Índice de México Bárbaro de John Kenneth Turner | Capítulo anterior | Siguiente capítulo | Biblioteca Virtual Antorcha |
---|
Capítulo IX
La destrucción de los partidos de oposición
Hombres y mujeres de nuestro continente sufren a diario muerte, prisión o exilio por luchar en favor de los derechos políticos que hemos considerado como nuestros desde el nacimiento de los Estados Unidos: el derecho a la libertad de palabra y de prensa; el derecho de reunión; el derecho de votar para decidir quiénes deben ocupar los puestos políticos y gobernar a la nación; el derecho de tener seguridad para personas y propiedades. Por estos derechos han muerto cientos de hombres y mujeres en los últimos 12 meses, y decenas de millares durante los últimos 30 años, en un país dividido del nuestro solamente por un río de escaso caudal y una línea geográfica imaginaria.
En México se viven hoy acontecimientos que transportan la imaginación a los días de la Revolución Francesa y a los tiempos en que nacía el gobierno Constitucional, ese gigante destinado a concluir la transformación de la Edad Media en Edad Moderna. En aquellos días, los hombres daban sus vidas por la República; en la actualidad los hombres hacen lo mismo en México. Los órganos de represión de la maquinaria gubernamental de Díaz, los cuales se han descrito en el capítulo anterior -el ejército, los rurales, la policía ordinaria, la policía secreta y la acordada-, se dedican tal vez sólo en un 20% a la persecución de los delincuentes comunes y en el 80% restante a la supresión de los movimientos democráticos populares. La mortal precisión de esta maquinaria represiva de Díaz quizás no tenga igual en el mundo, ni siquiera en Rusia. Recuerdo a un funcionario mexicano íntegro que resumió el sentir de su pueblo -que conocía por experiencia- sobre este asunto. Dijo lo siguiente:
Es posible que un homicida pueda escapar aquí de la policía, que un salteador de caminos pueda huir; pero un delincuente político nunca ..., no es posible que escape ninguno.
Yo mismo he observado muchos casos del mortal temor que inspiran la policía secreta y los asesinos gubernamentales aun en quienes no parecen tener motivos para temer. Entre tales casos fue notable el pánico que se apoderó de la familia de un amigo en cuya casa de la Ciudad de México me hospedé. Su hermano, hermana, cuñada, sobrino y sobrina temblaban de miedo cuando la policía secreta cercó la casa y esperó a que mi amigo saliera. Esta familia era de mexicanos de la clase media, de los más inteligentes, bien conocidos y altamente respetados; sin embargo, su miedo era lastimoso. Iban de un lado para otro, de la ventana a la puerta, y se retorcían desesperadamente las manos. Juntos expresaban de viva voz las deplorables calamidades que de seguro caerían, no sólo sobre el perseguido, sino sobre las cabezas de todos ellos, ya que aquél había sido encontrado en la casa. Mi amigo no había cometido ningún crimen. No se le había identificado como revolucionario; sólo había expresado simpatía hacia los liberales. No obstante, su familia no imaginaba otra cosa que la muerte para él. Una vez que el fugitivo se hubo escapado por una ventana para trepar después por las azoteas, el cabeza de familia habló de su propio peligro y me dijo:
- Puede ser que me metan en la cárcel por algún tiempo, para tratar de obligarme a que diga dónde se esconde mi hermano. Si no voy será sólo porque el gobierno ha decidido respetarme por mi posición y mis amigos influyentes; sin embargo, a cada momento espero el golpecito en el brazo que me indicará que debo ir.
El caso de miedo extremo que observé, fue el de una rica, y bella mujer, esposa de un funcionario de la fábrica de Río Blanco, con quien De Lara y yo cenamos en una ocasión. Tal funcionario bebió bastante vino, y cuando la cena tocaba a su fin se le soltó la lengua y habló de asuntos que, por su propia seguridad, debería haber mantenido guardados. A medida que hablaba de los asesinatos que él conocía, cometidos por el gobierno, su esposa, que estaba sentada frente a él, palidecía en exceso y con los ojos trataba de advertirle que fuera más cuidadoso. Cuando miré para otro lado pude ver de reojo que ella aprovechaba la oportunidad para inclinarse en la mesa y con su dedo enjoyado indicar a su esposo que se callara. Una y otra vez, con habilidad, trató de cambiar la conversación, pero sin éxito, hasta que por último, incapaz de dominarse por más tiempo, se lanzó hacia su marido y tapándole la boca con la mano trató de contener las comprometedoras palabras que aquel estaba pronunciando. Nunca podré olvidar el terror animal que se reflejó en la cara de aquella mujer.
Un temor tan generalizado y tan profundo como el que advertí, no puede ser resultado de peligros imaginarios. Algo oculto debe haber y lo hay. Los asesinatos secretos se suceden constantemente en México; pero hasta qué punto, nadie lo sabrá nunca. Se afirma en algunos círculos que en la actualidad hay más ejecuciones políticas que en cualquier época anterior, pero que son practicadas con más habilidad y discreción que antes. La aparente tranquilidad de México es forzada por medio del garrote, la pistola y el puñal.
México nunca ha gozado realmente de libertad política. El país sólo ha conocido promesas de libertad. Sin embargo, éstas promesas han ayudado, sin duda, a mantener a los mexicanos patriotas en la lucha por su cumplimiento, aunque sean muy grandes las desigualdades en su contra. Cuando Porfirio Díaz se apoderó del gobierno de México, en 1876, parecía ganada la batalla mexicana por la libertad política. Se había expulsado del país al último soldado extranjero; se había quebrantado la asfixiante opresión de la Iglesia sobre el Estado; se había inaugurado un sistema de sufragio universal y adoptado una constitución muy parecida a la de los Estados Unidos; por último, el presidente Lerdo de Tejada, uno de los constituyentes, comenzaba a establecer el régimen constitucional. La revolución personalista del general Porfirio Díaz -que sólo venció por la fuerza de las armas después de haber fracasado dos veces-, detuvo repentinamente el movimiento progresivo; desde esa época, el país se ha retrasado políticamente año tras año. Si humanamente fuera posible detener el movimiento en favor de la democracia, matando a los dirigentes y persiguiendo a quienes tuvieran contacto con ellos, hace mucho tiempo que la democracia hubiera muerto en México, puesto que los jefes de todos los movimientos políticos de oposición al presidente Díaz, por muy pacíficos que hayan sido sus métodos o muy digna su causa, fueron asesinados, encarcelados o expulsados del país. Como se demostrará en el próximo capítulo, esta afirmación es completamente válida aun en el momento actual.
Describiré con brevedad los más importantes movimientos de oposición. El primero ocurrió al finalizar el primer periodo del presidente Díaz; su propósito fue la reelección de Lerdo, quien había huido a los Estados Unidos al adueñarse Díaz del poder. El movimiento fue aplastado del modo más sumario y no tuvo tiempo de hacer el menor progreso y salir a la superficie. Los dirigentes fueron considerados como conspiradores y tratados como si fueran reos de traición; peor aún, en realidad, puesto que ni siquiera se les sometió a un simulacro de juicio. Una noche del mes de junio de 1879, nueve hombres, prominentes ciudadanos de Veracruz, fueron sacados a rastras de sus camas y, de acuerdo con la orden telegráfica del general Díaz: Mátalos en caliente, el gobernador Mier y Terán los alineó ante una pared y los fusiló.
Aunque este incidente haya sucedido hace 30 años, está perfectamente comprobado. La viuda del general Mier y Terán exhibe todavía hoy el papel amarillo en que están inscritas las fatídicas palabras. Este hecho se conoce con el nombre de la matanza de Veracruz y es notable más por la importancia de las víctimas que por la cantidad de los que perdieron la vida.
Durante los diez años siguientes a la matanza de Veracruz, hubo dos mexicanos que aspiraron, en diferentes ocasiones, a oponerse al general Díaz para ganar la presidencia. Uno de ellos fue el general Ramón Corona, gobernador de Jalisco, y el otro el general García de la Cadena, ex gobernador de Zacatecas. Ninguno de los dos llegó con vida al día de las elecciones, Cuando Corona regresaba una noche a su casa, a la salida del teatro, fue muerto a puñaladas por un asesino, el cual, a su vez, fue acuchillado por una patrulla de policía que por extraña coincidencia esperaba en una esquina próxima. García de la Cadena supo que algunos asesinos seguían sus pasos y huyó; trató de llegar a los Estados Unidos, pero unos bandoleros lo encontraron en Zacatecas y lo mataron a tiros; todos los asesinos escaparon. Nadie puede probar quién ordenó la muerte de Corona y de García de la Cadena, pero es fácil sacar conclusiones.
En 1891, México se agitó por el anuncio de Porfirio Díaz de que había decidido continuar en el poder por un periodo más: el cuarto. Se hizo el intento de organizar un movimiento de oposición; pero fue aplacado por medio de macanas y pistolas. Ricardo Flores Magón, el actual refugiado político, era entonces estudiante y participó en este movimiento; fue uno de los muchos que padecieron encarcelamiento por esa causa. El elegido por la oposición para la presidencia era el Dr. Ignacio Martínez, quien se vio obligado a huir del país; después de una temporada en Europa fijó su residencia en Laredo, Texas, donde publicaba un periódico de oposición al presidente Díaz. Una noche, el Dr. Martínez fue acechado y muerto a tiros por un jinete que inmediatamente después cruzó la frontera y se internó en México, donde alguien lo vio entrar en un cuartel. Se ha comprobado el hecho de que en la noche del asesinato, el gobernador del Estado de Nuevo León, entonces reconocido como el brazo derecho de Díaz en los Estados fronterizos, recibió un telegrama que decía: Su orden ha sido obedecida.
El movimiento del Partido Liberal fue el único al que Díaz permitió progresar mucho en materia de organización. Este partido nació en el otoño de 1900, después que había sido eliminado todo peligro de oposición efectiva contra la entrada del dictador en un sexto periodo. Un discurso pronunciado en París por el obispo de San Luis Potosí, en el que éste declaró que, a pesar de la Constitución y de las leyes mexicanas, la Iglesia se encontraba en situación muy floreciente y satisfactoria, fue la causa inmediata de la organización del Partido Liberal. Los mexicanos de todas las clases vieron en el renacimiento del poder de la Iglesia mayor peligro para el bienestar nacional que el constituido por la dictadura de un solo individuo; la muerte tiene que acabar algún día con el hombre y su régimen, mientras que la vida de la Iglesia es eterna. Por eso los mexicanos patriotas arriesgaron una vez más sus vidas y trataron de iniciar otro movimiento para la restauración de la República.
En menos de cinco meses después del discurso del obispo, habían nacido en todas partes del país 125 clubes liberales; se fundaron alrededor de 50 periódicos y se convocó a una convención que se efectuaría en la ciudad de San Luis Potosí, el 5 de enero (fue en febrero. Nota de Chantal López y Omar Cortés) de 1901.
El Congreso se reunió en el famoso Teatro de la Paz. Éste se llenó de delegados y espectadores; entre estos últimos había muchos soldados y gendarmes, mientras que en la calle un batallón de soldados estaba listo para dar cuenta de la asamblea en cuanto su voz se alzase contra el dictador.
Sin embargo, no se habló de nada tan radical como una rebelión armada, y los diversos oradores tuvieron buen cuidado de no dirigir criticas al presidente Díaz. Por otra parte, se adoptaron algunas resoluciones por las que los liberales se comprometieron a proseguir la campaña de reforma; sólo por medios pacíficios.
Ello no obstante, tan pronto como se hizo evidente que los liberales proyectaban designar un candidato para la presidencia, tres años más tarde, el gobierno empezó a operar. Con métodos policíacos, iguales a los empleados en Rusia, fueron disueltos todos los clubes del país, y los miembros principales fueron aprehendidos por delitos ficticios, encarcelados o consignados al ejército. Un caso típico fue el del club Ponciano Arriaga, de San Luis Potosí, que integraba el centro nacional de la federación. El 24 de enero de 1902, el club Ponciano Arriaga citó valientemente para efectuar una reunión pública, aunque ya otros clubes habían sido disueltos de modo violento por hacer lo mismo. Entre los asistentes se distribuyeron aquí y allá soldados y gendarmes en traje civil, bajo el mando de un prominente abogado y diputado, agente provocador, que había sido comisionado por el gobierno para destruir la organización.
En un momento dado, según Librado Rivera, subsecretario del club, el agente provocador se puso de pie para protestar contra las actividades dcl club; a esta señal, los disfrazados soldados y gendarmes simularon unirse a la protesta y rompieron las sillas contra el suelo. El jefe disparó algunos tiros al aire, pero los asistentes, genuinos miembros del club, no hicieron el menor movimiento para no dar pretexto a un ataque; sabían que el agente provocador y sus ayudantes estaban representando una comedia para invocar a la violencia a los miembros del club. No obstante, apenas se habían disparado los tiros, un grupo de policías invadió la sala, golpeando a derecha e izquierda con sus garrotes. Camilo Arriaga, presidente del club; Juan Sarabia, secretario; el profesor Librado Rivera, subsecretario, así como otros 25 miembros, fueron arrestados y acusados de supuestos crímenes, tales como resistencia a la policía, sedición y otros semejantes. El resultado fue que se les encarceló durante cerca de un año y el club fue disuelto.
Así fueron destrozados la mayoría de los clubes de la federación liberal. Los periódicos liberales, expresión pública del movimiento, dejaron de circular por haber sido encarcelados los directores y destruidas o confiscadas las imprentas. Nunca se conocerá la cantidad de hombres y mujeres que perdieron la vida durante esta cacería de liberales que se prolongó en los años siguientes. Las cárceles, penitenciarías y prisiones militares estuvieron llenas de ellos; muchos millares fueron consignados al ejército y enviados a morir en el lejano Quintana Roo, en tanto que por el procedimiento de la ley fuga desaparecían algunos hombres a quienes el gobierno no se atrevía a ejecutar públicamente sin pretexto. En las prisiones se aplicaron torturas que avergonzarían a la misma Santa Inquisición.
Al organizarse el Partido Liberal, surgieron unos 50 periódicos en su apoyo en diferentes partes de la nación, pero todos ellos fueron suprimidos por la policía. Ricardo Flores Magón me mostró una vez una lista de más de 50 periódicos que fueron suprimidos y otra de más de cien de sus directores que fueron encarcelados durante el tiempo en que él estuvo luchando para publicar un periódico en México. De Fornaro incluye en su libro una lista de 39 periódicos que fueron clausurados y sus directores sometidos a juicio, con triviales pretextos, en el año 1902, para impedir cualquier agitación pública en contra de la séptima reelección del general Díaz; en 1908 hubo por lo menos seis supresiones descaradas de periódicos cuyos nombres eran: El Piloto, Diario de Monterrey; La Humanidad y La Tierra, semanarios de Yucatán; El Tecolote, de Aguascalientes, y dos de Guanajuato: El Barretero y El Hijo del Pueblo. Durante el tiempo en que yo estuve en México, fueron expulsados por lo menos dos periodistas extranjeros por criticar al gobierno: los españoles Roos y Planas y Antonio Duch, directores del periódico, La Tierra, de Mérida, Yuc. Por último, en 1909 y 1910, la historia de la disolución del Partido Liberal y de su prensa se repitió con el Partido Demócrata y sus periódicos; pero esto se reserva para otro capítulo.
Durante la agitación liberal, muchos de los más conocidos escritores de México cayeron a manos de asesinos. Entre ellos, Jesús Valadés, de Mazatlán, Sin. Por haber escrito artículos contra el despotismo, una noche que caminaba del teatro a su casa, en compañía de su esposa, con quien se había casado hacía poco tiempo, fue atacado por varios hombres que lo mataron a cuchilladas. En Tampico, en 1902, Vicente Rivero Echegaray, periodista, se atrevió a criticar los actos del presidente; fue muerto de noche, a balazos, cuando abría la puerta de su casa. En la misma época, Jesús Olmos y Contreras, periodista del Estado de Puebla, publicó artículos en los que denunció un supuesto hecho licencioso del gobernador Martínez; después, dos amigos del gobernador invitaron a Contreras a cenar; cuando caminaban por la calle los tres del brazo -el escritor en medio-, de repente cayeron sobre él por la espalda varios asaltantes; los falsos amigos sujetaron fuertemente a Contreras hasta que éste cayó a consecuencia de los golpes; una vez caído, los asesinos usaron una piedra pesada para machacar la cabeza de su víctima, de manera que la identificación fuera imposible.
En Mérida, Yuc., en diciembre de 1905, el escritor Abelardo Ancona protestó contra la reelección del gobernador Olegario Molina; fue conducido a la cárcel donde lo mataron a tiros y cuchilladas.
En 1907, el escritor Agustín Tovar murió envenenado en la cárcel de Belén. Jesús Martínez Camón, notable artista y periodista, y Alberto Arans, escritor, salieron de Belén para morir en un hospital. El Dr. Juan de la Peña, director de un periódico liberal, murió en la prisión militar de San Juan de Ulúa. Juan Sarabia, periodista bien conocido, también estuvo recluido allí y se supuso por largo tiempo que había muerto; pero hace poco tiempo sus amigos tuvieron noticias de él. Daniel Cabrera, uno de los más viejos periodistas liberales, estaba inválido y muchas veces lo llevaron a la cárcel en camilla.
El Prof. Luis Toro, periodista de San Luis Potosí, fue detenido y apaleado tan duramente en la prisión que acabaron por matarlo. En la misma prisión, Primo Feliciano Velázquez, abogado, director de El Estandarte, fue golpeado de modo tan brutal que quedó inválido para toda la vida. Otro abogado y periodista, Francisco de P. Morelos, fue azotado en la ciudad de Monterrey por escribir contra el gobierno en su periódico La Defensa. En Guanajuato fue golpeado José R. Granados, director de El Barretero. En Mapimí, Dgo., el abogado Francisco A. Luna fue golpeado y herido a cuchilladas por escribir contra el gobierno.
Y así se podría continuar una lista que ocupase varias páginas. Ricardo Flores Magón y sus hermanos Jesús y Enrique, Antonio I. Villarreal, Librado Rivera, Manuel Sarabia y muchos otros pasaron meses en la cárcel por publicar periódicos de oposición; otros más fueron asesinados. Como ya se dijo, la autocracia se alimenta del crimen y el régimen de Porfirio Díaz ha sido una larga historia de crímenes. Una vez que por medio del asesinato, la cárcel y otras incontables formas de perseguir, la organización liberal fue destruida por el gobierno en México, los dirigentes que todavía conservaban la vida y la libertad huyeron a los Estados Unidos, donde establecieron su cuartel general. Se organizó la junta que había de gobernar al partido; se publicaron periódicos, y sólo después que los agentes del gobierno mexicano los habían seguido y hostilizado con falsas acusaciones que causaron su detención, tales dirigentes perdieron la esperanza de hacer algo por medios pacíficos para la regeneración de su país; entonces decidieron entre todos organizar una fuerza armada con el propósito de derrocar al anciano dictador de México.
Detallaré en otro capítulo la historia de las persecuciones que han sufrido los refugiados mexicanos en los Estados Unidos; basta mencionar aquí, y apuntar solamente, los resultados de sus intentos para provocar un cambio de gobierno por medio de la revolución.
En resumen, el Partido Liberal ha iniciado dos revoluciones contra Díaz y ambas han fracasado en sus comienzos de modo lamentable por los siguientes factores: 1) por la eficacia del gobierno para colocar espías entre los revolucionarios y poder, así, anticiparse a ellos; 2) por los severos métodos aplicados en la represión; y 3) por la cooperación efectiva del gobierno de los Estados Unidos, puesto que las revueltas tenían que ser dirigidas necesariamente desde el lado norteamericano.
El primer intento de revolución liberal debió haber ocurrido en septiembre de 1906. Los rebeldes sostienen que tuvieron 36 grupos parcialmente armados dentro de México y dispuestos a levantarse en el momento oportuno. Esperaban que a la primera demostración de fuerza los componentes del ejército desertarían y combatirían bajo la bandera liberal y que los civiles los recibirían con los brazos abiertos.
Nunca se sabrá si este juicio sobre el ejército y el pueblo era correcto, pues los liberales no llegaron a hacer una gran demostración de fuerza. Los espías del gobierno delataron a varios grupos, de modo que, en el momento de la insurrección, la mayoría de los jefes ya habían muerto o estaban presos en San Juan de Ulúa. La revolución iba a empezar el día del aniversario de la Independencia nacional, 16 de septiembre, y la forma en que el gobierno se preparó para ello puede colegirse de la gran cantidad de asesinatos secretos que se cometieron en el país de Díaz, según antes se vio.
Hubo dos grupos liberales que llegaron a levantarse. Uno de ellos capturó la ciudad de Jiménez, Chih., y otro puso sitio al cuartel del ejército en Acayucan, Estado de Veracruz. En estas ciudades, algunos civiles se unieron a ellos, y durante un día, disftutaron de una victoria parcial; pero llegaron a cada una de esas ciudades trenes llenos de tropas y en algunos días más los pocos que quedaban de las fuerzas rebeldes estaban en camino de la cárcel. La concentración de tropas en esos dos puntos fue algo muy sorprendente; no obstante que, como se dijo, Acayucan está relativamente aislada, llegaron cuatro mil soldados regulares a la escena de los acontecimientos dentro de las 24 horas siguientes al comienzo de las hostilidades.
La segunda rebelión estaba proyectada para comenzar en julio de 1908. Esta vez, los liberales dijeron tener 46 grupos militares listos para levantarse en México; pero resultó que toda la lucha la hicieron los refugiados mexicanos que cruzaron la frontera desde los Estados Unidos por Del Río, Tex., y otros puntos, provistos de armas de fuego compradas en aquel país. Los jefes liberales exiliados manifestaron que el gobierno mexicano se enteró con anticipación de los grupos rebeldes armados que había en México y arrestó a sus miembros antes de la hora fijada. Tal cosa, en realidad, ocurrió primero en Casas Grandes, Chih., y se dio mucha publicidad al asunto, lo cual hizo que los grupos formados en los Estados Unidos actuasen con premura. También se dice que algunos de los grupos más fuertes, fueron delatados por un criminal quien, gracias a su semejanza fisica con Antonio I. Villarreal, secretario de la junta liberal; fue liberado de la cárcel de Torreón y perdonado por las autoridades, con la condición de que se mezclara entre los revolucionarios, se hiciera pasar como Villarreal y los denunciara. Conozco personalmente dos casos de unos emisarios que salieron del cuartel general liberal en los Estados Unidos con órdenes para el levantamiento de ciertos grupos y cayeron en los cepos del gobierno poco después de haber cruzado la frontera.
No obstante, la rebelión de junio de 1908 sacudió profundamente a México por algún tiempo. La lucha en Coahuila proporcionó a la prensa norteamericana noticias sensacionales durante una semana; desde entonces, apenas había transcurrido un mes cuando el último de los rebeldes fue capturado y fusilado por las fuerzas superiores de soldados y rurales.
Tal fue la Rebelión de las Vacas, nombre con el que ha sido conocida tanto en los Estados Unidos como en México. Esta rebelión, lo mismo que la anterior, hizo que los agentes de México en los Estados Unidos consiguieran al fin desbaratar la organización liberal en ese país tan efectivamente como había sido destruida en México. Hasta junio de 1910, en que el Congreso investigó las persecuciones, todos los dirigentes liberales que había en los Estados Unidos estaban encarcelados u ocultos, y no había mexicano que se atreviera a apoyar de modo abierto la causa del Partido Liberal, por temor de ser encarcelado también bajo la acusación de estar relacionado en una u otra forma con alguna de esas rebeliones.
Índice de México Bárbaro de John Kenneth Turner | Capítulo anterior | Siguiente capítulo | Biblioteca Virtual Antorcha |
---|