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El escobarismo

(Testimonios de Antonio I. Villarreal)

SÉPTIMO TESTIMONIO


Coincidiendo con la iniciación del movimiento renovador, tuvo verificativo la toma de posesión del Presidente de los Estados Unidos, el señor Herbet Hoover que inmediatamente consagraría su atención al problema mexicano.

Conservó como Secretario de Estado al señor (Frank B.) Kellogg y como Embajador en México, al señor Dwight Morrow, ligados ostensiblemente a los más altos funcionarios de nuestro país.

El examen imparcial de las opiniones y medidas dictadas en aquellos días por las autoridades de Washington comprobarán que la revolución de 1929 nació muerta.

El día cuatro de Marzo que circularon por primera vez las noticias referentes a la nueva rebelión, los observadores -eufemismo troquelado para usos protocolarios en las notas semioficiales- consideraban que los consejos del Embajador Morrow privarían en la actitud que asumiría la Administración. Ese mismo día el Secretario Kellogg visitó tres veces al Presidente Hoover, sabiéndose que habían convenido los dos altos funcionarios en adherirse a la política seguida para ayudar al finado Presidente Obregón en su tarea de combatir a la revolución delahuertista. Idéntica ayuda pedía ahora México, expresaba con llaneza la información telegráfica.

Con fecha cinco de Marzo fue anunciado oficialmente que no otra política sería adoptada, explicando de paso aquella declaración, que, para evitar la derrota de Obregón, los Estados Unidos permitieron que aquél comprara un gran número de rifles, municiones y aeroplanos de los almacenes del Ejército.

Para activar la realización de tan eficaces propósitos, el Embajador Téllez acudió el día siete al Departamento de Estado solicitando las licencias respectivas para embarcar, consignados al gobierno mexicano, una gran cantidad de municiones, aeroplanos, motores para los mismos y ottos pertrechos de guerra.

Al siguiente día, la prensa se ocupó en divulgar esa trascendental declaración:

El Presidente Hoover se dirigió al Departamento de Guerra, ordenándole el inmediato envío de una cantidad de armas y municiones de los arsenales del ejército americano situados en la frontera y se dirigió al Departamento de Estado ordenándole que concediera los permisos que son necesarios para que el Gobierno de México adquiera pertrechos de los fabricantes particulares. Esto último incluye la compra de un crecido número de aeroplanos de combate.

Todos esos pertrechos de guerra se hallan actualmente en camino de México y al mismo tiempo se han cerrado los conductos por medio de los cuales pudieran recibir armas los rebeldes.

Para la más exacta comprensión, para que la menor sombra de duda desapareciera enteramente, con fecha once de Marzo vibraban los hilos telegráficos trasmitiendo a los rotativos del mundo, la siguiente nota de Washington.

La Administración puso hoy en práctica con todo vigor, su ayuda al Gobierno de México. De la manera siguiente cooperan los Estados Unidos a sofocar la revolución:

I.- Procediendo al inmediato envío de diez mil rifles Einfield, modelo 1927, y diez millones de paradas de cartuchos para rifles 30-30.

II.- Aprobando los contratos para que sean enviadas a México las ametralladoras y bombas ligeras que han pedido las autoridades mexicanas.

III.- Prometiendo enviar aeroplanos. Actualmente se termina la construcción de aparatos de ataque, provistos de ametralladoras y lanza-bombas, en Long Island, los cuales serán enviados en breve a la frontera.

Estos perttechos los han preparado los arsenales del ejército americano, habiendo gran existencia de rifles y municiones en San Antonio, Texas; New Orleans, La Columbus, O (sic); y otros lugares.

Con diligencia admirable habría de desarrollarse el plan delineado en el mensaje transcrito. Por Eagle Pass cruzó la línea fronteriza un fuerte cargamento de armas y la agencia aduanal de Caso y Compañía de Laredo, Texas, despachó, para el servicio del ejército mexicano, diez mil armas largas de infantería, diez millones de cartuchos y un carro de bombas para aviones de bombardeo, iguales a las reglamentarias del ejército americano.

Ante semejantes demostraciones, a nadie le sería lícito no prever el resultado final de la contienda y menos habría quien se equivocara entre los jefes de nuestro ejército que ha sido y sigue siendo un organismo eminentemente político a pesar de los lirismos caídos en descrédito y fofos de más de un sostenedor insincero de la tesis contraria.

Una vez aclarado de qué lado predominaba la fuerza; cuál era la facción protegida por los dioses tutelares, escogida para ceñir los laureles inmarcesibles de la victoria, no volvió a registrarse voltereta alguna de allá para acá. Ni un pronunciamiento o cuartelazo más en cumplimiento de compromisos contraídos, en defensa de los sagrados principios o por equivocación siqUiera.

En verdad siempre me he mostrado escéptico cuando oigo hablar de la depuración del ejército y de su inmunidad política. Forjado en el yunque de nuestras guerras intestinas; integrado por rebeldes convertidos en soldados de línea, que, cuando menos, en cada campaña presidencial tienen que dar color, ya sea para imponer al nuevo gobernante o para derrocar al Supremo Mandatario que fatalmente se ha de empeñar en reelegirse o en escoger a su sucesor; este ejército nuestro con superabundancia fantástica de generales y jefes que numéricamente bastarían para cubrir los puestos de mando en (un) ejército regular de un millón de soldados -no estoy hablando de competencia-; este ejército de cincuenta mil hombres que apenas aportaría unos diez o quince soldados para cada uno de sus generales si no hubiera exclusiones o favoritismos que aprovechan a unos cuantos en perjuicio de la mayoría postergada, retenida en disponibilidad o en las corporaciones de sueltos y anhelando siempre volver al ejército del mando y sus prebendas, o, cuando menos, triunfar como candidatos a los gobiernos de los Estados o a diputados o senadores en cualquiera de nuestras clásicas campañas políticas jamás liberadas del rigor militar; este ejército nuestro aguerrido, pero voluntarioso, jamás ha renunciado a sus privilegiadas funciones políticas que ejerce tesoneramente marcando el derrotero de los destinos nacionales.

De allí que sea difícil prescindir del epigrama hiriente y del rictus malicioso cada vez que nuestro Ejército es exaltado por sus virtudes abstencionistas en materia política, por su apego a la ordenanza o su devoción a las instituciones. ¿Y los cañonazos de cincuenta mil pesos que ningún general resiste? ¿Y las juntas oficiales de generales en servicio activo para resolver crisis políticas y escoger Presidentes? ¿Y la historia viva, fehaciente, de nuestros últimos conflictos en que se pronuncian divisiones enteras y hasta el ejército en masa para crear un nuevo caudillo o deponer al de ayer a quien se le había protestado adhesión; a base de honor militar?

¡Ah! ¿Y que diremos de la connotación manida de leales e infidentes? Los leales de hoy, son los infidentes de mañana y estos vuelven a alistarse en la categoría de leales pasado mañana.

Necio código de honor el que se pretende fincar sobre estas cabriolas y absurdas inversiones que resultarían festivas hasta la hilaridad si no estuvieran salpicadas de sangre y dolor.

La patraña de que nuestro país haya logrado formar un ejército consciente de su misión, verdadero guardián de la sociedad, sostén del gobierno constituido -rebuscadas palabras sin sentido- se desvanecen al soplo de cualquier observación seria. Casi no hubo un general o coronel con mando de fuerza que no tuviera a bien pronunciarse contra el gobierno de Carranza y precisamente con estos generales y coroneles acusados de infidentes por el carrancismo, fue reorganizado el Ejército en 1920, siendo dados de baja los leales del régimen caído. Los infidentes del carrancismo a su vez se dividieron en leales e infidentes para defender o combatir al gobierno de Obregón y su candidato en 1923. Los generales Serrano y Gómez y un buen número de sus amigos leales en pretéritas jornadas pasaron a la categoría de infidentes rebelándose contra la reelección del general Obregón. De los leales que vencieron a Serrano y Gómez en 1927, dos años después, surgieron los infidentes de nuestra última conflagración cuyos principales episodios hemos recogido en estas narraciones.

Aunque ya es tiempo de pasar a otro asunto no está por demás advertir que, a pesar de las observaciones arriba apuntadas, admiramos a nuestros soldados por su intrepidez, su arrogante desdén ante el peligro y sus extraordinarias cualidades de resistencia y su heroica abnegación; pero las excelencias señaladas, por meritorias que sean, no bastan para insuflar vida orgánica, en la institución que tiene a su cargo en las sociedades modernas la función de defender la integridad nacional, mantener el orden público y salvaguardar los derechos del hombre y de la sociedad.

Ciertamente la función hace el órgano; un ejército no se improvisa y el nuestro ineludiblemente ha de someterse a un proceso de depuración severo y eficiente. Por supuesto que había que comenzar por expurgarlo de ciertos vicios capitales tan persistentes como el de la perversión política que lo corroe. Los políticos profesionales que ostentan charreteras o los militares con aficiones políticas deben ser borrados del escalafón del Ejército Nacional, que el país sostiene con enormes sacrificios pecuniarios, no para que se exhiba en mascaradas electorales, ni para que vulnere el sufragio o las libertades públicas para que imponga candidaturas bastardas ni para que lleve a cabo pronunciamientos o contrapronunciamientos, asonadas, motines o cuartelazos.

No por medio de la leva ni en las prisiones es ahora reclutado nuestro ejército, reconozcamos en su abono; pero de ninguna manera lo podemos considerar como representativo de las aspiraciones colectivas ni como depositario del honor nacional mientras no cubra sus plazas con ciudadanos provenientes de las diversas clases sociales en virtud del anhelado servicio militar obligatorio, que, democratizando y enalteciendo el ejercicio de las armas, impedirá que sólo se den de alta individuos que prefieren la molicie del cuartel o los azares de la guerra a la libre actividad; herirá de muerte los privilegios de la casta militar y nos colocará a salvo del peligro y el bochorno de que no rija otra ley que la insolencia de las bayonetas victoriosas.

No estoy tratando este asunto con espíritu partidarista ni siquiera esbozo la opinión de que la estructura actual del ejército sea inferior. Al contrario, de buena gana me inclinaría a reconocer los progresos realizados en materia de moralidad y disciplina y exaltaría la conducta de aquellos jefes que sirven a su institución con lealtad, sin desviaciones punibles a la política. Más aún: podría citar con encomio la recta actitud asumida por prestigiados elementos de la Revolución, que, elevados justificadamente a altas jerarquías militares, renunciaron a toda otra actividad para entregarse de lleno al cumplimiento de sus deberes y consecuentemente sostuvieron el gobierno de Carranza hasta sus últimos momentos, arrostrando graves peligros y sufriendo las consecuencias inherentes que no impidieron que posteriormente, cuando fueron de nuevo aprovechados sus servicios, óbserVaron la misma conducta que los enaltece y les presta inconfundible relieve de soldados pundonorosos y cabales. Ajustan los actos de su vida a la doctrina que profesan y merecen respeto y consideración. Ellos sí tienen derecho a emitir juicios sobre la lealtad y la indiferencia. No los otros.

Estoy tratando, pues, de producirme con templanza y equidad, lo mismo en este capítulo que en los anteriores y los subsecuentes. He señalado en esta ocasión deficiencias y lacras no con ánimo de avivar rencores, ya que, cualquiera que fueren mis intereses políticos que no los tengo como lo demuestra mi pertinaz apartamiento, vería con satisfacción que la casta militar no volviera a dividirse en dos; pues la más amarga experiencia ha venido a convencernos de que la sangre hermana locamente derramada en conflictos cuartelarios, es un desperdicio cruel, sin objeto ni trascendencia desde el momento en que nadie ignora que la presión externa se impone sobre las vicisitudes de la guerra.

¿Para qué nuevas e infecundas carnicerías?

Sin embargo, el espíritu de libertad y renovación jamás se extingue y buscará en otros campos la época propicia para dejar caer la simiente bienhechora.

San Antonio, Texas, Febrero de 1932.
Antonio I. Villarreal.
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