Indice de Venganza de la Colonia de Lorenzo de Zavala Presentación de Chantal López y Omar Cortés CAPÍTULO SEGUNDOBiblioteca Virtual Antorcha

VENGANZA DE LA COLONIA

Lorenzo de Zavala

CAPÍTULO PRIMERO

Noticias exageradas de los últimos sucesos. Suspenden las especulaciones de los negociantes de Europa con México. Preparativos de invasión. Antipatías de los negociantes ingleses de México. Paralización de giros. Circunstancias en qué fue elevado Guerrero a la presidencia. Desasosiego general. Confianza ciega de Guerrero. Su nombramiento fué verdaderamente popular. Su poca firmeza. Sus dogmas políticos. Bocanegra, ministro de Relaciones. Su carácter. Moctezuma, ministro de la Guerra. Zavala, de Hacienda. Estado en qué encontró este ramo. Su exposición al Congreso. Sus primeras medidas. Su debilidad e inexperiencia. Deficiente enorme de las rentas. Principios de nuevos descontentos. Motivos. División del Estado de Occidente en dos. Nueva expulsión de españoles. Don Andrés Quintana Roo. Su carácter y servicios.


Las noticias de los últimos sucesos de México, escritas a Europa con la exageración con que siempre se refieren estos acontecimientos, y mucho más por personas que tenían interés en presentarlos bajo un aspecto odioso, produjeron entre los especuladores el efecto natural de que suspendiesen sus empresas mercantiles, y el de que las dos o tres casas que juegan en aquel mercado con los préstamos y vales de las nuevas repúblicas publicasen noticias alarmantes que hicieron bajar el precio de los bonos, ya muy abatidos con la suspensión anterior de los pagos de dividendos. En estas circunstancias, el gobierno de Madrid preparaba ya una expedición contra las costas de México, última tentativa de aquel caduco gabinete para entretener las esperanzas irrealizables de una reconquista ofrecida a las cortes que componían la Santa Alianza. De manera que las pinturas exageradas hechas por los negociantes ingleses y por los emigrados españoles de los desastres de México; las pocas simpatías que les inspiraba el triunfo del partido popular; el ominoso silencio de la expirante administración de don Guadalupe Victoria; la emigración de más de mil españoles, muchos de ellos acaudalados; la incertidumbre de la dirección que tomarían los negocios bajo la presidencia democrática de Guerrero, coincidiendo con los preparativos que se hacían por parte del gobierno peninsular para una invasión, paralizaron los giros y causaron la suspensión de las expediciones mercantiles, produciendo todo esto la desconfianza de los especuladores.

Tales eran las circunstancias en las que don Vicente Guerrero entró a la presidencia de la República en primero de abril de 1829. Su elevación a este puesto eminente fue el triunfo del partido popular. Jamás se vió, sin embargo, en la República Mexicana una época en que todas las clases de la sociedad estuviesen menos asentadas. El ejército, o mejor diré, esos batallones aislados de tropas asalariadas, no teniendo ninguna influencia ni esperando tenerla, buscaban un partido que se la diese; las gentes sin méritos ni ocupación creían haber llegado el tiempo de elevarse a los más altos destinos; el clero temía que la licencia, tomando mayor vuelo con la impunidad, acabase de desarraigar las pocas semillas de moral y de religión que no ha cuidado él mismo de fundar con solidez; los tribunales obraban con remisión; los escritores de folletos rompieron todos los diques del honor y de la decencia; la pobreza pública aumentaba los robos a que estimulaba la impunidad. En suma, Guerrero creyó que abandonando al pueblo a sí mismo, y manteniendo religiosamente el sistema federal, daría el ejemplo de un gobierno paternal y consolidaría las instituciones.

Relajáronse todos los vínculos de la obediencia; la confusión más completa existía en todos los gremios sociales. Ninguno respetaba las autoridades, porque el presidente mismo se exponía al desprecio público con la entera confianza con que se abandonaba a los embates de la multitud. No se crea por esto que Guerrero diese motivo para algún género de censura por su conducta privada. Todo lo contrario; constantemente aplicado a los negocios, pocas horas de descanso se permitía en el seno de su familia.

Vamos a desenvolver este cuadro refiriendo los hechos rápidamente.

El general Guerrero entró a la presidencia con el voto de la mayoría popular, de esa mayoría cuyo valor, fuerza y poder está en razón directa de su civilización o capacidad mental, de su riqueza y de su energía. Su inauguración fue hecha en medio del aplauso ingenuo, voluntario y sincero de la mayoría numérica. Colocado en el puesto, no conoció ni sus peligros, ni sus recursos, ni sus deberes, ni sus derechos. Sus resoluciones jamás eran efecto de la convicción ni el fruto de razonamientos meditados: sus actos eran, por decirlo así, ocasionales; de consiguiente no podían llevar consigo el sello de aquella firmeza, de aquella constancia que nace de la consciencia y el sentimIento profundo que se tiene de la justicia, o de la utilidad y conveniencia de sus providencias. Esta aserción tiene algunas excepciones, que bastan para atribuir semejante conducta a otro principio que el de un alma incapaz de grandes acciones o a un espíritu imbécil. En aquellas graves cuestiones en que había fijado sus ideas y formado una opinión, era Guerrero firme, pero severante, y aun obstinado. La causa de la independencia, la de la federación, el odio al gobierno monárquico, un respeto inviolable a la representación nacional, la expulsión de españoles del territorio de la República, la nivelación de las clases: ved aquí los principales e inmutables dogmas de su creencia política. Todos los que manifestaban tener una fuerte adhesión a este su pequeño código merecían su confianza, y esto explicará el motivo de sus antipatías activas y pasivas; esto es, el origen del odio que le tenían y él tenía a las personas que opinaban de otro modo. De consiguiente, no medía las aptitudes ni tenía cuenta de las conveniencias sociales para la elección de sus ministros y demás empleados. Muy pequeño debía ser el círculo en que podía escoger las personas a quienes tenía necesidad de confiar el depósito de la Constitución que idolatraba y de las leyes cuya observancia deseaba de buena fe.

Formó su ministerio de los individuos siguientes: don José María Bocanegra, que había sido nombrado por el señor Victoria secretario de Relaciones Interiores y Exteriores en el mes de enero, quedó en la misma plaza; don Lorenzo de Zavala entró a la secretaría de Hacienda; don Francisco Moctezuma continuó en Guerra y Marina, para cuyo destino fue nombrado desde diciembre anterior, y don José Manuel de Herrera, el mismo que fue secretario de Estado en tiempo de Iturbide, entró a desempeñar el ministerio de Justicia y Negocios Eclesiásticos. De éste se ha hablado ya, y sólo añadiré acerca de él lo que Tácito dice de Flavio Sabino: Disoluta luxu mens, et proinde vita somno languida. En efecto, su vida no era más que un letargo perpetuo. Voy a decir lo que siento de los señores Bocanegra y Moctezuma, y los lectores juzgarán si al hablar de estos individuos mi pluma es conducida por otro interés que el de la verdad histórica. Un hombre que, como yo, sale al público escribiendo una obra de la naturaleza que lo es ésta, no necesita darse a conocer de otro modo, pues en cada página se pinta el carácter del escritor sin sentirlo él mismo.

Don José María Bocanegra, abogado del Estado de Zacatecas, fue diputado en el primer Congreso Constituyente, en donde sostuvo el partido de Iturbide hasta el punto en que este desgraciado jefe comenzó a separarse de la senda en la que pudo haber hecho la felicidad de su patria y elevándose a una gloria inmortal. Suscribió la proposición que pedía al Congreso la elevación de aquel caudillo al trono, y aunque por el modo en que se hizo no era justificable este paso, no hay duda en que un buen patriota y hombre de bien podía desear y aun cooperar a que se crease una monarquía nacional en aquellas circunstancias. Bocanegra reclamó contra las demasías del gobierno imperial constantemente, y debe decirse que su honradez no se manchó con ningún acto de servidumbre, ni mucho menos hizo tráfico con la libertad de sus comitentes. Ha sido posteriormente diputado, y del seno del Congreso fue sacado para el ministerio. En cuanto a sus capacidades, Bocanegra es uno de aquellos hombres que con poco espíritu y muy medianos conocimientos se encuentran repentinamente colocados en un rango superior y progresan entre las gentes de pocas luces, porque son precisamente los que se necesitan para satisfacer la vanidad de aquellos que repugnan un espíritu superior que pueda inspirar temores y humillar el amor propio. Su falta es la de no conocerse ni saber medir la esfera de sus alcances. Su carácter pacífico, minucioso. tímido e irresoluto, es un grande obstáculo a las medidas que necesitan tomarse en un gobierno, y mucho más cuando éste comienza a formarse en medio de disensiones civiles. Su entrada al ministerio de Relaciones no se marcó con ningún acto ni resolución que indicase que había cambiado o debido cambiar la cosa pública.

Don Francisco Moctezuma, cuyo nombre excita recuerdos melancólicos por las desgracias de sus antepasados, tiene la misma flema, poquedad de espíritu y limitada capacidad que dicen los historiadores tenía el segundo emperador de esta familia. Unido a Guerrero y Bravo por antiguas relaciones de amistad y comunidad de servicios a la patria, dividía sus afecciones entre ambos contendientes y no podía resolverse a pertenecer a uno de ellos, aun cuando estos dos jefes se miraban como enemigos. Es imposible concebir un alma más fría ni formarse idea exacta de la indiferencia con que veía las cosas más interesantes. Sólo Herrera le era comparable, y el gabinete de Guerrero parecía adornado con la estatua de Medusa cuando un asunto grave se ponía en resolución. El ministro Zavala no se paraba en destrozar la cabeza del monstruo. Pero semejante hombre no convenía en un gabinete de historia natural.

Don Lorenzo de Zavala fue llamado al ministerio de Hacienda en 16 de abril de 1829. Como al tiempo de su nombramiento para este encargo era gobernador del Estado de México, impetró permiso de la legislatura para poder obtener esta comisión del gobierno federal. La legislatura aunque en receso entonces, se reunió para conceder la licencia, y después de este paso entró en posesión del ministerio. He hablado anteriormente del estado en que se encontraban las rentas de la Unión. Los lectores no habrán olvidado que las aduanas marítimas se hallaban empeñadas en millón y medio de pesos, y que los especuladores que anteriormente solicitaban con ansia las órdenes del gobierno para hacer una ganancia inmediata y sin riesgo, descontándolas en las aduanas marítimas a cuenta de los derechos que causaban los efectos extranjeros que se importaban, en la época de que voy hablando imponían condiciones duras al ministerio para entregar alguna cantidad de numerario. La revolución de la Acordada, verificada en diciembre de 1828, y la expedición española que se preparaba desde principios de 1829, hicieron suspender los envíos de mercancías a las costas de México, de manera que se reunían estas circunstancias: falta de importaciones que causasen derechos; deuda de la anterior administración en millón y medio de pesos, en órdenes que se amortizaban por los muy cortos ingresos que había en las aduanas marítimas; falta de crédito por la suspensión de pagos; expulsión de los españoles con sus caudales; deudas atrasadas en un mes a los empleados y a muchos cuerpos del ejército, y sobre todo esto, aumento indispensable de gastos con motivo de la expedición española que atacó a la República.

Oigamos lo que decía el nuevo secretario de Hacienda a las dos cámaras del Congreso general a su ingreso en esta plaza:

Llamado. al ministerio de Hacienda por el Presidente de la República en las tristes circunstancias en que se halla el erario, tengo por uno de mis primeros deberes presentarme a las cámaras a manifestar las intenciones del ejecutivo, después de descubrir el estado de abatimiento en que se encuentra el ramo principal de la organización social, y del que depende casi exclusivamente la existencia política de los Estados. Nada de misterios, nada de ocultaciones; tampoco se ocupará el ministerio en acusar ni inculpar a ninguno por las desgracias de que hoy se resiente la República. La Constitución ha establecido tribunales para juzgar a los funcionarios, y el más terrible de todos, el de la opinión, ejercerá su severa magistratura sobre todos nosotros. En el día vengo a hablar en el seno de los representantes del pueblo con la noble franqueza que debe hacerlo el ministro de un gobierno libre y eminentemente democrático. Haríamos traición a la patria si pudiésemos disimular nuestra actual situación. La República se elevará a sus gloriosos destinos o va a precipitarse a un abismo de infortunios.

Una revolución dilatada, y que ha cambiado la faz de medio mundo, se ha verificado en pocos años entre nosotros; era preciso que arrastrase la subversión del sistema antiguo, y sin dar tiempo a reemplazar los establecimientos que era necesario destruir nos ha rodeado repentinamente de ruinas. Las rentas públicas han desaparecido: no ha podido nacer el crédito en un momento en que los temores hacen tesaurizar las existencias en numerario, y debilitándose este resorte de la fuerza social se relajan los hombres, las cosas, la resolución, el valor y hasta las virtudes. El concurso de las cámaras y del pueblo es absolutamente necesario en estas circunstancias para restituir al cuerpo político la vida y el movimiento, y el ejecutivo está persuadido de que los que han dado tantos testimonios de amor a la patria y a la libertad no dejarán a los mal contentos ni la triste esperanza de volver a la esclavitud.

Al presentarme en este augusto recinto debo hablaros como un célebre orador en las mismas circunstancias. Las rentas del Estado se hallan destruídas, el erario vacío, la fuerza pública sin resorte: mañana, hoy mismo, en este momento necesita de vuestra intervención.

No he tenido tiempo para examinar la multitud de expedientes que forman la triste historia de nuestras rentas, ni puedo por lo monto, como quisiera, deciros con documentos y detalladamente el estado de nuestro erario. Estoy, sí, bastante instruído para aseguraros que no podemos permanecer en la situación en que nos hallamos sin temer una disolución cuyas consecuencias no se pueden calcular. Es, pues, de sumo interés para los propietarios, para los empleados, para los gobernantes, para los que conservan un resto de amor a la libertad, apresurarse a hacer sacrificios por la conservación de las instituciones, de la libertad y del crédito nacional.

El actual ministerio está penetrado de que sin crédito nada podemos hacer; lo está igualmente de que la conservación de éste depende únicamente de la exactitud en el cumplimiento de los compromisos y la más sagrada religiosidad en los pagos. ¿Cómo no temblará el ejecutivo al pronunciar la palabra crédito cuando se ha faltado dentro y fuera de la República a los más solemnes pactos con los prestamistas? ¿Podría justificarnos la mala fe de uno u otro o la quiebra de algunos? Jamás, señores: los compromisos son independientes de las faltas de sus agentes. El gobierno ofrece que éstas serán examinadas y castigadas si fueren culpables sus autores; pero asegura que resucitará el crédito a fuerza de repetidos testimonios de buena fe y exactitud en el cumplimiento de los compromisos nacionales. ¿En qué pueden hoy fundar sus esperanzas los tenedores de nuestros bonos? Los agiotistas ponderarán nuestras disensiones, así como los enemigos de la libertad y de la independencia; mientras que los primeros hacen ese comercio fácil y lucrativo sobre el crédito de la nación, que es un objeto de especulación para los hábiles negociadores.

Los últimos sucesos ocurridos a fines del próximo año han dejado consecuencias de que nos resentiremos por mucho tiempo. Se han pintado con exageración en los periódicos nacionales interesados en desacreditarnos, y las cartas de los españoles y extranjeros poco adictos al nuevo orden de cosas, escritas con el mismo espíritu, han producido en los países ultramarinos una impresión funesta a nuestro crédito, y aun a la opinión que se había podido adquirir de la estabilidad de nuestras instituciones. Ha bajado de consiguiente el valor de nuestros pagarés considerablemente, y no ha faltado algún funcionario extranjero que se ha aventurado a decir que no valían el papel sobre que estaban escritos.

Tal grado de abatimiento en el crédito de una nación que cuenta con recursos inmensos para nivelarse a las más poderosas, requiere de nuestra parte medidas enérgicas, prontas y eficaces. El Congreso general tiene el poder, tiene los deseos; el Presidente de la República nada omitirá de cuanto pueda contribuir a la gloria y prosperidad nacional; la franqueza y la buena fe serán siempre el mejor garante de la pureza de sus intenciones; él me manda que yo me dirija a las cámaras con esta manifestación.

El ministro juzga que las más solemnes protestas para hacer los pagos de las deudas del erario no inspirarán ninguna confianza a los acreedores, si no se varía enteramente el método de verificarse. ¿De qué sirven las hipotecas especiales si el gobierno en sus apuros ha de echar mano de los caudales que producen los derechos hipotecados? Es necesario formar un departamento separado, que sea únicamente destinado a intervenir en los fondos destinados al pago de los intereses y amortización de la deuda. Mucho tiempo hace que tuve el honor de manifestar esta misma opinión al Congreso general: trabajé un proyecto de ley para realizarla, y por una fatalidad inconcebible no se han discutido por las cámaras las cuestiones interesantes del crédito público; como si la República no estuviese altamente comprometida en los empeños que ha contraído. Una caja nacional destinada únicamente a la deuda, y dirigida bajo la inspección inmediata de la nación, es un establecimiento indicado por la naturaleza de las cosas. Dotada de las rentas destinadas a la amortización de la deuda, al Poder ejecutivo tocará protegerla; su contabilidad anual a la Cámara de diputados, y los inspectores que ella le pondrá, asegurarán un empleo conforme a sus sagrados objetos. El orden y la economía en los gastos del gobierno, independientes de la deuda, serán una consecuencia importante; pero no pudiendo dar otro destino a las rentas, será imposible el abuso de ellas.

Dentro de poco tiempo tendré el honor de presentar a la Cámara el estado aproximado de nuestras rentas. Él es miserable, y debe llamar ejecutivamente la atención del Congreso. Los Estados, a excepción de uno u otro, no pagan los contingentes, y lo que es más melancólico, ni aun la deuda de los tabacos que han recibido de la federación. La última memoria de Hacienda instruye bastante en este particular. Las aduanas marítimas producen una mitad menos de los años anteriores de 26 y 27, y sus productos están empeñados con los que han hecho el triste tráfico de dar en créditos, que no tenían más valor que 10 ó 20 por ciento, una mitad, y otra en numerario para recibir libranzas contra ellos por el valor íntegro, y cuando mucho con un descuento de 15 por 100. La renta del tabaco ha desaparecido. Lo que podría producir alguna utilidad de consideración, que es la venta hecha a los Estados, está reducido a deudas. De aquí la escandalosa detención en que tiene la federación a los cosecheros, obligados por sus necesidades a hacer un comercio clandestino que desmoraliza la nación. Sobre este monopolio, incompatible con el sistema liberal y democrático, presentará el gobierno sus ideas con oportunidad. En el día sólo puede decir que la ley de 25 de febrero último, que facultó al ejecutivo para vender a los Estados o particulares al precio de seis reales libra, pudiendo recibir una mitad en créditos, ha desvirtuado el efecto del monopolio y debilitado la de los contratos hechos con los Estados, que habiendo tomado a peso libra, y fabricado con los tabacos tomados a este precio, deben sufrir mucho en la concurrencia que hoy tendrán que sostener con la federación. Dada aquélla, y habiendo producido estos efectos, ya no tiene otro remedio que proponer al ejecutivo sino el de modificarla en cuanto a la admisión de créditos, valor de la rama por numerario y precio en que puedan los compradores venderlos a los Estados. También sobre esto presentará el gobierno un proyecto a la mayor brevedad.

Ha cerrado el gobierno enteramente la puerta al ruinoso medio de adquirir numerario, tomando la parte para que le autorizaban los decretos de 21 de noviembre y 24 de diciembre de 1827 de créditos reconocidos, cuyo valor nominal es cinco veces menor que el efectivo. Al tomar esta resolución ha creído que se retrogradará de una bancarrota, a donde nos precipitaría ese arbitrio destructor del crédito, y de todas las esperanzas de adquirirlo. Se ha resuelto mandar que para pagar a los que hicieron este comercio, útil para los agiotistas y perjudicial y oprobioso para la nación, se admita una tercera parte en los libramientos dados por el ministerio y dos en numerario hasta extinguir la suma librada. Esta providencia da una idea de que el ministerio actual respeta los compromisos anteriores, pero que no puede ser indiferente a la ruina total del erario, cuyo principal alimento son las aduanas marítimas, con particularidad las de Veracruz y Tampico de las Tamaulipas.

Los ingresos de la capital apenas han llegado en los últimos nueve meses a 790,000 pesos, suma equivalente a la séptima parte de los gastos del Distrito Federal. De manera que el ministerio de Hacienda se ha visto obligado a recurrir a anticipaciones de derechos, siempre degradantes y muchas veces ruinosas, y a transacciones que han hecho representar al secretario de este ramo más bien como el agente de un Banco que como el superintendente de las rentas de una gran nación. De aquí el desorden extraordinario de todas las rentas; de aquí esa confusión inextricable de deudas, préstamos, sueldos atrasados, adelantos, etc., etc. Una casa de comercio tiene más orden y método que la administración del tesoro público entre nosotros; las comisarías, las aduanas, las tesorerías. las oficinas todas presentan la imagen del caos y de la obscuridad. Al entrar en todas las oficinas que pertenecen a la Hacienda me he sentido arredrado de penetrar en este laberinto. Yo invito a los señores diputados para que pasen por sí mismos a palpar lo que me veo en la necesidad de anunciar, para que al menos sean más disculpables los errores de un ministro que encuentra sólo un cúmulo inmenso de papeles sin orden, la tesorería sin dinero, el erario empeñado por anticipaciones hechas, deudas a varios cuerpos del ejército, a muchos empleados, y rodeado de acreedores, tanto más importunos cuanto que sólo esperan sus pagas para alimentarse y acallar los llantos de sus familias hambrientas.

¿Quién, señores, no se intimidará a la presencia de este cuadro, débil diseño de lo que pasa en realidad? Sin embargo, yo he admitido un encargo que trae consigo inmensas responsabilidades, y la más terrible de todas, la de la opinión; porque me ha llamado el ilustre ciudadano que hoy preside sobre los destinos de la patria y he jurado servir a ésta cuando necesite de mis débiles esfuerzos, y hoy, más que nunca, debo por muchos títulos emplearlos para poner en evidencia la malignidad o ligereza de algunos. Los hechos hablarán y darán el testimonio más irrefragable de la verdad.

Antes de terminar debo decir francamente que no tengo intención de inculpar a ninguno de mis antecesores sobre el estado de las cosas. La revolución, si bien produce muchos bienes por sus remotos resultados, de pronto es un mal que trastorna el estado de los negocios públicos, y no sustituye un nuevo orden sino después de muchas desgracias. Los que sólo juzgan por las apariencias al comparar el estado actual de la sociedad mexicana con la brillante esclavitud de los tiempos virreinales, pronunciarán desde luego un juicio no muy ventajoso en favor de los sucesos que han precedido a nuestra libertad e independencia. Pero profundizando la cuestión, ¿quién podrá vacilar entre un estado de cosas y otro? El vuelo que ha tomado el espíritu, la nobleza de nuestros actuales sentimientos, el genio que se desenvuelve rápidamente, la elevación que toma el carácter y el generoso orgullo que engendran las impresiones de libertad e independencia, ¡cuántas ventajas no hacen al triste estado en que estábamos, reducidos a un pequeño círculo de ideas, y contentos con el brillo de nuestras mismas cadenas!

La nación se elevará dentro de poco a sus grandes destinos, si podemos dar a la revolución el curso que naturalmente debe tener. Por mi parte debo anunciar que ocupándose el Congreso general del importante ramo de Hacienda, y dando impulso al crédito, podremos hacer rápidos adelantos. La nación tiene elementos y recursos; muy fácil es ponerlos en acción. El pueblo está en la disposición en que se hallan todos los que acaban de salir de la esclavitud, que no rehusan ninguna especie de sacrificio para la conservación de sus derechos; éste es el tiempo de exigirlos y de hacerlos prontamente.

El excelentísimo señor Presidente se ocupa asiduamente con su ministerio en medidas de economía, de las que espera buenos resultados. Quizá un quinto del producto de las rentas generales se emplea en gastos que no son absolutamente necesarios para la conservación de la sociedad. Los abusos son comunes en los tiempos de desorden; pero el gobierno cree que es menos malo hacer sacrificios pecuniarios algunas veces que exponer la nación a reclamaciones, que con apariencias de justicia, podrán traer consecuencias funestas. Además, los abusos del favoritismo monárquico son mucho más dispendiosos y evidentemente menos útiles que los que nacen de las revoluciones populares.

Concluiré haciendo presente al Congreso general y proponiendo a la Cámara de representantes:

1° Que es de la mayor urgencia tomar medidas para cubrir el deficiente de más de tres millones anuales.
2° Que el honor nacional está comprometido en que la deuda pública se arregle de modo que los acreedores tengan las garantías necesarias para sus reembolsos, que no intimiden por su obscuridad, y que se hagan con ellos convenios que los pongan en estado de conocer su suerte.
3° Es absolutamente necesario hacer cesar todas las causas destructivas de la confianza pública y sustituir los medios de establecerla sólidamente.

El corto término que falta para cerrar las sesiones obliga al ministro que habla a manifestar a las cámaras la urgentísima necesidad de trabajar incesantemente en los objetos que propone. Si por una desgracia se concluye el período de las sesiones ordinarias sin haber tomado medidas eficaces para evitar los males que traerán las escaseces del erario, no puede el ejecutivo responder de las consecuencias. El prestigio inmenso del actual Presidente sostendrá hasta cierto punto la tranquilidad y el orden, pero su estabilidad dependerá de la solidez de las instituciones. Sólo diré, por último, que hasta hoy se deben por la tesorería general en el distrito, por los tres meses últimos: a la tropa, 318,645 pesos; de la lista civil, 77,844; lo que hace la enorme suma de 396,489 pesos, que se aumenta diariamente.

La primera providencia que tomó el secretario de Hacienda fue la de mandar suspender la amortización en su totalidad de las órdenes sobre derechos en las aduanas marítimas; dispuso que los tenedores de estos vales, o créditos amortizables con derechos causados por los efectos que se introdujesen, deberían verificarlo únicamente por terceras partes, a fin de conseguir algún ingreso en numerario, insuficiente aun para las más precisas atenciones del erario. Esta providencia fue censurada por los escoceses, que ya comenzaban de nuevo a levantar la cabeza por medio de su periódico El Sol y sus ecos en los Estados. Zavala no hubiera tenido cuenta con los miserables declamadores; pero su debilidad y falta de experiencia en aquellas transacciones, le hicieron revocar aquella providencia salvadora, o al menos utilísima y justa en sus tristes circunstancias. Desde entonces se cerraron todos los conductos de ingreso al erario. Los Estados de Zacatecas, Yucatán, Veracruz y Durango eran los únicos que pagaban corrientemente sus contingentes. Pero el de Yucatán no era ni aun suficiente para pagar la guarnición de aquella península; los productos de Zacatecas estaban empeñados por tres meses; de manera que de tres millones que debían los Estados a la federación, sólo entraban escasamente ciento cincuenta mil pesos mensuales nominalmente, pues se distribuían en la manutención de las tropas que hacían el servicio en aquellos Estados. Se ha visto lo que producía la aduana de México; en suma, hasta la cantidad de doce millones que al menos se necesitaban en los primeros ocho meses de aquel año económico, con motivo de la invasión, había un deficiente mensual de cuatrocientos mil pesos, sin contar con el pago de los dividendos que hacía dos años que estaban suspensos. Entonces el secretario Zavala se engolfó en esos desastrosos contratos que había reprobado con tanto ardor en Esteva, sin dejar por eso de hacer esfuerzos para levantar las rentas públicas a un estado que ofreciese al menos esperanzas de mejor porvenir. Después veremos a la administración siguiente hacer bancarrotas más escandalosas sin los riesgos del enemigo extranjero en el territorio mexicano, y cuando los puertos de la República eran frecuentados, en consecuencia de la derrota de la división española mandada por el general Barradas en la época del general Guerrero, por las tropas mexicanas bajo las órdenes del siempre valiente general Santa Anna, como veremos más adelante.

En estas circunstancias, los directores de la baja democracia -por explicarme así-, que no se veían llamados al Consejo, en donde creían deber entrar sin otro título que el de haber concurrido a la derrota del poder y al triunfo de la última revolución, comenzaron a declararse contra sus mismos jefes. Ya Guerrero no era para ellos el deseado de la nación y padre de los pueblos. Elevado al poder, según se explicaban, había olvidado a sus antiguos amigos, a sus hermanos, a sus colaboradores. Todos se creían con derecho a un destino, a una recompensa, y creían que la victoria conseguida era la conquista de las plazas que ocupaban por muchos años anteriores los que las poseían. Ved aquí el grande escollo del triunfo de las facciones, y muchas veces de los partidos. Lós administradores de rentas, los comisarios, los oficiales del ejército, los enviados y cónsules, todos los que obtenían alguna plaza lucrativa, debían, en su opinión, ser reemplazados por los que o habían peleado o intrigado en favor del nuevo presidente. Es una observación que no debe perderse de vista que en el pueblo mexicano, después de la independencia de la antigua metrópoli, los directores de las revoluciones abrazan constantemente el partido de los vencidos cuando el vencedor quiere establecer el orden y la disciplina y hacerse obedecer, pues parece que por desgracia la obediencia se ha convertido en oprobio. Ya veremos luego a los mismos que se rebelaron contra la elección constitucional de Pedraza para elevar al señor Guerrero, procurar la caída de este caudillo y conseguirla. Dum adipiscerentur dominationes, multa caritate, et majore odio, postquam adepti sunt.

Los primeros meses de esta administración no fueron turbados por ningún movimiento. Los Estados se mantuvieron en la mayor tranquilidad y en el pleno goce de su soberanía. Agitábase únicamente la cuestión de si se dividiría el Estado de Occidente en dos, como lo estaba antes de la creación del sistema federal bajo la denominación de Sonora y Sinaloa. Esta discusión, que sólo afectaba a algunos vecinos de aquellas pequeñas aldeas, fue remitida a la decisión constitucional de las legislaturas de los Estados, que resolvieron la separación, formándose de consiguiente dos Estados. Claro es que a una distancia tan grande, y sobre localidades, recursos, clase de población, capacidad social, costumbres y otras circunstancias que se deben tener presentes para la decisión de una materia de tal importancia, no estarían los diputados que pronunciaron muy instruídos para resolver con el debido conocimiento de causa. Pero al ver la obstinación de unos diputados de Sonora, que se negaban a concurrir al congreso de Sinaloa; al considerar el empeño de los unos para la unión y de los otros para la división, empeño que amenazaba ya combates entre los contendientes, era necesario tomar una resolución pronta que hiciese callar a presencia de la ley a los interesados. Quizá aquellos pequeños Estados, a pesar de su pobreza, falta de población y poca cultura, se gobernarán mejor, o al menos con más tranquilidad, que los de Puebla, México, Jalisco y Yucatán, con su media civilización, sus periódicos, sus abogados, sus canónigos y sus tropas.

En los primeros meses de este año comenzó de nuevo a agitarse en las cámaras la cuestión de expeler a los españoles de la República. Con la ley del año 27 había salido una porción considerable, y permanecieron más de seis mil, a beneficio de las excepciones de la misma ley muchos, y otros por favor particular de los ejecutores.

Difícil es resistir a la voz de la humanidad doliente, y el corazón sensible de un magistrado lo forzaba a no cumplir el decreto con aquellas personas que se presentaban cargadas de familia y de miseria, cuyo destino iba a ser el de perecer en un país extranjero, por falta de recursos y los rigores del clima. Pero durante dos generaciones no se han de poder borrar de la memoria de los mexicanos las escenas de horror de que fueron testigos en tiempo de la pasada revolución y las sangrientas venganzas de los peninsulares contra sus padres. Había además, por desgracia, otras personas movidas por el interés de sus bienes, pero eran pocas. La ley se dió más rigurosa, de manera que dejaba poco lugar a las excepciones y un plazo de treinta días para salir. Entonces don José María Tornel, gobernador del Distrito y diputado en la Cámara de representantes, publicó un bando contra los españoles, digno de los tiempos de los Callejas y Venegas. Amenazaba con la cárcel a los que no saliesen dentro de un corto número de días, y multitud de gentes honradas corrían por las calles de México buscando un asilo para ocultarse de la terrible persecución. Con motivo de esta cuestión, que ocupaba a las cámaras, a los periodistas, y era por lo general la materia de las conversaciones públicas, don Andrés Quintana Roo y don Lorenzo de Zavala publicaron algunos escritos en los que reclamaban contra la injusticia de la medida. Las Cartas al Payo del Rosario que escribió el segundo honran sus sentimientos y testifican que no siempre se dejaba arrastrar del espíritu del partido en las cuestiones vitales y de grande interés.

Don Andrés Quintana Roo, de quien he hablado en el tomo primero, es hijo del Estado de Yucatán, desde donde fue enviado a México en 1808, siendo muy joven, para entrar en la carrera de la abogacía. Un talento claro, aplicación constante al estudio, gusto delicado en la elección de los autores, hicieron desde temprano de este joven yucateco uno de los primeros hombres de la Nueva España. Vivía en la casa misma de la familia de su actual esposa, doña Leona Vicario, y estas dos almas ardientes, confundiendo el amor con el entusiasmo más exaltado por la causa de la independencia, se lanzaron en la carrera de la revolución, desafiando los peligros, las incomodidades y aun la muerte. Ambos sufrieron prisiones, y uno y otro supieron evadirse de la mano cruel de los inquisidores y del virrey para salir a juntarse con las partidas armadas de insurgentes que recorrían el país. Un profundo sentimiento de patriotismo, más bien que los atractivos pasajeros del amor, unió para siempre estas dos almas sublimes. Quintana se vió obligado a indultarse después de siete años de inmensos trabajos, cuando ya no había esperanzas para los patriotas, y después de haber servido con su brillante pluma y sus talentos a la causa sagrada de la patria. Posteriormente fue de los primeros que se reunieron al general Iturbide en 1821, y después ha desempeñado varios encargos públicos. Su aplicación continua a la lectura lo ha hecho perezoso para otro género de ocupación, y la experiencia adquirida en tantas revoluciones ha infundido en él una calma que se confunde con la indiferencia; sin embargo, cuando los males públicos son de tal gravedad que amenazan grandes peligros a la libertad de la patria, su pluma viene al auxilio de esta santa causa, y algunos rasgos dignos de Tácito inspiran terror a los tiranos y despiertan al pueblo.
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