Indice de Venganza de la Colonia de Lorenzo de Zavala CAPÍTULO OCTAVO APÉNDICEBiblioteca Virtual Antorcha

VENGANZA DE LA COLONIA

Lorenzo de Zavala

CAPÍTULO NOVENO

Conclusión


He terminado el período que me propuse recorrer al dar principio a esta pequeña obra; el lector advertirá que, aunque he pasado con rapidez los sucesos, no he omitido ninguna de las circunstancias que los pueden presentar con claridad y bajo el punto de vista verdadero. Las pasiones en movimiento, agitando los partidos y los hombres, en una nación nueva en donde han desaparecido a fuerza de sacudimientos continuados, juntamente con las cadenas que la oprimían, los vínculos de subordinación, mucha parte de los hábitos de orden y, hasta cierto punto, la conveniencia social de que se mantenga, no pueden dejar de ofrecer por algún tiempo el espectáculo de un caos de escenas sucesivas de libertad y esclavitud y de problemas políticos que harán formar teorías absurdas a los escritores de Europa que se propongan resolver nuestras grandes cuestiones por las ideas abstractas y principios generales, sin conocer nuestras costumbres, preocupaciones y circunstancias. Yo voy a aventurar algunas reflexiones acerca de las causas principales que influirán por muchos años sobre la suerte de nuestra América, en las nuevas repúblicas, y a donde deberán dirigirse las miras de los que se propongan de buena fe cortar en su raíz el principio de sus disensiones. Por supuesto que el objeto primordial de mis observaciones es la República Mexicana que conozco, a la que debo mi existencia y el fruto de todas mis tareas.

¿En qué consiste que un país en que el sol es tan brillante y caliente para derramar la fecundidad, el aspecto de las montañas tan variado y risueño; en donde los campos están regados de abundantes arroyos, o por torrentes que caen del cielo, y en donde la naturaleza ofrece en su mayor parte un suelo cubierto de una pomposa vegetación; en donde los habitantes reciben al nacer una imaginación viva y pronta, susceptibilidad de impresiones apasionadas, disposición de espíritu para comprender con facilidad y un ingenio penetrante, se vea poblado en su mayor parte de gentes pobres, ignorantes, privadas de las ventajas sociales y de los goces que proporciona la civilización? ¿Por qué en el momento mismo de entrar en la gran familia de los pueblos cultos, presentan el espectáculo de guerras civiles interminables, de actos de crueldad y de escenas sangrientas, en lugar de entrar pacíficamente en la carrera de la libertad que han emprendido recorrer y a que han dado principio con tanto heroísmo? Ninguno puede dudar que las causas principales de esta situación sean el curso que seguía esta sociedad, opuesto a las circunstancias referidas, y que por trescientos años cegó los principios de vida y actividad; contrariado después de la revolución de independencia por una política diametralmente opuesta, que ha llamado a toda la generación, por decirlo así, a renunciar a sus antiguos hábitos, costumbres y preocupaciones, para adoptar otras análogas al nuevo sistema social que se intenta darle.

Veamos cómo ha sido creado, educado y disciplinado este pueblo bajo la dominación colonial, y en el examen de esta cuestión veremos el origen de sus calamidades.

Cuatro son las instituciones que más esencialmente influyen en la suerte de la sociedad y que determinan casi exclusivamente el carácter de los habitantes de un pueblo. La religión, la educación, la legislación y las ideas de honor que se le inspiran.

La religión es de todas las fuerzas morales a que el hombre está sometido, la que puede hacer más bienes o los mayores males. Todas las opiniones que se refieren a intereses superiores a los de este mundo; todas las creencias que tienen por objeto la eternidad; todas las sectas que predican una religión, ejercen sobre los sentimientos morales y sobre el carácter humano una prodigiosa influencia. Ninguna, sin embargo, penetra más profundamente en el corazón del hombre, como observa muy bien un juicioso escritor, que la religión católica; porque ninguna está más fuertemente organizada; ninguna ha subordinado tan completamente la filosofía moral; ninguna ha esclavizado las conciencias; ninguna como ella ha establecido el tribunal de la confesión, que reduce a todos los creyentes a la más absoluta dependencia de su clero; ninguna tiene como ella sacerdotes más aislados del espíritu de familia ni más íntimamente unidos por el interés y el espíritu de cuerpo.

La unidad de la fe, que sólo puede ser el resultado de una entera sujeción de ia razón a la creencia y que, por consIguiente, no se halla en ninguna otra religIón en el alto grado que en la católica, l1ga estrechamente todos los mIembros de esta Iglesia a recibir los mismos dogmas, a someterse a las mismas decisiones y a formarse sobre un mismo modelo de enseñanza. Pero su influencia poderosa se ha ejercido de diversas maneras, según que los intereses de sus primeros jefes han sido más conformes a los de los pueblos, o a los de los reyes.

Durante los siglos que precedieron al reinado de Carlos V y Felipe II, desde principios del siglo X, la inmensa fuerza moral del poder pontifical, entonces, se empleó en elevar al pueblo y oponer las ideas de libertad y de civilización a las tentativas de los emperadores de Alemania y a los esfuerzos de los Gibelinos, que bajo su protección comenzaron a establecer principados despóticos en Italia. Hasta entonces, dice Mr. Sismondi, los Papas habían contraído una especie de alianza con los puebios contra los soberanos, sólo habían hecho conquistas sobre los reyes; debían su elevación y todos los medios de resistencia al poder del espíritu, opuesto a la fuerza brutal, y por política, aun mas que por reconocimIento, se habían creído obligados a desenvolver este poder del espíritu. Habían hecho nacer, dirigían y llamaban a su ayuda la opinión pública, protegían las letras y la filosofía y aun permitían con liberalidad a los filósofos y a los poetas desviarse algunas veces de la estrecha línea ortodoxa. Por último, se proclamaron los protectores de la libertad y protegieron las repúblicas. Mas luego que una mitad de la Iglesia, levantando el estandarte de la Reforma, sacudió el yugo; luego que se convirtieron contra Roma esas mismas luces de la filosofía que ella había protegido, ese espíritu de libertad que había estimulado, esa opinión pública que se le escapaba y que vino a ser ya en Europa una potencia; entonces un sentimiento de terror profundo determinó a los Papas a mudar toda su política. En vez de permanecer a la cabeza de la oposición contra los monarcas, sintieron la necesidad de hacer con ellos causa común para contener adversarios mucho más temibles que ellos. Contrajeron las más estrechas alianzas con los príncipes temporales, especialmente con Felipe II, el más despótico entre todos, y sólo se ocuparon en subordinar las conciencias y esclavizar el espíritu humano. En efecto, ellos impusieron un yugo sobre él, que en ningún tiempo lo había llevado tan terrible.

Esta fue la época del descubrimiento y conquista de la América por los españoles. Al establecer entre nosotros su poder y dominación, trajeron consigo el espíritu de superstición, de intolerancia y de ciega obediencia, que don Fernando y doña Isabel procuraban establecer en la Península, preparando los aciagos días de Carlos I y de sus descendientes. Hernando Cortés, caudillo esforzado, pero cruel y supersticioso, hace a presencia de los indios conquistados, que le temían, reverenciaban y odiaban, el aparato de dejarse azotar por un sacerdote públicamente, para de esta manera inspirar en los ánimos de aquellas gentes las primeras semillas del poder espiritual.

Sobre esta base elevaron los españoles el edificio de la nueva sociedad creada en la América española. El poder de las armas y la influencia sacerdotal componían el gobierno, dirigían la moral, los sentimientos, el carácter del pueblo. No había nada fuera de este círculo estrecho y la sociedad marchaba de esta manera en silencio de generación en generación, sin que ningún otro pueblo oyese siquiera el ruido de sus pisadas. Pero esta degradante situación era necesario que imprimiese un sello profundo de humildad y esclavitud entre todos los habitantes. Las pocas ideas que se tenían en todos géneros, estaban extraviadas; las colonias no veían sino por los ojos de sus directores, y sólo entendían, o mejor diré, aprendían lo que ellos les enseñaban. Los sacerdotes se apoderaron de la enseñanza pública, y la filosofía moral, que es el patrimonio más inherente a la felicidad humana y que pertenece al domino de la conciencia, pasó entera a manos de la religión como sucedió en España. La teología se apoderó de esta ciencia, que enseña al hombre sus derechos y las razones en que se fundan, y se pervirtieron los principios vitales de la sociedad por el abuso que se hizo de ella.

Yo no me propongo de ningún modo negar que hay una estrecha conexión entre la religión y la moral y todo hombre de bien debe reconocer que el más noble homenaje que el mortal puede rendir a su Creador es el de elevarse a él por sus virtudes. Pero la filosofía moral es una ciencia enteramente distinta de la teología, ella tiene sus bases en la razón y en la conciencia, lleva consigo las pruebas que producen nuestra convicción, y después de haber desenvuelto el espíritu por la investigación de sus principios, satisface al corazón por el descubrimiento de lo que es verdaderamente bello, justo y conveniente.

El clero se apoderó de la moral como de una ciencia exclusiva de su dominio; substituyó la autoridad de los decretos, de los concilios y de los Padres a las luces de la razón y de la conciencia; el estudio de los casuistas al de la filosofía moral, y reemplazó al más noble ejercicio del espíritu una serie de preceptos que reducía su enseñanza a una rutina servil.

Pero la moral se desnaturalizó de este modo entre las manos de los casuistas; se hizo como una cosa extraña al corazón y al entendimiento; ya no se consideraron los vicios por las malas consecuencias que producen, por las penalidades que traen consigo, por el desprecio en que ponen a los hombres viciosos en la sociedad, sino únicamente bajo el resorte de las leyes divinas; se desechó la base que la naturaleza había dado y puesto en el corazón de todos los mortales, para sustituirle otra artificial y arbitraria. La diferencia entre pecados veniales y pecados mortales borró la que hay originariamente en la conciencia entre las ofensas más graves y perdonables; se vió colocar en cierto orden mezcladas entre los crímenes que causan el mayor horror, las faltas que nuestra debilidad puede apenas evitar. Los casuistas presentaron a la execración de los hombres en el primer rango, entre los más culpables, a los herejes, los cismáticos y los blasfemos. Ved aquí el origen del odio de los suramericanos a los extranjeros, odio que será por algún tiempo un obstáculo a su prosperidad. Pero este horror que se inspiraba contra hombres industriosos, benéficos y morales, era el mayor mal que se podía hacer a las costumbres; así porque, viendo practicar buenas acciones en los herejes, se acostumbraban a dudar de la excelencia de la virtud, como porque era menos contagioso en su concepto el trato con los hombres criminales y viciosos, como fuesen católicos, oyesen misa y rezasen el rosario, que con gentes que tenían modales delicados y una conducta irreprensible, pero que no eran súbditos del Papa.

La doctrina de la penitencia causó una nueva subversión en la moral, continúa Mr. Sismondi, ya confundida por la distinción arbitraria de los pecados. Sin duda es una doctrina consolatoria el perdón del cielo y el retorno a la senda de la virtud, y esta opinión es tan conforme a las necesidades y flaquezas humanas, que ha hecho una parte esencial en todas las religiones. Pero los casuistas habían desvirtuado esta doctrina, imponiendo formularios precisos para la penitencia, confesión y absolución.

Un solo acto de fe y de fervor fue considerado como suficiente para borrar una larga lista de crímenes. En lugar de proponerse ya la virtud como una obligación constante y perpetua, no fue entonces otra cosa que un arreglo de cuentas en el artículo de la muerte; no había ningún pecador tan obstinado que no tuviese el proyecto de dedicar algunos días, antes de morir, al cuidado de su alma; pero entre tanto, soltaba la rienda a todas sus pasiones, y los que predicaban contra estas doctrinas eran considerados como Jansenistas.

Otro de los principios corruptores de la moral fueron las indulgencias y el tráfico escandaloso que se hacía de ellas. Los reyes de España consiguieron las bulas de dispensas que se vendían por fuerza a los americanos, y que no recibían la absolución si no compraban aquel documento de oprobio, de ignominia y de superstición. El poder atribuído al arrepentimiento, a las ceremonias religiosas, a las indulgencias, a las bulas, todo se reunió para persuadir al pueblo que la condenación o la salvación eterna dependían de la absolución del sacerdote, y éste fue quizás el golpe más funesto dado a la moral. La casualidad, y no la virtud, debía decidir de la suerte eterna del alma del moribundo. El hombre más virtuoso, cuya vida hubiese sido siempre pura, podía ser atacado repentinamente por la muerte en el momento en que el dolor, la cólera, la sorpresa, le hubiesen hecho proferir una de esas palabras profanas, que el hábito ha hecho tan comunes y que, según las decisiones de los concilios, no se pueden pronunciar sin incurrir en pecado mortal. Entonces su condenación eterna era inevitable, porque no se había hallado presente un sacerdote para recibir su penitencia y hacerle abrir las puertas del cielo.

Por el contrario, el hombre más perverso, cargado de crímenes, podía experimentar un momento de remordimientos y de deseos transitorios de hacerse virtuoso: con una buena confesión y comunión, este hombre tenía seguro el cielo.

De esta manera la moral que se enseñaba al pueblo era una fuente de malas doctrinas, porque las luces de la razón y las inspiraciones constantes de la conciencia, que enseñan a distinguir siempre al hombre de bien del corrompido, fueron contradichas por las decisiones teológicas, que condenaban al primero y beatificaban al segundo sólo por la casualidad imprevista de recibir la absolución.

Se hizo más: en los catecismos de enseñanza religiosa se colocó al lado de la gran tabla de las virtudes y de los vicios, cuyo conocimiento es universal y como natural al hombre, otra de los mandamientos de la Iglesia, sin estar apoyados por una sanción tan temible como los de la Divinidad; sin hacer depender la salud eterna de su observancia, llegaron a tener el cumplimiento y el poder que jamás alcanzaron las leyes eternas de la moral.

El homicida, todavía cubierto de la sangre que acababa de derramar, no comía el viernes carne por cuanto había en el mundo; la prostituta ponía cerca de su cama la imagen de la Virgen, delante de la cual rezaba su rosario; el sacerdote que salía de la mesa del juego, o que cometía delitos sin escrúpulo, no se atrevía a beber un vaso de agua antes de decir misa.

Parecía que mientras más regularidad ponia el hombre en observar los preceptos de la Iglesia, se creía más dispensado en la observancia de la ley natural, a la que deberían sacrificarse las inclinaciones depravadas.

La moral propiamente dicha jamás dejó entre tanto de ser el objeto de las predicaciones de la Iglesia; pero el interés sacerdotal ha corrompido en España y sus colonias todo cuanto ha tocado. La benevolencia mutua es el fundamento de las virtudes sociales: el casuista, reduciéndolo a precepto, ha declarado que es pecado hablar mal del prójimo. Con esto ha impedido a cada uno expresar el justo juicio que debe discernir la virtud del vicio e impuesto silencio a los acentos de la verdad. Pero acostumbrando de esta manera a que las palabras no expresasen el pensamiento, no ha hecho otra cosa que aumentar la secreta desconfianza de cada hombre con respecto de los otros.

La caridad es la virtud por excelencia en el Evangelio; pero el casuista ha enseñado a dar al pobre por el bien del alma y no para socorrer a su semejante; ha puesto en uso las limosnas sin discernimiento, que estimulan el vicio y la holgazanería; por último, ha enseñado a invertir en favor del monje mendicante los fondos que deben destinarse a la caridad pública.

La sobriedad y la continencia son virtudes domésticas que conservan las facultades de los individuos y aseguran la paz de las familias; el casuista ha puesto en su lugar la observancia de los viernes, los ayunos, la disciplina, los votos de castidad y de virginidad. Sin embargo, al lado de estas virtudes y votos monacales, la intemperancia y el libertinaje podían radicarse en el corazón.

La modestia es una de las más amables cualidades del hombre superior; no excluye un justo orgullo que le sirve de apoyo contra sus propias debilidades, y de consuelo en la adversidad. El casuista ha substituído la humildad, que hace alianza con el menosprecio más insultante por los otros.

Tal ha sido la confusión inexplicable en que los jesuítas pusieron la moral con las obras casuísticas con que inundaron la España y sus colonias. Se apoderaron exclusivamente de las escuelas, que pasaron después a manos de los frailes. No era permitido hacer investigaciones filosóficas que estableciesen las reglas de la moral sobre otras bases que las suyas, ni entrar en discusiones de sus principios, ni apelar a la razón humana.

Pascal, Malebranche, Locke habían hablado como filósofos cristianos, y sus luminosas doctrinas no podían penetrar entre los habitantes de México. El depósito entero de las ideas estaba en las manos de los confesores y directores de las conciencias; el mexicano escrupuloso abdicaba la facultad más esencial del hombre, que es la de estudiar y conocer sus deberes. Cuantas veces se encontraba embarazado en los difíciles asuntos de la vida, ante cualquiera duda que le ocurría en las situaciones intrincadas, recurría a su guía espiritual. De esta manera las pruebas de la adversidad, que son las que elevan al hombre, servían para hacerle más sujeto. Ved aquí la razón por que mientras los intereses del clero estuvieron en México de acuerdo con la dependencia, el pueblo no osó levantar su voz contra los derechos establecidos, predicados y constantemente inculcados como un dogma de la ciega obediencia al rey y al romano pontífice.

Consideremos ahora el género de educación que se daba a los mexicanos, y el lector deducirá las consecuencias de lo que puede esperarse para lo sucesivo.

En algunos capítulos he hablado ligeramente de la clase de instrucción que se daba y aun se da en muchos colegios de la República Mexicana. Pero en este voy a hablar de la clase de educación general, para descender luego a los establecimientos públicos. La educación es uno de los resortes más poderosos para el gobierno de los pueblos. Pero aquellos a quienes ha depravado una mala educación, pueden ser reconducidos a los nobles sentimientos de la virtud y del deber. La religión extiende su influencia saludable o funesta sobre todo el curso de la vida; su poder se apoya sobre la imaginación de la juventud, sobre la ternura entusiasta de un sexo más débil, sobre los terrores de la vejez; acompaña al hombre hasta sus más secretos pensamientos y está presente hasta en los actos que puede ocultar a todo poder humano. Sin embargo, la influencia recíproca de la educación sobre la religión y de ésta sobre aquélla es tan grande, que apenas se pueden separar estas dos causas eficientes de los caracteres nacionales.

Los mexicanos han recibido el mismo género de educación física, moral y religiosa que los españoles, sus conquistadores. Pero como he observado otra vez, tres quintos de la población fueron enteramente abandonados a un género de vida puramente animal. Esta numerosa clase de aquella gran sociedad, sin necesidades, sin deseos, sin ambición y sin pasiones, no era más que el patrimonio de los curas y de las autoridades militares, que ponían en acción las fuerzas físicas de aquellas gentes para sacar ventajas, sin siquiera aplicar en su conservación, en su enseñanza, la cuidadosa solicitud que ponen los dueños de esclavos en los países en donde es permitida la esclavitud. La educación de los indios era de consiguiente nula, y es muy poco lo que se puede decir acerca de una cosa negativa. Las disposiciones mentales de éstos no han comenzado aún a desarrollarse, después de la nueva fusión social y de su incorporación nominal a la gran familia mexicana. Su estado de pobreza, su dispersión en pequeñas poblaciones, el poco estímulo que tienen para que sus hijos adquieran nociones sobre las que ellos no pueden concebir esperanzas, ni conocer la importancia, y (debo decirlo aunque sea vergonzoso para nosotros) el abandono con que se ha visto su educación por los directores de las nuevas repúblicas, son los motivos por que aún se han notado tan pocos adelantos en su mejora social. Cargo muy grande para los mexicanos el de no dedicar una especial atención a los adelantos morales de los indios, cuya educación está en el día confiada a sus nuevos gobiernos.

En México hay un colegio llamado de San Gregorio, destinado a enseñar a cierto número de indígenas, y en Puebla había otro semejante. Pero son de esos establecimientos que sólo sirven de utilidad a los administradores de ellos y a los maestros. En lo general nada se enseña ni se aprende bajo la rutina de un rector, que cuida únicamente de la misa, del rosario y de la vestimenta talar de sus colegiales. Lo que es necesario, y considero como el fundamento de la sociedad en los Estados Unidos Mexicanos, es que se multipliquen las escuelas de primera enseñanza y se inviertan en ellas todos los fondos que se desperdician en otras cosas.

Ahora paso a hacer algunas reflexiones sobre los colegios.

Es muy grande la contradicción en los Estados Unidos Mexicanos entre el método de educación adoptado en sus establecimientos literarios y el género de instrucción que los jóvenes necesitan adquirir para entrar a desempeñar con utilidad los nuevos destinos a que deberán ser llamados bajo su actual forma de gobierno. Las mismas constituciones hechas por los obispos, hace más de dos siglos, sobre reales órdenes y concilios, formadas para hacer eclesiásticos que aprenden para enseñar los elementos de la ciega obediencia, renunciando a todo uso de la razón y sujetándose a la autoridad de los Santos Padres, de las bulas y de los concilios, existen en los seminarios de la República. Sólo es permitido a los estudiantes adquirir cierto género de conocimientos que los maestros no juzgan peligrosos a la subversión de sus doctrinas rutineras. Toda filosofía está subordinada a la teología, que es la ciencia más general, y con respecto de los otros sistemas, no se aprende más de ellos que los argumentos con que los han refutado los teólogos. Toda filosofía moral está sometida a las decisiones de los casuistas, sin que sea permitido buscar en el corazón principios sobre los que la autoridad de aquellos ha pronunciado. La ciencia política, que no se conocía, ha permanecido subordinada a aquellas decisiones que destruyen todo sentimiento de independencia individual, haciendo igualmente una ciencia de fórmulas. En muy pocos colegios se enseña la historia, pero ¿qué sentimiento sublime puede excitarse en el corazón de jóvenes que sólo reciben narraciones áridas, sin poder penetrar en los profundos resortes que mueven las pasiones y en la investigación de las grandes causas que produjeron los sucesos? ¿Pueden conocer bien la historia enseñada en formularios o, cuando mucho, por las compilaciones indigestas de Rollin o Segur, si no investigan en los preciosos originales que nos han dejado los antiguos? Examinad sobre la historia griega o romana, dice Mr. La Harpe, a un joven que no conozca más que el Rollin y a otro a quien se hayan explicado las décadas de Livio y los hombres de Plutarco, y veréis la diferencia entre las ideas y los conocimientos de ambos.

La elocuencia. que en los gobiernos republicanos es el ramo de instrucción más necesario, se halla abandonada enteramente, y muy pocos son los maestros que pueden analizar a sus discípulos las oraciones de Cicerón o las brillantes páginas de Tácito. ¿Qué impresión puede hacer la poesía cuando la religión de los antiguos se representa continuamente como un caos de tinieblas y cuando los sentimientos de un corazón apasionado son explicados por un hombre que ha hecho voto de castidad? ¿Qué interés puede nacer del estudio de las leyes, de las costumbres, de los usos y hábitos de la antigüedad, cuando no son comparadas a las nociones abstractas de una legislación verdaderamente libre, de una moral pura y de hábitos que nacen de la perfección del orden social?

Así es que el estudio de la antigüedad en los pocos establecimientos en que se enseña, no es otra cosa sino una ciencia de hechos y de autoridades, en donde la razón y el sentimiento no tienen parte y en que sólo se busca hacer ostentación de la memoria.

Los ejercicios de piedad ocupan una parte considerable de las horas de los estudiantes. Pero están reducidas a que hagan por el sonido de su voz constar su presencia en la capilla. Las dilatadas tautologías de rezos no pueden fijar su atención a lo que se dice. El mismo formulario, repetido cien veces, nada habla a su espíritu ni a su corazón, y mientras que un ejercicio corto de devoción pudiera servir para despertar sentimientos religiosos en su conciencia, los rosarios, que se repiten muchas veces, los acostumbran a separar absolutamente su pensamiento de las palabras que pronuncian. Esto es más bien un ejercicio de distracción inútil, o lo que es peor, un acto de hipocresía. ¡Qué instituciones para jóvenes destinados al foro y a la tribuna nacional!

Del centro de estos colegios, sin embargo, se han visto salir hombres que, habiéndose formado por sí mismos, se elevaron sobre sus conciudadanos y han combatido sus errores, ridiculizando sus preocupaciones y arrostrando toda suerte de peligros, enseñaron a sus conciudadanos la senda de la verdad. Este corto número de seres privilegiados, sostenidos por la fuerza de su carácter y excitados por un sentimiento interior de que tienen una misión grande que desempeñar, trabajan sin cesar en conseguir el triunfo de la libertad y de las luces. La empresa es ardua, su ocupación difícil y llena de embarazos que opone a cada paso el interés, el egoísmo y el poder. Encuentran una juventud educada bajo la antigua disciplina, un pueblo en lo general contagiado por hábitos de obediencia pasiva, por una parte, y por excitamientos de subversión por la otra.

¿Qué puede reemplazar la primera educación? Los que actualmente se presentan en la escena, lanzados en los trabajos de la vida activa, no pueden poseer aquella flexibilidad moral necesaria para recibir la cultura que no adquirieron anteriormente, y es precisamente cuando hay una doble necesidad de que se eduquen. Porque no pudiendo permanecer sus deseos en inacción, resulta que cuando no los encaminan hacia el bien, es decir, al progreso social, abandonados a sí mismos, se dirigirán al mal necesariamente: esto es, al egoísmo.

Nuestra generación ha sido transportada instantáneamente en una especie de esfera moral distinta de aquella en que vivieron nuestros padres. Quizá ningún ejemplo presenta la historia de un cambio tan rápido, si se exceptúan aquellos en que los conquistadores obligaron con la fuerza a obedecer su imperio y a adoptar sus instituciones. Pero no debemos equivocarnos: la transformación no es completa y aún falta mucho por hacer. Por poco que se reflexione, se advertirá que el cambio ocurrido sólo es en el orden más general de sentimientos y de intereses, y que no será sino después de mucho tiempo, muchos trabajos, y sucesivamente, cuando se verificará el de las ideas, actos y pensamientos. Asi hemos visto marchar las generaciones que se nos han presentado como convertidas súbitamente, sin poder por mucho tiempo realizar con plenitud el estado de la sociedad que componen los principios que adoptaron.

El imperio de la fuerza física, principio, razón y objeto de la administración colonial, todavía será por algún tiempo el que domine; aunque sucesivamente irá tomando modificaciones más análogas a los progresos de la educación moral de las diferentes clases en que el interés mismo de aquel despótico gobierno dividió la sociedad. La educación de esas clases numerosas y su fusión completa en la masa general, es la grande obra que deberá conducir a la perfección por que suspiran los verdaderos amantes de la libertad.

Es verdad que uno de los triunfos de la revolución ha sido destruir las clasificaciones más aparentes, y quitando las trabas que antes tenían, ha proclamado los derechos de igualdad para que cada uno pueda ocupar el lugar a que se hiciese acreedor. Pero ¿qué se ha hecho para dar realidad a ese derecho? ¿ Qué se ha hecho que no sea puramente negativo? Se han quitado los obstáculos, mas quedan muchos por vencer. Sin duda es así y la educación, sin cuya ayuda las más felices disposiciones son enteramente estériles, dista mucho de ser accesible sin distinción a todos. La educación es todavía un privilegio que depende de la fortuna de las familias, y la fortuna es un privilegio que está muy lejos de ser proporcionado al mérito de las personas que la poseen. Hay más: para el corto número de ciudadanos que pueden aspirar a los beneficios de la educación, no se ha hecho aún ninguna cosa para que sea distribuida en razón de sus aptitudes y de su vocación.

En resumen: a pesar del triunfo político de las ideas filosóficas entre los mexicanos, proclamado pomposamente en sus Constituciones y repetido hasta el fastidio en sus periódicos, la educación permanece todavía inaccesible al mayor número, y en cuanto a la débil minoría que la recibe, por desgracia no está nivelada a las instituciones adoptadas, y, por el contrario, opone una lucha abierta al impulso dado a la sociedad con las solemnes declaraciones de libertad e igualdad.

No me cansaré de repetirlo: el objeto esencial de la educación debe ser poner los sentimientos, los cálculos, las transacciones de cada uno en consonancia con las exigencias spciales.

La educación popular ha comenzado a tomar una nueva dirección en la República Mexicana. La libertad de imprenta, los juicios por jurados en las materias de imprenta, la concurrencia a las discusiones de las cámaras y asambleas legislativas, las juntas electorales y otros actos igualmente originados de los cambios hechos después de la independencia, han influido considerablemente en disminuir las antiguas inclinaciones a los toros, a las procesiones, a las fiestas, que eran en otro tiempo los únicos espectáculos que se presentaban a la infancia, a la juventud y a la vejez para distraer el espíritu de los habitantes de todo género de atenciones serias.

En las repúblicas antiguas cada ciudadano, llamado a discutir sobre la plaza pública los intereses de la comunidad y a tomar parte en las empresas que estos intereses hacían necesarios, se hallaba elevado para concebir la relación de sus actos personales con el interés general. Esta posición ha cambiado: nuestras repúblicas no cstán como Atenas, Roma, Florencia y otras, reducidas al recinto de la ciudad, y el pueblo no podría estar hoy reunido en una plaza pública, en donde los intereses comunes puedan ser discutidos por todos o en presencia de todos.

Pero las juntas electorales, la forma representativa, la imprenta y las sociedades patrióticas, o reuniones ordenadas de ciudadanos para examinar las resoluciones de sus gobiernos, y manifestar pacíficamente sus opiniones, han llenado más que suficientemente la falta de aquellas instituciones. En Inglaterra y los Estados Unidos los meetings o juntas de los ciudadanos en casas públicas, destinadas a estos objetos, son regularmente los órganos de la opinión pública, cuyas manifestaciones repetidas, al fin vienen a triunfar de las resistencias que opone alguna vez el interés o el egoísmo de los que gobiernan.

La legislación criminal no ha sido reformada como debió esperarse después de los grandes cambios ocurridos en la nación mexicana. Acostumbrado el pueblo a ver en sus jueces y tribunales instrumentos de la tiranía, se hallan casi extinguidos los efectos que deben producir sobre su moralidad los ejemplos saludables de la justicia. La serie de actos de crueldad, cometidos después del principio de la revolución bajo las formas judiciales, ha producido un efecto enteramente contrario.

Presentado el mexicano delante de una autoridad que no era responsable de sus acciones, que no estaba sometida a ninguna ley y entre las que no era raro contar algunos que no conocían ni aún las del honor, se creía rodeado a todas horas de delatores, espías o agentes provocadores. No pudiendo encontrar una garantía suficiente en el testimonio de su conciencia, se veían obligados los habitantes a tomar hábitos de disimulo, de adulación y de bajeza. Ya no se consideraba el castigo como consecuencia de los delitos, y los suplicios vinieron a ser a sus ojos como las enfermedades, una calamidad inherente a la naturaleza, de manera que el temor de sufrirlos no los detenía en la carrera del crimen. Sin hacerme cargo de la continuación de estos abusos bajo el imperio de las facciones, ni de esas leyes atroces y destructoras de toda garantía social y de toda moralidad, que ponen en manos de los vencedores el juicio de los vencidos; reduciéndome a los procedimientos en los juicios de delitos comunes, la legislación penal necesita prontas y eficaces reformas.

Desde el año de 1826 presenté en el Senado, y fue aprobado, un proyecto de ley estableciendo el juicio por jurados; pero ha encontrado la resistencia en los obstáculos que oponen aquellos legistas que encuentran en los vicios de las leyes sus elementos de existencia, su reputación y sus clientelas.

La jurisprudencia criminal es la parte de la legislación que afecta más inmediatamente la libertad del ciudadano, es ella también la que puede alterar su carácter. En los países en donde la instrucción de los procesos es siempre pública, cada proceso criminal es una grande escuela de moral para los asistentes. El hombre del pueblo que muchas veces tiene necesidad de apoyos contra las tentaciones violentas que le rodean y lo estimulan a cometer delitos, aprende en los debates delante de los jurados y de los jueces, que el crimen que se ha cometido en la obscuridad de la noche, lejos de todo testigo, con las precauciones que puede sugerir la prudencia, viene, sin embargo, por una serie de circunstancias imprevistas, a ser descubierto; que la conciencia perturbada del culpable es su primer acusador, y que ningún goce han proporcionado estos crímenes que parecían llenar los deseos de sus tristes ejecutores. Los concurrentes conocen que la autoridad que vela sobre la conservación del orden social, es benévola y activa; que es ilustrada y que nunca castiga sino después de haber reconocido el crimen. Se unen, se asocian de corazón al juicio, y convencidos de esta manera de la justicia e integridad de los jueces, abandonan sin pesadumbre al culpable al rigor de las leyes.

Pero, ¿qué sucede entre nosotros, en donde no se conoce esa publicidad; en donde un juez de primera instancia forma el proceso, examina los testigos; en donde no hay esa defensa oral en el primer juicio y en que todo se hace en el secreto dél gabinete? Se acostumbra al pueblo a no ver en la justicia criminal sino un poder perseguidor y odioso; se ligan todos para sustraer a los culpables de la acción de las leyes y tienen asociaciones secretas cuyo objeto es librar como ellos se explican, a los pobres de las garras de la justicia. Un robo cometido públicamente y un asesinato hecho en la plaza pública, no encuentran generalmente en el pueblo aquel instinto que conduce en los países libres a echar mano del delincuente, y muchos ejemplos hay de que se les procura un asilo, además del que ofrecen las iglesias. Los testigos interrogados sobre un crimen cometido en su presencia, creen que no deben reagravar la desgracia del procesado diciendo la verdad; la compasión hacia él es tan viva, la desconfianza de la justicia del juez es tan universal, que los tribunales muchas veces temen chocar contra este sentimiento general, y desafiar, por decirlo así, la compasión pública por una sentencia de muerte.

El nombre de los jueces está entre ellos marcado como con nota de infamia. Esta liga contra la justicia criminal está formada en muchos lugares de la República y tiene su origen en las pasadas injusticias, en la confusión con que han sido juzgados los criminales y los desgraciados que han pertenecido a un partido vencido, en la manera secreta de formar los procesos y en la escandalosa detención de las sentencias de los reos de los más atroces crímenes. Son muy frecuentes los ejemplos de salteadores y asesinos que, detenidos por tres o cuatro años en las cárceles, evitan con la fuga el tardío castigo que se les reservaba, y no es raro ver reaprehendidos una o dos veces a los mismos facinerosos que han cometido nuevos atentados después de su evasión.

El gran número de presos en las cárceles de la ciudad de México, que pocas veces bajan de mil, es una prueba melancólica, aunque evidente, de esta aserción. Felizmente muchos Estados de la federación no están contagiados de esta epidemia en el mismo grado, y en algunos la pureza de costumbres, el poco contacto con los vicios de la capital, la actividad de su comercio con los extranjeros y otras circunstancias los han preservado de los defectos inherentes a la educación colonial y a las funestas influencias de sus leyes.

Los Estados de que hablo, como Yucatán, Tamaulipas, Coahuila, Sonora, Sinaloa y algunos otros, están en la feliz disposición de formar sus códigos conforme vayan sus habitantes contrayendo los hábitos de moralidad que traerá la educación y las nuevas instituciones. La ciudad de México, en donde se había desplegado toda la chicana judicial, en donde los enredos del foro opusieron tantos años una barrera a la sencilla acción de las leyes, y en donde el oro, el favor, la intriga y el poder se emplearon alternativamente, o a la vez, en obscurecer la justicia y elevar el imperio de la fuerza sobre la ruina de las leyes; en México, digo, las reformas saludables no vendrán sino con más lentitud y después de choques violentos entre la nueva generación y la pasada, entre el hombre viejo y el hombre nuevo.

La influencia moral de la legislación civil no es tan poderosa como la de la criminal, pero es más universal y ningún individuo puede evitarla. La totalidad de las propiedades son distribuídas entre los ciudadanos con arreglo a las leyes civiles. La ley del Congreso general en 1823, que derogó los mayorazgos, y las leyes de colonización que facilitan la distribución de tierras, son de suma utilidad e influencia para la marcha progresiva de la prosperidad nacional. Pero las trabas puestas por disposiciones posteriores con objeto de impedir la venta de bienes raíces a extranjeros, serán el origen de muchas cuestiones y una fuente inagotable de pleitos, si no se derogan. La legislación civil se halla en la República Mexicana envuelta entre infinidad de disposiciones contradictorias y con la innumerable multitud de leyes, rescriptos, cánones, decretos, pragmáticas, reales órdenes, partidas y otras reglas, que bajo diferentes denominaciones emanaron desde la Instituta de Justiniano hasta las cédulas de Carlos IV.

Es lastimoso el cuadro que presentan los litigantes al verlos consumirse en los gastos de procesos interminables, pasar los meses y los años en el solo ejercicio de agitar sus causas, correr desde la casa del abogado a la del procurador, de la de éste a la del juez y, además, envilecerse y degradarse a fuerza de repetidos actos de sumisión por una parte, de desprecio por la otra.

Por estas razones la totalidad de los derechos parece incierta entre los ciudadanos; procesos interminables quedan en herencia en las familias de generación en generación.

He citado anteriormente uno que lleva más de cien años de comenzado. A medida que corre el tiempo entre el nacimiento de un proceso y su decisión, las pruebas se hacen más difíciles de obtener, las presunciones se hacen menos perceptibles, se balancean más, y cada uno, sosteniendo su interés, se cree menos expuesto al reproche de mala fe. Por otra parte, la prolongación de los procesos los multiplica con perjuicio enorme de la unidad nacional. En una ciudad en donde nacen al año diez procesos, si se terminan a los seis meses cinco, como acontece en Ginebra, no hay más que cinco pendientes a la vez. Si duran diez años, como es muy común que acontezcan en México, habrá ciento pendientes: al mismo tiempo, si duran treinta años, habrá trescientos. ¡Cuántos son los que por desgracia cuentan este largo período! Ved aquí la razón por que sea tan general el ver a casi todas las familias acomodadas con algún pleito pendiente, y que no se considere ya como una mala nota el estar ocupado en litigios y vivir continuamente hablando de procesos.

Uno de los grandes males que vinieron a la nación con haber los nuevos legisladores tornado sus lecciones en la escuela de los reformistas españoles, fue el de haberse persuadido que los Congresos eran lo que los reyes bajo el gobierno absoluto. Se proclamó el principio abstracto de soberanía nacional, y en lugar de sacar la consecuencia legítima de que, al delegar el pueblo sus poderes a los representantes, sólo daba aquellas facultades que eran absolutamente necesarias para organizar la nueva sociedad de una manera expeditiva a sus necesidades y derechos, se arrogaron la plenitud de la misma soberanía, y los Congresos fueron considerados como los árbitros de la suerte de la República.

Este grande error provino de la idea equivocada de que la nación transmitía todas sus facultades y poderes a los Congresos y del hábito que había de obedecer a un rey que mandaba ilimitadamente. De aquí han dimanado esas leyes de excepción, derogatorias de la igualdad entre todas las clases de ciudadanos; esas leyes retroactivas, como las que hemos visto acerca de ventas hechas a los extranjeros, y la de mayorazgos, cuyos efectos se hicieron recular a dos años; de aquí proviene también esa funesta facilidad con que se conceden facultades extraordinarias, especialmente a los gobernadores de varios Estados, por sus asambleas legislativas; esas declaraciones fuera de la ley, que destruyen en sus fundamentos toda garantía; esos destierros, y otra multitud de actos arbitrarios, que deben hacer cautos a los mexicanos sobre un porvenir lleno de esperanzas, aunque sembrado de peligros.

Otro error igualmente pernicioso ha emanado del mismo falso principio. El Congreso general, al que por antonomasia llaman soberano Congreso, se ha arrogado, o diré más exactamente, ha usurpado la facultad de reformar las leyes de los Estados y la de conocer en la organización de sus asambleas legislativas. Se ha visto con frecuencia que uno o más diputados o senadores, que no eran adictos a los miembros que componían la legíslatura de un Estado, hiciesen proposición para que se declarasen nulas las elecciones, en parte o en su totalidad, en virtud de las protestas hechas en las juntas electorales, y se ha visto a ambas cámaras dar decretos, que interrumpiendo la marcha constitucional de los Estados, anulasen sus elecciones en todo o en parte. ¿Por qué se ha tolerado esto? ¡Porque las asambleas de los Estados han sido consideradas como los virreyes, y el Congreso general como el monarca! ¡Siempre los hábitos del sistema colonial!

No hubiera hecho mención del punto de honor entre los grandes móviles de la composición social, al referir los resortes que obran en la República Mexicana, si no hubiese sido ésta una de las preocupaciones españolas que más se emplearon en perjuicio de la libertad e independencia de la patria. No hablo aquí de aquella especie de honor que Mr. Paley define un sistema compuesto de reglas por las gentes de rango, calculado para facilitar su comercio social y no para otro objeto. Hablo de ese honor convertido por el gobierno español en uno de los apoyos de su poder e inspirado tan fuertemente en las primeras clases de la sociedad, y en especialidad entre los militares. Hablo de él también porque, habiendo mudado de dirección después de la independencia, el estudio de los políticos mexicanos debe tender a confundirlo con la opinión pública y substituir esta base elemental del sistema democrático a una regla aislada y abstracta, cuyos principios son tan variables como indefinidos.

La legislación tradicional del honor, conforme se entendió por algún tiempo en Europa, tuvo su origen en los tiempos caballerescos: ella vino a substituir los nobles sentimientos de libertad que animaban a los griegos y romanos, cuando el espíritu de independencia individual fue desapareciendo, para hacer lugar al de cortesanía, que supieron poner en su lugar los monarcas, especialmente los reyes españoles. Convirtieron en su provecho esta preocupación, que suplía a aquel afecto inherente al hombre para sostener sus derechos, y a las otras virtudes que elevan el alma y la conducen a las grandes acciones. Pero la ley del honor hacía alianza muy fácilmente con la corrupción de costumbres, y vino a ser, bajo ciertos respetos, la base del despotismo militar. Sin embargo, como prescribía ciertas reglas al príncipe, ciertos respetos entre las clases sociales, una consideración distinguida al bello sexo y la cortesanía y urbanidad recíproca, era en cierta manera, como observa Montesquieu, un freno al poder arbitrario. Mas ¡qué freno tan débil!

En la América conquistada, el honor militar y el de las otras clases de la sociedad trajo consigo muy poco de las brillantes cualidades de su patria nativa. Entre los primeros se hacía consistir en defender los derechos de los reyes de España, y el mayor timbre de un oficial era decir: El rey mi amo, soy servidor del rey, que equivalía a confesarse un instrumento ciego de una deidad desconocida y el terror de la sociedad, el verdugo de sus conciudadanos. Pero estas impresiones eran profundas, eran heredadas, y estaban además sostenidas por las doctrinas religiosas. Punto de honor era en un militar sacrificar a su padre, a su hermano y familia, si el mejor servicio del rey así lo exigía; punto de honor era obedecer ciegamente las órdenes de los vicegenerales del rey, por más atroces y crueles que fuesen.

Vuestro honor está comprometido, decían los jefes españoles a los oficiales americanos; el mejor servicio de S. M. exige de vosotros que a fuego y sangre sostengáis sus derechos. El honor de los mexicanos debe ser inmaculado.

Con estas y otras frases se entusiasmaba a nuestros bravos militares para exterminar toda una generación. En el día se abusa del nombre de disciplina militar para los mismos actos de crueldad. Mas no es esta la ocasión de hablar sobre esta materia.

He dado fin a la historia que comprende el período de 1810 hasta 1830. Creo haber hecho un gran servicio a los mexicanos, presentándoles los sucesos bajo el punto de vista que deben ser vistos. Ningún principio que pueda corromper sus costumbres, ninguna doctrina que pueda comprometer su libertad, ninguna máxima que disculpe la tiranía, ningún axioma que no tenga por objeto la ventaja de la mayoría, ningún hecho que ofenda la decencia, nada, en fin, ha ocupado lugar en esta obra contra el fin que me propuse constantemente, y fue el de promover el bien de los mexicanos, enseñándoles a conocerse y a conocer a los que han dirigido sus negocios, a compararlos entre sí, a seguirlos en todos sus pasos y juzgarlos, no por proclamas de circunstancias, ni por ofertas pomposas, ni por apariencias de virtud desmentidas por hechos, ni por falsa modestia, ni por una popularidad estudiada, ni por un charlatanismo perjudicial y peligroso, sino por una serie de actos positivos de patriotismo y de constantes esfuerzos por la mejora social, ilustración del pueblo y propagación de goces en las masas. Todo lo que no tenga por objeto estos puntos, es engañar al pueblo y quererlo contentar con palabras.

De poco ha servido la independencia a una gran parte de la nación, porque los que se sucedieron en los mandos y empleos han creído que éste era el bien a que se aspiraba. Pero se equivocan. El pueblo quiere bienes positivos y el alimento del espíritu. Su instinto lo conducirá siempre a la consecución de este objeto y romperá los obstáculos que opongan a sus progresos el egoísmo y el interés.
Indice de Venganza de la Colonia de Lorenzo de Zavala CAPÍTULO OCTAVO APÉNDICEBiblioteca Virtual Antorcha