Indice de Venganza de la Colonia de Lorenzo de Zavala CAPÍTULO SEXTO CAPÍTULO OCTAVOBiblioteca Virtual Antorcha

VENGANZA DE LA COLONIA

Lorenzo de Zavala

CAPÍTULO SÉPTIMO

Diversas partidas de guerrillas. El coronel don Francisco Victoria. Es hecho prisionero. Es ejecutado en Puebla. Don Juan Nepomuceno Rosains es ejecutado igualmente. Persecuciones contra el partido caído. Expulsión de siete diputados del Estado de Chihuahua. Ordenes para prender al diputado Almonte. Evita su desgracia ocultándose. Prisión del diputado Gondra y de otros individuos. Conspiración inventada. Sentencia contra los diputados Alpuche y Cerecero. El señor Salgado y don Mariano Cerecero sentenciados a pena capital. El segundo es indultado por el presidente. Esfuerzos de la señora de Salgado para libertar a su esposo. Fuga de éste de la prisión. Atentados de don Pedro Otero. Asesina a nueve individuos. Premio que da el gobierno por esta acción. Otras ejecuciones en México. Reflexiones. Apoyos facticios que busca la administración. Falsos rumores de expedición española. Circula esta noticia el ministro Alamán a los Estados. Falsedad de estos rumores. Creación de un Banco de avío. Decreto dado a este efecto. Reflexiones sobre esto. El general Armijo en Acapulco. Acciones entre Codallos, Garda y Otero. Derrota del primero en La Loma. Alvarez desampara a Texca. La ocupa Armijo. Nuevas ejecuciones. La guarnición de México pide la eliminación de varios miembros de ambas cámaras. La península de Yucatán. Convención en el pueblo de Becal. Resoluciones que toma. Movimientos de los indios apaches en los Estados de Occidente. Llegada del general Pedraza a Veracruz. Orden para impedir su desembarco. Arbitrariedad de esta medida. Contestaciones entre este general y don Anastasio Bustamante.


La guerra civil se extendía rápidamente en los Estados de Michoacán, Puebla, Oaxaca y México. Varias partidas indisciplinadas corrían por las cercanías de Zacatlán y Atlixco bajo las órdenes de individuos que no podían inspirar ninguna confianza a los propietarios. Codallos aumentaba sus fuerzas en el primero de estos Estados con gentes acostumbradas a la guerra de partidas, que pertenecieron a las guerrillas de los antiguos insurgentes. Otros cuerpos numerosos se extendían en los ardientes climas de Tamazula, Ajuchitlán y Teloloapam, bajo las órdenes de Juan Cruz; pero el cuerpo más numeroso y temible era el del coronel Alvarez, contra el que debían obrar en combinación los generales Bravo y Armijo. El coronel don Francisco Victoria, que había acompañado al general Guerrero hasta su hacienda, se declaró igualmente contra el gobierno de Bustamante y recorría con el capitán don Francisco Rendón varios puntos hacia la parte del Sudeste de México, entre los pueblos de Tlapa y Tecomatlán, con una pequeña partida de dragones.

Victoria fue atacado en 24 de marzo por el capitán don Tomás Moreno con fuerza triple y, aunque el primero se defendió con valor, fue hecho prisionero con toda su tropa. Conducido a México y luego a la ciudad de Puebla, este desgraciado oficial sufrió con valor y serenidad la pena de ser pasado por las armas, dando hasta el último momento las muestras menos equívocas de la persuasión íntima de la justicia de su causa.

Referiré este suceso en los términos que se publicó en aquel mismo tiempo:

El coronel Victoria, preso por la segunda y última vez por Albino Pérez en la hacienda de Flon y conducido a Puebla; como había sido condenado a muerte por el consejo de guerra, luego que llegó, mandó el comandante general ejecutar la sentencia dentro de veinticuatro horas. Victoria escuchó esta orden con calma, e hizo llamar a un sastre para que le hiciese un vestido de luto, que se concluyó al día siguiente. Pidió a Albino Pérez que le permitiese afeitarse; pero le fue negada la demanda como contraria a la Ordenanza. Luego que se vistió con su traje de duelo, avisó estar dispuesto, y Albino lo hizo sacar a la plaza de la ejecución, en donde formó sus tropas. Antes de sentarse en el banco fatal, pidió permiso para hablar a los espectadores, y dirigiéndose al pueblo, dijo en alta voz:

Compañeros y amigos: yo voy a morir, pero habrá muchos que vengarán mi muerte.

Se sentó y al acercarse Albino con intento de darle un abrazo, Victoria le opuso la mano al pecho diciendo:

Usted no es digno de abrazarme a mí; haga usted su deber.

Entonces se sentó otra vez con serenidad, puso las manos sobre las rodillas y fue fusilado, sin hacer otro movimiento que el de caer muerto. Esto aconteció el 11 de septiembre, cuando se estaba celebrando la victoria de Tampico, ganada un año antes bajo la administración de Guerrero.

Don Juan Nepomuceno Rosains, que había servido la causa de la independencia y que tenía un influjo poderoso en el Estado de Puebla, fue acusado de conspirador, reducido a prisión y sentenciado a pena capital, que se ejecutó igualmente.

Depuestas de sus destinos todas las personas que se suponía pertenecer al partido de Guerrero, comenzaron a continuación las persecuciones.

El hermano del gobernador de Puebla se vió obligado a andar fugitivo. Don Bernardo González Angulo, mexicano respetable por sus luces, sus servicios patrióticos y destinos que ha desempeñado fue reducido a una estrecha prisión. El ex gobernador de Durango don José Baca Ortiz y su sucesor don Francisco Elorriaga. tuvieron la misma suerte. En Chihuahua siete diputados fueron expulsados de su Estado; muy pocos eran los pueblos principales de la República en los que el partido dominante no ejerciese su furor.

Hemos referido los lazos que en México tendían los mismos gobernantes y el número de prisiones que se hacían frecuentemente.

En 16 de abril libró órdenes el ministro de la Guerra para arrestar al diputado don Juan Nepomuceno Almonte, por suponérsele órgano de comunicación entre los partidarios de Guerrero. Almonte tuvo la felicidad de escapar de esta desgracia, habiéndose podido ocultar de la saña de sus perseguidores.

No tuvo la misma fortuna el diputado don Isidro Rafael Gondra, a quien no se le podía perdonar su constancia en sostener los derechos de sus conciudadanos y una firmeza que no se doblegaba a las amenazas de unos ni a las insinuaciones y ofertas del ministro Alamán. Se inventó la existencia de una grande conspiración, que tenía por objeto asesinar al vicepresidente don Anastasio Bustamante y entregar la ciudad de México al saqueo. Se supuso que la dirigía un extranjero llamado Mr. Bertrand y se libraron órdenes para arrestar al diputado Gondra, que estaba viviendo tranquilo en una quinta a una legua de México; al coronel Pinzón, a quien poco antes habían puesto en libertad; al extranjero referido, al capitán Torres, a don Asensio Mesía y a otros más.

Los papeles públicos, dirigidos todos por el ministerio, hicieron tal escándalo sobre esta figurada conspiración, que por todas partes se creyó al gobierno amenazado de un riesgo inminente, del que acababa de libertarse por un favor especial de la Providencia. La casa del diputado fue cateada, sus papeles ocupados y una cantidad que no pasaba de cuatrocientos pesos, con que fomentaba su pequeña huerta, se dijo que era para hacer la revolución.

Este escandaloso suceso acaeció en 21 de junio y el resultado ha sido que no existió ninguna conspiración.

Entre tanto se continuaban los procesos de los diputados Alpuche y Cerecero y del gobernador de Michoacán, Salgado. Los diputados fueron sentenciados a salir de la República por cierto número de años y don Mariano Cerecero sentenciado a la pena capital. Aun no se había verificado ninguna ejecución semejante, pues la de Victoria que he referido fue posterior. El vicepresidente Bustamante, que todavía no había adoptado la política sanguinaria que sus ministros procuraban inspirarle, resistió a este acto de crueldad que iba a ejercer en un joven, cuyo delito había sido el de invitar a un espía del gobierno para una revolución sin plan, sin combinación ni probabilidad de suceso; y, aunque sin autoridad legal para ello, mandó suspender la ejecución de aquella pena, habiendo hecho sacar a la víctima de la capilla el día mismo que debía ser sacrificada.

El señor Bustamante pareció ceder entonces a un sentimiento generoso y a los ruegos y representaciones de muchas gentes respetables que pidieron la gracia del desgraciado joven. Es verdad que este espectáculo por asuntos políticos en aquellas circunstancias, en la capital federal, hubiera conmovido mucho los ánimos y enajenado una gran parte de ciudadanos adheridos al nuevo orden de cosas.

El proceso, que se continuaba con actividad contra el señor Salgado en Morelia, había llamado mucho la atención pública. Se vió presentarse en la ciudad federal a la señora doña Dolores Rentería, esposa de aquel magistrado, la que vestida de luto y bañada en lágrimas, corría de un punto a otro reclamando el cumplimiento de las leyes constitucionales, holladas en el juicio militar que se intentaba a su marido. Las enérgicas representaciones de esta ilustre mexicana, apoyadas sobre los principios elementales del sistema constitucional, si bien fueron escuchadas por la Corte Suprema de Justicia, no pudieron evitar el curso de la causa, que se procuraba acelerar por el comandante militar de aquel Estado don Pedro Otero, encargado de hacer fusilar a Salgado, para dar ese espectáculo de terror en Michoacán, en donde había muchos descontentos con el cambio ocurrido en la República.

¡Inútiles esfuerzos que no podían ahogar la opinión pública! Salgado fue sentenciado a la pena capital por un consejo ordinario de guerra, y sólo debió la vida a la actividad de amigos generosos que le proporcionaron arbitrio para fugarse del convento de San Agustín en que estaba encerrado. Grande fue la sorpresa del oficial encargado de llevarlo a la capilla y desde ella al suplicio, cuando habiendo preguntado por él no pudo encontrarlo.

Esta víctima escapó entonces a la venganza de una facción enfurecida. Salgado corrió a unirse a las fuerzas que se levantaban para sostener el plan de Codallos, de que he hecho mención. A la fuga de Salgado siguió en la ciudad de Morelia un hecho que ocupa lugar muy distinguido en las páginas de esta época sangrienta. Quedaron todavía en las cárceles de Morelia, acusados de adictos a la causa del señor Salgado, los ciudadanos don José María Méndez, oficial del batallón de Zamora; don Gregorio Mier, coronel de Puruándiro, y los capitanes don José Godínez, don Cristóbal Cortés y don José María Cisneros. Se continuaba su proceso, cuyo término era muy natural que tuviese el mismo éxito que los de Salgado, Victoria y Cerecero, esto es, el de ser condenados a la pena capital. Sus familias y amigos solicitaban todos los medios para escaparlos de una muerte cierta y pronta, por la fuga, que era el único arbitrio que ofrecían las tristes circunstancias, en donde el comandante militar Otero, el asesor don Víctor Márquez y ocho o diez oficiales eran suficientes para condenar a toda la ciudad de Morelia al último suplicio.

Tentaron a este efecto la disposición en que se hallaba un alférez del batallón de Morelia llamado don Trinidad Ríos, que les hacía con frecuencia la guardia, y le ofrecieron a este fin cuanto podia excitar su codicia y su pequeña ambición, para determinarlo a fugarse con los prisioneros. Ríos convino y ajustó el mercado a ochocientos pesos, que debían anticiparle, como se verificó, y dispuso las cosas para que se realizase el proyecto en la noche del 7 de diciembre de este año. Mas el pérfido obraba de acuerdo con el comandante Otero, que buscaba un camino para libertarse en un solo golpe de todos aquellos desgraciados, asesinándolos bajo cualquier pretexto. Una multitud de guardias, patrullas y rondas se prepararon para recoger a los presos, que sin conocer el lazo que se les había tendido suspiraban por el momento de la fuga. Comienzan a efectuarla bajo la dirección del mismo que había preparado las patrullas que debían reaprehenderlos, y salidos de sus prisiones, bendiciendo el genio tutelar que les proporcionaba el modo de libertarse de una muerte segura, cayeron en manos de los soldados apostados por el mismo a quien creían deber la vida y la libertad. Cuatro ciudadanos llamados don Ruperto Castañeda, don Ignacio Ortiz, don Manuel Foncerrada y don Antonio Mier, que fueron encontrados por las patrullas, aunque no hubiese título ninguno para ser detenidos, fueron arrestados y conducidos al convento de San Agustín, juntamente con los otros, a pretexto de que venían a auxiliarlos en la fuga. El comandante don Pedro Otero, que había tramado este lazo, que fue él mismo uno de los alguaciles para las prisiones, dispuso que sin más formalidad fuesen puestos en capilla estos diez ciudadanos y dió órdenes para que fuesen pasados por las armas en el mismo día. Así se verificó, con la sola excepción de don Manuel Foncerrada por haberse fingido loco en aquella circunstancia. El gobierno de Bustamante premió esta mala acción de Otero con el empleo de general de brigada. El oficial tuvo por premio el dinero que había recibido de los que sacrificó.

En 18 de agosto fueron sentenciados en México a sufrir la pena de muerte el teniente don Manuel Bello, el subteniente don José Echavarría y el sargento Damián Nájera, corno complicados en la imaginada conspiración de que he hablado, y en consecuencia de la cual fueron arrestados más de veinte ciudadanos, que fueron puestos en libertad.

Si se examina imparcialmente qué especie de conspiración podían formar dos oficiales sin nombre, sin recursos, sin talentos, y un sargento, se reconocerá en el momento que era necesario tener mucha sed de sangre para dar importancia a semejantes cosas. Ninguno podrá persuadirse que el gobierno fuese tan débil que pudiese caer por los esfuerzos de personas tan insignificantes, y cuando mucho, se deberá conceder que aquellos infelices no serían afectos a los que gobernaban entonces; que dejarían escapar algunos propósitos imprudentes y que quizá harían algunas tentativas para hacerse prosélitos. Esto habíamos visto en tiempo de Iturbide, de Victoria y de Guerrero, pero nunca vimos subir un solo mexicano al cadalso. El sangriento ejemplo que ha dado la administración de Bustamante, Facio y Alamán, formará un articulo de acusación contra estos hombres, que al ocupar el poder, arrojando al que lo obtenía, ofrecieron venir a dar libertad y prosperidad a la República.

Este gobierno, que se mantenía en medio de muertes y de sangre, necesitaba buscar algunos apoyos facticios a su poder y el ministro Alamán, fecundo en este género de pequeñas intrigas, propias para deslumbrar algunos días pero que después descubren el artificio, el tiempo y los desengaños, creyó oportuno distraer la atención de los mexicanos con la invención de un próximo desembarco de españoles para invadir el territorio de la República. Los mismos que habían negado con tanta obstinación como mala fe la verdadera expedición que se efectuó sobre Tampico en tiempo del general Guerrero, se empeñaron en esta vez en persuadir que era indudable que el gabinete de Madrid preparaba una fuerza considerable para vengar el ultraje recibido en Tampico.

En la sesión de 16 de marzo se presentó el ministro Alamán a la Cámara de diputados a anunciar como cierta la noticia de que se estaba equipando una grande expedición, que sería mandada por uno de los más acreditados generales de la nación española.

S. E. inculpó mucho al gobierno anterior, dice uno de los papeles de aquel tiempo, por haber publicado tan a menudo noticias de este género, lo cual había inducido al actual a dilitar esta comunicación; pero añadió que la fuerza de las circunstancias y la autenticidad de los documentos que iba a leer le habían impelido a informar a la Cámara de estos hechos, para que se pensase en tomar medidas inmediatamente, autorizando al ministro de Guerra y Marina para reorganizar el ejército y hacer otros gastos.

En 17 de abril expidió una circular a los gobernadores de los Estados, en la que, anunciándoles el próximo peligro de la supuesta invasión, les encargaba invitasen a los pueblos a abrir suscripciones de donativos para atender al apresto del vestuario, monturas, armamento y demás gastos que se necesitaban erogar, para poner en pie un ejército respetable que repeliese la invasión española.

Si la ciudad de Cádiz, les decía el astuto ministro en aquella circular, a la primera invitación del gobierno español ha ofrecido equipar y mantener enteramente a sus expensas dos mil hombres, hasta situarlos en el punto de la República que se les mande ¿podrá darse que el patriotismo mexicano se manifieste indiferente cuando se trata de la independencia, del honor nacional, de todo lo que es caro a un hombre y a una nación?

El lector, que sabe que no ha habido tal expedición ni tales preparativos, sacará las consecuencias y no dejará de notar que, aun cuando se fraguaba una cosa semejante, se acusaba a la administración anterior, que no había fingido, sino repelido efectivamente a los enemigos.

La otra medida de que este gabinete echó mano para deslumbrar al pueblo mexicano, fue la de la creación de un Banco de avío, que tuviese por objeto establecer en el país telares y manufacturas de algodón. El texto del decreto expedido por las cámaras es un documento interesante para dejar de ocupar un lugar en esta obra. Es como sigue:

1° Se establecerá un Banco de avío para fomento de la industria nacional, con el capital de un millón de pesos.

2° Para la formación de este capital se prorroga por el tiempo necesario, y no más, el permiso para la entrada en los puertos de la República de los géneros de algodón prohibidos por la ley de 22 de mayo del año anterior.

3° La quinta parte de la totalidad de los derechos devengados y que en lo sucesivo causaren en su introducción los efectos mencionados en el artículo anterior, se aplicará al fondo del Banco.

4° Para proporcionar de pronto las sumas que fueren necesarias, se autoriza al gobierno para negociar sobre la parte de derechos asignados a la formación del capital del Banco un préstamo de 200,000 pesos, con el menor premio posible, que no pase de tres por ciento al mes, y por plazo que no exceda de tres meses.

5° Para la dirección del Banco y fomento de sus fondos, se establecerá una junta que presidirá el secretario de Estado y del despacho de Relaciones, compuesta del vicepresidente y dos vocales, con un secretario y dos escribientes, si fuesen necesarios. Los individuos de esta junta no gozarán por ahora de sueldo alguno, pudiendo el gobierno reelegir al que salga, si le pareciere conveniente, y para secretarios y escribientes se emplearán cesantes útiles, que servirán estos destinos por el sueldo que les corresponde, por el empleo de que son cesantes. El gobierno formará el reglamento a que debe sujetarse esta junta para el desempeño de sus funciones; y en adelante, cuando haya productos del fondo, se establecerá por el Congreso el sueldo que han de disfrutar los individuos de la junta y demás empleados del Banco.

6° Los fondos del Banco se depositarán por ahora en la Casa de Moneda de esta capital (México), a disposición del secretario del despacho de Relaciones, quien de conformidad con los acuerdos de la junta, librará las sumas que fueran necesarias. Cuando por el aumento de los fondos se requiera una oficina para su manejo, se establecerá con los empleados que parezcan necesarios, previa la aprobación de su número y sueldos por el Congreso.

7° La junta dispondrá la compra y distribución de las máquinas conducentes para el fomento de los distintos ramos de industria, y franqueará los capitales que necesitaren las diversas compañías que se formaren, o particulares que se dedicaren a la industria en los Estados, distrito y territorios, con las formalidades y seguridades que los afiancen. Las máquinas se entregarán por sus costos, y los capitales con un cinco por ciento de rédito anual, fijando un término regular para su reintegro, y que continuando en giro sirva de fomento continuo y permanente a la industria.

8° Los productos de los réditos de las importaciones que expresa el artículo anterior, se destinarán a los sueldos de los individuos de la junta y demás empleados en el Banco, y a los gastos de éste, y el remanente se aplicará al aumento del capital.

9° La junta presentará y publicará anualmente sus cuentas, acompañándolas con una memoria en que se demuestre el estado de la industria nacional y sus sucesivos progresos.

10° Aunque los ramos que de preferencia serán atendidos, sean los tejidos de algodón y lana, cría y elaboración de seda, la junta podrá igualmente aplicar fondos al fomento de otros ramos de industria y productos agrícolas de interés para la nación.

11° El gobierno podrá asignar de los fondos del Banco hasta seis mil pesos anuales para premios a los propuestos y con informe de la junta, los cuales se concederán a diversos ramos de industria.

12° Por ningún motivo ni pretexto se distraerán los fondos del banco para otros objetos, ni se podrán hacer por la junta donativos, funciones, ni otra erogación alguna ajena de su objeto.

Aquí tiene el lector un modelo original de los talentos políticos y económicos del ministro Alamán. Se comienza formando un establecimiento de incierta utilidad, por no decir de pérdida segura, por una bancarrota, para buscar una aventurada ganancia, empleando una parte de la renta pública, que tiene que salir del producto neto del capital nacional. Cuando la Hacienda Pública tiene un deficiente de ocho millones de pesos anuales y una deuda de treinta y dos millones en el exterior, cuando la agricultura y cría de ganados se hallan en un estado de atraso que reclama las primeras atenciones del que intente con recta intención ocuparse de las útiles mejoras de la República, cuando los caminos están intransitables y la conducción de efectos es tan difícil de uno a otro punto, parece una extravagancia que el gobierno se ocupe en establecer manufacturas y talleres, cuyas máquinas no podrán transportarse ni manejarse con utilidad y acierto. Pero el ministro proyectista se ha propuesto entretener a los mexicanos con sus pomposas ofertas, divertidos con empresas que halagan el orgullo nacional, crearse una nueva escala de empleados en un país en que tantos hay y, por este medio, extender su influencia y su poder.

No hay más que leer con atención el decreto, para observar que el ministro nombra los directores del Banco, que puede reelegirlos, que con ellos ha de hacer los acuerdos, que están a su disposición los fondos, que él formaría el reglamento de empleados y sueldos; por último, es un resorte más que se creó para aumentar el poder en una República donde el grande interés de los representantes del pueblo, cuando cumplan con su deber, ha de ser disminuirlo.

He referido que el general Armijo fue destinado a atacar al coronel Alvarez, dejando por entonces al coronel Codallos, con quien había tenido ya algunos encuentros, entre los cuales el más importante fue el de Cutzamala. En esta acción Codallos fue completamente derrotado, y se vió obligado a refugiarse únicamente con dos oficiales y dos asistentes entre las barrancas de la Sierra Madre, y tomando por el rumbo del sur de Jalisco, se dirigió a las cercanías de Tamazula, en donde se puso de acuerdo con el coronel don Gordiano Guzmán para levantar nuevas fuerzas. Habiéndolas organizado regresó sobre Morelia, con cerca de 200 hombres, en cuya cercanía tuvo una acción con las tropas que mandaba el comandante don Pedro Otero, en la que Codallos volvió a ser derrotado y se vió de nuevo en la obligación de buscar asilo en los bosques y seguridad en la fuga. En esta vez tomó el camino de la Sierra dé Tiripitío, en donde pudo con alguna dificultad reunir 200 hombres entre los paisanos que habían hecho la guerra de la independencia. Con esta fuerza pasó a ocupar el pueblo de Tacámbaro, a unirse con las fuerzas que tenía don Antonio Angón, que eran poco más o menos igual número.

Fue destinado a combatir estas fuerzas el coronel don Antonio García, sobrino de un antiguo insurgente llamado Albino García, terror del Bajío por sus atrocidades. Codallos no se creyó bastante fuerte para resistir a García y no queriendo aventurar una acción, se retiró más a la parte del Sur, y aumentó sus fuerzas con más de 200 hombres que le presentó un jefe muy acreditado por su valor en aquellas comarcas, llamado don José María Martínez. Con estas fuerzas se atrincheraron en la montaña llamada Mesa de Cerrato, en donde se resolvieron esperar a García y presentar el combate, si lo admitía. Cuando García supo la disposición del enemigo hizo alto en el pueblo de Uruapan, a ocho leguas de la Mesa de Cerrato, y en este punto se parapetó y fortificó, esperando ser atacado por los que salía a perseguir.

Por cerca de dos meses permanecieron estos dos jefes en inacción, y de consiguiente debían escasear muy pronto de víveres en unos puntos inhabitados y en circunstancias imprevistas; Codallos entonces se vió obligado a abandonar su posición y tomar el rumbo de Apatzingán, con el objeto de proveerse de lo necesario. García continuó su marcha en observación de Codallos. Éste tomó por las alturas de Pátzcuaro y García por los llanos de Tierra Caliente, hasta que llegaron el primero a Apatzingán y el segundo a un pequeño pueblo llamado Acahuato, distante dos leguas solamente de aquél. Las fuerzas de ambos eran poco más o menos iguales, pero se respetaban mucho, como se advertirá por estas marchas y falta de acción. Codallos pudo en estas circunstancias atacar al enemigo y debía haberlo hecho, pues su situación lo obligaba a aventurar cuantas veces tuviese una probabilidad de conseguir ventajas. Las tropas del gobierno tenían los auxilios que no podían esperar las de Codallos, reducidas a vivir de lo que adquirían diariamente, y sujetas además a las deserciones que debían temerse en tan tristes momentos. Mas Codallos no tomó este camino: determinó contramarchar por el rumbo mismo por donde había venido, y García, continuando siempre en observación de él, recibió refuerzos como debía esperarse. Codallos sin embargo le presentó la acción en la Alberca a fines de octubre, y en ésta consiguió una ventaja notable, habiendo obligado al enemigo a retirarse hasta la ciudad misma de Morelia, a donde Codallos se aproximó con sus fuerzas, que eran entonces de cerca de mil hombres.

A fines de este año, Codallos se vió reducido a casi sola su persona, por haberlo abandonado las tropas que tenía, desde que el general Montes de Oca, desamparando el partido de Guerrero, dió órdenes a los surianos para retirarse a sus casas. Parece que esta variación de Montes de Oca fue debida a las persuasiones y seducciones de todo género que empleó el Lic. J. M. Izazaga, agente del gobierno de México en el estado de Michoacán. Sin embargo, a beneficio de su actividad extraordinaria, pudo reunir de nuevo mil hombres, con los que se presentó en las puertas de Valladolid (alias) Morelia, y consiguió una victoria sobre el enemigo, de que no se supo aprovechar, pudiendo haber entrado en dicha ciudad después de su triunfo. En vez de hacerlo así, se retiró del campo de Santa María, teatro de la acción, contra el voto de sus oficiales, a la hacienda de la Loma, tres leguas al sur de Tacámbaro, en donde fue atacado por don Pedro Otero, tres dias después de la acción de Santa María, el día 29 de diciembre de 1830. Entonces quedó reducido a muy pocas fuerzas, que se dispersaron, y él tuvo que retirarse solo a las montañas.

Aquí dejaremos a Codallos, cuya suerte fue después tan desgraciada.

El general Armijo, a quien hemos visto pasar al rumbo de Acapulco con una división de tres mil hombres, no encontró sino muy débiles obstáculos hasta aquel puerto, que recobró fácilmente en el mes de julio, colocando en él una fuerte guarnición. Desde allí se dirigió a Texca, en donde estaba el coronel Alvarez con la mayor parte de sus fuerzas, que fue abandonado igualmente por este último. Los periódicos de México anunciaban en aquellos días como ya terminada la guerra civil, y aseguraban el exterminio de Alvarez, Codallos, Juan Cruz y Santa María, como asunto de un mes.

En 31 de julio fue pasado por las armas el teniente don N. Vasconcelos en el pueblo de San Marcos, por habérsele cogido algunos pliegos y despachos del general Guerrero.

En 18 de agosto, los oficiales de la guarnición de México, incluso el comandante militar don Felipe Codallos, hicieron una nueva petición a las cámaras, para que con arreglo al artículo 4° del plan de Jalapa fuesen excluídos de la Cámara de diputados los señores Herrera, Bocanegra, Basadre, don Fernando del Valle, Bermúdez, Palomino, don Pedro Anaya, Ulloa, don Matías Quintana, don Andrés Quintana, Moreno, Salvatierra, García Tato, Escudero, Plata, Baso, Garmendia, Ordaz y Güido; y de la cámara de senadores los señores Rejón, Acosta y Viezca.

Esta noble exposición que sirve de documento para conocer el estado de la República en aquella época, concluye en estos términos:

La guarnición de México invita al Congreso general y a las demás guarniciones del Estado, a unir sus votos y representar al gobierno la necesidad de poner en ejecución el dicho artículo 4°, como el único medio de salvar la nación en las presentes circunstancias.

Había cerca de ocho meses que el nuevo gobierno estaba en plena posesión de la autoridad y del mando, y la guarnición de México hablaba en este lenguaje.

La península de Yucatán continuaba separada de la República Mexicana, y los que gobernaban, queriendo dar apariencias de legalidad a su gobierno. resolvieron formar un simulacro de representación del Estado, para que resolviese lo que debería hacerse y el camino que había de tomarse. Esta era una profesión solemne del mismo sistema federal que aparentaban los militares ser detestado por los ciudadanos de la provincia; y nada hay más ridículo como proclamar el sistema central, que está reducido a ser gobernados por un Congreso general, aboliendo los otros de los Estados y desconociendo sus derechos, en una península que quizás es entre todas las del círculo federal la que tenga más razones para esa independencia proclamada en este orden de cosas, si se examinan sus diferentes relaciones, circunstancias y costumbres.

Los que proclamaron este sistema de centralismo ¿creían de buena fe que convendría a Yucatán sujetarse a la antigua audiencia de México, esperar de México leyes locales de que no puede ocuparse un Congreso general, distraído de tantas atenciones y, más que todo, compuesto de diputados que no tienen conocimiento de las necesidades individuales, digámoslo así, ni de consiguiente interés en la expedición de las leyes que las provean?

La convención se reunió en el pueblo de Becal, a medio camino entre Mérida y Campeche, y uno de los lugares más centrales de la provincia. Esta junta, compuesta de diputados elegidos bajo la influencia militar que entonces dominaba el país, se verificó entre fines de marzo y principios de abril de 1830.

Don José Segundo Carvajal hizo el aparato de renunciar el protectorado y la junta le rogó que continuase salvando al país de la anarquía y haciéndolo marchar a su prosperidad bajo los auspicios de la paz que disfrutaba la provincia. Un cura llamado Lezama hizo proposición para que se abriese el comercio con La Habana, lo que no podría llevarse a efecto sin reconocerse en cierta manera sujetos de nuevo al gobierno español, supuesto que no se permitiría sino bajo el pabellón español. Don J. R. Trava hizo una moción que manifestaba cierto espíritu de libertad y de vida en aquella junta de cadáveres. Era reducida a que los militares que sólo ocupaban un lugar en la asamblea sin misión en los partidos, y sólo por disposición del gobierno militar, se retirasen para que los representantes de los partidos pudiesen obrar con independencia y manifestar la voluntad de sus comitentes. Ambas mociones fueron desechadas. Se nombró una comisión compuesta de un representante por cada partido, y un militar por cada cuerpo, para que propusiese el plan de gobierno que debía regir en aquella península, ínterin se variase en toda la nación su forma federal en central.

El resultado de todo fue una que se llamó acta instituyente, presentada por dicha comisión en 4 de abril a la asamblea general, y aprobada por ésta, que contenía treinta y cinco artículos, reducida en substancia a aprobar el pronunciamiento de Yucatán por el sistema de república central, representativa, popular, y en su consecuencia establecían que reconocerían al gobierno de la Unión tan luego como éste se decidiese por el mismo orden de cosas; que desconocían al Congreso general que entonces existía, y sólo le daban la facultad de convocante; que no obedecerían las órdenes del supremo gobierno de México sin que primero fuesen ratificadas por el de aquella provincia; que se reformasen las leyes de imprenta, y no se admitiese la renuncia al señor Carvajal.

He hablado anteriormente acerca de los movimientos que hicieron siempre los indios mayos y yaquis en los Estados de Occidente, y de las medidas represivas que se tomaron. En este año de 1830, el ayuntamiento de la villa de Arizpe hizo una exposición al gobierno de México, en la que anunciaba las desgracias de mucha consideración que amenazaban a todas las poblaciones civilizadas de aquellas comarcas por las disposiciones hostiles que se advertían en los indios apaches, no pudiendo oponerles resistencia por falta absoluta de recursos, armas y tropas.

Citaban como un suceso reciente, además de los robos continuos y asesinatos que cometían aquellos bárbaros, un proyecto descubierto en la pequeña villa de Moctezuma, en que los ópatas, indios los más aguerridos, formidables y numerosos, trataron de acabar con todos los habitantes de ella, para aprovecharse de sus bienes y de sus mujeres.

Esta parte del Estado, decían, está llena de naciones bárbaras, y otras que bajo una amistad fingida no pierden cuantas ocasiones se les presentan de proclamar revoluciones.

Concluían reclamando la protección del gobierno general, sin cuyos prontos auxilios se resignarían a esperar una muerte próxima, y la devastación de aquellos hermosos países, que ofrecen tan grandes ventajas a la industria y al trabajo. Es muy triste considerar que mientras se emplean diez millones de pesos en mantener tropas en las grandes poblaciones para oprimir a los ciudadanos, a quienes se les dice que son libres y felices, las tribus bárbaras insulten, amenacen y destruyan el fruto del trabajo de muchos años de los habitantes industriosos en los puntos que están en contacto con ellas.

Es una cuestión que aun no está decidida, hasta qué línea se debe considerar a los indios que no están todavía reducidos a poblaciones regulares y sujetos a las leyes nacionales, como independientes o dueños de los terrenos que ocupan. La política que seguía en este particular el gobierno español no es adaptable a las instituciones que ha adoptado la República Mexicana. La cuestión debe reducirse a la resolución de este programa.

Todos los habitantes, sin excepción, de las tierras limítrofes entre el Océano Pacífico, las posesiones rusas confinantes con las Californias, los Estados Unidos del Norte, golfo de México, República del Centro, están sujetos a las leyes mexicanas, y no se conoce ninguna nación independiente en el seno mismo de dicha República; en consecuencia, los indios bárbaros serán obligados a reducirse a poblaciones regulares, a vivir del fruto de su industria y depender de los magistrados que designen las leyes.

Si la nación mexicana no adopta este programa, es necesario que convenga en que el territorio que llama suyo no lo es en la realidad; o que hay cierto número de ciudadanos rebeldes (que pasan de 200,000) al imperio y acción de las leyes.

En la República no se conocen ni pueden conocerse términos medios entre dependencia e independencia, entre ciudadanos y extranjeros, entre territorio mexicano y territorio extranjero. El gobierno colonial tenía otra fuente de derechos; derechos no reconocidos por la filosofía, ni que pueden entrar en los códigos de las naciones que hacen profesión solemne de la soberanía nacional y de los derechos de los asociados. ¿Cuáles son los que los mexicanos tienen sobre los vastos territorios que ocupan los indios bárbaros y las fieras, en los inmensos despoblados del Norte de la República? El reconocimiento de los gobiernos limítrofes; el que han hecho de su independencia todas las naciones civilizadas en los mismos términos en que los españoles poseían aquellas comarcas; el pacto social que han celebrado todos los habitantes, llamados constantemente a recomponer la nación sobre las bases de un sistema popular y libre; el derecho incuestionable que tiene todo pueblo para asegurar su independencia y los goces tranquilos de sus ciudadanos bajo la protección de la fuerza nacional; el que da la necesidad de demarcar los límites precisos de la extensión de su territorio; por último, la incorporación de todos los descendientes de los indígenas a la masa que compone la sociedad, bajo las mismas leyes y derechos civiles y políticos.

En consecuencia, la nación mexicana debe por todos los medios posibles establecer sus derechos sobre aquellos terrenos, obligar a los bárbaros a reunirse en sociedades regulares o a salir del territorio de la República, como lo están haciendo los americanos del Norte, con lo que se aumentan las dificultades por parte de los mexicanos, a cuyos terrenos emigran los indios de la Georgia y de las orillas del Missouri y del Ohío.

Por el mes de octuhre de este año regresó a la República Mexicana el general don Manuel G. Pedraza, a quien hemos visto salir de ella voluntariamente en 1829, después de los sucesos de la Acordada. Este mexicano creyó que la revolución de Jalapa, cuyos jefes habían proclamado como base de sus operaciones el restablecimiento de la Constitución y de las leyes, le proporcionaría una acogida digna de un hombre, cuyo despojo violento de la presidencia había sido el principal pretexto para la insurrección; y si no tenía la esperanza de entrar al ejercicio de un poder a que había sido llamado legalmente por la elección constitucional que recayó en él, como hemos visto, al menos se lisonjeaba de que el partido que acababa de hacer la reacción, y al que debió en mucha parte su elección, le daría la acogida favorable con que se recibe a un ciudadano desgraciado, cuando por el triunfo de sus amigos y partidarios puede regresar al seno de su patria y de su familia.

El juicio de Pedraza era fundado, considerando el curso natural de los acontecimientos, sin hacer cuenta de las pasiones y de las injusticias de la ambición. Había una razón más para presumir que Pedraza no encontraría obstáculo en su admisión a la República, y era la amistad íntima que había tenido desde tiempos muy atrás con el jefe de la conjuración don Anastasio Bustamante, colocado a la cabeza del gobierno. En esta confianza salió de Europa para entrar en su patria, de donde había estado ausente cerca de dos años. Pero a su llegada a Veracruz encontró una orden del gobierno, firmada por el ministro Facio, para que no se le permitiese desembarcar, intimándole que continuase a otro punto fuera del territorio de la República.

La sorpresa de este general debió ser grande al verse condenado a una pena para la que ciertamente no había ni un pretexto plausible, ni autoridad, ni conveniencia pública. Era, en efecto, escandaloso el ver a los protectores de la Constitución y de las leyes, como ellos se denominaban, arrojar de su patria al mismo ciudadano cuyos derechos a la presidencia fueron el principal argumento de su justicia, para levantarse contra el presidente nombrado por la Cámara, y que entró al mando cuando Pedraza había salido de la nación por pasaporte que pidió voluntariamente. Pedraza, después de la revolución de la Acordada, hizo cuanto puede hacer un buen ciudadano: renunció sus derechos a la presidencia y salió de la República para quitar todo pretexto de movimiento bajo su nombre. Ambos sacrificios fueron voluntarios, fueron patrióticos, y este viaje fuera de su país es un bello episodio de la vida pública de este mexicano. Las diferentes posiciones falsas en que se ha encontrado y un poco de precipitación en sus juicios, le han hecho cometer faltas que no siempre pueden justificar las intenciones, pero que la posteridad perdona cuando se conoce que no tuvieron un principio de malignidad. Es muy curiosa la correspondencia epistolar que con motivo de esta ocurrencia se suscitó entre los generales Pedraza y Bustamante. Si los límites que me he prescrito en la publicación de este Ensayo lo permitieran, daría voluntariamente lugar a estos datos históricos, porque pintan perfectamente los caracteres de estos dos individuos. Pedraza pasó a Nueva Orleáns, a donde llegó en 22 de octubre.
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