Indice de Venganza de la Colonia de Lorenzo de Zavala CAPÍTULO CUARTO CAPÍTULO SEXTOBiblioteca Virtual Antorcha

VENGANZA DE LA COLONIA

Lorenzo de Zavala

CAPÍTULO QUINTO

Consideraciones generales. Anuncios de la política de la nueva administración. El vicepresidente Bustamante entra a México. Opiniones de los diputados acerca de si se reunirían. Razones en pro y contra. Vacilan igualmente los nuevos gobernantes. Motivos de sus opiniones. Apertura de las sesiones. Aparato militar con que se acompaña. Discurso del vicepresidente. Contestación evasiva del presidente de la Cámara. Efectos diversos que causa la noticia de los sucesos de Jalapa en los Estados. Reflexiones acerca del vicepresidente. El general Terán. Su conducta ambigua. Carta que le dirigen 25 diputados. Otra que le envía Alpuche. Imprudencia de éste. Acusación de Terán contra él. El general Santa Anna. Movimiento que hace. Desiste de él. Providencias del nuevo gobierno en México. Tumultos en varios Estados. Varios diputados mudan de opinión. La cámara de senadores adicta al nuevo gobierno. Decretos que éste solicita para asegurarse. Exposición del general Guerrero a las cámaras. Dictamen de don Andrés Quintana Roo. Exactitud de sus observaciones. Algazara en las galerías. Ministros: don Lucas Alamán, don Rafael Mangino, don José Antonio Facio y don José Ignacio Espinosa. Breves reflexiones acerca de ellos. Proyecto de coalición en los Estados internos. Don Vicente Romero. Don José Salgado. Don Juan José Codallos. Principios de nuevos movimientos. Proyectos en Morelia. Medidas que toma el gobernador. Llegada del general Cortázar. Conspiración del ayuntamiento. Fuga del señor Salgado. Congreso general. Aprueba los tumultos de los Estados. Don Lorenzo de Zavala absuelto por el Senado. La legislatura de Chihuahua. Decreto que da a favor de Guerrero. La de Jalisco, por Pedraza. Conducta de la de Zacatecas. Preparativos hostiles en San Luis. Medidas que toma Bustamante para tranquilizarlos. Reflexiones. Manifiesto publicado por el vicepresidente. Consideraciones acerca de él.


Cuando uno detiene su consideración sobre los sucesos de las repúblicas suramericanas, parece advertir que una especie de vértigo se ha apoderado de todos sus habitantes, que son arrastrados por un movimiento rápido y continuo, que animados por pasiones desconocidas, se acometen, se cruzan y se combaten, de manera que la vista más penetrante no acierta a seguirlos ni a distinguir sus diferentes direcciones. Pero la historia, encargada de revelarnos los nombres de los personajes que han figurado, sus móviles secretos, sus caracteres y los resortes que los hacen obrar, desenvuelve pasiones generosas, pensamientos profundos, proyectos elevados en cada una de las pequeñas facciones que a primera vista nos habían parecido bajas, mezquinas y superficiales. El espíritu de partido desfigura todos los pasos, todas las acciones y los actores en estas escenas son presentados regularmente con coloridos que alteran su fisonomía moral y dan ideas inexactas de los acontecimientos; y como no ha pasado todavía el tiempo suficiente para que la verdad pueda aparecer desnuda de las afecciones personales, estos países carecen de aquellos escritos y anales que deben dar lugar entre los demás pueblos a éstos, que tienen tantos títulos a la admiración y aprecio de los hombres que aman la causa de la libertad y encierran tantas lecciones útiles para los hombres de Estado. Vamos a entrar en la narración de un nuevo género de sucesos, de la conducta de una administración apoyada sobre principios de terror, cuya marcha, diametralmente opuesta a la qUe hemos visto adoptar en las dos anteriores, se ha moldeado en cuanto lo permitían las circunstancias a la del gobierno colonial; marcha uniforme, vigorosa y que ha hecho callar por algún tiempo el espíritu de partido, después de haber combatido, destrozado, y, al parecer aniquilado al bando popular, sin detenerse los directores de esta aristocracia militar en los medios que empleaban, ni en los obstáculos que podían oponer las leyes o la opinión. Dedimus projecto grande patientire documentum.

El día 31 de diciembre de 1829 entró a la capital don Anastasio Bustamante, rodeado de las tropas cuya victoria había sido el no haber encontrado resistencia en ninguna parte. Tomó posesión de la presidencia de la República, habiendo avisado a las cámaras que al día siguiente pasaría a hacer la solemne apertura de las sesiones, como se acostumbra en 1° de enero de cada año, conforme a la Constitución.

Los diputados no sabían qué hacer en aquellas circunstancias. Veían despojados por la fuerza de las bayonetas al presidente legítimo don Vicente Guerrero y a su presidente interino don José María Bocanegra; veían ocupado el poder por un usurpador, oprimida la capital por las tropas de éste y la República en anarquía. Se dividieron en opiniones acerca de si se reunirían a oponer resistencia a la naciente opresión o si se disolverían publicando un manifiesto a la nación en el que, poniendo a la vista el verdadero estado de las cosas, proveyese por sí sola al remedio de los males públicos. Pero unos temían que disuelto el Congreso, el poder de la facción dominante no tendría ya ningún obstáculo y que sería conveniente conservar al menos este simulacro de poder representativo para oponerse a la ruina de la libertad que se preparaba. Otros veían con la subsistencia del Congreso un título de legitimidad y un testimonio de aprobación tácita dado en favor de los rebeldes. Con este motivo, un diputado que posteriormente ha sufrido persecuciones de los nuevos gobernantes, dijo que no podía convenir en la reunión de las cámaras, que sólo serían empleadas como instrumento por los tiranos.

Retirémonos a nuestros Estados, exclamó, y apresurémonos a anunciar a nuestros comitentes que no hay en México otro poder ni otro derecho que el de la fuerza y que delante de esta soberanía militar de las bayonetas, sin reglas, sin deberes, sin conciencia, no hay constitución, ni leyes, ni bien, ni mal, ni pasado, ni porvenir. Que esta es la soberanía de la fuerza, y la forma más absoluta del poder absoluto. Renunciad, señores, vuestras dietas, vuestras comodidades y a vuestros temores. La patria exige de nosotros nuevos sacrificios.

No produjo efecto esta enérgica excitación y la mayoría decidió reunirse en 1° de enero. Ocupáronse luego en la elección de la persona que debían nombrar para la presidencia de la Cámara de diputados, y nombraron a don José María Alpuche e Infante, diputado por el Estado de Tabasco.

Mientras los representantes vacilaban acerca de si se reunirían o no, los nuevos mandarines no acertaban a resolver si les convendría más bien esta reunión o el que los diputados abandonasen el puesto. Unos decían que

era necesario revestir al nuevo gobierno con la legalidad que le darían las dos cámaras reunidas, admitiendo en su seno al vicepresidente como representante del Poder ejecutivo, y que nada sería más fácil que conseguir un decreto que declarase moralmente imposibilitado al general Guerrero para ejercer las funciones de la presidencia; en cuyo caso, era claro que el vicepresidente debía substituirlo. De esta manera se legalizaría la rebelión, y los Estados nada tendrían que oponer a la autoridad legitimada del jefe de la conspiración de Jalapa, cuyo poder hasta entonces sólo estaba apoyado sobre las bayonetas.

Fundaban este raciocinio en los ejemplos de lo pasado, pues aunque esta misma Cámara había nombrado a Guerrero para la presidencia, se había visto que el mismo Congreso que elevó al general Iturbide al trono y lo colmó de honores, lo había desterrado posteriormente. Que nada era más fácil que obtener de los cuerpos representativos lo que se quisiese en tiempo de facciones, pues unos por el temor, otros por dulzura y muchos por la esperanza de recompensa, cederían sin dificultad a las circunstancias, mucho más cuando el ruido del triunfo deslumbraba a los incautos y no dejaba percibir la verdadera opinión nacional.

Los que no querían la reunión de las cámaras exponían que

un Congreso compuesto en su mayor parte de yorkinos, todos adictos a Guerrero, harían una guerra sorda y obstinada a los victoriosos; que trabajarían incesantemente oponiéndose siempre a las disposiciones del Poder ejecutivo, y que preparando la contrarrevolución, escudados de la inviolabilidad, llamarían en tiempo oportuno al legítimo presidente a gobernar la nación. Pero que embarazando la reunión de los diputados, alegando que aquella Cámara no era acepta a la opinión pública y aplicando a sus miembros el artículo 4° del plan de Jalapa, como se había hecho ya con el presidente, quedaba el campo libre para convocar otro Congreso, y para hacer nombrar diputados con arreglo a la opinión pública restablecida en toda su plenitud y esplendor con los tres mil soldados que habían entrado en México bajo las órdenes del vicepresidente Bustamante. Que en cuanto a los Estados, solamente se debía hacer cuenta del de Zacatecas; pues en los demás se tomarían medidas para derribar sus legislaturas y quitar sus gobernadores, para poner otros que fuesen llamados por la reciente y legítima opinión pública, acallada anteriormente por los gritos y algazara del pueblo.

El vicepresidente Bustamante prefirió la continuación de las cámaras, reservándose los arbitrios de hacerlas confirmar todo lo hecho.

El día 1° se abrieron las sesiones con el aparato militar de costumbre, añadiendo, sin embargo, por precaución, algunos cañones cargados a metralla. En la República, como hemos observado repetidas veces, nada se hace sin la intervención de las tropas. El acto augusto, pacífico, eminentemente pacífico, de dar principio los legisladores a sus funciones, va siempre acompañado de dos o tres mil bayonetas formadas en batalla, para que el presidente concurra a leer el discurso de apertura. Ambas cámaras tienen también tropas a las órdenes de sus presidentes; y parece una condición sine qua non aquellas asambleas no pueden deliberar; casi no hay asamblea en aquellos Estados que no esté rodeada de uniformes y fusiles. En Inglaterra y en los Estados Unidos, países verdaderamente libres, no existen estas anomalías.

En esta ocasión el aparato militar fue más brillante, más lucido; esto es, más terrible y amenazador. Las tropas habían conseguido un triunfo; sólo un débil resto de consideración a la representación nacional contenía su furor contra los diputados, a quienes se consideraba como el único obstáculo al establecimiento de un gobierno militar. El vicepresidente leyó una larga diatriba contra la administración que acababa de derrocar y procuraba disminuir la odiosidad de una rebelión tan abiertamente criminal, acusando al legítimo presidente de los sucesos que, si hacían ilegítima su autoridad, eran evidentemente el principio de donde emanaba la de Bustamante. En efecto, si la elección de Guerrero era nula por la revolución popular de la Acordada, la de Bustamante era doblemente nula, porque a ella se debió igualmente su nombramiento para la vicepresidencia, y al grito militar de Jalapa la ocupación del puesto que en enero obtenía. Acusaba además a todos los ministros y hacía una declaración vaga, apasionada, contra su manejo y dirección dada a todos los negocios; concluía diciendo que tantos abusos, tantos desórdenes, haciendo temer la anarquía, le habían obligado a ocupar la presidencia. El presidente del Congreso contestó de una manera evasiva a la gran cuestión que se presentaba, y sólo dejó escapar algunas frases, que manifestaban la diferente manera con que el suceso era visto por la Cámara de que era miembro. Así terminó esta solemne función.

Las noticias de los acontecimientos de Jalapa, Puebla y México causaron diferentes efectos en los Estados del interior. Varios gobernadores y diputados, que perteneciendo al partido popular debían su elevación al triunfo de éste, creyeron o fingieron creer que en efecto el deseo de mejorar la marcha de la administración de Guerrero había obligado a Bustamante a un acto que repugnaba a la opinión que se tenía generalmente de su carácter.

Bustamante era considerado como un mexicano honrado, modesto y amigo de las leyes; un militar subordinado y valiente; un amigo fiel del presidente Guerrero, quien había contribuído a su elevación; había sido recibido en las logias yorkinas y su nombre ocupaba un lugar distinguido en los primeros grados de esta sociedad. De consiguiente, ninguno podía sospechar que volviendo repentinamente las espaldas a sus antiguos hermanos, amigos y compañeros, pasase a las filas de los del partido escocés, no sólo para renunciar a sus anteriores opiniones, a sus pasadas afecciones y compromisos sino para oprimir, perseguir, despojar a los mismos a quienes debía tantas obligaciones. Ved aquí una de las causas de la sorpresa que causó en muchos Estados aquel movimiento.

El general Terán, cuya conducta siempre oscura, siempre misteriosa y vacilante, no da lugar a formar juicio acerca de la marcha que puede seguir en una crisis cualquiera; ocupando una posición ventajosa en la República por su situación local, a una distancia considerable del centro de los movimientos revolucionarios, con tropa a su disposición y los recursos que ofrecen los puertos de Matamoros y Gálveston, fue uno de los que llamaban la atención de los pronunciados de Jalapa por una parte y de los del partido vencido por otra. Terán había escrito que se adhería al plan de los conjurados con la condición de que el artículo 4° no comprendiese a los que ocupasen destinos públicos por nombramiento popular. Condición ambigua y obscura, pues daba lugar a dudar si el presidente y los gobernadores de los Estados serían o no comprendidos en ella, supuesto que no son empleos dados por el gobierno; condición además destructiva de todas las leyes que aseguran la estabilidad de los empleos dados por el gobierno, y que abría la puerta a un despojo universal de todos los actuales poseedores de destinos públicos.

Sin embargo, una restricción semejante dió un rayo de esperanza a los que buscaban por todas partes un apoyo cualquiera para poder hostilizar al partido vencedor. Esta es la condición de las facciones. En el momento que les falta un jefe, no se detienen en substituir cualquier otro que pueda servir al triunfo de su causa y ofrezca esperanzas de mejorar, por de pronto, su condición. Santa Anna y Terán fueron entonces los candidatos designados para ser colocados a la cabeza de la reacción y del partido popular. Veinticinco diputados de la Cámara de representantes firmaron desde luego una exposición gratulatoria, por la que daban las gracias, en nombre de la patria, al general Terán por haber preservado a la soberanía nacional del golpe que le preparaban los militares de Jalapa, echando por tierra al Congreso general con ese artículo 4°, que era una abierta declaración de guerra a las asambleas legislativas de los Estados, después de haber derrocado al presidente de la federación, y que amenazaba diariamente la disolución de las cámaras del Congreso de la Unión. Esta carta fue dirigida por el presidente de la misma Cámara de diputados don José María Alpuche, acompañándole otra privada, por la que le invitaba a oponerse a la usurpación que Bustamante hacía de los poderes públicos, con la fuerza que Guerrero le había confiado para el servicio nacional. El general remitió las cartas que había recibido al nuevo gobierno, acompañando esta denuncia con protestas de adhesión al nuevo orden establecido y de aversión a la persona de Alpuche.

Habían ocurrido tres o cuatro años antes algunas contestaciones acaloradas por la imprenta entre Alpuche y Terán. El primero, además, había maltratado a este general en la discusión habida en el Senado con motivo del nombramiento que se hizo en él para pasar de ministro plenipotenciario a Londres, y era difícil que olvidase un agravio público recibido, y las calificaciones, quizás injustas, con que fue tildado. Alpuche obró con mucha imprudencia, invitando por escrito a un enemigo suyo para formar la revolución contra el gobierno, que aunque hasta entonces era de hecho, no debía por ningún título atentarse contra él, pues el mismo presidente había abandonado el puesto sin oponer resistencia y no podía dejarse abandonada la nación a la anarquía. Ahora no sé si Terán debió más bien reducirse a contestar a Alpuche que no quería tomar parte en ninguna reacción ni obrar con él en ningún caso de mancomún, o convertirse en su acusador ante las nuevas autoridades, pareciendo aprovecharse de una carta confidencial para vengar antiguos resentimientos. Esta conducta al menos parece poco generosa, y más cuando se considera que bien pudo valerse de otros medios más puros para instruir al gobierno de los movimientos que se preparaban contra él, si el celo de la tranquilidad lo estimulaba a dar este paso. Volveremos a hablar de Alpuche con motivo de la acusación intentada contra él.

El general Santa Anna, que había observado una conducta equívoca mientras se levantaba la tempestad sobre la cabeza de Guerrero; que en lugar de pronunciarse con energía contra la coalición, veía hacer uso de su nombre, de su prestigio, de su reciente gloria adquirida en los campos de Tamaulipas, y emplear su influencia para aumentar el descontento contra la administración; Santa Anna vió al fin que se había confiado demasiado en su propia reputación y en su valor y quizás en las promesas de los conjurados. Cuando supo la marcha desastrosa de Guerrero, el triunfo de Bustamante y el desenlace que se preparaba, se puso en movimiento, publicando una proclama en la que decía estas palabras:

Pasarán sobre mi cadáver antes de despojar al benemérito don Vicente Guerrero de la presidencia.

Y dirigiéndose hacia el rumbo de Perote, con intención de continuar a México, se propuso atacar a los que habían ya ocupado la capital y afirmado su dominación por entonces. Santa Anna recibió un triste desengaño, porque las mismas tropas que le habían acompañado en los triunfos de septiembre contra los españoles, lo abandonaron en una empresa que no tenía para ellas ningún atractivo y, contra la opinión generalmente esparcida entonces, de que el movimiento de Jalapa era para establecer la forma central y destruir esa multitud de cuerpos legislativos, que habían hecho creer a los soldados, absorbían todas las rentas del Estado y los dejaban sin el prest. No pudo el general Santa Anna continuar su proyecto, en circunstancias en que el partido que intentaba levantar estaba dividido, acobardado; cuando el contrario, orgulloso de su triunfo reciente, había ahogado los sentimientos nacionales, dominaba sin oposición en la capital y hacía que sus agentes ocupasen con la fuerza de las armas los empleos en la mayor parte de los Estados. Santa Anna creyó que no tenía otro recurso que plegarse a la fuerza de las circunstancias y publicó una proclama reducida a decir que ya que el mismo presidente Guerrero había abandonado el puesto, no tenía que hacer otra cosa que obedecer a la autoridad legítima del vicepresidente Bustamante. Se retiró tranquilamente a su hacienda, en donde ha permanecido sin dar ninguna señal de inquietud hasta el día.

Mientras Bustamante afirmaba su autoridad en México por la actividad de sus agentes y la energía de sus providencias, se dirigían emisarios a los Estados para deponer las autoridades existentes y colocar en su lugar personas de la confianza de los nuevos gobernantes. En Querétaro, en Tamaulipas, en Oaxaca, en Tabasco, en Guadalajara, en el Estado de México, en Morelia, Estado de Michoacán, se formaron tumultos para disolver las asambleas legislativas y deponer a los gobernadores, bajo pretexto de que los individuos que componían aquéllas y ocupaban estos destinos estaban comprendidos en el artículo 4° del plan de Jalapa, que era entonces y fue por muchos meses la ley universal. Los que hacían estos movimientos, apoyados por las tropas que había en cada Estado, representaban al gobierno de México:

Que habiéndose pronunciado la opinión pública contra aquellos funcionarios, el pueblo y el ejército pedían al Poder ejecutivo que, con arreglo a la nueva ley dada por el Ejército de reserva, fuesen declarados aquellos tumultos legítimos y legalmente hecha la deposición de las autoridades.

Estas exposiciones pasaban a las cámaras de la Unión, cuya conducta vamos a ver cuál era entonces.

El Congreso general continuaba sus sesiones; pero la Cámara de diputados había comenzado ya a variar de conducta. Muchos diputados habían dejado de asistir a las sesiones, y algunos mudaron de opiniones con el cambio hecho con la revolución. Las galerías eran ocupadas por los oficiales y gentes que estaban comprometidas en el buen éxito de la facción dominante, y no omitían ningún arbitrio de los que pudiesen intimidar a los miembros de la cámara, para votar en el sentido que les convenía, o al menos para ahuyentar a los menos firmes. Muy raros eran los diputados que, como don Isidro R. Gondra y don Anastasio Cerecero, desafiaban desde la tribuna nacional los gritos, las amenazas y los insultos de la tropa desenfrenada, que desde las galerías daban apenas tiempo para escuchar los discursos de estos celosos defensores de la libertad. La cámara de senadores estaba compuesta en su mayor parte de individuos adictos al partido vencedor y sólo dos o tres osaban contrariar las medidas que proponía el nuevo gobierno para asegurar su dominación.

Dos fueron entre éstas las que, formando la base de su derecho, se consideraban como esenciales a la marcha legal de los nuevos funcionarios. Una, la declaración de que el plan de Jalapa era santo, justo y nacional; otra, un decreto por el que declarase el Congreso que el presidente don Vicente Guerrero estaba moralmente imposibilitado para ejercer sus funciones. Muy natural era que los que habían usurpado el poder buscasen el modo de justificar su levantamiento y purificar su dominación con el bautismo de una ley que tenía por objeto santificar un acto de rebelión.

Hemos visto que después del triunfo popular de la Acordada, Guerrero no solicitó una declaración semejante, que sin duda la hubiera obtenido; se contentó con el humilde decreto de amnistía, que entonces se concedió a los que habían impuesto la ley por un triunfo conseguido con mucha sangre. Esto sólo bastaría para dar a conocer la diferente marcha de los partidos que pelean en la República Mexicana, si no existiesen tantas otras señales características para distinguirlos. El uno reclama con altanería, de las cámaras, la ley que santifique su victoria; el otro pide humildemente perdón por haber vencido; el uno derriba al presidente y exige un decreto que lo declare incapaz de mandar; el otro nada altera y espera el período constitucional para hacer entrar a su candidato. Luego veremos otros actos que marcan, de una manera clara y precisa, los objetos a que tienen tendencia y el fin que se proponen unos y otros, para darlos a conocer dentro y fuera del país, así para que en el interior la masa imparcial y los hombres sensatos y bien intencionados busquen y apliquen el remedio a los males como para que en el exterior se haga justicia a quien la tenga.

Estas dos cuestiones se agitaron con mucho calor en la Cámara de diputados. Aun estaban pendientes, cuando llegó una exposición del presidente don Vicente Guerrero, reducida a dejar en manos del Congreso general y de las legislaturas de los Estados la resolución de si la deposición violenta que se le había hecho era válida, ofreciendo además sujetarse con docilidad y resignación al decreto que pronunciasen acerca de la materia. Esta exposición la dirigía desde su hacienda de Tierra Colorada, a donde decía haberse retirado para evitar las tropelías de una facción orgullosa de su triunfo.

Don Andrés Quintana Roo, de quien se ha hablado ya varias veces, extendió, con motivo de la declaración que se exigía de la Cámara acerca de la imposibilidad moral de Guerrero para continuar ejerciendo la presidencia, un dictamen que él solo sería suficiente para dar a conocer el estado de las cosas en aquella época. No creyó deber entrar en una discusión seria, en una cuestión que no ofrecía un lado ni aparentemente racional para justificar la usurpación del poder que acababa de hacerse.

¿Qué quiere decir, exclamaba Quintana, imposibilidad moral? ¿Hemos de hacer juez al Congreso de la capacidad mental de Guerrero para complacer al que le ha reemplazado? ¿Y cuál sería en este caso la regla, el modelo que se propondría seguir esta asamblea en semejante calificación? ¿No es este mismo Guerrero a quien la nación ha colmado de honores, a quien ha declarado benemérito de la patria, a quien los mismos que hoy pretenden declararlo imbécil, lo exaltaron otras veces hasta compararlo con los más ilustres personajes históricos? ¿Desde cuándo ha perdido el uso de la razón? ¿Qué alteración se ha notado en sus facultades morales? ¿Qué muestras ha dado de fatuidad? Y ¿cómo se quiere, señores, que los representantes de los Estados Unidos Mexicanos pronuncien un fallo semejante, declarando demente al hombre que no lo está en realidad, añadiendo de esta manera a la injusticia el insulto y la ignominia? Pero ésta recaería sobre nosotros; sobre nosotros mismos, que hace un año lo nombramos presidente de la República; sobre nueve Estados que le dieron sus sufragios; sobre los otros que han obedecido tranquilamente por ocho meses; sobre el ejército que ha triunfado de los enemigos exteriores bajo su dominación; y, por último, sobre la nación entera, que ha admirado su patriotismo y canonizado sus servicios eminentes. Contentémonos y contentemos al poder que domina, con decir que Guerrero está imposibilitado para gobernar, sin entrar en el examen de las causas de semejante imposibilidad.

No podía discurrirse de una manera más precisa, para enunciar lo difícil de la posición de los representantes, rodeados de gente armada, de oficiales sin freno ni disciplina, que amenazaban a los diputados que tenían bastante valor para no ceder ciegamente a las pretensiones del partido dominante. Declarando imposibilitado a Guerrero para gobernar, sólo enunciaban un hecho, un suceso; la consecuencia del triunfo de una fuerza que lo privaba del actual ejercicio del poder. Era una verdad trivial, si se quiere, pero era al mismo tiempo una evasiva que satisfacía a las urgentes exigencias del momento y una providencia que daba a la nación un centro de acción, una autoridad común que evitase la anarquía. El Congreso declaró, pues, lisa y llanamente que el general presidente don Vicente Guerrero estaba imposibüitado para gobernar la nación, y este decreto fue el que legalizó la permanencia de Bustamante en el mando.

El segundo proyecto relativo a declarar justo el plan de Jalapa, olía a las canonizaciones que se solicitaban de Roma sobre las acciones de algunos hombres que habían manchado su vida con crímenes y creían lavarlos con una indulgencia plenaria. Era, ni más ni menos, lo que se ha querido hacer con Constantino, quien después de haber asesinado a su hijo, a su mujer, a sus amigos y parientes, se bautizó, pretendiendo con esto quedar limpio de sus maldades. El decreto fue expedido suprimiendo las calificaciones de santidad y legalidad, dejándolo únicamente como justo. Esto equivalía a decir, que sólo se le podia beatificar y no canonizar.

Todos estos decretos y otros de que se hará mención se daban en medio del ruido y algazara de los vencedores, que no solamente cubrían las galerías, como he dicho, sino que rodeaban a los diputados luego que salían del salón de las discusiones y los amenazaban con puñales y con asesinatos. La ciudad de México estaba entonces entregada a la merced de unos cuantos oficiales que apaleaban, estropeaban e insultaban a los que consideraban ser del partido contrario o habían tenido con ellos anteriormente algún motivo de resentimiento. Se vieron muchos ejemplares de estas tropelías, pero jamás ningún castigo.

Cuando he referido la proclamación de Iturbide en el seno del Congreso, cuando he hablado de la ley de expulsión de españoles, he dado cuenta con imparcialidad de lo que aconteció, y no he omitido ninguna circunstancia que pudiese dar una idea exacta del género de temor que obligase a los diputados a votar de este o del otro modo. Nada, sin embargo, era comparable a lo que se vió en la época de que voy hablando. Iturbide dominaba la facción que lo elevó al trono y su honor y su gloria lo obligaban a contenerla dentro de ciertos límites; el pueblo que gritaba en las galerías, cuando en tiempo de Victoria se dió la ley de expulsión, era de gente desarmada; la administración era dulce y tranquila, y por la ciudad no se notaban violencias. En esta vez Bustamante estaba subyugado por un partido que a su vista cometía desórdenes; los que en las galerías y en las puertas de las cámaras amenazaban a los diputados y habían intentado ya varios excesos, estaban armados, y los asesinatos recientemente ejecutados, de que se ha hablado, hacían temblar a los representantes por su existencia. Muchas veces las sesiones no se pudieron continuar y se levantaban en medio de los gritos y de la confusión, teniendo que esconderse muchos diputados por temor de ser atropellados.

El día 7 de enero compuso el vicepresidente Bustamante su ministerio de los individuos siguientes:

Don Lucas Alamán fue nombrado secretario de Relaciones;
don Rafael Mangino, de la Tesorería, o de Hacienda;
don José Antonio Facio, de la Guerra, y,
don José Ignacio Espinosa, de Justicia y Negocios Eclesiásticos.

Todos éstos pertenecieron constantemente al partido que llamaban escocés; fueron siempre desafectos a Iturbide, al sistema federal, a Bustamante mismo, y enemigos de Guerrero.

La elección de estas personas para componer el gabinete fue el indicio menos equívoco de la marcha que seguiría la nueva administración, que elevada entre elementos tan heterogéneos, se ignoraba la dirección que tomaría. Ya ningún hombre de previsión dudó que se adoptaría una política diametralmente opuesta a la que había gobernado la República desde 1824. Se sabía que Mangino y Espinosa habían manifestado siempre en el Congreso, cuando fueron diputados, opiniones antipopulares, cuya tendencia era a concentrar el poder y disminuir los derechos de los ciudadanos. Se había visto a Alamán, en el primer ministerio que obtuvo, emplear indistintamente la astucia, la intriga, la adulación o el rigor, según convenía, para aumentar su poder y elevar, a expensas de la libertad, las prerrogativas de una clase de la sociedad. Facio era un hombre desconocido en el país y sólo se sabía que había servido una plaza de escribiente en la secretaría de Guerra en España. No era ciertamente aquella una buena escuela para un republicano, y pocas lecciones de igualdad podían tomarse en una corte como la de Madrid, de esa política sencilla, franca y generosa, tan esencial a las repúblicas democráticas, así como muy pocos ejemplos que imitar del respeto debido a los derechos del hombre. Regresó a México en 1823, cuando la nación había conquistado su independencia y acababa de conseguir su libertad; de manera que la patria no le debía un solo sacrificio, una sola lágrima. Ved aquí los que debían dirigir los destinos de la República Mexicana. He dicho algo, por ahora, para dar a conocer las opiniones de estos individuos: oportunamente hablaré de sus calidades características y personales como hombres públicos.

Desde el mes de agosto del año anterior, algunos Estados del interior, a cuya cabeza estaba el de Jalisco, habían formado el proyecto de crear una convención de sus diputados en la villa de León, para asegurar, decían, la soberanía e independencia de los Estados, amenazada por algunos ambiciosos. Nada es más importante que el que los Estados tomen precauciones para conservar sus derechos, tan legítima como justamente adquiridos; pero aquella medida, en tiempo de la administración débil y vacilante de Guerrero, además de inútil, era un nuevo elemento de discordia en medio de tantos como agitaban entonces la República, por las razones que hemos manifestado. El presidente comisionó para tranquilizar los ánimos de los promovedores de aquellas novedades a don Valentín Gómez Farías, senador por Zacatecas, federalista exaltado y, si bien tenaz y obstinado en sus opiniones, hombre activo, aplicado a sus deberes y honrado. Farías consiguió inspirar confianza acerca de las intenciones de Guerrero y por entonces se suspendió aquel proyecto de coalición. La entrada de Bustamante a México resucitó aquel designio, y los gobernadores de San Luis, don Vicente Romero, y de Michoacán, don José Salgado, no solamente se dispusieron a llevar a efecto aquella coalición, sino que con este fin organizaron tropas y se prepararon a resistir al gobierno establecido en México. El segundo, tan luego como tuvo noticia del movimiento de Jalapa, dió órdenes para que el coronel don J. José Codallos pasase a la capital con dos mil hombres armados, con el objeto de sostener el gobierno federal en la administración constitucional de Guerrero. Pero la noticia de la ocupación de México por las tropas de Bustamante obligó a Codallos, que recibió esta noticia en el camino, a suspender su marcha y a pedir órdenes a Salgado, manifestándole que no podía reconocer el nuevo gobierno.

Mientras que en Querétaro una asonada militar disolvía la asamblea legislativa, en Morelia se preparaban las tropas permanentes que allí había, bajo las órdenes de un oficial llamado Manero, a hacer otro tanto. El principal móvil de esta facción era don Mariano Michelena, el mismo que figuró como agente de Arizpe, como miembro del Poder ejecutivo, como enviado a Londres y como contratista de buques que nunca parecieron y de vestuarios inservibles. Salgado, en lugar de prepararse a la resistencia, llamando a Codallos a Morelia o mandándolo, como él mismo proponía, a restablecer en Querétaro el orden constitucional interrumpido, para lo que tenía un número suficiente de tropas, ocurrió a un arbitrio que debía conducirlo a la ruina. No estando reunida la legislatura, convocó una junta de autoridades civiles, eclesiásticas y militares, con otras personas, muchas del partido escocés, para que le aconsejasen lo que convendría hacer en aquellas circunstancias. En el momento conoció que había dado un paso falso, pues del seno de aquella reunión salieron las primeras voces de su destitución y de la legislatura del Estado. Ocurrió entonces a congregar esta asamblea, creyendo reparar su error con esta nueva medida, para tomar un partido en la confusión en que se hallaba. La legislatura dió un decreto por el cual desconocía las autoridades que ocupaban la capital, remitiéndose a la decisión del Congreso general, sin advertir que aquella asamblea estaba enteramente bajo la influencia del nuevo gobierno y rodeada de sus bayonetas.

Los decretos de que he hablado anteriormente, ambos relativos a legalizar el movimiento de Jalapa y sus consecuencias, llegaron a los pocos días a Morelia, y el gobernador Salgado se vió obligado a reconocer en Bustamante al jefe supremo de la federación, en virtud del decreto mencionado. Creyó este honrado magistrado que aquel sería el término de la revolución con respecto al Estado que gobernaba, y que sujetándose a los vencedores, continuaría tranquilamente ejerciendo sus funciones constitucionales. No veía que el triunfo de un partido sobre otro es siempre la elevación de los unos y la caída de los otros; no creía que en Morelia se seguiría el mismo ejemplo que en Querétaro y que posteriormente se imitó en San Luis, Oaxaca y otros Estados. Regularmente nos juzgamos de mejor condición que los demás, cuando los vemos acometidos de una desgracia que por lo pronto no nos toca, aunque las circunstancias sean iguales. Algo más, procuramos atribuirla a alguna falta que acusamos en ellos, y de que nos creemos exentos, aunque en realidad así no sea. Quizás el gobernador de Michoacán manifestaba una moderación de sentimientos que no tenía; no osaba descubrir lo que pensaba y se creía obligado a guardar miramientos que disminuían la fuerza de su partido, sin hacer por eso ilusión a sus enemigos; a esto debe atribuirse el descuido en no haber tomado precauciones para resistir el ataque que debía despojado de su autoridad, disolver la legislatura y exponer la vida de este magistrado a los riesgos que corrió posteriormente.

El gobierno de México había dispuesto que el general de brigada don Luis Cortázar, que se hallaba en Celaya con 2,000 hombres de tropas, pasase a Morelia, porque se temía que el señor Salgado opusiese resistencia a las resoluciones que emanaban de México. Cortázar se dirigió en efecto a aquella ciudad con su tropa y conservó buena armonía con el gobernador, quien procuraba apoyarse en la autoridad de este general para no ser violentamente despojado, como lo habían sido otros. Muy precario debe ser el poder que sólo se funda sobre la voluntad de un jefe militar, sujeto él mismo a las vicisitudes de la revolución. Cortázar fue relevado a los treinta días por el gobierno de México, que no podia aprobar su conducta respecto de las autoridades de Michoacán que sostenía, pues las intenciones del gabinete de Bustamante eran cooperar a la destitución de los gobernadores y legislaturas por medio de tumultos militares, lo que evitó el general Cortázar en Morelia. Entonces el gobierno de México nombró en su lugar a don Victores Manero, jefe imbécil y por lo mismo apto para dejar obrar a los facciosos.

Así aconteció, en efecto; éstos se valieron del ayuntamiento de la ciudad para que declarase que desconocía la autoridad del gobernador don José Trinidad Salgado y la de la asamblea legislativa, dando un decreto para que dicha asamblea convocase a nuevos diputados, apoyando esta soberana declaración en el artículo 4° del plan de Jalapa. Aquí tenemos unos cuantos regidores constituídos en intérpretes de la voluntad del Estado, que atacando las supremas autoridades, simples directores de la policía de una ciudad, osan destruir todo el orden establecido por las leyes. Pero estaban protegidos por la fuerza militar y el gobernador no tenía ninguna capaz de hacer resistencia a aquélla. Entonces Salgado no tuvo otro recurso que salir de la capital del Estado y dirigirse a la ciudad de Zamora, con el fin de reunir fuerzas suficientes para sostener su autoridad y la del congreso del Estado, hollada por un ayuntamiento rebelde. Esto aconteció a principios de marzo de 1830. Si el señor Salgado se hubiera declarado desde el principio opuesto, a la revolución de Jalapa y puéstose en combinación con los Estados que se manifestaban dispuestos a oponer resistencia; si en lugar de debilitar las fuerzas y la opinión del coronel Codallos, las aumenta dejándole obrar en la esfera que aquel valiente militar pretendía hacerlo y, dando las muestras de energía que desplegó más tarde, se pone en movimiento en el Bajío hasta San Luis, Jalisco y Zacatecas, tal vez la causa del partido popular hubiera sido menos desgraciada. No se atrevió por entonces a tomar ninguna resolución vigorosa, y sin ponerse en estado de resistir a sus enemigos, no por eso consiguió apaciguar su colera.

En este intermedio el Congreso general se ocupaba en aprobar todos los tumultos parciales de los Estados y la anulación de sus legislaturas y gobernadores. El decreto del ayuntamiento de Morelia fue sancionado por las cámaras de la Unión; y otros tantos decretos sancionaron también la deposición de una parte de los diputados de Jalisco, de todos los de Querétaro, Durango, Tamaulipas, Tabasco, Oaxaca, Puebla, Veracruz, Chiapas y México. El decreto dado acerca de la legislatura de este último merece una mención especial. El Congreso declaró nulo todo cuanto se había hecho en el Estado de México desde el año de 1827 hasta la fecha de este memorable decreto; y mandaba reponer la legislatura constituyente, que había concluído su tiempo en febrero de dicho año de 1827, habiendo entrado tranquilamente la legislatura constitucional y continuando así sus períodos siguientes. Esta fue una parodia del decreto de 4 de mayo de 1814, por el que Fernando VII declaró como no corrido el tiempo de su prisión en Francia, y todas las cosas restituídas al año de 1808. La diferencia única es que los gobiernos despóticos no tienen reglas, leyes, ni deberes; pero el Congreso de una nación constituída tiene límites que no debe pasar. La discusión acerca de este decreto fue de las más ruidosas y el escándalo llegó a su colmo. Un diputado propuso que se abandonase el poder absoluto al gobierno, otro que se trasladase el Congreso a otro punto y don Carlos Bustamante quería que, a falta del número suficiente de diputados, la Cámara autorizase a algunos de las galerías para entrar a la deliberación. La sesión se suspendió el 27 de febrero, pero el lunes 1° de marzo aprobó la Cámara de diputados el proyecto que había tenido origen en el Senado. Los diputados del partido popular habían ya cedido a las circunstancias, con las pocas excepciones que veremos después. Sucede con frecuencia en estos casos, que las asambleas dan muy pocas veces pruebas de firmeza; porque como cada individuo aisla su conciencia de la ley que se emite, no viéndola como su propia obra sino como obra de todos, tampoco se cree responsable de ninguno de sus efectos. Hay, además, en estas corporaciones cierto número de individuos que no participando ni de las afecciones ni de las pasiones de los partidos contendientes, se inclinan hacia el más fuerte. Por último, hay otra clase degradada y envilecida que sigue siempre a la fortuna y abandona con facilidad a sus antiguos aliados para hacerse otros más felices.

En estas mismas circunstancias la cámara de senadores absolvió a don Lorenzo de Zavala de la acusación intentada contra él por algunas órdenes que libró estando en el ministerio de Hacienda sobre amortización de créditos en las aduanas marítimas y ventas hechas de tabacos con arreglo a la ley. Este acto de justicia pronunciado en medio de la grita de un partido que había calumniado, perseguido y deshonrado a este funcionario, hecho entonces el anatema de los facciosos, es un testimonio ineluctable de su inocencia y de la injusticia de sus enemigos. Muy amarga era la posición en que se encontraba, abandonado por los de su partido y perseguido por los del que acababa de triunfar.

Cuando enemigos ardientes y diestros, dice un escritor, han calentado las cabezas del bajo vulgo bajo pretextos especiosos, no es fácil poner freno ni medida. Dado una vez el movimiento, se comunica de masa en masa y adquiere una fuerza irresistible. El hombre inocente, a quien la calumnia persigue en nombre de la moral y de la virtud, no es ya más que una víctima consagrada al anatema. Todos los ataques que contra él se dirigen se consideran como legítimos, y todas sus defensas como culpables. La mentira tiene razón en la boca de sus perseguidores y la verdad es mentira en la suya; se alteran todos los hechos y todos los principios se confunden. Entonces, satisfecho el malvado de poder pronunciar la palabra honradez en el momento en que viola todas las leyes, el más vil detractor lisonjeado de poder representar un papel, viene a lanzar sus tiros entre la multitud. Los libelos, las difamaciones, las invectivas se suceden y se renuevan; es una especie de vértigo que ocupa los espíritus, hasta que, por último, esta rabia epidémica se agota por sus propios excesos, como se acaba un incendio por falta de combustibles.

Los Estados occidentales de México veían con desconfianza al gobierno nuevamente establecido, y temían que tuviese el proyecto de centralizar la forma de administración. El pequeño Estado de Chihuahua dió un decreto desconociendo la autoridad de Bustamante; el de Jalisco había dado otro reconociendo al general Pedraza; el de Zacatecas, a cuya cabeza estaba el respetable don Francisco García, se mantenía en observación de todo lo que pasaba, armado con seis mil nacionales bien disciplinados y con recursos suficientes para oponerse a cualquiera tentativa contra sus autoridades y soberanía; el de San Luis Potosí, cuyo poder ejecutivo ejercía don Vicente Romero como gobernador, preparó tres mil hombres bien armados y equipados, prontos a marchar, según se decía en los papeles públicos de la ciudad de San Luis, sobre Guanajuato, en donde el partido dominante era el de adherirse a las autoridades de México. La legislatura de San Luis de acuerdo con el gobernador Romero y el inspector de la milicia nacional Márquez, declararon que no obedecerían un poder usurpado al legítimo presidente de la República.

Todo estaba en fermentación en los Estados referidos; y el ministerio obraba entonces con sagacidad para dividir las fuerzas de los que estaban resueltos a oponer una resistencia tanto más terrible, cuanto que los habitantes del Bajío, que hicieron una guerra tenaz a los españoles, son valientes, y aquellas fértiles llanuras ofrecen recursos inagotables. Añádase a esto que el gobierno no podía desprenderse de las tropas que ocupaban la capital y otros puntos, sin exponerse al peligro de una reacción popular y se conocerá cuán crítica era en aquella época la situación de los nuevos gobernantes.

Pero hasta entonces todas eran amenazas, y el ministerio sólo oponía a ellas promesas de cumplir exactamente la Constitución y las leyes. Los desórdenes que se cometían en la casa misma de los supremos poderes de la Unión, no eran considerados como obra del gabinete y mucho menos del vicepresidente. Éste empleaba su influencia particular respecto de los descontentos, apelando a sus antiguas relaciones de amistad; les recordaba sus conexiones íntimas y la familiaridad en que habían vivido sirviendo juntos una misma causa desde el año de 1821, siendo compañeros en las desgracias; y los excitaba a unir sus sentimientos, así como sus esfuerzos, a consolidar el orden, establecer la paz, asegurar la libertad y los goces inefables que proporcionan.

¿Bustamante escribía de buena fe que tenía el ánimo de mantener ilesas las instituciones establecidas? En el caos de ideas, en medio del tumulto de acontecimientos que sobrevenían; en la confusión de negocios de que se veía rodeado, quizá él mismo creía haber hecho una acción laudable usurpando el poder, persuadido de que sería capaz de mejorar la suerte de los mexicanos. Esto es cuanto un historiador imparcial puede decir de este caudillo hasta la época de que voy hablando. Aun no había manchado sus manos con la sangre de ninguno de sus conciudadanos, aun no se había anotado ningún acto deliberado de perfidia ni de maldad que emanase de él mismo. Su aturdimiento en los primeros momentos de encontrarse a la cabeza de una república entregada a la anarquía, era bastante excusa para no poner remedio pronto a los excesos de sus nuevos aliados. El coronel Márquez, los gobernadores Romero y Salgado y otras personas influyentes en los Estados, no podían persuadirse que aquel don Anastasio Bustamante, cuya moderación, cuyo patriotismo, cuyos servicios lo habían hecho tan recomendable; a quien habían visto en sus reuniones mostrar tanto celo por la federación, tanto amor al orden, tan grande amistad por Guerrero, se hubiese convertido repentinamente en un ambicioso, en un tirano, en un falso y pérfido enemigo de sus antiguos conmilitones.

En principios de febrero publicó el vicepresidente un manifiesto, que tenía por objeto desacreditar oficialmente la administración que acababa de derribar. No había ningún género de faltas, de delitos, de infracciones, de que no acusase al presidente Guerrero y a sus ministros. Recordaba con estudiadas hipérboles los desórdenes de la revolución de la Acordada, a que él mismo era deudor de la vicepresidencia; pintaba con los más exagerados coloridos las escaseces del erario, atribuyéndolas a los que ciertamente no habían tenido parte en ellas, como hemos demostrado. Provocaba el odio del ejército contra los que no le pagaban sus sueldos, por haber empleado, decía, los caudales públicos en dilapidaciones escandalosas. En suma, no había ninguno de los vicios de que adolecía la nación desde tiempo inmemorial, ninguna de las desgracias públicas de que se quejaban los habitantes en todos tiempos, ni de los desórdenes, tan comunes en los países que acababan de experimentar fuertes sacudimientos, que no los atribuyese a la administración del general Guerrero.

Era una invectiva indecorosa, llena de falsedades; de imputaciones generales, muy ajena del tono majestuoso y mesurado y del lenguaje positivo y lleno de dignidad que debe emplear un magistrado de tal categoría, que se dirige al pueblo. Era, además, un ejemplo de funestas consecuencias que presentaba a los que posteriormente estuviesen en disposición de usurpar el poder, contra el que jamás faltan artículos de acusación, con justicia o sin ella. Cualquiera que haya sido el autor de aquel manifiesto, hizo un mal grave a su patria, y dejó para la posteridad un documento de oprobio para el caudillo que tuvo la desgracia de suscribirlo.

Quindi non terra, ma peccato et honta
Guadagnerrá, per se tanto piu grave,
Cuanto piu leve simil damno conta
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Dante.
Indice de Venganza de la Colonia de Lorenzo de Zavala CAPÍTULO CUARTO CAPÍTULO SEXTOBiblioteca Virtual Antorcha