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Capítulo VI

Los peones del campo y los pobres de la ciudad

Se podría escribir todo un libro muy grueso y que dejara grandes ganancias acerca de la esclavitud en México. Pero, aunque el asunto es importante, no lo es tanto como para dedicarle mayor espacio en esta obra que el que le he reservado. Es más necesario que ahonde más bajo la superficie y revele las horribles causas que han hecho posible y están perpetuando esa bárbara institución. Confío en que con lo expuesto en los capítulos anteriores, haya quedado suficientemente clara e indudable la completa participación del gobierno mexicano en la trata de esclavos.

En ciertas esferas se admite que existe la esclavitud; pero se niega la culpabilidad del gobierno. Sin embargo, es absurdo suponer que éste pueda ignorar una situación en la que la tercera parte de la población de un gran Estado está esclavizada. Además, es bien sabido que centenares de funcionarios de los Estados y de Federación están constantemente dedicados a juntar, transportar, vender, vigilar y cazar esclavos. Como ya se hizo notar, todas las cuadrillas de enganchados que salen de la Ciudad de México o de otros lugares para Valle Nacional u otro distrito esclavista, son vigilados por los rurales del gobierno, guardias uniformados, quienes no obran por propia iniciativa, sino que se hallan tan sujetos a ordenanza como los soldados del ejército regular. Sin la coacción de sus armas y de su autoridad, los enganchados se negarían a caminar un solo kilómetro de la jornada. Un momento de reflexión es suficiente para convencer a cualquier mente sin prejuicios de que sin la participación del gobierno, todo el sistema esclavista sería imposible.

Una esclavitud similar a la de Yucatán y a la de Valle Nacional se puede encontrar en casi todos los Estados del país; pero especialmente en los costeños, al sur de la gran altiplanicie. El mismo sistema de trabajo existe en las plantaciones de henequén de Campeche; en las industrias maderera y frutera de Chiapas y Tabasco; en las plantaciones de hule, café, caña de azúcar, tabaco y frutas de Veracruz, Oaxaca y Morelos. Por lo menos en 10 de los 32 Estados y Territorios de México, la mayoría abrumadora de trabajadores son esclavos.

Aunque las condiciones secundarias varíen algo en diferentes lugares, el sistema general es en todas partes el mismo: el servicio contra la voluntad del trabajador, ausencia de jornales, escasa alimentación y azotes. En este cúmulo de cosas se hallan afectados no sólo los nativos de los diversos Estados esclavistas, sino otros -100 mil cada año, para citar números redondos-, que engañados con falsas promesas por los enganchadores, o capturados por éstos, o embarcados por las autoridades políticas en connivencia con tales agentes, dejan sus hogares en diversos sitios del país para tomar el camino de la muerte hacia la tierra caliente.

La esclavitud por deudas y por contrato es el sistema de trabajo que prevalece en todo el sur de México. Probablemente 750 mil personas pueden clasificarse con exactitud como propiedad mueble de los hacendados. En los distritos rurales del resto de México existe el sistema del peonaje, que se distingue de la esclavitud, principalmente en grado, y es similar en muchos aspectos al régimen de servidumbre en la Europa de la Edad Media. Según ese sistema, el trabajador está obligado a prestar servicios al hacendado, aceptar lo que quiera pagarle y aun recibir los golpes que éste quiera darle. La deuda, real o imaginaria, es el nexo que ata al peón con su amo. Las deudas son transmitidas de padres a hijos a través de generaciones. Aunque la Constitución no reconoce el derecho del acreedor para apoderarse y retener al deudor físicamente, las autoridades rurales en todas partes reconocen ese derecho y el resultado es que probablemente 5 millones de personas, o sea un tercio de la población, viven actualmente en estado de peonaje sin redención.

A los peones del campo suele acreditárseles jornales nominales, que varían entre 25 y 50 centavos diarios; rara vez son más altos. Por lo regular, no reciben un solo centavo en efectivo, sino que se les paga en vales de crédito contra la tienda de raya de la hacienda, en la cual están obligados a comprar a pesar de los precios exorbitantes. Como resultado, su alimento consiste solamente en maíz y frijoles, viven en cabañas que suelen estar hechas de materiales no más consistentes que la caña del maíz, y usan sus pobres vestidos no sólo hasta que se convierten en andrajos a punto de deshacerse, sino hasta que efectivamente se deshacen.

Probablemente, no menos del 80% de todos los trabajadores de las haciendas y plantaciones en México, o son esclavos o están sujetos a la tierra como peones. El otro 20% lo integran los considerados trabajadores libres, quienes viven una existencia precaria en su esfuerzo por esquivar la red de los enganchadores. Me acuerdo particularmente de una familia de esa clase que conocí en el Estado de Chihuahua. Era un caso típico, y mi recuerdo de ella es muy fuerte porque la vi en la primera noche que pasé en México. Fue en un vagón de segunda clase del Ferrocarril Central Mexicano, que corría hacia el sur.

Esa familia estaba compuesta por 6 personas de 3 generaciones diferentes, desde el muchacho inexperto, de pelo negro, hasta el abuelo de barba blanca; los 6 parecían haber perdido el último átomo de felicidad. Nosotros éramos un grupo animado que estaba cerca de ellos; 4 eran mexicanos que se sentían felices por volver al hogar en vacaciones, después de una temporada de trabajar como braceros en los Estados Unidos. Cantamos un poco y tocamos algo de música en un violín y una armónica; pero ninguno de los seis de aquella familia llegó a sonreír o a mostrar el menor interés. Me recordaba una punta de ganado resistiendo una tempestad, con las cabezas entre las patas delanteras y las grupas contra el viento.

La caras del viejo patriarca reflejaba una historia de agobios y una paciencia bovina para soportarlos, como nunca podría expresarse en palabras. Tenía barba grisácea, descuidada, y bigote; pero su cabeza estaba cubierta aún por cabello castaño oscuro. Su edad sería, probablemente, de 70 años, aunque evidenciaba ser todavía un trabajador activo. Su traje se componía de una camisa de color y pantalón de mezclilla de manufactura norteamericana, lavado y recosido y vuelto a lavar y recoser ... Un traje de un dólar, con tantos añadidos que todo eran parches.

Junto al patriarca estaba sentada una anciana, su mujer, con la cabeza inclinada y una expresión facial tan parecida a la de su marido, que pudiera haber pasado por una copia de éste hecha por un gran artista, aunque la expresión difería en un detalle. La anciana mantenía su labio superior apretado contra los dientes, dando el efecto de que continuamente se mordía el labio para contener las lágrimas. Acaso su valor no era igual al del hombre y le era necesario mantenerlo mediante una permanente contracción de la boca.

Había una pareja joven, como de la mitad de la edad de los dos viejos; el hombre movía la cabeza y abría y cerraba lentamente sus párpados granujientos; de vez en cuando volvía los ojos para mirar con expresión lejana a los alegres viajeros que lo rodeaban. Su mujer, sin busto, decaída, estaba sentada siempre en la misma posición, con la cabeza inclinada hacia adelante y su mano derecha tocando la cara a la altura del puente de la nariz.

Finalmente, había dos muchachos: uno de 18 años, hijo segundo del viejo, y otro de 16, hijo de la segunda pareja. En toda esa noche, la única sonrisa que vi en aquellas caras fue una, en la del muchacho más joven. Un vendedor de periódicos, al pasar, le ofreció un libro en 75 centavos y el muchacho, abriendo un poco los ojos con momentáneo interés, contempló la cubierta de colores brillantes y después volvió hacia su tío y le dirigió una sonrisa de asombro. ¡Pensar que alguien pudiera imaginar que él podía comprar uno de aquellos mágicos objetos, un libro!

- Somos de Chihuahua -nos dijo el viejo, una vez que hubimos ganado su confianza-. Trabajamos en el campo ..., todos. Toda nuestra vida hemos sido trabajadores del campo cultivando maíz, frijol y melones en Chihuahua; pero ahora huimos. Si los patrones nos pagaran lo que prometen, podríamos salir adelante; pero nunca pagan completo ... nunca. Esta vez el patrón nos pagó sólo dos tercios del precio convenido y, sin embargo, le quedo muy agradecido, porque nos podía haber pagado tan sólo un tercio, como otros nos pagaron antes. ¿Qué puedo hacer? Nada. No puedo acudir a un abogado, porque el abogado me robaría los otros dos tercios y además el patrón me metería en la cárcel. Muchas veces mis hijos y yo hemos ido a la cárcel, por pedir al patrón que nos pagase la suma completa convenida. Mis hijos se indignan cada vez más y a veces temo que alguno de ellos pueda pegar al patrón o matarlo, y eso sería nuestro fin.

Después de una pausa, continuó:

- No, lo mejor que podíamos hacer, y por último lo decidí, era marchar. De manera que juntamos lo que teníamos y gastamos nuestro último peso para pagar el pasaje hasta Torreón, donde esperamos encontrar trabajo en los campos algodoneros. He oído decir que podemos ganar un peso diario cuando hay ocupación. ¿Es así, o será allí la misma historia? Acaso sea la misma; pero ¿qué otra cosa puedo hacer sino arriesgar? Trabajo, trabajo, trabajo; eso es todo lo que hay para nosotros ..., y nada a cambio del trabajo. No bebemos; no somos holgazanes; rezamos a Dios todos los días y, sin embargo, la deuda nos sigue siempre, pidiendo que la aceptemos. Muchas veces he querido pedir prestado un poco a mi patrón; pero mi mujer siempre se ha opuesto a ello. No -me dice-, mejor morir que deber, porque deber una vez quiere decir deber para siempre ..., y ser esclavos. Pero a veces creo que sería mejor deber, mejor caer en deuda, mejor renunciar a nuestra libertad que seguir así hasta el fin. Es cierto que me estoy haciendo viejo y me gustaría morir libre, pero es duro ..., muy duro.

Los 750 mil esclavos y los 5 millones de peones no monopolizan la miseria económica de México. Ésta se extiende a toda clase de personas que trabajan. Hay 150 mil trabajadores de minas y fundiciones que reciben menos dinero por el trabajo de una semana que un minero norteamericano de la misma clase por un día de jornal; hay 30 mil operarios de fábricas del algodón cuyo salario da un promedio menor de 60 cents. diarios; hay 250 mil sirvientes domésticos cuyos salarios varían entre $2 y $1 al mes; hay 40 mil soldados de línea que reciben menos de $4 al mes aparte del insuficiente rancho. Los 2 mil policías de la ciudad de México no perciben más de $1 diario. Para los conductores de tranvías $1 diario es un buen promedio en la capital, donde los jornales son más elevados que en otras partes del país, excepto cerca de la frontera norteamericana. Y esta proporción es constante en las industrias. Una oferta de $1 como salario, sin duda atraería en la Ciudad de México a un ejército de 50 mil trabajadores sanos en el término de 24 horas.

Si se tienen en cuenta esos miserables jornales, no debe suponerse que el costo de los artículos necesarios, para la vida sea menor que en los Estados Unidos, como sucede en otros países de bajos salarios, tales como la India y China. Por el contrario, el costo del maíz y del frijol, que son base para la subsistencia de la masa del pueblo mexicano, es realmente más alto, por lo regular, que el que rige en los Estados Unidos. Al momento de escribir esto, cuesta casi el doble comprar 100 kilos de maíz en la ciudad de México que en Chicago y eso en la misma moneda, oro norteamericano; o plata mexicana, como se quiera, no obstante que este artículo es el más barato que el mexicano pobre está en posibilidad de adquirir.

Por lo que se refiere al vestido y a la habitación, el mexicano ordinario disfruta tan poco de uno y otra como pueda imaginarse. Las casas de vecindad de Nueva York son palacios comparadas con las casas de vecindad de la Ciudad de México. A 500 mts. en cualquier dirección del gran Paseo de la Reforma, la magnífica avenida por la que se hace pasear a los turistas y por la cual suelen ellos juzgar a México, el investigador encuentra tales condiciones de vida que no se ven en ninguna ciudad que merezca el nombre de civilizada. Si en todo el país hay una sola ciudad con un sistema moderno de alcantarillado, ignoro su nombre.

Los viajeros que se hayan alojado en los mejores hoteles de la capital mexicana quizá levanten la cejas al leer mis afirmaciones; pero una pequeña investigación mostrará que no más del 20% de las casas, dentro de los límites de esa ciudad, tiene un abastecimiento regular de agua con que limpiar los excusados, mientras que hay manzanas densamente pobladas que carecen por completo de servicio de agua tanto para la limpieza como potable.

Bastan unos minutos de reflexión para darse cuenta de lo que esto significa. Como resultado de esas condiciones tan insalubres, la proporción de fallecimientos en la Ciudad de México se halla siempre entre 5% y 6%, por lo general más cerca de esto último, lo cual es superior al doble de la mortalidad en las bien regidas ciudades de Europa, de los Estados Unidos y aun de Sudamérica; ello prueba que la mitad de la gente muere en la metrópoli de Díaz por causas que las ciudades modernas han hecho desaparecer.

Un residente que ha permanecido largo tiempo en México calculó que 200 mil personas de la capital, o sea un 40% de su población, duerme sobre piedras. Sobre piedras no quiere decir en las calles, porque no está permitido dormir en las calles ni en los parques, sino en el suelo de los alojamientos baratos y mesones.

Es posible que esto no sea muy exacto; sin embargo, por haberlo observado me consta que la cifra de 100 mil sería muy conservadora, y que, por lo menos 25 mil pasan la noche en los mesones, nombre comúnmente aplicado a los alojamientos más baratos para pasajeros.

Un mesón es un albergue tan miserable que sólo son peores las galeras o cárceles-dormitorios de los esclavos de tierra caliente, la diferencia con los dormitorios de las prisiones y las galeras estriba en que a esta últimas los esclavos son conducidos, medio muertos de fatiga, hambre y fiebre, a latigazos, y se cierra la puerta cuando están dentro; mientras que los miserables andrajosos y desnutridos que andan en las calles de la ciudad llegan a los mesones a alquilar con tres centavos de cobre un breve y limitado refugio ..., un pedazo de suelo desnudo en que echarse, un petate, la compañía de sabandijas que se crían en la suciedad, y un mal descanso en un aposento nauseabundo con 100 personas más, que roncan, se mueven, se quejan, y que son hermanos en el dolor.

Durante mi última estancia en México -en el invierno y la primavera de 1909- visité muchos de estos mesones y tomé fotografías de la gente que allí dormía. En todos ellos encontré las mismas condiciones: edificios viejos, a veces de cientos de años, abandonados e inadecuados para otros fines que no sean los de servir de dormitorio para los pobres. Por tres centavos el viajero recibe un petate y el privilegio de buscar un lugar en el suelo con espacio suficiente para poder echarse. En noches frías, el piso está tan cubierto de seres humanos que es muy dificil poner el pie entre los dormidos. En un aposento llegué a contar hasta 200 personas.

Las mujeres y las niñas pobres tienen que dormir en alguna parte, lo mismo que los hombres y los jóvenes; si no disponen de más de tres centavos para una cama, las mujeres deben ir a los mesones con los hombres. En ninguno de los que visité había lugar separado para mujeres y niñas, aunque eran muchas las alojadas. Igual que los hombres, una muchacha paga sus tres centavos y recibe un petate. Si llega temprano; puede encontrar un rincón más o menos apartado donde dar descanso a su molido cuerpo; pero no hay nada que impida a un hombre llegar a acostarse junto a ella y molestarla durante toda la noche.

Y esto sucede. Más de una vez, en mis visitas a los mesones, vi alguna muchacha joven e indefensa, a quien un extraño había despertado y solicitado tan sólo por haberla visto entrar. Los mesones engendran la inmoralidad tan aterradoramente como crian chinches. Las muchachas sin hogar no van a los mesones porque sean malas, sino porque son pobres. Estos lugares se establecen con licencia de las autoridades, de manera que sería muy fácil exigir a los propietarios que dedicaran una parte del espacio disponible exclusivamente para alojamiento de mujeres. Pero las autoridades no tienen escrúpulos y no intentan evitar la promiscuidad.

A pesar de lo miserable que son los mesones, 25 mil mexicanos sin hogar que duermen en ellos son afortunados comparados con los millares que, al caer la tarde, ven que no pueden juntar los tres centavos para pagar el alquiler de un petate y un pedazo de suelo. Todas las noches hay un éxodo de millares de personas que desaparecen de las calles de la ciudad; se llevan sus pobres pertenencias, si tienen alguna, y codo con codo si son una familia, marido y mujer, o simples amigos atraídos mutuamente por su pobreza, caminan varios kilómetros fuera de la ciudad, hacia los caminos y campos próximos a las grandes haciendas ganaderas que pertenecen a altos funcionarios del gobierno. Allí se dejan caer al suelo, temblando de frío, pues por la altura pocas son las noches en que la temperatura no haga imprescindible un buen abrigo. Por la mañana se encaminan de nuevo al corazón de la ciudad, para luchar allí con sus escasas fuerzas contra los poderes que conspiran para impedirles ganarse la vida; allí, después de vana y desalentadora lucha; acaban por caer en las redes del enganchador, que anda a la búsqueda de esclavos para sus ricos clientes, los hacendados de los Estados de tierra caliente, México tiene dos millones de km2. Hectárea por hectárea es tan rico, si no más, que los Estados Unidos. Tiene buenas bahías en ambas costas; se halla casi tan cerca de los mercados mundiales como los Estados Unidos. No hay razón natural o geográfica para que su pueblo no sea tan próspero y feliz como cualquier otro del mundo. Es un país más viejo que los Estados Unidos y no está sobrepoblado. Con una población de 15 millones resultan 7.5 habitantes por km2, densidad poco menor que la norteamericana. Sin embargo, al ver el corazón de México, es inconcebible que pueda haber en el mundo pobreza más extrema. La India o China no podrían estar peor, porque de ser así, el hambre las despoblaría. México es un pueblo muerto de hambre; una nación postrada. ¿Cuál es la razón de ello? ¿Quién tiene la culpa?

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