Índice de México Bárbaro de John Kenneth TurnerCapítulo anteriorSiguiente capítuloBiblioteca Virtual Antorcha

Capítulo VIII

Elementos represivos del régimen de Díaz

Los norteamericanos que emprenden negocios en México, suelen recibir de las autoridades locales más o menos el mismo trato que acostumbran recibir en su país. Las más grandes exigencias de gratificación están compensadas con creces por los privilegios especiales que luego disfrutan. Algunas veces un norteamericano cae en desgracia con las autoridades, y es perseguido con ciertas precauciones, pero esto es raro. Mas si llegó a México para hacerse rico rápidamente, como suele suceder, juzgará al gobierno de acuerdo con la ayuda que éste le brinde para alcanzar su ambición. Para él, el régimen de Díaz es el más sabio, el más moderno y el más benéfico sobre la faz de la tierra.

Para ser por completo justos con Díaz y su sistema, debo confesar que no juzgo a éste desde el punto de vista del inversionista norteamericano, sino tan sólo por sus efectos sobre la masa del pueblo en general, la que en última instancia determina con certeza el destino de su país. Desde el punto de vista del mexicano común, el gobierno de Díaz es lo más opuesto a la bondad; es un tratante de esclavos, un ladrón, un asesino; no imparte justicia ni tiene misericordia, sólo se dedica a la explotación.

Para imponer su autoridad al pueblo que le es contrario, el general Díaz se ha visto en la necesidad, no sólo de premiar a los poderosos del país y tratar al extranjero con liberalidad y facilidades, sino de privar al pueblo de sus libertades hasta dejarlo desnudo. Le arrebató los poderes, derechos y garantías, y la facultad de exigir la devolución de todo ello. ¿Por qué las naciones demandan siempre una forma popular de gobierno? Nunca, hasta que conocí México, había apreciado en toda su integridad la causa de esa exigencia. Es que la vida bajo cualquier otro sistema es intolerable; los intereses comunes sólo pueden conservarse mediante la voz de la comunidad. Los gobiernos de personajes que no son responsables ante las masas dan como resultado invariable el despojo de éstas y la degradación del país. El progreso de cualquier pueblo requiere ciertas garantías sociales que sólo son posibles bajo un gobierno en el que toma parte la mayoría de la población.

En 1876 el general Díaz ocupó con sus fuerzas la capital mexicana y se declaró a sí mismo presidente provisional. Poco después convocó a una supuesta elección y se declaró a sí mismo presidente constitucional. Con supuesta elección quiero decir que puso a sus soldados en posesión de las urnas electorales e impidió, por intimidación, que apareciera cualquier otro candidato en su contra. En esa forma resultó electo por unanimidad y, con excepción de un periodo en que voluntariamente entregó su puesto, ha continuado eligiéndose por unanimidad en forma semejante.

No hay necesidad de ahondar en las farsas electorales de México, puesto que los más fervientes admiradores de Díaz admiten que no ha habido una elección verdadera durante los últimos 34 años; pero quienes deseen más pruebas sobre la materia pueden acudir tan sólo a los resultados de tales elecciones. ¿Es posible acaso imaginar una nación de unos 15 millones de habitantes, de los que unos tres millones escasos se hallan en edad para votar, en la que todos prefieran al mismo hombre para que sea el jefe del Ejecutivo, no sólo una vez, sino año tras año y decenio tras decenio? Colóquese ese cuadro en los Estados Unidos, por ejemplo. ¿Puede imaginarse a Taft reelegido por voto unánime? Roosevelt fue, sin duda, el presidente más popular que haya tenido este país. ¿Puede alguien pensar en un Roosevelt reelegido por voto unánime? Además, ¿quién no se llamaria a engaño si le dicen que hay un país de 15 millones de almas en el que la ambición no despierta, sino en un hombre único, el deseo de presentarse ante el pueblo como candidato para el más alto puesto de la nación?

Sin embargo, ésta es exactamente la situación que existe en México. Don Porfirio Díaz se ha establecido ocho veces como presidente y otras tantas ha sido elegido por unanimidad. Nunca ha tenido opositor en las urnas electorales.

La experiencia de la sucesión presidencial se repite en los Estados, donde la reelección sin oponente es regla que tiene muy pocas excepciones. El gobernador del Estado se mantiene en su puesto como si fuera vitalicio, a menos que por alguna razón pierda el favor de don Porfirio, lo que rara vez sucede. Un miembro de la clase alta mexicana describió con gran perspicacia esta situación. Dijo: El único antirreeleccionista que hay en México es la muerte. La razón principal de que en los Estados no haya gobernadores que tengan 34 años en el puesto, es que los primeros han muerto y ha sido necesario colocar a otros en las plazas vacantes. De esta manera, el coronel Próspero Cahuantzi ha gobernado el Estado de Tlaxcala durante todo el periodo porfiriano; el general Aristeo Mercado al de Michoacán por más de 25 años; Teodoro Dehesa al de Veracruz durante 25 años. Hasta que fue depuesto en 1909, el general Bernardo Reyes había gobernado en Nuevo León durante casi 25 años. El general Francisco Cañedo, el general Abraham Bandala y Pedro Rodíguez gobernaron a los Estados de Sinaloa, Tabasco e Hidalgo, respectivamente, durante más de 20 años. El general Luis Terrazas fue gobernador de Chihuahua por más de 20 años; los gobernadores Martínez, Cárdenas y Obregón González rigieron sus respectivos Estados -Puebla, Coahuila y Guanajuato, durante unos 15 años.

El régimen de Díaz es muy fácil de entender, una vez que se ha explicado. El presidente, el gobernador y el jefe político son tres clases de funcionarios que representan todo el poder en el país; en México no hay más que un solo poder gubernamental: el Ejecutivo. Los otros dos poderes sólo figuran de nombre y ya no existe en el país ni un solo puesto de elección popular; todos son ocupados por nombramiento expedido por alguna de las tres clases de funcionarios del Ejecutivo mencionado. Éstos controlan la situación en su totalidad, sus palabras son leyes en sus propias jurisdicciones: el presidente domina en los 29 Estados y dos territorios de la República; el gobernador en su Estado; el jefe político en su distrito. Ninguno de los tres es responsable de sus actos ante el pueblo. El gobernador tiene que responder ante el presidente, y el jefe político sólo ante el gobernador y el presidente. Es el régimen dictatorial personalista más perfecto que hay en la tierra.

Naturalmente, tales condiciones no se establecieron sin lucha, ni pueden mantenerse sin una lucha continua. La autocracia no puede crearse de la nada, mediante un fiat, ni la esclavitud puede existir por un simple decreto del dictador; tiene que haber una organización y una política que imponga tales cosas; se requiere una organización militar armada hasta los dientes; se necesitan policías y espías; se imponen las expropiaciones y encarcelamientos por motivos políticos; y asesinar ..., ¡asesinar continuamente! Ninguna autocracia puede existir sin asesinato, pues se alimenta con ellos. Nunca fue de otro modo; y gracias a la naturaleza humana, tal como es en la actualidad, no podrá ser de otro modo.

Los dos capítulos siguientes se dedicarán a describir la extirpación de los movimientos políticos que han tenido el propósito de restablecer las instituciones republicanas en México, pero parece conveniente definir primero cuáles son los poderes públicos y las instituciones que se han empleado en esa perversa obra. Son los siguientes: 1) El ejército. 2) Las fuerzas rurales. 3) La policía. 4) La acordada. 5) La ley fuga. 6) Quintana Roo, la Siberia mexicana. 7) Las cárceles. 8) Los jefes políticos.

En una entrevista publicada durante la rebelión liberal de 1908, el vicepresidente Corral anunció que el gobierno tenía más de 50 mil soldados listos para actuar en menos de una hora. En esa cifra debe haber incluido las fuerzas rurales, pues ciertos empleados de la Secretaría de Guerra me aseguraron después que en realidad el ejército regular contaba con menos plazas, casi exactamente 40 mil. En teoría, el ejército mexicano es más pequeño que el de los Estados Unidos; pero según estimaciones de los expertos norteamericanos -publicadas durante los últimos años- sobre los efectivos reales del ejército de los Estados Unidos, el de México es mayor; y si se consideran en proporción de las respectivas poblaciones, el ejército mexicano es, por lo menos, cinco veces más grande. El pretexto del general Díaz para mantener tal ejército en tiempo de paz siempre ha sido la insinuación de que el país podría hallarse en cualquier tiempo en peligro de ser invadido por los Estados Unidos. La prueba de que su objeto no era estar preparado contra una invasión, sino contra una revolución interna, se halla en el hecho de que en vez de fortificar la frontera ha fortificado ciudades del interior. Además, mantiene al grueso del ejército concentrado cerca de los grandes centros de población, y su equipo mejor y más numeroso consiste en baterías de montaña, reconocidas como específicamente bien adaptadas para la guerra interna.

Actualmente el ejército ejerce actividades policíacas; con este fin, el país fue dividido en diez zonas militares, tres comandancias y catorce jefaturas. Se ven soldados por todas partes; no hay en el país una ciudad importante que no cuente con cuarteles situados en su centro donde los soldados están siempre listos para toda eventualidad. La disciplina de tiempos de guerra se mantiene en todo momento y la presencia de los soldados y sus constantes maniobras son una amenaza perpetua contra el pueblo. Se lanzó a los soldados contra él con suficiente frecuencia para que el pueblo conserve siempre en la memoria el hecho de que la amenaza no es vana. Esta preparación para la guerra en que se mantiene a las tropas mexicanas no se conoce en los Estados Unidos. No hay trámites engorrosos cuando se trata de que el ejército actúe, y las tropas llegan al lugar del desorden en un tiempo increíblemente corto. Por ejemplo, en la época de la rebelión liberal, en el otoño de 1906, los liberales atacaron la ciudad de Acayucan, Ver.; pero a pesar de que esta ciudad está situada en una parte de los trópicos relativamente aislada, el gobierno concentró cuatro mil soldados en aquel punto en menos de las 24 horas siguientes a la primera alarma.

Como instrumento de represión, el ejército mexicano es empleado con efectividad en dos formas distintas: como máquina de asesinar y como institución de destierro. Es cárcel y campo de concentración para los políticos indeseables.

Esta segunda función del ejército se basa en que más del 95% de los reclutas son conscriptos, y esto por la razón muy particular de que son ciudadanos políticamente indeseables, o víctimas fáciles para que el reclutador les saque dinero. El reclutador suele ser el jefe político. Los jueces, a instancia de la autoridad ejecutiva, en ocasiones sentencian a algún reo a servir en el ejército en vez de enviarlo a la cárcel. Algún gobernador, como sucede en Cananea, vigila a veces personalmente el reclutamiento de gran cantidad de hombres; pero, por regla, general, el jefe político es el funcionario encargado de hacerlo, y sobre él no se ejerce vigilancia. No tiene otro sistema que el que le dicta su propia voluntad. Llama a filas a los trabajadores que se atreven a declararse en huelga, a los periodistas que critican al gobierno, a los agricultores que se resisten a pagar impuestos exorbitantes, y a cualesquiera otros ciudadanos que ofrezcan posibilidades de poder pagar su libertad en dinero.

Como basurero donde se arroja a los políticamente indeseables, las condiciones del ejército son ideales desde el punto de vista del gobierno. Los hombres son más bien prisioneros que soldados y como tales se les trata. Por esta razón el ejército mexicano ha merecido el nombre de la cuerda nacional. Mientras estuve en la tierra de Díaz, visité algunos cuarteles del ejército; el de Río Blanco es típico. Aquí, desde la huelga de Río Blanco, han estado acuartelados 600 soldados y 200 rurales, a la sombra de la gran fábrica, en terrenos y edificios proporcionados por la compañía, como amenaza continua contra los miserables obreros explotados que allí trabajan.

En Río Blanco, un capitán chaparrito nos acompañó durante la visita que De Lara y yo hicimos para corresponder a la invitación de un funcionario de la compañía. El capitán nos informó que la paga del soldado mexicano, con alimentos, es de $3.80 al mes, y se supone que el soldado tiene que gastar la mayor parte en comida extraordinaria, puesto que el rancho que le dan es poco variado y muy escaso para satisfacer a un ser humano. El capitán confirmó las noticias que yo había oído con frecuencia en el sentido de que el soldado, durante sus cinco años de servicio, nunca pasa ni una hora fuera de la vista de un oficial, y que es tan prisionero en su cuartel como el condenado en una penitenciaría. Este capitán estimaba que la proporción de soldados forzados era de 98%. Nos dijo que con frecuencia los soldados, locos por conseguir la libertad, hacen escapatorias y huyen como si fueran presos, y como a éstos se les da caza.

Pero lo que con más fuerza me llamó la atención durante esa visita, fue que el bajito capitán, en presencia de media compañía, nos dijo que los soldados eran de la peor ralea, que no servían para nada, que eran malos, y otras cosas de este jaez. Así hablaba para hacemos comprender que si hubiera guerra la calidad del ejército mejoraría mucho. Los soldados no parecían muy contentos de lo que oían; esto me hizo pensar allí mismo que la lealtad del ejército mexicano se sostiene sobre bases deleznables -tan sólo por el temor a la muerte-, y que en caso de alguna rebelión contra la dictadura, es de esperarse que el ejército se alzará como un solo hombre tan pronto como la rebelión adquiera alguna fuerza; es decir, la suficiente para garantizar a los desertores la oportunidad de conservar la vida.

El territorio de Quintana Roo se ha caracterizado como una de las Siberias de México, porque allí se ha llevado, en calidad de soldados presos, a millares de sospechosos políticos y agitadores obreros. Aunque ostensiblemente se les envía a pelear contra los indios mayas, son tan duramente tratados que es probable que ni el 1 % de ellos regrese a su hogar. No me fue posible conocer Quintana Roo, pero escuché tantas noticias de fuentes auténticas, que no tengo duda alguna de que mi opinión es correcta. Quiero ofrecer los detalles proporcionados por una de estas fuentes de información, un distinguido médico del gobierno que durante tres años fue jefe del Servicio Sanitario del ejército en aquel territorio.

- Durante 30 años -me dijo-, ha habido una fuerza de dos a tres mil hombres en campaña constante contra los mayas. Estos soldados son reclutados casi todos entre los políticos sospechosos, y hasta muchos de los oficiales son hombres enviados a cumplir deberes militares en aquel territorio sólo porque el gobierno tiene algún motivo para querer deshacerse de ellos. Quintana Roo es la parte más insalubre de México, pero los soldados mueren en cantidad de cinco a diez veces mayor de lo que sería lógico debido a las exacciones de que los hace víctimas su jefe, el general Bravo. Durante los primeros dos años que estuve allí, la proporción de muertes fue de 100% al año, pues en ese periodo más de cuatro mil soldados murieron de hambre o de enfermedades ocasionados por el hambre.

- Durante meses y meses -agregó este médico-, observé que los fallecimientos daban un promedio de 30 al día. Por cada soldado muerto por los mayas, no menos de 100 mueren por hambre y enfermedad. El general Bravo se roba el dinero destinado a los aprovisionamientos y deja morir de hambre a los soldados, en connivencia con el gobierno Federal. Más de dos mil han muerto de ese modo durante los últimos siete años, desde que el general Bravo tomó el mando. Y no sólo eso, sino que éste roba el dinero destinado a la cremación. El suelo de la península, como usted debe saber, es rocoso; el tepetate está casi en la superficie y no es práctico enterrar a los muertos. El gobierno destina algún dinero para comprar petróleo para la cremación de los cadáveres pero Bravo se queda con ese dinero y deja que los cadáveres se pudran al sol.

No puedo publicar el nombre de ese testigo porque ello le acarrearía el encarcelamiento y el castigo. Creo, sin embargo, que estoy en perfecta libertad para citar al coronel Francisco B. Cruz, el principal deportador de yaquis. El coronel Cruz me ha dicho que en tres años el general Bravo ha acumulado $10 millones extraídos del ejército de Quintana Roo. El que casi todas las muertes de los soldados fueran ocasionadas por el hambre, quedó demostrado en el año de 1902 a 1903, cuando el general Bravo tomó unas vacaciones y el general Vega se encargó del mando. El general Vega no robaba el dinero destinado a los alimentos, a las medicinas y al petróleo para la cremación de cadáveres; como resultado, el número de fallecimientos descendió de 30 a tres por día.

- En su campaña contra los mayas -me dijo el ex jefe de Sanidad-, el gobierno construyó un ferrocarril de 70 kilómetros, conocido entre los soldados como Callejón de la Muerte, pues se dice que durante su construcción cada durmiente costó cinco vidas; se llevaron muchos reos de la prisión militar de San Juan de Ulúa para que hicieran el trabajo, con la promesa de reducir sus condenas a la mitad; pero después de estar pocas semanas en manos de Bravo, la mayoría pedía -aunque en vano- que los devolviesen a Ulúa, que es la más temida entre las prisiones de México. No se daba de comer a estos infortunados prisioneros; cuando caían por debilidad, eran azotados, algunos hasta morir. Muchos reos se suicidaron en cuanto tuvieron oportunidad de hacerlo; lo mismo hacían los soldados; 50 hombres se suicidaron mientras yo estuve allí.

Casi no es posible imaginar un soldado que se suicida. Muy crueles condiciones debieron conducir al suicidio a 50 soldados entre dos mil en el lapso de tres años.

Respecto a las ganancias indebidas que ofrece el reclutamiento forzoso, como ya se ha sugerido, basta mencionar que el jefe político elige los afectados a su gusto en el secreto de su propia oficina. Nadie puede discutir sus métodos y de esta manera acaba por hacerse rico. Son reclutados unos diez mil hombres cada año; si se tiene en cuenta la alta proporción de mortalidad, puede apreciarse que son enormes las posibilidades que ofrece el sistema para el soborno. El horror al ejército es lo que explota el jefe para obtener dinero de jornaleros y de pequeños propietarios. A menos que la víctima sea reclutada por razones políticas, el sistema permite que el afectado pague a otra persona para que tome su lugar ..., siempre que el oficial encargado del reclutamiento lo apruebe. Esta facultad de opción es la que el jefe utiliza como gran productora de dinero, ya que éste no otorga su aprobación hasta que no es pagado del mismo modo que el sustituto. En general, no es necesario comprar al sustituto sino sólo al jefe político. Se dice que en algunos distritos existe la práctica regular de llevar registro de los trabajadores mejor pagados, lo cual permite que, cuando éstos reciben sus emolumentos, después de un trabajo agotador, son llevados a la cárcel donde se les dice que han sido reclutados; uno o dos días más tarde, les hacen saber que el precio por su libertad es de $100, más o menos. Me han contado el caso de un carpintero que ha sido reclutado en esta forma cinco veces en el curso de tres años. En cuatro de ellas se desprendió de su dinero, en cantidades que varían entre $50 y $100; pero en la quinta vez le faltó decisión y permitió que lo llevaran al cuartel.

Los rurales son policía montada, seleccionada generalmente entre los criminales; tienen buen equipo y son relativamente bien pagados; emplean sus energías en robar y matar por cuenta del gobierno. Hay rurales de la Federación y rurales de los Estados; los efectivos de ambos cuerpos son de entre siete mil y nueve mil individuos. Se hallan distribuidos en los diversos Estados de acuerdo con el número de habitantes, pero son más utilizados en los distritos rurales. Tales policías constituyen, la fuerza de choque especial de los jefes políticos y su poder es casi ilimitado para matar a discreción, pues casi nunca se llegan a investigar las muertes injustas que ejecutan, ya sea individualmente o en patrullas. Para que se castigue al culpable, la víctima tendría que ser persona que estuviera realmente bien relacionado con el gobierno.

En México es necesario que sea muy pequeño un pueblo para que no haya en él soldados o rurales, y todavía más pequeño para que no tenga gendarmes. En la Ciudad de México hay más de dos mil, o sea el doble que en Nueva York en relación con su tamaño; los demás municipios están dotados en la misma forma. De noche, los gendarmes llevan linternas rojas que colocan en medio de la calle mientras andan por las cercanías. Se pueden ver estas linternas, una en cada crucero, parpadeando a lo largo de las calles principales. Se emplean en un sistema de señales: cuando una lámpara se mueve, la señal se transmite de una a otra y en pocos segundos todos los gendarmes de la calle saben lo que ha ocurrido.

Aunque el cuerpo de policía mexicano es relativamente insignificante, el cuerpo de policía secreta existe aparte y es más numeroso. Un periodista norteamericano, empleado en un diario que se edita en inglés en la Ciudad de México, me dijo una vez:

- Hay dos veces más policías secretos que policías regulares. Usted puede ver solamente un policía uniformado en medio de la calle, por lo menos, sólo de eso puede darse cuenta; pero apoyado en la pared, a la entrada de ese callejón, hay un hombre a quien tomaría usted por un vago; un poco, más allá, está descansando otro que parece un peón. Pero trate usted de hacer algo y de escapar; entonces verá cómo esos dos hombres lo persiguen. En México no hay escape; todas las calles y todos los callejones están bien guardados.

- Bueno -continuó-, conocen la vida de uno tan bien como uno mismo. Hablan con usted y usted no sospecha nada. Cuando usted cruza la frontera, toman su nombre, ocupación y dirección, y antes de que usted haya llegado a la capital saben si dijo la verdad o mintió. Saben a qué vino usted aquí y ya han decidido lo que van a hacer al respecto.

Tal vez esta persona exageraba; en estos asuntos es dificil conocer la verdad exacta; pero me consta que es imposible convencer al mexicano común de que el cuerpo de policía secreta de su país no es una institución formidable.

La acordada es una organización secreta de asesinos, una especie de policía dependiente de cada Estado mexicano. Se compone de un jefe y de 6 a 50 subordinados. La acordada suele eliminar a los enemigos personales del gobernador o de los jefes políticos, a los políticos sospechosos, a los bandidos y a otros de quienes se sospeche que han cometido algún delito, pero contra los cuales no hay pruebas. Los oficiales proporcionan los nombres de las víctimas, y los miembros de ese cuerpo son mandados con órdenes de matar silenciosamente, sin escándalo. Hay dos ejemplos notables en los que se dice que la acordada cometió gran cantidad de asesinatos; tales ejemplos son los días que siguieron a las huelgas de Cananea y de Río Blanco. Conozco personalmente a un mexicano, cuyo hermano fue asesinado por la acordada tan sólo por gritar: ¡Viva Ricardo Flores Magón! Conozco también al hijo de un general que ocupa un elevado puesto entre los consejeros del gobierno mexicano; ese hijo llegó a subjefe de la acordada en el Estado de Coahuila. Era un joven rebelde, que había sido expulsado del ejército por actos de insubordinación contra un oficial superior; pero su padre era amigo de Díaz y el presidente designó al joven para ocupar el puesto en la acordada, con un sueldo de $300 al mes. Se le dieron dos ayudantes y fue enviado con órdenes de matar discretamente a lo largo de la frontera a todas las personas de quienes él sospechara que estaban en contacto con el Partido Liberal. Ninguna vigilancia se ejercía sobre él y mataba a su entera discreción.

La acordada trabaja a veces intensamente aun en la capital mexicana, donde los métodos policíacos son más modernos que en cualquier otra ciudad. Antes de la rebelión liberal de 1906 el gobierno conoció, por medio de espías, los planes detallados de los rebeldes, así como los nombres de cientos de participantes; muchos de éstos fueron asesinados. En cuanto a las actividades de la acordada en la Ciudad de México, en esa época, pueden colegirse del siguiente relato proporcionado por un bien conocido periodista capitalino:

He sabido, por la fuente más digna de confianza, que durante la semana anterior al 16 de septiembre, la policía secreta y delegados especiales (la acordada) eliminaron a no menos de dos mil sospechosos, tan calladamente que hasta la fecha no se ha publicado ni una sola línea a este respecto.

He dudado mucho antes de atreverme a publicar ese informe, porque es demasiado monstruoso para que yo pueda creerlo, y no espero que el lector lo crea, pero no tengo la menor duda de que en parte era verdadero; es decir, que varios grandes grupos de individuos fueron muertos en esa época y en esa forma. Algunos liberales con quienes he tenido contacto, me han hablado de amigos que desaparecieron repentinamente y no se supo más de ellos; se piensa que muchos fueron eliminados por la acordada.

La ley fuga es una forma de asesinar muy utilizada por los diversos cuerpos de policía en México. Tuvo su origen en un decreto del general Díaz que autorizó a la policía para disparar sobre cualquier prisionero que tratase de escapar mientras estuviera bajo guardia. Aunque probablemente esta ley no se promulgó con el propósito que se verá, se ha usado como uno de los medios de dar muerte a personas contra quienes el gobierno no tenía ni sombra de pretexto para ejecutarlas legalmente. Tan sólo se captura al hombre señalado, se le conduce a un lugar solitario y allí se dispara sobre él. El asunto se mantiene en silencio, si es posible; pero si se presenta una situación que exija explicaciones, se informa que la víctima trató de escapar y por eso fue culpable de su destino. Se afirma con seguridad que de este modo se han cortado millares de vidas durante los últimos 34 años; en la actualidad la prensa mexicana informa con frecuencia de aplicaciones de la ley fuga.

Muchos políticos puestos fuera de la ley, terminan sus días en la prisión. Entre las prisiones mexicanas hay dos cuyos horrores las colocan muy por encima de las demás: son ellas la de San Juan de Ulúa y la de Belén.

Durante mis dos viajes a México, en 1908 y 1909, hice esfuerzos desesperados para que se me permitiera visitar la cárcel de Belén. Vi al gobernador del Distrito Federal; vi al embajador norteamericano; traté de entrar con un médico de la prisión, pero nunca pude pasar más allá de la puerta.

A través de ella observé el patio central, donde se hallaban cientos de seres humanos convertidos en bestias por el trato que recibían; eran hombres andrajosos, sucios, hambrientos, verdaderos desechos humanos ...; una visión que parecía calculada para provocar una sonora carcajada ante las solemnes declaraciones de ciertos individuos en el sentido de que México tiene un gobierno civilizado.

Pero no pude ver más que ese patio. Me permitieron visitar otras prisiones, pero no Belén. Cuando insistí ante Su Excelencia el gobernador, confesó que no era prudente.

- A causa de las malas condiciones -dijo-, no sería conveniente. Bueno -agregó-, hace poco tiempo el vicepresidente, Sr. Corral, se atrevió a hacer una rápida visita a Belén, contrajo el tifo y estuvo en peligro de morir. No puede usted ir.

Le dije que sabía de varios norteamericanos a quienes les fue permitido visitar Belén; pero no pudo recordarlo. Sin duda esos norteamericanos eran bien conocidos -se encontraban demasiado enredados en los negocios mexicanos-, de modo que no había peligro de que al salir dijeran la verdad sobre lo que habían visto. Mis credenciales no eran bastante influyentes para ayudarme a lograr que visitara Belén.

Sin embargo, conozco esa cárcel bastante bien, creo yo, porque he hablado con personas que la han visto como prisioneros y han salido de ella vivos a pesar de sus horrores; muchos son periodistas. También hablé con funcionarios y médicos de la prisión, y además he leído lo que decían los periódicos de la Ciudad de México.

Sin embargo, será suficiente mencionar algunos hechos desnudos y evidentes. Belén es la prisión general del Distrito Federal. Éste comprende la capital de la República y algunos suburbios, con una población total aproximada de 600 mil personas. Belén es a la vez cárcel municipal, cárcel de distrito y penitenciaría, aunque en el Distrito Federal hay también otra penitenciaría se distingue de Belén porque entre sus muros se encierra a los criminales que han sido sentenciados a más de ocho años de prisión. La Penitenciaría -que así se llama-, es una institución moderna, construida decentemente y con servicio de agua y drenaje. Los presos son pocos y están relativamente bien alimentados. Los visitantes son siempre bien recibidos en la Penitenciaría, puesto que ésta fue hecha sobre todo para exhibirse. Cuando se oiga a un viajero alabar el sistema carcelario de México, debe tenerse por cierto que sólo lo llevaron a visitar la Penitenciaría del Distrito Federal, y que no conoce Belén.

Belén es un asqueroso y viejo convento que se convirtió en prisión sólo para amontonar a varios miles de personas entre sus muros. No es suficientemente grande para alojar con alguna holgura a 500 presos; pero con frecuencia hay allí más de cinco mil, a quienes dan una ración diaria de galletas y frijoles, insuficiente para mantener viva a una persona varias semanas. La insuficiencia de estas raciones es tan de sobra conocida por los funcionarios de la prisión, que se ha creado un sistema regular de comidas llevadas desde fuera. Todos los días, los amigos y parientes de los prisioneros les llevan a éstos canastas con alimentos para que puedan vivir hasta el término de su encierro. Desde luego, esto constituye un terrible sacrificio para los pobres; pero el sistema cumple sus fines, excepto en el caso de cientos de infortunados que no tienen amigos afuera y que se mueren de hambre sin que nadie mueva un dedo para ayudarlos.

Un médico de la prisión me informó lo siguiente: a los tres días de haber entrado en Belén, todos los presos contraen una enfermedad de la piel, una terrible picazón que parece que quema el cuerpo, la cual es adquirida por las sucias condiciones del lugar. Todos los años -continuó-, ocurre en la prisión una epidemia de tifo que mata a un promedio del 10% de los ocupantes. Dentro de Belén no hay sistema para imponer el orden entre los prisioneros. Los débiles están a merced de los fuertes. Tan pronto alguien entra como preso, es asaltado por una horda de hombres medio locos que le arrancan la ropa que lleva puesta, le quitan todo lo que tenga de algún valor y generalmente cometen con él delitos indecibles, mientras los funcionarios de la prisión ven esto con la sonrisa en los labios. La única manera de salvarse en Belén es la de convertirse en una bestia como los demás, y aun así hay que ser fuerte ..., muy fuerte.

Si yo diera a conocer el nombre de este médico, cualquier funcionario de la Ciudad de México lo identificaría como hombre de alta estima en el gobierno, pero también sería encarcelado en Belén. He recibido informes como éste de muchas y diversas fuentes; no tengo duda de que son ciertas. Los relatos sobre las epidemias de Belén siempre acaban por aparecer en los periódicos mexicanos. Recuerdo que durante mi primera visita a México, en el otoño de 1908, los diarios informaron de una epidemia de tifo. En los tres primeros días se publicó la cantidad de casos nuevos; pero después se suprimieron las noticias periodísticas, debido a que la situación amenazaba convertirse en un gran escándalo; en el tercer día hubo 176 casos nuevos.

Según me dijo un viejo director de prisiones, que sirvió muchos años en Puebla, por lo menos el 20% de los prisioneros de Belén contraen la tuberculosis; salen de allí con esta enfermedad el 75% de los hombres que entran, si es que logran salir con vida.

En Belén se emplean torturas, como las que se usaban en la Edad Media, para obtener confesiones. Cuando se lleva a un hombre a la delegación de policía, si se tienen sospechas de que haya cometido un delito, es colgado por los dedos pulgares hasta que habla. Otro método consiste en impedir que el prisionero beba agua; se le dan alimentos secos pero no bebidas, hasta que ya no puede tragar más. Con frecuencia, los prisioneros declaran ante el juez que han sido torturados para hacerlos confesar; pero no se abre ninguna investigación del hecho. Han ocurrido casos de hombres inocentes que han confesado haber cometido un asesinato para librarse de la tortura de los pulgares o de la sed. Mientras yo estaba en México, los periódicos publicaron la noticia de que dos norteamericanos, sospechosos de robo, fueron detenidos; los amarraron por las muñecas a los barrotes de sus celdas y les arrancaron las uñas con pinzas. Este incidente se notificó al Departamento de Estado de los Estados Unidos; pero éste no tomó ninguna providencia.

San Juan de Ulúa es una vieja fortaleza militar situada en el puerto de Veracruz, la cual se ha convertido en penal. Oficialmente es considerada como prisión militar; pero de hecho es una prisión política; esto es, para políticos sospechosos. Tan escogidos son sus residentes -los cuales cambian a menudo, porque mueren pronto-, y tan personal es la atención que el presidente Díaz otorga a este lugar, que en todo México se conoce a San Juan de Ulúa como la cárcel privada de Díaz.

Es una construcción de mampostería cuyas celdas están bajo el mar; el agua salada se filtra hasta donde se hallan los prisioneros, algunos de los cuales permanecen echados, medio desnudos y medio muertos de hambre, en oscuros calabozos tan pequeños que no permiten a un hombre corpulento acostarse sin quedar encogido. A San Juan de Ulúa fue enviado Juan Sarabia, vicepresidente del Partido Liberal; Margarita Martínez, dirigente de la huelga de Río Blanco; Lázaro Puente, Carlos Humbert, Abraham Salcido, Leonardo Villarreal, Bruno Treviño y Gabriel Rubio, seis caballeros que el gobierno de los Estados Unidos entregó al de México, a solicitud de éste, por considerarlos como inmigrantes indeseables; César Canales, Juan de la Torre, Serrano, Ugalde, Márquez y muchos otros dirigentes del movimiento liberal. Desde que entraron tras de aquellos muros grises ennegrecidos, sólo se ha vuelto a saber de muy pocos de tales hombres y mujeres. Se ignora si aún viven; si han sido fusilados detrás de las murallas; si han muerto de enfermedad o hambre; o si todavía están allí y arrastran una miserable existencia esperando, contra toda esperanza, que un gobierno más liberal llegue al poder y los ponga en libertad. Nunca se ha sabido de ellos, porque a ningún prisionero político de San Juan de Ulúa le está permitido comunicarse ni con sus amigos ni con nadie del mundo exterior. Cruzan el puerto en un pequeño bote, desaparecen dentro de los muros grises y eso es todo. Sus amigos nunca saben cómo la pasan, ni cuándo mueren, ni de qué.

Entre los asesinos oficiales de México, el jefe político es el más notable. Está al mando de la policía local y de los rurales; dirige la acordada y con frecuencia libra órdenes a las tropas regulares, quienes las obedecen con puntualidad. Sin embargo, debido al control del gobierno sobre la prensa, relativamente pocos crímenes de los jefes políticos son conocidos por el público; durante mi reciente visita a México, en el invierno y la primavera de 1909, los periódicos publicaron, con amplitud de detalle, dos matanzas en gran escala ocasionadas por jefes políticos. Una de ellas fue la de Tehuitzingo, donde 16 ciudadanos fueron ejecutados sin formación de juicio; la otra ocurrió en Velardeña donde, por efectuar una manifestación pública a despecho del jefe político, muchos fueron muertos a tiros en las calles y se estima que entre 12 y 32 más fueron capturados, puestos en línea y fusilados, y enterrados después en zanjas que antes de la ejecución les habían obligado a cavar.

Lo que sigue es un comentario sobre el asunto de Tehuitzingo, publicado en el mes de abril por El País, diario católico conservador de la Ciudad de México:

Terribles relatos han llegado a esta capital respecto a lo que sucede en Tehuitzingo, distrito de Acatlán, Estado de Puebla. Se dice con insistencia que 16 ciudadanos han sido ejecutados sin formación de causa y que muchos otros serán condenados a 20 años de reclusión en la fortaleza de San Juan de Ulúa.
¿Cuáles son las causas que han originado esta bárbara persecución; que ha manchado de nuevo nuestro suelo con la sangre del pueblo?
Es el feroz caciquismo que oprime al pueblo con pesado yugo y que lo ha privado de todos los beneficios de la paz.
Pedimos, en nombre de la ley y de la humanidad, que cese esta hecatombe; pedimos que los culpables sean sometidos a juicio justo y sereno de acuerdo con la ley. Pero entre esos culpables deben ser incluidos los que provocaron el desorden, los que condujeron al pueblo a la desesperación, al pisotear sus derechos. Si el jefe político se atrevió a desafiar la ley imponiendo una elección, es tan culpable o más que los alborotadores y debe obligársele a que comparezca con ellos ante las autoridades para responder de sus actos.

Esta es la expresión más violenta que se pennite aparecer en una publicación mexicana y hay pocos periódicos que se atrevan a llegar hasta ese punto. El País hubiera querido cargar la culpa en el general Díaz, como fundador que es y mantenedor de esos reinecillos de los pequeños zares, los jefes políticos; pero no se atrevió a hacerlo, puesto que en México el rey no puede equivocarse; en toda la República no hay una publicación tan fuerte que no pueda ser suprimida de golpe si criticara directamente a la cabeza del gobierno. El comentario de El Tiempo -otro diario conservador importante de la capital-, sobre la matanza de Velardeña, aparecido también en abril; expresó lo siguiente:

Estas ejecuciones irregulares son causa de profundos disgustos y debe ponérsele un inmediato hasta aquí en bien del prestigio de las autoridades. Para lograr ese fin, es necesario que los autores de tales atropellos sean severamente castigados, como suponemos que lo serán los responsables de esas sanguinarias escenas que se han presenciado en Velardeña y que han ocasionado tanto horror e indignación en toda la República.
No se diga que Velardeña es un caso aislado sin precedentes. Sólo para mencionar algunos de los casos que están frescos en la memoria del público, ahí está el asunto de Papantla, el de Acayucan, los fusilamientos de Orizaba cuando la huelga, los de Colima, de los que la prensa ha hablado últimamente, y la frecuente aplicación de la ley fuga, de la cual el más reciente ejemplo se vio en Calimaya, Tenango, del Estado de México.

Para cerrar este capítulo quizás no se puede hacer nada mejor que citar una noticia que apareció en The Mexican Herald, el principal diario publicado en inglés, el 15 de febrero de 1910. Aunque los hechos fueron debidamente comprobados, ese diario sólo se atrevió a imprimir el relato escudándose en otro periódico, y presentó el asunto en ténninos tan suaves y cuidadosos que se necesita leer con mucha atención para comprender todo el horror de los hechos. He aquí la noticia:

El País ofrece el siguiente relato, cuyos detalles califica como demasiado monstruosos aun para que Zelaya se los atribuya a Estrada Cabrera:
Luis Villaseñor, prefecto de Coalcomán, Mich., fusiló recientemente, sin previo juicio, a un anciano, porque su hijo había cometido un asesinato. La víctima en este caso fue Ignacio Chávez Guízar, uno de los principales comerciantes del lugar.
Hace pocos días, un miembro de la policía rural llegó a la casa del fusilado en estado de ebriedad y empezó a insultar y a abusar de la familia. Sobrevino una disputa en la cual el policía recibió un tiro de José Chávez.
El prefecto de la policía llegó al lugar de los hechos y arrestó al padre y a otro hijo, Benjamín, habiendo huido el matador, y los llevó a la comisaría. Fue la última vez que se les vio. Pronto la gente del pueblo empezó a investigar lo que les habría sucedido. Se extendió la noticia de que habían escapado de la prisión; pero un pariente, sobrino del padre fusilado, con cierta sospecha de que esa noticia no era cierta, abrió una tumba que le pareció muy reciente, situada cerca de la comisaría y allí encontró los cadáveres de los dos hombres que habían sido arrestados. El prefecto, al no haber sido capaz de capturar a José ni de saber en dónde estaba éste, hizo que el padre y el hermano pagaran el crimen.

Comentando este relato, El País pide el castigo del culpable y la garantía de que se cumplan las leyes del país.

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