más próximo de los vigilantes estaba casualmente en mitad del campo y el esclavo, a nuestro requerimiento, nos indicó el lugar de la ciénaga de los cocodrilos y confirmó el relato de los moribundos que habían sido arrojados a los hambrientos.
- Ya llevo aquí 6 años y creo que soy el más antiguo en el Valle -nos dijo-. Otros hombres fuertes vienen y se convierten en esqueletos en una temporada; pero parece que yo no puedo morirme. Vienen y caen, vienen y caen; sin embargo, yo sigo viviendo. Pero debieran haberme visto cuando llegué. Entonces era un hombre ..., ¡un hombre! Tenía hombros y brazos ... era un gigante entonces. Pero ahora ...
Las lágrimas saltaron de los ojos de aquel personaje y rodaron por sus mejillas, pero continuó:
- Yo era carpintero de los buenos ..., hace 6 años. Vivía con mi hermano y mi hermana en México. Mi hermano era estudiante ..., no tenía 20 años ...; mi hermana atendía la casita que yo pagaba con mi jornal. No éramos pobres, no. Éramos felices. Por entonces, el trabajo en mi oficio aflojó un poco y una tarde encontré a un amigo que me dijo que se podía conseguir empleo en Veracruz con $3 diarios de sueldo por largo tiempo. Aproveché la ocasión y vinimos juntos, vinimos aquí ... ¡aquí! Dije a mis hermanos que les mandaría dinero con regularidad y cuando supe que no podría mandarles nada y les escribí para hacérselos saber, no me dejaron enviar la carta. Durante meses guardé aquella carta, vigilando, esperando, tratando de encontrar una oportunidad para hablar al mandadero cuando pasara por el camino. Por fin lo vi; pero cuando le di la carta nomás se río y me la devolvió. A nadie le permiten enviar cartas.
- ¿Escaparme? -continuó el esclavo-. Sí, lo he intentado muchas veces. La última vez, hace sólo 8 meses, llegué hasta Tuxtepec. Me puse a escribir una carta. Quería comunicarme con mi gente; pero me agarraron antes de escribirla. No saben dónde estoy. Acaso creen que he muerto. Mi hermano habrá tenido que dejar sus estudios. Mi ...
- Mejor cállese -le dije-. Ahí viene un cabo.
- No, todavía no -respondió-. De prisa. Le daré la dirección de ellos. Dígales que yo no leí el contrato. Dígales que ni lo vi hasta que vine aquí. El nombre de mi hermano es Juan ...
- ¡Cuidado! -le grité; pero ya era demasiado tarde. ¡Zas! El largo bejuco cayó sobre las espaldas de aquel hombre. Retrocedió; iba a abrir la boca de nuevo, pero un segundo azote le hizo cambiar de intención y cabizbajo retornó a sus bueyes.
Las lluvias que cayeron en los dos últimos días de nuestra estancia en Valle Nacional hicieron intransitable el camino a Tuxtepec, de manera que dejamos nuestros caballos y navegamos río abajo en una balsa, una plataforma hecha de troncos sobre la cual había una pequeña choza con techo de hojas de plátano. Un indígena en cada extremo, impulsaban con una pértiga y un remo la extraña embarcación corriente abajo, y por ellos supimos que también los indios habían conocido su época de esclavitud. Los españoles habían tratado de someterlos; pero los indios pelearon a muerte; las tribus se unieron y lucharon juntas como lobos hasta recuperar y mantener su libertad. Ese entendimiento común no puede ser empleado hoy.
Al pasar por Tuxtepec encontramos al señor P., político, enganchador y pariente de Félix Díaz, sobrino del presidente Díaz y jefe de la policía en la Ciudad de México. El señor P., que vestía como príncipe, se hizo agradable y respondió con toda libertad a nuestras preguntas, con la esperanza de asegurar un contrato para proporcionar esclavos a mi compañía:
- Sin embargo, hará usted dinero en Valle Nacional -dijo-. Todos lo hacen. Después de cada cosecha hay un éxodo de propietarios a México, donde algunos se quedan gastando su dinero en una vida desenfrenada.
El señor P. tuvo la amabilidad de decirnos el destino de los $50 que él recibía por cada uno de sus esclavos. Nos dijo que $5 se entregaban a Rodolfo Pardo, jefe político de Tuxtepec; $10 a Félix Díaz por cada esclavo que salía de la Ciudad de México, y $10 al alcalde de la ciudad o jefe político del distrito de donde procedieran los demás esclavos.
- El hecho de que soy cuñado de Félix Díaz -explicó el señor P.-, y además amigo personal de los gobernadores de Oaxaca y Veracruz y de los alcaldes de esas ciudades, me coloca en situación de atender los deseos de usted mejor que cualquier otro. Yo estoy preparado para proporcionarle cualquier cantidad de trabajadores, hasta 40 mil por año, hombres, mujeres y niños, y el precio es de $50 cada uno. Los trabajadores menores de edad duran más que los adultos; le recomiendo usarlos con preferencia a los otros. Le puedo proporcionar a usted mil niños cada mes, menores de 14 años y estoy en posibilidad de obtener su adopción legal como hijos de la compañía, de manera que los pueda retener legalmente hasta que lleguen a los 21 años.
- Pero, ¿cómo puede adoptar mi compañía como hijos a 12 mil niños por año? ¿Quiere decir que el gobierno permitiría semejante cosa? -le pregunté.
- Eso déjemelo a mí -contestó el señor P., significativamente-, lo hago todos los días. Usted no paga los $50 hasta que tenga en su poder a los niños con sus papeles de adopción.
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