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Capítulo VII

El sistema de Díaz

La esclavitud y el peonaje en México, la pobreza y la ignorancia y la postración general del pueblo se deben; en mi humilde opinión, a la organización financiera y política que en la actualidad rige en ese país; en una palabra, a lo que llamaré el sistema del general Porfirio Díaz.

Es verdad que estas condiciones se han arrastrado por gran parte de la historia de México desde pasadas generaciones. No quiero ser injusto con el general Díaz en ninguna forma; pero a pesar de que los señores españoles hicieron del pueblo mexicano esclavos y peones, nunca lo quebrantaron y exprimieron tanto como se le quebranta y destruye en la actualidad. En tiempos de los españoles, el peón tenía por lo menos su pequeña parcela y su humilde choza; pero hoy no tiene nada. Además, la Declaración de Independencia proclamada en 1810, declaró también la abolición de la esclavitud. Esta fue abolida, pero no enteramente: los gobiernos mexicanos que se sucedieron, gobiernos de clase, de la Iglesia o personalistas, mantuvieron al pueblo en servidumbre, aunque con menor severidad. Por último advino un movimiento democrático que rompió la espina dorsal de la Iglesia; que derribó el gobierno de una casta; que adoptó una forma de gobierno tan moderna como la norteamericana; que libertó al esclavo tanto de hecho como de palabra; que devolvió las tierras del pueblo al pueblo; que lavó toda la sangre derramada en el pasado.

Fue en este momento cuando el general Porfirio Díaz, sin ninguna excusa válida y en apariencia sin otra razón que su ambición personal, inició una serie de revoluciones que finalmente lo llevaron a dominar los poderes gubernamentales del país. Mientras prometía respetar las instituciones progresistas que Juárez y Lerdo habían establecido, instituyó un sistema propio, en el que su propia persona es la figura central y dominante; en el que su capricho es la Constitución y la ley; en el que los hechos y los hombres, grandes y pequeños, tienen que sujetarse a su voluntad: Como Luis XIV, Porfirio Díaz es el Estado.

Bajo su gobierno, la esclavitud y el peonaje se restablecieron en México sobre bases más inmisericordes que las que existieron en tiempos de los españoles. Por tales razones no creo que sea una injusticia culpar principalmente al sistema de Díaz por esas condiciones.

Me refiero al sistema de Díaz más que a Díaz personalmente, porque aunque él es la piedra angular, aunque él es el gobierno de México, más absoluto sin duda que cualquier otro individuo pueda serlo en cualquier otro país del mundo, ningún hombre se halla solo en sus iniquidades. Díaz es el sostén principal de la esclavitud; pero existen algunos otros sostenes sin los cuales el sistema no podría mantenerse mucho tiempo. Por ejemplo, hay un conjunto de intereses comerciales que obtienen grandes ganancias del sistema porfiriano de esclavitud y autocracia; estos intereses dedican una parte importante de su gran poder a mantener en su sitio el sostén principal a cambio de los privilegios especiales que reciben. Entre estos intereses comerciales no son los menores los norteamericanos, quienes -me sonrojo de vergüenza al decirlo- son defensores tan agresivos de la fortaleza porfiriana como el mejor. En realidad; como lo demostraré en los siguientes capítulos, los intereses norteamericanos constituyen, sin duda, la fuerza determinante para que continúe la esclavitud en México; de este modo la esclavitud mexicana recae sobre nosotros, los norteamericanos, con todo lo que ella significa. Es cierto que Díaz es el culpable de los horrores de Yucatán y Valle Nacional; pero también lo somos nosotros; somos culpables puesto que fuerzas del gobierno sobre el que se nos reconoce algún control, se emplean abiertamente, ante nuestra vista, para apoyar un régimen del que la esclavitud y el peonaje forman parte integral.

Con objeto de que el lector pueda entender el sistema de Díaz y su responsabilidad en la degradación del pueblo mexicano, es conveniente volver atrás y describir brevemente los antecedentes de ese sistema. En todo el mundo se habla de México como de una República, sólo porque en otro tiempo lo fue y todavía simula serlo. México tiene una Constitución vigente que se dice copiada de la norteamericana y que, en verdad, es como ella en lo principal. Ambas establecen la existencia de un Congreso nacional, de legislaturas en los Estados y gobierno municipal, que deben hacer las leyes; jueces federales, estatales y locales que deben interpretarlas; y un presidente, gobernadores y ejecutivos locales para administrarlas. Ambas establecen el sufragio de los adultos, la libertad de prensa y de palabra, igualdad ante la ley y las demás garantías de respeto a la vida, a la libertad y a la consecución de la felicidad que nosotros disfrutamos, hasta cierto punto, como cosa natural.

Así era México hace 40 años. Entonces México estaba en paz con el mundo: Había vencido, después de una heroica guerra, al príncipe Maximiliano, que había sido impuesto como emperador por el ejército francés de Napoleón III. El presidente Benito Juárez es reconocido en México y fuera de México como uno de los más hábiles y generosos patriotas. Desde que Cortés quemó sus naves en la costa del Golfo, México nunca había disfrutado tales perspectivas de libertad política, prosperidad industrial y adelanto general.

Pero el general Porfirio Díaz, a pesar de esos hechos y de la circunstancia adicional de que estaba profundamente endeudado con Juárez -puesto que todos sus ascensos militares los había obtenido de él-, promovió una serie de rebeliones con el fin de adueñarse del poder supremo del país. Díaz no sólo encabezó una, sino tres rebeliones armadas contra un gobierno pacífico, constitucional y elegido popularmente. Durante nueve años se portó como un rebelde ordinario, con el apoyo de bandidos, criminales y soldados profesionales disgustados por la política antimilitarista que Juárez inició y que, si hubiera podido lIevarla un poco más adelante, habría sido eficaz para impedir en el futuro rebeliones cuartelarias apadrinadas por la Iglesia católica.

El pueblo demostró muchas veces que no quería a Díaz como jefe del gobierno. En tres ocasiones durante los primeros cinco años de asonadas, Díaz se presentó sin éxito como candidato presidencial. En 1867 obtuvo apenas poco más del 30% de los votos que favorecieron a Juárez. En 1871 volvió a lanzar su candidatura y perdió con más o menos 3/5 de la votación que correspondió a Juárez. En 1872, después de la muerte de Juárez, se presentó contra Lerdo de Tejada y consiguió solamente 1/15 de los votos que ganó su oponente. Mientras estuvo alzado en armas, se le consideró como un rebelde cualquiera tanto en el país como en el extranjero; después entró en la capital de la República a la cabeza de un ejército victorioso y se proclamó a sí mismo presidente. En un principio pocas naciones europeas reconocieron al gobierno del advenedizo, y los Estados Unidos amenazaron durante algún tiempo con crear complicaciones.

En contra de la voluntad de la mayoría del pueblo, el general Díaz tomó la dirección del gobierno hace 34 años; en contra de la voluntad de la mayoria del pueblo ha permanecido allí desde entonces, excepto cinco años -de 1880 a 1884--, en que cedió el Palacio Nacional a su amigo íntimo, Manuel González, con el claro entendimiento de que al final de ese periodo se lo devolvería.

Como ningún hombre puede gobernar a un pueblo contra su voluntad sin privarlo de sus libertades, es fácil comprender qué clase de régimen se vio obligado a instaurar el general Díaz para asegurar su poder. Mediante la fuerza militar y la policía controló las elecciones, la prensa y la libertad de palabra, e hizo del gobierno popular una farsa. Mediante la distribución de los puestos públicos entre sus generales, dándoles rienda suelta para el pillaje más desenfrenado, aseguró el dominio del ejército. Mediante combinaciones políticas con dignatarios de alta estimación en la Iglesia católica y permitiendo que se dijera en voz baja que ésta recuperaría su antigua fuerza, ganó el silencioso apoyo del clero y del Papa. Mediante promesas de pagar en su totalidad las deudas extranjeras, e iniciando a la vez una campaña para otorgar concesiones y favores a los ciudadanos de otros países, especialmente norteamericanos, hizo la paz con el resto del mundo. En otras palabras, el general Díaz, con una habilidad que nadie puede negar, se apropió de todos los elementos de poder que había en el país, excepto la nación misma. Por una parte ejercía una dictadura militar y por la otra disponía de una camarilla financiera. Él mismo, clave del arco, estaba obligado a pagar el precio de esta situación: el precio fue todo el país. Creó una maquinaria cuyo lubricante ha sido la carne y la sangre del pueblo. Premió a todos excepto al pueblo; éste fue al sacrificio. Tan inevitable como la oscuridad de la noche, en contraste con la gloria luminosa del dictador vino la degradación del pueblo: la esclavitud, el peonaje y todas las miserias que acompañan a la pobreza; la abolición de la democracia y de la seguridad personal creadora de la previsión, del respeto a uno mismo y de la ambición digna y honrada; en una palabra, desmoralización general, depravación.

Tómese como ejemplo el método de Díaz para premiar a sus jefes militares, los hombres que le ayudaron a derrocar al gobierno de Lerdo. Tan pronto como le fue posible, después de adueñarse del poder, instaló a sus generales como gobernadores en los Estados y los organizó en una banda nacional de explotadores, junto con otras figuras influyentes de la nación. De este modo aseguró para sí la continua lealtad de los generales y los colocó donde podría utilizarlos con mayor eficacia para mantener dominado al pueblo. Una forma del rico botín que en aquella primera época repartió entre sus gobernadores consistió en concesiones particulares privadas que les permitieron organizar compañías y construir ferrocarriles; cada concesión tenía aparejada una fuerte suma como subsidio del gobierno.

Así el gobierno federal pagaba el ferrocarril y el gobernador y sus amigos más influyentes eran dueños de él. Generalmente tales ferrocarriles resultaron ridículos, de vía angosta y construidos con los materiales más baratos; pero los subsidios eran muy grandes, suficientes para tender las vías y tal vez hasta para equiparlas. Durante su primer periodo de cuatro años en el poder, Díaz expidió 71 decretos de concesión de subsidios a ferrocarriles, que representaron erogaciones por la cantidad de $40 millones; todos esos decretos, excepto dos o tres, fueron a favor de gobernadores de los Estados. En ciertos casos no se construyó ni un kilómetro de vía; pero es de suponer que los subsidios se pagaron siempre. Casi todos eran por la misma cantidad de $12,880 oro por kilómetro.

Estas enormes sumas salieron de la tesorería nacional y se supone que fueron pagadas a los gobernadores, aunque algunos políticos mexicanos de aquellos tiempos me han asegurado que eran divididas: una parte se dedicaba al subsidio y la otra iba a manos de Díaz, quien la empleaba para establecer su sistema en otros puntos.

Es cierto que, a cambio de esos ricos presentes financieros, se exigía a los gobernadores algo más que lealtad, por muy valiosa que ésta fuera. Es un hecho debidamente comprobado que los gobernadores eran obligados a pagar una cantidad fija cada año por el privilegio de explotar, hasta el límite, las posibilidades de sobornos que ofrecían sus puestos. Durante largo tiempo, Manuel Romero Rubio, suegro de Díaz, fungió como cobrador de estos gajes y cada gobierno estatal producía entre $10 mil y $50 mil anuales por ese concepto.

El botín más grande que enriqueció a Díaz y a los miembros de su familia inmediata, a sus amigos, a sus gobernadores, a su grupo financiero y a sus favoritos extranjeros, fue durante mucho tiempo la confiscación de las tierras del pueblo, la cual, de hecho, continúa todavía hoy. Hay que hacer notar que el robo de tierras ha sido el primer paso directo para someter de nuevo al pueblo mexicano a la servidumbre, como esclavos y peones.

En un capítulo anterior se ha mostrado en qué forma les fueron arrebatadas las tierras a los yaquis de Sonora, para dárselas a los políticos favoritos del dictador. Casi en la misma forma despojaron de sus tierras a los mayas de Yucatán, ahora esclavizados por los henequeneros. El último acto de esta confiscación ocurrió en 1904, cuando el gobierno federal separó las últimas tierras mayas para formar un territorio llamado Quintana Roo; este territorio tiene 43 mil km2 y es mayor en 8 mil km2 que el actual Estado de Yucatán, además de contener las tierras más prometedoras de toda la península. Separado de la isla de Cuba por un breve estrecho, su suelo y clima son notablemente iguales a los de aquel país; algunos peritos han declarado que no hay razón por la cual Quintana Roo no llegue a ser algún día un productor de tabaco tan importante como Cuba. Aún más, las laderas de sus montes están densamente cubiertas de las más valiosas maderas preciosas y tintóreas que hay en el mundo. Esta magnífica región es la que como último capítulo, en la vida de la nación maya el gobierno de Díaz ha tomado y regalado a ocho políticos mexicanos.

De modo semejante han sido reducidos al peonaje, si no a la esclavitud, los mayos de Sonora, los pápagos y los temosachics; en realidad, casi todas las poblaciones indígenas de México. Las pequeñas propiedades de cada tribu y nacionalidad han sido expropiadas gradualmente, hasta el punto de que hoy casi no existen pequeños propietarios indígenas. Sus tierras están en manos de los miembros de la maquinaria gubernamental o de personas a quienes éstos se las han vendido, o en manos de extranjeros.

Tal es la causa de que la hacienda típica mexicana sea de más de mil hectáreas y de que haya sido tan fácil para norteamericanos como William Randolph Hearst, Harrison Gray Otis, E. H. Harriman, los Rockefeller, los Guggenheim y muchos otros, obtener posesión de millones de hectáreas de tierras mexicanas. Por eso el actual secretario de Fomento, Olegario Molina, es dueño de más de seis millones de hectáreas del territorio mexicano; el ex gobernador Terrazas de Chihuahua, posee otros seis millones de hectáreas en ese Estado; el ministro de Hacienda, José Ives Limantour, la señora esposa de Porfirio Díaz, el vicepresidente Ramón Corral, el gobernador Pimentel, de Chiapas; el gobernador Landa y Escandón, del Distrito Federal; el gobernador Pablo Escandón, de Morelos; el gobernador Ahumada, de Jalisco; el gobernador Cosío, de Querétaro; el gobernador Mercado, de Michoacán; el gobernador Canedo, de Sinaloa; el gobernador Cahuantzi, de Tlaxcala, y muchos otros componentes de la maquinaria de Díaz, no sólo son millonarios en dinero, sino millonarios en hectáreas.

Uno de los principales métodos para despojar de sus tierras al pueblo en general ha sido la expedición de la ley de registro de la propiedad patrocinada por Díaz, la cual permitió a cualquier persona reclamar terrenos cuyo poseedor no pudiera presentar título registrado. Como hasta el momento en que la ley se puso en vigor no era costumbre registrar los títulos de propiedad, quedaron afectadas por ella todas las propiedades de México. Cuando un hombre poseía un lote que había sido de su padre, y antes de su abuelo y de su bisabuelo, que lo había ocupado su familia durante varias generaciones, consideraba simplemente que ese lote era de su propiedad, lo cual era reconocido por sus vecinos y por todos los gobiernos, sin que mediara un título de propiedad registrado, hasta que llegó este gobierno de Díaz.

En el supuesto de que la evolución del país hubiera hecho necesaria una estricta ley de registro, y de que esta ley se hubiera promulgado con el fin de proteger a los dueños de la tierra en vez de despojarlos, el gobierno habría enviado agentes por todo el país, desde luego, para dar a conocer al pueblo la nueva ley y para ayudarlo a registrar sus propiedades y conservar sus hogares. Pero esto no se hizo. La conclusión inevitable es que la ley fue promulgada con el objeto de despojar a los propietarios.

De todas formas, el resultado fue un verdadero despojo. Apenas fue aprobada la ley cuando los miembros de la maquinaria gubernamental, encabezados por el suegro de Díaz y por Díaz mismo, organizaron compañías deslindadoras y enviaron agentes, no para ayudar al pueblo a que conservara sus tierras, sino para elegir las más deseables, registrarlas y despojar a los propietarios, lo cual se hizo en gran escala. En esta forma, cientos de millares de pequeños agricultores perdieron sus propiedades; así las siguen perdiendo. Como un ejemplo se transcribe aquí un despacho fechado en Mérida, Yucatán, el 11 de abril de 1909 y publicado el 12 de abril por el Mexican Herald, un diario norteamericano que se imprime en la Ciudad de México:

Mérida, 11 de abril. El ministro de Fomento, Colonización e Industria, Olegario Molina, ha denunciado ante la agencia respectiva en esta ciudad un extenso territorio adyacente a sus tierras del partido de Tizimín. La denuncia fue hecha por mediación de Esteban Rejón García, su administrador en aquel lugar.
Esa sección se tomó sobre la base de que los actuales ocupantes no tienen documentos ni títulos de propiedad.
Mide 2,700 hectáreas e incluye pueblos perfectamente organizados, algunos buenos ranchos, entre ellos los de Laureano Briseño y Rafael Aguilar, y otras propiedades. El jefe político de Tizimín ha notificado a los habitantes del pueblo, a los propietarios y a los trabajadores de los ranchos, y a otras personas que se hallan en esas tierras, que están obligados a desocuparlas en un plazo de 2 meses o quedar sujetos al nuevo propietario.
Los actuales ocupantes han vivido durante años en esas tierras, y las han cultivado y mejorado en gran parte. Algunos han vivido allí de una generación a otra, y se han considerado los propietarios legales, habiéndolas heredado de los primeros advenedizos.
El señor Rejón García ha denunciado también otros terrenos nacionales semejantes en el partido de Espita.

Otro medio favorito para confiscar pequeñas propiedades consiste en señalar arbitrariamente los impuestos estatales. Éstos se fijan, en México, en forma amenazadora y maravillosa; sobre todo en los distritos menos populosos, se grava a los propietarios en forma inversa al grado de simpatía que demuestran hacia el personaje que representa al gobierno en el distrito de que se trate. No hay tribunal, junta, ni otro cuerpo responsable, encargado de revisar las contribuciones injustas. El jefe político puede imponer a un propietario tasas 5 veces más elevadas por hectárea que las que le fija al propietario vecino, sin que el primero tenga manera de defenderse, a menos que sea rico y poderoso. Debe pagar, y si no puede hacerlo, la finca se encontrará poco después en la lista de las propiedades del jefe político o de algunos de los miembros de su familia; pero si el propietario es rico y poderoso, lo más probable es que no pague impuestos de ningún género. Los empresarios norteamericanos en México están exentos de impuestos de modo casi tan invariable que en los Estados Unidos se ha creado la impresión de que en México la tierra no paga contribuciones. Hasta Frederick Palmer hizo una afirmación en ese sentido en sus recientes escritos acerca de este país.

Naturalmente, tales formas de bandidaje que han sido y todavía son aplicadas, no podían dejar de encontrarse con resistencias; en muchos casos se utilizan regimientos de soldados para apoyar el cobro de impuestos o el lanzamiento de propietarios que han estado largo tiempo en posesión tradicional de sus tierras. La historia mexicana de la última generación está plagada de relatos de matanzas causadas por este proceder. Entre las más cruentas se hallan las de Papantla y Temosachic. Manuel Romero Rubio, el fallecido suegro del general Díaz, denunció las tierras de varios miles de campesinos en las cercanías de Papantla, Veracruz. Díaz lo apoyó con varios regimientos de soldados de línea que mataron a unos 400 campesinos antes que pudieran desalojarlos de las tierras. En 1892, el general Lucio Carrillo, gobernador de Chihuahua, impuso sobre las tierras del pueblo de Temosachic una contribución onerosa que los propietarios no podían pagar. La causa inmediata del exorbitante impuesto, según el relato, radicó en que las autoridades de la población negaron a Carrillo ciertas pinturas que adornaban las paredes de la iglesia, las cuales deseaba para su casa. Carrillo ordenó la aprehensión de varios de los principales del pueblo en calidad de rehenes, y como a pesar de ello el pueblo se negó a cubrir los impuestos, envió soldados a capturar algunos más. Los soldados fueron rechazados, pero Carrillo sitió al pueblo con 8 regimientos y acabó por incendiarlo; las mujeres y niños que se refugiaron en la iglesia murieron quemados. Los relatores de la matanza de Temosachic consideran que los muertos fueron entre 800 y 2 mil.

Son muchos los casos recientes de derramamiento de sangre por la misma causa. Ahora es raro que pase un mes sin que se lean en los periódicos mexicanos una o más noticias sobre desórdenes resultantes de la confiscación de tierras, ya sea por el procedimiento de la denuncia o por el pretexto de evasión de impuestos. Entre estos casos se distinguió el de San Andrés, Chih., publicado en la prensa mexicana en abril de 1909. Según tales noticias, las autoridades del Estado confiscaron las tierras de varios grupos de campesinos, con el pretexto de que estaban atrasados en el pago de contribuciones. Los afectados unidos se resistieron al lanzamiento; pero algunos soldados enviados urgentemente desde la capital del Estado los barrieron en un momento; mataron e hirieron a muchos e hicieron huir a unos 50 de ellos a las montañas. Los fugitivos permanecieron en ellas hasta que empezaron a sentir hambre y se decidieron a bajar para pedir clemencia. A medida que llegaban, tanto hombres, como mujeres y niños eran encerrados en la cárcel y el gobierno ocultó cuidadosamente la verdad respecto a los que murieron en la escaramuza con las tropas; pero algunos informes calculan que pasaron de cinco y tal vez llegaron a veinticinco.

Un incidente parecido ocurrió en San Carlos, también del Estado de Chihuahua, en agosto de 1909. En San Carlos, centro de un distrito agrícola, el abuso en la imposición de gravámenes se hizo tan insoportable que 400 campesinos unidos desafiaron a 50 rurales, depusieron por la fuerza al jefe político y eligieron otro en su lugar; después, los campesinos volvieron a su labor. Fue una pequeña rebelación, que las noticias de prensa de aquel tiempo declararon como la primera de ese género, ante la que tuvo que ceder el actual gobierno de México. No se sabe si se permitió que continuara el gobierno local legalmente constituido, o si más tarde fue depuesto por algún regimiento de soldados, aunque esto último parece lo más probable.

El soborno es una institución establecida en las oficinas públicas mexicanas y reconocida como un derecho que corresponde al funcionario que ocupa el puesto. Es, además una institución respetada. Hay dos funciones principales adscritas a cada puesto público: una de ellas es un privilegio y la otra es un deber. El privilegio consiste en usar las facultades especiales del puesto para amasar una fortuna personal; el deber consiste en impedir a la gente emprender cualquier clase de actividad que pueda poner en peligro la estabilidad del régimen existente. En teoría se juzga que el cumplimiento del deber es el contrapeso de los gajes del privilegio; pero esto no ocurre así en todos los lugares. Existen encargos oficiales, con especiales y jugosas posibilidades, que se compran y se venden a precio fijo. Son ejemplos de ellos los puestos de jefes políticos en los distritos donde la trata de esclavos es notablemente remunerativa, como en los de Pachuca, Oaxaca, Veracruz, Orizaba, Córdoba y Río Blanco; hay otros en que el reclutamiento de soldados para el ejército se deja encomendado especialmente a los jefes políticos; los hay también en las ciudades cuyos alcaldes monopolizan las autorizaciones para establecer casas de juego; y tales puestos existen en los Estados en que son extraordinarias las oportunidades para que los gobernadores muerdan en los contratos de abastecimiento del ejército.

Los monopolios, llamados concesiones, que no son otra cosa que trusts creados por decreto gubernamental, son negociados abiertamente por el gobierno de México. Algunas de tales concesiones se compran en efectivo al contado; pero en general se obtienen gratis o por un precio nominal; el gobierno cobra el precio real en forma de apoyo político. Las tierras de dominio público se regalan así, o se venden en grandes extensiones a un precio nominal, que si acaso es pagado, sólo alcanza un promedio de un peso por hectárea. Sin embargo, el gobierno nunca vende tierras a ninguna persona o compañía que no sea de su especial predilección; es decir, las tierras de dominio público de ningún modo están disponibles en condiciones iguales para quienes las soliciten. Se han otorgado concesiones con valor de millones de dólares para usar el agua de un río con propósito de riego, o para energía eléctrica, o para ejercer tal o cual monopolio, pero nunca sin discriminación. Estas concesiones son la moneda con que se compra el apoyo político; no son más que soborno puro y simple.

Nunca se aplica la acción pública para mejorar las condiciones de vida del pueblo humilde; esa acción sólo tiene la mira de asegurar cada vez más la posición del gobierno. México es la tierra de los privilegios especiales y extraordinarios, aunque con frecuencia se otorguen éstos en nombre del pueblo. Un ejemplo es el del Banco Agrícola, creado en 1908. Al leer las noticias de la prensa respecto a los propósitos de este banco, cualquiera hubiera imaginado que el gobierno había iniciado un gigantesco y benéfico plan para restablecer en la actividad agrícola al pueblo expropiado. El objeto, se dijo, era el de prestar dinero a los agricultores que lo necesitaran, pero nada pudo estar más lejos de la verdad, puesto que se trata de ayudar a los agricultores ricos y sólo a los más ricos del país. El banco ha prestado dinero durante dos años; pero hasta ahora no se ha registrado un solo caso en que se haya otorgado crédito a propiedad alguna que no comprendiera miles de hectáreas. Se han prestado millones para proyectos de riego privados; pero nunca en cantidades menores de varias decenas de miles de pesos. En los Estados Unidos los agricultores integran una clase verdaderamente humilde; en México el agricultor típico es el rey de los millonarios, un pequeño potentado. Gracias a los privilegios especiales otorgados por el gobierno, en México existe la Edad Media fuera de las ciudades. Los hacendados mexicanos son más ricos y más poderosos que los aristócratas terratenientes de la época anterior a la Revolución Francesa, y el pueblo es más pobre y más miserable que la canalla de entonces.

Los privilegios financieros especiales, que se centralizan en las ciudades, son tan notables como los otorgados a los explotadores de esclavos de las haciendas. Hay una camarilla financiera, compuesta por los miembros del gobierno de Díaz y sus asociados inmediatos, que cosechan todos los buenos frutos de la República, que consiguen los contratos, las franquicias y las concesiones y a quienes los inversionistas extranjeros que se establecen en el país deben aceptar necesariamente como socios dedicados tan sólo a cobrar dividendos. El Banco Nacional de México, institución que tiene unas 54 sucursales, a la que se ha comparado, por vía de halago, con el Banco de Inglaterra, es el vehículo financiero especial de la camarilla del gobierno. Monopoliza la mayor parte del negocio bancario del país y es una tapadera conveniente para todos los grandes negocios ilícitos, tales como la consolidación de los ferrocarriles, cuya verdadera importancia se pondrá en claro en otro capítulo.

Díaz estimula al capital extranjero, porque éste significa el apoyo de los gobiernos extranjeros. El capital norteamericano recibe mejor trato de Díaz que del propio gobierno de Washington, lo cual está muy bien desde el punto de vista de los inversionistas norteamericanos, pero no así desde el punto de vista del pueblo de México. Díaz ha llegado a participar directamente con ciertos sectores del capital extranjero, a los que ha concedido privilegios especiales que en algunos renglones ha negado a sus propios millonarios. Estas asociaciones con extranjeros formadas por Díaz, han hecho internacional a su gobierno en cuanto a los apoyos que sostienen su sistema. La seguridad de la intervención extranjera en su favor ha sido una de las fuerzas poderosas que ha impedido al pueblo mexicano hacer uso de las armas, para derrocar a su gobernante que se impuso por medio de las armas.

Al referirme a los socios norteamericanos de Díaz, no he mencionado a los de otras nacionalidades; pero debe tenerse en cuenta que, sobre todo, Inglaterra tiene tantos intereses en México como los Estados Unidos. Mientras que este país tiene invertido 900 millones de dólares (cifra citada por el cónsul general Shanklin a principios de 1910), Inglaterra (según el South American Journal) tiene 750 millones de dólares. Sin embargo, estas cifras de ninguna manera representan la proporción de la influencia política que ejercen estos dos países. En este sentido, los Estados Unidos están en mejor situación que todos los demás países juntos.

No obstante, hay dos compañías inglesas tan íntimamente identificadas con la camarilla financiera mexicana, que merecen mención especial; son las que integran la combinación que representa el Dr. F. S. Pearson, de Canadá y Londres y otra compañía distinta, la S. Pearson & Son, Limited. Sobre el Dr. F. S. Pearson se dice a los cuatro vientos que es capaz de conseguir cualquier clase de concesión en México, excepto sólo alguna que pudiera oponerse a otros intereses extranjeros igualmente poderosos. El Dr. Pearson es dueño del sistema de tranvías eléctricos del Distrito Federal y abastece la gran cantidad de energía y luz eléctrica utilizada en esa región de México. Entre otras cosas, es también una gran potencia a lo largo de la frontera con los Estados Unidos, donde él y sus asociados son dueños del Ferrocarril Mexicano del Noroeste y de varias líneas menores, así como de grandes extensiones de tierras y enormes intereses madereros. En Chihuahua está instalando una gran fábrica de acero, y en El Paso está construyendo un aserradero con 500 mil dólares de inversión como parte de sus proyectos.

La firma S. Pearson & Son ha obtenido tantas concesiones valiosas en México, que a ellas se debe que se le llame los socios de Díaz. Por medio de tales concesiones se halla en posesión de vastos terrenos petrolíferos, en su mayoría aún no explotados; pero en la actualidad, tiene tantos en producción que la compañía declaró hace poco que en adelante podría abastecer a todos sus clientes con petróleo mexicano. Su compañía distribuidora El Águila mantiene entre sus directores a algunos de los más íntimos amigos de Díaz. Pearson & Son también ha monopolizado los contratos para dragar y mejorar los puertos de México. Desde que esa empresa llegó al país, hace unos 14 años, la tesorería del gobierno le ha pagado $200 millones por obras efectuadas en los puertos de Salina Cruz y Coatzacoalcos y en el ferrocarril del Istmo. Esta cantidad -según me dijo un ingeniero del gobierno- es casi el doble de lo que se debiera haber pagado por las obras ejecutadas. En 1908, el Congreso de Díaz destinó $50 millones para un extensa planta de riego en el río Nazas, en beneficio de los reyes del algodón de La Laguna, Estado de Durango. Inmediatamente después, la compañía Pearson organizó una empresa constructora de obras de riego subsidiario con capital de $1 millón. La nueva compañía hizo planes para construir una presa y con gran prontitud el Congreso asignó $10 millones de los $50 millones para pagar a los Pearson por la obra.

En este capítulo se intentó ofrecer al lector una idea de los medios del general Díaz para obtener apoyo para su gobierno. En resumen, por medio del cuidadoso reparto de los puestos públicos, de los contratos y los privilegios especiales de diversa índole, Díaz ha conquistado a los hombres y a los intereses más poderosos, los ha atraído dentro de su esfera y los ha hecho formar parte de su sistema. Gradualmente, el país ha caído en manos de sus funcionarios, de sus amigos y de los extranjeros. Y por todo esto, el pueblo ha pagado, no sólo con sus tierras, sino con su carne y su sangre; ha pagado con el peonaje y la esclavitud; ha perdido la libertad, la democracia y la bendición del progreso. Y como los seres humanos no renuncian a estas cosas sin luchar, la maquinaria de Díaz se creó necesariamente otra función distinta a la de distribuir donativos; otro medio que forma parte de la estructura del gobierno: la represión. El privilegio y la represión van siempre de la mano.

En este capítulo he intentado trazar un cuadro de los privilegios del sistema de Díaz; en el siguiente trataré de describir sus elementos de represión.

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