Indice de Venganza de la Colonia de Lorenzo de Zavala CAPÍTULO SÉPTIMO CAPÍTULO NOVENOBiblioteca Virtual Antorcha

VENGANZA DE LA COLONIA

Lorenzo de Zavala

CAPÍTULO OCTAVO

Falsas noticias de El Registro Oficial. El coronel Alvarez sitia al general Armijo. Valor de ambos combatientes. Don Félix Merino, segundo jeje. Muerte de cinco hombres de una avanzada. Derrota de las tropas del gobierno. Muerte de Armijo. Retiranse las tropas de Alvarez. Ocupación de Acapulco. Muerte del coronel Mauliaa. Silencio acerca del general Guerrero en estas circunstancias. Motivo de él. Modo como El Registro Oficial dió cuenta de esta acción. Movimientos en San Luis Potosi. Conspiración. del coronel Márquez. Es hecho prisionero. Se le ejecuta juntamente con Gárate. Sentencia de muerte contra Cataño y Veramendi. Muerte del primero. Idem de Colin. Esfuerzos por la causa de la libertad hechos por Rocafuerte, Rejón, Heredia y Quintana. Acusación que hace éste contra el ministro Facio. El general Barragán en Jalisco. Su conducta moderada. Exposición que dirigió al Congreso general. Carácter y conducta política de los ministros. Paralelo entre Bustamante y Guerrero en su conducta administrativa. Impreso de la época sobre el estado de la cosa pública.


Dejamos al general Armijo en el pueblo de Texca, de donde había desalojado al coronel Alvarez, a quien se suponía reducido a las mayores extremidades. Era no obstante muy notable que dos generales de división, como eran Bravo y Armijo, estuviesen empleados en hacer la guerra a lo que llamaban un puñado de facciosos, que no podían hacer frente a los soldados enviados por el gobierno, manteniéndose en los bosques, barrancas y lugares escabrosos. Sin embargo, se advirtió que el general Bravo se había replegado hasta Chilpancingo, aunque para esto se alegó que necesitaba reparar su salud, y se advertía igualmente que Armijo estaba reducido a Texca, sin desamparar aquella posición poco interesante, o al menos no tanto que debiese permanecer en ella por mucho tiempo en inacción el principal jefe de la división de operaciones. En los ataques de Venta Vieja y el Veladero, dados en abril y mayo, se había dicho en El Registro Oficial, papel del gobierno, que los facciosos del Sur habían recibido golpes mortales, y que el coronel Alvarez, su principal jefe y segundo del general Guerrero, se había refugiado a las tierras enfermizas de las costas, en donde sólo tenían por abrigo el clima, no pudiendo resistir a las tropas de la República, como si las tropas de Alvarez no fuesen lo mismo.

En principios de septiembre el coronel Alvarez emprendió el sitio de Texca, en donde estaba el general Armijo con 1,500 hombres sin poder presentar ataque al enemigo que se había pintado tan despreciable. De una pequeña descubierta que mandó fuera de su campo, compuesta de seis dragones del 6° regimiento, fueron muertos cinco, y esta corta escaramuza infundió el terror en sus tropas.

Como Alvarez veía que Armijo no le presentaba ataque, a pesar de la superioridad del número y de las armas por parte de aquel general, temiendo que recibiese más auxilios de la capital, como probablemente sucedería, se resolvió a atacarlo en sus trincheras, lo que comenzó a ejecutar desde el 26 de septiembre con el valor y ardiente resolución con que aquellos soldados del Sur entran siempre en los combates.

Todas las tropas mexicanas han dado pruebas de mucha serenidad en los combates y de cierta indiferencia a la presencia de los peligros y de la muerte. Diez años de una guerra sangrienta de acciones diarias testifican esta verdad. Pero los habitantes de las costas, especialmente de Acapulco, llevan consigo una superabundancia de vida en la ferviente sangre que circula en sus venas, que parece que se complacen en despreciarla. La civilización podía dirigir su valor y moderar sus pasiones y entonces estos soldados serían capaces de emprenderlo todo.

Armijo tenía por segundo jefe al coronel don Félix Merino, oficial de distinción y valor, y otros oficiales que habían dado repetidas ocasiones iguales pruebas de poseer ambas cualidades. Nada, sin embargo, fue parte para poder resistir a un enemigo que no se detenía delante de la muerte. La acción general no se comprometió con furor por ambas partes hasta la noche del 30, en que Armijo desamparó el campo, fugándose únicamente con cuatro dragones, mientras Merino continuó defendiéndose. Por último, este oficial tuvo necesidad de rendirse con doscientos hombres que le quedaban, habiendo obtenido de los vencedores la facultad de retirarse, dejando las armas para proveer a los suyos. Don Gabriel Armijo, a quien aborrecían mortalmente los habitantes del Sur por la guerra de exterminio que les hizo por muchos años, cuando sostenía al gobierno español, fue perseguido por una partida de los vencedores, alcanzado a dos milla5 de distancia de Texca y muerto a machetazos en el mismo sitio. Esta acción fue muy gloriosa para los insurgentes, y las consecuencias hubieran sido sumamente funestas para el partido de Bustamante si Alvarez, aprovechándose del entusiasmo que causa en unos la victoria y la consternación en los vencidos, hubiese continuado su marcha hasta la capital; pero las tropas del Sur no se resuelven con facilidad a emprender esas marchas largas, especialmente cuando son para lo que ellos llaman la tierra fría, que comienza luego que suben el hermoso clima de las cordilleras. Por otra parte, como son milicias de las costas y no están acostumbradas al continuo ejercicio y subordinación militar del mismo modo que las tropas mercenarias, vuelven luego que pueden a sus casas para cuidar de sus cosechas y familias. Los gobiernos de la República deben de todos modos procurar aumentar entre aquellas gentes los elementos de riqueza y de civilización, para hacer de ellos ciudadanos útiles, en vez de que ahora son temibles por las cualidades que les acompañan y su poca cultura.

Después de esta acción, el coronel Merino se retiró a Chilpancingo, cerca de cuatro leguas del campo enemigo, en donde se hallaba el general don Nicolás Bravo; Acapulco volvió a caer en poder de los insurgentes; el coronel Mauliaa, que se hallaba en este puerto, murió; su regimiento número 1 fue casi destruído y quedó Alvarez en posesión tranquila de un territorio de más de cien leguas cuadradas, sin que ninguno se atreviese a molestarlo. Pero sus milicianos le pidieron permiso para retirarse a sus casas para cuidar de sus cosechas y ver a sus familias, y Alvarez quedó reducido a la ciudad de Acapulco, con una pequeña guarnición.

Parece extraño que en una guerra civil que parecía tener por objeto sostener al general Guerrero no se haga mención de este caudillo, mientras que sus partidarios se batían desde las orillas del río Santiago hasta las cercanías de Chiapas y que corrían arroyos de sangre por él.

Guerrero no se hallaba en disposición de hacer marchas rápidas y penosas como las hacía antes de la terrible herida que le atravesó el pecho en 1822. Una hemorragia casi continua y esquirlas oseosas que de tiempo en tiempo le salían por la boca, no le permitían llevar una vida agitada y estar en continuo movimiento. De consiguiente, era necesario que estuviese colocado en un lugar de seguridad y reposo para no verse expuesto a los accesos que le atacaban de inflamaciones peligrosas.

Posteriormente se estableció en el fuerte de Acapulco, donde permaneció hasta que la más negra traición lo condujo al suplicio. Pero esto pertenece al año de 1831, y no entra en el plan de mi presente obra hablar de los sucesos posteriores al de 1830.

El Registro Oficial participó esta derrota recibida por las armas del gobierno, diciendo:

La sección del mando del señor Armijo ha tenido un revés en Texca. Habiéndose batido constantemente desde el 26 del pasado con los facciosos capitaneados por Alvarez hasta el día 30 del mismo mes, exhaustos sus recursos de todas clases a consecuencia de un ataque tan prolongado y sin que hubiesen podido llegarle los que había pedido a diversos puntos ni el convoy que de esta capital se le dirigía y que se demoró en su marcha por el paso de los ríos, la sección fue batida; y el señor Armijo, no pudiendo sobrevivir a este pesar, se precipitó a la muerte con el valor que honra tanto a los jefes del ejército mexicano. El resto de la sección, al mando del señor Merino, estaba en marcha para Chilpancingo. Debe ser ciertamente muy sensible, continúa El Registro, a todos los amantes del orden la pérdida de tan distinguido jefe, que fue en toda su vida un modelo que seguirán todos los que quieran distinguirse en esta carrera. Este revés parcial, después de tantas y tan repetidas ventajas obtenidas en diversas partes sobre los facciosos, no debe desalentar a los amigos del orden pues el supremo gobierno ha tomado inmediatamente las medidas necesarias para evitar los males que podrían ser una consecuencia de esta desgracia, en virtud de las cuales está ya reuniéndose una fuerte división, habiendo llegado también a aquella ciudad (Chilpancingo) el coronel Castro con las tropas, municiones y auxilios necesarios.

Mientras esto pasaba por el Sur, en la parte del Oeste se repetían escenas de sangre y de dolor. Además de los ataques entre Codallos y otros jefes de que he hablado rápidamente, varias partidas recorrían parte de los Estados de Michoacán y Jalisco. En el de San Luis Potosí se preparaba un movimiento más general y simultáneo, dirigido por el inspector que fue de la milicia cívica don José Márquez. Este suceso se refirió de diversos modos, según los intereses diferentes de los que hablaban; yo diré lo que he podido averiguar.

A principios de noviembre el coronel Márquez, que nunca había podido soportar la usurpación de Bustamante, y que creía firmemente que su administración conduciría la República al despotismo militar si no se ponía un remedio eficaz, aunque separado de la inspección de la milicia cívica por haberle aplicado sus contrarios el artículo 4° del plan de Jalapa, no desistía del propósito que se formó desde los principios de este año, que entonces se vió obligado a renunciar por la defección del gobernador, que era don Vicente Romero. Márquez era un hombre de corto talento, pero tenía mucha honradez y un valor que lo hacía respetable en todos tiempos a sus enemigos, y era estimado por sus jefes. Su adhesión a Iturbide y conformidad de ideas le hicieron amigo de don Anastasio Bustamante, quien siempre hizo de él mucha cuenta. En esta vez Márquez reprobaba en su amigo el modo con que se había apoderado del mando, y todavía más el haberse asociado con gentes que no habían dado a la patria ninguna garantía de su amor a la independencia ni a la libertad, convirtiéndose en instrumento de una tiranía nunca vista en el país bajo el gobierno nacional. Márquez ocultaba todos sus pasos al comandante militar don Zenón Fernández, aunque amigo suyo íntimo, porque éste se había declarado decididamente por la revolución de Jalapa luego que ésta fue sancionada por el decreto del Congreso general, consecuente en esto a la conducta que siguió constantemente, como hemos observado en otra parte. Fernández sospechaba que Márquez tenía juntas secretas para preparar la reacción contra el gobierno existente, pero no podía asegurarse de una manera positiva de algún hecho que fuese suficiente para probar la existencia del proyecto y poder sacrificar la víctima sin responsabilidad. Algunos refieren que hizo varias tentativas provocando a Márquez para que le descubriese sus planes, asegurándole al mismo tiempo que podía contar con su cooperación, no debiendo dudar de esto al recordar la amistad sincera que había tenido con Guerrero y que conservaba siempre, y además, que habiendo pertenecido al partido yorkino, en cuyas logias fue recibido, no podía olvidar sus como promisos; pero que Márquez se negó obstinadamente a descubrirle sus proyectos, hasta que por último, seis días antes de la catástrofe en que Márquez perdió la vida, habiéndole Fernández prometido con juramento salir a unírsele en el momento en que se pronunciase por Guerrero, Márquez le manifestó el plan, aunque le ocultó los cómplices. Que en consecuencia, convenidos en que el día 17 de noviembre Márquez se pronunciaría a la cabeza de los conjurados y que Fernández, haciendo el aparato de reunir la tropa para atacarlo, se declararía por él y proclamarían ambos el mismo plan del coronel Codallos de que se ha hablado, se retiraron tranquilamente. Que Márquez hizo en virtud del convenio el pronunciamiento y que Fernández, preparado de antemano, y con órdenes de México para acabar de todos modos con los conspiradores, en consecuencia de haberlo comunicado todo al ministerio, se echó sobre Márquez, lo hizo prisionero y mandó pasar por las armas a éste y a don Joaquin Gárate dentro de tres horas.

Si hubiese de formar juicio acerca de este hecho por la moralidad del gabinete de Bustamante, yo no vacilaría en dar crédito al suceso de la manera que se ha referido, después de tantos testimonios de perfidia y mala fe como se han repetido desde su ingreso en la administración. Pero como para cometer estos atentados se necesita contar también con la depravación del instrumento, no puedo aventurar mi juicio acerca de si don Zenón Fernández es capaz de prestarse a tales actos de perversidad como los que han visto los lectores repetirse por desgracia en este período de astucias, intrigas y felonías. Don Zenón Fernández refiere el hecho en el parte oficial que dió al gobierno, como un suceso inesperado, y

que hallándose en su huerta a las cinco de la mañana llegó un criado a avisarle que el coronel retirado don José Márquez se había apoderado del cuartel de la plaza; que montó luego a caballo, y dirigiéndose luego al rumbo de San Miguelito, se apoderó del cuartel de artillería, situado en el pueblo de San Sebastián, en donde encontró al comandante del regimiento número 9 con todos sus oficiales, que lo buscaban con ansia, habiéndose puesto a la cabeza de ellos, etc.

Continúa refiriendo algunos pormenores, y concluye diciendo que después de rendidos sin ninguna resistencia, fueron pasados por las armas los dos cabecillas Márquez y Gárate a las tres horas. El parte que el gobernador de San Luis dió de este acontecimiento anunciaba que ya sabían las autoridades algo de lo que iba a suceder.

En 4 de octubre el consejo de guerra ordinario condenó a la pena capital a don Loreto Cataño y a don Manuel Reyes Veramendi en la ciudad de México. Cataño era uno de los antiguos insurgentes, que se había declarado en esta vez, como siempre lo hizo, por el partido popular, y recorriendo los pueblos con partidas de gente armada causaba perjuicios a unos y a otros. Pero se había entregado voluntariamente con la condición de que no se le mortificase. Reyes Veramendi es un hombre que se ha metido varias veces en revoluciones, y siempre con torpeza y cobardía. El gabinete de Bustamante no creyó necesario derramar la sangre de éstos, aunque se libertó de Loreto Cataño de una manera diferente; Cataño murió repentinamente en la cárcel. Don Antonio Colín, primo de Cataño, fue pasado por las armas a pretexto de que intentaba la fuga, así como se había hecho con el capitán Larios.

El lector ha visto cómo el gobierno de Bustamante se negó a dar entrada en su patria al general don Manuel G. Pedraza. Este hecho fue recibido en la República como un nuevo atentado cometido contra la libertad.

A la vista de las muertes, de los destierros, de tantas medidas de terror, ya no veían los mexicanos en aquel gobierno una garantía para la ejecución de las leyes, sino seguir como máxima fundamental que la seguridad de los gobernantes fuese considerada como el único objeto del orden social, y a la que se sacrificaba la libertad y la tranquilidad de los ciudadanos. No faltaban, sin embargo, hombres ilustres que levantaban su voz contra estos excesos y aquel despotismo, a riesgo de correr una suerte desgraciada. Entre estos deben numerarse don Vicente Rocafuerte, ministro que fue de la República cerca de S. M. B., hombre de mucha instrucción y siempre patrono de la libertad; don Manuel Crescencio Rejón, senador de quien he hecho especial mención anteriormente; don José María Heredia, joven habanero, cuyos talentos poéticos han merecido elogios de los maestros del arte en el mundo civilizado, cuya musa no se ha prosternado delante de la tiranía, ni manchádose con la lisonja. Heredia, que ha cultivado sus talentos con el estudio de la historia, de la jurisprudencia y de la filosofía, se ha alistado también entre los defensores de la libertad en México. Por último, don Andrés Quintana Roo, de cuya acusación contra el ministro de la Guerra Facio va a ocuparse ahora el lector.

Advertirá las intrigas preparadas para hacer transcurrir el tiempo en que la legislatura de 1830 concluyese sus sesiones, para poder obtener la absolución del ministro Facio en la siguiente, en la que contaba el gabinete tener mucho mayor número de partidarios. Las elecciones se habían hecho en la República bajo la influencia de las tropas que dominaban por todas partes, y hasta fines de este año continuaba aumentándose la autoridad militar, sin que se opusiese ningún obstáculo a las empresas de los ministros. La acusación de Quintana estaba concebida en los términos siguientes:

Por el ministerio de la Guerra se expidió una orden, cuya copia es adjunta, para que el general don Manuel Gómez Pedraza, en caso de presentarse en algún puerto de la República, fuese obligado a reembarcarse por no convenir a la tranquilidad de ella el regreso de dicho general en las circunstancias actuales. Esta orden ha surtido ya todo su efecto, pues en virtud de ella, habiendo arribado a Veracruz el señor Pedraza en el paquete francés número 5, procedente de Burdeos, ha sido forzado a salir inmediatamente para Nueva Orleáns en la goleta Osear, que dió la vela de aquel puerto el día 13 del corriente.

Si alguna infracción de nuestra ley fundamental puede cometerse sin el más leve pretexto de razón que pueda hacerla disimulable, es ciertamente la que ha expelido del territorio de la República a un ciudadano mexicano, en el pleno uso y ejercicio de sus derechos políticos y civiles, de los cuales no debe ser despojado sino por sentencia judicial pronunciada con arreglo a las leyes por tribunal competente. El artículo 112 de la Constitución, restricción 2a, establece terminantemente: No podrá el presidente privar a ninguno de su libertad, ni imponerle pena alguna. Lo es, y de las más graves y acerbas, la de expatriación dada contra el general Pedraza; la autoridad de que ha dimanado es notoriamente y a todas luces incompetente; el modo con que se ha pronunciado no puede ser más despótico y arbitrario. Sin juicio, sin previa justificación de los motivos que haya podido dar el general Pedraza para tan dura providencia, el ministro de la Guerra, en un tono sultánico capaz de excitar una sublevación en la misma Constantinopla, se contenta con decir: Se le prevendrá (al general Pedraza) que se retire a donde más le convenga.

Si para legalizar tan escandalosos atentados bastara alegar el subterfugio de la tranquilidad pública, puede muy bien asegurarse, sin temor de ser desmentidos por los hechos, que no habría un solo ciudadano que debiese contar con un instante de tranquilidad en su casa. En el momento que al gobierno se le ocurriese calificar que uno o mil comprometían la tranquilidad pública, ya habría derecho para expelerlos, y entonces ¿ a qué vendrían a reducirse las garantías constitucionales, que no pueden subsistir sin las saludables restricciones impuestas al Poder ejecutivo? Se dirá tal vez que el ejemplo del general Pedraza sólo debe alarmar a los que obtengan mayoría de sufragios para la presidencia de la República, pero esto en vez de disminuir agrava la infracción, como que se comete contra un ciudadano a quien las leyes dan más medios de defensa, por lo mismo que está más expuesto a los ataques de la arbitrariedad. Además, el artículo citado de la Constitución no pone ninguna excepción para el caso de que se trata. Dice absolutamente: No podrá el presidente privar a ninguno de su libertad, ni imponerle pena alguna. No modifica esta disposición general, añadiendo, como era preciso: Pero si el tal presidente llegase a serlo por medios desconocidos en la Constitución, entonces podrá echar al que pueda perturbarle en la posesión del mando. No conteniendo ni pudiendo 'contener el artículo semejante modificación, es preciso estar a la letra de su disposición general y convenir en que la negativa absoluta ninguno, comprende al general Pedraza.

Pero hay todavía que reflexionar que el pretexto de tranquilidad pública, en que quiere motivarse la orden, es extensivo a innumerables casos que puede inventar la arbitrariedad del gobierno, pues no sólo puede perturbar la tranquilidad pública el que ha obtenido mayoría de sufragios para la presidencia, sino otros muchos a quienes el gobierno no puede por esto desterrar, sino los tribunales que los juzguen. Y si no, ¿quién contestaría a este argumento del Poder ejecutivo, cuando se le reconviniese de haber procedido del mismo modo con otro ciudadano? Yo desterré a Gómez Pedraza, porque creí que su presencia comprometía la tranquilidad pública: nadie se metió a preguntarme los motivos de mi creencia; las cámaras aprobaron tácitamente mi conducta en el hecho de no exigirme la responsabilidad. Conque estoy autorizado para valerme de los mismos medios siempre que a mi juicio lo pida así la tranquilidad pública. Pues la conservación de esta tranquilidad es incompatible con la presencia del ciudadano Fulano, afuera el ciudadano Fulano. y tras él, cuantos según mi leal saber y entender puedan buscarnos una pelotera.

Tales serían las indefectibles consecuencias de la impunidad del ministro que firmó la escandalosa orden de proscripción contra el general Pedraza. A todos nos amenaza tan pernicioso ejemplo. Si antes de alarmar con él a toda la nación se hubiese dignado el gobierno consultar al cuerpo legislativo para saber lo que debía hacer en tan crítica coyuntura, pudiéramos tranquilizarnos, porque a lo menos tendríamos una prueba de que deseaba acertar y se iba con tiento en materias tan delicadas como lo son todas las que tienden a infringir la Constitución. Pero cuando estamos palpando que sin ningún miramiento a la dignidad y súpremacía del Congreso, a quien únicamente tocaba acordar en el caso una medida conveniente, se arroja el góbierno a echarse sobre sí la responsabilidad de actos de tanta trascendencia, es preciso que, usando de las atribuciones que nos ha confiado la nación para que velemos sobre la conservación de sus libertades, opongamos un dique al torrente de arbitrariedades que amaga sumergir a la República en un piélago insondable de calamidades y desgracias.

La materia de proscripciones es ya la más esclarecida en el día. Nadie duda que las constituciones no tienen otro objeto que poner freno a los ataques del poder, que hacen precaria la suerte de los pueblos bajo los gobiernos absolutos. Entre nosotros se ha visto con tal escrupulosidad este punto, que a pesar de las poderosas razones que hay para considerar autorizado al gobierno a fin de expeler a un extranjero no naturalizado, aun no ha recaído resolución sobre esta materia. ¿Quién dudará, pues, que no reside en el Poder ejecutivo la facultad de desterrar a un ciudadano, como lo es el general Pedraza?

Cuando se concedieron facultades extraordinarias a la administración anterior, se tuvo buen cuidado de expresar que no se le autorizaba para expeler a un ciudadano del territorio de la República. Este decreto, que ha servido de texto a declamaciones y censuras interminables, respetó más las garantías sociales que el actual gobierno, tan inclinado a atropellarlas sin estar investido de tales facultades, que nunca se otorgaron tan amplias como las que está ejerciendo, al mismo tiempo que presenta como el más grave capítulo de acusación contra sus antecesores el abuso de dichas facultades. Esto parece un enigma, pero ya Tácito lo descifró con su acostumbrada maestría: Ut imperium evertant libertatem prore lerunt; si imperaverunt libertatem ipsam aggrediuntur.

Acuso por tanto en debida forma al señor ministro de la Guerra, de quien aparece suscrita la orden mencionada, y pido se pase esta exposición a la sección del jurado para la instrucción del expediente.

México octubre 20 de 1830.
Andrés Quintana Roo.

Adición a la parte expositiva.
No habiendo podido presentarse el día de su fecha la antecedente acusación, por haberse destinado la sesión secreta a un asunto particular, promovido por un señor diputado, fue fácil que se trascendiese la noticia de que estaba preparado este paso para el siguiente día. El gobierno, ansioso de evitar sus resultas, tomó el mayor empeño en frustrarlas, y con este objeto se dirigió en persona el Exmo. Sr. Vicepresidente al convento de San Fernando, donde está alojado el señor diputado don Juan Cayetano Portugal, para suplicarle que inmediatamente pasase a mi casa con el fin de hacerme desistir del intento, asegurando que dentro de breves días sería removido del ministerio de la Guerra el coronel don José Antonio Facio. El señor Portugal, cuya sensatez y prudencia me son tan conocidas como su ardiente amor a la patria y deseos de ver terminadas las desgracias que nos aquejan, en las cuales ha tenido tanta parte la intervención que se ha querido dar en nuestros negocios al hombre menos apto para dirigirlos, me hizo presente que, consiguiéndose sin estrépito el fin de la acusación, sería conveniente omitirla para no dar pretexto a nuevas alteraciones, que podrían ser trascendentales, a la Cámara de diputados, contra la cual se había trabajado en excitar la animosidad de una parte de la guarnición. Cedí sin la menor repugnancia a las juiciosas reflexiones del señor Portugal y contento con obtener por vías pacíficas y conciliatorias el objeto de la acusación no me consideré obligado a formalizarla, pues si como hombre, como ciudadano, como representante del pueblo, debía contribuir con todos mis esfuerzos a impedir la efusión de sangre causada en gran parte por las atroces medidas del señor Facio, no me creí en la obligación de aspirar a este bien precisamente por medios ruidosos y compulsivos si las circunstancias me los ofrecían suaves, benignos y decorosos al gobierno, y tal vez de un efecto más pronto y seguro que los primeros.

Tranquilo con esta persuasión, aguardaba en silencio el cumplimiento de la promesa del Exmo. Sr. Vicepresidente, cuando un artículo publicado en El Sol de 3 del pasado vino a inquietar la confianza que hasta entonces había tenido en la buena fe del gobierno. Viendo pagada mi deferencia con provocaciones irritantes hechas en un periódico notoriamente ministerial, cuyos autores, en contacto inmediato y continuo con los agentes del poder, no podían ignorar lo que a éstos importaba callar en el caso, traté de vindicarme, no por medio de la prensa, pues este conducto me estaba enteramente cerrado, sino refiriendo la ocurrencia en papeles manuscritos que pensaba fijar en las esquinas y parajes más concurridos para instrucción y desengaño del público. Llegó inmediatamente esta noticia a oídos del gobierno, y por segunda vez el Exmo. Sr. Vicepresidente, valiéndose de la interposición del presbíterio don Pedro Fernández, me hizo desistir del intento, añadiendo a la promesa de la remoción del señor Facio las seguridades más positivas de la disposición en que se hallaba el gobierno de iniciar dentro de poco tiempo una ley de amnistía, en cuyo favor se pidió mi voto, que ofrecí con la mayor complacencia siempre que aquella medida fuese propuesta a las cámaras con intenciones francas y sinceras de conciliar los ánimos desavenidos y no ocultase miras siniestras y hostiles, como la que anteriormente se había dirigido por el ministerio de Justicia, tan dañada en su espíritu y sentido como absurda y desatinada en su letra, lenguaje y estilo.

Debió el Exmo. Sr. Vicepresidente ricibir esta contestación por el mismo conducto que me había trasmitido su recado: todos los medios que puede exigir la más cauta prudencia para no ser sorprendido con vanas y falaces promesas, me parecieron asegurar el cumplimiento de la palabra del señor Vicepresidente. El primer magistrado de la República, que por dos veces y por la mediación de dos distintos sujetos se compromete espontáneamente a un hecho reclamado por la justicia y el clamor público, ofrece cuanta garantía puede apetecer el ánimo más receloso para descansar en aquella buena fe, de cuya seguridad no cabe en la suspicacia humana desconfiar. ¿Qué motivos podrían inducir el señor Vicepresidente a retroceder del paso que había dado? ¿La dignidad de su empleo? Ya ésta se había comprometido en la indecorosa negociación a que se había humillado, y el mejor medio de salvar siquiera las exterioridades era cumplir lo ofrecido y no hablar más del asunto. ¿Debería yo temer que le retrajese el temor de cometer una injusticia separando del ministerio al señor Facio? Ninguna ley le obligaba a sostenerle en él, y el interés de la nación, la primera ley impuesta a todo gobernante, exigía alejar cuanto antes de todo influjo en los negocios al funcionario más incapaz de dirigirlos con acierto. Por otra parte consideraba yo, que persistiendo el gobierno en la obstinación de mantener en el puesto al señor Facio, se exponía a que la actual o la siguiente legislatura le lanzase vergonzosamente de la silla, exigiéndole la responsabilidad de sus escandalosos procedimientos. De todo concluía que el interés, la dignidad, el honor del señor Vicepresidente debían asegurarme de la realidad de sus promesas. Fiado en estas reflexiones esperaba con impaciencia el deseado momento de ver libre a la República de la mayor de sus calamidades, cuando últimamente he recibido el más triste desengaño sobre las disposiciones de que creía animado al gobierno, pues sin consideración a sus reiterados comprometimientos, y añadiendo el escarnio a la violación de su palabra, me ha hecho saber por el mismo señor Portugal que podía yo proceder a la acusación, de la cual nada teme el señor Facio, a quien el señor Vicepresidente estaba resuelto a conservar en el ministerio.

Otro más tímido o menos penetrado de la gravedad de sus obligaciones, se habría llenado de espanto con este nuevo recado, y acobardado con los innumerables ejemplares de procesos seguidos por denuncias calumniosas preparadas en los conciliábulos del ministerio, se retraería de los peligros de atraerse sus venganzas, atacando la persona del primer instrumento del despotismo, del más duro e ignominioso despotismo que oprime y afrenta a la nación. Pero yo, que nada temo cuando defiendo la justicia; yo que por diez años empleé los débiles recursos de mi voz en combatir la tiranía española, afianzada en cimientos al parecer indestructibles; yo que reducido a la clase de último ciudadano vi cara a cara al gigante ¿huiré despavorido al aspecto de un fantasma que ya no espanta ni a los niños? No lo espere el ministerio; mi resolución está ya tomada: morir, si fuere necesario, en defensa de la libertad y del honor de la patria.

Jamás ha sido más necesaria que en el día esta consagración de los buenos mexicanos en obsequio de la República. La más descarada tiranía, usurpando el sacrosanto nombre de las leyes, ensangrienta diariamente los patíbulos; el espionaje acecha hasta nuestros suspiros. En San Luis, después de los horrorosos asesinatos en las personas de los virtuosos Márquez y Gárate, depués de la prisión de más de cien ciudadanos distinguidos y beneméritos, se ha prohibido bajo pena de la vida hablar a favor de ellos. En Puebla se dió orden para que no se consultase con letrados en las causas del Lic. Rosains y otros. Antonio Colín, siendo conducido de Chalco para cumplir su condena de seis años de presidio, fue fusilado en el llano de San Martinito. Escoltado por veinte dragones y atado de pies y manos en una mula, es imposible que hubiese intentado fuga en un llano, como ha querido persuadir el gobierno, y, sobre todo, hay testigos oculares que deponen de la falsedad de tales conatos de fuga. La imprenta, callada en medio de tales horrores, grita con su mismo silencio que se ha empleado la fuerza física para comprimir y sofocar su voz. Pero ¿a qué alegar argumentQs negativos? Yo mismo he recorrido las imprentas y, dando mi firma y mayores seguridades que las exigidas por la ley, no he podido encontrar dónde publicar mis escritos. ¿Y qué es de la libertad cuando se ha echado por tierra su más firme y sagrado antemural? Así es que el gobierno camina sin contradicción por la senda de la tiranía; el cuadro de su conducta no puede ahora desenvolverse por entero; sólo he bosquejado los rasgos que conducen a mi propósito; reducido a manifestar la necesidad en que nos hallamos de salvar a la nación, oponiendo el dique de las leyes al torrente de las arbitrariedades que nos inundan.

Con este objeto presento la acusación que me habían hecho suspender las intrigas del gobierno; y refiriendo los motivos que nuevamente han ocurrido para llevar adelante este paso, añado esta razón más a las que por sí mismo ofrece el asunto, para que la Cámara se digne mirarle con la consideración e interés que merece su importancia.

Diciembre, 2 de 1830.
Andrés Quintana Roo.

El resultado de esta acusación fue funesto al diputado que la intentó, por las persecuciones que le suscitó el ministerio en 1831.

Había sido nombrado comandante militar del Estado de Jalisco el general don Miguel Barragán, que se negó constantemente a ser empleado en comisiones que tuviesen por objeto hostilizar directamente al general Guerrero. Aquel jefe, quizás el único entre los que recibieron de este caudillo el beneficio de la amnistía y el derecho de regresar a su patria, aunque no era del partido de Guerrero, no creyó deber emplear su espada contra él, dando con esto un testimonio laudable de sus nobles sentimientos. Aceptó pues, la comisión de mandar las tropas en Guadalajara y contribuyó mucho a tranquilizar aquel Estado más con medidas de suavidad y conciliatorias que por la fuerza de las armas. En estas circunstancias creyó conveniente interponer su mediación entre los dos partidos que despedazaban la República, provocando a un convenio amistoso entre los jefes beligerantes. La exposición que con este motivo dirigió al Congreso general, si bien manifestaba que Barragán desconoce el imperio de las pasiones desencadenadas en tiempo de facciones, aun cuando él mismo había sido arrastrado alguna vez por ellas, descubre nn alma sensible a la vista de las desgracias que afligen a su patria y un deseo sincero del bien.

Este documento pinta el estado de la República en aquellas circunstancias y merece ocupar un lugar en este Ensayo. Por supuesto que el gobierno de Bustamante la consideró como un delirio, y manifestó altamente su desaprobación, tanto por notas oficiales pasadas a las cámaras como por circular a los jefes del ejército, y últimamente relevando al señor Barragán de su destino y haciéndole pedir permiso para salir de la República por algunos años. El gabinete ya se ocupaba de los detestables medios para hacer caer al general don Vicente Guerrero en un lazo que lo pusiese entre sus manos, y tenía las más grandes probabilidades de que esto sucedería, como aconteció. Pero no pertenece al año que comprende este volumen. El documento de que hablo es el siguiente.

Señor: Sin otro móvil que el amor de la patria ni más apoyo que el ascendiente de la razón, un simple ciudadano eleva su voz al seno de la representación nacional, con la confianza de ser oído en la crisis amenazante que se prepara a la República. Cuando los males públicos han llegado al incremento que presentan en la actualidad, formando en el seno de la nación dos partidos beligerantes que se disputan el vencimiento a fuerza de sangre y devastación, todos los ciudadanos que desean la libertad nacional, el imperio exclusivo de las leyes y la prosperidad del común, se hallan en el deber de inmolar su tranquilidad para conseguir por los medios pacíficos que señala el derecho público aquellos bienes sociales que el progreso de la guerra civil y de la anarquía alejan de la sociedad, substituyendo en su defecto todos los horrores del resentimiento encarnizado de los partidos.

México parecía caminar a su natural engrandecimiento, no obstante los tropiezos inseparables de un pueblo recién emancipado, que se afana en consolidar y dar organización a sus nuevas instituciones, y todos mirábamos como un favor especial de la naturaleza la conservación de nuestra paz interna, entre tanto que las demás repúblicas nuestras hermanas consumían su sangre y sus recursos nacionales en el fuego de la guerra intestina; mas esta plaga funesta del cuerpo social ya gangrena las entrañas de nuestra República, pone los símbolos de su mutua destrucción en manos de los conciudadanos y hace que la vida del mexicano se familiarice con la muerte de su patria. Tal es el carácter de ferocidad a que vemos precipitarse el pueblo más humano y envidiable de la tierra.

Los genios avezados al negro resentimiento de partido y predispuestos a indiscretas recriminaciones, graduarán la conducta mía como depresora de la autoridad del gobierno y ofensiva a la fuerza pública; mas los que miran las cosas con los ojos de una razón luminosa y en el punto exacto de vista que sugiere el interés nacional, deducirán por consecuencia necesaria, que mis intenciones tienden directamente a consolidar el gobierno y a los mexicanos en general, considerados en todas las clases del orden público.

Cuando la guerra civil va progresando de momento en momento en la misma razón de los esfuerzos que se hacen para reprimirla, sin que hayan bastado los terribles ejemplares de muchos ciudadanos que por espacio de diez meses han perecido en virtud de la fuerza empleada en su exterminio, debemos concluir racionalmente que los medios comunes para contener el mal sólo conspiran a ponerle de condición más alarmante, porque es incuestionable que todo el aumento que reciben los descontentos resulta en perjuicio de la pública autoridad.

Es consiguiente, además, que el gobierno, en el estado de irritación a que han llegado las cosas, y siguiendo el sistema que hasta aquí, se halla en la dura necesidad de redoblar su energía, a fin de amedrentar a los muchos descontentos que puede producir la lucha en que nos hallamos. Se deduce de esta conducta que el gobierno, mal de su grado y contra la inclinación natural de los que le forman, va a adquirir el carácter de opresor, los perseguidos por su inobediencia se reputarán como oprimidos, y, lo que es más alarmante, como mártires de la libertad. En esta emergencia de las cosas públicas, se formará una opinión contra el gobierno, atribuyéndole transgresiones de los límites señalados al poder, y los del partido contrario, apareciendo como defensores de una causa popular, se hallarán en estado de proseguir una guerra, cuyo desenlace llena de asombro a todo el que desee de buena fe el restablecimiento del orden y el dominio estable de las leyes.

Iguales juicios a los ya indicados, pero afectando tomar los intereses de la revolución, formarán los espíritus exaltados, que buscan su provecho en la demolición de la sociedad: mirarán con desdén esta apertura conciliatoria, la calificarán de extemporánea; no dirán que pretendo hacer la iniciativa a una restauración social que debe sancionarse por la razón de todos los mexicanos, sino que trato de paralizar los efectos de una revolución ya generalizada, cuyo triunfo creen ellos indudable. Pero se engañan en sus juicios, y ofenden gratuitamente la sinceridad de mis intenciones. El gobierno, contra quien pugnan los del partido opuesto, cuenta con todos los recursos del poder público, se halla apoyado por los gobiernos particulares de la federación y en la capacidad de llevar adelante una guerra tenaz, imponente e indefinida. La revolución, aunque triunfase, dejaría subsistentes todos los elementos de una reacción progresiva, que renovaría la efusión de sangre mexicana y la continuación del desorden. Esto es precisamente lo que aspiro a evitar, oponiendo la saludable resistencia de todos los amigos de la paz, que es la masa inmensa de toda la República.

Por otro lado ¿qué más gloria para los mexicanos que la de haber sacrificado sus resentimientos particulares a una concordia nacional en que se identifiquen cuanto sea posible todas las pretensiones discordantes?

En medio de esta litis armada que ensangrienta la nación e implica la inseguridad de todas las cosas públicas y privadas, el libertinaje se propaga y se desmoralizan las costumbres a pretexto de hostilizarse los partidos contendientes. De aquí es que la profanación, el pillaje, la violación se llegan a mirar como una represalia justa: el ciudadano pacífico prorrumpe en acentos de indignación contra sus agresores y, lleno de amargura y de despecho por las injurias que experimenta, no sabe a quién atribuir la causa de su desgracia y sólo suspira en su tribulación por el renacimiento de la concordia.

La agricultura padece y la educación de las familias, porque los labradores y los ganaderos, que debieran dedicarse al fomento de las labores campestres, son distraídos de sus objetos, causando perjuicios trascendentales a todas las poblaciones.

El comercio se arruina, porque con el temor de nuevos saqueos a que da lugar la relajación del orden judicial y el desarrollo de la licencia, los comerciantes se circunscriben a los giros más necesarios y la riqueza pública padece.

La autoridad se envilece y pierde aquel prestigio que le es tan esencial y necesario, sea porque las pasiones prevalecen en los juicios de los magistrados o sea porque las mismas pasiones caracterizan de tiránicos los procedimientos que en circunstancias pacíficas se graduarían en el orden de la justicia. Y esto sucede porque la persecución política llevada al extremo produce el efecto de fortificar aquello mismo que pretende destruir, aunque no traspase los límites que prescribe el terror saludable de la ley.

La Hacienda Pública pierde su equilibrio con los gastos extraordinarios de Guerra y Comunicaciones interiores, y se hace sumamente dificultosa su administración en un pueblo en que, como el nuestro, es insuficiente aun en tiempo de paz, y en donde su organización es tan viciosa y embarazosa, que parece calculada para proteger las dilapidaciones.

El ejército se desorganiza con la deserción e indisciplina, a influjo de una especie de guerra en que el soldado llega a vacilar entre el contraste inevitable del temor, la obediencia y sus afecciones personales.

La libertad de imprenta se convierte en licencia con que se calumnian las mejores intenciones, se apura la razón para desfigurar la verdad, se sacan a la asta pública todas las debilidades humanas, se ofende el pudor de la sociedad y termina en provocar la persecución de la autoridad, con detrimento del baluarte más seguro de las libertades públicas.

Consideraciones tan aflictivas son las que me dirigen a buscar el remedio en el seno de la única autoridad facultada para contener nuestros males en su origen y progresos, sin verse en la desesperante necesidad de comprimirlos en sus efectos.

El augusto Congreso nacional, el supremo gobierno, las honorables legislaturas de los Estados, los respetables magistrados encargados de la administración de justicia, el venerable clero, los generales del ejército, el hacendado, el comerciante, el simple ciudadano, todos verán iniciados en este paso sus intereses recíprocos e individuales, como que a la estabilidad de todos es radicalmente indispensable la paz de la sociedad y la concordia de todos sus individuos, a fin de concurrir unísonos a hacer respetable la gran México y a burlar las miras insidiosas de los que se complacen en nuestra ruina.

Pero para la consecución de un objeto de tan alto interés, séame permitido someter mis débiles ideas a la sabiduría del Congreso mexicano, suplicándole las acoja como dimanadas de una recta intención y las fortifique con aquella abundancia de luces y de patriotismo que notoriamente distingue a tan augusta asamblea.

Como este negocio en sus principios está muy distante de tener un carácter legislativo, sino solamente un deseo de conseguir la paz por aquellos medios que son dables al ciudadano, he concebido que nada será más conducente para discutir estos mismos medios que una junta compuesta de dieciocho ciudadanos generalmente conocidos por su ilustración, servicios a la patria y confianza a que se han hecho acreedores, los que se nombrarán de entre los gobernadores de los Estados, de entre los gobernadores de las mitras y de entre los generales del ejército, y además tres suplentes; a saber: Los gobernadores de Jalisco, Zacatecas, Guanajuato, Michoacán, Veracruz y San Luis Potosí, y por suplentes los de Querétaro, Tabasco y Sonora.

Los gobernadores mitrados de México, Jalisco, Michoacán, Puebla, Oaxaca y Yucatán y por suplentes los señores doctores don Juan Cayetano Portugal, don Luis Mendizábal y don José María Santiago.

Los generales del ejército don Anastasio Bustamante, don Vicente Guerrero, don Nicolás Bravo, don Ignacio Rayón, don Antonio López de Santa Anna y don José Segundo Carvajal, y por suplentes don Manuel de Mier y Terán, don Luis Cortázar y don José Figueroa.

Esta junta conciliatoria deberá ser convocada por el soberano Congreso y su reunión se podrá verificar cómodamente y bajo las garantías más terminantes en las ciudades de Aguascalientes, Lagos o León, sin que haya asomo de sombra que inspire el menor temor a la libertad de sus discusiones y de sus acuerdos. Y desde luego que estos trabajos hayan sido terminados, la junta quedará disuelta y aquéllos se someterán a la deliberación del Congreso nacional.

Y para inspirar mayor confianza en este acto de tanta solemnidad, y allanar en cuanto se pueda sus felices resultados, sería de incalculable conveniencia que el soberano Congreso arbitrase los medios más asequibles para conseguir una suspensión de armas, entre tanto el mismo augusto Congreso deliberase definitivamente. Una medida de esta naturaleza, que se puede mirar como eminentemente benéfica, inclinará los ánimos al mayor deseo de la unión.

Esta augusta asamblea habrá concluído por mi exposición, que estoy distante de incidir en el sistema de pronunciamientos; que esta respetuosa petición sólo tiene por principio y por objeto la paz de la República y la fusión de todos los intereses nacionales y de partido; que está muy lejos de tener por apoyo la fuerza armada; que sólo habla al convencimiento público; que no tiene más carácter legislativo ni ejecutivo que el que se dignen darle el Congreso y el gobierno supremo; y últimamente, que este bosquejo de la cosa pública, trazado rápidamente, indica la grandeza del mal, el exceso del desorden y la subversión que amenaza de todos los principios, si el Congreso nacional no aplica oportunamente su poderoso influjo en bien de los pueblos que representa. Yo sé bien y me es muy constante, que si cada uno de los mexicanos mete la mano en su pecho, sentirá como yo que los latidos de su corazón le anuncian la amargura que inspira la guerra entre hermanos y la necesidad imperiosa de sofocarla.

San Pedro, noviembre 17 de 1830.
Miguel Barragán.

No se contentó el general Barragán con remitir esta exposición al Congreso general, sino que al mismo tiempo envió un comisionado al general don Vicente Guerrero para que por su parte se allanasen las dificultades y se abriese un camino a la conciliación. Esta medida no tuvo ningún resultado.

Para que el lector pueda formar juicio acerca de las personas que componían el gabinete del vicepresidente don Anastasio Bustamante, voy a presentar los caracteres de los cuatro ministros sobre quienes he hablado rápidamente en uno de los anteriores capítulos. Muy difícil es acertar a percibir los rasgos característicos de la fisonomía moral de un individuo, especialmente cuando su principal estudio es el de disfrazarse y nunca aparecer a la vista de los otros tal como es en realidad. Esta es la empresa de que me voy a ocupar, con la desconfianza que debe su dificultad inspirar y sólo obligado por la naturaleza de esta obra, cuya utilidad conocerán los mexicanos luego que el furor de los partidos se haya calmado o que éstos hayan tomado otra dirección.

Don Lucas Alamán, nacido en la ciudad de Guanajuato, hizo sus primeros estudios en el Colegio de Minería de México y pasó a Europa poco tiempo después de haber estallado la revolución de la independencia. Fue diputado en las Cortes de España en 1820 y 1821, en donde no dió ninguna muestra de sus conocimientos ni de grande interés por la causa de la libertad. Firmó con los diputados mexicanos el proyecto de formar en América, dependiente entonces de España, gobiernos independientes. El señor Iturbide le nombró para una comisión en Europa, creyéndolo todavía en ella; pero se había embarcado para regresar a México, a donde llegó a fines de 1822, cuando aquel caudillo estaba en vísperas de caer. Alamán tomó el partido contrario a Iturbide, pero siempre con timidez y sin comprometerse. Después de la caída de este caudillo ocupó el ministerio de Relaciones, de donde salió, como vimos en otra parte, para retirarse a la vida privada, ocupándose únicamente de negociaciones de minas, en la administración de los bienes de su suegro, que eran cuantiosos, y de los del duque de Monteleone, de quien era agente. La revolución de Jalapa lo sacó de la tranquilidad en que vivía y lo elevó al ministerio. Alamán no tiene valor civil ni militar, no tiene tampoco aquella ambición que va siempre acompañada de grandes virtudes y muchas veces también de vicios. Su conducta privada ha sido buena; su trato familiar, aunque afectado, no es desagradable; sus maneras, sin naturalidad ni nobleza, son, sin embargo, bastantes a cubrir los defectos de una talla demasiado pequeña y un modo de andar irregular. Sus discursos en la tribuna, así como sus escritos, jamás han tenido aquella perspicuidad ni solidez que son el fruto de la convicción de la justicia o de la conciencia; su estilo es embarazado y sus frases ambiguas, quizás por el temor de caer en alguna inconsecuencia, en alguna contradicción. De aquí proviene también que se escucha al hablar. Su política ha sido cruel, falsa y pérfida. Nada le ha parecido malo para conseguir sus fines, y la serie de actos sangrientos de que hemos visto manchado este período, aunque hacen de mancomún responsable a Bustaniante y demás ministros, han emanado principalmente de Alamán y de Facio. La base de la política que adoptó fue una alianza entre el clero y el ejército; el hablar siempre a la nación, haciéndole pinturas halagüeñas en los únicos periódicos que permitía publicar; presentar los actos tiránicos de la administración como obra de la ley, al gobierno como inexorable ejecutor de ella, y reproducir en los mismos periódicos artículos que hacía imprimir por medio de sus agentes en los países extranjeros, llenos de elogios de las providencias gubernativas y de esperanzas lisonjeras para el porvenir.

Ved aquí sobre qué fundamentos hace consistir la duración de su poder; es decir, sobre el terror y el engaño. Alamán ha desconocido enteramente la marcha progresiva de la civilización, al usar en una República democrática de resortes creados para otros tiempos y circunstancias.

Don José Antonio Facio es un oficial cuyo acto más notable en el país fué el de haber destruído unos paisanos armados en la provincia de Tabasco, que gritaban vivas a la Federación en 1823. Él es el mismo que en la asonada de Tulancingo se ocultó y evitó la suerte de sus compañeros; el que en la ciudad de Nueva York solicitó entonces entrar en relaciones con Mr. Bresson; y, últimamente, quien, habiendo regresado a México y conseguido que el general Bustamante lo llevase de ayudante en el Ejército de reserva, fue el agente principal del plan de Jalapa y tal vez su autor.

Lo hemos visto fomentando el espionaje, autorizando los atentados de los oficiales cometidos en las plazas y calles de la capital, dando orden a los jefes militares para fusilar a los prisioneros, y por último, urdiendo intrigas secretas para destruir toda confianza entre los ciudadanos. Facio es uno de los abortos de las disensiones intestinas, que sin genio, sin talento, sin instrucción, aparece repentinamente en la escena para desaparecer luego, no dejando tras sí otra memoria que la de los males que causaron, ni otro recuerdo que el de las lágrimas que hacen derramar a las familias desamparadas, ni otra lección que el desengaño para no dejarse sorprender fácilmente en lo sucesivo.

Don Rafael Mangino, natural de Puebla, es hombre de talento, aunque sin ninguna instrucción. Comenzó a aparecer en la escena política desde el primer Congreso, en el que siempre manifestó ideas de monarquía constitucional, aunque no con una familia mexicana. Fue presidente del Congreso cuando la inauguración de Iturbide, y su carácter tímido y contemporizador le evitó no solamente participar de la persecución que sufrieron sus compañeros, sino aún el de ser privado del destino que ocupaba en la tesorería general. Jamás he conocido un hombre que afecte más dulzura y suavidad en su trato ni mayor hipocresía social, por decirlo así. Jamás expone con franqueza sus opiniones cuando hay el menor riesgo en ello. Un solo rasgo basta para caracterizarlo en esta parte. El lector recordará que en la exposición hecha al Congreso, que se ha insertado ya, decía el señor Mangino:

La puntualidad con que los funcionarios de los Estados perciben sus dotaciones y las milicias cívicas sus haberes, cuando los empleados y el ejército de la federación experimentan todo género de privaciones, es un objeto de murmuración de que la malignidad pretende deducir argumentos contra nuestra forma de gobierno.

Esto era justamente aumentar el descontento y prestar apoyo a los militares, que ya en Yucatán habían destruído el gobierno del Estado y que se preparaban a hacerlo en toda la República, alegando esto mismo. Por lo demás, Mangino tiene la opinión de hombre puro en el manejo de los caudales públicos.

Don José Ignacio Espinosa, ministro de Justicia y Negocios Eclesiásticos, puede ser retratado como otro Ignacio amigo de Sorano, de quien dice Tácito: Egnatius auctoritatem stoicae secte preferebat habitu ore ad exprimendam imaginem honesti exercitus; caeterum animo perfidiosus, subdolus avaritiam ... ocultans. Tiene éste, como aquel romano, todas las apariencias de un jesuíta estoico de nuestros tiempos, y en su semblante y manera de andar, vestir y modo de presentarse, un estudio de manifestar honradez, probidad y espíritu evangélico; pero el alma es pérfida y su avaricia grande.

Espinosa es devoto y en el país es conocido bajo el nombre de P. Lainez, el célebre jesuíta que se considera como uno de los primeros corifeos del probabilismo y de los corruptores de la verdadera moral evangélica.

Esta es la idea que yo he formado de los cuatro ministros que componían el gabinete del vicepresidente don Anastasio Bustamante en el año que acaba este volumen, según el conocimiento que tengo de las personas y por informes que he tomado de la opinión que se forma de ellas.

Daré fin a este capítulo con una rápida descripción o, mejor diré, un paralelo entre Guerrero y Bustamante, y a continuación pondré las juiciosas observaciones que se hicieron en un papel publicado en uno de los intervalos en que la tiranía no podía evitar que el espíritu de libertad transpirase por entre las tinieblas de que estaba rodeado.

He hablado lo suficiente para dar a conocer al benemérito don Vicente Guerrero, no habiendo ni ocultado sus faltas ni exagerado sus servicios y virtudes. Muy poco he dicho de Bustamante, aunque los hechos que he referido son suficientes para que el lector pueda formar idea de su carácter; sin embargo, para darlos a conocer más individualmente añadiré que Guerrero no tenía ni el vigor necesario para reprimir las sediciones, ni las virtudes sublimes para impedir que naciesen, ni el talento suficiente para dirigir grandes asuntos, ni la constancia de amistad y confianza en sus amigos para dejarse conducir. De manera que no inspiraba el temor saludable que nace de la rigurosa ejecución de las leyes, no hacía callar por la presencia de un gran carácter el descontento ni dejaba a sus directores el tiempo ni los recursos para establecer un sistema. Bustamante, sin talentos para dirigir, tiene toda la energía necesaria para sofocar los esfuerzos de sus enemigos dentro y fuera de las leyes, tiene la cordura de abandonarse con confianza a los que le han ofrecido salvar su partido, su persona y sus atentados. Guerrero no obraba ni en la órbita constitucional ni fuera de ella; Bustamante y sus ministros no han respetado ninguna ley, ningún derecho; Guerrero se detenía delante de cualquiera consideración: un impreso lo alarmaba, un anónimo le detenía, la proposición de un senador o diputado paralizaba cualquier medida; Bustamante atropella con todo, destruye la imprenta, fusila al impresor y quema el impreso; y el senador, el diputado, el Senado y la Cámara de diputados enmudecen a sus órdenes o dan decretos como él quiere. La administración de Guerrero se atrajo el menosprecio a fuerza de no obrar ni el bien ni el mal; la de Bustamante ha inspirado el terror, que en el diccionario de la tiranía equivale al consentimiento general. Por último, el uno era nulo el otro tirano. Pero si el primero excita la compasión, el segundo ha creado un odio que al fin será superior al terror y hará su caída inevitable.

El impreso de que he hablado y se inserta a continuación dará al lector idea del nuevo género de guerra que comenzaba a hacerse a la administración de Bustamante en fines de este año.

Varias veces se ha tocado en las cámaras la cuestión de la ilegitimidad del actual gobierno, y aun se ha demostrado hasta la evidencia la necesidad que hay de resolverla para terminar la guerra civil que hoy aflige a la República; pero en todas ellas se ha procurado echarla a un lado con respuestas evasivas, que han dado a conocer la posición falsa que ocupa el encargado del Poder ejecutivo. A las razones incontestables que se han alegado para disputarle los títulos de su autoridad, sólo se ha podido oponer la memoria de los sucesos de la Acordada, la pretensión del general Guerrero a la silla presidencial y la relación de los desastres del Sur. Tales son los medios con que se ha procurado huir el cuerpo a la dificultad, y talla lógica de los que han querido sostener un usurpador que ha derramado tanta sangre en los campos y cadalsos por conservarse en el puesto que tan malamente desempeña. ¿Qué validez pueden en efecto dar a la elección del llamado vicepresidente las desgracias del 4 de diciembre del año de 28? ¿Qué conexión puede tener la ambición del general Guerrero con la legitimidad del gobierno que nos ha dado el poder de las bayonetas?

Si en el Sur ha habido los estragos que a cada rato se nos inculcan, ellos no sólo no legitiman la administración actual sino que la hacen responsable a la faz de la nación de no haberlos evitado, restableciendo completamente el imperio de la Constitución y de las leyes. Más de dos oficios ha recibido don Anastasio Bustamante del general don Vicente Guerrero, en que le ha manifestado su disposición a rendir las armas con tal que cesase la usurpación que sucedió a la suya y se estableciese un gobierno legítimo que pusiese en paz a los dos. Todos han sido desairados, y para evitar que la nación se pronunciase por los votos de aquel general, se ha tenido particular cuidado en ocultarlos, haciéndose correr la voz de que aquella guerra no tenía más objeto que la reconquista de la silla presidencial. ¿Y podrá decirse en vista de esto que el general Bustamante se pronunció de buena fe por la Constitución y las leyes y no por el deseo de mandar?

Algunos días antes de que se instalasen las actuales cámaras se empezó a decir con vaguedad, y después se aseguró, que el Congreso en sus primeras sesiones se ocuparía de los movimientos del Sur, haciendo que el gobierno oyese a los llamados facciosos sobre el verdadero objeto de sus inquietudes y que si ellos pedían que se legitimase al ejecutivo, se accedería a su pretensión como fundada en justicia y en principios de conveniencia pública; pero que si manifestaban un empeño porque el general Guerrero volviese a ocupar la silla presidencial, entonces se continuaría la guerra hasta acabar con tan temerarias pretensiones. Los amigos de la ley y de la felicidad de la República, conformes en todo con estas ideas y sentimientos, deseaban con ansia la instalación del Congreso, para que de una vez se pudiesen adoptar las medidas indicadas. Nada en efecto puede convenir más para poner término a las calamidades públicas que saber los verdaderos designios de los que hasta aquí ha presentado la mala fe del Registro como enemigos de la Constitución y de las leyes, porque si pelean contra el actual gobierno por considerarlo ilegítimo ¿ qué razón hay para no aquietarlos cuando es bastante clara la usurpación del general Bustamante? Y si han levantado las armas para reponer al general Guerrero, la nación entonces, saliendo de la incertidumbre en que se encuentra con respecto al verdadero objeto de esa guerra desastrosa, se pronunciará abiertamente contra los que la sostengan y los hará desaparecer en breve tiempo.

La revolución con facilidad se hubiera podido sofocar en su origen y la República no hubiera perdido tantos brazos ni sufrido otras mil calamidades, si el gobierno de hecho que tenemos hubiera tenido un poco de desprendimiento y un tanto de amor a la causa pública. Pero empeñado en conservar su presa, ha hecho derramar por una y otra parte la sangre de los mexicanos, prescindiendo de las consideraciones debidas al pueblo que gobierna, y, para alucinarlo, ha procurado hacerle creer que la guerra del Sur no tenía otro fin que la reposición del general Guerrero en la silla presidencial y la destrucción de las propiedades. Los ministros, que se hallan muy contentos con los sueldos que disfrutan y los inciensos que se les ofrecen; las criaturas que se han hecho despojando a los empleados de la administración anterior y dando ascensos con perjuicio de muchos hombres que han tenido la desgracia de no pertenecer a su partido o la fortuna de no haber sacrificado a sus hermanos; en fin, los aspirantes que esperan la recompensa de sus bajezas y prostituciones, todos éstos se han interesado a la vez en sostener la administración actual, repitiendo continuamente en sus tertulias y periódicos las especies de que se ha valido El Registro Oficial para ocultar el verdadero objeto de los movimientos del Sur y conservar por estos medios un orden de cosas que les es tan favorable. ¿Qué datos nos pueden presentar para comprobar lo que dicen en orden a los designios de los que Uaman facciosos?

Todo lo que se diga sobre esto no puede salir de la esfera de unas puras conjeturas y el único modo que hay para salir de tantas dudas es el que arriba hemos indicado. Ningún inconveniente hay en que se adopte, y aún más bien debe resultar la ventaja de uniformar la opinión de la nación, ya para acabar con los facciosos, si aspiran a reponer al general Guerrero, ya para establecer un gobierno legítimo, si la diferencia nace de la ilegitimidad del que actualmente tenemos. Bien sabemos que este segundo extremo debe repugnar al general Bustamante y sus parciales, y que por lo mismo continuarán haciendo sus esfuerzos por evitar que se entre en contestaciones con los disidentes del Sur sobre el particular a que nos contraemos, pero ¿se ha de dejar correr una revolución que causa tantos males a la RepúbJica? ¿Se ha de permitir al usurpador sacrificar tantas víctimas con sólo el objeto de sostener su usurpación? No nos atrevemos a creer que los representantes de la nación, elegidos para cuidar de su felicidad, quieran ahora faltar a sus deberes tolerando los excesos de una administración ilegal cuando pueden y deben contenerla, haciéndole entender los vicios y defectos de su origen.

Sería a la verdad una cosa escandalosa que la representación nacional, encargada de conservar el sagrado depósito de la Constitución, prescindiese de sus sacrosantas obJigaciones, metiéndose a proteger a un gobierno intruso contra aquellos ciudadanos que reclaman la observancia de las leyes. Esto no podía ser sin hacerse ella misma la facciosa e indigna de la confianza y obediencia de los pueblos. Pero supóngase que no es el cumplimiento de la ley lo que se reclama sino la presidencia que antes usurpó el general don Vicente Guerrero y quién, por ignorante que sea, dejará de conocer la conducta que en tal caso debe observar el poder legislativo? La guerra que actualmente existe no debe considerarse como guerra de la nación contra una fracción suya, ni menos de un gobierno contra sus súbditos rebeldes: es una guerra de un partido que ha usurpado el poder público contra otro, que, si se quiere, aspira a recobrar su usurpación; es, en fin, la guerra de dos partidos que a punta de bayoneta se disputan el mando de la República. Al frente del uno se halla un hombre que se llama vicepresidente, porque así lo han querido llamar los mismos que lo elevaron, y al del segundo, otro a quien los suyos han dado el nombre de presidente, pero que tiene tantos títulos a la presidencia como los tiene su rival a la vicepresidencia que posee. El uno, con más fortuna que el otro, cuenta con el tesoro público, con las legislaturas y gobernadores que ha creado y con un ejército organizado, disciplinado y equipado. El otro, que ha corrido con desgracia, sólo ha podido reunir masas informes de hombres sin táctica, disciplina, ni subordinación; carece de recursos para sostenerlos; no tiene en su apoyo ningún gobernador, ni legislatura; y para colmo de sus desdichas, ha perdido por medio de la más horrible traición, hasta su propia libertad. El uno, por haber triunfado, recibe aplausos de todas partes y los homenajes debidos a un vicepresidente de la República, y el otro, por no haber sabido vencer, es tratado como bandido y malhechor. Esto es lo que en realidad pasa entre nosotros. Pues bien ¿qué es lo que conviene hacer? Supuesto que está conocida la naturaleza del mal, el remedio está indicado: afuera Bustamante y Guerrero y venga el legítimo presidente. Roma no debe ser gobernada ni por Mario ni por Sila.

Tiempo es ya, en fin, de entrar en la senda constitucional de que todos nos hemos apartado alternativamente, colocando unos primero en la silla presidencial al que no estaba llamado por la ley y poniendo otros después en la vicepresidencia, con el ejercicio del Poder ejecutivo, al que actualmente la posee sin ningún título legal. Harto doloroso es la experiencia que tenemos de los males que trae consigo el olvido de las leyes; y por lo mucho que hemos padecido, podemos fácilmente calcular lo que tendremos que sufrir, si no nos apresuramos a entrar por el camino de la Constitución de que estamos extraviados.

Dejar en pacífica posesión del mando al general Bustamante, cuando es bastante claro y evidente que no tiene ningún título legítimo, es sancionar los ultrajes hechos a la Constitución y dejarnos sin garantías. ¿En qué podremos apoyarnos para reclamar las ofensas que se nos hagan si se destruye el fundamento en que descansan nuestros derechos? ¿Qué seguridad podrán tener nuestras personas y bienes si en un punto tan esencial se deja roto el código fundamental, el pacto social de los mexicanos?

Estas observaciones adquieren todavía más fuerza y robustez con la consideración del atractivo que se presentaría a los ambiciosos para usurpar el poder público si se tolerase la continuación del gobierno de hecho que tenemos. Entonces un usurpador se sucedería a otro, y en cada administración tendríamos que sufrir los males que nos aquejan. Cada uno trataría de sostenerse a toda costa: levantaría mil patíbulos y haría perecer en los campos a cuantos se opusiesen a su usurpación y reclamasen el cumplimiento de las leyes; adoptaría, en fin, medios de todas clases, legales o ilegales, justos e injustos, para deshacerse de todos aquellos que le inspirasen recelos. ¿Quién ignora lo que la República ha tenido que padecer en esta época por el empeño que ha habido en sostener la actual administración? Ella ha perdido muchos hijos en los cadalsos, y ha visto correr por su suelo la sangre de sus valientes defensores. ¿Qué bienes, pues, podremos prometernos si se le deja continuar y no nos apresuramos a cerrar esa fuente de tantas calamidades?
Indice de Venganza de la Colonia de Lorenzo de Zavala CAPÍTULO SÉPTIMO CAPÍTULO NOVENOBiblioteca Virtual Antorcha